EL CHIFLON DEL DIABLO
BALDOMERO LILLO
En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo
y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los
obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía
el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con
él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos
adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en
ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen
de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos
hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
-Quédense ustedes.
Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se puntó en sus pálidos
rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante
cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el
mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto,
un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso.
Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo
de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una
cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que
los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba
su procedencia.
La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando
en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara
y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la
mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible
y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a
los obreros para que se acercasen, y les dijo:
-Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?
-Sí, señor -respondieron los interpelados.
-Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal
de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio.
Por fin el de más edad dijo:
-¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono
serio contestó:
-Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero insistió:
-Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que
Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan,
habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que
vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo
que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar
las medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio
y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
-Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes -agregó-, quiero ayudarles
a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman,
dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería
tarde.
Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y
sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban
ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de
hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la
ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los
desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin
darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas.
El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa
y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock
inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en
ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.
Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos,
dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos
de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles
sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas
y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de
los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas
de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba
el mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría
constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra
las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia
e iniquidad estaba permitida.
El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo,
y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades
de la mina.
La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar
salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio
ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba
en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto
escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad
de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos.
Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que
emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable,
se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía
siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que
extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado
por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente
por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes
atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas
en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con
el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la
nueva veta continuó.
Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto
se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto
en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina,
se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos
que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en las partes sólo
indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para
desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los
otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más
leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin interrupción
el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de los siglos
la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta celeste, desde
el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre.
Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas
que le hacía su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta
decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad
repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de animales
que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica visión del
Arca de Noé.
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su rostro
muy pálido tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún el
brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas
a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente.
Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones
del grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez
de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún,
pasaba en continuo sobresalto.
Siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante
de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era
su único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.
¿Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar
a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que condenaban
a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el fausto de la
inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir sin aquella
perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas eran el precio,
tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma,
la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía
habitual.
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho
sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos.
La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la
puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.
-Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? -preguntó cariñosamente María
de los Ángeles.
-Lo mismo -contestó la interrogada, penetrando en la pieza-. El médico dice
que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama
sin moverse.
La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias
y privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras
respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la
mesa.
La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente
líquido, continuó preguntando:
-¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?
La joven murmuró con desaliento:
-Sí, estuve allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante hacían
con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que
en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un suspiro agregó:
-Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.
María de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas
en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:
-La Virgen se lo pagará, vecina.
-Pobre Juana -dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado
su silla junto a la mesa-, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique
con la pierna rota.
-¡En qué se ocupaba?
-Era barretero del Chiflón del Diablo.
-¡Ah, sí, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
-No tanto, madre -dijo el obrero-, y ahora es distinto, se han hecho grandes
trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.
-Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría
irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron
a tu padre y a tus hermanos.
Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho
callaba y comía sin levantar la vista del plato.
Cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su
madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo se sobra habría siempre
para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no
daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus
camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual
tenía de antemano designado.
Cuando una hora después de la partida de su hijo Maria de los Ángeles abría
la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos.
Hacía mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de
oro circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando
a torrentes sus vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían
por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una
caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de
aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas
desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez
que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.
Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios
corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje. Caminaban
despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio calor que
fluía de lo alto.
Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los
que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados
en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas fatigadas,
hundidas en las órbitas tenían una extraña fijeza. Ni una palabra se cruzaba
entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa, sus labios
cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la tinta.
Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban
las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de
la campana se alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas
fuera de las habitaciones.
En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo
allí tenía el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción
su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo
empujaba hacia el mar.
María de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la
botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos
objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las
faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos
que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel ejemplo:
sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos
y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum
de tensión.
En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos
del sol parecía atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento
rebaño.
Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban
con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los corredores,
sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba, dejaba oír
un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba hasta él,
apagado por la distancia.
Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos
e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos
en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación
que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel
tibio calor que hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán,
corren lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas
de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que
gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados
de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las madres
apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno
semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de humano brotaba de las bocas entreabiertas
contraídas por el dolor.
Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en
ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros
con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas
de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos,
del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre
los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas,
y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena.
Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:
-¿Asesinos, asesinos!
Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los
puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó
al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció
La noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación.
El suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo
había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y
casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido
en la galería del Chiflón del Diablo, donde trabajaba ya hacía dos horas en
extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el
departamento de las máquinas.
Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud.
María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía
sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza:
de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en sí misma con
ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos sollozos
de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina
inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos;
los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecientes del pique
hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza
humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda,
y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano,
continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma
y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo, azul y diáfano,
que no empañaba una nube.
De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres
resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó
la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía,
en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían
descifrar.
Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en
la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los
aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona
la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego
se detuvo por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla
negra de barro y polvo de carbón.
Un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó
y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres.
El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en
mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El
segundo que siguió inmediatamente al anterior tenía la cabeza desnuda: era un
viejo de barba y cabellos grises.
El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que
lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del
sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:
-¡El Cabeza de Cobre!
El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente
en la camilla que lo aguardaba.
María de Los Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que parecía
empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto;
pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido
inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y
permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien
con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una sensibilidad absoluta, parecía
absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, haría oblicuamente
la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas
de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el círculo luminoso,
el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada,
fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal
diáfano y transparente.
Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de
María de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos
en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo
del sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos
de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos
estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un largo
corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro
de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre
sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de
aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en
el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la
visión.
Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de
escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita
angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró
junto a su oído:
-Madre mía!
Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la
vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin
un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo,
lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual
se escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto
de sangre en el fondo de su cubil.