XAVIER
ZUBIRI
LA IDEA DE NATURALEZA LA NUEVA FÍSICA
El problema de la física atómica
La
mecánica del átomo
Los
conceptos fundamentales de la física en la nueva teoría
La
base real de la nueva física
Los
problemas sin resolver
La
índole del conocimiento físico
El
problema fundamental
[NoTA.—Ruego
al lector que considere, en primer término, la fecha de
publicación
de estas líneas (1934), y, en segundo lugar, el tipo de
personas
a quienes van dirigidas.]
El
premio Nobel de 1932 y 1933 ha sido otorgado a tres físicos europeos:
Heisenberg,
Schrödinger, Dirac, que han creado la nueva mecánica del
átomo.
La sospecha de que esta mención honorífica significa, más que el
mero
premio a una labor de especialista, la consagración de una nueva
etapa
en la historia del saber físico, ha atraído sobre esos hombres la
atención
del gran público. En mucha menor escala, naturalmente, pero lo
mismo
que había acontecido a Einstein y del mismo modo que a éste, cuando
descubrió
su principio de relatividad, en plena juventud. Un rasgo que en
ningún
sentido es accidental a la nueva física.
Hace
algunos pocos años, un mozalbete se presentaba en una reunión de la
buena
sociedad lipsiense. La ola de inquietud que el joven movilizó, a su
entrada,
tan desproporcionada a su insignificancia—veintitantos
años—,
suscitó
en algunas personas una impertinente sorpresa: Pero, ¿qué pasa con
este
estudiante? Era el joven Werner Heisenberg, nombrado recientemente
Profesor
ordinario de Física de la Universidad de Leipzig. Quien conozca
lo
que esto significa en Alemania —lo contrario de lo que, por modo tan
depresivo,
acaece en España con harta frecuencia—, podrá medir, sin más
comentario,
la insólita magnitud del caso. Estudiante aún, o poco menos,
en
Göttingen, había dado una primera solución a uno de los más agobiantes
problemas
de la Física y abierto, con ello, una nueva era en esta ciencia.
Poco
más tarde, en 1927, formula su célebre Principio de indeterminación,
la
novedad, si no la más radical, por lo menos la más inesperada de la
física
actual.
Schrödinger,
aunque más entrado en años, es un hombre juvenil, más joven
aún
de alma que de cuerpo. No en vano ha nacido en Viena y lleva, por
añadidura,
el sello inconfundible de los que vivieron el movimiento de
juventud
(la Jugendbewegung), congregados, llenos de fe y entusiasmo, en
torno
al lema: Camaradería: ¡Abajo las convenciones! Cuando lo conocí, en
1930,
hacía tres años que había venido a la Universidad de Berlín, desde
la
Escuela Politécnica de Zurich, para suceder a Max Planck en la cátedra
de
Física teórica. Comenzó sus lecciones con una frase de San Agustín:
"Hay
una antigua y una nueva teoría de los Quanta. Y de ellas puede
decirse
lo que San Agustín de la Biblia: Novum Testamentum in Vetere
latet;
Vetus in Novo patet. (El
Nuevo Testamento está latente en el
Antiguo;
el Antiguo está patente en el Nuevo.)". Un comienzo
desconcertante
para aquel auditorio, habituado al positivismo del pasado
siglo,
que nos ha servido, a última hora, una ciencia sin espíritu ninguno
y,
por tanto, sin espíritu científico. En 1926, docente aún en Zurich,
tuvo
la idea de dar fórmula matemática más precisa a una hipótesis de otro
joven
físico francés, Louis de Broglie, laureado también con el premio
Nobel.
Desde entonces, la ecuación de Schrödinger es, hasta hoy, el
instrumento
matemático más poderoso para penetrar en los secretos del
átomo.
Finalmente,
Dirac, un joven profesor de Cambridge, ha intentado una
generalización
de las ideas de Schrödinger, a base de la teoría de la
relatividad,
que le ha permitido obtener una visión más completa del
electrón.
Estas
líneas no tienen más pretensión que la de exponer una serie de
reflexiones
que esta nueva física puede sugerir a la filosofía. La nueva
física
es, en mayor o menor grado, justamente eso: una novedad y, por lo
mismo,
un problema. Ahora bien: este carácter no afecta tanto a las
cuestiones
de que la física trata, sino a la física en cuanto tal. Quien
es
problema en esta nueva física es la física misma. Por esto ha tocado a
un
punto que pone en vibración a un tiempo el cuerpo entero de la
filosofía.
Sirva esto, a la vez, de justificación personal para quien, no
siendo
profesional de la física, se ve forzado a hablar de temas físicos.
Y
téngase en cuenta que, al hacerlo, el carácter de los posibles lectores
a
quienes esta nota va dirigida obliga al empleo de expresiones
técnicamente
vagas, cuando no impropias. Tanto, que los escasos términos
matemáticos
a veces aludidos no son sino evocaciones, y, por consiguiente,
pueden—sin
pérdida de sentido—ser pasados por alto por lectores no
iniciados
(1).
1.
El problema de la física atómica
Para
hacerse cargo de lo que significa la obra de Heisenberg, Schrödinger
y
Dirac, basta recordar el problema que traen entre manos. Hace años,
Rutherford
tuvo la idea de suponer que los átomos están compuestos de un
núcleo,
cuya carga eléctrica resultante es positiva, en torno al cual
giran,
otros corpúsculos de carga negativa, llamados electrones, como los
planetas
en torno al sol. El núcleo, además de electrones, contendría
también
corpúsculos de carga positiva, los protones. Ambos elementos se
atraen,
conforme a la ley de Coulomb, y se mantienen a distancia,
precisamente,
por la energía del movimiento giratorio del electrón. Este
movimiento
provocaría una perturbación en el éter ambiente, la cual,
propagada
en forma ondulatoria, seria la causa de todos los fenómenos
electromagnéticos
ya explicados por la teoría de Maxwell. Ahora bien: cada
elemento
químico se halla caracterizado por un sistema de estas
ondulaciones
especiales que produce en el espectro luminoso. De tal
suerte,
el problema de la estructura del átomo queda vinculado al de la
interpretación
de su espectro. El modelo de Rutherford constituye un
primer
ensayo de explicación. Habría, pues, una esencial unidad entre los
fenómenos
que acontecen en el mundo que percibimos y los que acontecen en
el
interior del átomo; una sola física seria la del macrocosmos y del
microcosmos.
Sin
embargo, una grave dificultad se interpone a esta concepción. Si la
energía
de las perturbaciones electromagnéticas fuera debida a la energía
cinética,
es decir, a la energía aparejada al movimiento planetario del
electrón,
es evidente que, en virtud del principio de conservación, la
emisión
de energía, en forma de ondas electromagnéticas, había de ir
acompañada
de la pérdida de una cantidad correspondiente de energía
cinética,
con lo cual el electrón perdería velocidad, y, por tanto, a
causa
de la atracción eléctrica, iría aproximándose cada vez más el
núcleo,
hasta caer definitivamente sobre él. La órbita del electrón no
seria
circular, sino espiral. En tal momento habría cesado el movimiento
y,
con él, la producción de ondas electromagnéticas. La materia llegaría
rápidamente
a un estado total de equilibrio en que no se registraría
ningún
fenómeno eléctrico ni óptico. La presunta unidad de la física
tropezó
aquí con una dificultad que la amenazaba en su propia
esencia.
Algo
parecido había ocurrido al estudiar la distribución de la temperatura
en
el interior de un cuerpo cerrado, absolutamente aislado del exterior:
la
llamada radiación del cuerpo negro. Para poder ponerse de acuerdo con
la
experiencia, Max Planck tuvo la genialidad de renunciar a la idea de
que
la radiación es un fenómeno que se produce en forma de transiciones
continuas
e insensibles. Pensó, en su lugar, que la energía se absorbe y
se
emite discontinuamente, por saltos bruscos. Poniendo una comparación
absurda,
supongamos que la temperatura se alterara de diez en diez grados.
Si
el cuerpo dispusiera de doce, por ejemplo, emitiría tan sólo diez y se
reservaría
los dos restantes (como si no existieran) hasta tener ocho más,
para
emitir de un golpe los nuevos diez grados, y así sucesivamente. La
absorción
y emisión de energía se verificaría, según Planck, por múltiples
enteros
de una cierta cantidad elemental constante: el quantum de acción.
La
determinación numérica de esta constante fue la gran creación de
Planck.
Lleva, por esto, su nombre: la constante de Planck. La energía se
comporta,
pues, como sí estuviese compuesta de granos o corpúsculos. Esta
idea,
conforme, en absoluto, con los datos experimentales, era
incompatible
con toda la física hasta entonces existente, basada
esencialmente
en la idea de la continuidad de los procesos físicos. En
realidad,
pues, la solución propuesta por Planck para explicar la
radiación
del cuerpo negro agudiza nuevamente la contradicción entre la
experiencia
y la física entera.
Un
colaborador de Rutherford, Niels Bohr, aplicó en 1913 la idea de Planck
al
modelo atómico de su maestro, y su éxito experimental ha acabado de
abrir
a los pies de la ciencia el abismo absoluto que la separaba de la
experiencia.
En
efecto, volvamos al átomo de Rutherford. Una de las causas que lo hacen
inaceptable,
decía, es la posibilidad de que el electrón caiga sobre el
núcleo.
Pues bien: mantengamos el modelo, postulando la imposibilidad de
esa
caída. Entonces, el electrón no podrá hallarse a cualquier distancia
del
núcleo, sino a ciertas distancias previamente definidas. Es decir,
volviendo
a poner cifras absurdas, Bohr postula que el electrón puede
hallarse
a un milímetro, a dos, o tres, del núcleo, pero no a uno y medio,
etc.
No son posibles para el electrón todas las órbitas, sino tan sólo
algunas.
Con ello queda eliminada la posibilidad de la caída sobre el
núcleo.
Pero esta eliminación se funda, como se ve, en un simple
postulado.
Aún hay más: mientras que para Rutherford el átomo emite o
absorbe
energía mientras se mueve en su órbita, para Bohr las órbitas de
los
electrones son estacionarias, es decir, no hay radiación mientras el
electrón
se mueve en ellas, sino tan sólo cuando salta de una órbita a la
otra.
La frecuencia de la energía emitida entonces es una cantidad que
depende
de la constante de Planck y que nada tiene que ver con la
frecuencia
que habría de esperarse de la traslación del electrón dentro de
su
órbita. De este modo se agrava aún más el problema; no hay relación
ninguna
entre la frecuencia de la energía de la radiación y la que
derivaría
mecánicamente de los estados estacionarios del átomo. Con esta
hipótesis,
pues, la mecánica de los movimientos electrónicos no tienen
nada
que ver con la mecánica clásica, la que sirvió para el sistema solar,
ni
con la física de Coulomb-Maxwell, que exige la estructura continua de
la
energía y admite todas las posibles distancias entre el electrón y el
núcleo.
El macrocosmos obedecería a una física contínuista, y el
microcosmos
a una física discontínuista. Y la dificultad sube de punto con
sólo
pensar que estos dos cosmos no están separados, sino que el uno actúa
sobre
el otro. ¿Cuál será entonces la estructura de esta
interacción?
Tal
es la encrucijada en que se hallaba la física al ocuparse de ella De
Broglie,
primero y luego Heisenberg, Schrödinger, Dirac. Para comprender
la
magnitud del problema, piénsese en que no se trata de la dificultad de
explicar
tal o cual fenómeno concreto, sino de la dificultad de concebir
el
acontecer físico en general. No puede haber dos físicas, porque hay una
sola
Naturaleza, la cual, o da saltos, o no los da. El contraste
continuidad-discontinuidad
juega, en esta cuestión, un papel inicial que
luego
veremos complicarse con otras dimensiones más esenciales del
problema.
Recuérdese una situación parecida en el siglo xix, a propósito
de
la naturaleza de la luz. Para Newton, se trataba de una serie de
corpúsculos
que se propagan en línea recta. Para Huygens, la luz era, en
cambio,
la deformación de un medio continuo que lo baña todo, y lo que
llamamos
un rayo de luz no es sino la línea de máxima intensidad de esa
deformación.
El descubrimiento de las interferencias pareció dar, por
entonces,
razón a Huyghens, y pudo edificarse, incontradictoriamente con
esta
idea de la continuidad, toda la óptica y todo el electromagnetismo.
Veremos
cómo esta alusión a la óptica desempeña un papel esencial en la
nueva
física.
2.
La mecánica del átomo
1.
En 1925, Heisenberg aborda este angustioso problema mediante una
consideración
crítica. La dificultad a que nos ha conducido Bohr tal vez
proceda
de habernos querido dar una imagen demasiado detallada del átomo,
una
imagen que, para Heisenberg no sería necesaria, por contener elementos
superfluos
y no limitarse tan sólo a los precisos.
En
primer lugar, el modelo Bohr tiene elementos superfluos. Se supone, por
un
lado, que el "estado" mecánico del átomo depende de la posición y
velocidad
de sus electrones. Pero llegada la hora de explicar las rayas
del
espectro, resulta que este movimiento estacionario del electrón, en lo
que
tiene de mecánico, no interviene absolutamente para nada. Lo que
acontece
al electrón en sus órbitas estacionarias es absolutamente
indiferente
para la física. Sólo le importa el salto de una a otra. Y
precisamente
Bohr postula una energía de salto que nada tiene que ver con
la
energía cinética, que, desde el punto de vista mecánico, habría de
poseer
el electrón en sus estados estacionarios. ¿A qué complicarnos
entonces
la cosa con esta imagen mecánica?
Era
más conveniente, en segundo lugar, limitarse a elaborar la teoría del
átomo
con magnitudes realmente medibles. Y las magnitudes directamente
medibles
son cosas tales como la energía, el impulso (es decir, las
integrales
del movimiento del sistema), pero no el lugar y la velocidad de
los
electrones.
Recordemos,
para aclarar la cuestión, un problema de acústica que nos será
conveniente
no olvidar a lo largo de toda esta nota. Pretendemos conocer
las
leyes de composición de los sonidos, es decir, su estructura. Para
ello
podemos emplear el siguiente método. Es sabido que el sonido está
producido
por la vibración de un medio, por ejemplo, de una cuerda. El
problema
acústico que se nos ha propuesto pasa a ser un problema de
dinámica;
si sacamos de su estado de equilibrio a una molécula de esta
cuerda
y conocemos la amplitud de esta deformación y la velocidad inicial,
que
con cierta fuerza le vamos a imprimir, podemos deducir inexorablemente
el
curso ulterior del movimiento de toda la cuerda. Un cálculo matemático
nos
haría saber que esa vibración sonora se compone de tonos fundamentales
y
armónicos, y obtendríamos todas las relaciones de la escala musical.
Pero
habría otro procedimiento para abordar esta cuestión. Cada sonido
está
caracterizado por la frecuencia, intensidad y amplitud de sus ondas.
Hay
unos aparatos, llamados resonadores, que sirven para registrar
sonidos,
caracterizados por la propiedad de no emitir más que uno sólo, en
forma
tal, que si en su alrededor se produce éste, el resonador suena; si
el
sonido excitador no es el suyo propio, no acusa sonoridad alguna.
Supongamos,
pues, un sonido cualquiera; si en su proximidad colocáramos un
sistema
idealmente completo de resonadores, cada uno de ellos extraería
del
sonido total la parte que es su sonido propio; obtendríamos así una
especie
de espectro acústico. La combinación de estos sonidos elementales
nos
daría la estructura del sonido total. Todo el problema quedaría
reducido
a un problema aritmético: averiguar las leyes de combinación de
estos
sonidos, es decir, la proporción, si se me permite la expresión, en
que
cada sonido elemental entra en la estructura del sonido total.
Encontraríamos
por este camino los mismos resultados que los obtenidos por
el
método anterior: los sonidos se componen, entre sí, en proporciones
tales,
como de uno a ocho, de uno a cuatro, etc.
El
hecho de que en acústica ambos métodos sean practicables y de que el
primero
empalme con los problemas generales de la mecánica, podría inducir
al
error de suponer que lo mismo debe de acontecer en el caso de las ondas
luminosas,
y que las frecuencias y amplitudes de las oscilaciones de un
electrón
en el espectro han de poder explicarse por el estado mecánico del
sistema.
Esto es una pura ficción. En realidad, el segundo método es
independiente
del primero y conduce a los mismos resultados que éste, pero
con
una ventaja: la de operar sobre magnitudes directamente accesibles
siempre
a la medida experimental, como son los tonos e intensidades de los
sonidos,
y no sobre magnitudes a veces incontrolables, como son la
posición
y velocidad de las moléculas de una cuerda.
Si
bien el modelo atómico de Bohr era incapaz (defecto esencial) de medir
las
intensidades de las rayas espectrales, su mérito positivo consistió en
explicar
la distribución cualitativa de éstas. Todo lo demás, la imagen
mecánica
del átomo, era perfectamente accesorio. Abandonando, pues, esta
inútil
complicación mecánica de electrones giratorios, órbitas, etc.,
Heisenberg
intenta hallar para las rayas espectrales una especie de
aritmética,
análoga, por muchos conceptos, a la que existe en acústica
(2).
Evidentemente, esta aritmética es enormemente más complicada que la
del
sonido. El espectro luminoso es el sistema de todas las infinitas
posibles
frecuencias y aptitudes. Como cada una de ellas está compuesta
por
vibraciones elementales de frecuencia y amplitud determinadas, y es
producida,
a su vez, por el paso de un estado atómico a otro, resulta que
esta
aritmética tendrá que contar, para la determinación de las
frecuencias
del espectro, con un conjunto doblemente infinito de
vibraciones
elementales. Estas vibraciones elementales forman un conjunto
ordenado,
llamado matriz infinita. Todo el problema está en establecer
cuáles
son las leyes de combinación de estos números, es decir, de los
conjuntos
de estas vibraciones elementales. Toda aritmética, lo mismo
aplicable
a los átomos que aquella de que se sirve la experiencia
cotidiana,
consiste en establecer ciertas reglas convencionales para
calcular,
esto es, para deducir, de los números dados otros nuevos
números.
Del 3 y del 5, por una convención llamada suma, deducimos el 8.
Por
otra convención deducimos el 15. En nuestro caso, las matrices
desempeñan
la función de los números, y habrá que introducir reglas tales,
que
de ellas se deduzcan las combinaciones espectrales que la experiencia
nos
muestra. Es decir, procede Heisenberg en forma tal, que la relación
entre
las frecuencias y las amplitudes sean la misma que la que hay entre
las
correspondientes magnitudes en el modelo de Bohr. La estructura
cuantista,
que en este último era un simple postulado arbitrario, aparece
ahora,
para Heisenberg, como consecuencia necesaria de las reglas de
composición
de las magnitudes espectrales. Mas la aritmética de Heisenberg
es
profundamente distinta de la aritmética usual: en aquélla, el orden de
los
factores altera esencialmente el producto. Pero en cuanto se sale de
la
mecánica del átomo a la mecánica corriente,, esta alteración es
insensible,
porque no es superior al orden de magnitud de la constante de
Planck.
En el desarrollo de la teoría han colaborado activamente con
Heisenberg,
Bohr y Jordan.
Heisenberg
parte, pues, de las discontinuidades de los procesos atómicos
para
obtener, en primera aproximación, las relaciones de continuidad de la
mecánica
y de la física clásica. Para ello reduce el problema de la
discontinuidad
a otro más general: la aritmética no-conmutativa de
matrices
infinitas. El hecho de que nuestra aritmética cotidiana, la que
interviene
en la composición de fuerzas y velocidades, sea, en cierto
sentido,
un caso particular de esta aritmética de Heisenberg, vuelve a
conferir
una unidad radical al edificio entero de la física.
2.
El punto de vista de Schrödinger es completamente distinto. En
apariencia,
más intuitivo y menos abstracto que el de Heisenberg. No
necesita
introducir nuevos procedimientos calculatorios, sino que se sirve
de
los instrumentos usuales en la física clásica, es decir, de funciones
continuas
y ecuaciones diferenciales o en derivadas parciales. A
diferencia
de Heisenberg, que parte de la discontinuidad para obtener una
explicación
de los fenómenos continuos, Schrödinger parte de la hipótesis
de
la continuidad, y su problema estriba en dar cumplida explicación de
los
fenómenos discontinuos del átomo.
Ya
De Broglie, estudiando la teoría del efecto fotoeléctrico propuesta por
Einstein
(a que aludiré más tarde), según la cual la luz parecía
comportarse
como si estuviera compuesta de corpúsculos, llamados, por
esto,
fotones, tuvo la idea de suponer que a todo electrón estaba asociada
una
onda de pequeñísimas dimensiones, que le acompaña constantemente. Es
decir,
supuso que el fotón era una onda cuantificada, cuya energía es
igual
a la frecuencia multiplicada por la constante de Planck, y que se
halla
sometida, por lo demás, a todas las leyes de las ondas
electromagnéticas.
Partiendo de esta idea, Schrödinger concibe el electrón
como
un sistema de estas ondas que De Broglie había asociado a los
corpúsculos.
Imaginemos
también ahora una cuerda vibrante. Supongámosla fijada nada más
que
por un extremo. Si la sacudimos desde él, se producirá una vibración
que
se propagará a lo largo de la cuerda, hasta desaparecer. En cambio,
supongamos
la cuerda fija por los dos extremos. Propongámonos entonces la
producción
de un sonido. Esta onda sonora no se parecerá a aquella
vibración
del caso anterior, que se propaga y desaparece, sino que
permanece
en cierto sentido, es decir, es estacionaria, y se halla
compuesta
de un número entero de vientres y nodos relacionados entre sí de
manera
fija. Sí queremos, pues, producir un sonido con una cuerda de
longitud
determinada, por lo pronto es claro que en los extremos de ella
tienen
que coincidir dos nodos. Y, por consiguiente, queda restringido el
número
y forma de los vientres que caben dentro de la cuerda. Dada una
cuerda
de longitud determinada, es limitado el número e índole de ondas
estacionarias
o sonidos elementales que con ella pueden producirse. Cada
cuerda
tiene, pues, un sistema de vibraciones, de sonidos propios. La
física
macrocósmica registra, por tanto, fenómenos tales como las ondas
estacionarias
propias, que, sin mengua de su continuidad, ofrecen
discontinuidades
precisables en números enteros, por ejemplo, el número y
distribución
de vientres y nodos. Dicho en términos menos vagos: la
ecuación
general, que permite estudiar toda clase de ondas, da lugar, bajo
ciertas
condiciones restrictivas (las llamadas condiciones en los
límites),
a una selección de ondas estacionarias propias a cada
cuerda.
Pues
bien: Schrödinger tuvo la idea de aplicar este método al estudio del
átomo.
Si fuera posible obtener los estados estacionarios del átomo, como
se
obtienen las solas ondas estacionarias posibles para una cuerda, se
habría
resuelto el problema de la estructura del átomo sin apelar a
arbitrarios
postulados cuantistas ni renunciar a los eficaces métodos de
que
se ha servido la física clásica. Pensemos, para ello, en que un átomo
es
algo que, colocado en un espectroscopio, produce una serie de rayas
luminosas
de amplitud y frecuencias determinadas. Todo el problema queda
entonces
reducido a escoger aquellas condiciones restrictivas de las ondas
que
conduzcan al sistema de rayas propio de cada átomo, de la misma manera
que
la determinación longitud de la cuerda acarreaba la selección de los
sonidos
que es capaz de producir. Utilizando la hipótesis general de que
la
energía es igual a la frecuencia, multiplicada por la constante de
Planck,
Schrödinger logra escribir una ecuación de ondas, que, en
convenientes
condiciones restrictivas (o límites), conduce necesariamente
al
sistema de amplitudes y frecuencias propias a cada átomo, esto es, a
las
condiciones cuantistas de Bohr. Es la célebre ecuación de Schrödinger
el
instrumento más eficaz para estudiar la estructura del átomo. Con ello,
el
problema de la estructura atómica queda reducido al de investigar
valores
y funciones propios de la ecuación de ondas. El primer éxito de la
teoría
fue la interpretación del espectro del átomo de
hidrógeno.
Pero
conviene no extremar la semejanza entre estas ondas de materia de
Schrödinger
y las ondas corrientes que todos podemos percibir o imaginar.
La
correspondencia con las cuerdas vibrantes no es más que una lejana
sugestión.
En
primer lugar, las ondas corrientes, inclusive las ondas que había
fingido
la hipótesis de De Broglie, son ondas que se propagan. Las ondas
de
materia, en cambio, son estacionarias, no se
propagan.
En
segundo lugar, las ondas corrientes son tales, que a cada punto del
espacio
corresponde una cierta sacudida o vibración; son funciones del
lugar.
En cambio, tratándose de un átomo con varios electrones corticales,
las
ondas propias a él son función, a la vez, de tantos lugares como
electrones
corticales posea. Si se quisiera seguir hablando de las ondas
como
funciones del lugar, habría que recurrir a un espacio de 3n
dimensiones,
si es n el número de electrones en cuestión; es el llamado
espacio
de configuración, que nada tiene que ver con lo que entendemos
intuitivamente
por espacio, sino que entra dentro de otro concepto del
espacio
mucho más abstracto: el espacio funcional de
Hilbert.
Pero
—y, sobre todo, en tercer lugar— aun tratándose de átomos
que no
contengan
sino un electrón, como acontece en el caso del hidrógeno, las
ondas
de materia no tienen el mismo sentido que las ondas corrientes.
Pongamos
el ejemplo que utiliza Schrödinger. Supongamos un corcho flotante
en
la superficie del agua de un estanque. Se arroja una piedra a éste, y
se
produce una ondulación que se va propagando lentamente hasta que, en un
cierto
momento alcanza al corcho. Es evidente que el corcho sufrirá una
sacudida
mayor o menor, según sea la intensidad que la onda posea cuando
haya
llegado ya al punto donde se encuentra el corcho. Lo que llamamos
configuración
de la onda no es sino el resultado o expresión colectiva de
lo
que en cada instante ha, estado aconteciendo en cada punto de la
superficie
del agua. Y lo que en cada punto acontece depende no más que de
la
intensidad de la fuerza que en él actúa. Nada de esto sucede con las
ondas
de materia. Supongamos un rayo de luz que llega sobre un electrón.
Si
esta onda luminosa actuara como el agua sobre el corcho, la sacudida
que
el electrón sufriera dependería de la intensidad que la onda tuviese
al
alcanzar aquél. Pues bien: la experiencia muestra que el electrón
entrará
o no en vibración, según sea la configuración total de la onda,
con
entera independencia de su intensidad, es decir, según sea el color de
la
luz incidente. El electrón actúa más que como un corcho como un
resonador.
La eficacia de la onda depende de su configuración anterior a
su
llegada al electrón. (Es el fenómeno fotoeléctrico, al cual aludí al
citar
el origen de la hipótesis de De Broglie). De aquí resulta que la
configuración
de esta onda propia del electrón no es la expresión
colectiva,
el resultado de lo que acontece en cada punto del espacio;
sino,
por el contrario, su posible actuación en cada punto del espacio,
está
condicionada por la previa configuración de la onda. Es una primacía
del
conjunto sobre cada uno de sus elementos. En acústica coinciden ambos
puntos
de vista. Puedo suponer que una vibración es la suma de lo que
acontece
a cada una de las moléculas que vibran, pero puedo también
caracterizar
a aquélla indicando la amplitud, la fase y la frecuencia, con
lo
cual, de antemano, queda predeterminado el curso ulterior de la onda
por
entero. En el caso del átomo no coinciden los dos puntos de vista,
sino
que el único posible es el segundo. Se trata no de expresiones
colectivas,
sino de expresiones sobre la configuración de ciertas ondas
estacionarias.
Nada que recuerde las ondas líquidas o acústicas.
Tratándose,
pues, de un orden de magnitud inferior a la constante de
Planck,
los problemas de mecánica corpuscular se reducen a problemas de
mecánica
ondulatoria, y por tanto, recíprocamente, dentro de un orden de
magnitud
superior al indicado, ciertos problemas de mecánica ondulatoria
pueden
tratarse corpuscularmente; de la misma manera que, en un orden de
magnitud
superior a la longitud de onda, existe una equivalencia entre la
interpretación
corpuscular y la ondulataria de la luz.
Esta
equivalencia es algo más que una simple comparación. Fue imaginada
por
Hamilton como simple artificio matemático para tratar de ciertos
problemas
mecánicos. En la mecánica de Newton se comienza por plantear el
problema
en los siguientes términos: conocida la velocidad y posición
iniciales
de un punto, hallar la trayectoria ulterior del movimiento. Si
en
lugar de uno hay varios puntos, el estado final del sistema será el
resultado
de la trayectoria de cada uno, teniendo en cuenta las peculiares
condiciones
iniciales del sistema. Hamilton, en cambio, parte de otra
consideración.
Tomemos desde un principio muchos puntos. Todos ellos,
juntos,
determinan una superficie. Demos a cada uno una velocidad inicial
en
determinada dirección. Al cabo de cierto tiempo esos puntos estarán en
distintos
lugares. Ellos determinarán también una superficie que, por lo
general,
no tendrá la misma forma que la primera. El problema mecánico se
puede
interpretar entonces como un desplazamiento de la primera
superficie,
con o sin deformación, es decir, como si fuera la propagación
de
una onda. Lo que acontezca a cada punto dependerá de lo que acontezca a
la
superficie que lo arrastra, y la trayectoria de aquél será la línea a
lo
largo de la cual es arrastrado por la superficie durante la propagación
de
ésta. El método ondulatorio de Hamilton conduce a las mismas
conclusiones
que el puntual de Newton: da lo mismo interpretar la
superficie
en cuestión como el lugar geométrico de los puntos que obedecen
a
la mecánica de Newton que interpretar el movimiento de cada punto como
la
trayectoria a lo largo de la cual se desplazan los puntos de la
superficie.
Esto, que para Hamilton no pasó de ser un artificio
matemático,
adquiere en Schrödinger un perfecto sentido físico: la
equivalencia
entre la mecánica corpuscular y la ondulatoria, y, con ella,
la
unidad de la física.
Heisenberg,
partiendo de la discontinuidad, reduce la cuestión a un
problema
de aritmética no-conmutativa. Schrödinger. partiendo de la
continuidad,
reduce el problema de la cuantificación al de la
investigación
de las ondas propias del átomo. Sin embargo, y esto es
esencial,
la contraposición es más aparente que real. Schrödinger demostró
que
de su ecuación se obtienen las relaciones aritméticas de Heisenberg,
y,
recíprocamente, con la aritmética de Heisenberg puede llegarse a
obtener
la misma ecuación de Schrödinger. En realidad, ambas juntas
constituyen
una sola mecánica: la mecánica del átomo. Esto plantea un
problema
especial, sobre el que llamaré la atención en
seguida.
3.
En esta construcción de la nueva mecánica quedaban, sin embargo,
profundas
lagunas. Entre otras, las de no poder dar razón del experimento
de
Stern y Gerlach, que exige tener en cuenta el momento magnético, para
explicar
el cual habría que suponer que los electrones, además del
movimiento
de traslación alrededor del núcleo, poseen un movimiento de
rotación
en torno a su eje, que define un momento magnético y cinético
cuantificado,
el llamado Spin. Pauli intentó una explicación matemática de
este
fenómeno; pero fue una tentativa fracasada. Además, a pesar de un
ensayo
de Schrödinger, no se había logrado tener en cuenta
satisfactoriamente
las condiciones que a los fenómenos electromagnéticos
imponen
la teoría de la relatividad.
A
este conjunto de problemas dedica sus esfuerzos Dirac. Es difícil dar
ideas
exactas sobre esta cuestión sin entrar en consideraciones
matemáticas,
por lo cual se me permitirá reducirme tan sólo a algunas
alusiones.
Consideremos una onda luminosa. Conocemos ya su propagación
ondulatoria,
es decir, tratamos el fenómeno por medio de la ecuación de
ondas.
Esto se venía haciendo ya, más o menos, durante el siglo xix. Pero
Maxwell
se propuso descubrir las fuerzas que producen esas ondas. Este es
un
problema matemático completamente distinto: no es el problema del curso
del
movimiento, sino el problema de la estructura del campo. Fresnel había
supuesto
que las ondas eran debidas a fuerzas de elasticidad. Maxwell, en
cambio,
supuso que estas fuerzas no son otras sino las eléctricas y las
magnéticas.
Hay un campo electromagnético. La estructura del campo
electromagnético
es tal, que de ella se deduce que cualquier deformación
introducida
en él se propaga necesariamente en forma ondulatoria y con
ondas
puramente transversales. Las ondas luminosas no son sino un caso
particular
de las ondas electromagnéticas. La telegrafía sin hilos, la
radiotelefonía,
son aplicaciones experimentales de esta concepción de
Maxwell.
La gran creación suya fue el descubrimiento de esta estructura
del
campo electromagnético. Pues bien: cabe preguntarse también cuál sea
la
estructura del campo cuyas deformaciones son las ondas de materia. Para
resolver
este problema hay que tener en cuenta las condiciones
relativistas.
El campo tiene que respetar la constancia de la velocidad de
la
luz y poseer una estructura idéntica, cualquiera que sea el observador
que
lo mira, aunque éste se encuentre animado de movimiento rectilíneo y
uniforme.
Dirac ha logrado describir este campo mediante un sistema de
cuatro
ecuaciones, que son, respecto de la ecuación de ondas, lo que las
ecuaciones
del campo electromagnético respecto de las ondas luminosas o
eléctricas.
El estudio del movimiento del electrón, en este campo, conduce
a
la ecuación de Schrödinger en primera aproximación, es decir, si, entre
otras
cosas, se prescinde de la influencia del campo magnético y de la
variabilidad
de la masa que la relatividad exige. Pero si tenemos en
cuenta
el campo magnético, entonces obtenemos, en segunda aproximación,
una
ecuación de la cual se deduce inexorablemente la existencia del spin:
es
el electrón magnético.
Pero
es preciso volver a recordar aquí lo dicho a propósito de
Schrödinger.
En realidad, este campo no es comparable al campo
electromagnético
de Maxwell, porque, en el campo de Dirac, las ondas no se
propagan.
Y, análogamente, tampoco es el movimiento que produce el spin
una
verdadera rotación: es una especie de orientación especial que puede
tener,
en el espacio, el eje del electrón, pero sin introducir para ello
el
estadio intermedio de la rotación; es una especie de rotación sin
rotación;
es una estructura de configuración, pero no un suceso que se
propaga
o que se obtiene por un movimiento continuo, cuyo curso pudiera
ser
perseguido; algo así—si se me permite usar una remota analogía, falsa
en
muchos conceptos—como la diferencia entre la mano derecha y la
izquierda.
Debe añadirse, sin embargo, que las ecuaciones de Dirac no
tienen
sentido físico más que aplicadas a los electrones, pero no a las
partículas
compuestas, tales como los rayos a, las cuales no presentan el
fenómeno
del spin.
Desarrollando
de modo puramente formal y matemático estas ideas se llega a
una
teoría general, en la que es posible obtener ciertas relaciones
correspondientes.
a las que se obtienen en la teoría de Maxwell
(Hartrees).
Pero, al igual que en ésta, es imposible deducir de la
consideración
del campo la existencia de partículas con carga propia. Para
hacerla
viable, pues, se apeló al recurso de introducir en ella
condiciones
cuantistas, al modo como las introdujo Bohr en el modelo de
Rutherford.
Pero, después, Dirac y otros transformaron la teoría,
introduciendo
en la estructura misma del campo relaciones operatorias
parecidas
a las que Heisenberg utilizó, con lo cual se obtienen, como
consecuencia
natural, aquellas condiciones cuantistas. De tal suerte, se
ha
elaborado una teoría general cuantista de los campos en la cual, como
ha
demostrado Klein y Jordan, hay (dentro de ciertos límites) absoluta
equivalencia
entre el punto de vista corpuscular y el
ondulatorio.
3.
Los conceptos fundamentales de la física en la nueva
teoría
He
aquí, a grandes rasgos, el cuadro de ideas dentro del cual se mueve la
nueva
mecánica del átomo. Después de estudiadas con todo el detalle
matemático
que les da cuerpo real, si volvemos la vista al claro modelo
atómico
de Bohr, nos preguntamos con ansiedad: ¿Qué son, en la nueva
mecánica,
los estados del átomo? ¿Qué son los electrones? ¿Qué son estas
ondas?
Todo
el sentido intuitivo que tenían estos vocablos ha quedado desvanecido
en
la nueva física, lo mismo tratándose de la de Heisenberg que de la de
Schrödinger.
El
estado del átomo no es un estado en que se encuentran sus electrones
por
hallarse en determinados puntos del espacio e instantes del tiempo.
Las
magnitudes de que depende el estado del átomo no son ni la velocidad
ni
la distancia a que están los electrones respecto del núcleo, como
acontecía
en el átomo de Bohr; sino que cada estado está determinado por
la
participación simultánea del átomo en todos los posibles estados del
sistema
clásico, de la misma manera que un sonido está determinado, en
cada
instante y en cada punto del instrumento sonoro, por su participación
simultánea
en todos los sonidos elementales que lo componen. El átomo está
a
la vez en todos los posibles estados. No es, pues, el estado del átomo
una
función del tiempo y de las coordenadas del lugar, sino que es una
función
de funciones (3); o, si se me permite, un estado de estados. Cada
coordenada
de cada raya espectral no mide un punto espacio-temporal, sino
la
participación que en el correspondiente estado del átomo tienen sus
posibles
funciones u ondas propias. De aquí resulta que tampoco el punto
en
que se halla un electrón tiene sentido intuitivo. El punto material de
la
física cuantista puede estar en varios lugares a la vez, si el átomo
consta
de varios electrones, fenómeno esencial para la nueva mecánica
estadística.
¿Qué
es entonces un electrón? Heisenberg mantuvo, al principio, una
posición
netamente corpuscular. Pero, como hemos visto, con esenciales
modificaciones.
Schrödinger creyó, en cambio, de momento, que el electrón
podía
considerarse como un paquete de ondas que se propaga en el espacio
con
una velocidad de grupo que puede tratarse corpuscularmente, pero que,
estudiado
microscópicamente, tiene estructura ondulatoria. Esta
interpretación
no ha podido mantenerse, porque el paquete de ondas no
posee
toda la estabilidad necesaria para constituir la materia. De la
misma
manera que de la estructura del campo electromagnético no puede
obtenerse
el electrón como singularidad suya, así tampoco en esta teoría
ondulatoria.
Y, sin embargo, no hay duda de que los rayos catódicos, por
ejemplo,
revelan la existencia de auténticos electrones (Jordan). Pero hay
que
añadir: lo que este electrón es, el sentido del es no es otro sino ser
el
sujeto de un sistema de amplitudes y frecuencias
propias.
¿Qué
son, finalmente, estas ondas? De Broglie, y, en un principio,
Schrödinger,
pensaron que se trataba de ondas reales. Y el hecho de la
difracción
de los electrones, experimentalmente comprobado por Germer y
Davidson
en 1927, parece suministrar una prueba de ello: bombardeando con
electrones
un cristal, aparecen, en la pantalla que los recoge, no puntos,
como
correspondería sí no fuesen más que materia, sino manchas, al igual
de
lo que acontece con las ondas de los Rayos X. Pero hay que notar que
este
experimento no se lleva a cabo con un solo electrón, sino con muchos.
Schrödinger
supuso entonces que la f unción de ondas media la densidad de
carga
eléctrica. Pero tampoco es esto siempre posible. Cabe pensar, con
Bohr
(1926), otra interpretación del mismo experimento. Para averiguar el
lugar
en que el electrón se halla, necesito repetir el experimento varias
veces.
Cada vez lo encontraré en un lugar algo distinto del anterior. Pero
si
tomo el valor medio de las medidas realizadas, conoceré la probabilidad
de
que el electrón se halle en un lugar determinado. A cada partícula va,
pues,
asociada una cierta probabilidad. Esta probabilidad adquiere sentido
físico,
si suponemos que su valor depende, en cada punto, además de otras
condiciones,
de las fuerzas que actúan sobre él. Tendremos así una función
continua,
que conduce a la ecuación de Schrödinger, y que determina la ley
conforme
a la cual esta probabilidad se propaga ondulatoriamente en el
espacio.
Las ondas de materia serían ondas de probabilidad. La imagen de
estas
ondas no responde a nada real, en sentido corriente, sino que es la
simple
gráfica de una estadística. Visto desde otro punto de vista: un
estado
estacionario del átomo es una nube de probabilidad acumulada en
torno
al núcleo, y a las antiguas órbitas corresponden condensaciones de
probabilidad.
Es decir, sí intento hallar dónde está el electrón, me
encuentro
con que esa probabilidad recae, durante unos estados, en cierta
región
del espacio, y durante otros, en otra. Lo propio debe decirse de la
estructura
de la luz; la amplitud de la onda representa: o la intensidad
de
la luz o la probabilidad de que en cierto punto, se forme un cierto
fotón.
Sin embargo, Schrödinger no admite la teoría de los quanta de luz.
Suele
decir con frecuencia: "Cuando alguien empieza a hablarme de quanta
de
luz, empiezo yo a no entender nada."
Esta
teoría estadística no ha podido desarrollarse sino ampliando el
concepto
clásico de probabilidad; Fermi-Dirac, por un lado, Einstein-Bose,
por
otro, han creado la nueva estadística de los
quanta.
Con
la interpretación estadística adquiere todavía mayor precisión la
absoluta
equivalencia entre el punto de vista corpuscular y el
ondulatorio:
Una equivalencia que Bohr enuncia como postulado explícito, y
que
Dirac y Jordan han desarrollado matemáticamente en la llamada teoria
de
las transformaciones.
4.
La base real de la nueva física
La
equivalencia entre estos dos puntos de vista es algo más que una feliz
coincidencia.
Está fundada en la realidad. Este es el gran descubrimiento
de
Heisenberg: el principio de indeterminación. Recordemos nuevamente el
modelo
atómico de Bohr. Para que tuviera sentido sería preciso que lo
tuviera
la medida de la posición y velocidad de un electrón en un cierto
momento
del tiempo. Pero esta medida es imposible; y ello, no porque
prácticamente
no pueda llevarse a cabo, sino porque el fenómeno mismo
implica,
en sí, la radical imposibilidad de tal medida. En toda medida, en
efecto,
el metro no debe influir sensiblemente sobre aquello que se mide.
Ahora
bien: para cualquier medida es preciso ver el objeto y, por tanto,
iluminarlo.
Tratándose de un orden de objetos de magnitud superior al de
la
constante de Planck, la acción de la luz sobre la materia es
insensible.
Pero, tratándose de electrones, el objeto medido es del mismo
orden
de magnitud que la luz con que lo ilumina, y, por tanto, ésta
influye
sensiblemente sobre aquél. ¿En qué sentido? Compton probé
experimentalmente
que, al incidir un rayo de luz monocromática sobre un
electrón,
disminuye la longitud de onda de la luz y se modifica la
velocidad
del electrón tanto más cuanto menor sea la primitiva longitud de
onda.
Supongamos, pues, que, conociendo el lugar que el electrón ocupa,
queremos
ver la velocidad que lleva. Tendremos que emplear luz de gran
longitud
de onda. Entonces,
la velocidad del electrón sufrirá la menor
alteración
posible; pero, en cambio, queda más impreciso el lugar que
ocupa.
Empleemos, por el contrario, luz de onda corta. Habremos precisado
el
lugar del electrón, pero su velocidad se habrá alterado sensiblemente.
No
se pueden precisar a un tiempo la velocidad y la posición del electrón.
Al
intentar hacerlo, se comete un error total, cuando menos del orden de
magnitud
de la constante de Planck. Fuera del átomo, este error de medida
es
absolutamente despreciable; pero dentro de él es esencial. Ello hace
que
los conceptos de onda y partícula pierdan su sentido, tratándose de
magnitudes
del orden de la constante de Planck. La equivalencia entre la
mecánica
corpúscula y la ondulatoria queda así físicamente fundamentada.
Por
tanto, carece de sentido preguntarse qué relación real existe entre
corpúsculo
y ondas. De Broglie supuso alguna vez que esta relación es tal,
que
el corpúsculo llamado electrón se mueve tan sólo arrastrado por la
onda
asociada, siguiendo dócilmente las leyes del movimiento de ésta. Es
la
teoría de la onda-piloto, como él la llamaba. Pero el mismo De Broglie
vio
las dificultades que a esta concepción se oponen, aun interpretando la
onda
como onda de probabilidad. Con el principio de indeterminación pierde
sentido
el problema de la relación real entre corpúsculos y ondas.
Corpúsculos
y ondas no son más que dos lenguajes, dos sistemas de
operaciones
para describir una misma realidad física. Son dos
interpretaciones
de una idéntica realidad. "Ondas y partículas —dice
Dirac—
deben ser consideradas como dos formaciones conceptuales que se han
mostrado
adecuadas para describir una sola y misma realidad física. No
debemos
formarnos de ellas ninguna imagen común en que ambas intervengan;
y
es preciso no intentar indicar un mecanismo que obedezca a las leyes
clásicas,
y describa la conexión entre ondas y partículas, y determine el
movimiento
de éstas. Todo intento de esta índole se opone completamente a
los
axiomas con ayuda de los cuales se ha desarrollado la novísima física.
La
mecánica cuantista no pretende sino establecer Las leyes que rigen los
fenómenos,
en una forma tal que, por medio de ellas, podamos determinar de
una
manera unívoca lo que acontece bajo determinadas condiciones
experimentales.
Sería inútil y carecería de sentido el intento de querer
profundizar
en las relaciones entre ondas y partículas más allá de lo
necesario
para este fin."
Tales
son las líneas generales de la obra genial de Heisenberg,
Schrödinger
y Dirac: la formulación de una mecánica simbólica de los
quanta,
que, como dice Bohr, debe considerarse como una generalización,
sin
violencia ninguna, de la mecánica clásica, con la cual puede
perfectamente
compararse en belleza y coherencia interna. Para estos
efectos,
la mecánica relativista es la última perfección de la mecánica
clásica.
La proporción e índole de las aportaciones de cada uno de los
creadores
de la nueva teoría habrá, sin duda, influido en la decisión del
Jurado
que en 1932 atribuyó a Heisenberg un premio entero y repartió el de
1933
entre Schrödinger y Dirac.
5.
Los problemas sin resolver (4)
Esta
mecánica ha Sido acompañada de un éxito creciente. Ha logrado tratar
el
átomo de varios electrones (problema de los n cuerpos), y, mediante la
aplicación
de teorías matemáticas especiales (tales como la teoría de
grupos
y otras), ha podido abordar más ampliamente el problema de la
estructura
molecular, etc. Pero, así y todo, quedan grandes problemas
recién
planteados y aun no resueltos.
En
primer lugar, no ha sido posible tener en cuenta de modo satisfactorio
todas
las condiciones exigidas por la teoría de la relatividad. Los
primeros
esfuerzos de Schrödinger y Dirac se limitaron a la relatividad
especial,
pero en manera alguna alcanzaron a la relatividad general.
Recientemente,
Schrödinger, continuando los trabajos de varios físicos y
matemáticos—sobre
todo de Tetrode—, ha intentado estudiar, desde el punto
de
vista de la relatividad general, el movimiento de un electrón, definido
por
la teoría de Dirac, en un campo de gravitación. Y Van der Waerden ha
llegado
a los mismos resultados por métodos mas sencillos. Einstein, por
su
parte, acaba de dedicar a este asunto una importante Memoria presentada
a
la Academia de Amsterdam hace unas semanas. Pero el problema sigue aún
en
pie, sin solución plausible. Es cierto que la nueva física atómica
podría
reprochar a la teoría de la relatividad el no tener en cuenta las
condiciones
cuantistas. Pero ello no haría sino subrayar aún más la actual
incomunicación
entre estos dos mundos de la física.
En
segundo lugar, la teoría de Dirac conduce a las llamadas soluciones con
energía
negativa, es decir, a electrones con masa de reposo negativa, que
Gamow
llamó electrones asnales o tercos, cuya existencia es inevitable, si
la
teoría quiere explicar el hecho de la difusión de la luz por los
electrones.
Pero dichas soluciones plantean graves dificultades. Al entrar
en
relación estos nuevos electrones con los electrones corrientes, esto
es,
con los únicos que se habían observado hasta ahora, aquéllos
sufrirían,
por parte de éstos, una atracción, y éstos ejercerían, a su
vez,
sobre aquéllos una repulsión; de donde resultaría que saldrían los
unos
tras los otros, persiguiéndose mutuamente en veloz carrera. Además de
existir
estos estados de energía negativa, su choque (De Broglie) con los
de
energía positiva produciría una especie de trepidación sobre el centro
de
gravedad de la probabilidad (Schrödinger). Finalmente, la probabilidad
de
que un electrón dotado de masa de signo positivo o negativo salte
espontáneamente
a poseer masa de signo contrario sería muy grande
(paradoja
de Klein). Dirac aceptó, en un principio, a pesar de todo, la
existencia
de estos electrones, suponiendo que son inobservables. Al
saltar
a poseer masa positiva se harían observables, es decir, serían ya
electrones
corrientes, y el agujero que habrían dejado seria un protón. El
salto
inverso conduciría entonces a una desaparición simultánea de un
electrón
y de un protón, que habría de manifestarse compensada en forma de
radiación.
Fue difícil admitirlo así. Pero experiencias recientísimas han
descubierto
partículas positivas de masa igual a la del electrón: es el
llamado
electrón positivo, o positón. En una Memoria próxima a ver la luz,
Dirac
pone el positón en relación inmediata con las soluciones de energía
negativa,
y la teoría adquiere una plausibilidad que al principio no pudo
sospecharse.
Pero la cosa está aún llena de espinosas
dificultades.
Por
último, nuevos fenómenos atómicos caen fuera del campo de la mecánica
cuantista.
El átomo, en efecto, no se compone solamente de electrones
corticales,
sino también, y, ante todo, de un núcleo central, donde hay
otras
partículas, especialmente los protones, de carga positiva, y
neutrones,
sumamente pesados. Pues bien: nuestros nacientes conocimientos
sobre
el núcleo escapan, hasta ahora, tomados en conjunto, a la física de
los
quanta.
Parece
probable que a los elementos pesados del núcleo pueda aplicarse con
tranquilidad
la mecánica cuantista y prescindirse de la corrección de la
relatividad.
No olvidemos, sin embargo, como observa Heisenberg en una
Memoria,
aún inédita, dedicada a este problema, que con sólo los elementos
pesados
no se obtiene todo el núcleo: hay, tal vez, en él electrones. Y
ellos
exigen que se tenga en cuenta la relatividad. Parece, pues, que las
ecuaciones
de Dirac habrían de ser el instrumento adecuado para su
estudio.
Pero esto ofrece enormes dificultades. Ya hemos visto algunas de
las
que suscita la teoría de Dirac. De la paradoja de Klein que es su
consecuencia,
se seguiría que no puede haber electrones en el núcleo. A
esta
dificultad se agregan otras que hacen pensar en la necesidad de algo
más
que una simple modificación, ya intentada, para este fin, por
Schrödinger,
de las ecuaciones de la mecánica ondulatoria. Haría falta
poseer,
además, una completa electrodinámica de los quanta, cosa que hoy
no
nos está dada. Tan lejos estamos, reconoce Heisenberg, de poder
interpretar
la física de estos electrones nucleares, que ni la física
clásica
ni la cuantista juntas ofrecen tan siquiera un punto de apoyo para
orientarnos
en el problema. Tengamos en cuenta simplemente que las
relaciones
que entre electrones corticales se establecen a base de su
carga,
tratándose de electrones nucleares, habrían de establecerse a base
de
su masa.
Además,
ignoramos las fuerzas que mantienen en conexión el núcleo. Desde
luego,
reconoce Heisenberg, son de índole esencialmente distinta de las
fuerzas
atractivas y repulsivas de Coulomb, que mantienen la conexión
entre
los elementos corticales y el núcleo. Las partículas a (compuestas
de
cuatro protones y dos electrones) (5) deben considerarse como elementos
independientes.
Los neutrones, también de origen reciente (masas sin carga
eléctrica)
desempeñan una función esencial en la estructura del núcleo.
Finalmente,
hay que estudiar la desintegración del núcleo. Y el hecho de
la
radiación inclina a Bohr a proclamar, tal vez un poco precipitadamente,
el
fracaso del concepto de energía y de los principios de conservación,
tratándose
de la estabilidad nuclear.
Son
nuevos horizontes, no objeciones, a la genial construcción de estos
diez
últimos años. Por tanto, tan sólo el reconocimiento leal de su
carácter,
si no provisional, por lo menos, fragmentario (6).
6.
La índole del conocimiento físico
Por
esto es absolutamente prematuro querer filosofar demasiado
públicamente
sobre estos problemas, que colocan a la física, casi a
diario,
en una nueva situación dramática. No se resuelve una dificultad
más
que a costa de abrir horizontes de insospechadas dificultades que
afectan
a la raíz misma de la ciencia. La vertiginosa carrera de
descubrimientos
pudiera hacer que cualquier filosofía de las ciencias al
uso
llegara a ser rápidamente un montón de pueriles antiguallas. Hace no
más
de diez años el modelo de Bohr implicaba una circunstancia curiosa: la
radiación
producida en el salto desde una órbita a otra dependía no sólo
del
estado inicial, sino también del final, con lo cual se admitía una
especie
de eficacia de este último antes de ser alcanzado efectivamente.
Pudo
pensarse entonces en un resurgir del concepto de finalidad (en el mal
sentido
de la palabra) en la física. ¿Quién haría hoy semejante
razonamiento?
Lo cual, aunque no sea obstáculo para una filosofía de la
naturaleza,
que es cosa bien distinta de la simple reflexión crítica sobre
el
elenco de conceptos que la ciencia registra, sí es una cautela para la
teoría
de la ciencia. No hagamos, pues, ahora, más que insinuar una serie
de
preocupaciones e inquietudes que, fatalmente, despierta la nueva
física.
Y
en primer lugar, la idea misma del saber físico. No es tan sólo que la
llamada
crisis de la intuición (que mejor sería llamar crisis de la
imaginación)
nos haya alejado de lo que pareció ser la física hasta el año
19
aproximadamente. Aparte voces aisladas, y desde luego casi totalmente
desoídas
(Duhem, sobre todo; pero también Mach y Poincaré), los físicos
creyeron,
con unánime firmeza, que el conocimiento físico era eso:
representarnos
las cosas y, por tanto, imaginar modelos cuya estructura
matemática
condujera a resultados coincidentes con la experiencia: ondas y
edificios
moleculares y atómicos. Pero ya la teoría electromagnética de
Maxwell
fue un rudo golpe a la imaginación. Las ondas de Maxwell no pueden
ser
vibraciones de un medio elástico. El éter dejó de significar lo que
significaba,
aun para Fresnel: un medio dotado de máxima elasticidad, y
pasó
a convertirse en un vocablo que designa las líneas de fuerza,
utilizadas
ya por Faraday como puro símbolo cognoscitivo. De tal modo, que
en
el año 19 pudo decir Einstein que el éter no poseía ya más propiedad
mecánica
que su inmovilidad, ni tenía más misión que la de suministrar un
sujeto
al verbo vibrar. Y la teoría de la relatividad acabó de apartar
decididamente
de las teorías físicas la imaginación. Bien entendido, la
imaginación
como órgano que representa y, en este sentido conoce, lo que
el
mundo es. Se vio entonces que en las teorías físicas había dos
elementos
esenciales distintos: la imagen del mundo y su estructura o
formulación
matemática, y que de estos dos elementos el primero es
absolutamente
caduco y circunstancial: sólo e segundo expresaría la verdad
física.
Esto, pues, apareció bastante claro antes de que se sistematizara
la
nueva física.
La
reforma que ésta introduce da un paso más allá: una reforma que afecta
al
sentido mismo de la matemática como órganon del saber físico. Y este es
el
punto delicado sobre el que, por de pronto, quisiera llamar la
atención.
¿Cuál
es el andamiaje lógico de la nueva física?
Ante
todo, hay que reconocer que, como dice Dirac: "el propósito de la
mecánica
cuantista no consiste sino en ampliar el dominio de aquellas
preguntas
a las cuales pueda darse una respuesta, pero en manera alguna
dar
respuestas más precisas que las que pueden con firmarse por medio de
la
experiencia". Hay, pues, un intento aún más radical que el de la teoría
de
la relatividad, de atenerse a la verdad experimental, de crear
conceptos
experimentales para experiencias efectivamente experimentadas.
De
aquí proceden los internos caracteres distintivos de los hechos de que
parte,
de los problemas que sobre ellos plantea y del sentido de la
solución
que les encuentra.
La
física de los tiempos modernos nació de la medida de las observaciones.
Esto
es lo que concretamente entiende la física clásica por hechos. Pero
estas
expresiones sugieren un equívoco fundamental en las mentes actuales.
¿Qué
se entiende por observación? Cualquiera que sea, en última instancia,
su
estructura, una observación es, por lo pronto, algo que el observador
contempla.
El observador no hace nada, o, sí se quiere seguir hablando de
"hacer",
no hace sino contemplar, esto es, constatar. Por tanto, él es
ajeno—ésta
es, por lo menos, la idea—al contenido de lo que observa. De
aquí
resulta que, para medir una observación, basta realizar, unos tras
otros,
varios intentos de medida de un mismo objeto, apartando, claro
está,
los errores sistemáticos o accidentales que de hecho se hubieran
cometido.
Nada de esto acontece en la física nueva. Además de los citados
errores,
en toda observación, el observador, por el mero hecho de
observar,
modifica esencialmente la naturaleza de lo observado, porque,
según
vimos antes, necesita iluminar su objeto. De donde se sigue,
primero:
que a una observación le es esencial la indicación concreta del
momento
en que ha sido realizada; y segundo, que, para repetir una
observación,
es preciso un acto especial para retrotraer el sistema a su
estado
inicial, anterior a la observación; es decir, que, en realidad, la
segunda
observación recae sobre un objeto distinto de la primera. Y así
sucesivamente.
A esto es a lo que Dirac llama observable (7). (Ni que
decir
tiene que se trata tan sólo de observables físicos; por tanto, de
magnitudes
que pueden ser medidas en cualquiera observación; con lo cual,
por
lo menos en principio, esta física respeta todas las exigencias que
constituyeron
el éxito de la teoría de la relatividad.) Algo, pues,
completamente
distinto del hecho de la física clásica. Si tomo el valor
medio
de las medidas llevadas a cabo sobre el mismo observable, puedo
considerar
ese valor como expresión del observable. Medir tiene, pues,
aquí
un sentido completamente distinto. En la física clásica, medida
significa
la relación que realmente existe de por sí entre el metro y lo
medido;
la medición era la aproximación mayor o menor a la medida real,
que
es la única que contaba.. Ahora, medir significa yo mido, esto es,
realizo
o puedo efectivamente realizar una medición. La medición no es una
aproximación
a la medida, sino que la medida es, en sí misma., el valor
medio
de las mediciones. Llamaremos, por ejemplo, velocidad de un electrón
al
valor medio de las velocidades que arrojan muchas medidas consecutivas
sobre
el mismo electrón. Si ahora designo el observable por un símbolo y
concierto
algunas reglas para combinar estos símbolos, tendré un álgebra
de
los observables, y con ella los hechos físicos son variables dinámicas
que
plantean un problema matemático (8).
¿Cuál
es el problema?
El
problema de la física clásica era el siguiente: Dado un sistema
cualquiera,
puedo medirlo en dos momentos distintos: t1, y t2. Por lo
regular,
lo encontraré en dos estados distintos. Es, pues, claro que el
sistema
habrá variado. Puedo proponerme entonces averiguar el curso real
de
esta variación, conocido el estado inicial. Los símbolos que designan
este
estado inicial son la expresión de la medida real que existe entre
sus
magnitudes reales. Y la ley matemática expresa el curso de la
variación
que realmente conduce al estado final. Es decir, las ecuaciones
matemáticas,
aun despojadas de toda alusión imaginativa, son la expresión
formal
de lo que realmente acontece en el sistema, sin referencia a ningún
observador.
La estructura de las ecuaciones es la estructura de la
realidad.
Pongamos el ejemplo más sencillo: el movimiento de una
partícula.
La partícula ocupa, en el instante t1, en lugar de x1, y tiene
en
él una velocidad inicial, v1. Las ecuaciones de Newton expresan la
medida
de la variación que realmente sufren x1 y v1, desde el primer
momento
t1, hasta el segundo momento t2, en que la partícula se hallará en
el
punto x2, con una velocidad v2. Las ecuaciones de Newton describen,
pues,
la trayectoria que conduce de x1 a x2, y la velocidad que en cada
instante
intermedio posee la partícula. La nueva física toma las cosas
desde
otro punto de vista. En el instante t1 realizo una medida (en
sentido
antes indicado) del lugar y de la velocidad de la partícula. Sean
x1
y v1, los resultados de tales medidas, es decir, los observables. Al
cabo
de cierto tiempo, en el instante t2 vuelvo a realizar las mismas
medidas,
y me encuentro generalmente con resultados distintos de los
primeros;
es decir, en t2, la partícula se halla en x2, con una velocidad
v2,
donde x2 y v2 significan una vez más el valor medio de las respectivas
mediciones.
Puedo proponerme averiguar entonces cuáles son las operaciones
que
tengo que realizar con las medidas x1 y v1 para obtener las medidas x2
y
v2. El conjunto de estas operaciones son las ecuaciones de Newton. En
tal
caso, las ecuaciones no tienen, por sí mismas, sentido real: lo tienen
tan
sólo las observaciones a que conducen, y por tanto, no se refieren a
lo
que ocurre con el sistema entre dos de ellas. El sentido de las
ecuaciones
es solamente éste: dadas ciertas medidas en un momento
determinado,
predecir las medidas futuras del mismo objeto en un momento
cualquiera,
es decir, anticipar observables. Independientemente de ellos,
las
ecuaciones carecen de todo sentido. Por tanto, no expresan, en nuestro
ejemplo,
la trayectoria ni la variación continua de la velocidad. Ninguno
de
estos conceptos tiene aquí el sentido clásico. ¿Qué quiere decir ahora,
en
efecto, trayectoria? El conjunto de puntos en que encontraré la
partícula,
si realizo mediciones en los lugares intermedios entre el punto
de
partida y el de llegada. Como estos lugares forman una sucesión
discontinua,
puesto que son elegidos en uno, dos, tres, cuatro, etc.,
actos
arbitrarios míos, resulta que carece de sentido real el concepto
gráfico
de trayectoria, que en la física clásica era una línea continua.
Lo
propio debe decirse de la velocidad, como observa Schrödinger. Llamamos
velocidad
a la distancia a que se hallan los lugares que ocupa un mismo
cuerpo
en los dos extremos de la unidad de tiempo. Por tanto, es siempre
una
diferencia finita. Pero, de la misma manera que construyó la
trayectoria,
la física clásica construye la velocidad en un punto,
haciendo
infinitamente pequeña la unidad de tiempo. En realidad, algo que
no
tiene sentido físico inmediato, es decir, sentido
mensurable.
La
nueva física no plantea ni considera como físicos más problemas que los
que
se refieran a magnitudes experimentalmente mensurables. Esto le ha
permitido
presentarse como una ampliación natural de la física clásica. Si
queremos
hacer, en efecto, todas las operaciones necesarias para llegar al
estado
inicial final del sistema, no bastan las operaciones que Newton
hacía,
sino que hay que hacer además otras: las de la teoría de los
quanta.
"Solamente cuando están dadas las ecuaciones del movimiento, junto
con
las condiciones cuantistas, dice Dirac, solamente entonces conoceremos
de
las variables tanto como la teoría clásica, y tan sólo entonces podemos
considerar
que el sistema se halla suficientemente caracterizado desde el
punto
de vista matemático."
Es
ésta una innovación esencial. La matemática y la física matemática son
operaciones
a realizar. Los símbolos matemáticos son tan sólo operadores:
carecen
de todo sentido, como no sea el de ser símbolos de operaciones a
realizar
sobre otros símbolos que designan observables. La matemática es
simplemente
una teoría de las operaciones; no es teoría de entes
matemáticos.
Claro
está que no es esto fácil tarea, porque las operaciones han de estar
definidas
con generalidad y univocidad suficientes. No es siempre fácil la
fidelidad
a esta exigencia. Con demasiada frecuencia se dan casos anómalos
de
utilizar operadores definidos tan sólo para un sistema de coordenadas
privilegiado,
sin que tengan aplicación posible a otros sistemas, algo así
como
si una distancia fuera verdadera medida en metros y no lo fuera
medida
en kilómetros. En Dirac, y aun en Schrödinger, no son infrecuentes
estos
casos, avalados tan sólo por su éxito inmediato. Y no citemos el
caso
de la función de Dirac, que carece de sentido matemático. Es cierto
que
Neumann ha logrado llegar a los mismos resultados que Dirac empleando
métodos
correctos. Pero todos reconocen que una fundamentación estricta de
todos
los razonamientos que hoy se hacen en la nueva física sería, por
ahora,
casi imposible. Por eso va siendo inquietante, a ratos, esta
renuncia
a la verdad, a cambio de predecir experimentos. Hay más prisa por
el
manejo que por el conocimiento de la realidad. Pero, aun prescindiendo
de
tales impurezas, sería razonable examinar con un poco de rigor en qué
medida
lo que se dice saber del átomo es, en realidad, un conocimiento de
él.
Habría que examinar, entonces, la posibilidad de que la física
renunciara
a ser conocimiento, porque dudo mucho —no sé el tiempo que
persistiré
en esta duda— de que sea viable una teoría del conocimiento
físico
como pura operación. La matemática ha intentado algo semejante.
Brouwer
dice: La matemática no es un saber, sino un hacer. Pero la
discusión
de este punto nos llevaría demasiado lejos.
Planteado,
pues, el problema físico en los términos antedichos, ¿qué
género
de solución es la que de él alcanza la nueva física? Con el
concepto
de medida de la física clásica es claro que sus fórmulas
matemáticas
conducen de una medida inicial a medidas finales reales; es
decir,
sí llevamos a cabo mediciones sobre el estado final, los resultados
de
ellas se aproximarán más o menos a la verdadera medida. La ecuación
será
adecuada cuando, entre otras condiciones, cumpla la de que el error
de
aproximación sea inferior a un límite previsto: el límite en el sentido
de
Cauchy. Sólo un reducto pequeño de la física clásica ofrecía aspecto
bien
distinto: la termodinámica y la teoría de los gases. No hay razón
para
que dos masas de agua de distinta temperatura, al cabo de algún
tiempo
de estar mezcladas, se equilibren en una temperatura media. Pero la
probabilidad
de que eso no acontezca es infinitamente pequeña. La
velocidad
media de las moléculas de un gas servía a Boltzmann para
explicar
su presión, etc. Pero siempre se ha creído que este proceder
estaba
justificado tan sólo por la imposibilidad, en que de hecho nos
encontramos,
de operar sobre moléculas aisladas y, aun cuando así no
fuera,
por la enorme cantidad de moléculas con que habría que operar. Pero
Boltzmann
no dudaba de que el estado de un gas fuera otra cosa que el
resultado
de las acciones de toda y cada una de las moléculas. Muy otra es
la
situación en que se halla la nueva física del átomo. Sea la que quiera
la
acción real de cada molécula, desde el momento en que es incontrolable,
carece
de sentido físico. Las leyes físicas no son sino anticipaciones de
la
experiencia, es decir, de valores de medida efectivas, esto es,
realizadas
o realizables dentro de los medios de observación. Por tanto,
no
tiene sentido físico más que aquella aproximación que realmente sea
accesible.
Ahora bien: el orden de magnitud de la constante de Planck es
una
frontera, no sólo de hecho, sino esencial. De aquí resulta que las
leyes,
precisamente porque recaen sobre valores medios de medidas, no
tienen
más sentido que determinar la distribución de estos valores; es
decir,
son leyes estadísticas. No quiere decir que por esto pierdan su
carácter
ideal. Al igual que las leyes clásicas, las leyes de la nueva
física
son también ideales, leyes límites. Pero la realidad con la cual se
mide
el valor de las aproximaciones prácticas no es algo independiente de
nuestras
observaciones, sino el límite estadístico de ellas: el límite en
el
sentido de Bernoulli. Son estadísticas límites. Y para ellas el orden
de
magnitud de la constante de Planck es una frontera natural. En la
física
clásica el electrón está en un lugar que tal vez yo no lo vea, pero
que
lo pienso necesariamente existe. Para la nueva física el electrón está
donde
puede ser encontrado.
De
aquí surge una situación difícil. Toda física pretende, en una u otra
forma,
enunciar el curso causal de los acontecimientos, es decir, lo que
acontece
con entera independencia del observador. Pero el esquema
espacio-temporal
en que éste describe la realidad está fundado en
observaciones
en cuyo contenido interviene dicho observador. De donde
resulta
una interna oposición —complementariedad o reciprocidad la llama
Bohr—
entre la causalidad y el esquema espacio-temporal que la física
emplea.
Por tanto, el concepto mismo de observación está afectado de una
interna
indeterminación, por la cual queda sometido al arbitrio saber qué
cosas
pueden ser consideradas como observables o como medios de
observación.
De aquí la libertad de exponer con dos métodos distintos
(corpúsculos
y ondas) una misma realidad. No hay manera de escapar a estas
dificultades,
como no sea conservando el sentido corriente de estos
conceptos,
tomados de la experiencia cotidiana, y definiendo a posteriori
los
límites del dominio de su aplicación. Este es el trabajo realizado en
la
escuela de Bohr, y que condujo al principio de indeterminación de
Heisenberg.
El problema estriba, pues, en dar una teoría unitaria de esta
complementariedad.
"Solamente si se intenta crear un sistema de conceptos
adecuados
a esta complementariedad entre la descripción espacio-temporal y
la
causal, se puede juzgar de la no-contradicción de tos métodos
cuantistas"
(Heisenberg).
La
nueva física ha tomado en serio este concepto de probabilidad y de
observación.
Frente a la física anterior, tiene la virtud de aceptar con
audacia
la probabilidad y moverse en ella sin disimularla. Es faena que ha
costado
siglos a la humanidad. Más, tal vez, que la de acogerse a la
necesidad.
No ha sido un capricho o un juego de conceptos —ésta es su gran
significación—,
sino una exigencia de la evolución misma de la ciencia,
que
comenzó con Einstein y ha llegado aquí a su grado máximo: la
subordinación
de la teoría a la experiencia. Probablemente, la unión del
teórico
y del experimentador en la persona única del físico tiene más
significación
que la puramente metódica de borrar el aislamiento en que
han
vivido la física experimental y la teórica. Esa unión tiene un sentido
constructivo
para la física en cuanto tal: la creación de conceptos
experimentales,
traducibles en experiencias conceptuales. Ambos momentos
se
pertenecen esencialmente en la nueva física. Entiendo por conceptos
experimentales
no los conceptos con que está de acuerdo la experiencia,
como
si la experiencia fuera algo exterior a ellos y se limitara a
sugerirlos,
aprobarlos o rechazarlos; no: en el concepto experimental la
experiencia
es ella misma un momento del concepto en cuanto tal. En la
física
clásica casi todos los conceptos son sustitutivos de la
experiencia.
En la nueva física los conceptos son la experiencia misma
hecha
concepto. El sentido del concepto físico es ser en sí mismo una
experiencia
virtual. Recíprocamente, la experiencia tiene en sí una
estructura
conceptual. La experiencia es la actualidad del concepto. Pero
esto
ya no es cuestión de lógica, sino de ontología. Y este es el punto
definitivo.
Heisenberg ha tocado este problema al hablar de la
complementariedad.
Es el problema de qué debe entenderse por realidad
física,
es decir, de qué es la naturaleza en el sentido de la física. En
el
fondo de la evolución de la física actual se asiste a la elaboración de
una
nueva idea de la realidad física, de la Naturaleza. Por esto, y en
este
preciso sentido, llamo a la nueva física "un problema de
filosofía".
7.
El problema fundamental
Este
problema de la complementariedad es el que indujo a Heisenberg a
formular
el principio de indeterminación: en toda medida simultánea de la
posición
y velocidad iniciales de un electrón se comete un error esencial
de
un orden de magnitud no inferior al de la constante de Planck. Para
cualquier
medida necesito, según hemos dicho repetidas veces, iluminar el
objeto
medido, y, tratándose de electrones, la luz modifica la posición y
velocidad
de éstos. Los conceptos de onda y corpúsculo pierden su sentido
en
tratándose de magnitudes atómicas. Con lo cual, el principio de
indeterminación
suministra el fundamento real de esta nueva concepción del
universo
físico. Un fundamento real: he aquí lo que es preciso aclarar.
Porque
pudiera muy bien acontecer que esta expresión fuera
equívoca.
Indeterminación
parece lo más opuesto al carácter de todo conocimiento
científico.
Planck rechaza, por esto, con indignación este concepto;
renunciar
a la determinación sería renunciar a la causalidad, y con ella,
a
todo lo que ha constituido el sentido de la ciencia, desde Galileo hasta
nuestros
días. Si nuestras medidas sobre el átomo son indeterminadas, eso
querrá
decir que nuestra manera de interrogarlo es indeterminada. Caso de
existir,
la indeterminación seria, para Planck, un carácter del estado
actual
de nuestra ciencia, pero en modo alguno un carácter de las
cosas.
Pero
esta actitud de Planck, sea cualquiera la suerte ulterior que a la
física
esté reservada, denuncia bien a las claras el equívoco a que el
principio
de Heisenberg da lugar.
Ante
todo, no es forzoso interpretar dicho principio corno una negación
del
determinismo. Es posible que las cosas estén relacionadas entre sí por
vinculas
determinantes, es decir, que el estado del electrón, en un
instante
del tiempo, determine unívocamente su curso ulterior. Pero lo que
el
principio de Heisenberg afirma es que semejante determinación carece de
sentido
físico, por la imposibilidad de conocer exactamente este estado
inicial.
Si esta imposibilidad fuera accidental, es decir, si dependiera
de
la finura de nuestros medios de observación, tendría razón Planck. Pero
si
es una imposibilidad absoluta para la física, esto es, si se halla
fundada
en la índole misma de la medición en cuanto tal, el presunto
determinismo
real escaparía a la física. Dejaría de tener sentido físico.
En
tal caso, el principio de indeterminación no sería necesariamente una
renuncia
a la idea de causa, sino una renuncia a la antigua idea de la
causalidad
física, es decir, a la idea que de la causalidad se había
formado
la física clásica. Este, y no otro, es el alcance preciso del
principio
de indeterminación. No se trata de una afirmación sobre las
cosas
en general, sino sobre las cosas en tanto que objeto de la física. Y
precisamente
por esto, porque es física pura, denuncia en toda la física
anterior
una mezcla de lo que es física y de lo que no lo
es.
Porque
—y esto es lo segundo que habría que responder a Planck— no
está
dicho
que la idea de naturaleza, en el sentido de la física, sea la idea
de
la naturaleza de las cosas simpliciter. el sentido Más aún: el haber
distinguido
ambas ideas e intentado comenzar a dar un sentido físico a la
física
fue la gran obra de Galileo. Preparada ampliamente en la ontología
de
Duns Scoto y de Ockam, pero sólo explícita y madura en la obra del
pensador
pisano. En Galileo hay una distinción radical entre la
naturaleza,
en el sentido de naturaleza de las cosas, y la naturaleza en
de
la física; y, análogamente, una distinción entre la causalidad como
relación
ontológica y la causalidad física. Esta quiere medir variaciones.
Aquélla,
concebir el origen del ser de las cosas. Ello ha bastado para que
una
variación incontrolable, es decir, que no variara en nada nuestra
experiencia,
perdiera sentido físico; tal el hecho de suponer dotado al
universo
entero de un movimiento rectilíneo y uniforme. La física no puede
ocuparse
del origen de las cosas, sino de la medida de sus variaciones; no
es
una etiología, sino una dinámica. Fuerza no es causa de ser, sino razón
de
la variación de estado. En este sentido, el movimiento de inercia no
necesita
fuerza ninguna. No solamente, pues, no es la idea de causa la que
dio
origen a la ciencia moderna, sino que ésta tuvo su origen en el
exquisito
cuidado con que restringió aquélla. Esta renuncia fue para los
representantes
de la antigua física el gran escándalo de la época. ¿Cómo
es
posible que la física renuncie a explicar el origen de todo movimiento?
Esta
heroica renuncia engendró, sin embargo, la física moderna. No es
licito,
pues, hacer aspavientos de escándalo frente al principio de
Heisenberg:
haría falta examinar lealmente si no llega a dar a la física
su
último toque de pureza.
Resumiendo:
1.o
Como toda ciencia, la física utiliza ciertos métodos para llegar a
descubrir
verdades sobre las cosas. Tal, por ejemplo, la utilización de
ecuaciones
diferenciales o los procedimientos prácticos de medida. Los
métodos,
así entendidos, son un momento de la actividad cognoscitiva del
hombre,
y toda afirmación sobre ellos es una afirmación de carácter
lógico.
Pero los métodos, así, en plural, son diversos, dentro de cierta
unidad:
tratan de acercarnos de la manera más eficaz a las cosas que se
nos
ofrecen. Por tanto, suponen ya que éstas se nos ofrecen. Si para este
ofrecimiento
primario se quiere seguir empleando la palabra método, habrá
que
entender por método algo distinto de lo que se entendía al hablar de
los
diversos métodos de la ciencia física. Método sería aquí el
descubrimiento
primario del mundo físico, a diferencia de los otros
métodos,
que nos descubrirían algunas de las cosas que en ese mundo hay.
Todos
los métodos son, pues, posibles gracias a un método primario, al
método
cuyo resultado no es tanto conocer lo que las cosas son, sino
ponernos
las cosas delante de los ojos. Sólo en este sentido puede decirse
que
la ciencia se define por su método, que entonces equivale a tanto como
a
decir que se define por el mundo de objetos a que se refiere. No es
minúscula
esta operación. Desde Aristóteles hemos tenido que esperar a
Galileo
para que ponga ante nuestros ojos un mundo distinto de aquel que
Aristóteles
nos descubrió: el mundo de nuestra física. Galileo nos ha
enseñado
a ver lo que llamamos mundo con una visión distinta: la
matemática.
Todos los demás métodos suponen que "el gran libro de la
naturaleza
está escrito con caracteres matemáticos". La visión matemática
del
mundo: he aquí la obra de Galileo. Las afirmaciones que versen sobre
el
método así entendido ya no son, como antes, afirmaciones sobre el
conocimiento
humano —por tanto, afirmaciones lógicas—, sino afirmaciones
sobre
el mundo, afirmaciones reales.
2.o
Estas afirmaciones reales no constituyen afirmaciones sobre lo que las
cosas
son, así, sin más. Yo puedo, por ejemplo, decir que las cosas han
existido
siempre o que han sido creadas por Dios; que ninguna contiene en
sí
el principio del movimiento o que algunas se mueven a sí mismas; que su
esencia
es la extensio (Descartes) o la vis (Leibniz), etc. Bien mirada,
ninguna
de estas afirmaciones es una verdad física. Son, es verdad,
afirmaciones
que recaen sobre los cuerpos. Pero no es exacto decir, sin
más,
que la física es la ciencia de los cuerpos. La física no considera
los
cuerpos en cuanto son. No es a ellos a los que se aplica el método a
que
antes aludía.
3.o
La física se refiere a cosas naturales. (Dejemos de lado la
complicación
que la biología nos obligaría a introducir en este problema,
si
quisiéramos ser un poco rigurosos.) La física comienza no cuando se
trata
simplemente de cosas, aunque éstas sean corpóreas, sino cuando se
precisa
el sentido del adjetivo natural. ¿Qué se entiende por natural?
¿Qué
es Naturaleza? Una proposición que respondiera a estas preguntas
sería
una afirmación que acotaría, dentro del mundo de lo que hay,
aquellos
entes que caen dentro de la región de lo natural. Por tanto,
tendría
una doble dimensión. De un lado, miraría al mundo entero de lo que
hay;
de otro, al interior de una región de él. En el primer aspecto
semejante
afirmación sería una negación metódica de todo lo que no es esa
nueva
región; por tanto, dentro de su negatividad, constituiría para la
ontología
el problema de discernir las regiones del ser. Pero, mirado
desde
el segundo aspecto, sería una afirmación que daría sentido primario
a
cuanto hay en esa nueva región. Sería, pues, lo que permitiría
establecer
o poner cosas en ella; sería el principio de su positum, de la
positividad,
un principio positivo, esto es, permitiría dar sentido
unívoco
al verbo existir dentro de esa región; habría dado lugar a una
ciencia
positiva. A estos principios llamaba Kant principios metafísicos
originarios
de la ciencia natural. Y la ciencia ha tenido siempre la
impresión
de que semejantes principios eran, en efecto, filosóficos. Baste
recordar
el título de la mecánica de Newton: Principios matemáticos de
filosofía
natural.
Ahora
bien: el principio de indeterminación no es primariamente un
principio
lógico. No es una afirmación sobre el alcance de nuestros medios
de
observación, sino sobre cosas observables. No tiene nada que ver con la
subjetividad
ni con la objetividad del conocimiento humano. La relación en
que
se halla la luz con la materia es perfectamente real, como la visión
de
un bastón sumergido en el agua no es menos real ni más ilusoria que la
que
de él tenemos cuando está fuera del aguas En ambos casos son
situaciones
ajenas a toda subjetividad. La relación entre un fotón y un
electrón
es tan real como la ley de la gravitación o el principio de
inercia.
Pero
el principio de indeterminación no es tampoco un principio de
ontología
general, como si pretendiera negar la existencia de la
causalidad.
Cualquiera que sea la decisión sobre este punto, no afecta en
lo
más mínimo al principio de indeterminación; causalidad no es sinónimo
de
determinismo, sino que el determinismo es un tipo de
causalidad.
El
principio de indeterminación es más bien uno de esos principios de
ontología
regional que quieren definir el sentido primario de los vocablos
natural
y naturaleza. Esto es, el sentido del verbo existir dentro de la
física.
Y esta es la cuestión que hay que analizar con un poco de
precisión.
1.
Desde Aristóteles se viene entendiendo, sin excepción, que el conjunto
de
conocimientos comprendidos bajo el nombre de física se refiere a las
cosas
que cambian, o, como él decía, que se mueven. (La Física de
Aristóteles
no es una física en nuestro sentido actual, pero precisamente
esta
diferencia sólo salta a la vista teniendo en cuenta la doble
dimensión
ontológica y positiva de esta obra aristotélica.) La palabra
naturaleza
significaba, pues, movimiento, actual o virtual, que emerge del
fondo
mismo del ser que se mueve. El emerger del fondo es esencial a este
movimiento.
Por esto la physis es propiamente la arkhé, el principio de la
kinesis.
Pero para descubrir todo el sentido que la naturaleza tiene en
Aristóteles
hay que decir cómo ve él el movimiento. Sin necesidad de
entrar
a comentar su definición, ni tan siquiera de transcribirla, baste
decir
que, para Aristóteles, en el movimiento hay siempre un llegar a ser;
considera
el movimiento desde el punto de vista del ser. También es verdad
que
podría decirse que mira al ser desde el punto de vista del movimiento.
Y
precisamente en la interna unidad de ambos puntos de vista estriba el
carácter
unitario de la física aristotélica. Ahora bien: lo que una cosa
es
se me hace patente cuando la considero como una cosa determinada entre
todas
las demás; por tanto, cuando la miro desde el punto de vista del
métron,
de la medida. Medida no significa aquí nada primariamente
cuantitativo,
sino la interna unidad del ser en cuanto tal, el hén, el
uno.
La medida, en sentido cuantitativo, se funda en este concepto más
general
de medida como determinación ontológica. Cuando miro las cosas
desde
este punto de vista de la medida, me aparecen aquéllas en su figura
propia,
en su eîdos, su idea. En ella, pues, se encierra lo que la cosa
verdaderamente
es. La idea es, por esto, su forma, donde forma tiene tan
poco
que ver con la geometría como la medida con la aritmética. Lo que una
cosa
es, su idea, es así lo visto en cierta visión especial, en el noeîn,
que
nos da su medida y su forma. En lo que una cosa es quedan, de este
modo,
vinculados, en unidad radical. su ser y el ser del hombre. Tomar el
movimiento
desde el punto de vista del ser es tomarlo desde el punto de
vista
de la medida. Y los principios que dan precisión y realidad
ontológica
al movimiento son, por esto, principios del ser, es decir,
causas.
El orden y medida de las causas: tal es el sentido de la física
aristotélica.
Naturaleza es táxis, orden, medida de causas.
Este
punto de vista del ser es común, para Aristóteles, a cualquier clase
de
movimientos, incluso al movimiento local. Baste recordar que el lugar
es,
para Aristóteles, una categoría ontológica, y que, por tanto, el
cambio
de lugar es un cambio de modo de ser. Pero se daba cuenta de que en
el
movimiento local es donde justamente esta dimensión ontológica escapa
con
más facilidad. De aquí su resistencia a explicaciones mecánicas, no
porque
las considere necesariamente falsas, sino porque no afectan al ser
de
las cosas. En este punto Aristóteles ha sido casi siempre mal
entendido,
porque puede decirse que va contra el sentir cotidiano, poco
flexible
a la ontología. Y, en honor a la verdad, hay que reconocer,
además,
que Aristóteles es, en la historia del pensamiento humano, el
primero
(Platón es cosa confusa) y el último en haber concebido
ontológicamente
el movimiento.
2.
En efecto, la propensión espontánea de la mente es la contraria. El
hombre
tiende inexorablemente a eludir el no-ser. Por esto elude todo
verdadero
llegar a ser, porque todo llegar a ser es llegar a ser desde lo
que
no era. Tendemos, pues, a embozar la significación real de este
no-ser,
pensando que el movimiento sea simplemente un aparecer de lo que
ya
era, pero estaba oculto, o un desaparecer, esto es, continuar siendo
ocultamente
lo que antes estaba patente. Desde Demócrito, por ejemplo, han
servido
los átomos para bordear el abismo del no-ser. Los átomos son
invariables,
indestructibles, eternos; las cosas son, para Demócrito,
agregados
de átomos; por tanto, su generación es, en realidad una simple
combinación
de lo ya existente, pero no una verdadera generación, esto es,
un
llegar a ser. Aristóteles subraya, en varias ocasiones, las
dificultades
con que tropieza el concepto de generación en el atomismo.
Por
esto, el movimiento preferido de todo atomismo es el movimiento local,
no
sólo porque sea el más claro y distinto, como diría Descartes, sino
porque
es, como ya veía Aristóteles, aquel en que es más fácil eludir el
problema
del origen del ser. Si se quiere, el movimiento local es el más
claro,
porque es el que menos referencia hace al no-ser. No es un llegar a
ser
lo que no era, sino una mera variación de lo que ya es. La cantidad y
el
movimiento fueron así el principio interpretativo de la realidad,
cuando
se renunció a mirar el movimiento desde el ser en general. Es
esencial,
no sólo a la física, sino a la ontología, esta distinción entre
el
movimiento como un llegar a ser y como una simple variación. Esto
implica
una reforma radical del sentido aristotélico de la naturaleza.
Reforma
tan sólo, porque el esquema de conceptos en que desde entonces nos
movemos
deriva precisamente de Aristóteles. En este sentido, la física
moderna
no hubiera podido nacer sin la ontología aristotélica, siquiera
fuera
para reformarla en alguno de sus puntos.
Lo
que las cosas son, en efecto —decía Aristóteles—, se
presenta cuando
las
miro desde el punto de vista de su medida. Pero mientras para él el
metro
era unidad ontológica, se ha convertido ahora en determinación
cuantitativa.
Con lo cual el noûs, la mens, ve el ser de todas las cosas
desde
el punto de vista cuantitativo. En él, en la medida, es donde ahora
quedan
vinculados el hombre y el mundo. Es ella el sentido de la mens y el
sentido
de las cosas. Por esto decía Nicolás de Cusa, repitiendo una frase
de
Santo Tomás, que toda mensura es obra de una mens. Es la consagración
del
método matemático. Y, recíprocamente, la cosa vista por la mens es
determinación
mensurable: la forma aristotélica se vuelve en
configuración,
material. Ya desde antiguo iba ganando cuerpo la idea de
que
en el métron como cantidad (materia signata quantitate) se encerraba
la
razón individual de las cosas. La realidad es medida cuantitativa.
Gracias
a la ontología aristotélica adquiere ahora la matemática el rango
de
carácter ontológico de la realidad. Con ella se circunscribe el sentido
del
verbo existir: tiene existencia física sólo lo mensurable. El
movimiento,
como pura variación, es visto, desde el punto de vista
matemático,
como una función del tiempo. Por esto todo movimiento es, en
el
fondo, lo que el movimiento local: una función; queda despojado de toda
idea
de generación o destrucción. El siempre de la Naturaleza es su
estructura
matemática. La Naturaleza ya no es orden de causas, sino norma
de
variaciones, lex, ley. Y toda ley es obra de un legislador. La
Naturaleza
es entonces una ley que Dios impuso al curso de las cosas.
Nuestro
concepto de ley natural tiene este doble origen ontológico y
teológico.
El curso de las cosas es tal, que el estado que poseen en cada
instante
determina unívocamente el estado ulterior. La Naturaleza es, en
este
sentido, una costumbre de Dios. Esto es: el carácter formal de la ley
es
la determinatio, la determinación. Por esto puede ser captado con
seguridad
y certeza por el hombre en la función matemática Era esencial
recordar
aquí estas conexiones demasiado olvidadas. Con ellas es fácil
entender
el sentido del vocablo fenómeno: fenómeno es un momento de la
naturaleza;
por tanto, no es una cosa como para un griego, sino un
acontecimiento,
un suceso. Este acontecimiento estará entendido cuando
conozcamos
su lugar en el curso de la naturaleza. Esto se obtiene por la
medida.
Medir variaciones de fenómenos: he aquí el comienzo de la física
moderna.
La física moderna es todo, menos la invención de un nuevo método
particular;
es la ascensión del carácter ontológico y constituyente que la
matemática
ha adquirido como interpretación de la realidad. No es
cuestión,
en esta física, ni del origen de las cosas ni del movimiento,
sino
de las variaciones de estos estados iniciales. Todo cuerpo tiende a
permanecer
en su estado de reposo o movimiento rectilíneo y uniforme
mientras
no haya una fuerza que lo saque de él. Tal es el principio de
inercia
y tal su doble significación ontológica y positiva.
Con
esto no es que se haya abandonado el concepto aristotélico, sino que
éste
responde a otro problema: el problema del ser en general. Es posible
interpretar
el determinismo como causalidad, admitiendo que las causas
actúan
determinantemente. Pero, aun así, no nos servirían para nada, no
porque
no sean reales, sino porque carecen de sentido
físico.
Análogamente,
los objetos de la física no son vistos desde el punto de
vista
del ser: no son entes, cosas, sino simples fenómenos, es decir,
manifestaciones
de lo que ya es, al igual que el movimiento es simple
variación
suya. Los fenómenos de la Naturaleza no son las cosas del mundo.
Por
tanto, los conceptos de masa, materia, etc., que hasta ahora han sido
asociados
a la idea de cosa, cambian de significación. Responden ahora a
problemas
distintos. La masa, por ejemplo, no es más que el cociente de
una
fuerza por una aceleración, etc. Pero de la misma manera que la
variación
no excluye ni incluye la causalidad, así tampoco el fenómeno ni
incluye
ni excluye la entidad en el sentido de cosa. (No hace falta añadir
que
este concepto de fenómeno nada tiene que ver con el fenomenismo de que
ha
venido hablando la teoría del conocimiento.) El problema de la
Naturaleza
no es, para Galileo, sensu stricto, un problema de entidad y de
causalidad.
La diferencia cardinal que hace que un ente, además de ser,
sea
natural, no es que su movimiento esté causado en cierta forma, sino
que
esté determinado como fenómeno, es decir, medido en el curso de la
naturaleza:
Naturaleza = Medida de un curso = Ley de fenómenos.
El
desarrollo de esta idea es la historia de la física desde Galileo hasta
nuestros
días. Una historia que no es sino la precisión de este concepto
de
Naturaleza. Ello explica que la formación de los conceptos naturales no
se
parezca en nada a una simple abstracción, sino que es, por el
contrario,
una construcción, y, más concretamente, esa construcción
llamada
paso al límite. Con lo cual no me refiero tan sólo al método
infinitesimal,
sino a toda aplicación de la matemática a la física: una
simple
medida es ya, en este sentido, un paso al límite.
Ahora
bien: el paso al limite y todas las demás operaciones matemáticas,
independientemente
de su utilización física, tienen un sentido propio
interno
a la matemática. Con lo cual resulta que la física ha propendido a
definir
la existencia física como simple caso particular de la existencia
matemática.
Una realidad física es existente cuando está determinada como
función
matemática. De donde se sigue que la medida es una relación entre
magnitudes
matemáticas. ¿Qué ha pasado entonces con el fenómeno? La
realidad
verdadera son las relaciones matemáticas; el fenómeno es algo que
queda
fuera de ellas y que sólo adquiere sentido físico, es decir, sólo es
propiamente
fenómeno cuando está sometido a las leyes matemáticas. La
Naturaleza,
en el sentido de la física, y la experiencia se han
distanciado
cada vez más hasta separarse: de tal suerte que ésta adquiere
sentido
físico, vigencia física, tan sólo en cuanto se somete a ese otro
mundo
que es la Naturaleza propiamente dicha: las leyes matemáticas. Por
esto,
todo el sentido físico de la experiencia es ser aproximación. Esto
es:
entender la experiencia no es más que averiguar con qué sistema de
relaciones
matemáticas habremos de sustituirla.
Mientras
la mecánica ha dominado despóticamente sobre la física, no pudo
ponerse
en duda el éxito de semejante concepción. Pero la física tiene que
dar
razón también de las cosas que aparentemente no son movimientos: la
temperatura,
los colores, los sonidos, etc. Y es fácil comprender que
ideara
un subterfugio para evitar hablar del origen de los colores, como
si
se tratara de una generación desde la nada: tal fue establecer una
correspondencia
biunívoca entre estos hechos y ciertas magnitudes
sometidas
a leyes matemáticas. Con ello, el llegar a ser de los colores
pasa
a ser una simple modificación de lo que ya es: corpúsculos o medios
elásticos.
Una vez más, los hechos sensibles correspondientes a estas
magnitudes
quedan al margen de la física: son, a lo sumo, aproximaciones
que
sugieren, corroboran o rechazan la verdad de las leyes matemáticas.
Pero
ellos en sí mismos no son nada, no forman parte de la
Naturaleza.
Mas
llegó un momento en que estos hechos empezaron a obligar a cambiar no
tal
o cual ley, sino el concepto mismo de ley. En este instante, la
ciencia,
como ya en tiempo de Galileo, tuvo que hacerse nuevamente
cuestión
de su propio mundo y volver a preguntarse: ¿qué es el mundo
físico?
Este es el punto en que hoy se encuentra. Veámoslo.
3.
Comenzó la inquietud con el estudio de los fenómenos eléctricos. Desde
Maxwell,
la electricidad no se halla sometida a leyes mecánicas. Posee
leyes
propias suyas. Un abismo separó estas dos regiones del mundo físico:
el
mundo de los movimientos y el mundo del electromagnetismo. Sólo había
un
posible punto de contacto: el principio de Hamilton. Pero este
principio
no es un principio pura y exclusivamente mecánico en el sentido
corriente
de la palabra: es un principio variacional mucho mas amplio. Con
lo
cual, dentro precisamente de la mecánica, se abrió la brecha para una
posible
radical reforma suya. Obtener las ecuaciones de la mecánica
partiendo
de la invariante integral de Hamilton es conceder la
subordinación
de la mecánica a principios más generales. La física ya no
fue
mecanismo, sino matematismo. No toda función del tiempo era
forzosamente
movimiento local.
Pero
la cosa no paró aquí. Las leyes electromagnéticas no sólo son
distintas,
sino, en cierto modo, opuestas a las mecánicas. La velocidad de
la
luz es constante, no sólo en el vacío (es decir, medida con relación al
éter),
sino también referida a cualquier observador que se halle en un
sistema
inercial esto es, animado de movimiento rectilíneo y uniforme.
Ahora
bien:
nadie
osó poner sus manos sobre las leyes de Maxwell, precipitado teórico
y
experimental tan admirable, que de ellas solía preguntar Helmholtz si
"las
había escrito algún dios". Por el contrario, tuvo Einstein la genial
audacia
de reformar la mecánica, haciéndose cuestión del sentido mismo de
la
medida, y con ello, de la Naturaleza física.
La
medida a que se refería la física anterior a Einstein era una relación
entre
magnitudes matemáticas en el tiempo y en el espacio. Por tanto, la
existencia
física tenía el mismo sentido que la existencia matemática. A
partir
de Einstein, no es esto verdad. La existencia física es mentalmente
distinta
de la existencia matemática, O. visto desde la matemática: la
matemática,
como sentido de la Naturaleza, física, no puede confundirse
con
la matemática pura. A la física pertenecen la luz, es decir, todo el
campo
electromagnético y la materia ponderable. Por tanto, las magnitudes
de
que parte la física, incluso en mecánica, son magnitudes cósmicas, esto
es,
son el complejo indivisible: Espacio-Tiempo-Materia (incluyendo en
ella
el campo). La medida no es una relación entre magnitudes matemáticas,
sino
entre magnitudes cósmicas. El mundo de las llamadas cosas sensibles y
el
mundo físico no son dos mundos: aquél forma parte de éste. A esto se ha
llamado
geometrización de la física. También, tal vez con más propiedad,
pudiera
llamársele fisicalización de la geometría. Entonces llegó a su
perfección
la interpretación del movimiento como pura variación. Tanto,
que
Weyl ha creído posible eliminar la referencia al movimiento real de
los
cuerpos, para hablar, en su lugar, de una simple variación del campo
en
que se hallan. No puede llevarse más lejos la idea de que el
movimiento,
en el sentido de nuestra física, no tiene nada que ver con un
llegar
a ser.
Es
decir: la llamada estructura geométrica del universo depende, esto es
esencial,
de lo que antes se llamaba realidad. Y, recíprocamente, nada
tiene
sentido físico si no es una magnitud mensurable cósmicamente. Ahora
bien:
la física de Galileo-Newton-Lagrange contiene magnitudes no
mensurables
en este sentido: el espacio y el tiempo absolutos; los
cuerpos,
independientemenete del tiempo y del espacio, etc. De aquí que la
física
de Einstein sea, en muchos conceptos, el coronamiento de la física
clásica:
naturaleza física es mensurabilidad real.
Pero
esta palabra real envuelve un equivoco que hay que esclarecer.
Pudiera
pensarse que esta expresión alude a las observaciones de un
observador.
Entonces, el sentido de la obra de Einstein seria dar una
descripción
del universo válida para todo observador desde cualquier punto
de
vista. Es decir, la física de Einstein sería, no una física sin
observador,
sino una física con un observador cualquiera. Esto es verdad.
Pero
no es toda la verdad, ni siquiera la verdad esencial o primaria. La
condición
de invariancia de las leyes físicas no se refiere primera ni
fundamentalmente
a la imagen que un observador adquiere del universo, sino
a
la estructura del universo, relativamente a un sistema de coordenadas
cualquiera.
Se dirá que todo observador puede ser interpretado como un
sistema
de coordenadas. Pero a esto hay que responder, en primer lugar,
que
la recíproca no es cierta, y, en segundo lugar, que entonces no es el
sistema
de coordenadas interpretado como un punto de vista de observación,
sino,
al revés, el punto de vista de observación como un sistema de
coordenadas.
Es decir, que la medición "humana" de las magnitudes físicas
no
entra para nada en su concepto de medida. La medida es una relación que
existe,
esto es, se halla definida entre unidades "cósmicas", pero tan
independientemente
de la existencia del físico como la proporción
matemática
existe independientemente del matemático. La matemática es, por
esto,
todavía en la física de Einstein, la estructura formal de la
Naturaleza.
La matemática y la materia se han fundido en un mundo, pero el
hombre
queda fuera de él.
La
física de los quanta da el paso decisivo. También en ella la Naturaleza
es
mensurabilidad real. Bien; pero aquí real no significa simplemente
cósmico,
como en Einstein, sino observable efectivamente. Medida no
significa
solamente existencia de una relación, sino yo puedo "hacer" una
medición.
Naturaleza = Mensurabilidad real = Medición de observables. ¿Qué
quiere
decir esto? He aquí lo que Heisenberg habría de aclararnos al
enunciar
el principio de indeterminación, si quiere, según parece,
inaugurar
una nueva etapa en la historia de la física.
Por
lo pronto, observable significa, para él, concretamente, visible: los
lugares
y las velocidades no pueden ser efectivamente medidos sin ser
vistos.
La visibilidad no se refiere, pues, a las condiciones subjetivas,
sino
a la presencia de las cosas en la luz. Pero entonces se habla de la
luz
en dos sentidos radicalmente diferentes. En primer lugar, como algo
que
actúa sobre las cosas. En este sentido, es una parte de lo que la
Naturaleza
es. Pero si esta acción ha de dar lugar a un principio de
indeterminación,
entonces considero la luz desde un segundo punto de
vista,
no como algo que actúa sobre las cosas, sino como algo que permite
verlas,
que las hace visibles, es decir, las pone patentes. Son dos
sentidos
totalmente distintos. En el primero, la luz es una parte de la
Naturaleza;
en el segundo, la envuelve totalmente: es lo que constituye el
sentido
mismo de lo que ha de entenderse por Naturaleza, lo que la separa
de
todo lo que no es Naturaleza. En la primera acepción, la luz es un
trozo
de la Naturaleza, un fenómeno electromagnético y fotónico que en
ella
acontece. En la segunda, la luz es simplemente claridad, y, a fuer de
tal,
no es tanto un fenómeno, sino lo que constituye la fenomenalidad en
cuanto
tal. Desalojada de la Física, a fines de la Edad Media, la luz como
claridad
vuelve a entrar en ella. Y si la primera función es independiente
del
hombre, la segunda hace alusión esencial a él. De la coincidencia de
ambos
puntos de vista nace el principio de indeterminación, y esta
coincidencia
es puramente humana. La indeterminación entre lugares y
velocidades
por la acción de la luz no surge más que si hay un ente que
quiere
o tiene que servirse de la luz para averiguar el lugar que ocupan
los
cuerpos y la velocidad de que se hallan animados. No acontecía lo
mismo
en la teoría de la relatividad. En ella es necesaria la existencia
del
físico para que haya física; pero en el sentido de ésta no interviene
la
índole de aquél; lo que el físico hace no pertenece a la física, o, por
lo
menos, no pertenece a ella en el mismo sentido que en la teoría de los
quanta.
En la teoría de la relatividad el físico se limita a poner en
relación
unas cosas con otras; pero en el contenido de esa relación no
interviene
el hombre. En la teoría de los quanta no solamente el hombre
pone
unas cosas en relación con otras, sino que no tiene sentido, para él,
más
que lo que en esa posible relación sea visible. Solamente entonces
tiene
sentido hablar de indeterminación. Y esta indeterminación surge
porque
la luz posee ambas funciones: es a la vez, una parte de la
naturaleza
y su envolvente. Todos los entes que la física maneja habrán de
referirse,
en última instancia, a la vista: si manejo temperaturas, hará
falta
ver la altura de la columna mercurial en el termómetro,
etc.
En
otros términos: la física clásica se preocupó tan sólo de la
localización
relativa de unos cuerpos respecto de otros en el curso de un
tiempo
medido por un movimiento periódico. De aquí resulta que el supuesto
—la
condición, diría Kant— de todo fenómeno físico, es decir, la
estructura
formal de lo que se llama Naturaleza, es el esquema
espacio-temporal,
lo mismo que se considere como algo a priori, según
pretendieron
Newton y Kant, o como algo a posteriori, como quieren
Leibnitz
y Einstein.
Pero
la nueva física cuantista repara en que esto no es suficiente: algo
no
es fenómeno, primariamente, por su localización en una simple
estructura
espacio-temporal, sino por su "visibilidad", si se me permite
la
expresión. Con lo cual viene a resultar que el supuesto o condición de
toda
fenomenalidad, la estructura formal de la Naturaleza, es la luz en el
sentido
de claridad.
Por
esto, mientras para la física clásica la ley enuncia la índole de la
articulación
de un fenómeno con la estructura espacio-temporal, para la
nueva
física la ley enuncia, en cierto modo, la articulación de un
fenómeno
en el campo de la claridad en que es visible, y gracias al cual
es
"observable".
Pero
este segundo punto de vista envuelve evidentemente el primero: lo que
se
"ve" es la "localización" espacio-temporal de la materia (en sentido
lato,
incluyendo la energía). Por esta implicación se produce
inexorablemente
la indeterminación de Heisenberg, y lo que el principio de
indemnización
expresa efectivamente es esta nueva idea de la
Naturaleza.
En
efecto, si el éxito acompañara a este intento —no es el momento de
decidirlo,
ni me siento, inútil decirlo, capacitado para ello— habría que
decir
que en el concepto de Naturaleza entran no sólo la matemática y la
materia,
sino lo matemático, lo material y lo visible, en unidad compacta.
Es
decir, "Espacio-Tiempo-Materia-Luz" (en el sentido de claridad), lo
observable:
esto es Naturaleza (este sentido de la palabra observable no
coincide
exactamente con el usual de Dirac). La física, más aún que en el
caso
de Einstein, no tiene más que un sentido humano. En el rigor de los
términos,
para Dios no sólo no hay física, sino que no hay ni Naturaleza
en
este sentido.
Entonces,
los fenómenos no son aproximaciones a los objetos ideales de la
física,
sino que son estos objetos mismos. Los fenómenos de Galileo se
tornan
en observables. Por esto van rápidamente perdiendo su antiguo
contenido
los átomos, los electrones, etc., para pasar a ser vocablos que
designan
un sistema de relaciones fenoménicas. Recordemos una vez más que,
desde
Galileo, el objeto de la física no son las cosas, sino los
fenómenos.
Por tanto, cuando la física actual habla de equivalencia entre
ondas
y corpúsculos, no se refiere a que las cosas materiales se ablanden
y
diluyan en una realidad vaga e informe, sino que esa equivalencia es, a
su
vez, una equivalencia puramente fenomenal. Los conceptos de corpúsculo
y
onda son interpretaciones de observables. Para ello la física no
necesita
salirse de los observables y sustituirlos por cosas pensadas. La
nueva
física no sustituye unos entes por otros. Necesita ciertamente pasar
al
límite; pero es un paso al límite dentro de los fenómenos, el límite de
Bernoulli.
La expresión matemática, considerada como ley, no tiene más
sentido
que el ser un conjunto de observaciones virtuales: por
consiguiente
(dado su concepto de medida), la probabilidad de una
observación,
no la determinación real de un estado. O si se quiere, para
la
física, el estado real de algo sólo es aquel en que yo lo veo. Con lo
cual,
la matemática. que desde Galileo servía para definir el métron de lo
que
las cosas son, se convierte ahora en puro símbolo operatorio. No es ni
una
geometrización ni una aritmetización, sino una simbolización de la
física.
El movimiento no sólo no es un llegar a ser, ni tan siquiera una
variación
de las cosas, sino una alteración de observables.
Resumiendo:
para Aristóteles, la Naturaleza es sistema de cosas
(sustancias
materiales) que llegan a ser por sus causas; para Galileo,
Naturaleza
es determinación matemática de fenómenos (acontecimientos) que
varían;
para la nueva física, Naturaleza es distribución de observables.
Para
Aristóteles, física es etiología de la Naturaleza; para Galileo,
medida
matemática de fenómenos; para la nueva física, ésta es cálculo
probable
de mediciones sobre observables.
En
la crisis que a la nueva física se plantea, cualquiera que sea su
solución,
no se trata de un problema interno a la física ni de un problema
de
lógica o teoría del conocimiento físico: se trata, en última instancia,
de
un problema de ontología de la Naturaleza. El haber intentado mostrarlo
es
el sentido de esta breve nota.
Ni
que decir tiene que, para los efectos de un sistema completo de física,
no
se ha pasado de una fase aún casi puramente programática. Ni tan
siquiera
este programa es, en opinión de todos, realizable. No puedo
olvidar
lo que en cierta ocasión me decía Einstein: "Hay entre los físicos
quienes
creen que sólo es ciencia pesar y medir en un laboratorio, y
estiman
que todo lo demás (relatividad, unificación de campos, etc.) es
labor
extracientífica. Son los Realpolitiker de la ciencia. Pero con sólo
números
no hay ciencia. Le es precisa una cierta religiosidad. Sin una
especie
de entusiasmo religioso por los conceptos científicos no hay
ciencia...
Otros se abandonan a la estadística. Un fenómeno eléctrico
tiene
asociado un valor de probabilidad. Bien; pero una probabilidad de
que
se presente algo sometido a la ley de Coulumb. ¿ Y esta ley? A su vez,
una
probabilidad. No lo entiendo. Es concebible que Dios haya podido crear
un
mundo distinto. Pero pensar que en cada instante está Dios jugando a
los
dados con todos los electrones del universo, esto, francamente, es
"demasiado
ateísmo..."
En
este problema la ciencia positiva no es más que el reverso de la
ontología.
Es decir, es un problema ontológico y científico a un tiempo.
La
ciencia sola podrá pedir un nuevo concepto de Naturaleza, e incluso
desecharlo;
pero, por sí sola, no puede crearlo. Sin Aristóteles no
hubiera
habido física. Sin la ontología y la teología medievales hubiera
sido
imposible Galileo. "La adaptación de nuestro pensamiento y de nuestro
lenguaje
—dice Heisenberg— a las experiencias de la física atómica
va,
como
en la teoría de la relatividad, acompañada indudablemente de grandes
dificultades.
En la teoría de la relatividad fueron muy útiles para esta
adaptación
las discusiones filosóficas anteriores acerca del espacio y del
tiempo.
Análogamente se puede sacar provecho, en la física atómica, de las
discusiones
fundamenta. les de la teoría del conocimiento acerca de las
dificultades
inherentes a una escisión del mundo en sujeto y objeto.
Muchas
abstracciones características de la moderna física teórica han sido
tratadas
ya en la filosofía de los siglos pasados. Mientras estas
abstracciones
fueron desechadas entonces como juegos de pensamiento por
los
científicos, atentos sólo a las realidades, el afinado arte
experimental
de la física moderna nos fuerza a discutirías a
fondo."
El
que esta física sea provisional no es un reproche, sino un elogio. Una
ciencia
que se halla en la situación de no poder avanzar, sin tener que
retrotraerse
a sus principios, es una ciencia que vive en todo instante de
ellos.
Es ciencia viva, y no simplemente oficio. Esto es, es ciencia con
espíritu.
Y cuando una ciencia vive, es decir, tiene espíritu, se
encuentran
en ella, ya lo hemos visto, el científico y el filósofo. Como
que
filosofía no es sino espíritu, vida intelectual.
"Los
físicos —escribía Heisenberg en 1929, y sus palabras adquieren hoy
mayor
relieve— no se verán, en los propias decenios, forzados a limitarse
al
aprovechamiento de un dominio ya completamente explorado: antes bien,
tendrán
que partir, en el futuro, a correr aventuras por tierras
desconocidas."
Esperemos
que en esta aventura, en la que les acompaña con emoción el
intelecto
humano entero, los físicos no se pierdan, sino que se encuentren
allí
donde siempre se encuentran los espíritus: en la
verdad.
Cruz
y Raya, 1934.
[Publicado
originalmente en "La Nueva Física–(Un problema de filosofía)."
Cruz
y Raya 10 (1934): 8-94. Edición digital preparada por la Fundación
Xavier
Zubiri]
Notas
Ruego
encarecidamente al lector que no olvide esta advertencia. Hay en
estas
líneas impropiedades técnicas —a veces, deliberadas— para
sugerir
una
idea difícil. He creído preferible proceder así, mejor que
acantonarme
en un formulismo técnico, por lo demás muy fácil de
reproducir.
Esta
alusión a los resonadores no tiene aquí más significación que la de
ser
un símil ilustrativo. Nada tiene que ver, por ejemplo, con el
fenómeno
de la resonancia cuantista, descrito por Heisenberg.
Naturalmente.
La
expresión "función de funciones" es equívoca: no significa una
función
cada uno de cuyos valores depende de otro valor a través de una
función
intermedia, sino una función tal que cada uno de sus valores
depende
de todos los valores a la vez, de la- función independiente. Es
el
concepto general de funcional.
No
se olvide la fecha del presente trabajo.
[El
original dice "g", pero lo que describe Zubiri son las partículas a;
hoy
día, se consideran compuestos de dos neutrones y dos
protones.]
No
es de este lugar referirme a otras varías partículas elementales (?)
cuyo
estudio experimental está aún casi en curso.
Discúlpeseme
semejante vaguedad. La definición precisa del observable de
Dirac
me llevaría demasiado lejos.
Para
ser exacto, habría que decir que en la nueva física no se trata de
medir
una variable, sino todas a la vez. La estadística de cada
variable,
aislada, no tiene interés. Lo tiene tan sólo el cuadro del
conjunto
de todas las variables.