En la puerta del Cielo
Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de
Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la gente de
Valencia que, en derredor de la mesilla de hojalata, empinaba el porrón y metía
mano al plato de morcillas en aceite.
Todos los días abandonaba su casa con
el propósito de trabajar en el campo; pero siempre hacía el demonio que
encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban
las campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que
él hubiese salido del pueblo.
Allí estaba en cuclillas, con la confianza de
un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y
esperando que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan
entre personas finas.
Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita
a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre,
Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque no
caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin,
cantando las palabras letra por letra.
La gente lazaba carcajadas oyendo sus
cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el
Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos,
para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.
El tío
Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y
apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:
-¡Esos sí que
son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San
Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su
cuento.
Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes;
el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo no lo
he conocido, pero mi abuelo aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba a
su madre y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate a la
puerta de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían
hábito nuevo, entraba en él toda una pieza de paño; visitaba al día once o doce
casas, tragándose en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de
mi abuelo le preguntaba:
-¿Qué le gusta más, padre Salvador: unos huevecitos
con patatas o unas longanizas de la conserva?
Él contestaba con una voz que
parecía ronquido:
-Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y
rozagante. Por allí donde pasaba parecía regalar su salud, y la prueba era que
todos los chiquilines que nacían en este contorno presentaban sus mismos
colores, su cara de luna de llena y un morrillo que lo menos tenía tres libras
de manteca.
Pero todo es malo en este mundo: pasar hambre o comer demasiado;
y un día, al anochecer, el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para
solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenía toda su estampa, ¡cataplum!,
dió un ronquido que puso en alarma a toda la comunidad, y reventó como un odre,
aunque sea mala comparación.
Ya tenemos a nuestro padre Salvador volando por
el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí
estaba el sitio de un fraile.
Llegó ante una gran puerta, toda de oro,
claveteada de perlas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del
alcalde cuando es clavariesa de la fiesta de las solteras.
-¡Toc, toc,
toc!...
-~,Quién es -preguntó desde dentro una voz de viejo.
-Abra, señor
San Pedro.
-¿Y quién eres tú?
-Soy el padre Salvador, del convento de San
Miguel de los Reyes.
Se abrió un ventanillo y asomó la cabeza del bendito
santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos a través de los
anteojos. Porque han de saber ustedes que el santo apóstol, como es tan viejo,
está corto de vista.
-¡Che, poca vergüenza! -gritó hecho una furia-. ¿A qué
vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arre allá, poca honra, que aquí no está
tu puesto!...
-Vamos, señor San Pedro: abra, que se hace de noche. Usted
siempre está de broma.
-¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas a ver lo
que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con
capucha?...
-Haga el favor, señor Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo,
¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?
-¡Largo de aquí!
¡Miren qué prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra
provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos.
Además, tenemos aquí no sé cuántas bienaventuradas que aún están de buen ver, y
¡valiente ocupación me caería a mi edad: ir siempre detrás de ti, sin quitarte
ojo! ... Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube... Se
acabó la conversación.
El santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre
Salvador quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos los guitarros y las flautas de
los angelitos, que aquella noche obsequiaban con albaes a las santas más
guapas.
Pasaban las horas y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del
infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando vió salir de entre dos
nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que
caminaba balanceándose, empujando su tripa, hinchada como un globo.
Era una
monjita que había muerto de un cólico de confituras.
-Padre -dijo dulcemente
al frailote, mirándole con ojos tiernos-, ¿qué, no abren a estas
horas?
-Aguarda; ahora entraremos.
¡Lo que discurría aquel hombre! En un
momento acababa de inventar una de sus marrullerías.
Ya saben ustedes que los
soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin obstáculo alguno. Si no
lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan, hasta con botas y
espuelas; pues algún privilegio merece su desgracia.
-Échate las faldas a la
cabeza -ordenó el fraile.
-¡Pero..., padre mío! -contestó escandalizada la
monjita.
-Haz lo que te digo y no seas tonta -gritó el padre Salvador con
autoridad-. ¿Quieres disputar conmigo, que tengo tantos estudios? ¿Qué sabes tú
del modo de entrar en el cielo?
Obedeció la monja, ruborizada, y en la
oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese
aparecido la luna.
-Ahora, aguántate firme.
Y, de un salto, el padre
Salvador púsose a horcajadas sobre el lomo de su compañera.
-Padre..., ¡que
pesa mucho! -gemía, sofocada, la pobrecita.
-Aguanta y da saltitos; ahora
mismo entramos.
San Pedro que estaba recogiendo las llaves para irse a
dormir, vió que tocaban en la puerta.
-¿Quién es?
-Un pobre soldado de
Caballería -contestó con voz triste-. Me acaban de matar peleando contra los
infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.
-Pasa, pobrecito,
pasa -dijo el santo, abriendo media puerta.
Y vió en la sombra al soldado
dando talonazos a su corcel, que no sabía estarse quieto. ¡Animal más nervioso!
... Varias veces intentó el venerable portero buscarle la cabeza, pero fué
imposible. Dando saltos, le presentaba siempre la grupa, y, al fin, el santo,
temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con
palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:
-Pasa, soldadito, pasa adelante y
veas de aquietar a esta bestia.
Y mientras el padre Salvador se colaba cielo
adentro sobre la grupa de la monja, San Pedro cerró la puerta por aquella noche,
murmurando con admiración:
-¡Rediós, y qué batalla están dando allá abajo!
¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado... ni el rabo.
FIN