Carlos de Sigüenza y Góngora

 

 

 

TEATRO DE LAS VIRTUDES POLITICAS

QUE CONSTITUYEN A UN PRINCIPE

 

 

 

                        Consideren lo suyo los que se empeñan en

                        considerar lo ajeno: es más fácil juzgar que obrar, y

                        más fácil mirar desde la seguridad de la fortaleza los

                        peligros.(Sedul. Presbit. Epist. ad Macedon. Praefixa

                        Operi Paschali.)

 

                 Dedicatoria

                 Al excelentísimo señor don Tomás Antonio Lorenzo Manuel

            Manrique de la Cerda, Enríquez de Ribera Portocarrero y Cárdenas,

            conde de Paredes, marqués de la Laguna, comendador de la Moraleja en

            la Orden y Caballería de Alcántara, del consejo de su majestad,

            cámara y junta de guerra de Indias, su virrey lugarteniente,

            gobernador y capitán general de la Nueva España y presidente de la

            real audiencia y chancillería de ella.

                 Glorioso premio de mis estudios, reconozco la ocasión en que me

            puso mi dicha, siendo la mayor a que pudiera aspirar hallar motivo

            de postrarme a los pies de vuestra excelencia para ensalzar mi

            fortuna; elevaráse ésta a superior eminencia si obtengo el que con

            cariño acepte este triunfal Teatro de las virtudes políticas, en que

            las que en vuestra excelencia pueden servir de modelo augusto para

            que se reformen aquéllas, se aplaudan inmortales, con prerrogativas

            de heroicas.

                 Y si fiar la imperial nobilísima ciudad de México de mis

            hombros débiles su desempeño era estímulo para que se afanase el

            desvelo en que no desdijesen mis ideas de sus acciones, siendo

            vuestra excelencia el alto objeto a que miraba el aplauso, ¿cómo

            puede elegir otro asunto, sino el de reyes, cuando con la sangre

            real de su excelentísima casa se hallan hoy esmaltados no sólo los

            lirios franceses, sino hermoseados los castellanos leones,

            participando de ella, a beneficio de éstos, las águilas augustas del

            alemán imperio? Ni pudo México, menos que valiéndose de sus reyes y

            emperadores, celebrar condignamente la gloria a que su felicidad se

            sublima, vinculada en conseguir por virrey a quien recomienda su

            nobleza con lo que las supremas se exaltan; confiésanlo los

            emperadores y reyes que aquí pudiera expresar si la notoriedad no me

            lo excusara decir.

                 Y si era destino de la fortuna el que en alguna ocasión

            renaciesen los mexicanos monarcas de entre las cenizas en que los

            tiene el olvido, para que como fénixes del Occidente los

            inmortalizase la fama, nunca mejor pudieron obtenerlo que en la

            presente, por haber de ser vuestra excelencia quien les infundiese

            el espíritu, como otras veces lo ha hecho su real y excelentísima

            casa con las que ilustran la Europa.

                 Esto es lo que vuestra excelencia consigue cuando se principia

            entre crepúsculos su gobierno; ¿qué no esperará la Septentrional

            América cuando aquél llegare al resplandor meridiano? ¡Oh, y todos

            lo vean para que a todos los ilustre, para que todos lo aplaudan!

            Excelentísimo señor, está a los pies de vuestra excelencia,

            D. CARLOS DE SIGÜENZA Y GÓNGORA

               

            Preludio I

            Motivos que puede haber en la erección de arcos triunfales con que

            las ciudades reciben a los príncipes.

                 Levantar memorias eternas a la heroicidad de los príncipes más

            ha sido consecuencia de la gratitud que los inferiores les deben que

            a un desempeño de la veneración que su reverencia nos pide. Porque

            como la parte inferior de nuestra mortalidad obsequia a la superior,

            de que le proviene el vivir, así las ciudades y reinos, que sin la

            forma vivifica de los príncipes no subsistieran, es necesario el que

            reconozcan a estas almas políticas que les continúan la vida.

            Desempeñe esta locución (que quizás se juzgará extraordinaria) y el

            cultísimo San Sinesio, Epíst., 31, cuando, hablando de los

            príncipes, dijo: «Si existen algunas almas verdaderamente divinas y

            geniales de la ciudades, éstas son las que presiden. « De aquí

            tendría origen la atención de las ciudades de Italia que, desde el

            día en que recibieron al emperador Octaviano Augusto, dieron

            principio a la numeración de los años, Suetonio en Octav: «Algunas

            ciudades de Italia establecieron el principio del año el día en que

            por primera vez vino a ellas.»

                 Y aunque es lo moderno pudiera juzgarse no ser las

            demostraciones tan finas, paréceme no faltará quien las asevere

            mayores; y más si no ignora cuántos arcos triunfales ha erigido la

            Europa e imitado la América en la primera entrada de los reyes en

            sus dominios o de los virreyes, sus substitutos, en los gobiernos.

            Prescindo con veneración de unos y otros, porque no en todos hallo

            con igualdad un motivo. Era el triunfo premio glorioso de

            felicidades marciales, como memoria de éstas, los arcos en que se

            consagraban la inmortalidad los que a costa de su sangre las

            conseguían; Gorg. Fabric. en la Descripción de Roma, cap. 15: «En

            otro tiempo fueron erigidos arcos en nombre de la virtud y del honor

            para aquéllos que, habiendo sojuzgado las naciones extranjeras,

            dieron señaladas victorias a la patria.» En esto bien tiene en qué

            ocuparse la Europa, como gloriarnos los americanos de no necesitar

            de conseguir estas dichas. Conque si la razón no subsiste, ¿quién

            pondrá duda en la impropiedad de este nombre? Arco triunfal era

            memoria del triunfo, como éste ilación que se dedujo de las

            invasiones sangrientas de las batallas, pues nunca se erigió a aquel

            a quien por lo menos no hubiese despojado de vida a cinco mil

            enemigos. Ley era ésta de los romanos que entre otras refiere

            Valerio Máximo, lib. 2, cap. 8, y de que se acordó el padre Mendoza

            en su Viridar., libro 5, probl. 26. Y si siempre hemos experimentado

            a los príncipes que nos han gobernado nada sangrientos, ¿cómo puede

            tener denominación de triunfal la pompa con que México recibe a los

            que ofrece su amor?

                 Y aun por lo que significa el vocablo debiéramos evitar el que,

            con el de triunfo, se mencionase esta pompa, no porque de Triambos,

            nombre de Baco, se denomine triunfo, por haber sido el primero que

            triunfó, como afirma Diod. Sículo, lib 4, Bibl., cap. 2; y Varrón,

            lib. 5, Ling. lat., de cuya autoridad lo refiere Rosin, lib. 10,

            Antiq. Roman., cap 19, el ya citado Mendoza y otros muchos, sino

            porque, como dice Baltazar Bonifacio, lib. 5, Hist. Ludic., cap 15,

            se denominó el triunfo en el dialecto griego thriambos: «Es decir,

            aclamando y maldiciendo., Indignidad nada decente cortejar con

            sátiras a los príncipes a quienes sólo se deben sacrificar

            atenciones y venerar con aprecios.

                 Si ya no es que se alucina mi estudio, juzgando disonantes

            acciones las que puede ser se hayan fundamentado con madurez de

            juicio, porque el triunfo y su duración en los arcos era, en sentir

            de Alejandro Napolitano, lib. I, Dier. genial., cap. 22, un

            compendio o lo más primoroso de los honores: «Era, pues, el triunfo

            un enorme cúmulo de honores», de donde se originó el dicho de

            Escipión Africano en Tito Livio, Decad. 3, lib. 10, que refiere

            Tiraquello en el comento de aquél, pág. 64: «No había nada tan

            grande entre los romanos como el triunfo. « Parece que sólo con un

            remedo de tanta magnificencia se debe festejar en una ciudad la

            plausible entrada en ella de un nuevo príncipe, merecedor, por el

            carácter que lo recomienda, de esta grandeza.

                 O puede ser se haya tenido respeto en la erección de estos

            arcos triunfales a la propiedad de la lengua hebrea, en que aquéllos

            se equivocan con la palabra manus, según la advertencia de Novarino,

            lib. 4, Schediafun Sacropropban., cap. 26, núm. 122, de Pinto

            Ramírez en Spicleg., cap. 3, 36, núm. 5, supuesto que donde el Libro

            de los Reyes, cap. 15, vers. 12, dice: «Samuel ha llegado a Carmel,

            y he aquí que se ha erigido un monumento», tiene el texto griego:

            anestacen autó chira, que tradujo la Biblia Sixtiana et constituit

            sibi manum, con que concuerda el hecho de Absalón, 2 Reyes, cap. 18,

            vers. 18: «Y denominó el monumento con su nombre, que hasta el día

            presente se denomina monumento de Absalón.» Porque si este término

            'manus', en advertencia de Piero, lib. 35, cap. Autorias.,

            fundándose en lo del Salmo 10, vers. 12: « Sea exaltada tu mano»,

            significa no sólo la autoridad y poder sino lo moral de las obras,

            según Brixiano en los Comentarios simbólicos, letra M, fol 5, núm 2,

            es providencia estimable el que a los príncipes sirvan de espejo,

            donde atiendan a las virtudes con que han de adornarse los arcos

            triunfales que en sus entradas se erigen para que de allí sus manos

            tomen ejemplo, o su autoridad y poder aspire a la emulación de lo

            que en ellos se simboliza en los disfraces de triunfos y alegorías

            de maenos.

                 O si lo que es en mi sentencia más propio, no son estas

            fábricas remedo de los arcos que se consagraban al triunfo, sino de

            las puertas por donde la ciudad se franquea, es cierto que en los

            mármoles de que se forman era muy ordinario grabar a perpetuidad

            varias acciones de los príncipes. Basta para apoyo de la autoridad

            Virgilio, 3 Geórg., vers. 26:

                           En las puertas esculpiré en oro y sólido

                        mármol

                        la guerra de los habitantes del Ganges.

                

            Como también, 6 En., vers. 20:

                           En las puertas la muerte de Andogeo, etc.

               

            Con circunstancia de que, según la nota del erudito padre Zerda,

            eran estas portadas las de aquellas fábricas que en la Sagrada

            Escritura se llaman cavas y de las que habla San Cirilo, Comment in

            Aggaeum: «Llama cavas a las casas cuyas jambas esculpidas en fierro

            por la destreza de los artífices estaban adornadas con emblemas

            elaborados con admirable variedad y artificio. « Lo que toca a este

            punto de pintar, esculpir y hermosear con emblemas y símbolos las

            puertas que aquí puedo expresar, léase en el docto padre Pinto

            Ramírez, lib. I en Cantic., cap. 8, núm. 547; mientras advierto el

            que inmediatos a ellas se formaban todos los tribunales en que

            asistían todos los príncipes; dícelo Atheneo, lib. 6, Dipnosoph.,

            cap. 6: «Erigiendo el tribunal ante las puertas hacían juicio.» Y de

            los hebreos lo asevera Eutimio, en Psal., 72: «Acostumbraban los

            antiguos reunir el tribunal y el concejo ante las puertas de la

            ciudad o del templo»; como también se deduce del Génesis, cap. 34,

            vers. I; de Amós, cap. 5, vers. 10; y en los Proverbios, cap. 31,

            vers. 23: «conocido en las puertas es su esposo, cuando se sienta

            con los ancianos».

                 Y si una de las razones que pudieran discurrirse para mi

            intento es la de San Gregorio, lib. II, Moral, cap. 15, que dice

            haberse practicado esto, porque, terminándose allí las controversias

            los litigantes, entrasen en la ciudad con tranquilidad y quietud:

            «Para que de ninguna manera entraran los inconformes a la ciudad, en

            la que era conveniente vivir a base de concordia». Providencia será

            también el que la vez primera que a los príncipes y gobernadores se

            les franquean las puertas sea cuando en ellas estuvieren ideadas las

            virtudes heroicas de los mayores, para que, depuesto allí todo lo

            que con ellas no conviniere, entren al ejercicio de la autoridad y

            del mando adornados de cuantas perfecciones se les proponen para

            ejemplar del gobierno. De todas estas razones de congruencia, elija

            cada uno de la que le pareciere adecuada, teniendo por cierto el que

            pudiera México tener lugar en el Theatro de Beyerlyrick, verb.

            'Arcus honorifici', pág. 510, cuando con magnificencia indecible ha

            erigido semejantes arcos o portadas triunfales desde el 22 de

            diciembre de 1528, día en que recibió a la primera audiencia que

            vino a gobernar estos reinos hasta los tiempos presentes; vean los

            curiosos a Antonio de Herrera, Década 4, lib., 6, cap. 10, donde lo

            refiere con circunstancias dignas de ser leídas, como también a

            Bernal Díaz del Castillo en su Conquista de la Nueva España, cap.

            200, donde hace mención de los que ideó en esta ciudad Luis de León,

            patricio romano por las paces de España y Francia, aunque les dio

            título de epitafios y carteles.

               

            Preludio II

            El amor que se le debe a la patria es causa de que, despreciando las

            fábulas, se haya buscado idea más plausible con qué hermosear esta

            triunfal portada.

                 Escollo en que peligrase el acierto pudiera juzgarse mi idea en

            la disposición formal del arco, que aquí describo lo extraordinario,

            como si apartarse de las trilladas veredas de los antiguos fuera

            acercarse al precipicio y al riesgo. «El que va en pos de otro, nada

            encuentra; aún más, ni siquiera busca. ¿Entonces qué?, dijo Séneca,

            Epíst., 64, «¿No seguiré las huellas de mis antecesores? Yo en

            verdad utilizaré los caminos antiguos, pero si encuentro uno más

            apropiado y más fácil lo seguiré. Valerse de pensamientos extraños,

            ¿quién duda que es tener poco concepto de su talento aquél que atado

            a los preceptos comunes no aspira a la libertad de los discursos en

            que se le vincule el aplauso? No desmerece la novedad si se

            recomienda de útil, afirmó Casiodoro, lib. 3, Varia. Epist., 17: «No

            sea molesta la novedad que es útil» y más si lo que en los primeros

            fue vicio pasa a ser en lo moderno estudioso empeño, para que

            sobresalga a beneficios suyos la virtud, con apoyos sobreexcelentes

            de la verdad: «No es grave ni malo hacer alguna innovación cuando la

            utilidad está unida a la novedad, pues lo dañoso y lo útil no se

            juzgan por la antigüedad. Más bien, se debe investigar si en lo

            antiguo se encuentra el vicio o en lo moderno la virtud», dijo San

            Isidoro, Pelus., lib. 2. Epíst. 46, y aún no sé qué Arnolfo,

            referido de Enrique Canisio, tomo 2, pág. 7, y todos del padre Henao

            en la Empyreología, praeloq. 15, supo despreciar lo antiguo por

            faltarle la circunstancia de verdadero: «No solamente nos es

            permitido cambiar lo antiguo, sino rechazarlo totalmente cuando es

            completamente desordenado».

                 Estilo común ha sido de los americanos ingenios hermosear con

            mitológicas ideas de mentirosas fábulas las más de las portadas

            triunfales que se han erigido para recibir a los príncipes. No

            ignoro el motivo, y bien pudiera hacer juicio de sus aciertos. Si ha

            sido porque de entre las sombras de las fábulas eruditas se divisan

            las luces de las verdades heroicas, como lo asevera Enrique Fames.,

            de Simulacro Reip., lib. I, fol. 58: «los cortos de mente no ven en

            las fábulas más que la fábula, y a través de ellas ni siquiera

            nebulosamente ven la verdad». ¿Quién no ve que verdades que se

            traslucen entre neblinas no pueden representarse a la vista sino con

            negras manchas? Si porque los príncipes son no tanto vicarios de

            Dios, como dijo Nieremberg en Tehopolit., part. 2, lib. 3: «El

            príncipe es vicario de Dios», sino una viviente imagen suya, o un

            Dios terreno, como escribió el mismo Farnes., cap. 2, fol. 11: «¿No

            es acaso el príncipe o una imagen de Dios o algo así como un dios

            terreno?» Y por eso, merecedores de que sus acciones las descifren

            deidades, aunque fingidas, no sería despropósito acomodarles a los

            que lo dicen, lo que exclamó San Agustín con sentimiento grave: «No

            trates de buscar dioses falsos y mentirosos a éstos, más bien

            recházalos y desprécialos», De Civit., lib. 2, cap. 19. Y aun por la

            misma razón de ser los príncipes imagen representativa de Dios

            debiera excusarse el cortejarlos con sombras. Porque si fuese

            precepto de la Divina Sabiduría en el Deuteronomio, cap. 16, vers.

            21, que sus altares se dispusiesen de forma que jamás pudieran

            obscurecerse con los árboles sombríos de que se forman los bosques:

            «No plantarás ningún árbol sagrado junto al altar del Señor tu Dios»

            porque, habitando su inmensidad los palacios dilatadísimos de la

            luz, no era decente que la reverencia que le hacían en sus altares

            fuese entre lo opaco, que es consiguiente a las sombras, o porque no

            se compadecía con la Divinidad verdadera el culto sacrílego de las

            mentidas deidades que, como supuestas por el padre de las mentiras,

            solicitaban su veneración entre sombras. Doy a Ovidio por muchos, 3

            Fast.: «Existía en el monte Aventino un bosquecillo negro por la

            sombra de los helechos de tal manera que al mirarlo pudieses decir:

            'aquí vive una divinidad».

                 Léase a Pinto Ramírez, Spicileg. Sacr., tract. I, cap. 6; a

            Novarino, lib. I, Elect. Sacror., cap. 13, sect. 4; a Bacza, De

            Christ. firat., tom. I, lib. 2, paragr. 8. ¿Cómo, pues, será lícito

            el que sirvan de idea a los príncipes, que son imagen de Dios, las

            sombras de aquellas deidades tenebrosas, a quienes los mismos

            gentiles quitaron tal vez la máscara de la usurpada divinidad, como

            entre otros hizo Palefato Prienense, libro De non credendis

            fabulosis narrationibus, que tradujo Philipo Phasiniano? Ni

            satisface el que en la variedad hermosa de sus fingidas acciones se

            remonte la pluma para que la verdad sobresalga; porque, ¿qué importa

            que un palacio hermosee con mármoles sus paredes, dice Séneca,

            Epíst., 115, y que sus artesones despidan rayos con los incendios

            del oro, si éstos se compusieron de troncos y el interior de

            aquéllas es un desordenado embutido de soltería, sirviendo uno y

            otro sólo de mentirosa lisonja a los sentidos? «Admiramos las

            paredes revestidas de delgado mármol, sabiendo lo que se esconde a

            nuestros ojos, y cuando cubrimos de oro los artesonados no hacemos

            otra cosa sino alegrarnos en una mentira». Sólo con las luces

            apacibles de la verdad se hermosea la enciclopedia noble de la

            erudición elegante, pero ¿cómo pudiera serlo ésta si le faltase

            aquella circunstancia precisa? «La verdad, dijo el Pelusiota, lib.

            3, Epíst. 64, «adorna todas las artes y disciplinas, en cambio

            carecen de adorno y elegancia si ella está ausente».

                 Menos debieran estimarse tan ordinarios asuntos, aun cuando

            compurgándose de ficciones sólo se propusieran para ejemplo de las

            verdades y para idea noble de las virtudes, porque, siendo evidente

            el sentimiento de Eurípides, en el Serm. 36 de Estobeo, pág. 229:

            «No es cuerdo el que, depreciando los confines de la patria, alaba

            la ajena y se regocija con las costumbres extrañas», ¿quién será tan

            desconocido a su patria que, por ignorar sus historias, necesite de

            fabulosas acciones en qué vincular sus aciertos? Y es cierto que «es

            ciudadano el que no vive para sí sino para la patria», que dijo

            Farnesio, De Simulacro Reip., lib. I, fol. 51, como falta quien la

            promueva y más, no faltando en ella cuanto en todas las líneas puede

            afrontarse con lo que en otras se admira grande. Y aun cuando le

            faltara esta circunstancia, nunca se había de perdonar el conato por

            estar siempre tan persistente el motivo. «Es, pues, la patria una

            cosa saludable», prosigue Farnesio, «su nombre es suave, y nadie se

            preocupa de ella porque sea preclara y grande, sino porque es la

            patria». Y que yo tenga obligación a ello más que otro alguno es por

            desempeñar la elección de la empresa o jeroglífico que para publicar

            mis humildes obras discurrí del Pegaso con la disposición y epígrafe

            que es notorio, por saber lo que, explicando la de Jacobo Foscarini,

            dijo Vincencio Ruscelo, referido de Brixiano en los Coment. Simbol.,

            verb. 'Pegas', núm. 14, y es que «representa al hombre, el cual

            manifiesta tener casi siempre su alma vuelta a lo sublime, en

            beneficio de la patria».

                 De Tiberio Augusto escribió Suetonio en el cap. 3 de su vida

            que no tanto para inmortalizar su memoria cuanto para que sirviesen

            de ejemplo colocó en cierto pórtico las estatuas triunfales de sus

            predecesores Augustos: «Rindió honor cercano al de los dioses

            inmortales a la memoria de los capitanes que hicieron de pequeño

            grande el imperio del pueblo romano; y así restituyó las obras de

            cada uno con sus títulos y dedicó en ambos pórticos de su foro

            estatuas a cada uno en efigie triunfal», y como si la acción no

            bastase «dio un edicto para que los ciudadanos exigieran a él mismo

            durante la vida y a los príncipes de posteriores edades, tenerlos

            corno modelos». Y claro está que si era el intento proponer para la

            imitación ejemplares, era agraviar a su patria mendigar extranjeros

            héroes de quienes aprendiesen los romanos a ejercitar las virtudes,

            y más cuando sobran preceptos para asentar la política aun entre las

            gentes que se reputan por bárbaras. No se echan menos en parte

            alguna cuantas excelencias fueren en otra de su naturaleza

            estimables.

                 «El amor hermoso de la virtud no debe ser buscado en modelos

            extraños; la alabanza doméstica mueva los ánimos, y es mucho mejor

            conocer los triunfos en casa», dijo Papin, Stat., lib. 5, Sylu. Y

            aunque es verdad que en esta ocasión no milita el mismo motivo que a

            Paulino le insinuaba el rey Atalarico, en Casiodor, lib. 9, Variar.,

            Epist., 22: «Nos inflaman siempre sus ejemplos, amonestándonos,

            porque el estímulo grande de la vergüenza es la alabanza de los

            padres, en cuanto que no soportarnos ser diferentes de aquellos a

            quienes gozamos corno autores». Pero, no por faltar este requisito,

            deja nuestro excelentísimo príncipe de suceder en el mando a

            aquéllos cuya inmortalidad, merecida por sus acciones, promuevo en

            lo que puedo con mis discursos; y siendo constante que «se

            avergüenza de pecar quien piensa poder suceder a los varones

            alabados», como dijo él mismo, lib. I, Epíst. 4 y en la 9. del lib.

            7, «seguir muy desestimable mi asunto cuando en los mexicanos

            emperadores, que en la realidad subsistieron en este emporio

            celebérrimo de la América, hallé sin violencia lo que otros tuvieron

            necesidad de mendigar en las fábulas».

                 No será justo terminar este Preludio sin advertir el que puede

            ser se haya notado en las pinturas del arco, como también en esta

            descripción que de él hago, el que faltan algunas circunstancias que

            suspenden a los ignorantes como prodigios, y son la acomodación del

            hombre, títulos, ejercicio y propiedades del príncipe que se elogia

            en el mismo contexto del asunto o fábula que se elogia. Bien saben

            los que me comunican el que quizás no me fuera difícil el

            practicarlo, pudiendo decir con Nacianceno, Homil, en cap. 19,

            Math.: «Pues, a veces también nosotros (para gloriarme en la

            estulticia) somos sabios en las cosas varías». Pero siendo precepto

            de Crisóstorno, Homil. 65 en Math,- aunque para fin más alto que el

            presente: «No conviene en las parábolas poner demasiado cuidado en

            cada una de las palabras»; como también de Theophilact., Praef`. en

            Ion.: «No en todo es necesario buscar la semejanza», quise evitar la

            nota de liviandad en tan despreciable materia, empleándome sólo en

            lo que juzgué más decoroso al asunto, por excusarme la censura de

            San Ennod., lib. I, Epíst. 10: «Hermosas son las cosas que escribes,

            pero yo amo más lo fuerte; están coronadas de flores, pero yo amo

            más el fruto». O porque no me pusieran los eruditos en aquel

            catálogo de gramáticos ocupados en semejantes empeños que refiere

            Jovian. Pontan. en Charonte, cap. II; Blatha. Bonifa., lib. 22,

            Hist. Ludic., cap 9; y que no olvidó Guillermo Hamero, en cap. 40,

            Gene. O porque, siendo mi fin hacer alarde de las virtudes

            imperiales para que sirvan de ejemplo, fue necesario insistir en

            ello, sin divertirme a lo que nada importa para poder decir con

            verdad lo de Salviano, Praef`. ad lib. de Gubernat. Dei: «Nosotros,

            que amamos más los hechos que las palabras, mejor seguimos lo útil

            que lo plausible; con nuestros pequeños escritos no queremos ser

            deleite que agrade a los oídos de los ociosos».

                 Confieso con ingenuidad, después de lo que aquí he discurrido,

            ser verdaderísima la aserción de Horacio, lib. 2, Epíst. 48 ad

            Sabin: «Engañan a cada quien sus escritos, mas llegando al oído,

            como hijos aún deformes, deleitan. Así también los escritores

            inconvenientes acarician sus escritos». Conque, poniéndome de parte

            de la razón, no dudo el que no faltará quien se desagrade de lo que

            para mí tengo por bueno, como dijo con discreción juiciosa Sidonio

            Apolinar, lib. 9, Epíst. II: «Sería tenido por descarado si pensase

            de tal manera que todo cuanto me agrada a mí, a ti nada te

            desagrada». Pero no por eso dejaré de decir con Sedulio, Epíst. ad

            Macedon., citado como el de arriba en la Empyreolog. de Henao, pág.

            24: «Saquen a relucir sus cosas los que tratan de tomar las ajenas;

            es más fácil a todos indicar que obrar y mirar con rostro tranquilo

            los peligros desde la fortaleza». Que es decir, que con facilidad se

            censura lo que no se entiende y que ninguno está más pronto para la

            detracción que el que nada hace, porque se halla libre de que en la

            misma moneda se le retorne, encastillado en lo inaccesible de su

            ignorancia. Reconociólo muy bien el sapientísimo Sócrates, a quien

            todos deben imitar sin atender a las sombras que levantan para

            empañar los más lucidos estudios: «No hay obra», dijo Xenofonte,

            lib. 2 de Dict. et Fact. Socratis, «en la que los hombres no sean

            acusados. Pues, es muy difícil hacer cualquier cosa sin errar; y si

            por acaso alguien llevase al cabo algo sin errar, sería difícil no

            encontrar un juez inicuo».

                 Doy fin a este Preludio, diciendo yo con Plauto en Menaech.,

            Acto. 3, Escena I, verso 30, a quien sin haberle yo jamás ofendido

            hizo gala de satirizarme mi obra, pudiendo ocupar mejor el tiempo:

            «¡Oh, joven!, ¿qué me importa este asunto? ¿Por qué, ignorante, me

            maldices, siendo yo un desconocido? ¿Acaso quieres que después se te

            dé una mala paga por tus maldiciones?

                 Como puede ser que lo hiciera, si el mismo Plauto en el mismo

            lugar, verso 16, no me desagraviara, retornándole el nombre que se

            le debe a su acción: «Porque lo mismo que haces tú ahora lo hacía

            Hécuba; sobre quien miraba arrojaba todos los males. Y así

            justamente se le comenzó a llamar perro».

                 Pero, con todo, confieso que me holgara el que se practicase

            con él la pena que es consiguiente a su censura y que estableció el

            Papa Adriano en el Canon Qui in alterius, 5, Q. I., donde dijo:

            «Quien públicamente invente escritos o palabras injuriosas a la fama

            de otro, y descubierto no pruebe lo escrito, sea flagelado». ¡Oh,

            qué pocos se acomodaran a Zoilos, si se observara con ellos tan

            santa ley!

               

            Preludio III

            Neptuno no es fingido dios de la gentilidad sino hijo de Misraím,

            nieto de Cam, bisnieto de Noé y progenitor de los indios

            occidentales.

                 Cuanto en el antecedente Preludio se ha discurrido más tiene

            por objeto dar razón de lo que dispuse en el arco que perjudicar lo

            que en el que erigió la Santa Iglesia Metropolitana de México al

            mismo intento ideó la madre Juana Inés de la Cruz(1)

            , religiosa del convento de San Jerónimo de esta ciudad; y dicho se

            estaba cuando no hay pluma que pueda elevarse a la eminencia donde

            la suya descuella, cuánto y más atreverse a profanar la sublimidad

            de la erudición que la adorna. Prescindir quisiera el aprecio con

            que la miro, de la veneración que con sus obras granjean para

            manifestar al mundo cuánto es lo que atesora su capacidad en la

            enciclopedia y universalidad de sus letras para que se supiera que

            en un solo individuo goza México lo que en los siglos anteriores

            repartieron las Gracias a cuantas doctas mujeres son el asombro

            venerable de las historias. ¿Quién ignora lo que de ellas escribió

            Beyerlinck en el Teatro de la vida humana, lib. D, p. 392; lib. P,

            p. 482; Tiraquello, leg. II, Connub., n. 30; Textor en la Officina?

            Pero le hiciera agravio a la Madre Juana si imaginara el compararla

            aun con todas, porque ni aun todas me parecen suficientes para

            idearla, por ser excepción admirable de cuantas con vanidad puedan

            usurpar lo de Eurípides en Medea: «Acaríciannos también a nosotros

            las Musas y, por su sabiduría, están entre nosotras; pero entre

            muchas encontrarás unas cuantas, verdadera estirpe de no indoctas

            mujeres». Nadie me culpe de que me difunda en sus alabanzas, si es

            que no ignora haber sido merecedoras de sus elogios mis cortas

            obras, motivo bastante para que yo me desempeñe de lo que me

            reconozco deudor, no por la razón indigna que refiere, Aristid.,

            orat. de Parapsiis: «¿acaso no miras a quienes compran la alabanza

            por dinero no sólo en las declamaciones, sino también los teatros?»,

            y de que hace mención Plinio el Menor, lib. 2, Epíst. 19: «Ayer dos

            esclavos míos eran alquilados para dar alabanza por dos denarios;

            tanto cuesta el que seas elocuente», sino con la que permite la

            cortesanía y respeto, que fue el que dictó estos renglones que

            humilde consagro a la veneración de su nombre para que sean algún

            adorno al arco que ideó con elegancia su estudio y que servirá de

            memoria que su inmortalidad se consagre.

                 Dije no le perjudicaba lo que yo he escrito, porque no dudo el

            que prevendría al elegir el asunto con que había de aplaudir a

            nuestro excelentísimo príncipe no ser Neptuno quimérico rey o

            fabulosa deidad sino sujeto que con realidad subsistió con

            circunstancias tan primorosas como son el haber sido el progenitor

            de los indios americanos. No me parece muy grande el empeño en que

            me pongo de comprobarlo, cuando sólo tengo por mira el calificar sus

            aciertos.

                 Entre los mentidos dioses sólo Neptuno tiene tan legitimada su

            alcurnia que es su nobiliario el Génesis y su historiador Moisés:

            «En verdad» (Génesis, cap. 10, vers. 13) «Misraím engendró a Ludim y

            a Anamim y a Labim y a Neftuim». Ser éste lo propio que Neptuno las

            sílabas y composición de uno y otro vocablo nos denota, pero con

            mayor fundamento nos lo asevera el docto español Alderete en sus

            Antigüedades de África, lib. 2, cap. 6; Nepthtuim interpreta San

            Jerónimo: aperientes, compruébalo dicho autor con cinco lugares del

            Sagrado Texto, por deducirse del verbo pasivo niphtach, aperuit se,

            cuya raíz es el verbo activo phatach, 'abrir', y no como quiera,

            sino con violencia, ruido y estrago, y que esto le convenga a

            Neptuno se hace evidente, pues una de las propiedades que le

            atribuyen es estremecer con temblores la tierra abriéndole bocas,

            Julio Pollux., lib. I, Onomastic., cap. I, 5, 23: «Así como Neptuno,

            perturbador de la tierra»; Macrobio, Saturnal., lib. 7, cap. 17:

            «Neptuno, a quien llaman el que mueve la tierra»; Séneca, lib 6,

            Natural quest., cap. 23: «A Neptuno le está señalado el poder de

            mover»; Homero, Iliada, 20: «Pero Neptuno, desde lo profundo,

            estremeció la tierra inmensa»; Alderete: «Sacando de esta raíz el

            nombre Neptuno muestra una y la principal de las propiedades que le

            atribuyen, abrir la tierra, sacudirla, estremecerla, y hacerla

            temblar». Y es tan puramente nombre hebreo que los griegos nunca lo

            usaron, y los latinos (Varron, lib. 4 de Ling. latina; Cícer., lib.

            2 de Nat. Deor.; San Isid., lib 8, Origin., cap. II), aunque le dan

            diversas etimologías, conocieron eran sin fundamento por ser

            peregrino el nombre; y el mismo Cicerón, después de haber trabajado,

            3 de Nat. Deor., en investigarle el origen, concluye: «en el que,

            ciertamente, me parece que tú nadas más que el mismo Neptuno». Quien

            sólo acertó fue el docto Marino Merseno, en el Probl. 105 de Georgio

            Veneto, colum. 131: «Nephtuim, de donde Neptuno»; el ya citado

            Alderete, aunque a él le parecen poco apretantes las pruebas de sus

            conjeturas, que referí al principio y que ahora corre por mi cuenta

            el corroborarlas.

                 Que Nephtuim sea hijo de Misraím consta del Génesis, pero que

            de Misraím sea hijo el mitológico Neptuno es lo que necesita de

            prueba; y no es difícil, presuponiendo primero el que Misraím fue

            doctísimo, en que no hay duda; lo segundo, el que la doctrina de los

            primeros sabios del mundo se denominó de aquellos mismos de quienes

            tuvo el origen. No quiero detenerme en ejemplificarlo en lo profano;

            léase el docto fray Jacobo Beolduc, capuchino, en su recóndito y

            singularísimo tratado De Oggio Cristiano, lib. 2, cap. I, donde dice

            y comprueba que de la doctrina de Sem se originó el nombre de

            Semeles, de la de Heber solo, la apelación de Sibere o Cibeles, y de

            Misraím la de Isis, pero con una circunstancia, y es haber

            acompañado siempre a Misraím el patriarca Heber, conque de uno y

            otro se dijo Isis. Afirmólo primero en el dicho cap. 2, pág. 94, y

            después en el cap. 15, pág. 155, al principio: «Parece que,

            primeramente, fue llamada tal doctrina y sabiduría por aquellos dos

            maestros con el místico nombre de Isis, del hebreo Isc, como si

            dijese is is, es decir varón varón». Luego, si Isis es la misma

            sabiduría de Misraím, no hay razón para que Misraím no se confunda

            con Isis; con que, siendo Nephtuim hijo de Misraím, habrá de ser

            Neptuno hijo de Isis, según la doctrina y enseñanza y de Misraím,

            según la naturaleza.

                 Esto, así anotado, digo que entre los nombres de Neptuno es

            célebre el de Conso, y que Conso fuese Neptuno consta de Plutarco en

            Romul.: «Llamaban a Neptuno dios Conso o ecuestre», y de Antonio,

            Eidyl. 12: «Tartáreo hermano de Júpiter, y de Conso para los

            dioses». Como también de Servio, 8 Aeneid; Dionisio Halicarnaso,

            lib. I, Antiquit. Roman.; este, pues, dios Conso o Neptuno fue hijo

            de Isis, como afirma Bulengero, De Circ. Roman., cap. 9; y siendo

            Conso lo mismo que Harpócrates, por sentencia del mismo autor, que

            dijo, fol. 35: «así, pues, Conso es Harpócrates»; lo cual y que sea

            hijo de Isis quiere Varron, lib. 4, de Ling. lat.; y Plutarco, en

            Isid., que dice haber tenido ésta por hijo a Siglion, por otro

            nombre Harpócrates, a quien se refiere y sigue el eruditísimo

            Tiraquello, I, 7, Connub., núm. 34, consta evidentemente ser

            Neptuno, llamado Conso, Harpócrates, y Sigalim, hijo de Isis y, por

            el consiguiente, de Misraím.

                 Esto presupuesto, advierto que Libia y África son sinónimos,

            como entre otros dice San Agustín, t. 9, lib. de Past.. cap. 17:

            «Libia se dice de dos modos, o ésta que es África propiamente,

            etc.»; lo mismo Higin., Fábul., 149; San Isidoro, lib. 14, cap. 5;

            Pausanias, lib. 5. Tuvo África el nombre de Libia por imposición de

            Neptuno. Cedreno en Alderete, pág. 344: «Neptuno, toda la tierra de

            Camos llamólo Libia»; y Herodoto, lib. 2: «Habían oído que Neptuno

            era de Libia. Pues, el nombre de Neptuno, al principio, nadie lo

            usurpó sino Libia»; y si ningunos otros que los africanos y libios

            supieron el nombre de Neptuno, sería porque sólo ellos lo

            conocieron, pues, también lo veneraron como a su autor; léase a

            Píndaro en Pyth. Od. 4, a Apolodoro, lib. 3. Y si fue fundador de

            África, y la ciudad de Cartago se llamó con especialidad África

            (Suidas: «Cartago, que es África»), no será despropósito decir

            (Virgilio sea sordo en lo fabuloso del lib. 2 de su divina Eneida)

            el que Neptuno fundó a Cartago. Luego, si los cartagineses poblaron

            estas Indias, como afirma Alejo Venegas, lib. 2, cap. 22, y fray

            Gregorio García, lib. 2, Del origen de los Indios,. y Neptuno fue

            autor de los africanos cartagineses, infiérese el que mediatamente

            lo sería de esos indios occidentales. Pero si he de decir la verdad,

            jamás me han agradado estos navegantes cartagineses o africanos por

            varias razones, cuya especificación no es de este lugar y, así, no

            me alargo porque pide mi aserción prueba más viva.

                 De las poblaciones y descendientes de Neptuno no se sabe otra

            cosa sino que sólo las hubo; Josefo, lib. I, Antiq., cap. 7: «De

            Naphtemi», que es Nephthuim o Neptuno, «nada sabemos sino el

            nombre». Perífrasis parece éste de las gentes de este Nuevo Mundo;

            noticia, juzgo, tuvieron de ellas Platón, in Tom.; Elian., lib 3, De

            Var. Hist., cap. 18; Pomponio Mela, lib. , cap. 5; y, más que todos,

            Séneca, en Hippol., Act. 3:

                           Prófugo, recorre lejanos, desconocidos

                        pueblos; aun cuando la tierra puesta en los confines del

                        mundo, mar de por medio, te separe y habites el orbe

                        puesto a nuestros pies.

               

            Pero «excepto los nombres nada sabemos», tenían un nombre tan

            confuso que sólo se quedaba en señas, no que indicase certidumbres,

            sino que originase confusiones, pues no determinaban con fijeza el

            lugar de su habitación. Corroborase este discurso teniendo por

            cierto que aquella célebre profecía de Isaías, cap. 18: «Id,

            mensajeros veloces, a la nación de elevada talla y brillante piel, a

            la nación temida de lejos, nación que manda y aplasta, y Cuya tierra

            es surcada por ríos», se entiende de estas Indias Occidentales, y

            más afirmándolo Acosta, Montano, Del Río, Borrelo Maluenda, León,

            Bozio, Zapata, por mí ya vistos, y referidos de Solórzano, lib. I,

            Politic., cap. 7. Léanse con atención cuantas versiones trae Puente

            en la Conven. de las Monarquías, lib. 3, y se verá cuánto más se

            ajustan a los miserables indios que a los españoles, y si algunos en

            particular a los de México, gente arrancada de sus pueblos, por ser

            los más extraños de su provincia, gente despedazada por defender su

            patria y hecha pedazos por su pobreza, pueblo terrible en el sufrir

            y después del cual no se hallará otro tan paciente en el padecer,

            gente que siempre aguarda el remedio de sus miserias y siempre se

            halla pisada de todos, cuya tierra padece trabajos en repetidas

            inundaciones.

                 Bien mostraban ser hijos de Neptuno, pues, fuera de estos

            nombres que aquí les dan, no se sabía más de ellos: «De Neptuno nada

            sabemos sino el nombre». Mudáronse el nombre y quedaron

            desconocidos, pero siempre denotaron sus acciones que era su origen

            de Neptuno. Josefo, Antí. lib. I, cap. 6: «No faltaron quienes,

            habiendo subido a las naves, vinieron a habitar las islas; por lo

            que todavía algunos pueblos conservan el nombre que se derivó de sus

            fundadores, y algunos ya lo cambiaron». Por islas, en la Escritura,

            según Del Río, en C. 10; Genes., vers. 5, pág. 197, se entienden las

            islas remotas y apartadas; lo apartado y remoto de estas tierras ya

            se ve, y aun si la palabra insulae significase islas, conviene a la

            América, pues toda ella se forma de las que abunda el Océano

            Mexicano, y este pedazo de tierra de que se compone la cuarta parte

            del mundo no es continente sino isla, pues por la parte antártica la

            rompe el estrecho de Magallanes y por la otra (bien sé lo que me

            digo) se comunican los dos mares por el de Anian y Davits.

                 Conque estas islas que poblaron gentes de quienes no se supo,

            me parece fueron la parte que en aquella primera división cupo a

            Neptuno. Nadal Conti, lib. 2, cap. 8: «Arrojados los fuertes del

            imperio del mundo, le tocó en suerte a Neptuno, con imperio, ocupar

            el mar y todas las islas que en el mar existen». Lo mismo dice

            Cartar, De Imagin. Deor., pág. 167; Victoria, lib. 2, de Neptuno,

            cap. I, pág. 233. Conque es evidente que enviase Neptuno a poblar

            las islas que le cupieron en suerte y que por lo remoto de su

            asiento perdiesen (como perdieron) el nombre de su autor, pues sólo,

            aunque confusamente, se sabía tales gentes. «De Neptuno nada sabemos

            sino el nombre» y esto porque «algunos ya cambiaron ese nombre».

            Aunque en reverencia de su autor, que fue señor de las aguas,

            buscaron tan ansiosamente un lugar de ellas para fundar su ciudad

            México; léanse nuestros historiadores Acosta, lib. 7 caps. 5 y 7;

            Torquemada, lib. 2, cap. 2 y lib. 3, cap. 21; fray Gregorio García,

            lib. 4, Del origen de los Indios, cap. 3, parágr. 3; Arias de

            Villalobos en su Mercurio, octav. 15.

                 Pasábaseme una singularidad curiosa, y es que eran estos indios

            gente que esperaba, genten expectantem, y que esperasen es cierto,

            pues tuvieron profecía que había de venir a gobernarlos el que

            propiamente era su rey, conque los que arbitraban en el Imperio eran

            sólo sus substitutos, esperando con la propiedad del dominio a su

            legítimo dueño; dícelo nuestro Arias de Villalobos en el ya citado

            Mercurio, octav. 18, que concluye en la manera siguiente:

                           ... Siempre le esperaron,

                        Y por teniente suyo al rey juraron.

               

                 Hallaráse lo mismo en el padre Acosta, lib. 7, cap. 24, y en

            fray Juan de Torquemada, lib. 4, cap. 14. Rey, en propiedad, no

            podía ser otro que Neptuno, pues «le tocó en suerte a Neptuno, con

            imperio, ocupar el mar y todas las islas que en el mar existen» y

            teniendo este particular dominio en las aguas medias, que son las de

            las lagunas bien pudiera (si acaso pudiera) haber sido su asiento

            México, fundado en ellas. Nadal Conti, lib. 2, cap. 8: «otros...

            prefirieron... que imperase en aguas intermedias, cuales son las

            lacustres», y más habiendo él hecho una, como con Herodoto en

            Polymn., afirmó el mismo, pág. 86: «que los tésalos solían decir que

            Neptuno había hecho una laguna»; y teniendo los primeros fundadores

            de México a Neptuno por guía, pudieron fácilmente salir de las

            incomodidades de una laguna a las seguridades de una fuerte ciudad.

            Por eso debía de mandar Escipión a los suyos, en Tit. Liv., lib. 26:

            «seguir a Neptuno como guía del camino y evadirse de en medio del

            lago a las murallas».

                 Cuando hasta aquí he referido parece que sólo tiene por apoyo

            las conjeturas y, a no divertirme con ello de lo principal de mi

            asunto, puede ser que lo demostrara con evidencias, fundado en la

            compañía que tengo advertida entre los mexicanos y egipcios, de que

            dan luces las historias antiquísimas originales de aquéllos que

            poseo y que se corrobora con lo común de los trajes y sacrificios,

            forma del año y disposición de su calendario, modo de expresar sus

            conceptos por jeroglíficos y por símbolos, fábrica de sus templos,

            gobierno político y otras cosas de que quiso apuntar algo el padre

            Athanasio Kirchero en el Oedipo Egypciaco, tomo I, Syntag. 5, cap.

            5, que concluye: «Baste entre tanto haber demostrado en este lugar

            la afinidad de la idolatría americana y egipciaca, en lo que

            únicamente coincidíamos». Y aunque así en este capítulo, como en el

            4 del Theatro hieroglyphico, del tom. 3 de dicha obra, en que quiere

            explicar parte de los anales antiguos mexicanos que se conservan en

            el Vaticano, tiene muchísimas impropiedades, no hay por qué

            culparle, pues es cierto que en aquellas partes tan poco cursadas de

            nuestra nación criolla le faltaría quien le diese alguna noticia o

            le ministrase luces eruditas para disolver las que él juzgaría

            tinieblas. El defecto es nuestro, pues cuando todos nos preciamos de

            tan amantes de nuestras patrias, lo que de ellas se sabe se debe a

            extranjeras plumas.

                 Verdad es ésta que reconocen todos y que ninguno desmiente,

            porque son manifiestos al mundo los libros que lo publican. No hablo

            de la explicación de los caracteres o jeroglíficos mexicanos, que

            algunos tendrán por trivialidad despreciable y, por el consiguiente,

            indigno objeto de sus estudios sublimes, porque en ellos juzgan se

            verifica «el águila no caza moscas» de los antiguos, o porque (por

            vergüenza nuestra) ya fue empeño de Samuel Purchas, de nación

            inglesa, en sus Peregrinaciones del mundo, tom. 3, lib. 5, cap. 7,

            donde, con individuas y selectísimas noticias, recopiló cuanto

            pudiera expresar en esta materia el amante más fino de nuestra

            patria, Puede ser que me engañe en lo que discurro, pero siempre

            juzgaré ser éste más útil estudio que el de las fábulas, aunque ya

            sea la del pueblo, porque siempre he dicho con Séneca: «Nunca quise

            agradar al pueblo, pues lo que sé el pueblo no lo aprueba»; aunque

            allá don Luis de Góngora solicitó lo contrario en la fábula de

            Píramo y Tisbe:

                           Popular aplauso quiero,

                        Perdónenme los Tribunos.

               

                 Con todo, a mí más fuerza me ha hecho la agudeza con que

            Marcial, lib. 10, Epigram, 4, ad Lect., censura lo que no me agrada

            por lo que he dicho que el desagrado con que me censurarán, los que

            quisieren hacerlo: «Tú, que lees Edipo y el ciego Tiestes, Cólquidas

            y Escilas, ¿qué cosas lees sino monstruos? ¿Qué tienen que ver

            contigo el raptado Hilas y Partenopeo y Atis? ¿De qué te sirve el

            soñoliento Endimión? ¿Para qué los vanos juegos de miserables

            cartas? Lee aquello de que puedas, con derecho, decir es mío. Aquí

            no encontrarás centauros, no gorgonas, ni harpías. Mis escritos

            saben a mano».

                 En la razón que puede haber de congruencia para que de los

            descendientes de Naphthuim no se sepa, consiste la prueba más eficaz

            de que éste sea el progenitor de los indios, y para ello presupongo

            ahora, por cierta, la opinión de Gómara, I part., Hist. Ind., fol.

            120; y de Agustín de Zárate en el Proemio a la del Perú, de fray

            Gregorio García, lib, 4, cap. 8, del Origen de los Indios; y es que

            éstos vinieron de la Isla Atlántica a poblar este Mundo Occidental.

            Y antes de proseguir, quisiera se atendiese no sólo a las razones y

            autoridades de dicho fray Gregorio García, cap. 9, parágr. 3, y de

            Marsilio Ficino, al principiar el argumento al Diálogo Cricias, o

            Atlántico, de Platón, sino a las del erudito padre Athanasio

            Kirchero, lib. 2, Mundi Subterranei, cap. 12, parágr. 3, con que

            comprueban invictamente ser historia verdadera la que de esta isla

            refiere Platón en aquel diálogo en el cual se refiere su destrucción

            y acabamiento con un terremoto formidable que la anegó.

                 Cúpole en suerte a Neptuno en aquella división primitiva de las

            provincias del mundo, no por la generalidad de ser isla, según lo

            que arriba afirmó Nadal Conti, lib. 2, Mitholog., cap. 8: «Le tocó

            en suerte a Neptuno poseer, con imperio, el mar y todas las islas

            que en él existen», sino porque, habiendo dicho Platón, en Atlant.,

            pág. mihi, 737: «En otro tiempo los dioses se dividieron toda la

            tierra, distribuida en varias regiones... «, añadió adelante, pág.

            739: «sería necesario un largo discurso para narrar desde un

            principio lo que antes dije acerca de la repartición de los dioses,

            de cómo se distribuyeron entre sí toda la tierra, en grandes o

            pequeñas porciones, y cómo se levantaron templos y lugares sagrados.

            Tocóle, pues, a Neptuno la Isla Atlántica, etc». Conque es tan

            cierto que Neptuno pobló la Atlántica, como evidente el que se

            anegó, que es la razón porque comenzó a faltar su noticia tan

            absolutamente que sólo se la debemos a Platón. Luego si Josefo no

            supo de los hijos de Neptuno, «de Neptuno no sabemos sino el

            nombre», fue porque, habiendo perecido todos los que la habitaban en

            la destrucción de la isla, faltó la comunicación que entre ellos y

            los orientales había, y mucho más la que con los que habían pasado a

            las otras islas pudiera haber, estorbados de la inmensidad grande

            del mar que entre ellos se interponía. Sentimiento es éste también

            de Kerchero en el lugar citado, pág. 81: «... que finalmente se

            destruyó y fue tragada por el mar de tal manera que hasta nuestros

            días quedó borrada de la memoria de los hombres».

                 Que de la Atlántica saliesen colonias para poblar otras islas

            consta del mismo Platón: «Todos éstos (habla de los hijos de

            Neptuno) y su posteridad vivieron allí muchos siglos, dominando

            otras muchas islas del mar». Y que se extendiesen hasta Egipto

            consta de lo subsecuente inmediato: «también de aquéllos hasta

            Egipto, etc.», conque se fortalece mi conjetura de la similitud (que

            bien pudiera decir identidad) que los indios, y con especialidad los

            mexicanos, tienen con los egipcios, descendiendo de Misraím,

            poblador de Egipto, por la línea Nephthuim. Luego, si de la

            Atlántica, que gobernaba Neptuno, pasaron gentes a poblar estas

            provincias, como quieren los autores que expresé arriba, ¿quién

            dudará el que de tener a Neptuno por su progenitor sus primitivos

            habitadores los toltecas, de donde dimanaron los mexicanos, cuando

            en sumo grado convienen con los egipcios, de quienes descendieron

            los que poblaron la Atlántica? De Neptuno afirmó también Nonnio,

            lib. 3, Dionyfiacor, vers. 29, haber estado en Memfis, antigua

            metrópoli de Egipto:

                           Memfis, hasta donde llegó Neptuno.

               

                 Bastantemente juzgo que se ha comprobado lo que propuse en el

            título por los motivos de la cortesanía a que me obligó la no

            vulgaridad de mi asunto y por la reverencia con que debemos aplaudir

            las excelentes obras del peregrino ingenio de la madre Juana Inés de

            la Cruz, cuya fama y cuyo nombre se acabará con el mundo.

                 Perdonaránme la digresión los que ignoraban lo que contiene,

            que serán todos, a quienes advierto que cuanto he dicho es una parte

            muy corta de lo que esta materia me sugirió el estudio; y si alguno

            afirmare que con ello alargo estos Preludios más de lo que debiera,

            le responderé con Plinio, lib. 2, Epíst. 5: «Creció el libro

            mientras gozamos en ornar y engrandecer a la patria». Y concluiré

            diciendo, con el docto Calancha, estando en semejante empeño en la

            Crónica de San Agustín del Perú, lib. I, cap. 7, núm. 7, que «con

            estos párrafos les he pagado a los indios la patria que nos dieron,

            y en que tantos favores nos hace el Cielo y nos tributa la tierra».

               

           

            - I -

            Propone el todo del arco o portada triunfal, que se describe

                 Prenuncio glorioso de una felicidad muy completa suele ser el

            común regocijo con que lo futuro se aplaude. No faltará quien lo

            atribuya a la casualidad y a la contingencia; pero yo, enseñado de

            San Agustín, lib. 12, Conf., a quien Santo Tomás cita, I Part.,

            quaest, 86, art. 4, ad. 2, me afirmo en que no es sino naturaleza

            del alma que nos informa: «Tiene el alma una cierta virtud de

            suerte, de tal manera que, por su naturaleza, puede conocer lo

            futuro». Del mismo sentimiento fue San Gregorio Niseno, lib. de

            Homin. Opif., cap. 13: «Por esto, la memoria confusa y la virtud de

            presagiar, alguna vez mostraron lo que más tarde comprobó el hecho».

                 En esto, mucho le debe el excelentísimo señor conde de Paredes,

            marqués de la Laguna, a la ciudad de México, desde la mañana del

            jueves 19 de septiembre de este año de 1680, en que con las voces

            sonoras de las campanas se le dio al pueblo la noticia de que

            domingo 15, a las 9 horas de la mañana había su excelentísima

            persona tomado puerto en el de la Vera Cruz, con el cargo de virrey

            de la Nueva España, y desde luego pudo el cultísimo Claudiano

            decirle a su excelencia lo que le repitió a Stilicon, en el 3 lib.

            de sus elogios: «No de otra manera desean las flores a las

            doncellas, el rocío a los frutos, los prósperos vientos a los no

            cansados marineros, como tu rostro al pueblo». Excusando a éste su

            sentimiento de hipérbole lo que se ha experimentado en lo común de

            los ánimos, y en lo general de las voces, que ya previno con las

            suyas el mismo autor, con la circunstancia de admirar, desde

            entonces, esmaltados con su nobilísima sangre los lilios

            cristianísimos de Francia y los leones católicos de Castilla: «Se

            alegra el caballero y aplaude el senador y los votos plebeyos

            rivalizan con el aplauso patricio. Oh, amor de todo el mundo, a

            quien sirve la Galia toda, a quien Hispania unió con tálamos de

            reyes, y cuyo advenimiento pidieron los quirites con fuertes

            voces...». Desde este punto, en prosecución de la grandeza magnífica

            con que sabe la imperial, nobilísima ciudad de México, cabeza de la

            Occi-Septentrional América, desempeñarse en semejantes funciones,

            comenzó a prevenir para su recibimiento lo necesario, en que tiene

            lugar primero el arco triunfal que se erige en la Plaza de Santo

            Domingo, a la entrada de la calle de este nombre que se termina en

            la Plazuela del Marqués, lugar destinado desde la antigüedad para la

            celebridad de este acto. Fiose (por especial mandado de la ciudad)

            de mi corto talento la idea con que había de animarse tan descollada

            máquina, como de personas suficientemente inteligentes su material

            de construcción, que a juicio de los entendidos en el arte fue una

            de las cosas más primorosas y singulares que en estos tiempos se han

            visto.

                 Elevóse por noventa pies geométricos su eminencia, y se

            extendió por cincuenta su latitud, y por doce su macizo, de fachada

            a fachada, constando de tres cuerpos, sin las acroterias y remates

            que se movieron sobre diez y seis pedestales y otras tantas columnas

            de jaspe, revestidos los tercios de hojas de parra con bases y

            capiteles de bronce, como también la cornisa con arquitrabe,

            tocadura, molduras y canecillos de lo mismo, sin que al friso le

            faltasen triglifos, metopas, modillones y cuantos otros ornamentos

            son individuos de la orden corintia de que constaba. Hermoseóse el

            cuerpo segundo con la variedad concertada que a lo compósito se

            permite, excediendo al cuerpo primero con singulares primores, Como

            también a éste el tercero que se formó de hermatenas áticas y bichas

            pérsicas, aliñadas con cornucopias y volantes.

                 Dispúsose la arquitectura con tres entrecalles, que fueron la

            de en medio y las laterales. Unas y otras descollaban sobre tres

            puertas, retirándose la de en medio para dentro a beneficio de la

            perspectiva, como también todo el resto de aquella calle que se unía

            con las otras con unos intercolumnios admirablemente dispuestos y

            hermoseados (como también los pedestales de las columnas inferiores)

            con varios jeroglíficos y empresas concernientes al asunto y que

            parecieron bien a los eruditos, de las cuales no haré mención en

            este escrito, así por no ser obra mía los cuatro pedestales de la

            principal fachada (que encomendé al bachiller Alonso Carrillo y

            Albornoz, joven a quien se porfía cortejan las musas con todas sus

            gracias, según nos lo manifiestan sus agudezas y sus primores), como

            por no verme necesitado a formar un dilatado volumen, y más cuando

            pretendo no sólo no dilatarme sino ceñirme aun en lo muy principal,

            razón por que omito la especificación prolija de la simetría y

            partes de este arco o portada triunfal, contentándome con decir que

            se dispuso como para quien era y con la circunstancia de que siempre

            se adelanta México con gigantes progresos en tales casos. Las cuatro

            entrecalles exteriores de las dos fachadas dieron lugar, según la

            distribución de los cuerpos, a doce tableros, sin otros dos que

            ocuparon el lugar de la de en medio desde la dedicatoria, que

            estribaba sobre el medio punto de la puerta principal hasta el

            frontis de la coronación, que substenía las armas reales entre las

            de sus excelencias, todos estuvieron en marcos tarjeteados con

            cortezas, festones y volutas de bronce y cuantos otros aliños se

            sujetaron al arte.

                 Deblósele todo lo que hubo de perfección no sólo en esto, sino

            en todo lo demás que fue necesario para el digno recibimiento de su

            excelencia a la vigilancia y solicitud nimia del capitán de caballos

            don Alonso Ramírez de Valdés, del hábito de Alcántara, sargento

            mayor del principado de las Asturias y actual corregidor de esta

            ciudad. Pero, ¡ay dolor!, que quien con la actividad de su celo

            desempeñó a México en esta función, tan magnífica y gloriosamente

            como es notorio, es hoy frío despojo de la muerte que, disfrazada

            entre la solicitud y el cuidado que le oprimieron, estorbó el que

            perfeccionase cuantas prevenciones dispuso para la celebridad de

            este acto, a que antecedió su funeral en que manifestaron los ojos

            con voces que articularon las lágrimas cuánto puede con todos la

            suavidad de las acciones y la cortesanía del trato. Sean estos

            renglones padrón en que se grabe la memoria de mi buen amigo,

            perpetuándose ésta en lo que parece que para el intento lloró Papin.

            Stat. en Lacrym. Hetrusc., lib. 3, Sylvar., vers. 224: «¡Feliz tú,

            si el largo día, si los justos destinos te han permitido contemplar

            el rostro de tus hijos y sus tiernas mejillas! Pero las alegrías de

            la juventud cayeron tronchadas a mitad de la vida y Atropos, con sus

            manos, cortó los años floridos, como los lirios que doblan sus

            pálidos tallos y las tempranas rosas que mueren a los primeros

            vientos».

                 Algunos discurrirán haber sido esta fatalidad pensión común con

            que se alternan los gustos, que de ordinario se desazonan con aquel

            dolor que dijo Lucrecio, lib. 3, de Nat. Rer.: «... el que todo lo

            mezcla con la negrura de la muerte, ni deja de existir algún placer

            sereno y puro, turba la vida humana...». Pero yo afirmara el que fue

            disposición de la fortuna para que el triunfo con que el

            excelentísimo señor marqués de la Laguna había de entrar en México

            no fuese nada inferior a los que engrandecieron a Roma, supuesto que

            nadie ignora el que desde el mismo carro en que triunfaba el

            emperador se oían las voces que le avisaban su mortalidad: «Al

            emperador triunfante, sobre su alto carro, se le recuerda que

            también él es hombre, y a su espalda se le sugiere: mira hacia atrás

            y acuérdate que eres hombre», dejó escrito Tertuliano, en Apologet.

            Y si no es esto, nadie me negará que el principado o gobierno que se

            principia a vista de los horrores de un túmulo, desde luego se le

            puede pronosticar con seguridad el acierto, por ser indicio de que

            proviene de sólo Dios aquel cargo en que semejantes circunstancias

            intervinieron. Infiérese de lo que a Saúl le aseguró Samuel, I Reg.,

            cap. 20, vers. 2: «Y éste será el signo que Dios te ha ungido

            príncipe: cuando te apartes hoy de mí encontrarás dos hombres junto

            al sepulcro de Raquel». Pero, aunque a la nobilísima ciudad de

            México le faltó su corregidor en tan apretado lance, se subrogó por

            su diligencia el común cuidado con que dentro de breves días, en que

            el arco quedó dispuesto, se le pudo decir a su Excelencia con

            Claudiano, lib. de 6 Consulat. Honr.: «Había levantado el arco de tu

            nombre por el cual dignamente pudieses entrar».

                 Animóse esta hermosísima máquina decolores, por las razones que

            dejo escritas en el Preludio II, con el ardiente espíritu de los

            mexicanos emperadores desde Acamapich hasta Cuauhtémoc, a quienes no

            tanto para llenar el número de tableros cuanto por dignamente

            merecedor del elogio acompañó Hultzilopochtli, que fue el que los

            condujo de su patria, hasta ahora incógnita, a estas provincias que

            llamó la antigüedad Anáhuac. Bisoñería fuera combinar estos doce

            emperadores con los doce patriarcas o con los signos celestes

            (empeño de más elegante pluma que la mía en semejante función)

            cuando en la aritmética de Pitágoras, filosofía de Platón, teología

            de Orfeo y advertencias de Pedro Bungo de Mister, Numeror- pág. 386,

            sobraban no vulgares primores para hermosear este número. Pero, como

            quiera que más que curiosidades inútiles para la vista, fue mi

            intento representar virtudes heroicas para el ejemplo, debí excusar

            los exteriores aliños que la virtud no apetece.

                 «Ni se erige con antorchas, ni resplandece con el aplauso del

            vulgo, ni desea aliño exterior», dijo muy a propósito el elegante

            Claudiano, de Consul. Man I. Theod., y con no menos suavidad asintió

            a ello Ovidio, 2 de Pont., eleg. 3: «La virtud no va acompañada de

            bienes externos».

                 Representáronse a la vista adornados de matizadas plumas, como

            del traje más individuo de su aprecio. Ya lo advirtió el hijo

            primogénito de Apolo y pariente mío, don Luis de Góngora, Soledad

            2a, cuando dijo: «Al de plumas vestido mexicano». Propiedad en que

            estos indios convinieron con los orientales, de quienes lo afirma

            Plutarco, De Fort. Alex.: «Visten túnicas de plumas de las aves

            cazadas» y que, según Prudencio en Harmatig, fue gala usual de los

            antiguos tiempos, como sienten sus expositores al comentar estos

            versos: «... también al que teje vestidos de plumas con telas nuevas

            de aves multicolores». Véase, acerca de los indios americanos, a

            Aldrovad., lib. II, Ornitholog., pág. 656, y en lo general de las

            vestiduras de plumas al padre Juan Luis de la Cerda, cap. 51,

            Advers., n. 14; y aunque es verdad en sentir de San Isidro,

            Pelusiot., lib. 3, Epíst. 251, que lo que más hermosea a los

            individuos no son tanto los brillos del resplandor y de los adornos,

            cuanto la posesión amable de las virtudes: «No la riqueza, no la

            hermosura, no la fuerza, no la facundia o toda dignidad que

            sobrepase el esplendor, no el trono de los hiprocoros, no la

            púrpura, no la corona suelen dar lustre a los que todo esto poseen

            como la virtud». Con todo, anduvo tan liberal el pincel que no

            omitió cuanta grandeza le sirvió de adorno a su Majestad, cuando

            hacían demostración magnífica del poder, para que, suspensos los

            ojos con la exterior riqueza que los recomendaba, discurriese el

            aprecio cuánta era la soberanía del pincel. Débole a San-Basilio de

            Seleucia, orat. 2, toda esta idea. «Los que miran aquellas imágenes

            de reyes que despiden fulgor por el esplendor de sus colores, que

            hacen resplandecer la púrpura de flor marina, cuya diadema fulgura

            con los centelleos de la pedrería circundando las sienes, ésos,

            ciertamente, quedan atónitos con tal espectáculo, y al instante, en

            el arrebato de su admiración, se representan la hermosura del

            modelo». Y si el mérito para conseguir la eternidad de la pintura

            era la grandeza incomparable de las acciones, como dijo Plinio, lib.

            34, Hist. Nat. cap. 4: «Antiguamente no solíanse representar las

            efigies de los hombres, a no ser de los que por alguna ilustre causa

            merecían la perpetuidad»; de las que fueron más plausibles en el

            discurso de su vida del nombre de cada emperador o del modo con que

            lo significaban los mexicanos por sus pinturas, se dedujo la empresa

            o jeroglífico en que más atendí a la explicación suave de mi

            concepto que a las leyes rigurosas de su estructura, que no ignoro

            habiéndolas leído en Claudio Minoé, comentando las de Alciato, en

            Joaquín Camerarlo, Vicencio Ruscelo, Tipocio, Ferro y,

            novísimamente, en Atanasio Kirchero. Y aunque, cuarto precepto de

            éste, en el OEdip. AEgyp., tom. 2, clas. I, cap. 2, es que: «la

            empresa debe dirigirse a las costumbres», juzgo que contra él nada

            he pecado, cuando éste ha sido el fin principal de mi humilde

            estudio, bien que con la reverencia submisa, con que debe manejarse

            la soberanía excelente del príncipe que elogió, teniendo presente en

            la memoria lo que escribió el otro Plinio, lib. 3, Epíst. 18:

            «Ciertamente es hermoso, aunque pesado y rayano en la soberbia, el

            prescribir cómo debe ser el príncipe». Conque, para obtener este fin

            sin poder incurrir en la nota detestable de presunción, tan inútil,

            manifesté las virtudes más primorosas de los mexicanos emperadores

            para que mi intento se logre sin que a la empresas se las quebranten

            las leyes: «El alabar, pues, a los príncipes más buenos (prosigue el

            discretísimo Plinio) y por medio de ellos, como al través de un

            espejo, mostrar a la posteridad la luz que de ellos emana, tiene

            mucho de utilidad, nada de arrogancia». Y que sea esto por el medio

            suave de la pintura parece que es por ser el que con más eficacia lo

            persuade, como dictamen que es de la sabiduría increada, en el

            Eclesiast., cap. 38, vers. 24: «Aplica su corazón a reproducir el

            modelo», que expuso elegantemente Hugo de Santo Caro: «es decir,

            pondrá toda su diligencia para pintar su cuadro según el modelo».

                 Y aunque pude también desempeñarme con más extraordinarias

            ideas, juzgué mejor no desamparar la de las empresas y jeroglíficos,

            acordándome de lo que escribió Farnes., de Simulacr. Reip., lib. I,

            pág. 59: «Pues, así como los ríos se arrojan al mar en precipitado e

            inclinado curso, así los jeroglíficos son arrebatados, por su arte,

            hasta la sabiduría, la virtud y la inteligencia son sus metas», y

            más, sabiendo que admiten éstos la verdad de la historia, para su

            contexto, como afirmó el antiguo Mor Isaac Syro, en su Theolog.

            Philosoph., citando Kirchero, donde ya dije: «La doctrina simbólica

            (en que se comprenden empresas, jeroglíficos, emblemas) es una

            ciencia en que, con breves y compendiosas palabras, expresamos

            algunos insignes y variados misterios, algunos tomados de los dichos

            de los sabios y otros de las historias».

                 Dejando todo lo demás que aquí pudiera decir, que para los

            ignorantes sería griego y para los doctos no es necesario, advierto

            el que en los frisos de las puertas laterales se escribiese los

            cronológicos siguientes, que expresan este año de 1680:

            en la puerta diestra:

                      trIVnfe rIja, I goVIerne eL VIrrey MarquVes De LA LagVna

            en la puerta siniestra:

                      trIVnfe VIVa, I goVIerne eL VIrrey ConDe De pareDes.

            Ofreciósele toda esta grandeza a su excelencia con la siguiente

            dedicatoria que se escribió en una tarja con que se coronó la puerta

            principal por donde se hizo la entrada:

            A DIOS ÓPTIMO MÁXIMO

            Y A LA ETERNIDAD

            DEL EXCELENTÍSIMO PRÍNCIPE

            DON TOMÁS ANTONIO DE LA CERDA, ETC.

            FELICÍSIMO Y FORTÍSIMO PADRE DE LA PATRIA

            A CAUSA DEL GLORIOSO PRESAGIO

            DE LAS OBRAS POR EL BIEN REALIZADAS

            Y COMO TESTIMONIO DE PÚBLICO REGOCIJO

            PARA QUE, BONDADOSO Y BUENO, CONSULTE CON SU

            PUEBLO TODOS Y

            CADA UNO DE LOS ASUNTOS

            ESTE ARCO

            ILUSTRE POR LOS RETRATOS DEL EMPERADOR DE LA

            ANTIGUA NACIÓN

            LA CIUDAD DE MÉXICO,

            (CON LOS VOTOS DE TODOS Y CON ALEGRÍA COMÚN)

            CON LARGUEZA YPARA SU ESPLENDOR

            SEGÚN EL TIEMPO Y FUERZAS,

            PUSO

            EL DÍA TREINTA DE DICIEMBRE

            DEL AÑO 353 DE LA FUNDACIÓN DE MÉXICO.

               

           

            - II -

            Razón de lo que contiene el principal tablero de la fachada del

            norte

                 Tuvo lugar el principal lienzo de la fachada del norte, sobre

            la dedicatoria con que se coronaba la puerta, y se hermoseó con la

            expresión de lo mismo para que se había erigido, que fue la entrada

            de su excelencia por él, sin más misterio. Estrechóse este solo

            tablero del arco todo, con primor grande, aunque era excusada esta

            circunstancia, sabiéndose haber merecido esta obra ser desvelo del

            insigne pintor José Rodriguez, no sé si diga que inferior a los

            antiguos sólo en la edad o émulo suyo, cuando por la eminencia

            singularísima con que copia al vivo ha conseguido él que a retratos

            que se animaron con sus pinceles no haya faltado quien tal vez los

            salude, teniéndolos por el original que conoce, sinotambién de

            Antonio de Alvarado, igual suyo en la valentía del dibujo y en la

            elegancia del colorido.

                 No me pareció a propósito el que su excelencia ocupase el

            eminente trono de algún triunfal carro, acordándome de lo que

            sucedió a Claudio Nerón y Livio Salinator, referidos de Valerio

            Máximo, lib. 6, cap. 4, de quienes dijo: «Y triunfó, pues, sin carro

            (habla de Claudio), y tanto más claramente que sólo se alaba su

            victoria (entiéndese de Livio) y la moderación de aquél (Claudio

            Nerón)» y más teniéndose cierta y cornprobada noticia de la suavidad

            apacible con que su excelencia quiere introducir su gobierno para

            conseguir de los ánimos de todos repetidos triunfos, como de

            Stilicón lo dijo Claudino: «El estrépito fastidia a los necios y con

            su mejor pompa triunfa en el ánimo de los hombres».

                 Y más habiéndose verificado en estos breves días y en ocasión

            de su entrada lo que del emperador Trajano celebró Plinio, en

            Panegyr.: «¡Con qué aplauso y gozo del senado fue recibido el que tú

            hayas venido con el ósculo al encuentro de los aspirantes a los

            cargos públicos a quienes habías nombrado, habiendo descendido al

            suelo como uno de los que se congratulan!». Proporcionado medio para

            que consigan los príncipes la soberanía augusta que se les debe. «Lo

            que tú hiciste con qué verdadera aclamación fue celebrado por el

            senado», prosigue el panegirista discreto, «¡tanto más grande, tanto

            más augusto!», o mejor decir, el único que puede haber para obtener

            aquel fin, supuesto que en él no hay riesgo de que peligre la

            majestad: «pues, a quien nada ya le falta para aumentar su dignidad

            todavía puede hacer crecer ésta de una sola manera, si él mismo se

            abaja, seguro de su grandeza». Antes sirve de atractivo para

            conciliarse los ánimos suspendiendo con ello las atenciones, como

            sintió Claud., Panegyr. de 6, Consul. Honor:, «De aquí que con

            costumbres justas arde el amor público; la modestia hace que el

            pueblo se incline ante la altura regia».

                 A las voces del Amor, que fueron tomadas del Salmo 23, vers. 7:

            «Abrid, oh príncipes, vuestras puertas... y entrará... «, abrían las

            del arco que allí se representaba algunos de los mexicanos

            emperadores para que se les franqueasen a Mercurio y Venus que,

            volando sobre unas nubes y adornados como la antigüedad los

            describe, ocupaban las manos con unos escudos o medallones que

            contenían los retratos al vivo de los excelentísimos señores

            virreyes, dando mote el Génesis, cap. I, vers, 16: «Astros grandes

            que presidiesen». Desde lo más superior atendía a este triunfo entre

            nubes que servían de vaso a lo dilatado y hermoso de sus lagunas la

            ciudad de México, representada por una india con su traje propio y

            con corona murada, recostada en un nopal, que es su divisa o

            primitivas armas. Y sabiendo, cuantos lo veían, ser el arco de los

            reyes y emperadores mexicanos, y que la flor de la tuna tiene

            representación de corona, no extrañaban el mote, Virgilio, égloga 3,

            que coronaba al nopal: «Nacen las flores con los nombres de los

            reyes escritos».

                 Explicóse lo principal del tablero con el siguiente epigrama:

            «¡Astros, émulos de la luz febea, apresuraos! / ¡Y ensoberbeceos con

            vuestras lúcidas cabelleras! / El Nuevo Mundo espera los rayos de

            vuestra cabellera de oro. / Allí donde el sol poniente sumerge sus

            cansados caballos / el Amor, compañero de los príncipes, abre ya sus

            puertas. / ¡Feliz presagio, cuando el amor obliga a abrir!».

                 Era este Amor no el hijuelo de la fingida Venus, sino aquel

            intelectual que, equivocado con el aprecio y cariño, defínió S.

            Agustín, lib. de Amicit.: «Es, pues, el amor un afecto racional del

            alma por el que ella misma busca algo con deseo y lo apetece para

            gozarlo, por el que se goza y se abraza con una cierta interior

            suavidad y conserva lo alcanzado». Anuncio glorioso de lo venidero

            será este amor cuando él solo, parece, que ha estimulado a todos en

            la ocasión presente para aplaudirla.

                 Díjose de los dos excelentísimos consortes ser Luminaria Magna,

            no tanto por lo que sobresalen sus luces en el cielo de la nobleza,

            que nadie ignora, cuanto por hallarse en el mismo empleo que les

            granjeó este título al sol y luna, que es de elevarse al gobierno

            para resplandecernos a todos. «Lo que es en las regiones del día y

            de la noche», dijo San Crisost., homil. 6 en Genes., «es decir, que

            el sol alumbra con sus rayos el día, la luna arroja las tinieblas»;

            y siendo cierto que el sol es tenido por un rey grande, en sentir de

            Philón, lib. de Mund. Opis.: «El Padre confió el día al sol, como a

            un gran rey», serán por el consiguiente los reyes los superiores y

            los príncipes tenidos por luminares y respetados por soles.

            Erudición es ésta que todos saben, y así no me detengo en

            contextuarla, contentándome sólo con glosarle a su excelencia lo de

            Fulgenc. Placiad., lib. I, Mytolog.: «Finalmente, la felicidad del

            señor virrey que viene al mundo occidental como un crepúsculo de

            sol, para deshacer las tinieblas, etc.». Véase a Novarino, en Adag,

            SS. PP. Ex curs. 165.

                 Siendo luminares grandes nuestros excelentísimos príncipes, no

            podían dejar de asistirles Mercurio y Venus, porque, según dicen los

            que saben astronomía y no ignoran sus teóricas, median estos dos

            planetas entre el sol y la luna en todos los sistemas que haya de

            los cielos que se pueden ver en el Almagesto nuevo del eruditís Imo

            padre Juan Bautista Ricciolo. Pusiéronse también juntos por seguir

            la costumbre de los antiguos, Carthar, de Imaginib. Deor., pág. 346:

            «Los antiguos solían unir a Mercurio con Venus», y mucho antes

            Plutarco, lib. de Praecept. Connub.: «Los antiguos colocaron en el

            templo a Mercurio junto con Venus, ete.». Pero antes de proseguir

            adelante me parece conveniente prevenir a quien me puede objecionar

            el que hago mención de las fábulas en el mismo papel en que las

            repruebo, diciéndolo con Pedro Blessense, Epíst. 91: «porque

            escuchas a disgusto, intercalo historias fabulosas», conque puede

            ser que satisfaga.

                 Ocupábase Mercurio en sustentar la medalla que contenía el

            retrato del excelentísimo señor virrey, que se copió al vivo y con

            razón, por saber lo que dijo Cicerón, Philip. 5: «la persona del

            príncipe debe servir no sólo a los ánimos sino también a los ojos de

            los ciudadanos»; y apenas se manifestó en lo público a los que no

            habían conseguido ver el original, cuando en la boca de todos se

            halló con créditos de verdad el cortesano aplauso de Ausonio a

            Graciano Augusto: «Resplandecen, ciertamente, en la efigie misma

            aquellos ejemplos de bondad y de virtud que una posteridad venturosa

            ame seguir; y aunque la naturaleza de las cosas hubiese padecido, la

            antigüedad se lo hubiese imputado». Nadie imagine que en esto me

            muevo al arbitrio de sólo hablar, porque no ignoro el que no es

            lícito añadir a los retratos de los príncipes lo que no tienen. San

            Chrysóstorno homil. 31, en Math., al fin: «Nadie se atreve a agregar

            algo a una imagen que ha sido hecha a semejanza de algún rey; y si

            alguno se atreviese, no lo haría impunemente». Y por excusar otras

            razones que me pudieran dilatar, digo que se tuvo atención a lo que

            afirma Novarino, arriba citado, núm. 1039: «El Sol y Mercurio, entre

            los demás planetas, son los compañeros vecinos en la bóveda celeste

            de tal manera que los que miren el Sol, señor de los astros,

            entiendan plenamente que nunca puede recorrer el cielo sin el sabio

            Mercurio; así, en la tierra o no debe nunca concederse el poder y el

            dominio sin sabiduría o, concedido, que pueda durar por mucho

            tiempo». Justísimamente, cuando en esta materia tiene su excelencia

            tan asegurados sus créditos.

                 A la hermosa Venus se fio el retrato de la excelentísima Señora

            virreina, doña María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, condesa de

            Paredes, marquesa de la Laguna. Pero, ¿a quién se le pudo fiar sino

            a ella sola? para que, transformada en su peregrino Atlante de la

            hermosura, supiese a quién habían de rendir vasallaje sus

            perfecciones, que a vista de las que el pincel pudo copiar se

            recataban entre apacibles nubes las que hasta aquí empuñaron con

            generalidad el cetro de los aplausos. Pero qué mucho si,

                           En estos ojos bellos

                        Febo su luz, Amor su Monarquía

                        abrevia, y así en ellos

                        parte a llevar al Occidente el día

               

            que dijo don Luis de Góngora, Canc. 4, fol. mihi. 55, mereciéndose

            las aclamaciones de todos, así por esto, con que a su excelencia la

            privilegiaron las gracias, como por lo que el mismo Píndaro andaluz

            dijo, Soneto II, de los heroicos, fol. 4:

                           Consorte es generosa del prudente

                        Moderador del freno Mexicano.

               

                 Por lo que en este párrafo he dicho, y por lo que adelante

            diré, me veo obligado a dar razón de los motivos que tuve en animar

            lo material de las empresas del arco con algunos epígrafes o motes

            de la Sagrada Escritura en que se ha hecho reparo, y antes de

            hacerlo les aseguro a mis émulos, con S. Gregorio Nazianzeno, Orat.

            ad Cathedr. Constantinop.; y en esto pongo por jueces a los

            desapasionados ydoctos el que «no por otra cosa somos excitados a la

            guerra que por la elocuencia, a la que, erudita en las profanas

            disciplinas, haremos después noble en las divinas».

                 Y lo primero, digo que ¿por qué no me será lícito a mí lo que

            en los antiguos no es despreciable?, de quienes dijo Tertuliano, en

            Apolog., cap. 47: « ¿Alguno de los poetas, alguno de los sofistas

            hay que no haya abrevado en la fuente de los profetas?»

                 Lo segundo, si no es indecencia (siendo así que es la Sagrada

            Escritura fuente de toda la erudición, como afirma Aelredo Abb,

            Rieval, Serm. I, de opera Babylon: «la Escritura nos suministra la

            fuente de toda erudición».), el que con las profanas y seculares

            letras se ilustran las divinas (aserción en que concuerdan infinitos

            autores que pudiera citar). ¿Por qué no me sería lícito hermosear

            (mejor diré santificar) las humanas con las divinas, sabiendo lo que

            dejó escrito Tertuliano?, lib. ad Uxor.: «Sigue las prácticas dignas

            de Dios, acordándose de aquel versículo santificado por el Apóstol:

            las malas compañías corrompen las buenas costumbres».

                 Lo tercero, siendo las empresas, los jeroglíficos y los

            símbolos, uno como artefacto animado cuyo cuerpo material es la

            pintura a que da espíritu el epígrafe, según enseñan el padre

            Athanasio Kirchero en el OEdipo Egypciaco, tom. 2, lib. I, cap. 2,

            pág. II, y Laurencio Beyerlinck, lib. S. Theat. Vitae Human., pág.

            501, donde dijo: «El que quiera, cómodamente, crear un símbolo, debe

            primeramente tener en cuenta lo siguiente: que debe existir una

            justa analogía del alma y del cuerpo. (Por alma entiendo una

            sentencia encerrada en una o en dos o en pocas palabras; por cuerpo

            me agrada designar el mismo símbolo)». ¿Por qué a mí no me será

            lícito informar con el espíritu de sagrados hemistiquios mis

            empresas, y más cuando hicieron lo mismo muchísimos doctos en las

            suyas, como se puede ver en los que las recopilaron que cité arriba?

                 Lo cuarto, siendo mi intento proponer al excelentísimo señor

            marqués de la Laguna un teatro de virtudes políticas para que,

            sirviéndole de espejo, se le pudiera decir con Plutarco, en Thim.:

            «Como en un espejo adorna y compara tu vida con las ajenas

            virtudes». ¿Por ventura será digno de nota el que no le propusiese

            sólo las ethnicas que, por faltarles la luz verdadera del

            conocimiento divino, no son con generalidad estimables, sino el que

            beatificase las que de necesidad han de poseer los príncipes, que

            son las que cultivaron los gentiles y las que nos enseña la

            escritura muy mejoradas con las floridas voces de sus ejemplos?

            Razón porque dijo Philip. Abb., en Allegor., en cap. I. Cant.:

            «Todos los libros de las Sagradas Escrituras se pueden llamar

            flores, porque nos hacen florecer con flores, es decir con

            virtudes». Por lo cual, imitando yo a la oficiosa abeja, escogí en

            este cultísimo campo las sentencias que juzgué necesarias para poder

            persuadirlas, según lo que el Abad Absalón (cuyas obras se hallarán

            en la Biblioteca de los Padres) enseñó, Serm. 34, de Purificat.

            Virg.: «nuestra abejilla, en este campo, busca flores de diversas

            sentencias», de las cuales se forma aquel suave panal de

            perfecciones que describió con elegancia Pedro Cállense, lib. 3,

            Epíst. 22:«Recorre los amenísimos campos de las Escrituras, elige

            como la abeja y guarda en elpanal -en la memoria- flores de

            suavísimo olor, lirios de castidad, olivos de caridad, rosas de

            paciencia, uvas de carismas espirituales». Si practicar esta

            doctrina y todas las razones que he discurrido se me reputa por

            yerro, más quiero errar con lo que maestros tan superiores me dictan

            que acertar con lo que los zoilos reputan en su fantasía por más

            acierto.

                 No pretendo en esta materia alargarme más, porque ya me llama

            para su explicación el asunto que iré descifrando, no por el orden

            de los tableros que todos vieron, sino según la cronología del

            Imperio Mexicano, de que tengo ya dada noticia con exacción

            alustadísima en un discurso que precede al Lunario que imprimí para

            el año de Lunario 1681, a que remito los doctos y curiosos.

                 Pero para que se vea la acoluthía de todo y que no quede cosa

            por explicar, digo para terminar este párrafo que se extrañará haber

            colocado ya la mexicana laguna sobre las nubes, y se extrañará bien,

            porque debía haberla sublimado hasta los cielos. Privilegio es que

            desde hoy deben sus cristales al excelentísimo señor marqués de la

            Laguna, y mejor que mis balbucientes razones diré el porqué el

            maestro reverendo padre Andrés de Almaguer, de la Compañía de Jesús,

            en la acción de gracias por el nacimiento de la señora doña María

            Francisca de la Cerca y Gonzaga (que ya se goza en las delicias del

            Empíreo), primogénita de nuestros excelentísimos príncipes, párrafo

            9, pág. 41:

                 «He oído decir que celebra mucho vuestra excelencia con su

            discreción su estado, por no alcanzar de qué laguna o qué aguas

            tenga vuestra excelencia su título y, supuesto que en la tierra no

            se alcanza dónde reside este estado, quizá por las señas lo

            alcanzaré. Que fuera, señor excelentísimo, si estuviera en el cielo

            y aun sobre los cielos mismos su estado de vuestra excelencia y de

            allá fuera su título; que por acá todos se acaban muy presto, fuera

            de que antiguamente, señor, daban los hombres y los señores más

            grandes nombres propios a las tierras y a sus estados, porque eran

            hombres del cielo; pero ahora, las tierras y los estados de tierra

            dan a conocer a los hombres, señal de que no son ya muy del cielo

            estos hombres; y así, si no lo he discurrido mal, su título de la

            laguna de vuestra excelencia es el de aquella famosísima laguna que

            sobre los cielos mismos colocó el brazo omnipotente de Dios, y que

            tiene a los cielos su derecho, pues de sus propias aguas los formó

            su Creador. Y así, habiendo dicho David a la casa de los cielos,

            celébrase las maravillas de Dios, 'Alabadlo, cielo de los cielos',

            añade 'y todas las aguas que están sobre los cielos alaban su

            nombre'. Y suponiendo con gravísimos doctores que sobre ese cielo

            aéreo colocó Dios esas aguas verdaderas y aun sobre el firmamento

            del sol, luna y las estrellas, y que la casa del cielo es de un

            mismo origen con estas aguas, 'nuestro Del Río piensa que existen

            verdaderas aguas, sobre los cielos verdaderos', dijo el doctísimo

            Lorino. Suponiendo estas noticias discurramos con brevedad en qué

            forma se conservan esas aguas queestán sobre aquellos cielos para

            celebrar a Dios.

                 »¿No lo veis? Cómo pueden estar sino como estancadas en una

            hermosa laguna sobre los cielos sus aguas, dice San Jerónimo, pues

            como quiere el mismo Doctor, en las Cuestiones Hebreas sobre el

            Génesis, todo agrega o e aguas en rigor, según el estilo de los

            hebreos debe llamarse laguna, aunque su situación pueda tener otros

            nombres, a la manera, dice San Pascasio, lib. 3 en Mat., que aquella

            famosa laguna de Genesareth, donde refiere San Lucas, cap. 5, vers.

            I, se sentó despacio Cristo: 'Y Él estaba cerca del lago de

            Genesareth'. También tenía el título de mar de Galilea, allí le

            ponían los hombres ese título accesorio de mar, miraba esas aguas

            muy de paso Jesú Cristo, 'caminando Jesús cerca del mar de Galilea'.

            Pero cuando tenía el título propietario de la laguna, muy de espacio

            y muy de asiento miraba Cristo esas mismas aguas de esa laguna. 'Y

            El estaba cerca del estanque o laguna'. Que no sé qué se tiene ese

            título famoso de la laguna que se llevaba más las atenciones y los

            efectos todos de DIOS.

                 »Aquí ahora mi discurso: ¿cómo, pues, debe llamarse ese

            agregado de aguas que sobre los cielos mismos colocó el Creador? No

            lo ves, dice Jerónimo, y si de sus propias aguas es también la

            materia de los cielos y formación, siempre esa famosa laguna tiene

            directo derecho a esa casa del cielo, sea dividida en doce o sea en

            once o sea en siete por sus astros diferentes, o sea en menos, que

            no es circunstancia de disputar la cuestión y título de la laguna,

            con derecho tan conocido a aquesa casa del cielo, pues es uno mismo

            su origen, ¿cómo puede dejar de ser ese título de vuestra

            excelencia, de la Laguna que en la tierra no se alcanza, por haberle

            colocado Dios para ilustre blasón de vuestra excelencia aun sobre

            los cielos mismos su título?, a que tienen tanto derecho las aguas

            de esa laguna tan célebre: 'Y todas las aguas que están sobre los

            cielos', y aquí Jerónimo: 'Según la costumbre de los hebreos,

            llamaban lago a toda congregación de aguas'».

                 Hasta aquí el autor, muy a mi intento.

              

           

            - III -

            Huitzilopochtli

                 Acciones que se principian con Dios desde luego tienen muy de

            su parte el acierto, porque nunca engañó la verdad a quien siguió su

            dictamen, ni flaquea lo que estriba en lo indefectible de la

            sabiduría increada, «que todo se les da prósperamente a los que

            siguen a los dioses» afirmaba el romano Camilo en Tit. Liv., lib. 5,

            y muy a lo cristiano discurrió el padre Juan Eusebio Nieremberg

            cuando dijo en Theopolit., part. 2, lib. I, cap. 7: «Si Dios no es

            protector, si no es compañero, todo se va a pique; la misma humana

            protección se pierde». De aquí infiero la felicidad de mi asunto,

            cuando él mismo me necesita a principiarlo con Dios, y de lo mismo

            pronosticaré (sin que yerre) los aciertos del excelentísimo señor

            marqués de la Laguna desde los primeros rudimentos de su gobierno

            hasta los más consumados progresos con que ha de conseguir los

            aplausos, y de que podremos esperar con seguridad nuestra dicha.

                 De uno y otro será desempeño el valeroso Huitzilopochtli,

            caudillo y conductor de los mexicanos en el viaje que por su

            disposición emprendieron en demanda de las provincias de Anáhuac que

            habitaron los toltecas, sus progenitores antiguos, y son las de que

            ahora se forma la Nueva España. Acción tan estimada de su barbaridad

            ignorante que no supieron pagarla sino con la apoteosis con que

            después de su muerte lo veneraron por Dios. Antonio de Herrera en la

            Historia General de las Indias Décadas 2 y 3, el padre José de

            Acosta en la Historia Natural y moral de ellas, lib. 7 Henrico

            Martínez en su Reportorio de los Tiempos, tract. 2; fray Gregorio

            García en el Origen de los Indios, lib. 3, por ignorar la lengua

            mexicana lo llamaron Uitzilipuztli, y licor que todos Bernal Díaz

            del Castillo en la Historia de la Conquista de México lo nombra

            Huichilobos, a quien en esto imita Bartolomé de Góngora en su Octava

            Alaravilla (MS), y aun Torquemada en el lib. 2, cap. I de la

            Monarquía Indiana dice haberse llamado Huitziton, siendo así que

            consta lo contrario de cuantas historias de los mexicanos se

            conservan hoy originales, pintadas en su papel fabricado de varas

            del árbol amacuahuitl, que ellos llaman texamatl y de que habla el

            padre Eusebio Nieremberg, lib. 15, Hist. Nat.. cap. 69. Pero el

            mismo Torquernada, lib. 6, cap. 21, le dio su verdadero nombre de

            Huitzilopochtli, diciendo (y muy bien) que se deduce de huitzilin,

            que es el pajarito que llamamos chupa-flores, y de tlahuipochtli que

            significa nigromántico o hechicero que arroja fuego, o como quieren

            otros de opochtli, que es mano siniestra.

                 Advierto que la palabra hechicero entre estos indios tenía la

            misma acepción que entre los del Paraguay, donde significaba hombre

            admirable, milagroso, obrador de prodigios, como dice el doctísimo

            Calaticha en la Corónica de S. Agustín del Peru, lib. 2, cap. 2,

            núm. 7, que es también el propio y, genuino significado de esta voz

            mago, que no solo comprendía en la antigüedad a los sabios, como

            (dejando de citar otros muchos) se infiere de Cornello Agripa, lib,

            I, Occultae Philosoph., cap. 2, sino también a los superiores y

            reyes, según dice Cicerón, lib. I de Divinat., y, de Estrabón y

            Posidomo lo deduce Cello Rhodig., lib. 9, Antiq, Lect., cap. 23,

            acerca de que puede verse los Prolegómenos del padre Gaspar Schoto a

            su Magio Universal o Thaumaturgo Physico.; conque por uno o por otro

            fue Huitzilopochtli merecedor de este nombre, y de que degeneró,

            como sus acciones lo dicen.

                 Lo que le consiguió colocarle entre los mexicanos emperadores,

            con que se hermoseó la triurifal portada, no tanto fue se progenitor

            y cabeza, cuando por haber sido su conductor y caudillo cuando,

            movido del canto de un pájaro que repetía tihuí, tihuí,que es lo

            mismo en el dialecto mexicano que vamos, vamos, persuadió al

            numeroso pueblo delos aztecas el que, dejando el lugar de en demanda

            del que les pronosticaba aquel canto su nacimiento, peregrinase que

            tenía por feliz prenuncio de su fortuna. Infiérese lo que he dicho

            del ya citado lib. 2 de la Monarquía indiana, cap. I, y del prólogo

            que el canónigo de la Puebla doctor Juan Rodríguez de León escribió

            al Tratado de las confirmaciones reales de Antonio de León Pinelo,

            su hermano.

                 Este suceso y la significación de su nombre sirvió de idea al

            tablero que se consagró a su memoria. Pintóse entre las nubes un

            brazo siniestro empunando una luciente antorcha acompañada de un

            florido ramo en que descansaba el pájaro huitzilin a que dio mote

            Virgilio, 2 Aeneid. Ducente Dec. En el país se representó en el

            traje propio de los antiguos chichimecas al valeroso Huitzilopochtli

            que, mostrando a diferentes personas lo que en las nubes se veía,

            los exhortaba al viaje, proponiéndoles el fin y el premio con las

            palabras del Génesis, cap, 43, Ingentem magnam; fue mi intento dar a

            entender la necesidad que tienen los príncipes de principiar con

            Dios sus acciones para que descuellen grandes y se veneren heroicas.

            Explicóse este concepto, como se pudo, con el siguiente epigrama:

                              Acciones de fe constante

                        que obra el príncipe, jamás

                        se pueden quedar atrás

                        en teniendo a Dios delante.

                        Los efectos lo confiesan

                        con justas demostraciones,

                        pues no tuercen las acciones

                        que sólo a Dios enderezan.

               

                 Pero antes de ponderarlo me parece necesario el descifrar los

            fundamentos y acoluthía de esta empresa. Pintóse un brazo siniestro,

            no tanto porque precisamente manifestase el nombre de este capitán

            insigne cuanto por sus significados recónditos y misteriosos, que se

            pueden ver en Chocil, Cartarlo y Brixiano, que los refiere en los

            Comentarios Symbólicos, verb. 'manus', y, lo que es más, porque no

            se ignorase el fausto prenuncio con que se movió a la transmigración

            de su gente. Dije fausto por el fuego de la antorcha con que se

            ilustraba la mano, siendo aquél no sólo símbolo y expresivo de la

            divinidad, según lo de Máximo Tyrio, referido de Pierio Valeriano,

            lib. 46, Hieroglyph. pág. mihi. 455: «los persas adoran el fuego

            cotidiano como a un signo de la divinidad», sino apellido también de

            nuestro Dios verdadero: «El Señor Dios tuyo es fuego que consume»,

            Deut. cap. 4, vers. 24, y en otras muchas partes. Razón que motivó

            el epígrafe Ducente Deo. Y aun en lo profano y gentílico era el

            fuego de los rayos siniestros (digo de los que caían por este lado)

            prenuncio seguro de dichas grandes. Ennio citado de Cicerón, lib. 2

            de Divinatione: Cuando hacia la izquierda tronó con tempestad

            serena». Y Virgilio fue de este mismo sentir, 2 Aeneid.: «... y con

            repentino fragor tronó por el lado izquierdo...». Donde comentó

            Donato: «Allí donde dice 'a la izquierda' debe entenderse

            'próspero'...», y Servio: «Laevum (a la izquierda) es lo mismo que

            próspero, cuanto celestial». Léase a Plinio, lib. 2, Nat. Hist. cap.

            54, y a Plutarco en Pobl., cap. 78, lo cual no sólo se entendía en

            el fuego, pero se observaba en los pájaros y aves en los auspicios.

            Así Papinio Stat., lib. 3, Thebaid.: «Da señales, truena a tu

            siniestra; entonces cada uno armonice con arcana lengua los faustos

            augurios del ave con los astros».

                 Conque no fue despropósito acompañarse el brazo siniestro que

            declara el nombre de Huitzilopochtli con el pájaro huitzilin y con

            la antorcha, cuando todo ello sirvió de prenuncio a su felicidad y a

            su dicha.

                 A esto se persuadió la gentilidad ignorante, y lo mismo se

            verifica en su canto en Huitzilopochtli, de quien Torquemada,

            teniendo entre manos el pájaro que he dicho, afirma en el lib. 2,

            cap. I, pág. 86 citada, el que «le pareció asir de ese canto para

            fundar su intención, diciendo que era llamamiento que alguna deidad

            oculta hacía, etc».

                 En consecuencia del mote que manifestaba de su peregrinación el

            motivo, se le pudo con propiedad aplicar lo que a otro intento dijo

            el elocuente padre Mendoza en Viridar, lib. 9, Dialog., de Christ.

            Passion, Act. 2, Scen. 4: «Trasplantado a una lejana región, siendo

            el cielo protector y mostrando el camino desconocido el cielo,

            anduve por inhóspitos campos, cambié por los de otra nación los

            patrios penates, sostuve muchos trabajos por tierra y por mar...»

                 De esta imaginada sombra de buen principio se originó la

            grandeza y soberanía a que se encumbraron los mexicanos, mereciendo

            la denominación generosa de gente grande, título que pudiera

            comprobar por muchas planas, si no hubiera de sus hechos tantas

            historias, aunque poco leídas, y no apuntara en la prosecución de

            este cuaderno algo que concierna a lo que aquí refiero.

                 Consecuencia es que se deduce de la naturaleza de las cosas en

            su continua serie la moralidad que en esta empresa le ha de servir

            al príncipe de dictamen, debidamente, si en ella se advierte la

            dependencia con la primitiva causa a que debemos el subsistir, por

            aquella conexión de Dios y de todas las cosas que explicó con

            elegancia Apuleyo, apud Chokier en Thesaur. Politic., lib. I, cap.

            5: «En verdad Dios está en todas las cosas y todo viene de Dios», o

            por mejor decir, por ser obra de sus divinas manos cuanto se conoce

            con ser, como afirmaron los antiguos y confesamos nosotros: «Antigua

            sentencia recibida de los antepasados es: todo viene de Dios y todo

            ha sido constituido por Dios», dijo Aristóteles, lib. de Mund, ad

            Alex. Pero con particularidad más precisa reluce aquella dependencia

            o manutención en aquellos a quienes el dominio parece que los exime

            de lo vulgar. No hay imperio que no proceda de Dios inmediatamente,

            dijo San Pablo, ad. Rom., cap. 13: «No hay poder sino de Dios», y

            aun por eso lo que en el mando se halla de perfección y de estima se

            le debe al principio de que dimana, que es la sabiduría increada que

            lo dispone, sabémoslo de su boca en los Proverbios, cap. 8:«Por mí

            reinan los reyes, y los legisladores disciernen lo justo».

                 Bastantemente se comprueba esta aserción con la grandeza a que

            los romanos se sublimaron hasta empuñar el cetro de todo el mundo,

            no por otros medios que los de que Varron refiere Farnesio, lib. 2,

            de Simulacro Reip., pág. 84: «Cuantas veces el magistrado apremiaba

            al Senado, nada era tan urgente que no se diera antes el primer

            lugar al culto divino. Y aun allá el divino y cultísimo Platón, como

            quien tenía premeditado cuanto podía ser útil para la perpetuidad de

            su ideada república, dijo en el Dialog. 3 de leg.: «Primeramente

            invoquemos a Dios para construir la ciudad», cuya doctrina hizo

            universal su Escoliastes: «Dios debe ser invocado antes de comenzar

            obra alguna»; de donde en la antigüedad se originó aquella fórmula:

            «Estén presentes los dioses felices», que pasó a ser paremia y de

            que se hallan llenos los escritos de los autores con equivalentes

            períodos: Píndaro en Pythiis, hímn. 5: «No sin los dioses», y en el

            lib. 10: «Habiéndolo hecho los dioses»; Virgillo, Eglog. 4: «Todo

            principia de Júpiter», Aeneid, lib. 3: «Mientras esté presente

            Júpiter». Porque, como quiera que todos afectan en sus acciones la

            perfección y ésta tiene su origen de la suprema, ¿quién será el que

            ignore los medios que debe solicitar para conseguirla, siendo así

            que se reputa por sacrílego pensar que las humanas acciones serán

            grandes, si no se dirigen a aquel Norte supremo que las gobierne?

            «Es como el mayor de los sacrilegios», dijo Minut. Fel. in Octav.,

            «el buscar en la tierra lo que debes encontrar en el cielo». A todas

            las otras se adelantan aquellas obras que se subscriben con Dios, a

            quien, si se enderezan con la rectitud de la intención ajustada que

            las anima, jamás se tuercen, y más cuando aun entre las sombras de

            la gentilidad se advierte ejecutoriado lo que propongo.

              

           

           

           

            - IV -

            Acamapich

                 Valerse de la esperanza en lo más difícil y laborioso mérito es

            grande para remontarse a lo sublime de la seguridad y descanso,

            porque muy poco se debe a sí mismo el que se despecha, si da

            indicios de que le falta lo racional, que lo debiera contener en los

            términos en que los sucesos humanos tienen su esfera. Siempre se

            ladeó la paciencia con la esperanza; puede ser que para lo que ésta

            negase consiga aquélla, que es la que con suma facilidad y gusto lo

            obtiene todo, Ovid., lib. 2, de Remed. Amor: «El poder padecer es

            fácil, a no ser que la paciencia te falte; siempre de lo fácil es

            lícito tomar alegrías».

                 Siendo prerrogativa, con que los sucesos se aprecian, lo arduo

            que se sufre y tolera por conseguirlos; dijo Lucano, De Bello

            Pharsal- lib. 9: «La paciencia se alegra de lo arduo. Más alegre es

            lo honesto, cuantas veces se apoya en lo grande».Esto es lo que

            consigue la esperanza, mirada a los visos de la paciencia; pero a

            mucho más se adelanta aquélla, independiente de otro cualquier

            adminículo, en el mayor infortunio. Definióla con elegancia Laurent.

            Beyerl. en el Theatro de la Vida Humana, lib. S, pág. 299: «La

            esperanza generalmente suena a expectación del bien, ya sea futuro,

            arduo o posible. Porque es expectación del bien difiere del temor,

            porque es de futuro difiere de la alegría, porque es arduo difiere

            del deseo común y de la avidez, porque de posible difiere de la

            desesperación». Presupongo aquí esta definición para lo que adelante

            diré, como también la discreta sentencia de Thales Milesio en

            Estobeo, Serm. 108, pág. 497, cuando preguntado cuál sería la cosa

            más común entre los hombres, respondió: «La esperanza, que es la que

            poseen también aquellos que no tienen otra cosa»; y con razón, pues

            eso sólo les dejaron los dioses a los mortales cuando se ausentaron

            de la tierra por la indignidad de los hombres. «Cuando las

            divinidades huyeron de la tierra maldita sólo esta diosa, odiada de

            los dioses, permaneció en el mundo», dijo Ovidio, lib. I de Pont.,

            Eleg. 7, donde recopiló con suavidad elegante algunos privilegios de

            la esperanza, que adelantó Tibulo, lib. 2, Eleg. 6, y que

            perfeccionó no sé qué anónimo citado de Beyerlink donde ya dije. Y

            aunque todos tengan necesidad de ella, como asilo seguro de las

            contingencias penosas, parece que cuanto descuellan los príncipes en

            la eminencia del puesto tanto más deben valerse de sus primores y

            amparo, por ser su soberanía la más expuesta a los fracasos en que

            se teme la ruina, que bien los propuso Séneca el Trágico, en OEdip.,

            Act. I: «¿Acaso alguno goza del reino? ¡Oh bien falaz! ¡Cuántos

            males! ¡Cómo los cubres con apariencia lisonjera! Así como las altas

            crestas reciben el golpe del viento y las olas del mar 'aunque

            tranquilas' azotan la roca que divide el vasto mar con sus escollos,

            así los excelsos imperios están expuestos a la fortuna».

                 Y cuánto mejor se verificará lo que he dicho en Acamapich,

            primer rey de los mexicanos, cuando, oprimidos con el yugo de la

            servidumbre a que les condenó la violenta tiranía de los tepanecas y

            culhuas, fue levantado a la soberanía del mando que no deja de

            apetecerse, aunque sea entre la irrisión e ignominia, por ser

            privilegio que exime de lo común a los que las leyes de la

            naturaleza comprenden con igualdad. En sus gallardas prendas

            vincularon los afligidos mexicanos sus esperanzas, siendo entre

            todas ellas la más precisa la que miraba a eximirse del cautiverio.

            Debidamente, pues no hay prerrogativa que exceda a la de la

            libertad, que sin nota de hipérbole elogiaron no sé qué rabinos con

            las siguientes palabras que refiere Novarino en Schedias,

            Sacro-proph., lib. 2, cap. 26: «Si todos los mares se convirtiesen

            en tinta; si todos los pantanos germinasen cañas aptas para

            escribir, si los cielos sirviesen de papel, y todos los hombres

            fuesen escritores, no bastaría todo esto para escribir las alabanzas

            de la libertad». La inmensidad de los trabajos penosos con que se

            afanaban no fue tan poderosa que estorbase a los mexicanos el que

            pudiesen decir con el antiquísimo Lino (en Estobeo, ya citado):

            «Todo hay que esperarlo, pues todo se puede esperar. Hacerlo todo es

            fácil para Dios y nada hay imposible». pero qué mucho, si el

            carácter con que los señala el profeta Isaías, como ya dije en el

            Preludio III, es con el de gente que espera: Gentem expectantem.

                 Eligiéronlo por rey a tres de mayo de mil trescientos sesenta y

            uno, si es que le convenía con propiedad este título a quien todo su

            dominio se estrechaba en lo inculto de una laguna y cuyos vasallos

            eran unos miserables abatidos de sus contrarios. El nombre de

            Acamapich tiene por interpretación «el que tiene en la mano cañas»,

            lo cual y la generosidad con que admitió el cargo en tan desesperada

            ocasión, juntamente con el feliz suceso de su esperanza, dieron

            motivo a la empresa que se dispuso así.

                 Pintóse Acamapich desmontando los intrincados carrizales de la

            laguna, que fue lo que hizo para dilatar los términos de la entonces

            pequena Tenochtitlan, que ya es ahora ciudad populosísima de México;

            ocupábase las manos con unas cañas (significación de su nombre)

            dándoselas a la esperanza que no sólo le asistía, sino que de ellas

            formaba una choza humilde o desabrigado xacalli, que entregaba a la

            fama, que ocupó con hermosísimo movimiento lo superior del tablero,

            mereciendo aquella fábrica el que la coronase la vocal diosa con

            diversidad de palmas y de laureles, con que ha conseguido colocarse,

            no sólo en la cumbre más alta del aprecio de todas las naciones, si

            no el que la misma fama la haya admitido para la formación de su

            templo. Apuntóse algo de lo que he dicho; diré adelante de esta

            octava:

                              Las verdes cañas, timbre esclarecido

                        de mi mano, mi imperio y mi alabanza,

                        rústico cetro son, blasón florido

                        que el color mendigó de mi esperanza.

                        Qué mucho, cuando aquésta siempre ha sido

                        a quien le merecí tanta mudanza,

                        que canas que sirvieron de doseles

                        descuellan palmas hoy, crecen laureles.

               

                 En las cañas que tenía en la diestra mano se leía por mote la

            descripción que hace Moisés de la tierra en su creación primigenia,

            Genes., cap. I: «Informe y vacía», porque como entonces ocultaba el

            elemento del agua todo lo que es ahora la ciudad grande del

            universo, patria común donde los vivientes habitan, así en esta

            ocasión se inundaba lo que después sirve de abreviada esfera a todo

            el mundo que se estrecha en la ciudad de México por ilustrarla. Si

            ya no es que estas cañas fueron ajustado símbolo del reinado terreno

            que se principiaba en Acamapich con las individuas circunstancias,

            que son comunes a todos y que ni aun a Cristo faltaron cuando lo

            miraron los sacrílegos hombres con este visto: «Cristo llevaba la

            caña que le habían dado, muy semejante a cetro de reino mundano, que

            por ser mudable muy frecuentemente se le considera frágil, vacío,

            leve», dijo Sedul, lib. 5, Paschal. Oper. cap. II, cuyo concepto

            adelantó el docto padre Pinto Ramírez, en cap. 14, Isai. Notac., I,

            núm. 30: «Nada se puede pensar más congruente con el ridículo de los

            príncipes que el cetro; reverdece el tallo, muestra su pompa

            primaveril, pero nada hay más vacío que este tallo, nada más frágil.

            Porque aunque resplandezca el cetro dorado, sin embargo su gloria no

            es tan sólida ni tan duradera como la del cetro de aquél que es

            creado rey por juego en el teatro».

                 Y si esto no fue, sería próvido presagio de nuestra dicha el

            que el mexicano gobierno se principiase entre las cañas de una

            laguna, porque así como de ellas se originó la música, en sentir de

            Theofrasto, lib. 4 de Plant., cap. 12, y de Plinio lib. 16, Nat.

            Hist., cap. 36, de la misma manera se continúa su economía con la

            armonía y ajustado compás, que hoy se admira en el común proceder,

            motivo que puede servir de alabanza a los mexicanos, supuesto que no

            se les puede acomodar en lo moral y ético lo que se lee en Balth.

            Bonif., lib. 4, Histor. Ludic., cap. 6: «Por esto Polibio en el

            libro 4, página 317, afirmó las grandes calamidades mandadas a los

            cinetenses por los dioses inmortales, porque casi habían abandonado

            el estudio de la música, sancionado por ley de sus antepasados, y

            que por eso se habían vuelto semifieras y semibárbaros, y que se

            habían hecho indignos para los hombres y odiosos para los dioses».

                 Para la Esperanza, se tomó el mote de Alciato, Embl. 46: «Prae

            stat opem», que es el mismo período con que ella se definió o se

            denominó, por mejor decir, en el citado emblema: «Soy llamada buena

            esperanza, aquella que presta pronta ayuda a los miserables».

            Vistióse con ropas verdes, que es el color de que más se agrada por

            ser el que más la expresa, según el mismo Alciato: « ¿Por qué llevas

            túnica verde? Porque todas las cosas florecen, siendo yo guía».

            Omito aquí muchas cosas con que pudiera ilustrar las singularidades

            de la esperanza, porque bastan para mi intento las que aquí he

            dicho.

                 Encomendaba ésta a la Fama una pequeña choza fabricada de

            humildes cañas, que semejaba a las que componían a la ciudad de

            México cuando fue constituido Acamapich por su rey. Coronábala la

            Fama con palmas y con laureles, consagrándola a la inmortalidad con

            este mote: «A Eternitati». Acuérdome aquí de aquella caña del

            patriarca Seth (equivocáronla algunos con la encina de Abraham, los

            cuales refiere Balthas. Bonif., lib. 10, Hist, Ludic., cap. 8: «Hay

            quienes creen que la encina de Abraham, de la que antes

            comentábamos, no era diversa a la caña de Seth, hijo de Adán, que se

            veía no lejos de la ciudad de Hebrón en el valle de Mambre, en

            tiempos de Mandavilio, quien floreció hace trescientos años»), que

            desde el principio del mundo hasta ahora poco más de trescientos

            años se veía en el valle de Mambre, como dice Juan Mandavillo,

            caballero inglés, cap. 75, Rer. Memorab.: «En aquel lugar existe un

            árbol de cañas llamado 'drip' por los sarracenos. Dicen que este

            árbol fue, etc.».

                 Acuérdorne, digo, porque me persuado han de competir duraciones

            con ella, las que dieron principio a México, y más habiéndola

            promovido el común cuidado a la grandeza presente (que en algún

            tiempo será asunto en que se remonte mi pluma), de que dicen mucho,

            aunque siempre quedan en ello cortos, varios autores que pudiera

            citar en prolija serie. Aquí tengo ahora presentes al padre

            Torquemada en su Monarquía Indiana, tom. I, lib. 3, cap. 26; Antonio

            de Herrera en la Descripción de las Indias, cap. 9; fray Luis de

            Cisneros en la Historia de Nª Sª de los Remedios, lib. I, cap. 16;

            Vargas Machuca en la Milicia Indiana, pág. 174; Arce en el Próximo

            Evangelio, lib. 4, cap. 2; Bartolomé de Góngora en la Octava

            Maravilla, MS., Canto 8; Pedro Ordóñez de Zevallos en su Viaje del

            mundo; Gil González de Avila en el Theatro de la Santa Iglesia

            Metropolitana de Mexico; Juan Díaz de la Calle en las Noticias

            Eclesiásticas y Seculares de las Indias, cap. 2; Diego de Cisneros,

            médico, en el Libro de la Naturaleza y propiedades de la ciudad de

            México; Bernardo de Balbuena en las Grandezas de esta ciudad; Arias

            de Villalobos en su Mercurio, a cuya memoria hiciera agravio si no

            trasladara aquí un soneto con que elogia a México en su Obediencia

            Real, fol. 16:

                           Roma del Nuevo Mundo, en siglo de oro;

                           Venecia en planta y en riqueza Tiro;

                           Corinto en artificio, Cairo en giro;

                           En ley antigua, Esparta; en nueva, Toro;

                        

                        Crotón en temple, Delfos en decoro

                           En ser Numancia, en abundancia Epiro;

                           Hydaspe en piedras, y en corrientes Cyro;

                           En ciencia, Atenas; Tebas en tesoro.

                        

                        En ti, nueva ciudad de Carlos Quinto,

                           Hallo nueva Venecia, Atenas nuevas,

                           Y en nueva Creta un nuevo Laberinto,

                        

                        Que a Roma, Epiro, Esparta, Tiro y Tebas,

                           Delfos, Toro, Crotón, Cairo y Corinto,

                           Hydaspe y Cyro, la ventaja llevas.

               

                 No son menores los elogios con que otros la engrandecen aun

            atendiéndola en el tiempo de su gentilidad. Baste Gemma Fris, part.

            2, Cosmograph. Pet. Apian., pág. 158: «Sin embargo, entre todas las

            ciudades, es la más importante y la mayor en estas regiones la que

            llaman Temistitán (léase Tenoctititián); según nuestra descripción,

            casi está colocada en el trópico y defendida por la naturaleza del

            lugar. Está situada en el lago mayor, adornada con innumerables

            puentes que le dan acceso por todos lados y con edificaciones que

            pueden compararse con las construcciones de Dédalo». Y acompáñela

            Jerónimo Girava, siquiera por español, en Sit. ac Descript. Ind.

            Occid.. pág. mihi, 172: «México era la principal ciudad y la más

            noble. de las Indias, aun más, la mayor de todo el orbe que Fernando

            Cortés conquistó el año 1521, y siendo la cabeza del Imperio

            Mexicano, tenía setenta y un mil casas»

                 Bien se comprueba, en todo lo que aquí he expresado, que

            valerse de la esperanza en lo más difícil es mérito seguro para

            remontarse a lo sublime de la seguridad y el descanso, que dije

            arriba. Mucho consigue, en fin, la esperanza en los príncipes a

            quienes pudieran desesperar sus ahogos. Pero, ¿qué particularizo,

            cuando para conseguir la instrucción, basta que se proponga y alabe

            el ejemplar?

               

            - V -

            Huitzilihuitl

                 Formar leyes para la dirección de los súbditos es obligación de

            los príncipes, pero el que las observen aquéllos, más que

            disposición de su arbitrio, es consecuencia de la afabilidad de su

            trato. No hay armas más poderosas para debelar la protervia humana

            que la clemencia, cuando asistida de la mansedumbre y el premio

            introduce en los ánimos de los mortales lo que dictan las leyes para

            su util. Lección es ésta del cultísimo Claudiano, Paneg. de Consul.

            Mani. Teodos.: «La tranquila potestad obra lo que no puede lograr la

            violenta; y más fuertemente urge los mandatos una imperlosa

            quietud». Más a mi intento la repitió en. Panegyr. de 6 Consul.

            Honor.: «La clemencia vence a nuestro pueblo. Marte se esconde más

            gravemente en la paz». Y lección que, aunque en todas ocasiones

            deben estudiarla los príncipes, nunca mejor estarán en ella que

            cuando se elevaren al trono o dieren principio fausto a su feliz

            gobierno. Aforismo es también del político grande Cornelio Tácito,

            lib. 20, Aunal: «A los que inician un nuevo reino les es útil la

            fama de la clemencia»; y que con anticipación practicó Aníbal, como

            fundamento segurísimo en que estriba sin temor de ruina el edificio

            del mando; díjolo Tito Livio, lib. 21: «Aníbal, para tener fama de

            clemencia, en los comienzos de sus acciones, etc.», y con razón muy

            justa y, si ya se sabe que recaba con su suavidad la clemencia, de

            todas las leyes y preceptos la concertada observancia, que es la que

            mantiene los imperios en su majestuosa grandeza: «Bajo un príncipe

            clemente florece la justicia, la paz, el pudor, la severidad y la

            dignidad», dijo Séneca, lib. de Clementia.

                 Y si es de la obligación del superior dictar las leyes para que

            se observen estas virtudes, necesaria debe juzgarse en él aquella

            prerrogativa para que las persuada, así por este medio como por el

            carácter con que los señala, entonces, la diestra de la divina

            virtud para que se haga amable de todos su majestad. «Creados y

            ungidos los reyes y los magistrados», dijo Juan Altusio en Polit.,

            cap. 19, núm. 97, «Dios suele vestirlos de una cierta oculta

            majestad y casi de un estado superior con el que se les da una

            admirable y augusta excelencia, dignidad, veneración y estimación de

            todos». Comprobaciones de esto mismo darán Valerio Máximo, lib 2,

            cap. 10; Plutarco en la vida de Mario, y Suetonio en la de

            Vespaslano, cap. 7.

                 De Huitzilíhuitl, segundo rey de los mexicanos, en el tiempo de

            su primitiva opresión y cautiverio penoso de queno pudo libertarlos

            su antecesor Acamapich, dice fray Juan de Torquemada en la Monarquía

            Indiana, tomo I, lib. 2, cap. 17: «Rigió este Huitzilihuitl y

            gobernó su ciudad y república con mucha quietud y paz, siendo muy

            querido de todos. Dejó su república muy bien ordenada con nuevas

            leyes, de lo cual fue muy cuidadoso». Casi lo mismo afirma el padre

            Acosta, lib. 7 de su Historia, cap. 10. Esta aserción de Torquemada

            me dio motivo para la formación de la empresa con que este rey había

            de contribuir a la idea del arco o portada triunfal que se describe,

            a que ayudó con la significación de su nombre, Huitzlíhuitl, que se

            interpreta 'pájaro de estimable y riquísima plumería', como es la

            del pájaro hutzilin, de que dije arriba.

                 Pintóse, en consecuencia de esto, con unas hermosísimas alas

            cuya expresión fue necesaria para lo que se ha de decir, no

            dispuestas al vuelo, sino recogidas como le faltasen para moverse, y

            no fue acaso sino porque en él, que era el símbolo de la mansedumbre

            y clemencia, que debe ser lo más estimable en los príncipes, se

            verificase en alguna manera lo que se admiró antiguamente en Roma

            con una alada estatua de la victoria que, sin maltratarla en el

            cuerpo, quedó casi despojada de las alas con la violencia de un

            rayo. Celebró esta contigencia un cortesano poeta griego con este

            discretísimo epigrama, cuyo sentido, en la mejor manera que se pudo,

            se explicó entonces así: «¡Poderosa Rorna!, ¿por qué está con las

            alas caídas la victoria; para que no pueda servir a su ciudad».

                 Asistíala el premio, ideado en un muchacho hermosísimo, con

            todas las insignias que lo significan, y uno y otro coronaban con

            laureles a una imagen o representación de la ciudad de México, que

            con alegre y festivo rostro los atendía, ocupándose las manos con

            unas tablas en que (como ya se sabe) se denotan las leyes. En lo más

            retirada del país se veía el castigo y la pena que, con ligeros

            aunque desiguales pasos, se retiraban de la presencia de este

            clementísimo príncipe. El mote fue de Ovidio, lib. I, De Pont.,

            Eleg. 3: «Sea el príncipe lento a la pena, veloz al premio», y la

            explicación de todo la que contiene esta octava:

                              Esta que admiras, majestuosa idea,

                        que de palmas y lauros se corona

                        a influjo heroico de la excelsa Astrea,

                        la Ley augusta es, que en mí blasona,

                        en mis hombros describa la montea

                        y en sus opuestos términos pregona

                        que enfreno el vicio y la virtud aliento,

                        veloz al premio y a la pena lento.

               

                 Utilísima, si no impracticable doctrina, es la que contiene

            esta empresa, pues de ellas se les origina a los príncipes la

            prosperidad a que anhelan, como ilación necesaria de su benevolencia

            y agrado: «Los sólidos y verdaderos vínculos para regir, no son

            otros que la benevolencia», dijo con discreción Scipión Amirato en

            Dissert. Polit., lib. 19, Disc. 7, y mucho mejor el Espíritu Santo

            por boca de Salomón en los Proverbios, cap. 20, vers. 28: «Con la

            clemencia se fortificará su trono», con que concuerda lo de los

            Reyes, lib. 3, cap. 17: «Si les hablas con palabras blandas, serán

            tus siervos para siempre».

                 No es mi intento en lo que aquí propongo el que los príncipes

            nunca desenvainen los aceros de la justicia, cuando nadie ignora

            que, siendo viciosísimos los extremos, tanto puede pecarse con el

            rigor como delinquirse con la piedad; algo han de experimentar de

            sinsabores los súbditos para sujetarse a las leyes, porque entonces

            les ha de amenazar el castigo; pero para que se haga sufrible ha de

            ser con las circunstancias que decía Nerón, afabilísimo príncipe en

            sus primeros años, a quien refiere Séneca, lib. I, de Clement., al

            principio: «La espada la tengo guardada, más aún ligada; absoluta

            parsimonia tengo, aun de la sangre más vil; todos, aunque les falte

            lo demás, por el hecho de ser hombres son dignos de gracia; tengo

            escondida la severidad y pronta la clemencia». O como, con no menos

            elegantes palabras, lo propone San Gregorio Nazlanzeno, Epíst. 18 1:

            « No es inicua la espada con que se castiga a los malos; sin

            embargo, no hay que alabar al verdugo, ni hay que tratar la

            sangrienta espada con ánimo complaciente»; y esto no por otro motivo

            sino por el que da con inmediación, «porque el espíritu humano, si

            es humano, más se inclina a la humanidad y a la benignidad», cuya

            doctrina es concordante con la de Séneca, ya citado, lib. I, De

            Ciement., cap. 2: «Debemos tener moderación, pero, porque es un

            temperamento difícil, tendrá que ser más ecuánime y tiene que tender

            a la parte más humana». Y si todas razones no parecieren

            concluyentes a los que lo contrario juzgaren, puede ser que se

            muevan a las del emperador Juliano, Orat. 2, pág. mihi. 19, donde en

            pocas palabras recopiló cuanto dicen los otros en dilatados

            períodos: «No conviene al príncipe mismo tener la espada en la mano

            para dar muerte a alguno de los ciudadanos, aunque haya perpetrado

            aun lo más grave».

                 Y aunque no se puede negar el que, tal vez, para que se

            observen sus órdenes, es no sólo conveniente pero precisamente

            necesario valerse de los rigores y de las penas; bien será que

            entonces se experimente en el superior y en el príncipe lo que dijo

            Ovidio, en el lugar que sirvió de epígrafe para la empresa: «Sea el

            príncipe lento al castigo, veloz al premio. Y el que muchas veces es

            obligado a ser feroz, se duele de ello». Con quien conviene,

            proponiendo lo útil de este dictamen, el elegantísimo y cortesano

            poeta Papinio Statio, lib. I, Sylu. 4: «Por esto, es contra su

            voluntad: el oír las tristes cadenas, el consentir en los castigos,

            el no ir a donde manda el alto poder, sino reducirse grandemente la

            fuerza de sus armas».

                 Todo lo hasta aquí referido (más que la propiedad de su

            nombre), sirvió de motivo para pintar con alas a Huitzilíhuitl.

            Estaban éstas recogidas por lo que él mismo dijo:

                           ... Enfreno el vicio y la virtud aliento,

                        veloz al premio y a la pena lento.

               

                 Que es el modo con que Valerio Máximo, lib. I, cap. I, habló de

            la divina justicia: «La ira divina camina con paso lento hacia su

            venganza». Pero al fin estaba con alas y acompañado del premio,

            porque en faltando éste son inútiles las más activas persuasiones de

            los príncipes, que para ser ejecutadas se han de ver de aquél

            prevenidas. «Premio, como si dijera previo, porque está ante los

            ojos, se pone antes», dijo el padre Mendoza en Viridar, lib. 5,

            probl. 39. Premio que antecede al mandato es estímulo para la ciega

            obediencia, como también la virtud consecuencia necesaria del

            galardón, dijo Juvenal, Satyr. 10: «¿Quién abrazará la virtud si

            quitas el premio?». «Los griegos», prosigue el erudito padre

            Mendoza, y con sus palabras terminaré mi propuesta, «escribían en

            las columnas los premios preparados para los contendientes, como lo

            prueba Ulpiano en su oración de Demóstenes contra Leptino. El

            capitán de los troyanos usó este mismo modo para incitar a sus

            soldados en el libro 5 de la Eneida: ''Así pues, al principio, los

            regalos, sagrados trípodes, verdes coronas, palmas, precio de la

            victoria, armas, vestidos de púrpura, talentos de oro y plata, eran

            colocados en medio, ante los ojos de todos'».

                 Observen también los súbditos las leyes de los superiores y

            príncipes para que su excusión sea su premio, que por eso la ley le

            llamó corona, en sentir de Rabi Illel, in Pirke, autor citado de

            Novarino in Schedias, Sacro-Proph., lib. I, cap. I: «El que para su

            propia comodidad se ejercita en la corona, es decir, en la ley»; a

            que asintió de los nuestros Hugo de San Víctor en Psalt. 118: «Yo

            diría gloriosa la ley de Dios, porque principalmente por sí misma se

            corona». Y observándose de parte de los inferiores y de los

            príncipes estas circunstancias, precisamente necesarias para la

            conservación del cuerpo político, florecerá con felicidad la

            república.

             

            - VI -

            Chimalpopocatzin

                 No es mi intento investigar el principio de donde les dimana a

            los príncipes supremos la autoridad; presupóngola con el recato y

            veneración que se debe, advirtiendo que ésa misma es la que delega a

            sus vicaríos y substitutos y no ignorando lo que de opinión de

            Ferdinando Vázquez Menchaca, lib. I, Illust. Controv. Iur., cap. I &

            42 y de otros muchos dijo Johannus Altus, in Polit., cap. 18, núm.

            7: «Ni la república ni el reino son para el rey, sino que el rey, o

            cualquier otro magistrado, es para el reino y la ciudad. Pues el

            pueblo es, por naturaleza y por tiempo anterior, mejor y superior

            que sus gobernantes, así como los componentes son anteriores y

            superiores al compuesto». Véase al lusitano Ossorio, lib. 4 de Reg.

            Instit.;al presidente Cobarrubias, en cap. Peccatum, part. 2,

            párrafo 9, de Reg. Iur. in 6; como también a Cicerón, lib. I,

            Offic.. que enseñan que los magistrados «deben destinar todos sus

            pensamientos, estudios, trabajos, obras, cuidados, diligencias,

            todas sus riquezas, sus bienes, sus fuerzas para que sean de

            utilidad y salud al conglomerado cuerpo político; no deben, por el

            contrario, desperdiciando esto, seguir su propia comodidad».

                 Y esto no por otra razón, sino por la que proponía Séneca, lib.

            I, De Clement., al príncipe que formaba, que es la que debía

            perpetuarse en la noticia común, para que sirviera de dictamen para

            la felicidad del gobierno: «Considera que la república no es tuya,

            sino que tú eres de la república»; de que no sólo se infiere que el

            cargo, la dominación y el imperio más es una servidumbre disimulada

            y honrosa que libertad estimable para disponer de sí mismo. «Al

            mismo César, a quien todo le es lícito, por eso mismo no todo le es

            lícito. Desde el día en que el César se dedicó a todo el mundo dejó

            de ser él mismo», dijo el mismo Séneca, lib. de Consolat. ad Polyb.,

            cap. 26, sino el que también están sujetos a las leyes de su

            república, como afirma Platón, Dialog. 4, de Leg.: Aristóteles lib.

            3, Polit, cap. 12; San Agustín, lib. I, de Civit. Dei, cap. 4;

            Agapet. Praesbit., en cap. araenet ad Just.; motivo para que las

            ciudades y provincias adquieran derecho a los príncipes como a suyos

            y que éstos se hallen en obligaciones de reconocerlas por patria,

            como puede inferirse de muchas sentencias de Estobeo, Serm. 37.

                 Necesario, para lo que se ha de decir, he juzgado lo que hasta

            aquí se ha discurrido, que se pudiera corroborar manifestando los

            errores grandes de varios autores que escribieron la vida de

            Chimalpopoca, tercer rey de los mexicanos, originados todos de haber

            tenido diminutas y no verdaderas noticias. El primero que las

            publicó, que fue el padre José de Acosta en la Historia Natural y

            Moral de las Indias, lib. 7, cap. II, a quien siguieron, trasladando

            sus mismas individuales razones: Antonio de Herrera, Decad. 3, lib.

            2, cap. 12; Henrique Martínez, en su Reportorio, tract. 2, cap. 14;

            como también Juan Theodoro de la Bry, que traduciéndola en latín

            imprimió por suya, en la parte 9, Occid. A todos los cuales autores

            y a otros que los han seguido refutó doctamente con la verdad de la

            historia Torquemada en la Monarquía Indiana, t. I, Lib. 2, caps. 27

            y 28.

                 El caso fue que, habiendo Tezozomoc, señor o reyezuelo de

            Azcapotzalco, tiranizado el imperio de los chichimecas aculhuas,

            quitándole la vida al emperador Ixtlilxuchitl y dejádoselo por su

            muerte a su hijo Maxtla, recelándose éste de los mexicanos, cuyo

            número era crecido y su sagacidad muy notoria, comenzó a

            perseguirlos con hostilidades y ultrajes que se terminaron en su

            inculpable rey. Pero qué mucho, si en sentir de San Gregorio, lib.

            25, Moral, cap. 14: «la ira que, cebándose, azota corporalmente al

            pueblo, también postra al rector del pueblo con el dolor íntimo del

            corazón»; padeció el buen rey infinitos trabajos, viéndose despojado

            de su mujer, de su reino y de su libertad, pero reconociendo que con

            su muerte, que era a lo que el tirano aspiraba, se pondrían en mejor

            estado las cosas de su república, él mismo se la dio con las

            circunstancias que Torquemada refiere en el lugar citado.

                 Chimalpopoca, según la propiedad de la lengua mexicana, es lo

            propio que 'rodela que humea', y si no fue providencia de la fortuna

            el que a este nombre correspondiesen tan memorables acciones, será

            la combinación de uno y otro felicidad del estudio, para que de

            ejemplar tan glorioso se deduzca sin violencia lo que pretendo.

                 En uno de los ángulos superiores del lienzo que dio lugar a

            este rey, se veía la tiranía con el mismo traje que ideó a la

            discordia el Arbitro de las Elegancias, Petronio, in Satyr.: «da

            cabellera en desorden, la discordia levantó su cabeza infernal a los

            cielos; tenía sangre coagulada en la boca y los ojos rasgados

            lloraban; tenía los dientes rojos por la ira, su lengua manaba

            veneno, su cabeza rodeada de serpientes; y con el pecho descubierto

            por la desgarrada veste, agitaba con trémula mano una sanguinolenta

            antorcha».

                 Nada de esto es hipérbole, si se advierten los efectos de los

            tiranos, que se pueden ver en Farinac., De Crimin. Laes, Maiest.,

            quaest. 112, núm. 31; en Altufio en Polit.. cap. 38; y en

            Middendorp., quaest. Polit. 16, donde dijo: «El tirano, ya sea

            monarca o poliarca, es aquel que abate con avaricia, con soberbia,

            con perfidia, con crueldad los máximos bienes de la república, es

            decir: la paz, la virtud, el orden, la ley, la nobleza y los

            extingue».

                 Arrojaba una deshecha tempestad de rayos y saetas contra la

            ciudad de México, que en figura de una mujer cercada de sus hijos la

            denotaba el nopal de sus armas; favorecíala Chimalpopoca,

            abrigándola debajo de una rodela que dio campo a un pelícano que

            entre llamas y humo socorría a sus polluelos con la sangre que le da

            vida. Derramaba mucha el piadoso rey de algunas heridas que le

            hermoseaban el rostro, quitándole una de las flechas la corona, o

            copilli de la cabeza. El mote, común a él y al pelícano: «Y el morir

            lucro», ad Philip. cap. I; la explicación la que con gran facilidad

            dan esos versos:

                              Porque una misma muerte nos concluya

                        de ira y fuego en iguales desafíos

                        yo derramo mi sangre, aquél la suya;

                        por sus hijos aquél, yo por los míos.

                        Sin que mayor fineza nos arguya,

                        nos da tan unos el amor los bríos,

                        que por hijos y patria bien perdida

                        mejorada logramos nuestra vida.

               

                 Perdió Chimalpopoca la vida para que su ciudad, que por

            príncipe y señor de ella se le reputaba por patria, consiguiese la

            tranquilidad y quietud, cosa que deben anteponer a sus conveniencias

            los superiores, aunque sea con exponerse a la muerte, que será en

            esta ocasión la más segura prenda de su felicidad. «La muerte más

            lucrativa», dijo el padre Eusebio Nieremberg, de Art. Vol, lib. 5,

            cap. 6, «tanto más le añade a la felicidad cuanto le quita a la

            vida», y con no menos energía el divino Platón en Crit., hablando

            con cada uno de los príncipes les dice: «¿Acaso eres sabio, si se te

            oculta que hay que anteponer la patria al padre y a la madre y a

            todos los progenitores», con que concuerda el antiquísimo Homero,

            Ilíada, 10: «Que muera; pues, no es deshonra para el que defiende a

            su patria morir».

                 Toda la defensa de México se vinculó en la rodela de

            Chimalpopoca, o por mejor decir en sí mismo, por ser aquélla la que

            significa su nombre y haber sido él el que con su vida libertó a su

            república y patria de la opresión del tirano. Eso fue saber

            desempeñarse de las obligaciones en que le puso la corona,

            transformarse en escudo para defender a los suyos. Muy a este

            propósito el docto Agelio en Psal. 83: «En aquello por lo cual los

            reyes son llamados protectores o 'hiperaspistas', podemos entender

            cuál sea el oficio del rey, es decir con los derechos de su poder,

            como con un escudo, cubrir al pueblo y desviar de él los dardos de

            malvados enemigos». Sirvióle de corona a Chimalpopoca esta acción

            generosa que fue para los suyos escudo. No se extrañará esta mi

            locución, pues tiene apoyo en letras más plausibles que las humanas,

            que son las que han de beatificar esta empresa con sus aciertos.

            Escudo fue para su reino y patria el cariño y aprecio que la tenía,

            y éste es ahora el que le sirve de corona que manifiesta sus

            glorias, como allá se dice en el Salmo 5, vers. 13: «Señor, Tú lo

            coronaste de valor como con un escudo». Y por si se dudare cómo

            convengan a lo uno las propiedades de lo otro, quiero prevenirme con

            la autoridad de Santo Tomás, citado del padre Velasq., lib. 4 de

            Optim. Princip. Adnot. 12, núm. 3, donde se hallará no ser más que

            unos escudos o rodelas las que sobre las cabezas de los santos se

            denominan diademas: «Fue una costumbre romana usar escudos redondos;

            en ellos ponían la esperanza de la victoria, y cuando triunfaban

            usaban el escudo como corona; por eso los santos son pintados con un

            escudo redondo en la cabeza, porque han alcanzado el triunfo de sus

            enemigos». Esto es lo que inmortaliza a estos divinos atletas, y lo

            mismo en su tanto es lo que nos conserva en la memoria la acción de

            Chimalpopoca, que aquí celebro por lo que dijo Tirteo en el Serm. 49

            de Estobeo: «Aunque el vehemente Marte haya arrebatado al que obró y

            se sostuvo y luchó valerosamente por la patria y por las letras,

            éste, sin embargo, puesto bajo tierra, permanece inmortal». Véase al

            erudito padre Roa, lib. de die Natal., cap. 21, donde dice de los

            escudos muchas cosas que pueden acomodarse a lo que aquí discurro. Y

            si en ellos fue costumbre de la antigüedad perpetuar las cosas que

            juzgaba de su mayor honra y estima, según Henr. Farnes., lib. 3 de

            Simulac. Reip., pág. III: «El escudo estuvo en el lugar de honor,

            donde solían escribirse los hechos preclaros»; ¿cómo del de

            Chimalpopoca pudo faltar el pelícano, de que dijo el mismo Farnes,

            lib. 4, pág. 40: «para el que sus polluelos son mucho más queridos

            que su propia vida»?

                 Pintóse rompiéndose, como se dijo, el pecho para darles a sus

            polluelos vida a costa dolorosísima de la suya. Pintóse también

            entre voraces llamas (cuyo humo en aquel lugar sirvió de expresar el

            nombre de este rey), a que se arroja con intrepitud por defender a

            sus hijos; pero mejor que con mis palabras la elogiará con las suyas

            elegantes Pier. Valer., lib. 20, Hieroglyph., pág. 187: «El pelícano

            contempla el fuego, cuya fuerza no ignora, y audazmente se acerca y

            siente penetrar en sus miembros el ardor con intolerable sufrimiento

            y con todo no se mueve de su lugar. Casi se abrasa todo y ni un

            poquito se consterna, conservando su vigor con pacientísima

            constancia, dedicado a la salvación de sus hijos es abatido por el

            más atroz género de muerte, en vez de su muerte natural. ¡Tanta

            caridad, tanto amor, tan gran piedad brilla en él! ¿Y alguien se

            atreverá a calumniarlo de estupidez y de llamarlo malamente una ave

            ociosa?» Hacer otro tanto los príncipes por los que, por ser sus

            súbditos, están en su protección y tutela es lo que más recomienda

            la inmortalidad de su fama y la perpetuidad de su nombre. «¿En dónde

            estará la fama del gobernante si nosotros -que no suceda- nos

            permitimos ser débiles?», decía al pueblo romano Theodahado Rey, por

            boca de Casiod, lib. 10, Epíst. 14. Con este sentimiento conviene el

            dicho, y con el suceso de Chimalpopoca el hecho (no sé si lo llame

            bárbaro o piadosísimo) del emperador Othon cuando, quitándose él

            propio la vida porque la de sus soldados se conservase, dijo, según

            refiere Suetonio en Othon, cap. II: «Haré que todos entiendan quién

            es el emperador elegido por vosotros: el que por vosotros da la vida

            y no vosotros por él». Véase a Marcial, lib. 6, Epig. 36. Casi igual

            a ésta fue la piedad de nuestro ínclito Rey de León y Castilla,

            Alfonso IX; y para que ninguno la ignorase, tomó por símbolo un

            pelícano pintado de la misma manera que aquí lo expreso con este

            magnífico y generosísimo epígrafe: «Por la ley y por la grey».

                 No tengo aquí qué añadir a tan singulares y memorables

            ejemplos, porque en lo que he propuesto hallarán los superiores y

            príncipes bastante de qué aprender.

               

       

            - VII -

            Itzcohuatl

                 No hay virtud que más deba resplandecer en los príncipes que la

            prudencia, o por ser un agregado de todas o por la inmediación que

            tiene al origen supremo de que dimanan. «Después de la virtud», dijo

            Iust. Lips. en Mort. Polit., lib. I, cap. 8: «cuya cabeza es la

            religión o la piedad, la prudencia es necesaria al príncipe y a los

            encargados de los asuntos de la república»; y con no menos juiciosas

            palabras asintió a lo primero el antiguo Jámblico en la boca de

            Estobeo, Serm. I: «La prudencia es la principal de las virtudes y

            usa de todas las demás y muestra, como un ojo de la mente

            completamente lúcido, el orden, el modo y la ocasión de las mismas

            en las cosas presentes». Y de Bion refiere Diógenes Laercio en su

            vida, lib. 4, cap. 7, haber dicho «que la prudencia tanto sobrepasa

            a las demás virtudes, cuanto la vista a los demás sentidos, pues los

            ojos alumbran todo el cuerpo. Así, no hay virtud alguna sin

            prudencia». Todo lo cual recopiló, con agudeza grande, Juvenal,

            Satyr. 10: «Ningún dios está ausente, si hay prudencia». Y cuando no

            tuviera otro apoyo para su estima que recomendarla la misma

            sabiduría de Cristo, por San Mateo, cap. 10, vers. 5: «Sed

            prudentes», era suficiente prerrogativa para solicitarla, con

            advertencia que, para que pueda tener esta virtud la denominación de

            perfecta, ha de ser cuando semejare a la culebra en sus operaciones:

            «Sed prudentes como las serpientes».

                 Razón potísima que obligó a simbolizarla en ella a los

            eruditos, véase a Pier. Valer., lib. 16, Hieroglyph, pág. 148, para

            que da varias razones Antonio Ricciardo en los Coment. Symbol.,

            verb. 'serpens', que omito expresar por hallarlas todas con primor

            grande en el excelentísimo príncipe Itzcohuatl, que de rey de los

            mexicanos supo sublimarse a la celsitud del imperio que se componía

            de los toltecas y aculhuas. Y aunque esta felicidad pudiera

            promiscuamente atribuírsele a la fortaleza con que adquiría, o a la

            prudencia con que lo conservaba, para que en él se verificase lo del

            Nazianzeno, Epíst. 78: «Para que administre esclarecidamente el

            imperio, guiado por la prudencia y la fortaleza». Que es casi lo

            propio que, hablando de David, dijo San Ambrosio, lib. Offic. I,

            cap. 35: «Tuvo en el combate, como compañera de la virtud, la

            prudencia». Con todo, siempre en él obtuvo la prudencia la primacía,

            no tanto por lo que afirma Nieremberg en Gnomoglyph, Gnome 8: «La

            fuerza teme y cede ante la prudencia», que desde lo antiguo previno

            Val. Flac., lib. 4, Argon: «No hay deseo ni es equitativo el confiar

            en las solas fuerzas; con frecuencia la prudencia es más poderosa

            que la diestra enérgica», cuanto por los singulares primores que

            obró con ella, que pueden verse y admirarse en su vida que escribió

            Torquemada en la Monarquía Indiana, lib. 2. Y lo que es más, por la

            circunstancia admirable de la significación de su nombre, ltzcohuatl

            se interpreta 'culebra de navajas'; de 'cohuatl' que es culebra y de

            'itztli' que es una piedra de que con extraordinario artificio sacan

            aquéllas, según lo anotó el protomédico de la Nueva España,

            Francisco Hernández, de quien lo refiere el padre Eusebio, lib. 16,

            Hist. Nat., cap. 4, con que, no degenerando sus acciones de la

            expresión de su nombre en uno y otro, se halló campo bastante para

            formarle su empresa.

                 Pintóse con los adornos imperiales que le eran propios,

            reclinado sobre un mundo que le servía de trono, rodeado de una

            culebra, a que dio mote Ausonio, Edyll. 20: « todo lo encierra», no

            sólo porque esta opinión, de no sé qué Erizzo, referido de Brixiano,

            núm. 132, significa a los reyes y potentados supremos o a sus

            imperios y señoríos, como se conjetura de una moneda del emperador

            Aurello, que refiere Rodolpho Occon, lib. de Numism. Imperat., sino

            para denotar lo mucho que la prudencia abarca que se puede inferir

            de lo que he dicho y diré adelante, o porque siendo la culebra

            símbolo de la eternidad, que es atributo de Dios, según Costalio,

            Pegmat. 76, se reconozca el acierto del profundo Jámblico, cuando

            dijo en Epíst. ad Aphalum: «que si existe una cierta comunidad entre

            nosotros y los dioses, se debe principalmente a esta virtud y por

            ella, en primer lugar, nos asemejamos a aquéllos», y más abajo: «Con

            razón, pues, la prudencia hace a sus poseedores semejantes a los

            dioses». Formándose de los giros con que rodeaba aquel trono los

            ajustados compases que le acomoda Phil. lib. I, Allegor. leg.: «De

            las cuatro virtudes una de ellas es la prudencia, que aquí nombra

            Phisón; da vuelta y a modo de danza vuela sobre la tierra, esto es

            conserva una plácida constitución». Acompañóle el Tiempo, porque le

            ayudó a conseguir el Imperio, según lo de Cicerón, lib. 2, de

            Divinat.: «Nada hay que la distancia del tiempo no pueda hacer». Y

            no sólo le asistía, sino que, pendiente de una cadena que se formó

            de culebras, le ofrecía una corona con este mote: «nudo misterioso o

            secreto», cuya explicación me parece ociosa, cuando nadie ignora la

            necesaria aunque oculta conexión entre la prudencia y el mando.

            Advirtióla el augustísimo emperador Rodulfo cuando eligió por

            símbolo «Prudencia custodia del reino», que refiere Reisn en Symbol.

            Heroic. y que sin violencia se deduce de lo que enseña Platón,

            maestro grande de las mejores políticas, Diálog. de Amicit.: «¿Dudas

            acaso que los atenienses te encomienden la república cuando se den

            cuenta que eres más prudente que otros en esas cosas? No lo dudo».

            Aludió a ello esta décima:

                              Cuando al Imperio se exalta

                        el Príncipe más augusto,

                        le sirve sólo de susto

                        si la prudencia le falta:

                        porque en dignidad tan alta

                        y en tan suprema eminencia,

                        sin que intervenga violencia,

                        la dificultad mayor del tiempo

                        con el favor es triunfo de su prudencia.

               

                 Infiérese, de lo que he dicho, ser tan necesaria en los

            príncipes la prudencia que sin ella no será fácil el conservar el

            imperio; así porque aquélla es el muro más inexpugnable que lo

            defiende, como dijo Antísthenes en Hesych., lib. de Viris Claris, y

            que no calló Laercio, en su vida, lib. 6, cap. I: «que la prudencia

            es un segurísimo muro que nunca cae ni traiciona», como por ser

            hombres aquéllos de quienes se constituye el dominio. Motivo que

            debía no apartar de la memoria lo que dijo San Gregorio Nazianzeno,

            Apolog. I: «Regir al hombre, el animal más inconstante y

            polifacético, me parece que es el arte de las artes y de las

            ciencias».

                 Felicidad digna de los elogios grandes es la posesión de tan

            heroica virtud, por lo que afirma Sófocles en Electra: «No le puede

            acontecer nada mayor ni más útil al hombre que la prudencia...». Y

            si esto es cierto, como sin duda lo es, desde luego pueden formarse

            dilatadísimos panegíricos que inmortalicen la ya experimentada

            prudencia del excelentísimo señor conde de Paredes, marqués de la

            Laguna, nuestro virrey.

               

           

           

           

           

            - VIII -

            Motecohzuma Ilhuicaminan

                 Motecohzuma, que se Interpreta 'señor sañudo', por otro nombre

            Ilhuicaminan, esto es 'el que arroja flechas al cielo', hijo de

            Huitzilíhuitl, rey que fue de México (como en otra parte he dicho),

            era actualmente Tlacateccatl Tlacochcalcatl, o capitán general de

            los ejércitos mexicanos cuando murió ltzcohuatl, a quien por

            elección que de su persona se hizo para que adelantase la grandeza

            del mexicano imperio, que entonces se principiaba, sucedió en el

            gobierno con alegría de todos. Sus virtudes pedían más dilatadas

            noticias que las que publican los que se dedicaron a manifestarlas

            al mundo; y mientras llega la ocasión de que saque yo a luz lo que

            en esta materia con indecible trabajo he libertado a la voracidad de

            los días, juzgo necesario valerme de lo que fray Juan de Torquemada,

            en el lib. 2, de su Monarquía Indiana, escribió de este

            excelentísimo príncipe, y de ello sólo apuntaré lo que a mi

            propósito hiciere.

                 «De las primeras cosas», dice en el cap. 43 del citado libro,

            «en que se ocupó este valeroso rey, fue una hacer templo y casa al

            demonio en un lugar y barrio llamado Huitznahuac, porque debía de

            parecerle que para poder conseguir sus intentos contra las naciones

            que quería sujetar era bien comenzar con algún servicio hecho a sus

            dioses». Y en consecuencia de esto volvió a repetir lo mismo en el

            capítulo 54, con las siguientes palabras: «Fue muy cultor de sus

            ídolos, y amplió el número de ministros, instituyendo algunas otras

            y nuevas ceremonias, como otro Numa Pompilio; mostró grande cuidado

            en la observancia de la idolatría, ley y superstición diabólica y

            vana; edificó un muy gran templo a su dios Huitzilopochitli y

            ofreció innumerables sacrificios en su dedicación, así de hombres

            como de otras cosas, que para este fin se habían reservado». Esto

            propio había ya apuntado el padre José de Acosta en la Historia

            Natural y Moral, lib. 7, cap. 16: «En el culto de sus ídolos no se

            señaló menos, ampliando el número de ministros e instituyendo nuevas

            ceremonias y teniendo observancia extraña en su ley y vana

            superstición. Edificó aquel gran templo a su dios Vitzilipuztli

            (léase Huitzilopochtli) de que en otro libro se hizo mención».

                 Ninguno (o de lo contrario se podrá inferir no tener el juicio

            cabal) me objecionará las citas antecedentes, como si las hubiera

            referido para apoyar los errores que se mencionan en ellas; y hará

            muy bien, pues mirándolas sólo por el viso que tienen de religión,

            me han de servir de motivo para referir los privilegios de la

            cristiana piedad. Erraron los gentiles en el objeto, no en el culto,

            que era lo que les constituía la religión que, de sentencia de

            Cicerón, definió San Agustín, I, 83, qq, q. 31, de este modo: «La

            religión es la virtud que nos presenta el culto y las ceremonias de

            una cierta naturaleza superior, a la que llaman divina». Baste esta

            advertencia aquí para proseguir lo que resta, aunque no era

            necesario para los doctos.

                 A este emperador Motecohzuma Ilhuicaminan sucedió aquel

            espantable caso cuando, dándoles en los llanos de Poyauhtlan una

            campal batalla a sus enemigos los huexotzincas, fue tan grande la

            tempestad de agua y rayos que cayó sobre los contrarios que,

            derrotados éstos con horroroso estrago, consiguió con las armas del

            cielo una feliz victoria. Refiere este suceso Torquemada, lib. 3,

            cap. 12, y aunque confiesa que por la mayor parte puede ser

            fabuloso, por hallarse su memoria en unos cantares que compuso,

            Tecuanitzin, antiguo poeta chichimeco, lo que yo puedo afirmar es

            que, como lo he referido, se ve pintado en unos anales mexicanos que

            originales poseo. Leyéndose así también en un libro manuscrito sin

            nombre de autor, aunque el carácter de su estilo denota haberlo

            compuesto algún indio en lenguaje mexicano de que con fidelidad se

            tradujo, el cual está en mi poder.

                 En alguna manera puede combinarse este suceso con otros que

            refieren las historias sus semejantes, como el de Constantino, rey

            de los escoceses contra el traidor Kennetho, que refiere Hect.

            Boet., lib. II, y el del emperador Theodosio en los Alpes contra el

            tirano Eugenio, de que hacen mención Rufin., lib. 2, cap. 33;

            Sozomeno, lib. 7, cap. 34; y San Agustín, lib. 5, de Civit. Dei.,

            que no olvidó el elocuente Claudiano, Paneg., de 3 Cons. Honor,

            vers. 93: «Por ti cubrió el aquilón desde el monte las filas

            enemigas con frías tempestades, y volvió las arrojadas flechas

            contra los arqueros, y en un torbellino les arrebató las lanzas.

            ¡Oh, muy amado de Dios!, para quien Eolo desencadena desde sus

            antros los duros inviernos, para quien el cielo pelea y los vientos

            todos acuden al son del clarín. Las nieves alpinas enrojecieron,

            etc.». Conque conviene lo que refiere, lib. de Bell. Getic., vers.

            510: « Se dice que los rayos fueron arrojados lejos sobre el

            enemigo».

                 Consecuencia de estos sucesos ha de ser el modo con que, para

            conseguir la humana felicidad, han de tratar los príncipes las

            materias de religión-, porque nadie me negará ser muy verdadero lo

            del grande Pontífice San León a Marciano Augusto, Epíst. 42: «Os

            conocí muy solícitos de la paz eclesiástica; y a esta santa

            solicitud se le concede con digna equidad que la situación que

            vosotros deseáis para la religión, la tengáis igualmente para

            vuestro reino»; como también lo de Horacio, lib. Carm. 3, Od. 6:

            «Los dioses despreciados mandaron muchos males a Hesperia llorosa».

                 Para representarlo a la vista se pintó este rey arrojando al

            cielo una saeta (significación de su nombre) a que acompañaba esta

            letra: «Ibant», y en que se expresó su piedad. Dame la comprobación

            San Ambrosio, lib. de Viduis, donde llamó saetas a las oraciones que

            se dirigen a Dios, y en que éstas se transforman para triunfar de

            los enemigos: «La oración, aunque más lejos, como la flecha, hiere;

            la flecha no sólo llega al adversario que está cerca, la oración

            también vulnera al enemigo que se encuentra lejos». Y San Paulín,

            Epíst. I, ad Victricium, donde las llama arco, que es con el que

            aquéllas se impelen: «Que no nos convirtamos en arco perverso,

            cuanto tú tiendes por nosotros el arco de la oración».

                 Estaba allí inmediata una ara o altar, cuyas llamas se

            escondían entre las nubes, con el mismo mote de la saeta: «Ibant», y

            de entre aquéllas, que era la parte adonde ésta se dirigía sobre

            algunas tropas de gente derrotada, se dejaba precipitar una

            tempestad horrorosa de formidables rayos con esta inscripción: «Y

            volvían a semejanza de un relámpago», Ezequiel, cap. I, vers. 14. En

            parte a propósito se acomodó este epigrama:

                           Sagradas ardientes flechas

                           con piadosas intenciones

                           son armas las oraciones

                           que al cielo suben derechas.

                        Con estas armas no dudo

                           que quien las previene fiel

                        tiene con Dios buen cuartel,

                        y en ellas tiene su escudo.

               

                 Que en el altar se signifique la religión ¿quién no lo sabe?,

            como también lo que dice Farnes, lib. 2, de Simulachro Reip., cap.

            2, que «se llamaba 'hostia' aquélla que se inmolaba a Dios para

            vencer al enemigo». Y si los príncipes por razón de su puesto se

            hallan acechados no sólo de los enemigos manifiestos que los

            amenazan sino de los domésticos y ocultos que los censuran, ¿cómo

            podrán librarse de tan notorios y vehementísimos riesgos, si no es

            por los medios de la piedad con que la religión los asegura?. Que a

            mi propósito Casiodoro, lib. 8, Epíst. 26: «Aquéllos a quienes el

            cielo protege no pueden tener enemigos felices»; y esto no por otra

            razón que por la estrecheza con que se acercan a Dios los príncipes,

            cuando le rinden veneraciones y culto es el sentir de San Synes.,

            orat. de Regno: «La Divinidad no es algo ajeno a la razón de un

            príncipe religioso el alegrarse en su culto y veneración, el

            conciliar consigo mismo, por cierta necesidad, sus arcanos». De que

            se deduce el que por esta inmediación con que se le acerca repute

            Dios, como suyos, los agravios que contra aquéllos se intentan,

            retornando por las oraciones con que lo invocan los rayos de su

            justicia que los defiendan. Ya lo previno Su Divina Majestad, por

            San Pablo, ad Rom., cap. 2, vers. 19: «A mí me corresponde la

            venganza y el pago», de que se hallan muchos concordantes en la

            Escritura.

                 Comprobación ilustre de este dictamen son las victorias que

            consiguió de la mano de Dios el pueblo de los israelitas al

            introducirse en la Tierra de Promisión; de él dijo Orig., hom 13, in

            Num.: «Pelean con la boca y los labios, y tienen armas en las

            palabras y en las oraciones». Hacer esto es asegurar la felicidad

            del imperio, como lo contrario exponerse a la perdición y a la

            ruina: «La oración constante es enfermedad del enemigo. Por lo

            demás, vuelve las flechas contra sí, quien no fatiga al enemigo con

            la instancia de la oración», dijo San Chrisost., Serm. de Moysé.

                 Premisas de que se deduce una consecuencia gloriosa deben ser

            estas razones en nuestra estima, pues militando el cielo, para que

            triunfen las españolas armas de las que se les oponen en esta

            América, se infiere ser por mérito de la religión y piedad de los

            que arbitran en el gobierno. ¿Quién ignora la presteza y felicidad

            inaudita con que, en este mismo año de mil seis cientos y ochenta,

            gobernando esta Nueva España el excelentísimo señor maestro don fray

            Payo de Ribera Enríquez, disponiendo los medios don Antonio de

            Layseca y Alvarado, gobernador y capitán general de la provincia de

            Yucatán, y siendo cabo de las pequeñas embarcaciones que para esto

            se previnieron el capitán Pedro de Castro, fue desalojado el pirata

            inglés de lo que tenía usurpado en la laguna de Términos, que

            llamaron los antiguos Xicalanco, y pertenece a la provincia de

            Tabasco, desde donde infestando los mares turbaba la seguridad del

            comercio? Pero siendo tan débiles nuestras fuerzas y las del

            contrario poderosas, sería la razón potísima de oprimirlos la que

            advirtió Casiodoro: «Aquéllos a quienes el cielo protege no pueden

            tener enemigos felices».

                 Al pasar por un iglesia que profanaron con impiedad los

            herejes, oyeron nuestros soldados músicas celestiales que les

            antecedieron en el camino por muchas leguas, como consta de

            información plenísima que de ello se hizo. No fue prenuncio de la

            victoria la concertada música, sino armas que consiguieron el

            triunfo. Ya se vio esto otra vez en la derrota de Sisara, cuando

            «las estrellas, permaneciendo ordenadas y en su curso, pelearon

            contra Sisara», Jud., cap. 5, vers. 20; y si el orden que aquí

            observaron fue el de la armonía que advirtió en ellas Licencio, a

            quien se refiere San Agustín, Epíst. 39: «Adaptó música a los

            cielos, y mandó ejecutar sonoras melodías...».

                 Advertirse ahora la música fue lo mismo que si peleasen

            estrellas, así por lo que tengo dicho como por ser vecinas del

            cielo, de donde vino el auxilio, como el efecto y las circunstancias

            lo arguyen. Y si, parafraseando el versículo 37 del capítulo 38 Job,

            preguntare San Agustín: «¿quién inclinó los instrumentos del cielo

            hacia la tierra?», responderé que la religiosa piedad, de quien en

            esta ocasión nos gobernaba, a quien pudo repetirle Claudiano: «¡Oh

            amado en demasía por Dios..., para quien el cielo pelea».

                 Lo mismo debemos esperar que obtendrá el excelentísimo señor

            marqués de la Laguna en el tiempo de su gobierno, cuando con actos

            tan repetidos de que se admira y edifica el pueblo califica su

            religión, dando a todos ejemplos no vulgares de su cristiana piedad.

                       

           

           

           

            - IX -

            Axayacatzin

                 La grandeza del mexicano imperio, a que dio origen la prudencia

            en el emperador ltzcohuatl y cuyos progresos se debieron a la piedad

            de Motecohzuma Ilhuicaminan, necesitaba para su conservación de la

            fortaleza que se admiró entonces en Axayacatzin y con que se

            hermoseó ahora la portada triunfal de que voy hablando. Debióle a

            esta virtud el que en la elección de emperador, que por muerte de

            Motecohzuma hicieron los mexicanos, fuese preferido a los hijos que

            éste dejó, siéndolo él de Tezozomoc, caballero ilustre de México,

            como tengo insinuado en otra parte.

                 Cuál fuese esta fortaleza de Axayacatzin se ha de inferir, o de

            lo que dijo Cicerón, lib. 4, Tusc. quaest., donde afirma que es «la

            ciencia de las cosas que deben llevarse a fin, o la afección del

            alma a padecer y sobrellevar, obedeciendo sin temor, a la ley

            suprema», o de los de Arist., lib. 3, Ethic., que la define así: «Es

            la fortaleza la agresión de lo terrible cuando la muerte es

            inminente para salvar el bien común».

                 Sus acciones, que se midieron con esta regia, y la

            significación de su nombre, contribuyeron lo necesario para la

            formación de su empresa. Porque Axayacatzin es lo propio que 'cara'

            o 'rostro cercado de agua'; y si en las aguas se simbolizan las

            calamidades, las penas y los trabajos, por lo que de Pierio, lib.

            38, refiere Brixan., en Comment. Symbol., verb. aqua, núm. 28: «La

            causa por la que el agua simboliza las mayores calamidades, es ésta:

            que los demás peligros y caídas sólo dañan una parte del cuerpo; el

            agua, por el contrario, envuelve el cuerpo por todas sus partes y lo

            daña todo».

                 Bien le convino este nombre en lo que toleró, así en la

            rebelión de su cuñado Moquihuix, señor de Tlatelolco, como en

            continuas guerras donde, según Torquemada, lib. 2, cap. 55: «El

            primero que salía delante de su campo era el mismo rey, desafiando a

            sus contrarios», de que se originó, según mi manuscrito, cap. 50,

            fol. 63, el que en la batalla de Matlalzinco, peleando de persona a

            persona con el valeroso Cuetzpal, recibiese una herida de que quedó

            cojo, no siendo ésta la única con que le calificó su intrepitud y

            valor, cuando pudieran los confines del reino de Michhuacán publicar

            las que por dilatar el nombre mexicano le hermosearon el cuerpo y le

            inmortalizaron su fama, que es la que aquí celebro.

                 De esta manera mantuvo el mexicano imperio, y se pintó en el

            lienzo que le pertenecía de esta manera: veíase inclinado,

            sustentando sobre sus hombros un mundo, y allí inmediata coronándolo

            la fortaleza en cuya columna se pintó el nombre de Axayacatzin,

            según su interpretación. En lo superior se leía: «Virorum praemia

            fortium», que se tomó de Homero, Odys., 7, y en lo inferior se

            escribió la siguiente décima:

                              De contrarios combatido,

                        al pecho más esforzado

                        que siendo siempre asaltado

                        jamás se advirtió vencido;

                        si en los hombros substenido

                        tuvo un mundo, y su grandeza

                        manteniendo con firmeza

                        todo el Orbe Mexicano,

                        es justo que de su mano

                        lo premie la Fortaleza.

               

                 Dije bien que de justicia le debía la corona la fortaleza,

            porque sé lo que dijo el erudito Carlos Paschal., lib. 6 de Coronis,

            cap. 2: «Según costumbre antigua, sólo será coronado el que venciere

            peleando». No siendo menos decente el motivo que en la explicación

            se propone, pues en él se le vinculó su fortuna, a que debió la

            gloria de sus acciones; siendo también el estímulo que le facilitó

            las empresas con que ilustró sus memorias contra las sombras del

            tiempo. Lo primero es como aforismo de Cornello Tácito, lib. 18,

            Ann.: «Con frecuencia, la injuria deja el lugar a mayor fortuna». Lo

            segundo es no sólo discurso del padre Eusebio Nieremberg, de Arte

            Volunt., lib. I, cap. 34: «El ardor de la mente, concentrado en sí

            mismo, irritado, se enciende más cuando se ve envuelto por las

            adversidades...», sino sentencia del elocuente padre San Gregorio

            Nazianzeno, Orat. in Max.: «Posee tanta fortaleza la virtud, que se

            torna más clara cuando se le ataca».

                 Y aun cuando las penalidades, que son objeto de la fortaleza y

            consecuencias del mando, no obtuvieran otro premio que el que

            asegura Séneca en Herc. Furent.: «negarás que es miserable al que

            hayas contemplado fuerte»; debieran no despreciarse, cuanto y más

            transformándose en coronas, como lo afirma San Ambrosio, lib. 2, de

            Abrah., cap. 4: «Las aflicciones son corona para el varón fuerte».

            No sólo por esta razón, y por lo que dijo Orígenes, lib. I, en Job:

            «Los emperadores que obtuvieron victorias reciben la corona no

            estando de pie sino cuando, inclinados, adoran», se pintó inclinado,

            sino para indicar cuánta es la gravedad del Imperio, que no sólo a

            él sino a todos los superiores oprime. ¡Con qué agudeza lo dijo

            Séneca!, cap. 2, de Brevit. Vitae: «Entre carga y honor, no

            solamente hay semejanza de voz, sino una expresa verdad de la misma

            realidad». Mucho mejor lo propuso San Gregorio, lib. 9, Moral, cap.

            10, y con las suyas terminaré mis palabras: «Cada quien está

            obligado a llevar el peso de tantas cosas, según el poder que tiene

            en el mundo; de allí que, el príncipe de la tierra, no

            inconsecuentemente sea llamado en griego Basileus.: laos significa

            'pueblo', por lo tanto, el Basileus es llamado Basilau, porque el

            mismo que lo rige firmemente, movido por el peso de su poder, ése

            mismo lleva sobre sus hombros al pueblo».

                         

           

           

           

            - X -

            Tizoctzin

                 Nunca más bien empleó la retórica sus hipérboles que cuando los

            forma para elogiar a la paz; de ella dijo San Agustín, Serm. 57 de

            Verb. Domini, que era: «La serenidad de la mente, la tranquilidad

            del alma, la simplicidad del corazón, el vínculo del amor, el

            consorcio de la caridad. Ella quita las enemistades, frena las

            guerras, apacigua las iras, pisotea a los soberbios, ama a los

            humildes, calma las discordias, pone de acuerdo a los enemigos, a

            todos les es agradable, no sabe ser exaltada, no sabe inflarse, el

            que la posee recibe, etc.». Y con no menos energía se la prometió

            Dios a la Católica Iglesia por boca de su profeta Isaías, cap. 32,

            vers. 17: «La obra de la justicia será la paz y el fruto de la

            justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre. Así mi pueblo

            morará en mansión de paz, en moradas seguras y en apacibles lugares

            de reposo».

                 No hablo aquí precisamente de la paz en cuanto se contrapone a

            la guerra, sino con el modo con que se explicó Farnes., lib. 3 de

            Simulac. Reip., fol. 96: «Cuando hablo de la paz, entiendo la unión

            de todas las virtudes, pues en el sacrosanto nombre de 'paz', nada

            que sea torpe puede estar escondido», que es casi el mismo con que

            la definió Santo Tomás, I, 2 quaest. 70, art. 3: «Paz, en griego

            Irene, es la tranquilidad del orden, principalmente en la voluntad.

                 Bien tenía reconocido todo esto Tizoc, emperador de los

            mexicanos, según se infiere de lo que de él dice Torquemada, lib. 2,

            cap. 60, y de lo que le murmura Acosta, lib. 7, cap. 17, de donde se

            origina la controversia de si sus mismos vasallos, gente belicosa y

            sangrienta, le quitaron la vida por ser pacífico, o si se le deba

            atribuir a Techotiala, señor, de Itztapalapan, esta impiedad. Sea de

            esto lo que quisieren, lo que yo puedo afirmar es que en varios

            cantares mexicanos antiguos se le da renombre de pacífico y quieto.

            Y que no fuera timidez de su natural, se hace evidente sabiéndose

            haber sido antes de su elección Tlacateccatl o capitán general, como

            se puede ver en Torquemada en el lugar citado; conque bien se le

            pudo acomodar, por esto y por lo primero, lo que a Trajano le dijo

            Plinio en Panegyr.: «Tanto más se puede enaltecer tu moderación en

            cuanto que, no habiendo sido educado en alabanzas bélicas, amas la

            paz». Razón que le sirvió también a Propert., lib. 2, Eleg. 16, para

            alabar al César: «Esta virtud es del César y esta gloria es también

            suya: enterró las armas con la misma mano con la cual venció».

                 En el tablero que a este emperador pertenecía, se pintó la paz

            y la guerra, ésta con el traje de la discordia, ocupándose las manos

            con instrumentos militares, como aquélla las suyas con una lira,

            símbolo de la concordia, y con palmas y coronas de olivos y de

            laureles. Apartábase Tizoc de aquélla con ligerísimos pasos,

            acercándose a ésta por entre un zarzal, cuyas espinas le taladraban

            los pies y piernas, que se veían llenas de heridas. Miróse en esto a

            dos cosas:

            la una, significar el nombre de Tizoc, que en las pinturas mexicanas

            se expresa con una pierna traspasada de una saeta, la otra verificar

            el dicho de San Gregorio Niseno, homil. de Nativit. Christ., que

            para que la paz seconsiga es necesario haber precedido espinas que

            la defiendan, y con que se lastime quien se le acerca. «Paz en la

            tierra; la que antes era desierto lleno de espinas y de cardos, que

            era destierro de condenados, región de guerra, recibió la paz». A

            que se pudiera añadir lo de Aristófanes en Vespis: «Pisas cosas

            duras, y buscas la comodidad de los ciudadanos en hermosas heridas».

            Pero con mejor texto se le dio alma a esta empresa, y se tomó de

            Isaías, cap. 52, vers. 7: «Hermosos son los pies de los que

            evangelizan la paz». Algo de lo que he dicho se apuntó en la

            siguiente octava en que, como en todos los demás versos que

            sirvieron de explicar las empresas, se afectó la llaneza y claridad

            que en ellos se advierte, lo cual por justos respectos es necesario

            advertir, para que nadie ignore haber sido hecho de estudio:

                              No la discordia, de rigor armada,

                        suspendió mi atención, cuando aplaudido

                        de la cándida paz, vi asegurada

                        la eternidad, que me construye nido;

                        Fénix entre rigores abrasada fue mi piedad,

                        y en ella he merecido que espinas,

                        que embarazan mis historias,

                        culto sean, padrón de mis memorias.

               

                 La paz que para los suyos solicita México en esta empresa, por

            medio del excelentísimo señor marqués de la Laguna, es la que

            Beyerlinck in Theat., lib. P, pág. 138, define así: «La mejor y

            plena definición de la paz, cuando hablamos de ella, consiste en que

            haya cierta concordia del alma con Dios, consigo misma, y con el

            prójimo». Y pues nadie ignora que con esta paz se verifica lo de

            Prudent. en Psychomach.: «Alumbran las estrellas en paz; las cosas

            terrestres se encuentran en paz: nada hay agradable sin la paz con

            Dios».

                 Esto me excusa el que de propósito la califique con mis

            elogios, que terminaré con San Agustín en Psalm. 147: «Dirijamos

            todas las alabanzas de la paz a aquella patria de la paz; allí la

            alabaremos plenamente, cuando plenamente la poseamos».

                         

           

           

           

            - XI -

            Ahuitzotl

                 Nadie mejor que el eruditísimo J. C. Henrico Farnesio, lib. I,

            de Simulac, Rep., Panegyr 3, cap. 2, alabó la dignidad sobre

            excelente del consejo, cuyos estudios venero, pues a ellos debo el

            que me sirvan de realce con que se hermosee esta empresa; y si sólo

            a la sabiduría se le permite el darlo, conociendo desde luego mi

            insuficiencia, no haré aquí ahora cosa sino lo que puedo, que es

            ofrecerlo. «Nohay nada más saludable para la república que el

            consejo; muchos ciertamente lo pueden ofrecer, pero sólo el

            verdadero sabio lo da», dijo en el lugar que he citado, y con

            cultísima elegancia, después de algunas razones, prosiguió así: «No

            encuentro nada más útil en la utilidad de las cosas ni nada más

            honesto en la honestidad que el consejo». Excusan de hipérbole a

            esta sentencia las repetidas comprobaciones de su verdad, y no menos

            se califica ésta en lo que añade después: «Los hechos grandes de la

            república no se logran ni con el dinero, ni con las armas, ni con el

            esfuerzo, sólo con el consejo; el que con él cae, en todo cae».

                 Experimentóla muy a su costa y con universal estrago de esta

            entonces populosísima ciudad de México el emperador Ahultzoti, a

            quien la etimología e interpretación de su nombre parece que le

            tenían prevenido el fracaso en que lo puso su confidencia; porque

            Ahuitzotl significa cierto animal palustre, que corresponde a la

            nutria.

                 Juzgó que se ilustraría más su ciudad si se traía a ella el

            agua de Acuecuexatl, fuente copiosa de ella, en los términos de

            Huitzilopochco y de Coyohuacán; y aunque le propuso varios

            inconvenientes Tzotzomatzin, señor de aquesta ciudad, no sirvieron

            de otra cosa que de acortarle la vida, consiguiendo Ahultzoti lo que

            pretendía. Refiere este caso Acosta, lib. 7, cap. 19, y de la misma

            manera sus trasladadores Henrico Martínez y Antonio de Herrera,

            Torquemada, lib. 2, cap. 67, y mi manuscrito en los capítulos 81 y

            82, con muy menudas circunstancias. Y que esta determinación fuese

            suya y no de los mexicanos, se afirma aquí, fol. 112: « Donde

            algunos días le vino en pensamiento al Ahuitzotl de hacer traer el

            agua que llaman, Acuecuexatl de Coyohuacan,.». Lo mismo dice

            Torquemada, olvidándose de haberlo dicho veinte renglones antes:

            «Con esta turbación, que las aguas le causaban, bien arrepentido de

            haberlas traído, &c.».

                 Los efectos de su acelerada determinación fueron inundarse la

            ciudad tan lastimosamente, como lo significan algunos cantares

            mexicanos que lo recuerdan, originándose de ello la muerte al

            emperador Ahuitzotl, en que los autores convienen.

                 Manifestóse a la vista de todos este caso, pintándose anegada

            la ciudad de México y naufragando Ahultzotl en las aguas. Declaraba

            él mismo la pena de su inadvertencia con este mote: «Entraron las

            aguas hasta mi alma», Salmo 68. A la orilla estaban algunos

            ancianos, cuyas acciones indicaban el que consultaban algo, y en su

            medio la Sabiduría con todas las insignias del consejo que refiere

            Laurentio Beyerlinck, lib. C, pág. 420, y Farnesio, cap. 8, dándole

            la mano a Ahuitzotl para sacarlo del riesgo. El epígrafe fue: «Yo,

            la Sabiduría, habito en los consejos», Prov., cap. 8, vers. 12, y

            esta décima, la que apuntó algo de lo que aquí se refiere:

                              Quien al dictamen mejor

                        se opone, con resistencia,

                        a impulsos de su imprudencia

                        naufraga en su mismo error;

                        culto, elegante primor

                        con recíproco reflejo,

                        demuestra este mudo espejo

                        que lo que en sí se afianza

                        si lo erró la desconfianza

                        lo ha de dorar el consejo.

               

                 Bien lo dice Farnesio: «El que cae con el consejo, en todo

            cae», con que concuerda, en el cap. 7: «Toda ruina de fortuna es

            ajena al consejo». A estas calamidades se expone el príncipe cuando

            se arroja a empresas grandes, sin que las prevenga el consejo,

            porque sólo Dios es el que sin necesidad de éste lo acierta todo.

            «Que sólo Dios se basta a sí mismo», dijo con elegancia San Synes.,

            Orat. de Regn., y que su naturaleza es eterna, la cual está sobre

            todo aquello que dice sujeción. Pero, para el hombre de mando y para

            muchos hombres de esta condición, su naturaleza no les basta para la

            consideración de cualquier cosa». Y si no hay más modo para remediar

            esta falta que valerse del consejo, como dice Rabi Illel en

            Pirke-Auoth, cap. 2: «El que multiplica el consejo, multiplica la

            inteligencia», concordando con Eurípides en Iphig.: «El príncipe

            sabio, en trato con sabios».

                 ¿Qué superior, qué magistrado, qué príncipe habrá, que deje de

            adelantar su prudencia solo con atender a la de otros? «Es tan

            grande e infinita la prudencia que nadie la alcanza, si no la busca

            necesariamente por sí o por otros», dijo el Rey Athalarico, en pluma

            del discretísimo Casiod., lib 8, Variar., Epíst. 91 y después de

            estas razones, como si no bastaran, propone su dictamen que ojalá

            sirva a las acciones de los príncipes de modelo: «Los reyes maduros

            frecuentemente la toman como solaz en los cuidados, y son tenidos en

            más, cuando no presumen ellos solos de hacerlo todo».

                 De aquí se originó a México el daño y a Ahuitzotl la muerte,

            pero atices de ella dice Torquemada, cap. 67: «Quiso favorecerse de

            Nezahualpilli, rey de Tezcoco, y le pidió le diese alguna traza para

            el agua». Mi manuscrito, fol. 114: «venido, que vino Nezahualpilli,

            consultóle el trabajo presente del agua Acuecuexatl yxochca atlytlil

            atl»; y, más abajo: dijo Nezahualpilli: ahora, señor, ¿os quejáis y

            teméis?, no sé mirar adelante este inconveniente, pues de ello

            fuisteis avisado Tzotzorria». Con esta acción remedió Ahultzotl en

            algo su desacierto, y la misma es necesaria. Pero si le di título de

            espejo a esta empresa, no quiero manosearla, porque no se empañe o

            porque no se quiebre.

                           

           

           

           

            - XII -

            Motecohzuma Xocoyotzin

                 Sujeto dignamente merecedor de mejor fortuna que la que en su

            mayor soberanía lo despojó del imperio y lo privó de la vida es el

            que con lo heroica de sus virtudes conseguirá en esta empresa la

            perpetuidad de su agradable memoria, para que siempre se aplauda por

            la obligación en que todos se hallan de elogiar lo que de su

            naturaleza es glorioso.

                 De Motecohzuma es de quien hablo, segundo de este nombre, y a

            quien para distinguirlo de Motecohzuma Ilhuicaminan llamaron sus

            mexicanos Xocoyotzín. La grandeza de sus virtudes y acciones obligó

            a Bernal Díaz del Castillo a que, en varias partes de su Conquista

            de la Nueva España, las refiriese, cuando pudiera haberlas callado

            por cohonestar otras cosas. Dilátanse en ellas mucho el padre José

            de Acosta, Antonio de Herrera, fray Juan de Torquemada, y con

            singularidades curiosísimas mi manuscrito citado, cuyas autoridades

            omitiré por no verme obligado a formar de ellas un libro entero,

            pero no diré cosa que en ellos no se digan.

                 Su nombre, como ya dije, se interpreta 'señor sañudo', y aunque

            por conservar la soberanía del puesto le obligaba su dignidad a que

            todos le rindiesen veneración, también sabía, sin que aquélla se lo

            disminuyese, vulgarizarse, para que todos gozasen los efectos de su

            cariño, como allá lo practicó el emperador Tito, de quien dice

            Suetonio, cap. 8: frecuentemente con el pueblo, como se cuenta, hizo

            gracias con la voz y el gesto, salva la majestad y la equidad». Y

            Cornelio Tácito, lib. 5, Hist.: «Provocando al deber con sus buenas

            maneras y con sus palabras y frecuentemente mezclado en la tropa con

            el soldado raso, permaneciendo intacto su honor de capitán». Del

            grande Theodosio afirmó lo mismo Claudiano, Panegyr. de 6 Consul.

            Honor.: «Cuando se comportaba como un ciudadano, sin temor,

            inspirándose en los mejores ejemplos, soportaba con la plebe los

            chistes mutuos y las peleas predilectas, y con frecuencia visitaba

            las casas patricias y las privadas, depuesto el fasto de su

            dignidad». No se ultraje la majestad, por inclinarla tal vez antes

            sí se hace venerable con lo obsequioso, y más si les sucede a los

            príncipes lo que de Trajano alabó Plinio en Panegyr.: «Cualquiera

            que se acerca se adhiere a tu costado, y el pudor de cada quien pone

            fin a tu conversación y no tu soberbia».

                 Aunque esta virtud que tuvo Motecohzuma en excelente grado

            pudiera servirme en esta empresa de asunto, me arrebata la pluma lo

            que dice Torquemada, lib. 4, cap. 52, a quien ya es fuerza citar:

            «Era este rey con los castellanos (teníanlo entonces prisionero en

            su palacio mismo) tan afable y amoroso que jamás pasó día en que no

            hiciese merced a alguno». Y en la columna siguiente: «se mostraba

            generoso Motecohzuma y daba mucho más de lo que se le pedía, porque

            era naturalmente dadivoso», y más abajo: «jugaba muchas veces al

            bodoque con Cortés y Pedro de Alvarado... y holgábase las más veces

            de perder por tener ocasión de dar». Hacía bien el grande monarca,

            pues lo contrario es indicio evidente no sólo de poca grandeza sino

            de esclavitud, con que los que debían ser libres se sujetan a la

            irrisión. Con qué lindas palabras lo dice el Chrisolog., Serm. 23:

            «El poder regio no admite el culto plebeyo; el honor augusto no se

            confiere sino con diadema y púrpura; debe, pues, arrojar el hábito

            de siervo quien se cree rey divinamente ungido». Y, pues, los

            príncipes no tienen otra cosa que más los inmortalice que la

            liberalidad y magnificencia, como dice Séneca en Maed. Act. 2: «Esto

            tienen los reyes de magnífico y de grande, que ningún día les

            arrebata el ayudar a los miserables».

                 Sea ésta de la que ahora Motecuhzoma se recomiende, de la misma

            manera que en el arco se le expresa, que fue así: estaba adornado de

            imperiales y riquísimas vestiduras, sacando de la boca de un león

            muchas perlas, mucha plata, mucho oro, que esparcía por todas

            partes, con esta letra: «De lo fuerte, la dulcedumbre», Jud., cap.

            14, vers. 14. No son muy apetecidos los sinsabores y amarguras de la

            pobreza. En el cielo ocupaba el sol el signo de león, derramando

            abundantes rayos de luz sobre la tierra; el mote «No de otra

            manera», y la explicación esta décima:

                              Este monarca absoluto,

                        que con la mano y el ceño

                        se supo hacer alto dueño

                        del occidental tributo;

                        como en el celeste bruto

                        que debe al sol majestad,

                        sin que la benignidad

                        le minorase la alteza,

                        de su misma fortaleza

                        se forjó su suavidad.

                

                 Si alguno ignorare ser el león expresivo de la ira, del enojo,

            y de lo sañudo, lea a San Clemente Alejandrino, lib. 5, Strom, a

            Sebastián Erizzo en sus Símbolos, y a Brixiano en sus Comentarios,

            como también a Pierio en los Hieroglyphicos, lib. I, donde se verá

            cómo lo es también de la magnanimidad, de la liberalidad y

            beneficencia, prendas, unas y otras, de que se forman los príncipes;

            y porque en la Sagrada Escritura se equivocan éstos con los leones:

            jeremías, cap. 2, vers. 5: «sobre él rugen los leones»; el Caldeo:

            «contra él claman los reyes»; Isaías, cap. 35, vers. 9: «no había

            allí un león»; Caldeo: «no había allí un rey»; Jeremías, cap. 4,

            vers. 7: «salió el león de su cubil»; Caldeo: «emigró el rey de su

            castillo». Estos son los leones de la tierra, como el del cielo,

            vertical signo de México, por tener tanta declinación cuanta es la

            latitud de esta ciudad, causa de que, ocupándolo el sol en su mayor

            encumbre, lo ilustre todo.

                 Por lo uno y por lo otro bien conviene con el león Motecohzuma,

            así en la significación de su nombre como en lo literal de sus manos

            y en la universalidad de susacciones magníficas, cuando podía decir

            con Casiod., lib. 6, Epíst. 2: «Las dignidadesproceden de nosotros,

            como del sol los rayos». Y siendo aquí en México su expresivo el

            león, su obra fue como el sol cuando ilustra a México desde este

            signo. Motivo porque se le podía aplicar lo de Plinio a Trajano en

            Panegyr.: «Al mismo tiempo todo lo llenaste; como el sol y el día,

            no con una parte solamente, sino todo al mismo tiempo; y no a uno o

            a otro, sino a todos simultáneamente»; circunstancia tan necesaria

            en los príncipes que volvió a repetirla Casiodoro, lib. 8, Epíst.

            24: «Aunque sea conveniente que reluzca todos los días, con el sol,

            la regla munificencia, y que obre algo continuamente. con lo que

            aparezca la largueza del príncipe...». Y como es imposible que deje

            de ilustrar plenamente a esta ciudad el sol, cuando se halla en el

            celeste león, así Motecohzuma y cuantos príncipes le sucedieren en

            el gobierno tuvo y tienen obligación de ejecutarlo para merecer este

            nombre, sin que por ello se les disminuya la grandeza. «Estando el

            príncipe dotado de liberalidad para obrar el bien, no por eso ha de

            cansarse» como no se cansa el sol difundiendo sus rayos sobre los

            hombres y los animales; antes bien, el brillar, para él, no es

            trabajoso puesto que en su naturaleza se encuentra el esplendor y la

            fuente misma de la luz», dijo San Synes., Orat. de Regn.

                 Con nada mejor que con el premio resplandecen las manos de los

            príncipes, según lo de Hildebert. Caenom., Epíst. 3: «Sabe lucir más

            su regia mano con el don que con el cetro», y para ello no es

            necesario el que hagan lo que de Trajano reconilenda Plinio: «nada

            tengo que alabar más en tu liberalidad que la distribución que haces

            de lo tuyo». Mucho sobra a los principes para beneficiar a los

            beneméritos, y sólo entonces será su distribución alabada, cuando

            para ella se advierte lo de Casiodoro, lib. I, Epíst. 7: «Es injusto

            que, de quienes tienen igual derecho a unos mismos bienes, algunos

            naden en la abundancia mientras otros gimen en la estrechez de la

            pobreza».

                 Consejo es que se le debe también al elocuente San Jerónimo, en

            cap. 6, Epíst. ad Galat., comprobado con la misma naturaleza del sol

            que contribuyó en algo para esta empresa, como regla que es

            indefectible de esta verdad: «Nadie diga al dar: aquél es mi amigo,

            a éste no lo conozco, éste debe recibir, aquél debe ser despreciado;

            por el contrario, dice San Pablo, hay que imitar al Padre celestial

            que hace salir el sol sobre los buenos y los malos» y hace llover

            sobre los justos y los injustos. La fuente de la bondad está abierta

            para todos; siervo y libre, plebeyo y rey, rico y pobre, beban

            igualmente de ella. Cuando una luz se enciende en la casa,

            igualmente ilumina a todos».

                           

           

           

           

            - XIII -

            Cuitlahuatzin

                 Cuitlahuatzín, hermano mayor del grande emperador Motecohzuma,

            tomó en sí la gobernación del imperio, por las razones que apunta

            Bernal Díaz del Castillo en la Conquista de la Nueva España, cap.

            126. Resolución tan magnánima cuanto lo es empeñarse en defender la

            libertad y la patria en la ocasión en que se teme su ruina: «Está de

            acuerdo con la razón y con una prudente habilidad que los que aman a

            la patria procuren su salvación», dijo Estobeo, Serm. 37. Era el

            riesgo a que se arrojaba tanto mayor cuanto era grande la fortuna

            del ínclito capitán Fernando Cortés, a quien se oponia, y mucho más

            estimable en el aprecio de todos la vida de Motecohzuma, que con

            esta acción peligraba entre sus contrarios. Pero, como quiera que la

            resolución de la audacia suele servir de prólogo de la dicha» según

            Demócrito, in Epist.: «La audacia es el principio de la acción; por

            el contrario, la fortuna tiene dominio sobre el fin que, con

            frecuencia, la prosperidad posee».

                 Como si a él le dijera Virgilio, 6 Aeneid.: «no cedas ante los

            males, sino que más animosamente ve contra ellos», antepuso lo que

            le parecía razón a lo que le pudieron objecionar de temeridad,

            porque verdaderamente siempre falta ésta donde aquélla sobra, y

            consiguió (aunque a costa de la vida de su infeliz hermano) expeler

            a los españoles de su ciudad, derrotándolos en la memorable noche

            triste del día diez de julio del año de mil quinientos veinte.

                 Pintóse este suceso en el país del tablero que le pertenecía, y

            en su primer distancia se veía a Cuirtlahuatzin con una vestidura

            llena de manos, imitando al grande Alejandro en la acción de romper

            los nudos de las coyundas de Gordio, padre de Midas, según de él lo

            refiere Sabelico, lib. 4, Enneadar. 4. El mote, que pareció

            proporcionado, fue: «Rompe la dificultad», y todo lo que de esto

            pudo decirse, lo comprehendió este epigrama:

                              Cuando mira la equidad

                        difícil la ejecución,

                        la misma resolución

                        rompe la dificultad;

                        que ceguedades en calmas

                        de dificultad no importan,

                        pues las manos que las cortan

                        traen a su príncipe en palmas.

               

                 No fue tan generosa acción argumento sólo de la magnanimidad de

            su esfuerzo, aunque dice Píndaro en Pithiis: «un gran peligro no

            admite un varón cobarde», sino modelo por donde los príncipes han de

            disponer sus acciones en semejantes lances para conseguir la

            felicidad del acierto, según lo de Eurípides, en Estobeo, Serm. 49:

            «Hay que atreverse; pues, el trabajo oportuno acarrea mucha

            felicidad a los hombres», y má siendo tan precisa en esto su

            obligación, cuanto es el empeño a que los estimulan la celsitud de

            su grandeza, conque no sólo deben mantener a los súbditos sino

            eximirlos de los riesgos que pueden peligrar por las violencias

            extrañas.

                           - XIV -

            Cuauhtemoc

                 Una águila volando sobre la cabeza de Marciano y de allí

            remontándose a lo sublime fue pronóstico que le previno el imperio,

            refiérelo Baronio, tom. 5, Annal.. anno 431; y otra águila,

            precipitándose de lo más excelso, fue presagio de la ruina del

            imperio mexicano. Perdiólo Cuauhtémoc, que suena lo mismo que

            'águila que cae' o 'se precipita', y lo perdió necesitando del

            estrago y de la violencia, tan nimiamente grande cuanto es horroroso

            lo que puede leerse en Bernal Díaz, cap. 156, fol. 156; no causando

            menos admiración lo que de su constancia augusta, combatida de

            tantos pero no vencida de alguno, refiere Torquemada, a los fines

            del lib. 4 de su Monarquía.conque nunca más bien que entonces

            consiguió de rey y de emperador el glorioso título, por lo que

            previno Séneca in OEdip., Act. I: «Pienso que es digno de un rey

            sostenerse en las adversidades, y cuanto más dudosa es la situación

            y su imperio decadente se desmorone, con tanta mayor tenacidad el

            fuerte debe permanecer en el lugar que le corresponde». Que es

            también el sentimiento de San Ambrosio en Epíst. ad Simplic.: «El

            príncipe no es abatido por el miedo» no se muda su poder, no se

            ensoberbece en la prosperidad, no se hunde en los momentos tristes;

            donde hay sabiduría, allí hay fuerza de espíritu y constancia y

            fortaleza»; corroborado, también, de San Prosper. Epig. 33: «El alma

            constante no se deja abatir por la adversidad».

                 Para elogiarle esta constancia se pintó con rostro mesurado y

            alegre sobre una columna, que es como debía estar según Apuleyo,

            lib. de Dogmat. Platón: «El varón sabio no se abate en las cosas

            adversas, ni se levanta en las prósperas, permaneciendo en la

            inflexibilidad y fortaleza de la roca». Combatíale la guerra, el

            hambre y la muerte, que se especificaban con sus insignias, siendo

            aquéllas las que lo privaron del imperio, y ésta la que a sangre

            fría lo despojó de la vida. Leíase en la columna: «No se inclinará»,

            Psalm. 103, vers. 3, y sobre la cabeza de Cuauhtémoc en lugar de

            corona: «La mente permanece inconmovible», Sil. Ital., lib. I; « y

            aunque eran los epígrafes explicación bastante de aquesta empresa,

            para hacerla más común fue necesario añadirle este epigrama;

                              La columna diamantina,

                        que este rey con persistencia

                        abraza, no a la violencia,

                        no al infortunio se inclina;

                        porque la guerra, la muerte,

                        y el hambre, sin contrastarle,

                        sirven sólo de aumentarle

                        prerrogativas de suerte.

               

                 Como pudiere referir de este invictisimo joven que ya no se

            antepusiesen a las que se celebran de los antiguos romanos, por lo

            menos se ladearán con las más aplaudidas en las naciones todas. ¿Qué

            elogios no ha conseguido la acción y dicho del rey Mitrídates,

            cuando vencido y prisionero de Euno, capitán de los romanos, sin que

            se le alterase el semblante ni perder de su gravedad le dijo, según

            Tácito, lib. 12, Annal.: «Yo, Mitrídates, tanto tiempo buscado en

            tierra y en mar por los romanos, espontáneamente estoy aquí; haz de

            mí lo que quieras». Y, ¿por qué no los merecerá Cuauhtémoc, cuando

            hizo lo mismo, en Torquemada, lib. 4, cap. 101, pág. 524, col. 21

            ¿Por qué no los merecerá, cuando con invictisima paciencia sufrió el

            tormento que, para que por él les retornase sus tesores, le dieron

            los españoles quemándole los pies, y que parece que previno Silio

            Itálico, lib. i, Belli Pun.: «Ni cesaron las resplandecientes llamas

            en medio de la herida. ¡Cosa feroz de verse y de decirse! Las

            articulaciones extendidas por arte de la crueldad, cuanto lo

            mandaban los tormentos, crecieron y, derramada toda la sangre, los

            ardientes huesos, liquefactos los miembros, arrojaron humo. Mas la

            mente permanece intacta, supera y se ríe de los dolores».

                 No tienen ya los mexicanos por qué envidiar a Catón, pues

            tienen en su último emperador quien hiciese lo que de él dice

            Séneca, Epíst. 104: «A pesar de que tantas veces cambió la

            república; sin embargo, nadie vio cambiado a Catón; siempre se

            mantuvo él mismo en cualquier estado: en la pretura, en la repulsa,

            en la acusación, en la provincia, en el discurso, en el ejército, y

            finalmente en la muerte».

                 Y aunque no sea para lo mismo que Cuauhtémoc, es muy necesario

            el que tengan los príncipes esta virtud, por ser el viático que no

            debe faltar para todas las contingencias, por lo que dijo Nieremberg

            en Theopolit., lib. 2, cap. 14: «El que permanece inmóvil a todos

            los cambios de fortuna, no le importa ningún bien temporal, ningún

            daño del cuerpo, pues, sobre todo lo que el tiempo decide, erguido

            no teme, ni espera lo que desprecia». Con todos habla Chokier en

            Thes. Aphorism. Polit., lib. 2, cap. 16, diciéndole a cada uno, con

            Séneca, Epíst. 92: «Así pues, ¡oh príncipe!, es cosa tuya, sobre

            todas las cosas que acaecen, el que seas eminente, tranquilo,

            intrépido en lo arduo e igualmente invencible en lo agradable». Y,

            finalmente, nunca dañó esta virtud a los que por la inestabilidad de

            su puesto deben prevenirse con ella para el acaso, que puede

            oponerse a su tranquilidad y quietud.

                           

           

           

           

            - XV -

            Tablero principal de la segunda fachada que miraba al mediodía

                 Igual alabanza merece el que redujo la Ilíada de Homero a tan

            corto pergamino que la guardaba en una nuez a la que se le debe a

            este elegantísimo árbitro de las musas por escribirla tan docta;

            estrechar a término corto lo que de su naturaleza es difuso, es

            elegancia del primor, que es el que entonces se vale de abreviaturas

            para conseguir el intento: «¿Cómo, pues, hubiesen podido encerrar la

            Ilíada en una cáscara de nuez, como cuenta Solino, cómo escribir un

            dístico elegíaco en un grano de sésamo, si hubiesen escrito todas

            las frases por medio de letras y de sílabas?», dijo Balth, Bonif.,

            lib. 2, Hist. Ludic. cap. 32.

                 Consiguióse ahora lo propio con este último lienzo, que aquí

            describió, que dio lugar a los doce príncipes antecedentes,

            abreviando en otras ideas las principales insignias que sirvieron

            para la formación de sus empresas. Salían de ellas rayos de luz que

            se terminaban en una cornucopia que sobre la ciudad de México vertía

            el excelentísimo señor marqués de la Laguna, a quien entre

            hermosísimas nubes servía de trono el águila mexicana. El mote se

            tomó de Santiago en Epíst., cap. I: «Elevado está», y claro es que,

            si viene de lo alto todo lo bueno, ocupando su excelencia un puesto

            tan superior no puede México dejar de pronosticarse prosperidades

            grandes que de su liberalidad le provengan. Uníanse todos los rayos

            lúcidos de los príncipes en su excelencia, y allí se leía este

            oráculo: «Lo que dividido hace a los bienaventurados tiéneslo tú

            reunido». Demuéstranos la experiencia el que es verdad, y era

            también necesario que así lo fuera, por lo que al emperador

            Justintano le decía Agapet. Diac. en cap. Paerent., núm. 53: «Cuanto

            sobrepasas a los demás en poder, tanto debes brillar y resplandecer

            en acciones ante los otros; debes de estar muy convencido de que se

            te pedirá la cuenta de tus obras honestas que correspondan en

            grandeza a la proporción de tus fuerzas». A que aludió con elegantes

            palabras Casiodoro, lib. 5, Variar. Epíst., 40: «Los buenos méritos

            unidos a espléndidas dignidades son favorecidos con premios

            subsiguientes, y la faz de una cosa se hermosea cuando se le añade

            más belleza». Tenía su excelencia en la mano derecha el mexicano

            nopal, antiguas armas de esta ciudad, y se coronaba con lo que se

            dijo en el triunfo de la discreta Judith, cap. 15: «Tú honor de

            nuestro pueblo». No tengo necesidad de ilustrarlo. Lo que sí afirmo

            es que no erraré en el pronóstico. Terminóse este aplauso con el

            siguiente soneto:

                              De las coronas doce, poderosas,

                        que fueron de Occidente honor temido,

                        si ya no a su Zodíaco lucido,

                        de imágenes sirvieron luminosas;

                           al círculo que forman misteriosas

                        faltaba el centro, a tanta luz debido,

                        hasta que en ti, señor esclarecido,

                        lo hallaron tantas líneas generosas.

                           Goza, príncipe excelso, ese eminente

                        compendio de virtudes soberanas,

                        pues las regias divisas de Occidente,

                           que a tanto rey sirvieron mexicano

                        de dilatados triunfos en la frente,

                        son abreviadas glorias de tu mano.

               

                 De esta manera salí (como pude) del empeño en que me puso mi

            patria en ocasión tan grande, observando lo que de Platón, lib. de

            Aniore. dice Casan en Cathal. I. consid. 50: «La perfecta alabanza

            es aquélla que describe los orígenes de una cosa que narra la forma

            presente y que muestra los siguientes acontecimientos». Pues, en la

            descripción de este arco se halla el principio del mexicano gobierno

            y lo demás que me prometo muy cierto. Y aunque va expresé los

            motivos que me obligaron a no valerme de fábulas, apólogos o

            parábolas, debo añadir aqui el que juzgue crimen enorme disfrazar

            las verdades entre mentiras, por lo que sé que dijo Oleastro en cap.

            23, Exod.. vers. I- «Con mucha frecuencia me he puesto a pensar por

            qué los santos profetas usaron parábolas y, semejanzas,

            principalmente cuando llablaban con los reyes y los príncipes; por

            qué Cristo tan frecuentemente hablaba en parábolas a las turbas y

            que sin aquéllas casi nada les predicaba. ¿Cuál fue la causa de

            esto? A mi parecer la siguiente: consideraban los santos cómo de

            mala gana soportan oír la verdad (los reyes y los príncipes y las

            turbas), cómo la miran con malos ojos y burlas, y como abrazan con

            alegre rostro las mentiras; y, considerando cuán necesario es que

            los hombres oigan la verdad, envolvían ésta en parábolas y

            semejanzas para que, a los que les fastidiaba la verdad desnuda y

            tenían los oídos preparados a la mentira, por lo menos escuchasen la

            verdad cubierta con velos fingidos».

                 Diósele complemento a toda esta máquina entrando su excelencia

            por la triunfal portada a treinta de noviembre a las cuatro horas y

            un cuarto cle la tarde, y para que no faltase circunstancia alguna

            de las que se reputan honrosas en estos casos, según lo de Casaneo.,

            part. I, consid. 32: «También el honor consiste en la recomendación

            del nuevo presidente de una provincia en su nuevo y alegre

            advenimiento, cuando entra a alguna célebre ciudad o cabecera de

            provincia, como dice el texto de la ley: si viniere a una célebre

            ciudad o cabecera de provincia débese esto consignar y oír con

            respeto sus alabanzas». Al abrirse las puertas del arco, para que se

            le franquease a su excelencia el resto de la ciudad se apareció ésta

            entre unas nubes, y dijo así:

                           ¡Cómo!, ¿quién?, ¡oh qué empeño!, ¡oh

                        cuánta gloria!

                                Con cláusulas de ardor rompe el profundo

                        alto silencio, en que se ejecutoria

                        la paz tranquila que me envidia el mundo.

                        Piélago de luz es, no transitoria

                        volante exhalación, cuanto el fecundo

                        purpúreo imperio del sagrado Oriente

                        obsequios tributa a mi Occidente.

                        ¿Pero, tú aquí Señor? ¡Que me suspende

                        pálida timidez! De qué me asusta

                        si a influjos de ti mismo más me enciende

                        la excelsa luz de tu presencia augusta!

                        Si hibleas suavidades de ti aprende

                        cuanto hay del polo hasta la zona adusta,

                        a tu dictamen deba mi esperanza

                        de tu culta excelencia la alabanza.

                        Llevado así en la voz de mis acentos

                        ese tu heroico espíritu divino,

                        fueras entre celestes movimientos

                        genio inmortal al orbe cristalino,

                        mientras entre suavísimos conceptos,

                        venerando tu nombre el abisinio,

                        el scita, el griego y todo el mar profundo,

                        me atendieran los términos del mundo.

                        Tú, que de coronados ascendientes,

                        que a pesar del imperio del olvido

                        brillaron oro en imperiales frentes,

                        tu genial duración has construïdo:

                        Tú en quien las reales púrpuras ardientes

                        unión lograron, que inmortal ha sido,

                        pues la voz de la historia nos acuerda

                        que dos coronas penden de una Cerda.

                        Tú, que tantas memorias resucitas

                        de la regla prosapia, que coronas,

                        pues cuando en tus acciones las imitas

                        segunda vez al mundo las pregonas;

                        tú, que copiando glorias infinitas,

                        que con altas ventajas eslabonas,

                        tantos héroes altivos representas

                        cuantas virtudes ínclitas ostentas.

                        Permítele a mi voz, si es que tu gloria

                        permitiendo estrecharse en el guarismo

                        quiere ser culto genio de la historia

                        en que te inmortalizas a ti mismo,

                        privilegie la edad a la memoria y,

                        clausulando efectos el abismo,

                        la tierra grave y el ligero viento,

                        vuele tu nombre al último elemento.

                        Permítalo también la que venera

                        deidad el mundo; cuya beldad rara

                        con concha el mar por Venus la tuviera,

                        con arco el monte Cinthia la adorara,

                        a quien con más razón el premio diera

                        el troyano pastor, pues admirara

                        que es (cifrando los méritos en uno)

                        Venus bella, alta Palas, regla Juno.

                        Empeño desigual a heroica pluma

                        fuera querer copiar, con alto vuelo,

                        esa deidad que de las Gracias suma

                        te franquea en su rostro todo un cielo,

                        mas ¡ay! que sabe ser frágil espuma

                        túmulo undoso a intrépido desvelo

                        de cera, que afectando vida alada

                        líquida muerte adquiere fulminada.

                        Pero si este ardimiento generoso

                        que así la pierde eternizó su vida,

                        cuando anhelando a un riesgo tan glorioso

                        tuvo usura de aplausos su caída,

                        por empeño obtuviera (¡oh, qué dichoso!)

                        abrasarme en tu fama esclarecida,

                        para que entre plausibles escarmientos

                        respiraran difuntos mis alientos.

                        En tanto empeño, pues, en gloria tanta

                        que tu presencia a mi atención influye,

                        culto erijo trofeo, cuya planta mi afecto

                        aplaude y tu grandeza arguye.

                        Cuanto en él es bosquejo, en ti adelanta

                        la eternidad que en él se te construye,

                        porque en ti las virtudes de sus lejos

                        ecos se han de admirar más que reflejos.

                        Esos de lino mármoles, no muros

                        de virtudes quiméricas forjados,

                        espejos si se pulen, que seguros

                        objetos copian que debí a los hados

                        contra todos sus ímpetus más duros

                        de espíritus ardientes animados,

                        mis héroes representan, que han debido

                        veneración el polvo del olvido.

                        Restituidos de la Parca dura

                        uno y otro a emular de ti se atreve luz,

                        que sus duraciones asegura, luz,

                        que a tus rayos sus alientos debe,

                        consagrando su cándida ventura

                        a tu nombre inmortal, no al tiempo breve,

                        que aunque es de causa eterna afecto vivo

                        tiene ser de mortal en sucesivo.

                        No a la necesidad, no a la violencia

                        se mueve el quicio de la puerta grave

                        en que hoy mi emporio ofrece a tu excelencia

                        todo su ser en víctima süave,

                        afectando en sí mismo su obediencia

                        mi amor ministra la invisible llave

                        de cuanta gratitud en oblaciones

                        te atesoran indianos corazones.

                        Entra, ilustre marqués esclarecido,

                        astro propicio al orbe mexicano,

                        que a pesar de su ocaso denegrido

                        la luz adora de tu ardiente mano entra,

                        que el cielo espera con lucido

                        asterismo a tu genio soberano,

                        si en mi pecho y mi afecto te introduces

                        rayos negando y dispendiendo luces.

                        Entra, que el cielo ofrece con grandeza

                        dilatado papel a tus hazañas,

                        mientras dan, porque viva tu nobleza,

                        plumas el fénix, tinta las Españas;

                        el mármol que pulió con gentileza

                        pero luciente ofrece a tus extrañas

                        proezas, que demuestran sempiternas

                        duraciones que son siempre modernas.

                        Entra, que de presagios asistida

                        la plebe humilde, el noble cortesano,

                        medir quisieran con tu augusta vida

                        cuanto imperio te fía el jove Hispano;

                        tu gloria, desde aquí, será aplaudida

                        del docto, del inculto, del villano,

                        del claustro pío, del sagrado clero,

                        mas, si todos de es ¿a quién numero,

                        Siguió a esta voz del estrellado asiento

                        aplauso celestial, que en voz sonora

                        a compás del celeste movimiento

                        süave- articuló trompa canora:

                        el eco entero en alas jue del viento

                        por cuanto Thetis baña y Cinthia dora.

                        para que tanto aplauso eterna cante

                        veloz la Fania en cítara sonante.