Lobos de mar
Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda
clase de riesgos y aventuras el capitán Llovet era el vecino más importante del
Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas,
rectas y ardientes de sol, semejante a una pequeña ciudad americana.
La gente
de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar,
sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta
de su casa. Cuarenta años pasados a la intemperie, en la cubierta de un buque,
sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad
hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía en su sillón,
prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto,
musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada
por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones,
tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e
imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la
fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su
nombre.
Había pasado su vida en continua lucha con la Marina Real inglesa,
burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne
negra que transportaba desde la costa de Guinea a las Antillas. Audaz y de una
frialdad inalterable, jamás le vieron oscilar sus marineros.
Contábanse de él
cosas horripilantes. Cargamentos enteros de negros arrojados al agua para
librarse del crucero que le daba caza; los tiburones del Atlántico, acudiendo a
bandadas, haciendo hervir las olas con su fúnebre coleteo, cubriendo el mar de
manchas de sangre, repartiéndose a dentelladas los esclavos, que agitaban con
desesperación sus brazos fuera del agua; sublevaciones de tripulación contenidas
por él solo a tiros y hachazos; raptos de ciega cólera, en los que corría por
cubierta como una fiera; hasta se hablaba de cierta mujer que le acompañaba en
sus viajes, la cual, desde el puente, fue arrojada al mar por el iracundo
capitán, después de una disputa por celos. Y junto con esto, inesperados
arranques de generosidad: socorros a manos llenas a las familias de los
marineros. En un arrebato de cólera era capaz de matar a uno de los suyos; pero
si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin miedo al mar ni a sus
voraces bestias. Enloquecía de furor si los compradores de negros le engañaban
en unas cuantas pesetas, y en la misma noche gastaba tres o cuatro mil duros
celebrando una de aquellas orgías que le habían hecho famoso en la Habana. "Pega
antes que habla", decían de él los marineros, y recordaban que en alta mar,
sospechando que su segundo conspiraba contra él, le había deshecho el cráneo de
un pistoletazo. Aparte de esto, un hombre divertidísimo, a pesar de su cara
fosca y su mirada dura. En la playa del Cabañal, la gente, reunida a la sombra
de las barcas, reía recordando sus bromas. Una vez dio un convite a bordo al
reyezuelo africano que le vendía sus esclavos, y viendo borrachos a la negra
majestad y sus cortesanos, hizo como el negrero de Mérimée: desplegó velas y los
vendió como esclavos. Otra vez, viéndose perseguido por un crucero británico,
desfiguró su buque en una sola noche, pintándolo de otro color y cambiando la
arboladura. Los capitanes ingleses tenían datos en abundancia para conocer el
buque del audaz negrero; pero como si no tuvieran nada. El capitán Llovet, como
decían en la playa, era un gitano del mar y trataba su barco como a un burro de
feria, haciéndole sufrir transformaciones maravillosas.
Cruel y generoso,
pródigo de su sangre y de la ajena, duro para el negocio y manirroto para el
placer, los negociantes de Cuba le habían apodado el Capitán Magnífico, y así
seguían llamándole los pocos marineros de su antigua tripulación que todavía
arrastraban por la playa las piernas reumáticas, tosiendo y encorvando el
pecho.
Casi arruinado por empresas comerciales, al retirarse de la trata se
había metido en su casa del Cabañal, viendo pasar la vida ante su puerta, sin
otras distracción que jurar como un condenado cuando el reuma le hacía
permanecer inmóvil en su asiento. Por una respetuosa admiración venían a
sentarse en la acera algunos de aquellos vej estorios que habían recibido de él
en otros tiempos órdenes y palos, y juntos hablaban con cierta melancolía de la
gran calle, como el capitán llamaba al Atlántico, contando las veces que habían
pasado de una acera a otra, de Africa a América, corriendo temporales y
chasqueando a los polizontes del mar. En verano, los días que no apretaba el
dolor y las piernas estaban fuertes, bajaban a la playa, y el capitán,
enardecido a la vista del mar, desahogaba sus odios. Odiaba a Inglaterra por
haber oído silbar más de una vez las balas de sus cañones. Odiaba a la
navegación a vapor como un sacrilegio marítimo. Aquellos penachos de humo que
pasaban por el horizonte eran los funerales de la Marina. Ya no quedaban sobre
el agua hombres de oficio; ahora el mar era de los fogoneros.
En los días
tempestuosos del invierno siempre le veían en la playa con la nariz palpitante,
olfateando la tormenta, como si aún estuviera sobre cubierta preparándose a
resistir el tiempo.
Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y
allá fue, contestando con gruñidos a la familia que le hablaba de su reuma.
Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar,
lívido y cubierto de espumarajos, los grupos de blusas azules; las faldas
ondeantes por el vendaval, con las que se resguardaban de la lluvia las mujeres.
Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las
barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo
una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de
doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las
olas, entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado
mar.
Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra
punta. La gente gritaba en la playa viendo a los tripulantes tendidos en la
cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte. Se hablaba de ir hasta la
barca, de echarle un cabo, de atraerla a la playa; pero los más audaces, mirando
las olas que se desplomaban, llenando el espacio de polvo de agua, callábanse
atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un
remo.
-A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar a esos pobres.
Era la voz
ruda e imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la
mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el
peligro. Las mujeres le miraban asombradas; los hombres retrocedían, formando
ancho corro en torno de él, que prorrumpió en juramentos, agitando sus manos
como si fueran a cerrar a golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de
aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.
-¿Desde
cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al
mar?
Lo dijo rugiendo como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que
contempla la huída de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal
de ciega cólera.
-Presente, capitá -gritaron a un tiempo unas cuantas voces
temblonas.
Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco
viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las tempestades, antiguos marineros
del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el
peligro afrontado en común. Avanzaron unos arrastrando los pies; otros, con
saltitos de pájaro; alguno, con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas
la vaguedad de la ceguera senil; todos temblorosos de frío, con el cuerpo
forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a
las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo. De los
grupos salían mujeres y niños que se arrojaban sobre ellos queriendo detenerlos:
"~Agüelo!", gritaban los nietos. "¡Padre!", gemían las mocetonas. Y los animosos
vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oír el clarín de las
batallas, repelían los brazos que se anudaban a sus cuellos y piernas, y
gritaban, contestando a la voz de su jefe: "Presente, capitá."
Los lobos de
mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las
barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la
rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos.
Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre
protestaba contra su locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos
arrebatados por sus familias.
-¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato!
-rugía el capitán Llovet.
Pero por primera vez, aquel pueblo, que le adoraba,
puso la mano en él. Le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas,
indiferentes a sus maldiciones.
La barca, abandonada a todo auxilio, corría a
la muerte, dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba
a estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre, que tanto había
despreciado la vida del semejante, que había nutrido a los tiburones con tribus
enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase
furioso, sujeto por cien manos, blasfemando, porque no le dejaban arriesgar la
existencia socorriendo a unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas,
acabó llorando como un niño.
FIN