Joaquín V. González

 

 

La paz por la ciencia

 

 

 

Señoras, señores:

Ha querido el destino que el acto más trascendental de nuestra vida universitaria se realizase este año bajo las penosas circunstancias de una guerra europea, de magnitud jamás alcanzada en los anales humanos, la cual, aunque se desarrolla lejos de nuestro suelo, interesa con la mayor intensidad el alma argentina, por la vasta solidaridad de cultura que la une e identifica con todas las naciones amigas comprometidas en la magna contienda. Ella ha nacido de esa vieja civilización, se ha nutrido de sus ideales filosóficos y religiosos, y ha organizado su gobierno político y régimen social sobre los principios de su credo jurídico.

Una amplia corriente y una universal armonía de ideales “humanos” y pacificadores había arrullado los oídos del mundo en estos últimos años; y en Europa y en América disponíanse los congresos a conferenciar y a celebrar los triunfos de las formas orgánicas para la solución de las diferencias entre las naciones. Los amigos de la guerra o de la paz armada, oprimidos por el peso y el volumen de sus ejércitos y escuadras, en tierra, del agua y del aire, llegaban a consentir, por lo menos, en la sinceridad del antiguo aforismo de “conservar la paz por la disposición para la guerra”; y los más tolerantes de los pacifistas conciliaban con aquellos en la próxima esperanza de un desarme general, como consecuencia del exceso de las armas y de sus presupuestos y de una liquidación en el papel, de todas las montañas de hierro y oro acumulados por esa política. El autor europeo de “La grande ilusión”, como los autores americanos de la fórmula llamada por sus nombres,-Wilson-Bryan-, para evitar la guerra, después de llenar el espacio con la auspiciosa repercusión de sus bellas doctrinas, habrán quedado bajo el silencio de los hondos desengaños, tanto más dolorosos cuanto más inesperados.

La guerra ha estallado en las más altas cabezas de la civilización, en las dos razas y núcleos directivos de la marcha de la humanidad contemporánea, representativos del resultado de todas, las filosofías, religiones y políticas que han luchado por ganar el corazón y la conciencia del género humano desde los comienzos de la historia: las filosofías no han conseguido aún armonizar, o sea dicho, pacificar las almas de las sociedades, en constante agitación y lucha contra las desigualdades, o contra las injusticias inveteradas que sólo cambian de forma en cada evolución libertadora; “los enemigos de las actuales formas de sociedad, decía un escritor inglés el año pasado, ya se llamen en un país antimilitaristas, en otro anarquistas, y en un tercero revolucionarios, todos son semejantes. Ellos forman el elemento subjetivo de nuestro sistema de civilización, cuya columna dorsal es el Estado, y esperan el momento más propicio para introducir lo que ellos juzgan el sistema más conveniente, cuya columna dorsal es el Estado... en ruinas... Dado el desgraciado caso de una guerra, la revolución social, con todos sus horrores llamará a nuestras puertas. La Europa necesita paz externa, por la fundación del equilibrio político, y también paz interna por un justo equilibrio social entre el capital y el trabajo.”

Entre tanto, los estadistas, los conductores de los más cultos pueblos del mundo, en cuyas entrañas labran su descomposición los que nuestro autor llama “enemigos del orden social”, han desencadenado sobre el mundo la guerra de siempre, la guerra de matanza y de aniquilamiento, bajo cuyos escombros renacerán más que las mieses, los nuevos odios destinados a renovar otras guerras en el futuro. Y la filosofía seguirá tejiendo sus redes metafísicas, en el espacio mental, con menos fijeza que las arañas industriosas, las cuales tejen las suyas sobre puntos de apoyo materiales y con sujeción a principios matemáticos indestructibles; mientras que los primeros crearon Estados y sistemas sociales mucho más deleznables, en comparación, que el leve telar aún en los arbustos.

Cuando las religiones han logrado su temporal anhelo de gobierno político, en busca del reinado de la paz ideal, fundada en la unidad de un dios o de un dogma, los emperadores inventaron el martirologio de los creyentes, y estos triunfantes, crearon el martirologio de los no creyentes; y cuando la Europa fue unificada por Carlomagno bajo la fe católica, “el espíritu del mahometismo pasó lentamente al cristianismo; y durante dos siglos -dice Lecky-, en todos los púlpitos se predicó el deber de hacer la guerra al infiel, y pintaron el campo de batalla como el paso más seguro hacia el cielo prometido”. La nueva victoria del principio religioso en el siglo XV, lanzó sobre la Europa el furor de las guerras de la Reforma que la extenuaron por el odio y por la sangre; y cuando ese summum espiritual, embebido de la filosofía moderna y atemperado por la nueva corriente de tolerancia y solidaridad moral en la cultura, proclamaba las promesas del reino pacífico, una guerra de fondo religioso, y exterioridad étnica y realidad política y hegemónica, comienza en los dominios del islamismo, se propaga en la sangre de dos razas rivales, e incendia al fin el castillo fuerte de la civilización más preciosa que los hombres han conocido.

¿En cuántos siglos la política ha realizado la evolución de las formas orgánicas de las sociedades, desde las autocracias bárbaras hasta las más amplias y liberales democracias modernas? Y todas han reflejado sus influencias sobre la “justicia internacional”, hacia la que tienden como un último ensueño de perfección: es la supresión de la guerra, la fundación del Estado social por excelencia, la realización del reino jurídico universal. “El crimen de la guerra” de nuestro Alberdi, adoptado por el pensamiento europeo, fue la última expresión condenatoria del estado regresivo y antijurídico, proscripto de la reciente filosofía política, y reconocido por el universal movimiento en favor de los principios del arbitraje y la estricta justicia internacionales; los gobiernos iniciadores y mantenedores de esa grande asamblea de las naciones, cuya sede se ha fijado en La Haya, son los actores directos de la guerra pendiente, destinada a remover, sin duda, de raíz, en la conciencia contemporánea, todos los resultados de la historia.

¿Qué es entonces la política? ¿Dónde se halla la luz conductora por la tiniebla en la cual ha entrado de nuevo la humanidad? ¿Cuál es la realidad de las promesas hechas y de las enseñanzas trasmitidas por las naciones antiguas de Europa a las naciones nuevas de América, las cuales se llaman a sí mismas discípulas, hechuras, creaciones de las primeras? Diríase que, lejos de asistir a una prueba formidable del valor efectivo de los progresos técnicos en lucha de predominio, presenciamos una inmensa catástrofe de la organización del mundo civilizado, sobre las bases de las conquistas de las convenciones anteriores. Ni los congresos de Westfalia, de Viena y de Berlín, ni las alianzas e inteligencias compensadoras del actual equilibrio mundial, en el que directa o indirectamente entran los continentes de América y el Oriente lejano, habrían logrado representar las aspiraciones o las conquistas pacificadoras de las religiones, la filosofía o la razón jurídica, que sirven de base a la actual organización del mundo; y fuerza será meditar en los gabinetes o en las cátedras, donde se estudian los problemas de la vida y el destino de los pueblos, sobre las causas del tremendo desastre que conmueve hoy los cimientos de la sociedad de las naciones.

Hace tiempo algunos ilustrados escritores proclamaron la bancarrota de la ciencia, en vista de las agitaciones sociales contemporáneas y de la universal inquietud de los espíritus; pero ellos veían el problema bajo una faz restringida e incompleta. Porque la ciencia aún no es libre, ni gobierna con plena autonomía, ni los demás órganos de los Estados la oyen ni le entregan todo su material, ni sus instrumentos ni sus medios de acción. La política la mantiene todavía aherrojada y sometida a sus intereses y caprichos, sin permitirle desplegar la plenitud de su vuelo; ni las formas de gobierno o asociaciones de Estados la consultan y obedecen, ni sus inspiraciones ingénitas sobre las religiones y filosofías, pueden aún sobreponerse a los dogmas obligatorios, o a los sistemas tradicionales, o a las imposiciones de la fuerza, que tienen educada y habituada a la conciencia humana.

Luego, la ciencia no es responsable sino en la medida de su libertad, de los resultados de sus descubrimientos y experiencias sobre la felicidad de los hombres; ni tampoco del uso interesado o injusto que la rutina, el egoísmo, la razón de Estado, la ambición o el poder hacen de los agentes o instrumentos que ella les entrega, como el obrero asalariado que enajena en manos del patrón capitalista la labor de sus manos o la creación de su ingenio. En cambio, ningún criterio puede negar que ella es única autora de cuanto bienestar positivo y real goza el hombre civilizado, y de cuanta ventaja aprovechan para sus fines egoístas o particulares, los poderosos de la fortuna o las ambiciones de dominio de los caudillos de pueblos.

Parece indudable que la humanidad ha perdido la brújula de su derrotero en el tiempo presente. Una red inextricable de sendas y rumbos divergentes la han extraviado y confundido, y no atina a ver sobre el horizonte la “luz magna” que el profeta anuncia guiando al pueblo errante en la tiniebla, y no es porque no sepa dónde se halla esa luz, como siempre le aconteciera en los más críticos momentos de su historia. Ha buscado por siglos la verdad por el camino de la ficción y la libertad por la senda de la esclavitud; y cuando un espíritu inspirado le dijo que él era la verdad, y que solo por la verdad iría a la libertad, se obcecó en su error, suprimió al profeta providencial, y cayó en la peor esclavitud, la de la mentira y el fraude, sobre las cuales edificó todas sus religiones, filosofías y políticas positivas. Al pensamiento unificador y pacificador reemplazó con la discordia y la guerra a sangre y fuego; al mandamiento del amor y la fraternidad y la ayuda recíproca, substituyó los odios religiosos y sociales, y el interés y el egoísmo, que han creado los profundos abismos entre las naciones, las sociedades y las clases de una misma sociedad; ha fundado la guerra permanente y continua, que corroe su corazón y enferma y extermina las mejores plantas y frutos de su inteligencia, y ha alejado, quien sabe por cuantos siglos más, la iniciación de la nueva era de la Paz o de la labor por la paz del mundo.

¡Cuánta doctrina engañosa y brillante, aún vestida con el ropaje de la ciencia, ha venido a ensalzar los beneficios de las guerras! Se cree que ella desarrolla y crea las virtudes viriles, los heroísmos y acciones grandiosas, que dignifican y elevan la persona humana. Entretanto desconocen la existencia de esos otros fecundos heroísmos pacíficos, que consisten en arrancar a la tierra sus elementos de bienestar y amplitud de la vida misma, y a la sombría y feroz ignorancia sus víctimas mil veces más miserables que las del hambre o de las fieras. La guerra, que saca del odio su fuerza mortífera o eliminatoria, no puede conducir a la paz, sino como preparación de otra era de guerra; porque en la naturaleza humana, la revancha del vencido se convierte en una vocación, así dure décadas o siglos su cumplimiento, Alberdi se había anticipado a Spencer en la enunciación del principio que la paz no puede ser fruto de la guerra, sino de las artes y los medios de la paz, como observa Baty en su traducción del “Crimen de la guerra”. Y la paz tiene sus fuerzas viriles insuperables, tanto más fecundas que las de la guerra, porque son creadoras y continuadoras, mientras que las segundas son destructoras y finales. La una tiene por misión aniquilar y cegar fuentes de vida, la otra crearlas y ensancharlas sin término, porque se propagan y desarrollan las unas de las otras.

La ciencia es la fuente de todas las creaciones útiles; y ella cierra sus laboratorios silenciosos cuando la guerra ensordece el ambiente y arrastra a la muerte estéril en manos de un hermano, al estudioso y al sabio que habría preferido morir de un heroísmo sublime, víctima de un invento fecundo para el bien de sus semejantes. La guerra ahonda y ensancha las diferencias entre las razas y las naciones, alejando cada vez más el ansiado día de la universal fraternidad; la ciencia muestra un solo camino, el de la verdad única posible, el de la verdad que es que todos los hombres y naciones y razas deberán ver del mismo modo, porque tienen los mismos ojos y la misma comprensión de las verdades simples ú objetivas, que conducen a las compuestas y subjetivas. La ciencia es, así, la única senda que conducirá a la armonía de las sociedades humanas más desemejantes y discordes, por la propia acción de sus métodos; y la ciencia es organismo que solo vive en ambiente pacífico, para desplegar en él sus lentas y progresivas conquistas. Ella encierra el secreto de la paz del mundo y de las conciencias, la unificación de los intereses materiales y de las aspiraciones morales, las únicas bases positivas posibles de la igualdad social, y de la justicia fundada en la verdad de la naturaleza humana.

Ni los partidarios teóricos de la guerra, como institución útil al progreso del mundo, pueden desconocer el valor decisivo de la ciencia en sus resultados incontrarrestables; y así, deben oír la observación profundamente científica que se formula en obras recientes sobre la “Eugénica” o ciencia de la selección humana, cuando nos dice que “bajo la corriente de la continua guerra, en la cual centenares de miles de los más fuertes miembros de la comunidad social son exterminados, mientras que solo quedan los más débiles para continuar el núcleo fundamental, la raza originaria se debilita progresivamente, y puede al fin extinguirse. Cuando, como es frecuente, el continuo despotismo sigue al continuo guerrear, los nuevos pueblos sometidos, no por la selección sino por la fuerza, al ser conservados en posición inferior, no pueden formar una nación con la integridad social de sus predecesores, y habrán de disgregarse y desaparecer.” Los campos de batalla, agrega otro sociólogo alemán, quedarán cubiertos con los cadáveres de millones de nuestros hombres más jóvenes, sanos y fuertes. Los mejores son los que se pierden: solo quedan los ancianos, los inválidos, los enfermos, porque el servicio obligatorio arrastra a todos los aptos para cargar las armas; y además, los sobrevivientes de los campos de batalla no son los más indicados para la continuación de la raza, a menos que se dé a los neurópatas el primer lugar... porque si al estruendo de la técnica y del tráfico, se agregan los horrores de la guerra ¡qué generación de neurasténicos se producirá, y cómo los males de la neurastenia arruinarán las generaciones!

Desde los más primarios problemas relativos a la formación del núcleo social de la nacionalidad, basta la posesión de los más sencillos medios de utilización de los recursos naturales, la ciencia es nuestra guía y maestra y artífice insuperable. Por eso es la labor permanente de las generaciones en este eterno vaivén de la ola figurativa del humano progreso. La Escuela y la Universidad son sus laboratorios y talleres, no solo para trabajar en el material primitivo, sino para formar en la vida del trabajo la esencial fraternidad del esfuerzo común y solidario. Este reemplaza por virtualidad propia a los postulados convencionales y a los mandatos autoritarios de los dogmas religiosos o filosóficos heredados, los cuales, por otra parte, no pueden subsistir en la conciencia de un niño, apenas éste pueda percibir la verdad elemental de la ciencia; a menos que la religión o la filosofía no sean un efluvio natural de la ciencia misma.

El descubrimiento en colaboración, de una verdad, de un elemento, de una cualidad cualesquiera, crea desde luego un vínculo indisoluble de compañerismo, acaso más fuerte que el parentesco; y por sucesivas agregaciones, la esfera de la armonización y consenso colectivos va ensanchándose, hasta abarcar la totalidad de una nación o de una raza.

La ley de armonía ha sido así sancionada por el propio imperio de la conciencia, y ninguna fuerza que no sea la de una necesidad superior, podrá desalojarla, ni debilitarla. El conocimiento de la verdad sobre las cosas y las ideas, descubre en los corazones las excelencias, las virtudes y las sinceridades más asombrosas; y entre los hombres que vivieron separados por vallas infranqueables de prejuicios, diferencias y odios de muerte, se abre como un nimbo de luz, a cuyo resplandor se confunden sus almas en una íntima comunión de amor y solidaridad, porque han desaparecido entre ellos las únicas causas de separación, es decir, la ignorancia recíproca sobre las cualidades comunes, que ocultaban el tesoro de sus más hondas simpatías y afinidades. Por eso he dicho alguna vez, -inspirado en la enseñanza de Leonardo de Vinci- el espíritu más ingénitamente científico producido por el cultivo humano, que “conocer es amar, como ignorarles odiar” y porque la historia mental de la humanidad enseña con sobrada elocuencia que los ignorantes son los depositarios de los odios ancestrales, heredados o transmitidos de inmediato por el genio de la guerra, para encender las hogueras o armar los brazos fratricidas, o guiar el puñal del asesino, o envenenar de ingratitud y de injusticia hacia sus benefactores más abnegados, el alma de las sencillas comunidades, de pueblos o aldeas privadas de la cultura intensiva o ambiente que los doméstica o conduce por el buen camino.

Sólo la ciencia, cultivada en labor continua, tenaz, de generación en generación, y en cooperación consciente o ignorada de pueblos a pueblos, puede acercarnos a formar ese espíritu de justicia social e internacional, tan anhelado por los filósofos y filántropos, que cual santos de una religión profana y sin dogmas, orasen a voces con el lenguaje del amor y de la verdad, como Franklin, como Washington, como Jefferson, quien concebía una noción de nacionalidad que “comenzase una nueva era, esperaba una época en la cual los intereses dominantes dejasen de ser locales para ser universales, las cuestiones de diferencias de fronteras y soberanías fuesen secundarias, y los ejércitos y armadas quedasen reducidos a una función de simple policía...”. Son palabras dictadas, como las de la inmortal despedida del chacarero de Mount Vernon, por un sentimiento de intenso amor humano, que nada sino la ciencia es capaz de inspirar; porque ella descubre ante las sencillas como las más altas conciencias, la verdad de la pequeñez igualitaria de todos los hombres, y desmonta todo el aparato formidable de las vanidades agresivas y dominantes, que engendran las autocracias, las tiranías y las clases oligárquicas, adueñadas de la libertad y del trabajo del pobre, el cual, agobiado por su ignorancia irreparable, queda reducido a la esclavitud de hecho por la imposibilidad de una liberación, que estriba más en la ceguera de la mente que en la condición material de la servidumbre.

Debemos, entonces, todos los consagrados a la tarea del estudio, en todo país de la tierra, proponernos una nueva y más intensa, teniendo en cuenta que vamos en auxilio de nuestros hermanos de otras razas y naciones, considerados, acaso, inferiores, porque ignoramos sus cualidades y virtudes esenciales, hasta privarnos de su colaboración en nuestro propio progreso;

en ayuda, en primer término, de nuestros compatriotas y vecinos más próximos de nuestra América, expuesta por su inexperiencia y juventud, a errores más perniciosos porque comprometerían su porvenir, ya que tiene la suerte de mantenerse, gracias a la distancia geográfica e histórica que la separa de Europa, incontaminado las pasiones impulsivas de la guerra presente, si bien no podrá desinteresarse de la suerte de los beligerantes, con quienes la unen lazos de una íntima solidaridad de raza, de intereses y tradiciones formados en la enseñanza de sus maestros, y en el aire de su cultura, absorbida por la nuestra en constante correspondencia ideal; y al estudiar con ese profundo interés solidario, la filosofía de esta guerra, no olvidemos que estudiamos un problema propio, porque corresponde a nuestra misma civilización. En el desquicio probable de los ajustes de esa vieja fábrica, no podríamos precisar con exactitud la misión superior que le está reservada a nuestra América y a nuestra patria, ya sea como sujetos de experiencia de nuevos principios emergentes de aquella terrible lección, ya como hogar de refugio o de reconstrucción de los ideales y doctrinas de solidaridad y justicia derruidos, ya de renovación de los despojos sangrientos que de ese antiguo acerbo de principios sociales y políticos, quedarán esparcidos por los sangrientos o incendiados campos de batalla.

Señores profesores y estudiantes que me escucháis -y ojalá me oyeran todos los que enseñan a la juventud de mi patria-, quiero deciros con toda la convicción de mi espíritu, templado ya en el yunque de treinta años de vida activa intelectual, que estoy muy lejos -ante el espectáculo de la guerra europea-, de abdicar, como he observado en muchos otros, de los más fervientes ideales, y de la fe en la fuerza y valor de los principios directivos y superiores de la justicia y de la razón, en las relaciones políticas de las naciones civilizadas. La guerra, por grande y comprensiva que sea, es siempre un accidente pasajero en la sucesión de los tiempos; y aunque no sea un medio de fundar la paz, sus soluciones de hecho pueden crear una situación favorable al desarrollo de las instituciones justicieras y liberales. Y a las labores de las ciencias, las letras y las artes, las cuales, al elevar en un grado más el nivel de la universal cultura, asegurarán por períodos cada vez más largos de paz convencional, la acción de los elementos constitutivos de la paz definitiva sobre las bases eternas de la verdad y de la justicia.

Aunque nunca he pensado que pudiera admitirse un derecho y una moral internacionales para América en oposición a los de Europa, es indudable que la diferenciación geográfica hace posible la coexistencia de dos modalidades diferentes en la aplicación de sus principios generales. De esa manera el naufragio de ellos en un continente puede ser reparado por el otro, como ya pudo comprobarse este equilibrio cuando Canning enunció su inmortal afirmación: “He llamado a la vida un mundo nuevo para restablecer el equilibrio en el antiguo”. Así, no porque hayan sufrido las conquistas de justicia internacional tan hondo descalabro con la presente guerra, nos dejemos invadir por el desaliento, ni menos por la reacción hacia las imposiciones bárbaras de la fuerza; acaso la misma Europa, cuando se haya cansado de matar y de destruir los frutos preciosos de su cultura y su trabajo seculares, venga a buscar en la olvidada América la brasa encendida para reavivar el fuego sacro de los seculares ideales de derecho, de justicia y solidaridad humanos, con los cuales tendrá que reconstruir, allá en el viejo solar de las razas madres, el común hogar devastado por los odios y rivalidades, no menos funestos por ser pasajeros.

Hay una sonrisa compasiva, o al menos interrogante, sobre las organizaciones corporativas que se han impuesto la misión de pacificar el mundo; se pregunta sobre el destino y la actitud de la Conferencia internacional de La Haya, erigida en Corte permanente de arbitraje entre las naciones, y de los demás congresos científicos consagrados al progreso de la moral y justicia universales. Pareciera que estas creaciones convencionales debieran decretar de modo infalible la solución de todos los conflictos y remediar todas las imperfecciones humanas, corregir los errores y rectificar las corrientes de la historia, por obra de una magia omnipotente e incontrastable.

No se recuerda que ellas fueron establecidas como agentes de labor y experiencia, fundadas en el consenso voluntario de las naciones, y sólo como órganos de consejo y no de legislación imperativa. Y basta para sus fines con esa relativa soberanía e independencia, porque las conquistas morales o jurídicas de las naciones no se han realizado en un día, y ya es mucho que ellas reemplacen a la sangre y al fuego que han costado siempre las simples enunciaciones de las nuevas fórmulas de gobierno en los siglos pasados, a ese género de corporaciones pertenecen los institutos científicos y las universidades que en todo el mundo trabajan en el mismo sentido, y sería renegar de la ciencia misma, desconocer su valor o utilidad, porque su existencia no hubiese sido bastante para impedir una revolución o una guerra.

A pesar de sus transitorias regresiones hacia el error o la violencia, la humanidad marcha a su perfeccionamiento; el ideal, conservado y cultivado en los solitarios laboratorios de la ciencia, del arte y de la poesía, es la estrella lejana del derrotero eterno, y hacía ella se encamina la peregrinación de la humana grey. La ciencia es su guía, el arte es su inspiración y su ritmo; y así, unidos los corazones al rumor de la armonía inefable que ellos exhalan en las almas, la marcha es triunfal, y durante las jornadas, van realizándose muchos de los prodigios esperados. No es posible abandonar la columna, ni arrojar los estandartes porque caigan en el camino los rendidos o los desalentados o los escépticos; no habría conquista en la vida si admitiésemos tal posibilidad, y en los procedimientos de la ciencia se explicarían menos tan perniciosas intermitencias de hastío o cobardía. Los estudiosos, los letrados, los profesionales del saber, tienen la misión de los oficiales en la marcha del ejército simbólico; ellos son un estímulo perenne para el soldado de fila, son un ejemplo vivo e infatigable de voluntad y de acción. En nuestra joven y aún informe nacionalidad sería una falta imperdonable la prédica del descreimiento y la vacilación; los que siguen sus estudios en las aulas, tras la enseñanza y conducción de los maestros, y los que van a ocupar su puesto en la labor pública del oficio confiados en su propio esfuerzo, todos son responsables de su parte en la labor de salvar la integridad del patrimonio moral de la Nación.

Señores maestros, graduados y alumnos: entre los motivos de intensa satisfacción que este acto procura a la Universidad, me complazco en señalar la presencia de tres de los más reputados miembros del profesorado de la venerable y benemérita Universidad de Córdoba del Tucumán, santuario silencioso y cálido de tres siglos de tradición y germinación de semillas ideales, que un día dejaron ver el misterio de su fruto glorioso en la libertad de nuestra patria; la cual, si es cierto que ha roto con su pasado político, acaso arrastrando en su corriente impetuosa, como la de nuestras montañas muchos objetos caros al amor de la raza, ha podido conservar en aquella noble casa de estudios, como un arca de tesoros ancestrales, todo el sedimento de una sociedad que aspira a perpetuarse y engrandecerse. Ella ha sido mi verdadera madre espiritual; su alimento entrañable ha penetrado en mi corazón y en mi inteligencia hasta sus más recónditas células: ha creado el foco de mis energías, mis ideales y amores humanos y patrióticos, al ponerme en comunicación íntima con el alma de nuestros antepasados, los de la Nación misma, que sin ellos apenas tendría un cimiento, como el que edificó sobre arena, en el Evangelio. De su seno ha nacido esta Universidad de La Plata, la cual, sobre la base irrenunciable de esa levadura secular, ha edificado su fábrica nueva, que por ese solo hecho lleva en su sangre hondo impulso de vida.

El señor Dr. Juan Carlos Pitt, decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de San Carlos, es una alta personalidad en el valioso mundo intelectual de Córdoba, donde vive y se enriquece cada día el núcleo de cultura y de ciencia que hace de esa gran ciudad un verdadero centro de atracción y convergencia de la vida social, intelectual y política de una vasta porción de la República. Hombre de foro, de cátedra y de estado, es por esos varios conceptos un respetable ministro de la justicia y de la administración de aquella adelantada provincia, quizá la mejor constituida después de un largo periodo de accidentados ensayos; y es al mismo tiempo su enseñanza, será una columna fundamental para el sostenimiento, progreso y renovación del clásico instituto de Trejo y Sanabria. A los tres les expreso la más íntima gratitud de la Universidad de La Plata, por su visita y sus ilustradas lecciones, hacia ellos y hacia la ilustre casa que los ha enviado en la embajada intelectual más propicia que pueden desear dos institutos llamados a completar su acción, distinta y concurrente a un solo fin patriótico y humano.

A los nuevos graduados de este día, les ha correspondido, así, la suerte de llevar sus títulos, en cierto modo consagrados por la presencia y la autoridad virtual de aquella alta y respetable corporación, por el prestigio efectivo que le agrega el concurso personal del Señor Ministro de Justicia e Instrucción Pública y la concurrencia, en nombre de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, del sabio y reputado maestro, el doctor David de Tezanos Pinto, cuya sola presencia es un justiciero realce para este acto; al de todos ellos se une el voto que en nombre de la nuestra formulo por su felicidad y éxito en la lucha de la vida, y por el incesante progreso de la ciencia.

 

 

 

 

Tomado de: Universidad Nacional de La Plata, Talleres Gráficos Christmann y Crespo, La Plata, 1914 (Versión impresa del discurso emitido por González el 15/8/1914 con motivo de la colación de grados y títulos en la Universidad)