RICARDO GÜIRALDES
CUENTOS DE MUERTE Y DE SANGRE SEGUIDOS DE
AVENTURAS GROTESCAS Y UNA TRILOGÍA CRISTIANA
,
ÍNDICE
o Cuentos de
muerte y de sangre
* Facundo
* Don Juan
Manuel
* Justo José
* El capitán
Funes
* Venganza
* El Zurdo
* Puchero de
soldao
* De mala
bebida
* El remanso
* De un
cuento conocido
* Trenzador
* Al
rescoldo
* El pozo
* Nocturno
* La deuda
mutua
* Compasión
* La donna è
mobile
o Antítesis
* La
estancia vieja
* La
estancia nueva
o Aventuras
grotescas
* Arrabalera
* Máscaras
*
Ferroviaria
* Sexto
o Trilogía
cristiana
* El juicio
de Dios
* Guele
* San
Antonio
Advertencia
Son en realidad anécdotas oídas y
escritas por cariño a las cosas nuestras.
He intitulado "Cuentos" no
teniendo pretensión de exactitud histórica.
R. G.
CUENTOS DE
MUERTE Y SANGRE
Facundo
Traspuestas las penurias del viaje cayó
al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años,
proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda
autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de
eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de
presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga
recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del
asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y
bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.
Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en
el monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
-¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
-No siempre, general... y pa probarle, le
jugaría una partidita a trampa limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre
perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven besaba de vez en cuando el
gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos
de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
-Bueno, amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón,
escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó
la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta,
del melenudo.
-¡General, le doy desquite!
-Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo
ganao y algo encima...
-No le hace, general, es justo que
también usted talle.
-¿Se empeña?
-¿Cómo ha de ser?
Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó
entre sus dedos toscos.
-¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!
Y mandó al asistente traer las prendas.
Facundo comenzó a recuperar; cuando
igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:
-Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.
Pero el mocito, queriendo apaciguar al
que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas
excusas de terror.
Facundo volvió a sentarse, con esta
advertencia:
-No culpe sino a su empeño lo que
suceda... al hombre sonso la espina'el peje... voy a jugarle hasta lo último,
ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino...
si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.
-¿Y es, mi general?
-¡Bah!, cualquier cosa.
Volvió a fallar el naipe inconsciente.
Quiroga trampeaba con descaro ante la
pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura
irreal, agrandada de leyenda.
Cuando el último peso fue suyo, llamó al
asistente, ordenándole con una seña explicativa:
-Llévelo a dormir al mocito... y que
descanse mucho, ¿no?
El muchacho quiso arrojarse de rodillas e
intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el
asistente era más fuerte.
Don Juan Manuel
Bajó de la diligencia en San Miguel de la
Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro,
como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y
esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.
Regocijabas con la promesa de alegres
días. En Buenos Aires, la facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco
se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones
juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban
a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueaba
al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad
salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más
precisos los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía
marcadora.
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope;
alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una
voluntad superior y desconocida.
-Buenos días.
-Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el
flete, primorosamente aperado de plata tintineante, cuyos reflejos intensificaban
su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un
patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se
hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y
adónde iba.
-Yo he sido amigo e su padre. Compañero e
política también.
Y prosiguió, afable:
-¿Va a lo de Z...? Es mi camino y lo
acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.
-Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia
respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y
quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en
el camino.
El hombre averiguaba mucho, y Nicanor
respondía, halagado por las atenciones del que adivinaba personaje.
-¿Entonces viene a pasar una temporadita?
Ya se divertirá. Aquí hay campos para correr todo el día y también avestruces
para ejercitar el pulso, y vizcacheras pa probar los paradores, ¿no?
Nicanor no se atrevía a interrumpirle. El
tenor de parecer un pobrecito pueblero incapaz de hazaña ecuestre alguna, le
impedía protestar con decisión.
-Yo no soy de a caballo...
-¡Qué no ha e ser! Lo mismo es si me
dijera que es lerdo el zaino.
-Presumo que es sólo un mancarrón manso,
elegido para un maturrango como yo.
-¡Bah!... Ya se desengañaría si
hiciéramos una partidita.
En sus ojos claros brillaban todas las
malicias gauchas.
-Una partidita corta, aunque sea
-insistía- como hasta aquel albardón, a la derecha de la vizcachera que
blanquea... dos cerradas, cuanto más... ¿Eh?
Nicanor, no sabiendo ya cómo negarse,
objetó, mientras el deseo de ganar le golpeaba en las arterias.
-Como quiera, entonces. Pero estoy, desde
ahora, seguro que el colorao me va a cortar a luz.
El semblante de su interlocutor había
adquirido un singular poder de brillo. Las facciones parecían más nítidas y los
ojos reían, en la promesa de un intenso placer de chico travieso.
-Bueno, cuando diga ¡vamos! Ahora...
Atráquese pie con pie... así... galopemos a la par hasta la voz de mando.
Achicábanse los caballos sobre sus
garrones, temblorosos de empuje. Veinte metros irían golpeando rodilla con
rodilla, sujetando las monturas, que roncaban de impaciencia.
-Bueno... ahora... ¡Vamos!
-¡¡Vamos!!
Y el tropel de la carrera repiqueteó como
agudo redoble de tambor.
Tras los desacomodadores sacudones de la
partida, corrían serenos par a par. Los vasos crepitaban o se ensordecían en
las variaciones de la cancha; redondeles de barro seco saltaban como pedradas
del molde de los vasos.
Nicanor animaba al zaino y parecía ganar
terreno, cuando el peso del colorado le chocó con vigor inexplicable. Pensó en
una desbocada; pero al mismo tiempo, sin lógica alguna, su caballo, con un
quejido y la cabeza abrazada entre las manos, corcoveó furiosamente.
Se defendió como pudo. Sus dedos, al
azar, arrancaban mechones del cojinillo.
-¡Cuidao! ¡Cuidao... la vizcachera! -le
gritaron en una risotada.
Toda noción precisa desapareció para
Nicanor. La tierra se le vino encima. Vio un pedazo de cielo, la mole del
caballo que amenazó aplastarle, e, inseguro aún, se levantó con un pesado dolor
en las espaldas.
Volvió a subir. A lo lejos por un bañado,
corría el compañero de hoy, y un hornero cantaba, o alguien reía.
Cuando llegó a destino, el
atolondramiento había cesado.
Casi sin contestar a la efervescente
recepción, contó su aventura.
Carlos, su amigo, le interrogó al fin:
-¿Cómo era el hombre? ¿Alto, rubio? ¿Muy
buen mozo? ¿De ojos claros y sonriente como una dama?
-Sí, sí -contestaba Nicanor viendo a su
hombre.
-Ya sé quién es.
-¿Quién? -preguntó el mozo con secreta idea
de venganza.
-Don Juan Manuel.
Justo José
La estancia quedó, obsequiosamente,
entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el
galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y
recados. Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha obscura
que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en
rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se
acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados
colazos.
La misma noche hubo comilona, vicio y
hembras, que cayeron quién sabe de dónde.
Temprano comenzó a voltearlos el sueño,
la borrachera, y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras,
coloreadas de ponchaje.
Una conversación rala perduraba en torno
al fogón.
Dos mamaos seguían chupando, en fraternal
comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china
cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez
entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.
Pero todo hubo de interrumpirse por la
entrada brusca del jefe; el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de
los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, sorprendido,
o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.
A la justa increpación del superior,
agachó la cabeza refunfuñando. Entonces Urquiza, pálido, el arriador alzado,
avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.
Ambos están cerca, Urquiza sabe cómo
castigar, pero el bruto tiene el hierro, y el arriador, pausado, dibuja su
curva de descenso.
-¡Stá bien!; a apagar las brasas y a
dormir.
El gauchaje se ejecuta, en silencio, con
una interrogación increíble en sus cabezas de valientes. ¿Habría tenido miedo
el general?
Al toque de diana, Urquiza mandó llamar
al sargento, que se presentó, sumiso, en espera de la pena merecida. El general
caminó hacia un aposento vacío, donde le hizo entrar, siguiéndole luego. Echó
llave a la puerta y, adelantándose, cruzole la cara de un latigazo.
El soldado, firme, no hizo un gesto.
-No eras macho, ¡sarnoso!; ¡sacá el
machete ahora!... -y dos latigazos más envuelven la cara del culpado.
Entonces el general, rota su ira por
aquella pasividad, se detiene.
-Aflojás, maula, ¿para eso hiciste alarde
anoche?
El guerrero, indiferente a los abultados
moretones, que le degradan el rostro, arguye, como irrefutable, su disculpa:
-Estaba la china.
El capitán Funes
-Como seguridad de pulso -interrumpió
Gonzalo- no conozco nada que equivalga el hecho del capitán Funes.
-Y ¿cómo es? -preguntamos en coro.
-Breve y sabroso. Veníamos de Europa en
un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace
veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de
habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que
acortaran el viaje.
Se
truqueaba por poca plata y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del
aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e
indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos
prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctimas
de nuestras invenciones.
El más animado del grupo, Pastor
Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos
satisfecho:
-¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le
encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a
marchar como angelito.
Nos presentó esa misma noche en el bar, y
todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración,
contando mentiras para oír otras.
-¿Así que usted, capitán -le decía
Pastor- ha peleado mucho?
-Bastante -movía los hombros como
coqueteando.
-Ha de saber lo que son balas
-guiñándonos los ojos- ¿hasta por el olor las conocerá?
-¡Por el olor, no, pero por el chiflido, pueda!
-Y ¿qué diferencia hay entre unas y
otras?
-Pero muy grande, mi arraigo, muy grande,
las de remington, silban gordote; así: chchch... (Nos mordíamos los labios);
mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...
-Pero vea -decía Pastor con gravedad- así
que las de remington hacen... ¿cómo?
-Chchchch...
-¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Nosotros debíamos estar violetas a fuerza
de contenernos.
-Las de carabina, ssssss...
-¿Y las de cañón?
El capitán nos miró, riendo de buena
gana.
-Pa eso no me alcanza la voz.
Aprovechamos la coyuntura para aflojar la
risa que nos retozaba en el vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente,
largando todo el embuchao, queriendo sujetar y volviendo, como a una
enfermedad, a nuestras carcajadas inconcluibles.
El capitán Funes tuvo un pequeño
encogimiento de cejas, imperceptible.
-Así que no podría, capitán... claro
está... pero cuando hace como la de carabina... vea, es igualito..., me parece
estarlas oyendo..., formal... Y dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?
-¡Así, mi amigo! -y antes que pensáramos
siquiera, dos balazos llenaron de humo el aposento. Hubo un ruido de sillas y
mesas volteadas. Recuerdo un tumulto de empujones dados y recibidos, una
multitud de gente caía por todas partes, mientras, en pelotón confuso,
rodábamos hacia cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este
último, más débil, corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la borda,
cosa que Pastor trataba de lograr con todas sus fuerzas.
Los separamos, al fin. Queríamos ver la
herida de nuestro amigo, cuya sangre nos manchaba.
El capitán Funes, retenido por dos
marineros, gritaba:
-No lo he querido matar de lástima, pero
ya sabe ese mocito que si no sé cómo silban las balas de revólver, sé
manejarlas.
-Y ¿en qué quedó Pastor? -preguntamos.
-Pastor ha quedado señalado con una
muesca en cada oreja, y lo peor es que cada vez menos puedo resistir la
tentación de preguntarle cómo silbaban las balas que lo hirieron.
-No te aconsejo -dijo alguien.
-Yo tampoco -concluyó Gonzalo-, pero temo
que la tentación me venza.
Venganza
De esto hará unos ochenta años, en el
campamento del coronel Baigorria que comandaba una sección cristiana entre los
indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.
El capitán Zamora -diremos no dando el
verdadero nombre- poseía una querida rescatada al tolderío con sus mejores
prendas de plata.
Misia Blanca era un bocado que despertaba
codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado,
vista la fiereza del capitán.
Y era coqueta; daba rienda, engatusaba
con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los
deseos en derredor suyo.
Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía
pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar un
pobre diablo o tomarse en palabras con un igual.
Durante dos meses, Blanca pareció
responder a sus caricias. Llamábale mi salvador, mi negro guapo, y le estaba,
en suma, agradecida por haberla librado de la indiada.
Pero (ya que siempre los hay) al cabo de
esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y
había de ser, como los mancarrones lunancos, para no componerse más.
Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno
de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.
Los espió, haciéndose el rengo.
Cuando estuvo seguro, dijo para sus
bigotes:
-Mula, desagradecida, mi'as trampiao y
vas a pagar la chanchada.
Prendió un nuevo cigarrillo sobre el
pucho y saltó en pelos, tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de
sus soldados.
Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó
que se acercara su hombre, que, dejando un azulejo a medio tusar, venía a
ponerse a la orden.
-Sofanor, tengo que hablarte.
Se apartaron un trecho.
-Y, ¿cómo te va yendo?
-¡Regular!
-¿Siempre estah' enfermo?
-Mah' aliviadito, señor, pero no hayo
descanso.
-Mirá -dijo con decisión Zamora- te
acordás de Blanca ¿no?... ya se te hace agua la boca ¡perro!... esperá que
concluya. Güeno... vah'a buscar toditos loh' enamoraos; ai está el mulato
Serbiliano y los dos teros y Filomeno, lo mesmo que el chueco y Mamerto y
Anacleto... Güeno: El rancho va'star solo, ansina que te lo yevás todos, y al
que le guste que le prienda, pero con la alvertencia... que vos has de ser el
primero.
El capitán Zamora dio vuelta su caballo,
levantó la mano como para saludar y enderezó a los toldos de su hermano Pichuiñ
Guor. Allá pasaría tres días platicando pa despenarse en el olvido.
El Zurdo
Un entrevero violento y fugaz, palabras
de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de
la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos; bramando coraje.
Combate rudo.
Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el
campamento realista, y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su
obra.
Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó
en mano de los españoles. En cortejo de odio fue conducido al juicio de los
superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.
La cabeza baja y casi escondida por lacia
melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el
pecho, sesgado por honda herida.
Cuando la soldadesca tuvo segura su
venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para
verlo, y también gozar de su estado.
Concluirían los asaltos y el terror
supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en
boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó
en la huida, mientras se golpeaba la boca en señal de burla?
Adelantose el verdugo voluntario.
La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa
de ver flaquear al que habían temido.
Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y
tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos
con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:
-¿Por qué no yaman las mujeres?
La indignación hirvió en la tropa, los
dientes rechinaron, hartos de ofensa, el sable temblaba en manos del verdugo.
El Zurdo aprovechó el silencio hablando con orgullo:
-En la sidera de mi recao tengo siento
trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.
Era el colmo. La tropa, indisciplinada,
cayó sobre el preso, que desapareció entre un tumulto de brazos y armas. Cuando
el jefe logró despejar su gente, El Zurdo había caído. En su cuerpo sangraban
no menos heridas, que tarjas reían en su sidera, pero fue un honor del cual no
pudo vanagloriarse.
Puchero de soldao
El tren cruzaba una estancia poblada de
vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían
tranquilas.
Era un espectáculo harto conocido y
conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.
El viejo don Juan miraba hacía un rato
por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver
nosotros.
Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no
tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la
guerra del Paraguay?
De pronto pensó en voz alta:
-Nosotros nos asombramos de la evolución
a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo
presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el
pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra
vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que
nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son
las cruzadas de los modernos días europeos.
-¿Qué les sucedió? -preguntamos, más por
deferencia que interés.
-Figúrense que el gobierno me había
encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general
Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos
soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno
de los jefes expedicionarios.
Uriburu me envió quince hombres para
completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del
posible ataque pampa.
Seríamos, pues, veinte entre todos, con
numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche,
para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con
lazos.
Un hombre quedaba de centinela; no había
cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie
sonreía morir sin vender el pellejo.
Aquella noche cayeron en número crecido.
No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la atropellada que esperábamos
se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron
como de día.
Había que ver, amigo: temblábamos de
miedo como nuestras sombras bailarinas. Íbamos a morir asados si nos
quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los
salvajes que nos esperaban para eso?
Era la muerte a fuego o hierro. Podíamos
elegir.
De pronto vi la salvación. La laguna
donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros animales.
Di la voz, y corrimos temerosos de no
tener tiempo. El calor picoteaba ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza
en el agua, luminosa de reflejos.
Le garanto que tengo una rebajita en el
Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas,
que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera
en borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces empezamos
la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el agua el mayor tiempo
posible para evitar la quemadura de las llamaradas que pasaban sobre nosotros,
pero teníamos que respirar y así jugamos al zambullón hasta sentir el fuego
alejarse.
El agua parecía de puchero. Pensar en
salir a tierra era locura. Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos,
pues, por quedarnos, y, aplacado el susto, sintiéndonos como resucitar,
empezamos a mirarnos. No faltaba ninguno.
Clareaba ya la mañana cuando salimos del
agua, colorados como flamencos y tiritando de frío por contraste.
Pero nos reíamos. Nos reíamos los unos de
los otros, a pesar de quedar sin recursos en el desierto, porque pensábamos que
el fuego encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos
de nosotros.
De mala bebida
Santos era cochero en una estancia
distante dos leguas de la nuestra.
Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años
de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.
Contaba en su existencia con un episodio
que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien
veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el
mismo terror latente.
Servía entonces a don Venancio Gómez,
individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en
Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en
tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.
Fue un día a buscarlo al pueblo.
El telegrama decía: "Llego mañana 11
a. m." ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía
manteniéndose desde varios días!
Subió al coche, sin contestar los saludos
obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.
A cada cosa desaprobada por don Venancio
seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando
su impotencia de simple peón.
Decididamente, el señor debía estar
tomao.
Siguieron el camino, que serpenteaba
sumiso como un lazo tirado a descuido.
Tras la volanta, un compacto pelotón de
polvo oscilaba.
El patrón dormitaba ahora al vaivén de
los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior
del coche, ceceando pesadamente.
-Tengo ganas de matar un hombre.
-¡Jesús! -aulló bufonamente Santos, tomando
la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!
-De no encontrar otro -prosiguió don
Venancio-, has de ser vos el pavo e la boda.
Lo cual diciendo, sacó del cinto un
revólver que descansó sobre las rodillas.
Santos sintió que se le aflojaban las
mandíbulas; la luz parecíale más blanca, menos clara, y las formas de los
caballos bailaron ante sus ojos como dos bultos indecisos.
Sin embargo, pensaba en salvarse y buscó
ansiosamente una forma humana en lo que su vista pudiese alcanzar.
¡Ni rastro!
Esperó que toda la fuerza de su ser
creara un hombre; tan fuerte era su deseo. Y fue cumplido.
Una cosa, que primero le pareciera montón
de pasto, era un trabajador echado al sol, cansado de andar, y que reposaba un
instante su cabeza en la blandura de su linyera.
-¡Allá patrón..., allacito, un cristiano
en la orilla del callejón!
Pronto se detuvieron frente al infeliz,
que, humildemente, se acercó obedeciendo a los signos del borracho.
Sombrero en mano, se detuvo, una amplia
calva brillando al sol, y cuando se agachaba para hacer una reverencia de
respeto, el otro, pausadamente, inclinó su arma hacia aquella pelada de viejo,
apenas rodeada de canas. El tiro sonó seco; voló a apagarse al través de la
distancia.
-Pa que críes pelo - subrayó el bruto,
mirando al cadáver que cayera envuelto sobre sí mismo.
Y el intrépido Santos creyó tener que
reírse.
El remanso
-¡Goyo!
-¿Señor?
-Alargame la estribera derecha antes de
subir, ¿querés?
En la noche callada, los sonidos eran
claros. Hacía frío. El cervuno inquieto, daba vueltas y revueltas,
entorpeciendo al peón en su trabajo.
-A ver, pruebe aura.
El estribo caía justo.
-Bueno, alcanzame la valija y subí.
Salieron al paso. El rodar de las
coscojas era única señal de vida en el sueño de todas cosas.
-¿Trais la yave?
-Sí, señor.
-¡Galopemos!
El viento hacía sufrir las manos.
Intranquilo, el cebruno parecía mirar con las orejas, vueltas en giros bruscos
a todo bulto turbio de obscuridad.
-¡Mancarrón sonso, le ha dao por loriar!
-Déjelo no más, que ya se asentará
después de una legüita.
¡Encantador consuelo!
Lisandro estaba de mal humor. No se acomodaba
su somnolencia con andar atento a los caprichos del caballo que cambiaba de
galope o se espantaba sin que la obscuridad permitiera prever las causas.
Por otra parte, dejaba tras sí toda una
vida simple: sus días luminosos, sus trabajos alegres en la alegría del
peonaje, sus noches de buen sueño en aquella cama dura pero cariñosa.
Noches de ermitaño, bañadas de soledad
inmensa.
-¿Tardará mucho en amanecer?
-Aurita no más aclara.
Siguieron callados. La luz nacía imperceptible.
Sólo el lucero vivía en la cúpula lejana y una que otra estrella se apagaba
tiritando de frío.
Iban cortando campo.
-Recuéstese más a la derecha, don
Lisandro; de no, vamos a salir frente a los tembladerales.
Pero el otro no hizo caso, objetando que
si así lo hicieran darían sobre el remanso de los sauces.
Goyo no insistió por el tono malhumorado
de las palabras. ¡Porfiarle a él, que conocía el camino como sus manos! En fin,
ya se desengañaría.
Un amontonamiento de niebla, sinuosamente
extendida sobre el campo, acusó la presencia del río. Breves minutos de galope
y llegaban... pero llegaban equivocados. El peón había dicho cierto.
Costearon.
Lisandro, enervado por el contratiempo,
miraba insistentemente la orilla. Tras breve andar, dio frente, adelantando con
decisión.
-¡Si todavía falta mucho!
-No le hace, vamos a cruzar por aquí.
-¡Mire que va a hacer una temeridad!
-¡Qué temeridad, so flojo!
El cebruno resbaló hábilmente en las
toscas húmedas; se detuvo.
A tres metros, el río deslizaba su masa
densa y viscosa en manchas desiguales.
-¡Dé güelta... se le va a hundir el
mancarrón!
En efecto, éste se negaba, pero fue
apremiado por dos espuelas que dolorosamente penetraron en sus carnes; tomó
envión y, las cuatro patas juntas, cayó en el barro, sumergiéndose hasta el
pecho.
-No se hundirá más -pensaba el jinete,
ansioso de ganar el agua cercana. Pero, en su voluntad de avanzar, el bruto
agitó sus patas sin apoyo; perdió otra cuarta en el fango.
-¡El lazo! -gritó Lisandro, y éste, ya
listo, cayó alrededor de su cintura.
Goyo temió por su resistencia;
frescamente injerido, los tientos podían escurrirse.
El gatiadito dejó, hacia adelante, pasar
su cuerpo en un esfuerzo que le arrugó las ancas.
El lazo se extendió vibrante como cuerda
sonora, rompiose en silbido quejumbroso, y, volviendo sobre sí mismo, infirió
en la mejilla del paisano un barbijo sanguinolento.
El caballo disparó; llegó a las casas
como un presagio de malaventura.
Cuando los peones dieron con el lugar, el
cuerpo de Goyo yacía inerte, vientre arriba.
En un manantial vecino, alguien humedeció
un pañuelo que aplicó a la frente del herido. Fuste se incorporó, los ojos sin
vida, fijos en un punto, y mientras todos esperaban su explicación tendió la
derecha hacia el pantano.
No se veía nada.
Hacia la parte central, el barro, más
claro, hacía mancha como removido con violencia... luego, nada...
Y el paisano, siempre en actitud de
interrogación, ante el misterio cumplido balbuceó como un niño.
-Allí... ¡el patroncito!
De un cuento conocido
Panchito el tartamudo era en la estancia
objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil
para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de
huesos salidos y sobrepaso.
Hacían la recorrida juntos; pues eran, en
caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del
viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más
frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta
la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.
Natividad, la segunda mujer de don
Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su
mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.
-Ambrosio -gritaba riñendo al viejo- no
has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.
-Güeno, güeno -contestaba el anciano
meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. -Ave María, ni que se hubiera
distraído el cura en misa. -Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque
barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento
de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.
La silueta del viejo paisano desaparecía
entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la
misma ruta.
Así se iban por muchas horas.
Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar
la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los
perros, siempre metidos en la cocina.
Se comía en silencio, y sólo las largas
mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos
recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos,
carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los
viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con
los padres.
Algunas veces, cuando la ocasión lo hacía
inevitable, empezaba a trastabillar sobre una letra. "Cantá, cantá",
decía la madre; y sobre melodía plañidera, sin sentido, se arrastraban las
palabras con un lloriqueo nasal, mientras el semblante conservaba su habitual
expresión de empaque.
Un día, a hora inesperada, el estrépito
de una carrera llamó a doña Natividad en dirección al palenque. El semblante de
Panchito traía una expresión de dolor.
Hizo señales desesperadas. "¡Cantá,
muchacho", gritó la madre, ansiosa; pero fue inútil.
Obedeciendo a los signos repetidos y
recobrando en un momento de angustia la agilidad de sus jóvenes años, la
anciana trepó en ancas de su hijo.
Era cerca de la bebida.
Caballo y jinete yacían en grupo de vieja
flacura. El lobuno tentó levantarse, pero fue vano su deseo. Sentía en el lomo
un vacío que le pesaba, y todo su esfuerzo alcanzó a esbozar una mirada hacia
su amo, tirado unos pasos más lejos, la cabeza sobre el borde del abrevadero,
una herida incolora ceñida en la frente, a flor de hueso.
Una espuela desaparecía enterrada en el
suelo, y el negro chiripá, volcado en pliegues desordenados, envolvía el
cadáver como un crespón de luto.
Así había muerto don Ambrosio -de viejo
quizás-, arrastrando en su caída al caballo impotente, cuyo ojo zarco no
reflejaría más, en claro brillo, su alma de esclavo bondadoso.
El hijo miraba todo aquello, sacudido el
torso por pequeños estremecimientos nerviosos, como si el llanto hubiera
tartamudeado en su garganta.
Y a pesar de los ruegos de su madre, que
exigía detalles, Panchito no cantó ese día.
Trenzador
Núñez trenzó, como hizo música Bach,
pintura Goya, versos el Dante.
Su organización de genio le encauzó en
senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande.
Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con
el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto que sus más
instruidos profetas no han sabido aclarar.
Fueron para el comienzo los botones
tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos.
Luego, otras, las enseñanzas de saber más complejo.
Núñez miraba, sin una pregunta,
asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del
innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.
Una vez adquirida la técnica necesaria,
quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y
en el secreto del cuarto; mientras los otros sestiaban, comenzó un trabajo
complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.
Era un bozal a su manera, dificultoso en
su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración uniría
inspiraciones personales de árboles y animales varios.
Iba despacio, debido al tiempo que
requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los
ratos libres, a las puyas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela
enconosa, llevadera a malos desenlaces.
¿Qué haría Núñez tan a menudo encerrado
en su cuarto?
Esa curiosidad del peonaje llegó al
patrón, que quiso saber.
Entró de sorpresa, encontrando a Núñez
tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.
Al concluir la siesta, mandole llamar,
encargándole irónicamente compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar
cuatro botones sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.
Al día siguiente estaba la orden
cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.
Fue un advenimiento.
Así como un pedazo de grasa se extiende
sobre la sartén caldeada, corrió la fama de Núñez.
Los encargos se amontonaron. El hombre
tuvo que dejar su trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de
entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento para mirar hacia
atrás y arrepentirse o alegrarse del cambio impuesto.
Meses más tarde, para responder a las
exigencias de su clientela, mudose al pueblo, donde mantuvo una casa suficiente
a sus necesidades de obrero.
Perfeccionábase, malgrado lo cual una
sombra de tristeza parecía empañar su gloria.
Nunca fue nadie más admirado.
Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan
fino, tan flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones con
perfección que hacía temer brujería; ingería costuras invisibles, le nombraban
como rebenquero.
La maceta de sobar era parte de su puño,
el cuchillo, prolongación de sus dedos hábiles. Entre el filo y el pulgar
salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la lonja.
Aleznas de diferentes tamaños y formas
asentaban sus cabos en el hueco de la mano, como en nicho habitual.
Humedecía los tientos, haciéndolos
patinar entre sus labios, después corríalos contra el lomo del cuchillo hasta
dejarlos dúctiles e inquebrables.
Corre también que poseyó una curiosa
yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo obscuro y otro palomo. Núñez los
degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y negros,
en sabias e inconcluibles variaciones, nunca repetidas.
Durante cuarenta años puso el suficiente
talento para cumplir lo acordado con el cliente.
Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los
ricachos del partido, pero hubo siempre una cerrazón en su mirada.
Viejo ya, la vista le flaqueaba a ratos,
y no alcanzó a trabajar más de cuatro horas al día. Cuando insistía sobre el
cansancio, las trenzas salían desparejas.
Entonces fue cuando Núñez dejó el oficio.
El pobre, casi decrépito, pudo al fin
disponer libremente de su vida.
No quería para nada tocar una lonja y
evitaba las conversaciones sobre su oficio, hasta que, de pronto, pareció
recaer en niñez.
Le tomó ese mal un día que, por acomodar
un ropero, dio con el bozal que empezara en sus mocedades. El viejo, desde ese
momento, perdió la cabeza; abrazó las guascas enmohecidas y, olvidando su
promesa de no trenzar más, recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes,
sin dejarla un minuto, en detrimento de sus ojos gastadas y de su cuerpo, cuya
postura encorvada le acalambra.
Cada vez más doblado, en la atención
fatal de aquel trabajo, murió don Crisanto Núñez.
Cuando lo encontraron duro y amontonado
sobre sí mismo, como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba
contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que acostarlo en el lecho
de muerte.
Los amigos, la familia, los admiradores,
cayeron al velorio y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía el
trabajo inconcluso.
Alguien, asegurando era su mejor obra,
propuso cortarle al viejo los dedos para no enterrarle con aquella maravilla.
Todos le miraron con enojo "cortar
los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez".
Un recuerdo curioso e indescifrable queda
del gesto de zozobra con que el viejo oprimía lo que fue su primera y última
obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?
¿Era por cariño?
¿O simplemente por un pudor de artista,
que entierra con él la más personal de sus creaciones?
Al rescoldo
Hartas de silencio, morían las brasas
aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el
muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en
morrongueo soñoliento.
Semejantes, mis noches se seguían, y me
dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente
oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo
vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.
En la mesa, una eterna partida de tute
dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día
y atardarse en una conversación lenta.
Silverio, un hombrón de diez y nueve
años, acercó un banco al mío. Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.
-¡Chupe y no se duerma!
Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que
lo hubiera visto, distraído.
Silverio reía con su risa franca. Una
explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.
Dirigió sus pullas a otro.
-Don Segundo, se le van a pegar los
dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.
El enorme moreno se empacaba en un
bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero,
requintado, le hacía parecer más grande.
Dejó en un rincón el instrumento, plagado
de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.
-Arrímese -dijo uno, dándole lugar-, que
aquí no hay duendes.
Hacía alusión a las supersticiones del
viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta
característica.
-De duendes -dijo- les voy a contar un
cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.
Un cuento es para alguien pretexto de
hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el
sueño.
Pero manjar exquisito para el criollo,
por su rareza, hace que éste viva al par del héroe de la historia y tenga gestos,
hasta palabras de protesta, en los momentos álgidos. Sus emociones son tan
reales, que si le dijera: "¡Esos son los traidores! ¡Esa es el ánima
malhechora!", muchos de entre ellos tendrían placer en dar una manito al
hombre cuya alma ha repercutido en las suyas por un gesto noble, una palabra
altanera o una actitud de coraje en momentos aciagos.
Dejaron que el hombre meditara, pues es
exordio necesario a toda buena relación, y de antemano se prepararon a saborear
emociones, evocando lo que cada cual había tenido que ver en esos fenómenos
cuya causa ignoran y que atribuyen al sobrenatural (gracias a Dios).
El que menos pasó su momento de terror en
la vida. Uno se topó con la viuda, otro, con una luz mala que trepara en ancas
del caballo a aquél le había salido el chancho, y éste otro se perdió en un
cementerio poblado de quejidos.
-Est'era un inglés -comenzó el relator-,
moso grande y juerte, metido ya en más de una peyejería, y que había criao fama
de hombre aveso pa salir de un apuro.
Iba, en esa ocasión, a comprar una
noviyada gorda y mestisona, de una viuda ricacha, y no paraba en descontar los
ojos de güey que podía agensiarse en el negosio.
Era noche serrada, y el hombre cavilaba
sobre los ardiles que emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que
había amontonao comprando hasienda pa los corrales.
Faltarían dos leguas para yegar, cuando
uno de los mancarrones de la volanta dentró a bailar -desparejo y jue opinión
del cochero darles más bien un resueyo y seguir pegándole al día siguiente con
la fresca. Pero el inglés, apurao por sus patacones, no se quería conformar con
el atraso, y fayó por dirse a pie más bien que abandonar la partida.
Así jue, y el cochero le señaló dos
caminos. Uno yendo derecho pal Sur, hasta una pulpería de donde no tendría más
que seguir el cayejón hasta la estansia y otro más corto, tomando derecho a un
monte, que podía devisarse de donde estaban y, en crusándolo, enderesar a un
ombú, que ésa era la estancia e la viuda. Pero el camino era peligroso, y
muchas cosas se contaban de los que se habían quedao por querer crusarlo. Era
el quintón de Álvarez, nombrao en todo el partido, y que el inglés conosía de
mentas.
Se desía que había una ánima, pero el
cochero le relató la verdad.
Era que el hijo de la viuda desaparesió
un día sin dejar más rastro que un papelito, en que pedía que no olvidaran su
alma, condenarla a vagar por el mundo, y que le pusieran todos los días una
tira de asao y dos pesos en un escampao que había en el quintón.
Dende ese día se cumplió con la voluntad
del finao, y a la madrugada siguiente aparecía el plato vasío. Los dos pesos se
los habían llevao, y en la tierra, escrito con los dedos, desía,
"grasias", y esto a naides sorprendía, porque el finao jue hombre
cumplido, y aunque no supiera escrebir, otra cosa jue su alma.
Dende entonses no hay cristiano que se
atreva a crusar de noche, y los más corajudos han güelto a mitad de camino y
cuentan cosas estrañas.
La viejita llevaba de día la comida y los
dos pesos, y no le había susedido nada, de no oír la voz del alma en pena de su
hijo que le agradesía.
Con esto concluyó su relato el cochero,
le desió güenas noches al inglés y agarró camino pal poblao, mientras el otro
enderesaba al monte, pues era hombre de agayas y no creiba en aparisiones.
Yegó y, sin titubiar, rumbió pal medio,
buscando el abra en que debía estar la comida.
Cualquiera se hubiera acoquinao en
aquella escuridad, pero al inglés le buyía la curiosidá y el alma le retosaba
de coraje.
Así jue, pues, que yegó al punto señalao
y vido el plato con la comida y los dos pesos, que no era hora toavía de salir
las ánimas y estaban como la mano e la viuda los había dejao.
Se agasapó entre el yuyal, peló un
trabuco y aguaitó lo que viniera.
Ya lo estaba sopapiando el sueño, cuando
un baruyo de hojarasca le hiso parar la oreja. Vichó pa todos laos, y no tardó
en vislumbrar un gaucho haraposo.
Este tersiaba en el braso un poncho
blanco que de largo arrastraba p'ol suelo; las botas, de potro, no le
alcansaban más que hasta medio pie, y traiba un chiripasito corto con más
aujeros que disgustos tiene un pobre.
Ay no más se sentó juntito al plato, peló
una daga como de una brasada de largor y dio comienso a tragar a lo hambriento.
En eso, y Dios parese que sirviera las
miras del inglés, se alsó un remolino que arrió con los dos pesos. El malevo
largó el cuchillo y dentró a perseguirlos, como un abriboca, cuando sintió, pa
mal de sus pecaos, que el inglés lo había acogotao y quería darle fin de un
trabucaso. Entonces regó por su vida, alegando que él, aunque se había
disgrasiao, no era un bandido y que le contaría cómo se había hecho ánima.
Ay verán.
Hasía ya más de veinte años, en sus
mosedades, este paisano había jurao cortarle la cresta al gayo, que le
arrastraba el ala a su china; pero ese hombre era el finao Jasinto, entonses
moso pudiente en el partido, y le encajaron una marimba e palos, acusándolo de
pendensiero.
Dende entonses hiso la promesa de no
tener pas hasta vengarse del hombre que lo había agrabiao robándole la prenda.
Y una noche quiso el destino que lo hayase solo, y lo mató, pero peliando en
güena lay.
Dispués había enterrao al muerto y,
peligrando que lo vieran, había gatiao, de noche, hasta las casas de la viuda,
donde le dejó un papelito que le debía asigurar la comida y una platita pa
poder con el tiempo salir de apuros.
Esa era su historia y los sustos que daba
a la gente, envolviéndose en su poncho blanco, era de miedo que lo encontraran
un día y lo reconosieran.
Golvió a pedir por su vida, que bastante
castigo tenía con su disgrasia.
El inglés, poco amigo de alcagüeterías,
prometió cayarse y dejarlo al infelis yorando su amargura.
Esto pasó hase muchos años, y disen que
al inglés, como premio a su güena alma, nunca le salió más redondo un negosio.
Don Segundo hizo una pausa, su cara
bronceada parecía impresionada por sus palabras, y golpeaba con una ramita
robada al fuego la maternal fecundidad de la olla.
El auditorio esperaba en calma la
conclusión de la historia.
-Güeno, es el caso que muchos años
dispués tuvo ocasión el inglés, que era viajadoraso, de golver por el pago.
Paró en casa e la viuda, y no podía dejar
de pensar en lo que le había susedido por sus mocedades.
En la mesa, aunque fuera asunto delicao,
preguntó a la patrona por el ánima de su hijo. La viejita se largó a yorar,
disiendo que ya nunca oiba la voz de su hijo querido y que ya no escribía
gracias como antes en el suelo.
Dejuro en algo lo había ofendido, que eya
no sabía tratar con espíritus, y, pa colmo, ni los dos pesos se alsaba, aunque
siempre comía lo que eya le yevaba. Muchas veses había yorao suplicándole al
alma le contestara, pero nunca hayó respuesta a sus lamentos.
Al inglés le picó la curiosidá y, aunque
estaba medio bichoco por los años pa meterse en malos pasos, se le remosaba el
alma con el recuerdo y se aprestó pa la noche misma. Dijo a la vieja que tendería
el recao bajo el alero, que la noche iba a ser caliente; y cuando todos se
habían dormido, enderesó al Quintón con un paso menos asentao que años antes y
caviloso sobre el cambio que había dao el malevo en sus costumbres.
Ni bien yegó al parque, un ventarrón se
alsó, y creyó el hombre en mal aviso. Se abrió paso como pudo entre las malesas
y yegó trompesando al abra dispués de muchas güeltas. Venía sudando, el aliento
se le añudaba en el garguero y se sentó a descansar, esperando que se le pasara
el sofocón y preguntándose si no sería miedo. Malo es pa un varón hacerse esa
pregunta, y el hombre ya comensó a sobresaltarse con los ruidos de aqueya
soledá.
La tormenta suele alsar ruidos extraños
en la arboleda. A vieses el viento es como un yanto de mujer, una rama rota
gime como un cristiano, y hasta a mí me ha susedido quedarme atento al ruido de
un cascarón de uncalito que golpeaba el tronco, creyendo juera el alma de algún
condenao a hachar leña sin descanso. Al día siguiente, como susede en esos
castigos de Dios, el ánima encuentra desecho su trabajo y tiene que seguir
hachando y hachando con la esperansa que un día el filo de su hacha ruempa el
encanto.
En esos momentos he sentido achicarsemé
el alma, pensando en lo que a cada uno le puede guardar la suerte, y me hago
cargo lo que sería del inglés, ya viejón, con más de un pecao ensima,
figurandosé que esa sería la'ora de su castigo.
Pero él no creiba en ánimas, de suerte
que crió coraje y se arrimó al lugar en que debía estar el plato. Lo hayó como
antes, y como antes también se agasapó pa esperar.
Ya harían muchas horas que estaba ayí, y
le paresió una eternidá. No podía ver la hora por la escuridá y quiso
levantarse pero sintió como una mano que le pasaba por la carretiya y se agachó
más bajito, pues ya le estaba entrando frío, y si no ganaba las casas era
porque tenía miedo.
Tendió la oreja y sintió que, en frente,
algo caminaba entre las hojas secas. Había parao el viento y podía oír clarito
los pasos de un cristiano que gateaba.
Aguantó el resueyo y miró pal lao que
venía el ruido. Como a una cuarta del suelo, vido relumbrar dos ojos que lo
miraban. Sintió que el corasón le daba un vuelco y apretó el cuchillo que había
desenvainao, jurando que, si era broma, bien cara la había de pagar quien le
hasía pasar tamaño susto. Pero golvió a mirar, y más cerca dos otros ojitos
briyaron; sintió un tropel a su espalda, le peresió que alguien se raiba, y ya,
mitad de rabia y miedo, saltó al esplayao.
-Venga -gritó- el que sea, que yo le he
de en... pero, ay no más, un bulto le pegó en las piernas, el hombre trabocó
unos pasos y se jue de largo, cayendo con el hosico entre el plato de latón
vasío. Más sombras le pasaron por ensima, alguno le gritó una cosa al oído, yevándosele
media oreja, sintió como patas peludas de diablo que le pisoteaban la cara y se
la rajuñaban.
Hiso juerza y disparó pal monte. No
quería saber nada, y corría este cristiano por entre los árboles, dándose
contra los troncos, pisando en falso, enredándose en las bisnagas, chusiándose
en los cardos, y gritaba como ternero perdido rogando al Señor lo sacara de ese
infierno.
Don Segundo se rió.
-Ave María, susto grande se yevó este
hombre.
-Vea el duro -gritó otro- se hizo manteca.
Y cómo jue que había tanto bulto, si parese maldisión rió Silverio.
-Jue -siguió don Segundo-, que la tal
ánima había juntao unos pesos y juyó del pago a vivir como Dios manda. Como la
viuda seguía poniendo la comida, la olfatió un zorro, y dende entonses vienen
en manada. El que quiera sacárselas tiene que ir alvertido y no pisar en hoyos.
Todos festejaron el cuento.
Decididamente, don Segundo los había fumao para que no lo embromaran, pero el
cuento valía uno serio.
Hubo un movimiento general. A los que
estaban cebando se les había enfriado la yerba; otros se fueron a dormir,
mientras los menos cansados volvían hacia la mesa, donde la baraja, manoseada y
vieja, esperaba el apretón cariñoso de las manos fuertes.
El pozo
Sobre el brocal desdentado del viejo
pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen
simple.
Todo una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién
herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso
se sentó en el borde de piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente
con el aliento que subía del tranquilo redondel.
Allí le sorprendieron: el cansancio, la
noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando
blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse
en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había
rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin
rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos
espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo.
Luego quedó exánime, sólo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser
concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el cuerpo, en
que el dolor nacía con la vida.
Miró hacia arriba; el mismo redondel de
antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una
estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la
contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de
luz.
Unas voces pasaron no lejos,
desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza
de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en
torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido
por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo
largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes,
mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra insegura cedió
a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido
de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo, un mundo insospechado de
energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente,
mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al
brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.
Allí quedaba, medio cuerpo de fuera,
anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un
Aguaribay como cosa irreal...
Alguien pasó ante su vista, algún paisano
del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el
movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse,
resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el
maldito.
El infeliz comprendió, hizo el último y
sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la
frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora, todo el pago conoce el pozo
maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de
madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.
Nocturno
La amenaza había quedado en Roberto como
un presagio de desgracia.
Sí, humílleme, pero algún día, si Dios
quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.
Bah, no era el primer caso...
fanfarronadas de paisano.
Roberto era hombre de afrontar un
peligro, y no hizo caso del consejo: Mire, patroncito, que es mal bicho.
Volvía del pueblo: dos leguas cortas.
La noche era obscura, agujereada de mil
estrellas.
El caballo galopaba libremente, la
confianza del jinete depositada en instinto seguro.
A treinta cuadras de las casas los cardos
dejan un estrecho espacio; es el mes de Noviembre y se alzan, rígidos, mirando
al cielo con sus flores torturadas de espinas.
Algo se movió en el camino.
Abriose el cardal y un bulto ágil saltó
hacia el caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de
cardos pisoteados.
Se debatió queriendo desasirse de la mano
que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones, pero perdió apoyo en una
zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado; una pierna
apretada por su peso.
Palabras de injuria vibraron en el tropel
producido por la lucha.
Roberto tiró al bulto, que retrocedió con
una imprecación.
Había tocado: tenía ahora que ganar
tiempo, salir de la posición en que se hallaba.
El caballo, libre un momento, se levantó,
proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue
tarde.
El bulto, que no había hecho sino
retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.
Recibió el golpe en pleno vientre.
Se supo muerto -un gesto de dolor le
dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver asiendo de ambas manos
la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo
encontronazo; ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el
vientre.
Un chorro de sangre los bañaba,
uniéndolos en su viscosidad roja.
Hubo el ruido de dos respiraciones,
entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.
El hierro ahondó la herida con el
movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de
inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.
Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de
vida, cayó con un son flácido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta, en
aullido prolongado como un canto.
No humano, el vengador miró esos ojos sin
vida y gruñó con voz que era estertor:
-Te la había jurao.
Y fue la dureza del hierro que choca
entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada
hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae
sobre la tierra.
La sombra corrió hacia el cardal, luego
volvió adherida a otra más grande.
El cadáver yacía, inerte, en actitud de
descanso.
Sobre su vientre, el enorme desgarro de
ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como
una aureola de martirio.
Tembloroso, el caballo del matador,
olfateaba la tragedia: pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:
-No se asuste, amigo, que ese ya no
ofiende a naides.
Y el silencio, por breve tiempo roto,
impuso su eternidad.
Un rebencazo sonó seco, y el matador, en
brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la obscuridad.
Al poco, quedaba un movimiento de sombra
en la sombra; pronto nada.
Y
del golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó, sonoro.
La deuda mutua
Don Regino Palacios y su mujer habían
adoptado a los dos muchachos como cumpliendo una obligación impuesta por el
destino. Al fin y al cabo no tenían hijos y podrían criar esa yunta de
cachorros, pues abundaba carne y hubiesen considerado un crimen abandonarlos en
manos de aquel padre borracho y pendenciero.
-Déjelos, no más, y Dios lo ayude
-contestaron simplemente.
Sobre la vida tranquila del rancho pasaron
los años. Los muchachos crecieron, y don Regino quedó viudo sin acostumbrarse a
la soledad.
Los cuartos estaban más arreglados que
nunca; el dinero sobraba casi para la manutención, y sólo faltaba una presencia
femenina entre los tres hombres.
El
viejo volvió a casarse. En la intimidad estrecha de aquella vida pronto se
normalizó la primera extrañeza de un recomienzo de cosas, y la presente
reemplazó a la muerta con miras e ideas símiles.
Juan, el mayor, era un hombre de carácter
decidido, aunque callado en las conversaciones fogoneras. Marcos, más
bullanguero y alegre; cariñoso con sus bienhechores.
Y un día fue el asombro de una tragedia
repentina. Juan se había ido con la mujer del viejo.
Don Regino tembló de ira ante la baja
traición y pronunció palabras duras delante del hermano, que, vergonzoso,
trataba de amenguarla con pruebas de cariño y gratitud.
Entonces comenzó el extraño vínculo que
había de unir a los dos hombres en común desgracia. Se adivinaron, y no se separaban
para ningún quehacer; principalmente cuando se trataba de arreos a los
corrales; andanzas penosas para el viejo. Marcos siempre hallaba modo de
acompañarle, aunque no le hubiesen tratado para el viaje.
Juan hizo vida vagabunda y se conchabó por
temporadas donde quisieran tomarlo, mientras la mujer se encanallaba en el
pueblo.
Fatalmente, se encontraron en los
corrales. El prurito de no retroceder ante el momento decisivo los llevó al
desenlace sangriento.
El viejo había dicho:
-No he de buscarlo, pero que no se me atraviese en el camino.
Juan conocía el dicho, y no quiso eludir
el cumplimiento de la amenaza.
Las dagas chispearon odio en encuentros
furtivos buscando el claro para hendir la carne; los ponchos estopaban los
golpes y ambos paisanos reían la risa de muerte.
Juan quedó tendido. El viejo no trató de
escapar a la justicia, y Marcos juró sobre el cadáver la venganza.
Seis años de presidio. Seis años de
tristeza sorbida, día a día, como un mate de dolor.
Marcos se hizo sombrío, y cuanto más se
acortaba el plazo, menos pensaba en la venganza jurada sobre el muerto.
-Pobre viejo, arrinconado por la
desgracia.
Don Regino cumplió la condena. Recordaba
el juramento de Marcos.
Volvió a sus pagos, encontró quehacer, y
los domingos, cuando todos reían, contrajo la costumbre de aturdirse con
bebidas.
En la pulpería fue donde vio a Marcos y
esperó el ataque, dispuesto a simular defensa hasta caer apuñaleado.
El muchacho estaba flaco; con la misma
sonrisa infantil que el viejo había querido, se aproximó, quitándose el
chambergo respetuosamente:
-¿Cómo le va, don Regino?
-¿Cómo te va, Marcos?
Y ambos quedaron con las manos apretadas,
la cabeza floja, dejando, en torno a sus rostros, llorar la melena. Lo único
que podía llorar en ellos.
Yo he conocido a esa pareja unida por el
engaño y la sangre más que dos enamorados fieles.
Y los domingos, cuando la semana ríe,
vuelven al atardecer, ebrio el viejo, esclavo el muchacho de aquel dolor
incurable, bajas las frentes, como si fueran buscando en las huellas del camino
la traición y la muerte que los acollara para siempre.
Compasión
Lleno de la reciente conversación, me
adormecía en visiones interiores mientras volvía a casa por camino conocido a
mis piernas.
Casas nuevas y chatas, calle de empedrado
tumultuoso por la tortura diaria de enormes carros, veredas angostas plagadas
de traspiés, nada me distraía, cuando el rumor de una voz quejumbrosa llegó a
mí, al través de la noche, pálidamente aclarada por un pedazo de luna muriente.
Eso me insinuó que el camino era
peligroso. En la esquina aquel almacén, equívocamente iluminado por la luz
rojiza de varios picos de gas silbones, era conocido como un punto de reunión
de borrachos y truqueros tramposos.
Algún fin de partida debía ser lo que me
llegaba de en frente en forma de discusión. Saqué del cinto el revólver, que
escondí, sin soltarlo, en el vasto bolsillo de mi sobretodo y crucé a enterarme
del origen de aquella pelea.
Cautelosamente me aproximé. La disputa
había ya pasado "a vías de hecho", pues el más grande de los dos
asestaba sin miramientos fuertes golpes sobre el contrincante, que me pareció
ser jorobado.
Toda mi sangre de Quijote hirvió en un
sólo impulso, y, los dedos incrustados en el cabo de mi arma, juré intervenir
con rigor.
El bruto era de enorme talla. Cuando se
sintió asido del brazo suspendió el balanceo de su pierna, que con indiferencia
de péndulo, viajaba entre el punto de partida y el posterior de su víctima.
Me miró con ira, pero su expresión cambió
instantáneamente hacia el respeto. También yo le había reconocido, lo cual no
amenguó mi justo enojo.
-¿No tenés vergüenza de estropear así a
un infeliz que no puede defenderse?
-¡Si usted supiera niño, qué bicho es
ese! -y lo miraba con un renuevo de rencor.
-Cualquiera que sea; a un hombre así no
se le pega.
Dócilmente, se dejó llevar del brazo
hasta el almacén, donde entró bajo pretexto de un encuentro con "elementos
nuevos".
Yo seguí mi ruta hacia casa. Crucé la
gran avenida y volví a sumirme en un zig-zag de pequeñas calles obscuras.
Guardé mi arma, inútil ya, y mientras mis
nervios reentraban en calma pensé en el dador de la paliza. Cañita, un muchacho
bebedor e impetuoso que mi padre utilizaba en los momentos peliagudos de una
elección. Valeroso hasta la inconsciencia, bruto, obediente a nuestras órdenes
y que sólo nosotros podíamos tratar a antojo sin protestas de su parte.
Rememoraba un hecho no lejano. En unas
elecciones de pueblo suburbano nos servía para secuestrar un presidente de mesa
que estorbaba. Recordé el día de agitación política, las calles rectas y
terrosas, el atrio de la iglesia colonial. Los detalles se precisaban en mi
memoria e iba saboreando la audacia maliciosa de nuestro Cañita, cuando un palo
asestado de atrás sobre mi cabeza hizo caer a pique en el aturdimiento mis
remembranzas.
-Yo te voy a dar infeliz... -y los palos
llovieron y la voz seguía. Vas a ver si no sé defenderme, y después te vas a
meter a proteger gente que no te pide ayuda y hacerte el valiente diciendo que
a los desgraciados no se les pega...
Los palos aumentaban, y también los
insultos... Y de cuánto duró aquello y cómo concluyó conservo memoria muy vaga.
La donna è mobile
PRIMERA
PARTE
Era domingo, y lindo día; despejado, por
añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.
Con su
flete,
muy paquete
y emprendao,
iba Armando
galopiando
pal poblao.
Por otra parte:
En el rancho
de ño Pancho
lo esperaba,
ha puestera,
(más culera
que una
taba).
¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.
SEGUNDA
PARTE
Buena gaucha la puestera, y conocida en
el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros
que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de
ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños
bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras.
"Moza con cuerpo de güey, muy blanda
de corazón", diría Fierro.
Lo cierto es que el moreno iba a pasto
seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al
criollo en mal de amor.
Cuando Armando llegó al rancho,
interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro,
tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de
probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como
muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.
¡Negro pajuate!
TERCERA
PARTE
-Güenas tardes.
-Güenas.
No estaba el horno como pa pasteles, y
Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso,
cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.
-Prenda,
perdone y escuche.
Prenda,
perdone y escuche,
que mis
penas bi'a cantar,
pero usté
mi'a de alentar,
pues traigo
pesao el buche,
más retobao
que un estuche
que no se
quiere vaciar.
Doña Anunciación, más seria que el
Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.
Armando buscó inspiración por milonga:
No me mire,
vida mía,
con esa cara
tan mala,
que el
corazón se me quiebra
como una
hojita'e chala.
Miremé,
china, en el alma,
con sus ojos
de azabache;
miremé con
su cariño,
que no hay
miedo que me empache.
Y digamé con
los ojos
que lo
quiere a su moreno,
y enfrenemé
con confianza,
que he de
morder en su freno.
Pero no se
enoje, prenda,
y no arrugue
ansí la cara,
si no quiere
que me muera
más blandito
que una chara.
Ahí no más, salió el de adentro,
enredándose en los bancos, con tamaña daga remolineando, y ambos amantes se
encararon, entre insultos y promesas de degüello.
-Negro desgraciado, había de tocarle la
mala -y quedó boqueando, mientras el otro huía despreciando a la china, a quien
comparaba con bestias poco honradas. Se fue, se fue... pucha, moso apurao.
La puestera, momentáneamente preocupada,
arrastró hacia afuera al muerto, lo subió a duras penas en la zorra, ató el
petizo y fue hasta una vizcachera rodeada de tupidos cardos, donde volcó su
carga. Mientras tapaba al finao, recordó su nuevo amor ahuyentado.
-Bien muerto -pensaba- por entrometido.
La cabeza quedaba aun de fuera; doña
Anunciación no podía ya de cansada, pero era buena cristiana; hizo una cruz de
un palito, buscó un lugar donde ponerla, y, con ímpetu repentino, se la clavó
al muerto en el ojo.
¡Negro pajuate!
ANTÍTESIS
La estancia vieja
Todas las estancias del partido,
contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.
Las vastas extensiones, que hasta
entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente
extendidos sobre la llanura.
No era ya el desierto, cuyo verde unido
corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía
sino una sucesión de parches adheridos.
La tierra sufría el insulto de verse
dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran
alma de cosa infinita.
Pies extranjeros la hollaban sin respeto
e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.
Semillas ignotas sorbían vida en su savia
fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en
lucro.
Un sólo retazo escapaba a aquel cambio.
Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre,
presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.
Con irónica sonrisa, en que había una
lágrima, decía, sacudiendo su barba "cana como pantalón de gringo", y
sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.
Su estancia no había cambiado. Un sólo
potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo
criollo, se abrazaba al último pedazo de pampa como a una bandera.
Allí se podía olvidar y hasta hacerse la
ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez
años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una
traición.
Don Rufino era el verdadero patrón, como
el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una
rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus camas y querido por
su bondad.
La administración era a usanza antigua.
Sería más práctico explotarla con los recursos que prestaba la "ciencia
agraria", pero eso hubiera equivalido a un renunciamiento.
Una pequeña casa de material, en forma de
rancho, alineaba tres piezas en hilera, frente a las cuales un patio, de tierra
prolijamente barrida, ostentaba su pobreza limpia.
Esa mañana, un calor de pesadilla
aplastaba la estancita.
Bajo el abrazo rojo del techado, a la luz
de un sol bravío, los pequeños muros reflejaban como un metal la claridad de su
blancura hiriente.
El patio se grietaba en arborescencias
confusas.
Sombreado por el alero escaso, don Rufino
trenzaba sudoroso. Sus ojos agudos dejaron un momento el trabajo para
enturbiarse sobre el campo, quemado de sol, ausente de pasto como un camino,
que desconcertaba la mirada con la imprecisión de su reverberante amarilleo.
Tres meses de seca implacable habían
carbonizado las más resistentes raíces, y sólo las osamentas puntuaban la
desnudez del campo, irrefutables afirmaciones de ruina.
Don Rufino colgó el trenzao, fue hacia el
pozo cercano, donde bebió, media cabeza sumida en el balde. Luego se encaminó
hacia el dormitorio para escapar a la resolana y observar su virgencita
milagrera, famosa en el partido.
Franqueada la puerta, se sintió dominarlo
por aquella quietud mística.
El cuarto estaba obscuro, cerrado a toda
influencia exterior, y le alumbraban un par de velas, puestas a cada lado de la
virgen estática.
No se habría sabido decir si su actitud
era de bendición o de ferviente rezo lo cierto es que las rígidas manitas inspiraban
un plácido respeto, y hasta la frescura del cuarto, parecía sestear en su
sombra, hubiérase dicho obra de ella.
Doña Anacleta le había bordado una
alfombrita de mostacilla, y a sus espaldas, sostenido al muro por varios clavos
para redondearlo, colgaba un rosario hecho de huevo de urraca y chimango.
Iba el viejo a arrodillarse y rezar por
centésima vez pidiendo el agua ansiada. Pero tuvo noción de la inutilidad de
sus ruegos.
"Hasta a las ranas hacía más caso
aquel pedacito de palo inconmovible". Y un ansiar venganza ahogó su
intención piadosa.
Vio lo de afuera: El campo, árido, los
animales, olfateando la tierra sin conseguir de ella más que las dos columnas
de polvo alzadas por su soplido.
Toda la congoja de los impotentes
aquellos transfomósele en rabia, y un proyecto vago en él se precisó.
¡Era fácil estar indiferente como aquel
idolito en la frescura encerrada cuando los demás padecían del sol universal!
Justo era que ella también sufriera hasta que por fuerza diera lo que no podían
conseguir con rezos.
El momento era propicio. Los muchachos
andarían cuereando la vieja estaba adobando un peludo en la cocina. Podía
cumplir su amenaza sin impedimento.
Con manotón irreverente destronó a la
virgen de su rincón, escondiéndola bajo la camiseta como hubiera podido hacer
con un pollo para que no gritara. Y cerrando con llave, tomó un sendero cuya
tierra la abrasaba los pies a través de las alpargatas.
Un remolino venía haciendo espiralear la
hojarasca y le quemó el semblante como cuando se agachaba demasiado sobre el
fogón en busca de un tizoncito.
Llegó al galpón de esquila, amplio mesón
de barro, techado de paja.
En un rincón estaba el comedero, que,
acompañado de una argolla incrustada en el muro, formaba el pesebre del
tobiano, "el crédito", sólo animal gordo en el establecimiento.
Echole encima un cuero, lo enriendó,
apretole el cojinillo con un cinchón y, enhorquetándose salió como ladrón
buscando lo más tupido de la arboleda.
Púsose a galopar hacia el fondo del potrero. Pronto distinguió el
palo del rodeo, única cosa que el calor no agobiaba.
Cada detalle de la calamidad aquella
reforzaba el enojo de don Rufino, exasperado ya por el sol, que le chamuscaba
el cuerpo a través de la ropa.
Dejó rienda abajo al caballo,
acostumbrado, sacando a luz la imagen, que miró con satisfacción; después
retiró al tobiano el cinchón, y bien arriba, donde los animales no alcanzaran,
ató a la virgencita como a un Prometeo.
Cuando hubo concluido, miró y remiró su
obra, a ver si no dejaba una posibilidad de escapatoria, y la cara se le arrugó
en amplia carcajada de contento.
-"Por Dios -dijo a la virgen,
mientras besaba un escapulario con estampa del Cristo que traía al cuello. -Por
Dios, que aí vah'a quedar embramada al palo hasta que hagás yovér" -y sin
más tardanza saltó en su flete, que solo tomó rumbo a las casas.
De pronto se detuvo, una emoción
indecible ensanchándole el pecho. ¡Allá en el horizonte, ¿qué era aquello? Una
franja obscura parecía avanzar.
Don Rufino no podía creer, dudó de sus
ojos, y como ya estuviera cerca de las casas, siguió hacia ellas, para ver qué
decían los otros.
No oyó sino un grito: "Las puertas,
las puertas, cierren las ventanas y los postigos, que viene la tormenta".
Ya no dudó.
Hubo un instante de quietud, y el primer
soplo del huracán barrió el campo. En el camino, una columna de polvo se alzó
en jadeante remolino, los viejos álamos agacharon, rechinando sus orgullosas
copas, y las casuarinas silbaron su quejido agudo.
Don Rufino, atontado, inerte por la
emoción, miró a su alrededor; los pocos animales que veía, dando idénticamente
el anca al viento, le parecieron de golpe haber engordado. Creía vivir en otro
mundo, sentíase lleno de milagro, y al recobrar su vitalidad, brevemente
perdida, echó su caballo a correr, tendido sobre el costillar, camino a la
virgencita.
Allí estaba, con los fuertes nudos,
pequeña, igual, menos luminosa en la obscuridad de la tormenta. Don Rufino
besole los pies, hízole mil mimos y caricias, concluyendo por envolverla en el
cojinillo y disparar, a pelo limpio, hacia las casas.
El viento, que parecía haber arreado con
toda la tierra, seguía claro y menos fuerte. Algunas gotas espesas comenzaron a
caer, viajadoras como bolas perdidas. El anciano aceleraba, bebiendo a pulmón
abierto el olor a tierra mojada; cerca del palenque, las gotas se tupieron,
haciendo paragüitas contra el suelo.
Llegó empapado.
En el galpón de esquila todo el peonaje
reunido se atareaba en guarecer del chubasco las prendas que éste podía dañar.
Un hornero repiqueteaba su risa de
victoria.
Los relámpagos dibujan carcajadas de luz.
Felipe, el menor de los muchachos,
apareció por la playa hecho sopa, gritando al ataque fresco de la lluvia. Traía
a los tientos un cuero cuyas garras espoleaban al caballo en las verijas.
Hastiado el animal, al enfrentar las casas, corcovió unos diez metros.
-"¿Ande vas?... ¿ande vas? -gritaba
don Rufino-, a darte un disgusto"...
De viejo y bichoco -contestaba el
muchacho alusivamente- se me acalambran los huesos. Y ambos reían mirándose en
la cara.
La lluvia, gradualmente, fuese moderando.
Chorros y gotas caían de los techos, ahondando las marcas de gotas anteriores.
Los árboles, momentos antes maltratados por el vendaval, reverdecían lavados.
Los troncos intensificaban su color. Las zanjas plagiaban ríos, los charcos,
lagunas. Los pájaros, pelotones de pluma, se inmovilizaban, los párpados a
medio cerrar. Un ritmo lento, lleno de goce, silenciosamente intenso, moderaba
los gestos hasta de la gente, que se acariciaba el cutis contra el aire fresco.
Un ritmo lento, una quietud contemplativa
abrazaba la Pampa.
Son las nueve de la noche. Todo parece
dormir en la estancita. En el dormitorio de los viejos hay luz. Cuantas velas
se encontraron en la casa están ahí, para iluminar a la bienhechora. Don
Rufino, rosario en mano, dice los Aves que corean los demás. Cocinero, peones, todos
están allí en esa hora solemne. La voz baja y monótona alterna con el coro; una
profunda piedad se exhala de las almas sencillas.
Contra los vidrios, la lluvia en
latigazos. intermitentes crepita con saña.
Y la virgencita, muy oronda en su nicho,
saborea esa nueva victoria sobre todos los otros santos del pago.
La estancia nueva
Era un toro excepcional, y don Justo
Novillo se enorgullecía de haberlo logrado con mestización rápida.
Siempre sostuvo que pocas generaciones
bastaban para conseguir tipos perfectos de raza; lo esencial era echar buenos
reproductores, sin "abatatarse" por los precios.
Ahora pocos le discutirían.
¡Qué toro!; parecía de
"pedigree"; un noble animal idéntico al padre importado a costo y cuenta
de don Justo.
Había que cuidarlo. Y el patrón, breve
conocedor de "farms" británicos, aplicaría el sistema ultramarino; lo
trataría como a un "lord".
A estos efectos despachó la peonada
criolla, que miraba con ironía aquella mole inmóvil y decían, panza cogote,
guampas, cual si se tratara de un vulgar "guaiquero", para
reemplazarla por un blondo par de normandos rasurados, rojos, "chic"
en sus "briches"; muy europeos, con sus gorras y pipas y "whisky".
Qué orgullo para el establecimiento; todo
giraba en torno a la hermosa bestia, cuasi sagrada, y los visitantes no veían
sino las actitudes matronescas del fabricador de carne para exportación.
Llegó la exposición; tumulto de
reproductores "gloria nacional". Un espectáculo sobrehumano, diremos,
porque nunca nuestra especie logra esa perfección de belleza.
Los grandes cabañeros discutían
amontonados en torno a los posibles campeones. El toro de Novillo elevaba el
diapasón de las discusiones.
-¡Pero si la madre ha de ser hosca o
chorreada!
-Será lo que usted quiera, pero hay
derecho de ponerlo en duda.
-Si hace diez años no tenía más que un
rodeíto de hacienda criolla.
-Y, amigo, el hombre se las ha compuesto
a su manera; el resultado es de primer orden, no hay fallas, mire el lomo... es
un billar, patas impecables... y qué costillas; la paleta, amigo, el pelo, las
astas, el cogote... ¿qué más?...
Y se excitaban en comentarios técnicos,
haciendo levantar al animal de un puntazo, con el regatón de sus malacas,
palmeándole las ancas, estirándole el cuero.
Llegó el día, y toda la familia Novillo
presenció jadeante los trabajos del jurado en la pista... La escarapela blanca
del primer premio de categoría se enriquecía con la azul; "el
campeonato".
Era motivo suficiente para que todos los Novillo tiraran y
rompieran sus galeras (¡qué importaba una galera!).
Un día único, el día del laurel.
La vuelta fue triunfal, los mimos
resultaban pocos, hasta la tierna despedida de don Justo.
-Bueno, compadre, a divertirse y cumplir
con su obligación "crécete y multiplícate".
Querían ir los muchachos, pero el viejo
los retuvo.
-¡A ver, a ver!... no son bromas, ni
juguetes, ¿no?... déjenlo tranquilo... llevalo no más, Cresensio.
¡Qué barbaridad!... A las diez apareció Cresensio con andar
descompuesto.
-¡Señor... el toro estaba muy pesao y se
ha quebrao!
-¿Cómo?
-¡Se ha quebrao, señor... sí, señor, se
ha quebrao de una pata!...
Tuvieron que degollarlo, ¡pobre muerto
glorioso! ¡todos concluimos así, al fin!
Pero el tiempo reglamentario pasó.
Se sabía que al menos algo quedaría del
campeón un hijo. El primero y el último... por suerte, la madre era pura; de
las pocas puras, y quién sabe, pensaban los Novillo, no fuera digno del padre.
Se esperó el advenimiento. Cumpliose el
plazo, y un peón de los viejos que rondaba el potrero del plantel vino con la
noticia.
-¡Parió la vaquillona, señor!
¡Qué algazara, todos los Novillo cayeron en
tropel!
-¡Parió... parió... Hosanna!
-Y, ¿vamos a ver, cómo es, don Paulino,
cómo es?
-Es hembra, señor.
Caramba y ¿de qué pelo?
Don Paulino sonrió entre sus bigotes
moros.
-¡Es yaguanesa, es!
AVENTURAS GROTESCAS
Arrabalera
Es un cuento de arrabal para uso
particular de niñas románticas.
Él, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías
sentimentales.
La casa en
que vivía,
arte de
repostería.
El padre, un
tipo grosero
que habla en
idioma campero.
Y entre estos personajes se desliza un
triste, triste episodio de amor.
La vio, un día, reclinada en su balcón;
asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas,
triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.
¡Oh, el hermoso juguete para una aventura
cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar
humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza
de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como
un corderito de alfeñique!
En su cuello, una cinta de terciopelo
negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su
negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de
querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la
lengüita humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y le
escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia,
visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo
epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto, elegante entre
todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y
negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso,
su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar
el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
Rolando paseose los domingos empaquetado
en un traje estrecho y botines dolorosamente puntiagudos, por la vereda de
quien le concedía, en calidad limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa)
de su boca de frutilla.
Comprose para el caso un chaleco floreado
de amarillos pétalos sobre fondo acuoso una corbata de moño, con colores
simpáticos a los del chaleco, y una varita de frágil bambú hornada de delicioso
moño de plata.
A ella le floreció la boca,
sonrojáronsele las mejillas, y sus ojeras tomaron un declive de melancolía.
¡Amor, amor!
Divino surtidor.
Pero había un padre..., y ¡qué padre!
Bastó una circunstancia fortuita para que
mostrara su alma innoble. Se precipitó sobre el tierno jovencito y,
desordenando la pétrea rigidez de sus solapas, habló así el torpe:
-Vea, so cajetilla, despéjeme la vedera,
y pa siempre, si no quiere que le empastele la dentadura, ¿mi-a-óido?
¡Qué hombre grosero, tan grosero, y qué
trompada en el cristal de los corazones enamorados!
¡Oh, nobles flores del balcón, vosotras
supisteis el tibio rocío de las lágrimas lloradas por Azucena!
¿Y el jovencito?
¡Ay!... Escribía versos, rimando sus
penas para aliviarse en actitudes interesantes, pero no tenía el genio de
Musset, y su única lectora apenas si respondía ya a sus súplicas.
¡Pobre jovencito! Sufría oyendo con
infinita ternura el canto de los pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El
olor de los jazmines, que ella quería, le producía desfallecimientos. Su
corazón se deshojaba como una flor, y vivía forjando romances tristes.
Eso no podía seguir.
Enflaqueció, perdió el gusto de comer y
la afición de vestirse, era un lirio sin sol, concluyendo por tomar la fatal
decisión de poner fin a su existencia.
¡Pobre jovencito! Escribió su último
verso de amarga despedida, dijo que su sangre salpicaría el retrato ingrato y,
sonriente ante su supremo dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes,
y, ¡pun!... se dio un tiro en el cerebro.
Máscaras
Nos paseábamos hacía rato, secándonos del
zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e
hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.
El sol ardía al través de la irritante
ordinariez de los trajes de baño.
-Verdad -decía Carlos-, tendría razón el
refrán si dijera: "el hábito hace al monje". ¡Qué pudor ni que ocho
cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile!
Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.
Saludos. Carlos hace alusiones al
ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca
con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la
negra adherencia de los trapos mojados.
Nos mira con pupilas crispadas de
visiones libidinosas y arguye convencido:
-Se vive en un tarro de mostaza. El sueño
es una incubación de energías, el aire matinal un "pick me up" y este
espectáculo diario es tan extraordinario para la "taparrabería" de
nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las
pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío
bajo las narices.
Por suerte, hay una que otra rabona
posible...
-Así que vos, a pesar de tu renombre
donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?
-¿Racha?... El mío es un oficio como
cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.
-Y ¿nada para contarnos?
-¡Algo siempre hay!
-¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?
-¡Sí, la eterna mascarita!...
Y eso es natural en un día anónimo.
-¿Nos contarás tu aventura?
-Si quieren; es bastante curiosa... Vamos
a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.
En lo del Negro Pescador hay un tenorete
que hace pecho; usa "Boutonniére" estrepitosa y canta con olas en la
voz. Sentados oímos la verba efervescente de Alejandro, que tornea las palabras
con ademanes de palpar formas.
-...Chicas así siempre se encuentran. No
se animan a nada, contenidas por el temor del murmullo mal intencionado; pero
se dan, se entregan, en una mirada, con un gesto distraído que las desnuda,
ciñéndose la capa sobre las caderas libres, o entregándose turgentes al salir
de una ola.
¿Ustedes conocen la chica de F...? ¿Es
bonita, verdad? Pero su belleza es poco, comparada con el temperamento que vive
en ella.
Hacía todas las monadas de la capa, de la
sonrisa, de la ola, y era como una palpitación constante de curiosidades
personales. Parecía maravillarse con su cuerpito duro, ceñido en piel morocha,
brillante como una espuma curada.
Al poco tiempo se permitía conmigo
libertades que nos detenían en privaciones forzadas. No había ocasión. Ella
parecía temerla, pero como impotente a negarse en una oportunidad decisiva.
Hice mi plan; Carnaval se acercaba, y
pensé en lo que Carlos llama "la eterna aventura de la máscara".
Ella me dijo cuál sería su disfraz. Su
estado febril la predisponía a los actos inconscientes, y preparé ese
desagradable antemano que, por desgracia, imprescindible, si no se quiere caer
en pequeños inconvenientes que todo lo echan por tierra.
A las once estaba listo, coscojeando de
impaciencia dentro del dominó oliente a trapo.
Vacío completo en el salón limitado en
cuadrángulo por varias filas de sillas. Luz y reflejos acuáticos en el parquet
encerado.
Me senté en un rincón esperando que las
parejas de la terraza se hartaran de fresco y vinieran a romper el hielo
relumbrante.
Dos horas más tarde, siendo propicia la
algazara, me acerqué a mi mascarita, nervioso en la indecisión de los primeros
momentos. Pero todo se desvaneció en tranquilidad de ola rota cuando las
primeras frases banales de encuentro nos encaminaron a la conversación.
Inés no estaba elocuente contestaba con
voz desconocida, bajo la máscara, los monosílabos obligatorios. Me explicaba
perfectamente su estado, y lacerado por el silencio de su turbación, fui elocuente,
apasionado, exigente, como con derechos ya adquiridos.
Por fin, balbuceó frases de abandono, de
consentimiento tímido. Volví a la carga, insinué una escapada donde nadie
pudiera interrumpirnos y accedió con el sólo ruego de que respetara su máscara.
-Tendré más coraje, seré más tuya.
Di mi palabra, y el asunto marchó a
antojo menos difícil de lo que había previsto para una criatura inexperta.
Fue una noche extraña, devorante de
pulsaciones aceleradas y saciedades renovadas por nuevas vorágines. Yo miraba
como en una mazmorra rodar las pupilas concentradas y lejanas. Nunca se ha
aferrado a mí una mujer con intensidad más violenta; levantaba el triángulo de
género que concluía su antifaz y entregaba insaciables sus labios hinchados y
tenaces. Era como una desesperación; adivinaba sollozos; pero no me llamaba la
atención que, entre todas las tonalidades de amor, la triste fuera suya.
Quedé dos o tres días desagregado, tenue,
llevando en mí la sensación de un desvarío que me amplificaba.
¿Qué era de Inés? ¿Por qué me miraba así
fríamente y evitaba encontrarme a solas? ¿Se guardaba rencor por haberme
cedido?
Mucho tiempo anduve sin saberlo, y las
veces que me atreví a insinuar un recuerdo de la noche pasada hacíase la
desentendida. Creí, pues, me indicaba un camino, y callé, dispuesto a actuar
sin palabras para evitarle la situación neta que parecía rehuir. Al fin y al
cabo, todo estaba de acuerdo con la guardada del antifaz. Modo, en verdad,
curioso de pudor.
La
segunda ocasión se presentó, volví a utilizar mi sistema apremiante, e Inés fue
mía por segunda vez... es decir, por primera, pues me daba la prueba material
que ni yo ni ninguno la había poseído anteriormente.
Esto corre desde hace varios días. La
Inés de hoy y la del Carnaval resultan dos, y me muero de curiosidad inútil por
saber quién es la Mesalina furiosa de la careta que aprovechó el equívoco para
entregarse por cuenta de otra.
-Y ¿no crees que volverá a buscarte, a
ingeniarse, por lo menos, en cualquier forma para verte?
-Seguro que no. Ésa es de las que,
débiles, ceden a la moral social como un perro a una mordaza, y se ha desbocado
en ocasión única con toda la presión contenida durante una existencia.
-¡Pues ya sos oportuno!
-Casualidad, caer en el momento único.
Las copas están vacías, ya no hay gente
en el baño. Las mujeres se pasean, el cutis lustrado de gran aire salino, y se
saludan o conversan con gestos de púdico recato.
Ferroviaria
-¡Ahí viene el Zaino! -anunció Alberto
desde la puerta del pequeño salón de espera.
Recoger las valijas, salir al andén y
ponernos buenamente a contemplar el punto negro, empenachado de humo, que venía
hacia nosotros agrandándose, fue obra de un segundo.
Las despedidas se cruzaron.
-Hasta pronto, entonces: que se diviertan
por allá, y no olvide, Alberto, le recomiendo mi compañera, por si le hace
falta algo..., atiéndamela ¿no?
-Pierda cuidao. Por de pronto, la señora
-dijo mi compañero dirigiéndose a la busta y hermosa alemana-, nos hará el
honor de comer con nosotros.
-Con mucho gusto.
-Otra vez, entonces, ¡hasta la vuelta!
-Esoés, ¡adiós, adiós!
Y tras los últimos apretones de manos,
nos colamos a nuestro coche, sacamos el polvo de los asientos a grandes
latigazos de nuestros pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y
nos sentamos con satisfacción de conquistadores.
No hubo más voces, ni movimiento en la
estación campera, que pronto dejamos en su silencio.
Afuera, la llanura corría, a veces
interceptada por algún árbol, demasiado cercano, que aturdía los ojos.
-Supongo -dije a Alberto- que me
presentarás la rubia.
Y siguiendo a esta pregunta, hice otras,
cuyas contestaciones me fueron satisfactorias.
-Bueno, vamos al comedor, que nos estará
esperando.
Sola y halagada por muchos ojos, nuestra
flamante amiga aguardaba sonriente. Los manteles se cargaron de vinagreras,
platos, cubiertos, y, poco a poco, los viajeros llegaban con andar inseguro,
buscando en torno las caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de
comida.
Nuestra conversación rodaba, fácil y
ruidosa, como el tren mismo; los sacudones hacían chocar las rodillas bajo las
mesas, las porcelanas sonaban como risas, y en los vidrios, iluminados por la
luz interna, el azul de un atardecer ya avanzado concentraba su color.
Las intimidades con mi vecina iban su
camino. Debía tener yo rojas las mejillas, al juzgar por las de ella, y
nuestras voces llamaban la atención.
A los postres, pedimos nos llevaran al
compartimiento café y licores, y regresamos chocándonos a capricho de los
movimientos del vagón, cosa que permitía ciertos ademanes que podían pasar por
involuntarios.
Y como generalmente van las cosas, cuando
dos intenciones concuerdan, fueron las incidencias desenvolviendo su ovillo
hacia la perfección sin choques ni retardos, hasta que la misma idea,
ineludible, vino a detenernos ante el tercero, que, si hasta entonces había
ayudado, podía estorbar.
Dos palabras en voz baja. Ella se levantó
fingiendo un olvido.
-Ahora vuelvo.
Dije al rato estúpidamente:
-Che, ésta no viene... voy a buscarla.
Mi amigo sonrió simplemente.
Por breve que hubiese sido, ella encontró
tiempo para arreglarse y esperarme, sin trabas retardadoras, evitando los
ridículos de una impaciencia exasperada.
El lecho era estrecho y duro, pero ya
saboreaba todos los encantos de mi aventura inesperada, cuando dos puñetazos,
enormemente asentados, hicieron temblar la puerta.
Sorprendido e iracundo, respondí con
palabrotas a los ruegos del empleado, cuyo discurso no entendí. Pensé fuera por
los boletos, pero oí la voz de Alberto gritándome por una rendija:
-¡Abrí!... ¡Abrí, animal, que no es
broma!
Corrí el pasador y mi compañero cayó casi
sobre nosotros.
-¡No te has dao cuenta que hace 20
minutos estamos paraos en una estación y estás con la luz prendida!
Loco, salté hacia el botón eléctrico, que
apagué de una vuelta, y, libre entonces del encandilamiento, pude ver un racimo
de caras gozosas que se aplastaban la nariz contra el vidrio de la ventanilla.
Sexto
Eran inocentes porque eran chicos, y los
chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.
Vivían, cerco por medio, en dos hermosas
quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas
eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.
Cuando sus brazos se unían o rodaban
sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué,
mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a
buscarse los labios.
Otras veces, influenciados tal vez por el
día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces
sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían
leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.
Eran cuentos como todos los cuentos
infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y
princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta
el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor
sin contrariedades.
Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos
de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses
interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de
promesas ignotas.
Y no eran sus ojos los únicos elocuentes.
Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar
inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían
blandamente en la inercia del abandono.
Ya tenía él el orgullo viril de ver
colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los
altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se
estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas
intervenciones.
Entonces creían gozar de un privilegio.
Se acariciaban envueltos en una exigencia inexplicada de sentirse mezclados y
guardaban un sabor de iniciados en misterios ignorados del mundo.
Estaban un día ajenos a todo. El cuento
de la princesa rubia había puesto entre ellos la ascendencia de su fantasía.
Ella se arrebujaba contra él desparramando en hilachas de oro sus bucles sobre
el hombro amigo; él la había atraído lo más posible y besaba, como estampas
sagradas, sus ojos, trémulos de promesas ignotas.
Así estrechados, una voz hostil los
sacudió. Vieron un hombre negro, un padre jesuita que los invectivaba.
Escaparon. Pero el hombre, enfurecido por
algo inexplicable, tocó el timbre de la quinta, exigió la venida de la señora
y, señalando a los pequeños, los acusó de cosas incomprensibles.
Esa noche los involuntarios pecadores
(así muestran hoy las cosas) fueron sermoneados y entrevieron el sexto
mandamiento.
La lápida estaba colocada.
El muchacho sintió que una gran ave
blanca yacía a sus pies en desparramo inmundo de tripas sanguinolentas.
Y ella veía caer de entre sus pestañas
temblorosas lágrimas, como si fueran gotas de su alma, muertas de dolor.
TRILOGÍA CRISTIANA
para Alfredo González Garaño
El juicio de
Dios
(Cuadro de
costumbres)
Dios meditaba en el sosiego paradisíaco
del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba
divinamente.
Como un nimbo de carnes rosadas y puras,
una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.
De pronto, algo así como un crujido de
botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y,
presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un
rubor que pasa.
Dios sonreía patriarcalmente; sentíase
bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su
voluntad.
Quejidos subían de la tierra, y en la
felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios,
resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la
colonia de sus adoradores.
Así se hizo.
Reunidos, habló Jehová.
-¡Oíd!... un rumor de descontento sube de
la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil
les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre,
importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos
y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.
¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores
de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los
hombres, la nada en sus pechos!
¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras
conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!
Como en los cielos carecen de tiempo,
estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y
policromas vestimentas.
Había galeras panza de burro estilizadas
por la moda, ojos quebrados de dolor, relámpagos de carne en oferta,
palabrotas, chiripás, protestas, melenas, lamentos, chalecos de fantasía,
resignamientos, en fin, todo el "bric a brac" humano de cuerpos,
trajes, sonidos, ideas, colores, formas y sentimientos.
Alrededor hicieron público los habitantes
celestes, mudos a causa de eterno éxtasis y desnudos por inocencia.
En
el centro estableciose el tribunal benefactor. Tres personas en una, que es
Dios verdadero, los Padres y Santos por decreto eclesiástico y una veintena de
zanahorias celestes para el servicio.
El primero en comparecer fue un viejo
tullido. Estiradas hacia Dios sus palmas voraces de ahogado, clamó:
-¡Oh señor! yo creo en ti desde mi dolor
como los leprosos de Judea...
Una voz. -Tú crees en Dios como en un
Penadés omnipotente. Sin tu enfermedad, serías ateo.
El viejo lloriqueaba, incapaz de
defenderse. Los ángeles arrastraron hacia el tribunal al nuevo hablador. Era un
médico barbudo, de ojos bondadosos y trabajadores; llenos de buena fe.
Dios. -¿De modo que no crees en mí?
Doctor. -No.
Dios. -¿Y cómo te explicas esta tu
conversación conmigo?
Doctor. -Como un producto de mala
digestión.
Aquí Miguel le dio del pie en el coxis
(como se estila desde la expulsión de Lucifer), el piso de nubes se abrió como
en los teatros y el médico enganchó la suficiente cantidad de algodón para no
partirse el frontal contra la tierra.
El viejo insistía en sus lamentos. Dios
trató de convencerlo.
-¿Por qué reclamar de tu dolor; no sabes
que los caminos sufridos conducen hacia mí? Deberías bendecir el mal que te acerca
al Cristo, mi hijo.
Más como el viejito no callase,
expulsáronlo, paradisíacamente, dándole del pie en el coxis (como se estila,
desde la expulsión..., etc.).
Melena en ola, frente pálida, ojos
glaucos y andar severo, un filósofo enderezaba al trono, y apuntando a Dios,
interrogó:
-¿Quién eres tú?
Dios (algo intimidado). -El Dios de mis
creyentes.
Filósofo. -¿Y cómo hemos de considerarte?
El antiguo testamento te pinta justiciero, parcial y sanguinaria en tus
venganzas. Cristo te dijo benefactor sin distinción de razas, castas o
acciones; la fe y arrepentimiento lavaban todo pecado.
Hoy parecen los que se dicen tus
prosélitos desencaminados de tus principios, y los sinceros recurren al Cristo
como único Dios.
Jehová, abochornado por la enfática
tirada y algo molesto, musita:
-¿Y el Padre?
Filósofo. -El Padre, inexistente, sería
la bondad en abstracto; Jesús, su hijo y representante hecho carne en la
tierra.
Dios pestañeaba seguido, como nervioso y
sin saber contestar; ese curso de teología no era para su simplicidad
primitiva.
Entre sus quijadas convulsas de ira,
masticaba como una gomita esta frase arbitraria, pero concluyente:
-Es loco, es loco.
San Miguel, habiendo oído su protesta
temblorosa, alzó el hierro tras la fuga previsora del sedoso melenudo, que no
logró escapar sin que le dieran del pie en el coxis (como se estila..., etc.).
Hacía rato, un muchacho sonriente paseaba
ante el tribunal sagrado, como haciendo la vereda de su casa, absorto por una
ocurrencia divertida.
Dios se fastidiaba:
-¿Quién eres tú?
Poeta (encogiéndose de hombros). -Todavía
no lo sé.
Dios -¿Juegas conmigo?
Poeta. -¿Y quién eres tú?
Dios -Dios.
Poeta. -Ya sé, ya sé.
Dios. -...
Poeta. -El ideal de rebaño. El lugar
común del ideal.
Un murmullo se amplificaba, como
exhalación pútrida, del conglomerado humano.
Frente a Dios, todos los hombres le
discutían, viéndole en modos diferentes, tratando a los otros de herejes. Se
oían pedazos de ideas.
-¡...No pertenezco a tu majada... nos
larguen, que nos lar...! Viva la materia... ruega por nosotros... embusteros,
atrapasonsos... en la hora de n... basta... Uff...
Ya no se distinguía nada. Era la
obscuridad auditiva completa, el vocerío ahogaba los musicales bordones
angelicales, que mangangueaban, dardo en mano (si es posible), listos a obrar.
El murmullo fue grito; el grito reventó
en Babel de razonamientos inentendidos, pero vehementes, llevaderos a pelea
hecha de blasfemia, golpe y arañón, que onduló la turba multa con remolinos y
estrépitos de aceite en ebullición.
Fue la última gota. Dios, anonadado, no
atinó a sujetar sus ángeles, presos de la sed justiciera de los grandes días;
con Sansón por capitán, arremetieron a su vez contra la canalla cegada en su
ira. Ésta cayó de las esclusas celestes sobre tierra en chorro precipitado,
para seguir entre devorándose per sécula seculórum, para mejor compresión de
verdades teológicas y pacificaciones fraternales.
En cambio, el paraíso, purgado de la
infección reciente, recomenzó su calma.
Volvió la guirnalda de angelitos a
acompasar su coro, cayeron en contemplación los agraciados, y Dios,
infinitamente bueno, porque es infinitamente dichoso, perdonó en su alma a los
mortales las blasfemias y violencias oídas, pues en aquel día excepcionalmente
paradisíaco sentíase más infinitamente bueno que de costumbre.
Guele
Una vida curiosa. Un milagro. El indio había
de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.
La Pampa era entonces un vivo alarido de
pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras.
Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones
pro botín.
En esa época, que no es época fija, y por
esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al
combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su
cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de
ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más
ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida,
que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.
Murió el cacique viejo. Su astucia,
bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros.
Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo
temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.
Amthrarú (el carancho fantasma) era una
constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando
a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado
por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de
otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor
ajeno.
Así era y por herencia y por educación
paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.
El 24 de septiembre de no sé qué año
viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un
certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en
círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo
Amthrarú salió al medio.
Habló con impetuosidad guerrera, azuzando
a todos para un copioso malón al cristiano. Él nunca había peleado a los
célebres blancos y quería desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario,
odiado vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.
Cuando hubo concluido hizo rayar su
pangaré favorito con gritos agudos. Parecía como querer firmar su vocerío
ininteligible con las gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del
mismo ñandú enfurecido.
Al día siguiente salieron en son de
guerra hollando campos, incendiando pajales, violando doncellas, agotando
tesoros, sembrando muerte y espanto.
La furia de sangre llevoles lejos. Iban
cansados los caballos, exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.
-Veo, señor -dijo uno de sus secuaces-,
blanquear el caserío de un pueblo cristiano.
Amthrarú miró ensañado el reverberar
blancuzco acusador de populosa ciudad.
-¡Pues vamos! -dijo. Grano falta a
nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos y hembras a nuestras
virilidades. Bien nos surtirá de todo el que tales riquezas tiende al sol.
Subrayando esta arenga, un clarín
desgarró su valiente alarido, los brazos alzaron al unísono las lanzas que
despedazaban sol. Seguidamente cargaron erizados de mil puntas.
El caserío se agrandaba, distinguiéronse
puertas y ventanas. Llegaban. Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al
paso. Sólo mujeres y niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella
avalancha de tropeles.
Desembocaron en la plaza; un palacio
relumbrante aguzaba hacia el cielo una superposición numerosa de piedra.
Amthrarú se apeó al tiempo que su
montura, espumante de sudor y coloreada de espolazos, caía a muerte.
Los guerreros callaron. Algo extraño,
debilitador y ferviente imponíales respeto ignorado.
Amthrarú avanzó por el atrio, interrogó
la maciza puerta remachada de clavos, y adivinándola entrada principal, dio en
ella un gran golpe con el revés de su lanza.
El golpe se propagó por ojivas y naves,
rodando a ejemplo de truenos lejanos. Los batientes de la alta portada
aletearon sobre sus goznes, y en la estrecha negra grieta de una abertura
investigadora apareció un ensotanado de humilde encorvamiento.
El cacique le habló como a un siervo.
-Soy Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el
alma de los cobardes un desgarramiento terrorífico. Invencibles son mis
huestes, ricos los botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se
rompe, y si no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes,
nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas sobre sus
bocas y nos vestiremos con sus estandartes.
Una bondadosa sonrisa se diluyó en las
cansadas arrugas del fraile.
-Oye -dijo-, y no se inflame tu saña
contra esta miserable carroña, sólo abierta al dolor e indiferente a otra salud
que la de su alma. Yo soy un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no
insultes su memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo
evocado por mi amor infinito, te diré su historia.
Extraño fue a Amthrarú aquel exordio.
Gustábanle los relatos, frecuente pasatiempo en los momentos de inacción, allá
en el aduar paterno.
-Anda -dijo. Y fue por la grieta negra
tras el hombre negro.
Entraba en una nube; un mareo de incienso
le flotó en el cráneo. Luces, colores imprecisos vagaron en espesa sombra
fresca. Imitando a su conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada
al muro pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus
sensaciones imprecisas.
Sombras colgaban en harapos por rincones
y techos. Los ventanales destilaban color a cataratas sobre grandes telas
rojas, violáceas, cobaltos, púrpuras.
De pronto, todo vibró en un sonido
quieto. Otro se unió, pareció esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta
que un acorde levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.
Amthrarú se alzaba sobre sus pies. Nunca
el pulcú le diera tal borrachera. Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un
vitró, creyó vivir cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío
y cayó de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en
cruz sufriendo y amando.
Una palabra tenue, de entonación ignota,
columpiábase incierta por entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo
percibido, sin comprender, se destilaba en el hablar cristalino.
-Fue hace muchos años... muchos años. En
un país ardido de sol y sequía, una orden divina engendró el bien humano en
madre pura. Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó
la cruz del Dios hecho Hombre. Había venido para resumir en su cuerpo, vasto al
dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para así lavar las
faltas.
Los hombres, en premio, lo crucificaron,
escupiendo su rostro santo.
¡Oye, cacique! Muchos son tus pecados,
grandes tus faltas, pero todo se lava en la sangre de Cristo, hijo de Dios!
Amthrarú sintió la copa en sus labios,
vio el rubí de un líquido y el vino oloroso corrió por su garganta sedienta se
evaporó en un intenso perfume por su paladar como el acorde en los claustros
ojivales.
Sostenido por el fraile, salió hacia los
suyos. Una extraña sensación de liviandad le hacía luminoso, parecíale por
momentos iba a florecer.
El sol era frío, áspero como tiza.
Amthrarú subía en un nuevo caballo, y sin aludirse de los suyos, encaminó su
montura al aduar.
Los guerreros husmearon la derrota y
siguieron cabizbajos, doloridos, como enterrando la gloria.
Un mes durante las armas del tolderío,
arrinconadas, se enmohecían de inacción. Callaban los refranes de guerra. El
suelo erizado de lanzas era inútil templo de un culto muerto.
Amthrarú estaba enfermo; un mal extraño
le roía el alma, y deliraba, duende de sus vastos dominios. La soldadesca
callaba a su paso, temblorosa ante una posible arremetida de su ira
sanguinaria.
Pálido de encierro, los ojos alarmados de
ojeras aceradas, la melena flácida, acompasaba pasos inciertos. No pensaba,
sufría, y este estado le atormentaba como yugo que solía romper con brutales
furias.
Entonces descolgaba su lanza, arremetía
al primer siervo o embestía un árbol, contra el cual se ensañaba hasta tajear
tan hondo en las fibras, que su brazo era impotente para arrancar el acero
mordido. Cuando así le sucedía, largaba su cuerpo a muerto y quedaba al pie del
tronco, desvanecido, media lanza en la mano, hasta que le transportaran a su
toldo.
Otras veces corría entre los bosques
desnudados por el huracán y bramaba con él, espantando al que lo viera; las
manos entre el pelo, la cara levantada hacia las nubes, que pasaban volando
como enormes ponchos arrancados por viento rabioso y tirados a través del
cielo.
Amthrarú sufría el peor de los martirios.
Dudaba. No tenía ya el reposo de su anterior egoísmo ni gozaba la beatitud de
los fervientes cristianos. El desorden se revolcaba a su alma torturante como
una preñez madura.
Y un día fue a su tropilla; enfrenó el
mejor de sus caballos.
No admitió séquito.
Galopó, recorriendo pajonales, guaycos,
médanos y llanuras. Las bolas le aseguraron sustento, y bebía en los charcos,
evitando mirar su frente, desceñida del antiguo orgullo.
Fueron tres días de continuo andar; tres
noches de desvelo, en indiferencia de todo lo que no fuese la atención del
camino. A veces, un estremecimiento le castigaba el cuerpo. "Matar al
ensotanado que lo embrujara".
Señaló su reverbero blancuzco la ciudad
buscada. No en carga, sino al paso y recogido en sí mismo, enfiló la calle
conocida hasta desembocar en la plaza. La misma iglesia, allá, a su frente(24),
con sus mil aristas, recortes y puntas afiladas hacia el cielo.
Amthrarú sintiose henchido, sonoro como
una cúpula, y cuando el fraile le abrió la puerta de templo, que irradió su
incienso, humilde le besó la cruz del pecho.
Aprendió el Cristo, los rituales, la
beatitud.
El padre Juan se esmeraba en convertir al
salvaje, y no ponía mérito en su palabra, sino en la Omnipotencia de Dios, que
obraba ese milagro inmenso en el indio sanguinario.
Amthrarú palpó su fe y desde entonces
marchó, como los magos, tras la estela luminosa que le indicaba el camino de
redención. Quería expiar sus pasadas violencias, e hincado por esa espuela,
despertó una noche a la orden de una voz que le decía: "Has gozado en ti,
ahora levántate, sufre y sé de los otros".
Obedeció, y el camino de su desierto
volvió a verlo siempre disminuido, sin armas, a pie como un mendigo.
Tardó, tardó en llegar, sediento,
haraposo, la boca sucia de comer raíces, pastos y bulbos.
No le reconocieron en el aduar. Amthrarú
entró a su toldo; sus lujos y holganzas estaban allí en su espera. El
cansancio, la sed, el hambre, un despertar de recuerdos sensuales, le tentó
agudamente, pero volvió a oír la voz: "Has gozado en ti, ahora sufre y sé
de los otros...".
Fue entre la chusma, eligió al más
decrépito y, llevándole en brazos humildemente, le acostó en su propio lecho,
tapolo con sus más ricos cobertores, diole sus mejores prendas y púsole en la
diestra su gran lanza de comando; la que tantas veces cimbrara, horizontal,
pendiendo de su hombro en la mano potente, al correr descoyuntado de su
pangaré.
Estaba libre; tiró su chamal, último
lujo, y siguiendo el hilo invisible de su vocación de mártir, andando anduvo
por campos, pajales, guaycos, lagunas y playas, incansablemente, tras el
rescate de su alma pecadora, en expiación doliente.
Así se fue; y malgrado su antigua pericia
del desierto, perdiose en la igualdad eterna de la pampa. Parecíale, en su
fiebre, ganar alma, por lo que iba perdiendo de fuerzas.
Sufrió sed. Sus flancos se chupaban,
astringidos. La nuca, floja por un cansancio aumentado, los ojos en tierra,
algo le sorprendió... ¡un rastro!... por instinto y costumbre, siguió el andar
desparejo de un caballo.
El animal parecía cansado, tropezaba a
veces, y adivinó otro sediento como él. El jinete iría perdido rumbo al Sur,
buscando agua, y el converso trotó sin vacilar sobre la pista, clara para él
como una confesión de dolor.
Pronto divisó tal un punto sobre la
uniformidad arenosa, la bestia caída.
Muerto, sumido, el caballo estaba solo.
Amthrarú estiró la vista. -Allá -dijo, y apresuró su paso hasta llegar junto a
un hombre tendido boca abajo. Había éste cavado un hoyo, hondo como su brazo, y
estaba envarado.
Amthrarú le dio vuelta. Tenía la boca
llena de barro, que había estado chupando en su delirio de frescura. Ayudole a
escupir para que hallara, pero tenía la lengua como un aspa y farfulló
confusamente.
-Agua, hermano, allí... río...
Amthrarú corrió olvidado de sí mismo.
El suelo se poblaba de escasas matas de
esparto y paja brava. Chuciábase las piernas que se salpicaban de poros
sanguíneos.
Iba sin sentir su cuerpo, llevado por el
instinto hacia el agua que intuía cercana. Evitaba las pajas cuando podía,
otras, tropezaba, cortándose en las espadañas.
Un quejido ronco se exhalaba por sus
labios, costrudos de sequedad.
Llegó al río, el fresco vivificó su piel,
metiose en el agua, cuchareó en la corriente e iba a beber cuando tuvo una
visión.
El paisano de hoy, tendido tal le viera,
pero con el semblante auroleado, como sucede en las estampas sagradas, era el
Cristo.
Entonces alejó de sus labios la vida, vio
solo la divina imagen y volvió lo andado, roncando más fuerte, cayendo entre
espinas. El resuello era en sus oídos como algo ajeno. Poco a poco fuese
haciendo musical, recordó el órgano el primer día que entrara al templo;
sintiose, como entonces, divinamente, enajenado, y deliró sin perder el rumbo
con claridades, sonidos y beatitudes, siempre musicadas por su gemido.
Llegó hacia el moribundo, arrodillose y,
al entregarle el agua, creyó tomar la hostia. El paisano se incorporó.
Dios se lo pague, compañero.
Amthrarú oía:
-Tu asiento tendrás en el cielo.
Sus párpados caían; el paisano se
alejaba. Amthrarú vio a Cristo, elevándose por los espacios.
Unas alas le rozaron la frente, era un
chimango y Amthrarú, de pronto vuelto en sí, vio la muerte, sintió hervir la
gusanera en su vientre aterrorizado.
Pero oyó la voz que le musitaba:
-"Sufre y sé de los otros".
Levantó los párpados e hizo limosna de sus ojos.
San Antonio
En el desierto absoluto, una choza
empequeñecida por su soledad.
Como solo ser viviente a la vista, un
chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo,
endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del
círculo, como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.
Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo
el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con
pereza, y una quietud silente abruma el mundo.
El chancho, inquieto, trota en su área
hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos
apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.
Eructa de contento, y su nariz adquiere
la movilidad de un ojo.
En el interior de la choza, sobre tarima
cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.
Por entre el embotamiento de sus sentidos
percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de
arrancarle al mundo aluciente que le obceca.
Gruesas gotas de sudor corren por su
cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces, con impaciencia, se
rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.
El grosero tejido, sobre el cual su
cuerpo sufre, irrita su epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose
luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya
tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a
su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.
En un rincón del cuarto, las dos piedras
con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.
En la inconsciencia de su letargo, el
monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él
idénticamente.
Su sueño escalona recuerdos en orden
sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad
perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.
Vivía entonces con sus padres.
Mañanas luminosas llenaban de placidez el
jardín oloroso, en cuyas yerbas refrescaba sus pies, siempre secos por la misma
fiebre.
Era él un niño sombrío y huraño,
alimentando solitarias meditaciones con el hervor absorbente que sentía
burbujear en su carne.
Ella le entró en el alma con la caricia
fresca de su belleza, apenas tocada por los primeros asomos de la pubertad.
La misma tiranía de naciente deseo los
aunó en la pendiente de pasión que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron,
y el campo fue pequeño para sus exigencias de vida.
Al tercer día, mientras conversaban a la
sombra de un tupido paraíso que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un
ímpetu irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por
fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos dos labios húmedos que
resbalaron.
Locura enorme que destruye la vida.
Tuvo miedo de sí mismo; fue aniquilado
por la turbulencia de su deseo, y quedó en asombro ante aquella impetuosidad
desconocida, los ojos vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su
pecho.
Después siguieron como antes, sin aludir,
pero más estrechamente unidos.
Una noche, el sueño huía del enamorado
como fantasma inalcanzable, cuando oyó un crujido en la puerta.
Su nerviosidad le hizo entrever mil
incoherencias, pero nunca ésa.
Susana, desnuda, franqueaba el umbral del
cuarto.
Todos los latidos de la sangre se
amontonaron en sus sienes; un dolor comprimió sus músculos, y los ojos vieron
turbia, como inmaterial, la aparición inesperada que cautelosamente se
encaminaba hacia él.
Retúvose para no gritar, y temió que la
afluencia de vida en ese momento rompiera sus venas.
Apoyado contra el muro, aterrorizado por
la exaltación que en él sentía crecer, la vio aproximarse titubeando, los
brazos hacia adelante, con el gesto de un anhelo ciego.
Susana tropezó en el lecho, y ambos
tuvieron la sensación de un acto cumplido.
Temíala como una brasa, y, sin embargo,
la sintió que entraba en las sábanas, el calor de su piel le crispó como un
solo nervio... luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su
boca.
Rodaron uno sobre otro. Los brazos
viriles se habían amalgamado con la cintura cimbreante; pero antes que pudiera
iniciar la caricia, un espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo
palpitó al impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue preso de bruscos
sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres, sobre la
plancha hirviente del horno crematorio.
La realidad de la alucinación ha
despertado al asceta; sabe la tortura que lo espera, y toda su voluntad se
esfuerza para ahuyentar el espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.
Ya el látigo está en sus manos, y, listo
para la flagelación, corre hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de
movimiento.
El primer azote ha insultado sus flancos;
los plomos, que concluyen cada trenza como extraño coronamiento de cabellera
enferma, han llorado en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos
en violáceos moretones.
Y entonces es el vértigo.
El brazo duplica sus fuerzas, los plomos
caen sobre el dorso cual pesado granizo, que repercute sordamente en el tórax
descarnado. Los ojos se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera
sádica brota en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.
El penitente ríe, solloza, gime, preso de
placer equívoco, en que se mezcla indescriptible angustia y desvarío.
La disciplina acelera su velocidad, y las
gotas de sangre se desprenden pulverizadas.
Al fin, los miembros, anudados por
calambres, se niegan a la acción, y el santo cae boca abajo como un haz de
nervios retorcidos.
Sus brazos quisieran estrechar la tierra,
blanda para sus dedos que la penetran. La arena cruje entre sus dientes,
convulsivos, y un último estrujón le curva sobre el mundo como sobre una
hembra.
Y silenciosa, horrorosamente, el milagro
se cumple.
Pesadas gotas caen a intervalos,
fustigando rabiosamente el suelo, bocanadas de polvo saltan en explosiones
crepitantes... al rato, un abrazo turbio confunde cielo y tierra.
El chancho, panza arriba, recibe gozoso
el chaparrón, que tamborinea en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al
tacto del agua, transparente y tersa como nalga de angelito.
Sus cuatro patas, cortas y tenues, en
torno al consistente abdomen parecen adornos ridículos e inútiles.
Su boca, abierta, símil a una grieta en
cónica proa de carne, ríe beatamente.
Más lejos, San Antonio, desparramado
sobre el suelo, como espantapájaros que volteara el viento, es esclavo también
del bienestar corpóreo.
El demonio ha sido desalojado de su
pecho, y Dios le ha dado la paz anhelada por los mártires.