OLEGARIO V. ANDRADE
EL ARPA PERDIDA
FANTASÍA
I
La ráfaga lasciva
jugaba con
las velas de la nave
de altivo
porte y de cortante proa,
que en la
tarde serena
dejó la
playa que con dulces lazos
5
la retuvo
cautiva,
y que le
tiende los amantes brazos
que rechaza
la amante fugitiva.
ERA LA HORA
en que la
mar, la mar gigante, siente
10
misterioso
rumor, honda congoja,
y tiembla
como el pájaro en el bosque
y en el árbol
la hoja,
porque bajan
las sombras de Occidente
con cauteloso paso,
15
a espiar al
sol que se envolvió en sus ondas
y duerme en su regazo.
De pie, sobre la popa
de la nave gentil que lenta avanza
y que a la
luz crepuscular parece
20
una ave que
se pierde en lontananza
en busca de su nido,
va el bardo peregrino
inquieto como ella,
de las ondas
antiguo conocido,
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a quien
habla la brisa vagabunda
y sonríe en
los cielos una estrella.
Aquella estrella amiga,
que tantas
veces en la patria amada
besó su
frente y enjugó sus ojos
30
con el dulce
calor de su mirada.
Aquella estrella triste,
que a la
orilla del Plata
bajó una
noche, y le confió al oído
el dulce
nombre de otra estrella ingrata.
35
Ni una sílaba brota
del labio
mudo del cantor errante;
ni palpita
una nota
en la lira
que otrora
con acento vibrante,
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alzó a la
libertad himno de gloria
y saludó
aquel astro soberano,
que razgando
montañas de tinieblas,
asomaba en
el cielo americano.
Algo, como el murmullo
45
del enjambre
interior del pensamiento,
misterioso
aleteo de quimeras
que con
doliente arrullo
se alejan en
las ráfagas del viento,
celestes
bayaderas
50
que en
bulliciosa tropa
lo llaman
desde lejos,
percibe el
trovador que yace mudo
del inquieto
bajel sobre la popa.
Al fin el labio trémulo
55
les dice ¡adiós!
con efusión estraña
a las ondas
que pasan
en raudo
torbellino,
a la negra
montaña
que alarga
la cabeza de granito,
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como
guardián huraño del destino,
de vela en
el umbral del infinito.
Les dice
¡adiós! el bardo peregrino.
Adiós al mar, la fiera encadenada
que revuelve
en la sombra la pupila
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olfateando
la tierra descuidada,
que
eternamente afila
el peñasco
sombrío,
hambrienta y
negra garra
con que
amenaza al cielo en sus enojos,
70
y cuanto
pasa a su alredor desgarra.
¡Adiós! que allá distante,
como cinta
fantástica ceñida
del
horizonte azul a la cintura,
va surgiendo
a sus ojos, palpitante,
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de la patria
la tierra bendecida;
la tierra de ventura
que bajo el
cielo tropical soñaba,
y cuyo santo
nombre repetía
en otra
tierra bella; pero esclava.
80
II
El Plata se adelanta
con
impaciente y turbulento paso,
a recibir la
nave que desplega
en el alto
mástil la enseña santa
-la enseña
que paseó por sus llanuras
85
El viejo
Brown, en raudo torbellino-,
la enseña de
los déspotas odiada,
que parece,
flameando en las alturas,
blanca nube
que cuelga de los cielos
con un girón
del firmamento atada.
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¡Caricias de león!, ¡amor de fiera!
la débil
nave cruje entre sus brazos,
y más la
estrecha el río enamorado
con lujuria
salvaje;
parece que
quisiera
95
arrastrarla
a sus antros tenebrosos,
ahogarla en
sus espumas,
y jugar con
sus tablas, como juega
de la
gaviota con las blancas plumas.
¿Quién ruge por allá que tiembla el Plata?
100
¿Quién baja
de la altura
Espoleando
las nubes, que parecen
negros
potros que cruzan la llanura?
¿Quién hace
aullar las olas
como
hambrientos lebreles,
105
y azota con
su látigo de fuego
las rocas y
los frágiles bajeles?
¡El huracán, que llega
a disputar
su presa al Plata inquieto!
El huracán,
pirata del abismo,
110
que con la
voz del trueno
lanza a los
cielos insultante grito
y celoso de
Dios, que lo perdona,
pretende en
su locura
ahogar con
mano impura
115
la
centelleante luz de su corona.
¡Ay de la débil nave!
¡Ay del
bardo gentil del arpa de oro!
La nave va
saltando de ola en ola,
como corcel herido
120
que lleva en
los ijares la cornada
del iracundo toro.
y el bardo
taciturno
sonríe con
desdén a la tormenta,
fija siempre
en las sombras su mirada.
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Es que también él siente
otro huracán
rugiendo en su cabeza;
y lleva, aunque sereno,
como la nave
herida por el rayo,
otra herida
mortal dentro del seno
130
que sangra eternamente;
la herida de la duda
por donde el
alma arroja a borbotones
los sueños
generosos que encendieron
las chispas
de las dulces ilusiones.
135
¡Ay de la débil nave!
¡Ay del
bardo gentil del arpa de oro,
que la brisa
del trópico suave
despidió con
tristísimo lamento!
El huracán
sañudo
140
va
tronchando sus mástiles soberbios
como
podridas cañas,
asesino
feroz, que en su demencia,
le revuelve
el puñal en las entrañas.
Como la inerme res que el duro lazo
145
conduce al
matadero
-la res
desgarretada
que aun
lucha de rodillas
con su
enemigo fiero-
aquella
pobre nave destrozada,
150
gladiador espirante,
Va arrojando
a la faz de su verdugo,
girones de
su seno palpitante.
III
¡Horrenda sacudida!
La nave se
detiene amedrentada,
155
y temblando
de espanto como un niño,
quiere
emprender la hüida;
¡pero una
mano férrea la sugeta!
La zarpa del
abismo,
que juega
con las naves, como juega
160
con el carro
ligero
el brazo
formidable del atleta.
Ahí está prisionera
del escollo
traidor que la asechaba.
Y en vano en
el terror de la impotencia
165
quiere
romper la bárbara cadena
que la
retiene esclava.
En vano se
retuerce y forcejea;
el escollo
la estrecha entre sus brazos
y el huracán
feroz la abofetea.
170
¡No hay esperanza ya!, la pobre nave,
como un
cadáver mutilado flota
amarrado al
abismo
aon
invisibles lazos.
Las nubes,
son las aves de rapiña
175
que bajan
turbulentas
a devorar su
carne a picotazos.
IV
Enmedio del
estrago,
taciturno y sombrío,
yace el
bardo gentil del arpa de oro,
180
el bardo que cantó del patrio río
la cólera y la calma,
y que al fin va a confiarle
los últimos delirios de su alma.
Desciende de la nave
185
con paso
firme y ánimo sereno:
¿a dónde va?, ¡quién sabe!
En el roto
mástil posa la planta,
y con la fe del bueno
y el arpa de oro al lado,
190
se lanza a la ventura
a las ondas del piélago irritado.
V
Los
náufragos oyeron
largo rato
en la sombra que crecía,
sobre la voz
del huracán y el trueno,
195
murmullos de
celeste melodía,
notas
truncas de música divina,
como si
alguien cantara en lontananza
el himno de
las santas alegrías,
el poema
inmortal de la esperanza.
200
VI
Desde
entonce, el viajero
oye en la
noche plácida y serena,
o entre el
rumor de la tormenta brava,
como el eco
de dulce cantilena
que de lejos
lo llama;
205
es el arpa
perdida,
el arpa del
poeta peregrino
casi
olvidado de la patria ingrata,
que duerme
entre los juncos de la orilla
del
turbulento y caudaloso Plata.
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