ROBERTO J. PAYRÓ

 

VIOLINES Y TONELES

 

 

 

A. Julio Piquet.

 

Vamos un momento á la vieja Borgoña, pues el hecho que recuerdo ocurrió allí. En seguida regresaremos al pago.

La cosecha del Beaujolais iba á ser aquel año extraordinaria. Nadie había soñado, ni menos esperado, tan sorprendente fecundidad. Las viñas parecían de color violeta, porque los racimos eran más que los pámpanos, y las cepas cedían y se quebraban bajo su peso.

El momento de la vendimia se acercaba rápidamente y los cosecheros veían atribulados que habían cometido un error casi irreparable: los toneles eran pocos, iban á faltar; su imprevisión les hacía perder ríos, mares de vino, de primera calidad porque la lluvia era poca y el verano abrasador.

Los cascos subieron á precios inverosímiles; los fabricantes no daban abasto. En todos los pueblos de la comarca, hasta en los más miserables villorrios, del amanecer á media noche resonaba incesante golpear, y las azuelas y las macetas de los toneleros, caían y se levantaban sin descanso.

En Villefranche, sobre todo, el estrépito era ensordecedor, el martilleo en la madera arqueada, hueca y sonora, hacía creer que sus trece mil habitantes se habían dedicado simultáneamente á la carpintería en un rapto de demencia, ó que en cincuenta astilleros improvisados se calafateaban á toda prisa otros tantos buques en vista de una guerra inminente.

Y, á pesar de aquella actividad febril, los vinicultores que debían regocijarse ante la perspectiva de tan desbordante cosecha, eran presa de la desesperación, no dormían, no comían, formaban corros en las calles, comentando la situación, operando en toneles, barriles, bordalesas, como se operaba en oro en nuestra Bolsa, viendo ya mentalmente correr por aquellos campos las oladas del vino que se había quedado sin envase...

Entretanto el alegre sol de la Borgoña,- el sol de Rabelais,- se entretenía

en hacer más amarga aquella congoja, lanzaba rayos de fuego vivo para

 

apresurar la vendimia, completando en pocos días la madurez de los ubérrimos racimos...

Monsieur Grandcru, cuyo extenso viñedo era una maravilla, que acababa de reforzar los zarzos para que no cumplieran su visible amenaza de venirse abajo, y que apenas tenía las dos terceras partes de los toneles necesarios, se apartó de repente del corrillo en que estaba perorando, mientras murmuraba:

-¡Ya sé lo que voy á hacer!

Dos ó tres de los del corro adivinaron, más que oyeron estas palabras, é interesados en resolver el mismo problema le siguieron la pista, acechándolo...

Monsieur Grandcru había recordado de pronto, como por inspiración divina, la desdeñada y olvidada existencia de maese Octave Archet, y se precipitaba á su taller. Así lo comprobaron al cabo de un instante sus accidentales espías.

Era maese Archet uno de los más pobres artesanos con tienda abierta de Villefranche. Sentado en su taller, desde el uno hasta el otro crepúsculo, todos los días de trabajo, con dos ó tres obreros y otros tantos aprendices para la parte grosera de su obra, labraba y recortaba maderitas, las limaba, las acepillaba, las torneaba, las arqueaba con infinitos cuidados, y luego iba ajustándolas unas á otras, delicada, pacientemente, y las débiles tablitas tomaban en sus manos aspecto de juguetes caprichosos. Muchas veces deshacía lo hecho para emprenderlo de nuevo, con igual paciencia, con la misma tenacidad. Fabricaba violines con amor, como un artista, y la creación de un instrumento perfecto, dulce y vibrante, era para él un triunfo, una delicia: fuese después á las manos que fuera, él se lo imaginaba siempre en poder de algún virtuoso genial que lo acariciara con el arco, hasta el deliquio, hasta arrancarle el canto que embriaga y extasía. Cualquiera que lo hubiese visto ensayando su último violín, tratando de despertar el alma que le había engendrado al calor de la suya, lo hubiese creído la reencarnación del famoso personaje de Hoffmann.

Sus obras maestras se vendían en Villefranche á bajo precio, á los músicos de profesión y sobre todo á los cosecheros que querían dotar á sus tiernos hijos de algunas habilidades de sociedad. Pocos violines salían de allí, pero esos, gracias á su excelencia y á la elegante forma de su caja, no tardaban en ver superpuesta á la desconocida firma Achet la disputada del célebre Amati, cuyas elevadísima cotización comenzó á bajar con motivo de la relativa abundancia de ejemplares...

Monsieur Grandcru , se encaró con maese Octove, en pleno taller:

-Vengo á proponerle un magnífico negocio-le dijo.-En un mes puede usted ganar más dinero que en dos años fabricando violines.

 

-¿Y cómo?

-Necesitamos toneles... Pues... haciendo toneles.

-Yo no los sé hacer.

-Quien hace lo más, hace lo menos.

-Según; hay casos en que no se puede.

-La obra es parecida, y más fácil es ajustar duelas que tablas armónicas...

-Es cierto, pero si accediese á hacer toneles, quizá perdiera la mano para hacer violines.

El cosechero, fuera de sí, lo hubiese fulminado con la mirada.

-¿Es su última palabra, maese Archet?

-Es mi última palabra, estimado monsieur Grandcru.

monsieur Grandcru salió dando un portazo, desesperado y en el colmo de la ira. Sin embargo, al tropezar con los vecinos disimuló, para que no sospecharan su fracasado plan, esperando probablemente ser más feliz en otra tentativa. Pero los demás estaban demasiado interesados en el asunto, para no adivinar y poner en práctica la misma idea, y uno tras otro fueron presentándose á maese Archet. Todos obtuvieron idéntico resultado:

-No hago toneles, sino violines.

-Pero maese Archet...

-Si hiciera toneles perdería la mano para hacer violines...

Y todos tuvieron que retirarse, uno á uno, como habían ido, pero desesperados y furiosos.

La vendimia llegó, y es fama que aquel año el Beaujolais se inundó con el mosto sobrante. Sin embargo, el vino de aquella cosecha fué tan generoso que á pesar del abarrotamiento los cosecheros realizaron grandes beneficios. No por eso perdonaron á maese Archet, y aunque el pobre hombre sólo hubiera podido mejorar la situación con la insignificancia de cincuenta ó cien toneles cuando se necesitaban millares, acabó por tenérsele como el único culpable de tan lastimoso desperdicio de vino, vale decir de dinero...

Pasaron meses y Archet comenzó á desazonarse viendo que su provisión de violines aumentaba de un modo inusitado. El seguía construyéndolos más admirables que nunca, con un esmero y una maestría cada vez mayores; pero ni uno solo salía de su tienda, ni un cliente asomaba en ella las narices ni siquiera para una mala compostura... Tuvo que despachar uno tras otro sus obreros, pues la casa comenzaba ya á desbordar de violines. Los aprendices siguieron el mismo camino, pues ¿á qué aprender un oficio cuyos productos no tienen compradores? Por último, el mismo maese Archet redujo primero sus horas, luego sus días de trabajo, porque ya casi no le quedaba dónde revolverse, y para matar el tedio salía á pasear aunque no fuese fiesta.

 

Cierto día, al pasar por la puerta del taller de un tonelero, vió una cosa que lo dejó pasmado.

De una pared, frente á la entrada, pedían varios informes violines y un cartel sobre ellos anunciaba en letras gordas:

SE CONSTRUYEN VIOLINES POR ENCARGO.

Vuelto de su pasmo continuó el paseo. Y como si un espíritu diabólicamente burlón lo guiara de la mano, fué á dar á otra, á otra, y otra tonelería, y en esta, y en esa, y en aquella, tropezó con los mismos grotescos instrumentos y con el mismo sorprendente cartelito.

¡El no quiso convertirse en tonelero, y todos los toneleros se habían convertido en fabricantes de violines! ¡Media tan poco entre ajustar duelas y tablas armónicas, como decía monsieur Grandcru!...

Los irritados cosecheros que habitan en Villefranche-sur-Saone se vengaban de maese Archet y obtenían por añadidura un beneficio, pues los violines de los toneleros les resultaban muchísimo más baratos...

Cierto que había una diferencia de sonido, pero se acostumbraron al fin, y hasta les parecieron mejores.

Maese Archet tuvo que legar los invendibles instrumentos á sus hijos. Dícese que se vendieron en globo y á vil precio cuando la liquidación de la testamentaría y que el comprador se hizo rico, revendiéndolos. Pero esto no está comprobado. Parece que, al contrario, los violines de los toneleros continúan hoy, dominando el mercado...

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Estas cosas pueden pasar en Beaujolais... En nuestros pagos nunca. Por eso no he hecho con ellas un cuento criollo que hubiera resultado inverosímil.

 

 

 

El presente libro ha sido digitalizado por la voluntaria SILVINA GALLO.