ESTEBAN ECHEVERRÍA
EL MATADERO
A pesar de que la mía es historia, no la
empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como
acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América que deben
ser nuestros prototipos. Temo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las
que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración,
pasaban por los años de Cristo de 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época
en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el
precepto de Epitecto, sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y
abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es
pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia
tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre
las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada
más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos
federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos
Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de
mandamiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos
necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la
abstinencia por la Bula..., y no con el ánimo de que se harten algunos
herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos
carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una
lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y
las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una
tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y
extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del
alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su
cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas,
caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La
ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud
por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos
barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba
desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando
misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y
beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores
atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del
juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se
derrama en inundación. ¡Ay de vosotros pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios
impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con
veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis
misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de
dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías,
vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra
tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os
declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento,
anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad
a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a
cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores.
Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico
Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los
incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara
compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya como de cosa
resuelta de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo
descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta
la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario
de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la
cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el
Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin
necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia
es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la
Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los
bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los
pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y
herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era
general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la
iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias
plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 $ y los huevos a 4 reales y el pescado
carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de
gula; pero en cambio se fueron derechito al cielo innumerables ánimas y
acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón
vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron de hambre o
ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas
de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como
otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y
los perros inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de
alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de
nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi
repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse
un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro
mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la
carencia de careo continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los
estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste
entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el
púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de
promiscuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la
penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los
estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos
inexorables vociferaciones de los ministros de la iglesia, quienes, como es su
deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres
católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los
habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo
indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y
gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y
estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o donde quiera
concurrían gentes. Alarmose un tanto el gobierno, tan paternal como previsor,
del Restaurador creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y
atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los
predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera
divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población y
por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las
conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y
piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado
a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la
carestía víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al
matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto
para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya
tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne.
¡Cosa estraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes
inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es estraño, supuesto que el
diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder
de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal
no sea su voluntad sino la de la iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en
que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo,
sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices
tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la
revolución de Mayo.
Sea como fuera; a la noticia de la
providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro,
de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes
vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.
-Chica, pero gorda, exclamaban.- ¡Viva la
Federación! ¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que en aquel
tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del
matadero y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín.
Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de
hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo
que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora
de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo
entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de
carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero,
manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del
gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los
salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó
a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los
correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de
creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su ilustrísima para no
abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen
católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo
aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza y en un cuarto de hora
cuarenta y nueve novillos se hallan tendidos en la playa del matadero,
desollados unos, los otros por desollar. E1 espectáculo que ofrecía entonces
era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y
deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para
que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de
la localidad.
El matadero de la Convalescencia o del
Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma
rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se
termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud,
está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en
cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce,
recoge en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente del matadero. En
la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla,
edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la
calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de
palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno
un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el
encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la
recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de
reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de
los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por
delegación del Restaurador. -Fáciles calcular qué clase de hombre se requiere
para el desempeño de semejante cargo. La casilla por otra parte, es un edificio
tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su
nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los
siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el
Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los
salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe
política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán
que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de
los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes
cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso
que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca los carniceros
festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete a
que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de
un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su
federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona
del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará
hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la
distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban
tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo
de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un
grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura mas prominente de
cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos,
cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A
sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos una comparsa
de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las
harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines,
olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas
carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a
lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al
tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de
los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al
paso que mas arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que
habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su
disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una
sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al
principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la
perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando
diversas aptitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos
cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín.
Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha,
colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste,
sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de
achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazcón con el
cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión
de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, -dichos y
gritería descompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía
-gritaba uno.
-Aquel lo escondió en el alzapón
-replicaba la negra.
-¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes
que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.
-¿Qué le hago ño, Juan?, ¡no sea malo! Yo
no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡a la bruja! -repitieron
los muchachos-: ¡se lleva la riñonada y el tongorí! -y cayeron sobre su cabeza
sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos
africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se
alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de
sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se
veían acurrucadas en hilera 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y
arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había
dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas
y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas,
la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a
caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con
ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraba chillando
la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad
del día, palabras inmundas y obscéneas, vociferaciones preñadas de todo el
cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las
cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre
la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme
mastín lo hacia buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no
estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salia
furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con
sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la
rodeaban y asuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de
carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta
que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban
en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro
ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un
mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de
perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber
quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este
del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los
derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el
matadero era para vista no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales
de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no
estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo.
Llegole su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo
contorno hervía la chusca a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos
palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios
pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero
lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado,
teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y
anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las
astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir
del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo.
Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos
prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de
silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella
singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones
chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacia alarde
espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o
picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p... en el toro.
-Al diablo los torunos del Azul.
-Mal haya el tropero que nos da gato por
liebre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme
los c..., si le parece, c...o!
-Ahí los tiene entre las piernas. No los
ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en
el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo
ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario.
-Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron: ¡mueran los salvajes
unitarios!
-Para el tuerto los h...
-Sí, para el tuerto, que es hombre de
c... para pelear con los unitarios.
-El matahambre a Matasiete, degollador de
unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matahambre!
-Allá va, gritó una voz ronca
interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! Guarda los de la puerta. Allá
va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los
gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo
flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una
rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo,
desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo
tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe
de lacha la hubiese dividido a cercén una cabeza de niño cuyo tronco permaneció
inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de
sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-: allá
va el toro -pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo
fue como un relámpago.
Desparramose un tanto el grupo de la
puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del
muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y
la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en
distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: ¡Allá va el
toro! ¡Atajen! ¡Guarda! -Enlaza, Siete pelos. -¡Que te agarra, Botija! -Ya
furioso; no se le pongan delante. -¡Ataja, ataja morado! -Dele espuela al
mancarrón. -Ya se metió en la calle sola. -¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocería era infernal. Unas
cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el
tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y
devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó porque el
animal lanzó al mirarlos un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió
adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de
cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito
no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de
achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entre tanto tomó hacia la ciudad
por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo
anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que
llaman soles por no tener mas de dos casas laterales y en cuyo aposado centro había
un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su
saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso en un caballo algo
arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de
jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azorose de
repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre
hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo
ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario,
soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate, gringo
-exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus
caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla,
más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de
un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro! ¡al toro!
cuatro negras achuradores que se retiraban con su presa se zabulleron en la
zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber
corrido unas 20 cuadras en distintas direcciones asorando con su presencia a
todo viviente se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición.
Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja
profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus
perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo
de bueyes para que espiase su atentado en el lugar mismo donde lo había
cometido.
Una hora después de su fuga el toro
estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no
hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano exitaba
principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba
sino un charco de sangre: su cadáver estalla en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al
animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle,
uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata:
su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba
espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas -¡Desgarreten ese animal!
exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortole el
garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en
mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida
humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos
bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma
que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre.
Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo
ensangrentado y se agachó a desollarle con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los
órganos genitales del muerto clasificado provisoriamente de toro por su
indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la
echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: aquí
están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrando a los
espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro.
La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron
fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada.
Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había
tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez
tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado,
descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el
matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba
concluida a las 12, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se
retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas
carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un
carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario!, y al oír tan significativa palabra
toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No
traé divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La mazorca con él.
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son
pintores como el diablo.
-¿A que no te le animas, Matasiete?
-¿A que no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y
de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha,
el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la
espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era este un joven como de 25 años de
gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas
desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy
ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de
aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las
pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de
Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca
arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella
chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la
osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía el joven fue,
lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo
que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y
la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo
asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga
de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva
estertorio volvió a victoriarlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los
federales!, siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
-Degüéllalo, Matasiete -quiso sacar las
pistolas-. Degüéllalo como al Toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tócale el violín.
-Mejor es resbalosa.
-Probemos -dijo Matasiete y empezó
sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la
rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por
los cabellos.
-No, no le degüellen -exclamó de lejos la
voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla.
Preparen la mashorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el
Restaurador de las leyes!
-Viva Matasiete.
¡Mueran! ¡Vivan!, repitieron en coro los
espectadores y atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre
vociferaciones e injurias arrastraron al infeliz joven al banco del tormento
como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro
una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes
sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del
Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y
un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de
brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una
de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa
popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al
corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de
la sala.
-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya le amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez
dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie
encarando al Juez exclamó con voz preñada de indignación:
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de
mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay
que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí
de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión: su pálido y amoratado
rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su
corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la
órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado Su cuello desnudo y la
pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la
respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le dijo el Juez.
-De rabia, por que no puedo sofocarte
entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobra voluntad y coraje para
ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo;
túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, vino de la
ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que
poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua
para que se refresque.
-Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petizo púsosele al punto delante
con un vaso de agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el
vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los
espectadores.
-Éste es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el Juez-, ya estás
afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora
vamos a cuentas.
-¿Por qué no traes divisa?
-Porque no quiero.
-No sabes que lo manda el Restaurador.
-La librea es para vosotros, esclavos, no
para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la
fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial.
Ésas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son
fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen
como el cuervo, una a una las entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero
por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la
Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, ¡infames!
-No sabes que así lo dispuso el
Restaurador.
-Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para
lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te
haré cortar la lengua si chistas.
-Abajo los calzones a ese mentecato
cajetilla y a nalga pelada denle verga bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro
sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo
sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
-Primero degollarme que desnudarme;
infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y
empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar
los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza
del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la
serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban
fuego sus pupilas su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban
en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
-Átenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un
sayón.
En un momento liaron sus piernas en
ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso
hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las
comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento
brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó
primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento
murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame canalla
Sus fuerzas se habían agotado;
inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces
un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven y
extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los
sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario
-dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas
-articuló otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente
divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el juez
frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la
puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez
cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de
sus innumerables proesas.
En aquel tiempo los carniceros
degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la
federación rosina, y no es difícil imaginarse que federación saldría de sus
cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada
por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador,
carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien
puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el
suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en
el Matadero.