Héctor Tizón

 

 

 

 

SEÑALES, PRONÓSTICOS Y LUCHAS

FRENTE A LOS RECIENLLEGADOS

 

 

 

( Sahagún: “Historia de las

cosas de Nueva España”)

 

El que estaba atento, abrigado con un tejido de cuello alto, parapetado sobre una cornisa, esperaba; y sabía lo que esperaba: la lucha y la muerte; sabía que estas armas de las cuales estaban provistos, a pesar de la fe o el entusiasmo, no eran suficientes frente a los hombres que recién llegaron abriéndose paso a través de ingenuas barricadas, montados sobre hierros, escupiendo fuego, mal dormidos, atronando el cielo ya de por sí oscuro de humo por sobre los tejados, las patas de aquellas orugas gigantescas cuyos resuellos, al avanzar, paralizaban la vida, como cuentan los más viejos libros sobre el dragón.

Los hombres de otros lugares, acantonados en el confín, a la espera del alba, de una mejor posición de tiro, habían pasado una noche oscura y mala, enfriados e impacientes –con esa excitación del alma que la víspera perturba el sueño de los verdugos.

El hombre abrigado vio la señal del otro contra el cielo y, a su vez, levantó el brazo y entonces todos supieron que había llegado la hora. El de la tricota de cuello alto trata de observar a la lumbre del rescoldito y nota, fugazmente, que es la hora quinta de la mañana. Y que es, entonces, el final; cuando una especie –no de luz sino de ausencia de oscuridad- descubre los cuerpos rotundos, mimetizados, impenetrables.

El que había permanecido centinela desde la víspera de pronto se incorporó, no como sobresaltado sino parsimonioso, como antes, cuando en medio de los destellos dorados de la lumbre se levantaba, tenso el espíritu, fláccido de cuerpo, al repiqueteo de los tambores, monótono prolegómeno para dejar de ser, y, levantando el brazo, levantando el bastón que sostenía la mano hizo la señal. Y el que tenía la pluma blanca como insignia de mando y que estaba atento, vio la señal, semejante a una ave oscura volando hacia atrás, hacia delante, en el celaje del amanecer. El hombre, a su vez, echado contra el suelo, levantó el brazo y esa señal del brazo fue avisada al pueblo. Pero ninguno llegó a comprender de inmediato, El mayor de los ancianos –tan destemplado su cuerpo por la edad que debía ser transportado en angarillas por otros hombres que se turnaban cada aurora- había predicho que a la quinta señal se escucharía sin esfuerzo un grandísimo ruido en la comarca.

Sobre la margen izquierda del río, entre los peñascos, avanza el grupo invasor. La primera señal –la recuerdan todos-  fue ese gran ruido, sordo, breve, profundo debajo del suelo; la segunda, aquellos piojos blancos que chillaban imperceptiblemente al ser reventados entre las uñas.

No amanece el día, el sol se demora y de pronto hace frío, a pesar de ser el tiempo en que remuda el follaje. La tercera señal fue aquella voz de la mujer parturienta, que dijo: Hijos míos, ¿a dónde os llevaré?

El centinela y el otro contemplan ahora el lento desplazamiento de los recién llegados cubiertos de metal, montados sobre algo vivo. Ellos dos, los demás, conocen las llamas, el ciempiés y las orugas, los murciélagos, las apazancas, los rococos, las ranas, el alacrán, la bumbuna, el loro, las hormigas, las abejas y, algunos, el mono, los peces y las tortugas, animales del cielo, la tierra alta y los esteros y lagunas. Tienen memoria también del fuego que cae sobre los techos y los árboles y aun sobre el pecho o la cabeza  de quien desprecia la tormenta; pero nadie recuerda que la cuarta señal sería la de una gran ave blanca, picuda, que ellos atraparon viva y palpitante, a la que luego –entre algarabías, entusiasmos y miedos- dieron muerte a palos. Fue un error: tenía esta ave en medio de la cabeza un espejo redondo que retrataba el cielo y las estrellas y astros y, especialmente, los mastelejos que andan cerca de las cabrillas; porque también estos hombres estaban cansados de servir a los que habían adulterado en su provecho la antigua ley.

Amenazaba el día, y aquellos invasores decidieron echarse acampando al pie de un farallón, al recaudo de unos sauces, no lejos de un ramblizo que luego iba a morir peñas abajo. Y el hombre, con sus cabellos negros largos partidos en dos, reptando, los descubre de cerca, tumbados junto a sus armas de fuego ahora frías y a sus bichos de metal y sus penachos y divisas; acampados en la ribera del ojo de la gran vertiente cristalina y equívoca, que provocó esa vega donde todos, antes, podían verdear y retozar y arrancar retoños tiernos de los bancales, cuando ocurrían años malos y otros buenos y el hombre, entre el ave y la serpiente, sólo respondía ante el hombre con las armas de sus brazos de guerra o de sus brazos de paz.

El cañonazo de los cañones de la primera señal se ha silenciado; los hombres ajenos, de otros lados y cubiertos, ahora de a pie, se tumban sobre los pastos tiernos de la ribera; vísperas del asalto y en realidad guerreros incompletos, puesto que ignoran la cara, los gestos, los odios, del enemigo, y se abandonan a aquel indiscutido código de sus vidas, flojos los almetes, la barbera caída, desprendidos los codales y rodilleras, abiertos, desguarnecidos, los petos y escarcelas. Y entonces el cielo parece como antes, común para todos, y la sonaja blanca de los caballos, los caminos abiertos y el abrigo de peñas y arboledas les sirve de cobejera.

Temblando de frío, inmóviles y parapetados, los que aguaitan el avance esperan, confundiendo la fe con el entusiasmo por la muerte. Abajo, junto al ropaje blindado, hay risas y vueltas de vino. Y es el quinto augurio, el del ebrio, el último.

El centinela baja el brazo. El que lleva la pluma como insignia de mando hace la señal; varios le siguen. Al fondo, en plena vega, junto a un charco de agua claro, inerme de sus fierros y apeado, está, borracho, uno de aquellos hombres raros, invasores recienvenidos; nosotros levantamos las dagas de laja, las agudas puntas de obsidiana, los cuchillos, sobre el soldado sin su pectoral, indefenso y ebrio, enajenado por esa noche sobre la tierra que parecía inocua y azul; torpeza y culpa –dicen- que habríamos de pagar.

A la orden, tanques y carriers avanzan, muerto el soldado. Un hombre flaco baja el brazo, discrepan los armamentos y los que vienen azuzados, serpenteando, buscando, se lanzan sobre la noche dando gritos, sobre este país que aún no acierta a descubrir de qué lado están los propios y los ajenos, el alba, la oscuridad.