GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
EL CAUDILLO DE LAS MANOS ROJAS
TRADICIÓN INDIA
Canto
primero
I
Ha desaparecido el sol tras las cimas del
Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla
de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los
bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un
nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace
luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas
diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos, que
parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se
evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de
eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un
himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el astro que la
vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la
tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la
improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence; el cielo se corona de
estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema
de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo
tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a
cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de
plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos
vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de
Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola del
ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su
puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá
de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de
Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI
Él es: ningún otro sabe prestar a sus
ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la
pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una
noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres del
Davalaguiri. Es él; pero ¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve
planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano
chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede
como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la
solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del
poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de
su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando
éste salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su
rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su
encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la
presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él,
temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah!
-exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando
con sus ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo
de Bengala, y el Golfo al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las
horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la
cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya
esencia es la nada.
IX
Ya la estrella del alba anuncia el día;
la luna se desvanece como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la
oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún
bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos,
cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito
agudo y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de un solo salto,
haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.
X
¿Qué ha puesto pavor en el alma del
valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del
manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las
selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a
un hombre, y aquel hombre es su hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único
amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Osira; el que, por último,
juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.
XI
Siannah le ve también, siente helarse la
sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera
asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de pies a
cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan
el uno sobre el otro como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos
un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las
escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están
en el seno del Grande Espíritu.
XII
El sol nace en Oriente; diríase al verlo
que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad,
se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la
estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento
de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen
una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su
corazón de júbilo a los ecos de este solemne cántico?
XIII
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos
desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus
manos, en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible,
corre a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las
manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja,
vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que
al cabo exclama con un acento de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah!
La maldición del cielo ha caído sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies
hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira,
magnífico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por
la muerte de su hermano y antecesor...
Canto
segundo
I
-¿De qué me sirven el poder y la riqueza
si una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea
dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los
ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la
alegría; verlos cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos,
¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II
Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la
púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible
desesperación. En balde el humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara;
en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de
tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por
siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El
Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito
lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que
golpea su frente con dolor al escucharlo.
III
Los genios que cruzan en numerosas
caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de
ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como
los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que refrescan
con sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de
luz y de colores en el sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y
espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio
terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los
fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.
IV
Por eso el magnífico señor de Osira puede
gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas
la aurora abre las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus
vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la
frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose
hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre del Jabwi.
V
Como a la mediación de esta montaña, nace
un torrente que se derrumba en sábanas de plata hasta bajar a la llanura,
donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las
flores para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawkior. Una
gruta natural, formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse,
sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus
aguas, parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del
manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus
alas en la linfa, o el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes
como una flecha disparada.
VI
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad,
manda retirarse a los que le siguen, y emprende solo y sumido en hondas
meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se
dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo
de sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada
túnica, del amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes,
cambia su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los
montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la
soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprende?
VII
No. Cuando el regio morador de Kattak
abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado
tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles
esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el
lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino
y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su
aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la
conciencia.
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y
Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre su cabeza está la gruta
en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las
hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado
de los cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar
de aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la
gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas
virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX
El último de estos sacerdotes, que
encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus días a venerarla en
contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve un misterio
profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta
de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil
soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los
cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto
cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su
voz, que los cóndores le traen su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a
quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que
él mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un brahmín.
X
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se
ignora, pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la
gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra los males
desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas
arriesgadas; una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre
borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige.
Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le
impusieran no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al
solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la pompa real no turbe el
espíritu y selle los labios del profeta.
XI
Pulo llega, a través de las zarzas que
rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta.
Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de una palmera, para
que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de
su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso,
que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre; y el
solitario aparece. -Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo,
inclinando la frente-, que el enojo de Schiven no se amontone sobre tu cabeza,
como las brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales -replica el
anciano sin responder a la salutación-, ¿qué me quieres?
XII
-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un
crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla
eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las penitencias que me
impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el
fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi
cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú,
que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos,
dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen? -Cuando la sangre que
mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido -exclama el
terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece
aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
XIII
¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin,
saliendo de su estupor. -No te conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El
matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas
palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue de este modo: -En la
pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los
mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua
sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga
de aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó
con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios
saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de
Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo descansar sobre
mi hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.
XIV
-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime
la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles
manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el
príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo
ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y Schiven está airado,
porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo
está encomendada. -Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me
protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las
tres lunas? -Sí. -¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has
dejado de cazar durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto
diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
XV
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora.
La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por quien esto se supo,
habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las
ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y
fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol
y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos,
que la sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del dios se guardan y son
éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe
una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del
Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta
encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un
gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando
llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los manantiales, y a la
hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu
peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre
desaparecerá de tus manos.
XVII
¿Quién es ese peregrino que se apoya en
su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa,
pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al mismo
tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él:
Pulo-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de
los astros luminosos.
Canto
tercero
I
Los peregrinos tocan al término de su
viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol;
ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el
sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las
creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por
sus templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo
para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes;
Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su
vuelo.
II
También han gustado el reposo a la sombra
de los inmensos plátanos de Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes,
presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad,
ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos
de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y
las arenas del Océano.
III
Cuarenta lunas han nacido después que
abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado,
los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El
Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente
arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads,
bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la
madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y
cien y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que
hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre las inmensas
llanuras de la India.
IV
Pero ya tocan al deseado término, ya han
salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle
del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se
extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven
en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan,
llevando a Siannah sobre sus espaldas.
V
El sol lanza sus rayos perpendiculares
sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la
orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les
presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas
del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus
cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.
VI
Un aura fresca mece las magnolias y los
tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus
frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un canto
melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas
cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de
oro y azul, de crespón y esmeraldas.
VII
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah,
después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del
bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar
las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola.
Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de
esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie
de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que
han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas
que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos
sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la
expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un
fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo:
diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e
incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se sienta a
la par de los amantes sin ser sentido.
VIII
El sol cae a plomo sobre la gran llanura.
La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su
alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la noche de
la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del
bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire,
brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la
acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del
que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué
ideas cruzan por su mente?
IX
Hay momentos en que el alma se desborda
como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que
flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación.
El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a
sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en
el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidad
indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde
habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas
concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como
esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan
amor y se desvanecen entre nuestros brazos.
X
Pulo es el primero que interrumpe el
silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la
mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos,
atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una
playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah,
explicarte lo que el murmullo de tu respiración me dice! Suena en mi oído como
una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y
celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que
precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando
alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi
espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto,
hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue
y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no
comprenden?
XI
Siannah calla: sus labios entreabiertos y
rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada,
brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago. -Pulo
-exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos
instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la
muerte? -Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir
a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo
dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su
esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
XII
-Pulo -exclama a los pocos instantes la
hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las
venas y enciende el amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su
nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra
de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando
el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del
golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos -murmura Siannah-; pero
entretanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me
los claves en el alma.
XIII
-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben
amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es
necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de
nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
"¡Guerreros! Las espadas de la tribu
tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre."
"Un torrente de fuego desciende del
Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de polvo que levantan, son los
hierros de nuestros enemigos."
"Traedme el escudo reforzado con las
siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me
desconozcan en la confusión de la pelea."
"¡Guerreros! Las espadas de la tribu
tienen sed; y la sed de las espadas se templa con sangre."
II
"Allá van semejantes en..."
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y
Siannah se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho
ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no
alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no
se han hecho para que los recite una hermosa?
XIV
-Entona un canto de amor, uno de aquellos
himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una
joven esposa al pie de las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré
tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música
de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho
se eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.
LA VUELTA
DEL COMBATE
I
"El combate ha terminado con el día,
y el caudillo está ya en presencia de su adorada."
LA VIRGEN.- "Caudillo, reclina tu
frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el polvo de la
gloria."
EL
CAUDILLO.- "Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en
ellos la muerte en una copa de rubí."
II
LA VIRGEN.-
"¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!,
¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar
con tu aureola a los que arden en tu llama."
EL
CAUDILLO.- "¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza
del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los
dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del
caudillo."
III
LA VIRGEN.-
"Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que
busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi
corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis
párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que no ven más que el
fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de
melodiosos acordes y me estremece a su contacto?"
EL
CAUDILLO.- "Virgen, es el amor que pasa."
XV
El canto de Siannah expira, y con él,
suave y armonioso, el rumor de un beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la
voluntad del hombre para combatir las funestas armas de que se vale la
fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran
al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.
Canto cuarto
I
-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a
la tierra y sé el mensajero de mis iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a
esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita sus noventa manos,
en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor
soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser
para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el
mundo de los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del
cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el
lugar de mi soberanía?
II
Schiven continúa de este modo,
dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la
destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano
buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso
antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a
mis ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y
matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo
nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el
vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.
III
De
su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él
como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido
ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su
gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta,
desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los
ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en pos de
él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.
IV
He aquí el momento oportuno para mi
venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está abandonado por mi
funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión
propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un
sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de
acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.
V
El Sueño tiende las alas de tul, y
abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la
flotante sombra de los áloes.
El silencio le precede y sus hechuras le
siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a
nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas ideas,
semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y
sobreexcitada.
VI
La silenciosa caravana llega a las
orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste experimenta
primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por
último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una
losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del
licor que contiene su misterioso vaso de ópalo.
VII
Cuando la materia duerme, el espíritu
vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un
letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye de los
lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones
del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la
idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma.
Oíd, según la tradición la conserva, la visión del caudillo.
VIII
La noche es oscura; el viento muge y
silba sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de las selvas; los genios
blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar
cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los abismos de las
cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los
sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso
murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano,
ronco y estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.
IX
Un brahmín, al atravesar en tal noche y a
tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al
dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos
de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados,
que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.
X
De cuantos guerreros se rodean el chal
amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el combate, sólo el
caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus agrestes y
enmarañados senderos con una noche tan terrible.
XI
Pulo se adelanta, con el arco tendido, la
flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le sigue, pálida la color,
el cabello erizado y el paso temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz
que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares -responde el
caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los
añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.
XII
Los esposos prosiguen caminando y la
tempestad haciéndose cada vez más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por
grados a nuestra espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la lluvia que
agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con
su cuerpo. -¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor
nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre
nosotros.
XIII
Dos llamas fosfóricas brillan en la
oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido
ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo
de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la
diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos
pies yace.
XIV
La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en
el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse
sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque,
merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los
peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco
estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas,
cuando el príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño
fenómeno.
XV
La lluvia ha cesado, el huracán y el
trueno han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de los relámpagos
sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor
de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la
tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su
vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su
garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los
gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos de una horrorosa
convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se
desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un
anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento suspendidas en
el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura,
arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego.
Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal
circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles efluvios de las
entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el mundo.
XVI
El caudillo, lleno de estupor, vuelve en
torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes
desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del
tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando,
merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda
-exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su
cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas no
importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.
XVII
El temible reptil crece con una rapidez
prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la del boa secular que se
despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos
redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa
de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus
momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel
combate, y desnuda por segunda vez su puñal.
XVIII
La gigantesca serpiente comienza a
replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin
aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de una
palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas
escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las
tortugas del Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus
anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el puñal se ha
escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante
sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los
de la serpiente.
XIX
Un furor terrible se apodera de ésta,
que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su
celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda
flecha pone fin a su agonía con la muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor,
puede entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido de una emoción profunda
de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un
manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de las flechas de diamantes
sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y
su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al
ocultarse el sol en los confines del Océano.
XX
-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para
qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias
aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al
cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla,
en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora
sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:
-Inmensa como la imprevisión de los
hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he apiadado de tus culpas.
Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en
la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el
solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.
XXI
-Si un solo momento de olvido desvaneció
como el humo cuanto había logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré
para lavar mi culpa? -exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu
arco, descálzate las sandalias, y abandonando las orillas del Ganges, vuelve
sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en
el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso
antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes
invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene
su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste
lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y
aquél por su cabeza blanca.
XXII
Vichenú desaparece: los árboles recobran
su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena
luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y
llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.
El príncipe se incorpora y corre al lugar
en que Siannah permanece desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su
esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y
ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
XXIII
En aquel punto el sueño tiende las alas y
abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla,
busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura
y de oro como un rajá en su alfombra de colores, lanza a la tierra el último
rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su
sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y
perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las
aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación
de sus riberas, alzan un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves
notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.
XXIV
-Siannah -dice el caudillo con voz
ahogada por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes?
Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó
de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!,
vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un
llanto sin lágrimas.
XXV
Sólo el eco responde al enamorado Pulo,
que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en
la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien
veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las
estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes,
aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no
parece.
XXVI
-Insensato -dice una voz que resuena en
el viento, sin que se vea la boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal
para asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y escucha estas
palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si
conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus
manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad
con las formas de la mentira; los dioses descienden en él hasta los mortales, y
sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de
Vichenú que se le había aparecido en sueños.
Canto quinto
I
El príncipe después de un año de
peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio. Éste, durante las
jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida
hasta dejarle en Kattak.
II
La aurora rasga el velo de la noche; de
sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia de perlas sobre las
colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de
sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de
combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva
al cielo una columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los
genios, cruzando sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las
matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach,
autor de la maravillosa máquina de los mundos.
III
Pulo se ha sentado sobre una de las rocas
que erizan en aquella parte del reino de Kattak las extensas playas del Océano.
Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del
perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del ave misteriosa que
Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas
cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los
hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros,
entre mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa gigante; pero
defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes
matan sin que se vea la mano que los dirige.
IV
El sol se va levantando pausadamente del
seno del mar y remontándose por la cumbre del firmamento. El caudillo, después
de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas
oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de
las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades,
cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del Océano.
V
Después de trepar por espacio de una
hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en las aberturas de las
peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que
coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta le parece
distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que
brillan en la oscuridad con una luz fantástica.
VI
-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo
cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca-; ave
misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el
poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la
destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes
agostados por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.
VII
El cuervo, abandonando su guarida, se
abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de agitar sus alas por tres
veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente
humillada en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de
los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes
a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El templo que buscas se halla
lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán
las excavaciones.
VIII
El cuervo de la cabeza blanca se remonta
en los aires, dejándose caer al pie del promontorio, donde espera a que baje el
caudillo. Cuando éste toca al término de su descensión, el ave misteriosa
emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin abandonar las costas en
que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin
abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el sol desciende al
seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta
de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y
cubierto de juncos verdes y altísimos.
IX
Las nubes, amontonándose en el Occidente,
envuelven el cadáver del sol en un sudario de brumas, antes que descienda a su
sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin
astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración de los muertos,
sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que
se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las
aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y
misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin
que podamos decir quién los produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose
en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde
procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más
próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil
para defenderme de sus traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para
proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su
vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la luna
brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada
paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e
inmóviles.
X
-No temas -responde el cuervo;- el dios
que nos envía cuidará de nosotros desde su elevación. He aquí la manera de
salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a atravesar presenciaron
la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el templo
a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros
de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se
juntaron entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de
herir a los predilectos de Vichenú.
XI
Un día tu padre abandonó el templo para
dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la colina en cuya cumbre está
oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la
parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de
peregrinos será la que se aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a
uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.
XII
Éste, lanzando a sus compañeros una
mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con la sonrisa en los
labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que
envía este enjambre de peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre
de boca en boca hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las
miradas en aquella nube de polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas
de fuego, exclama con voz terrible:
XIII
-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los
peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras de los guerreros de
Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la terrible y
bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo
que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No
importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer,
tras tantos años de acostumbrarse a huir.
XIV
-Valientes -prosigue dirigiéndose a los
que le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que
las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores
capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su misma espada, de que era
portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a
voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud!
¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo
del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!
XV
En tanto, el infelice rey, revolcándose
en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz se ahoga en su
garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y
con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan
al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.
XVI
Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de
la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de
los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que responden en
la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.
XVII
-¿Dónde está nuestro caudillo, que no
corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de
púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los
valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el
señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.
XVIII
Los enemigos se adelantan, la llanura
gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos
montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte.
Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de
dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus
inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de
Allah-abad.
XIX
Cuando llegó la noche, la expirante llama
del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la
llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían sucumbido a los
golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue
teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente
estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el
ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego,
rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la
llanura donde desde esa época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de
Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por
la soledad del espanto.
XX
Pulo escucha sobrecogido de un religioso
pavor, la historia del sangriento combate en que su padre perdió la vida;
historia que en su país cantan las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya
terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos,
cual la que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.
XXI
El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre
los espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y
corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la
colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro
formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante
fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los
árboles, y se multiplica subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas,
ligeras y de un azulado resplandor?
XXII
Esos son los espíritus de los valientes
que en defensa del genio que te protege sucumbieron al golpe de las hachas de
Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba
para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras de los
valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas
altas y silenciosas hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de
Vichenú.
XXIII
Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro
del bosque se levanta una llama roja, que lanzándose al vacío comienza a
caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe
al cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la
cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento de la noche suspirando
entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el
vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una
voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente que
conduce al término de su peregrinación.
Canto sexto
I
-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y
trae en tu compañía los artífices más celebrados que en él encuentres. A la luz
del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que no se dé un
minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares
con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros
golpes del martillo.
II
Seis años tienes de término para
reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y alrededor de cuyas
altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como en
las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en
Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países,
y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá
como los astros, flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una
lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de
aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través
de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una fuerza incontrastable hacia
el lugar en que se encuentra el peregrino.
III
Presta de nuevo atención; nada se
escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos
rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren la puerta de la habitación
que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le
asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.
IV
El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil
resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto de un horroroso
ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones,
el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no
forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.
V
No es su rostro el del genio benéfico que
protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones se ven grabadas en
armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil
hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura,
que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de
infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la
muerte; su dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él
revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de
Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al
desgraciado caudillo.
VI
Éste, presa de un vértigo y saliendo de
su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño;
la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de
un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que
lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos
del luto y el clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de
su hermano, y con él mi vida.
VII
Los brahmines y los servidores del
príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran a ejecutar sus
mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los
guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de
marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e
imponente comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a
la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y
morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas. Son los
genios de la destrucción que solemnizan su victoria.
VIII
El día comienza a despuntar; la luna se
desvanece, y el mar se colora con la primera luz del alba. El templo
resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de
bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la
esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el
príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano,
y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando
la piedad de los genios, han dado posesión al de la muerte del templo de
Jaganata han concluido.
IX
-¡Sacerdotes, caudillos, siervos
-prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está suspendida
sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que desde
la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están
manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi
hermano, a quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del
remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo, corona por corona, vida
por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el
último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de
terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el altar en que está
colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que
parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.
X
-Schiven, enemigo y extirpador de mi
raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu cólera de la frente de
Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de
partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez; que su boca
reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados
a la eterna noche de la tumba.
XI
La muchedumbre que ocupa las naves del
templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el
caliente borbotón de sangre que brotó de su herida saltó humeando al rostro del
genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el
atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de
Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe
reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y expira.
XII
Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de
Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que formó Bermach en un
delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la
flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva,
la luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la
esencia de un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las
hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en esas regiones
desconocidas de las que ningún viajero vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que
se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.