FLORENCIO SÁNCHEZ
EL PASADO
Personajes
Rosario
Ernesto
Silvia
Arce
Mameca
Criado
Titi
Un niño, 6
años
José Antonio
Una niña, 5
años
ACTO PRIMERO
Escena I
En un hall
lujoso.
(ROSARIO
aparece sentada, atendiendo una conversación telefónica que tiene lugar en una
habitación inmediata y de la cual se oyen repetidos campanilleos y ¡hola!
Impaciente).
Silvia. -(Que vuelve del teléfono.) ¡Uff!
No conozco cosa más inservible que un aparato telefónico.
Rosario. -¿Qué dicen?
Silvia. -No se entiende ni jota. Pido con
el Club y me ponen con un aserradero, luego con una agencia de vapores, y
cuando consigo comunicación, después de recorrer media lista de abonados,
resulta que el aparato no funciona bien y no se puede pescar palabra.
Rosario. -¡Qué fastidio! Voy a mandar a
Manuel.
Silvia. -¡No es para tanto mamá! ¡Parece
que fuera la primera vez que falta Ernesto de casa! ¿Se habrá quedado en el
Club?
Rosario. -¡De bonito humor anda el pobre!
Silvia. -Pues por eso mismo dicen que el
poker es un gran calmante.
Rosario. -Habría mandado aviso. Me tiene
muy inquieta su ausencia.
Silvia. -¿Qué podría haberle ocurrido?
Rosario. -No sé: ¡Algo! Es tan vehemente
ese muchacho que bien puede haberle dado un giro más desagradable a su asunto.
Silvia. -¡Por Dios! Que sería curioso.
¡Un duelo! No hay rival afortunado y supongo no querrá batirse con la niña; ni
con su papá, así con su hermanito. ¡Ah! Serías muy capaz de pensar en... ¡Qué
desatino mamá! ¡Qué desatino! Es no conocer a Ernesto suponerlo un caso de
crónica policial. En castigo de esa cavilosidad, así que venga se lo cuento.
Rosario. -¡Niña!
Silvia. -Verás como te pongo y lo que se
va a reír de ti cuando sepa que te lo imaginabas ingiriéndose una disolución de
fósforos o de bicloruro por... amores contrariados. Nada menos. ¡Se acabó!
¡Vaya! ¡Se acabó! ¿Eh? Y a ver si cambiamos de semblante, señora. Hacen tres
días que no se le ve una sonrisa.
Rosario. -¡Me afectan tanto las
contrariedades de mis hijos!
Silvia. -Cualquiera diría que está uno
dejado de la mano de Dios.
Rosario. -Tampoco vivimos en el mejor de
los mundos.
Silvia. -¿Por qué, mamá? Vamos a ver.
(Sentándose a su lado.) ¿Por qué razón? Tenemos salud, tenemos fortuna, tenemos
representación social, amor y paz en casa. ¿Qué nos falta? ¿Papá? Es verdad que
sería más completa la dicha si viviera pero...
Rosario. -¡Hemos perdido también a José
Antonio!
Silvia. -¡Oh! En todo caso a una posible
parentela, a él no. Extravagante, raro o maniático, continúa siendo un
afectuoso miembro de la familia.
Rosario. -¿Y la suya?
Silvia. -¿Qué nos importa? ¡Con hacernos
la cuenta de que sigue soltero!
Rosario. -Cada día resulta más difícil hacerse esa cuenta.
Silvia. -No veo la causa.
Rosario. -Yo la siento en la misma
felicidad de mi hijo, en la firmeza, en la tranquilidad, en el calor de ese
hogar tan desparejo y tan inconveniente que ha formado.
Silvia. -¡Habrías preferido acaso que le
fuera mal!
Rosario. -No sutilices, hija. Es bien
triste no poder aumentar su dicha participando de ella.
Silvia. -¡Para lo que le importa a José
Antonio nuestra concurrencia! ¡Vaya! ¡Vaya! Seguro que te empieza a contagiar
abuelita con su manía de agrandar la mesa. (Signo negativo de ROSARIO.) ¿Sí, no
será que empiezas a sentirte abuela?... ¿A que sí?... ¡A que he dado en la
tecla! ¿Confiesa, acerté?
Rosario. -Quizá. Pero no es eso.
Silvia. -¡Te has vendido! ¡No me lo
niegues! Pero resulta un renunciamiento mamá... ¡No estás vieja!
Rosario. -(Un tanto halagada.) ¡Muchacha!
Silvia. -Y además... Y además tu hija se
resentiría sino la reservases el placer de ascenderte a abuela con más honor.
Al fin y al cabo no soy tan mal partido ni tan fea. Y ya se acabó, que es el
más oportuno de todos los Santos. ¿Me entiendes? Y San afuera vacilaciones y
San Adiós gravedad y San Deme un par de besos... Así. Y cuidadito Señora mía, con
que vuelva a las andadas, por que si lo hace... no hay ascenso! ¿Salimos luego?
Rosario. -¡Si quieres!...
Silvia. -Si no quisiera no preguntaría.
(Se aleja.)
Rosario. -Mandame a Manuel.
Silvia. -¿Volvemos?
Rosario. -No, es para otra cosa.
Silvia. -¡Ah! Si no, lo dicho. ¡No hay
ascenso!
Rosario. -(Hace ademán de responder y
luego viéndola salir queda un instante abstraída con la vista fija en la
puerta...)
Escena II
ROSARIO,
ERNESTO y SILVIA.
Silvia. -(Reapareciendo con ERNESTO.)
¡Albricias! Aquí tiene al hombre. ¿Le cuento aquello?
Rosario. -Hijo. Me tenías inquieta.
Ernesto. -No se por qué.
Silvia. -¡Estaba por hacerte buscar por
la policía, figúrate! ¡Pero qué cara traes muchacho!
Ernesto. -(Tirándose en un diván.) ¿No ha
venido carta?
Rosario. -No.
Ernesto. -¿Sabes que se van al campo?
Silvia. -¿Quienes?
Ernesto. -Ellos; toda la familia. Una
verdadera fuga.
Rosario. -¿Por qué ha de ser fuga?
Ernesto. -En plena seasson, sin causa aparente, los petates y al
campo por tiempo indeterminado. ¿No les parece extraño?
Silvia. -Absolutamente. La vida en el
campo es muy económica.
Ernesto. -No digas idioteces.
Silvia. -¡Jesús! Todo el mundo sabe que
andan mal de fortuna. Salvo que se la hayas reparado hijito.
Rosario. -(Contrariada.) ¡Oh! Silvia.
Ernesto. -(Para sí.) ¡Es bien extraño!...
Bien extraño. ¡Sintomático!
Rosario. -Con semejante empeño, el asunto
más claro se obscurece y se complica.
Silvia. -Déjalo, mamá; es el amor propio.
Cualquiera convence a estos caballeritos de que podemos no quererlos o dejar de
quererlos sin más razón que nuestro sentir.
Ernesto. -(Alzándose.) Estoy seguro de
que aquí no hay tal cosa.
Rosario. -Pues si estás seguro del cariño
de esa niña, no veo por qué razón has de desesperarte y afligirte así. Por otra
parte debes tener en cuenta, que nada se había formalizado y por lo tanto son
muy dueños los padres de intervenir en los sentimientos de la hija.
Ernesto. -Sí, estando mal encaminados.
Rosario. -Pueden creérlo así.
Ernesto. -¿A mi respecto, mamá?
Rosario. -¿Por qué no?
Ernesto. -¡Oh! Por muchos motivos: además
del don de gentes que consagra derechos que no se pueden desconocer
caprichosamente, han de mediar circunstancias, y muy serias para que a un
hombre decente se le cierren las puertas de una casa, como lo han hecho
conmigo.
Silvia. -Pero si eso es la cosa más
natural y corriente. No les has resultado el yerno ideal y antes que las cosas
pasaran a mayores resuelven hacértelo saber.
Ernesto. -No te acepto por modestia el
poco favor. ¡No! ¡No! ¡No! Un hombre de mis condiciones morales, de mi fortuna,
de mi apellido, es un yerno que no se rechaza y mucho menos a precio de sabe
Dios cuántas violencias y sacrificios. Esto es lo que me perturba y me
mortifica. Si el desahucio hubiera venido de Carmen. Si lo hubiera motivado la
desigualdad de fortuna o de posición social, si pudiera achacarme un vicio o un
defecto, me hubiera tragado en silencio mi contrariedad o mi desconsuelo. Pero
en estas circunstancias, de ningún modo. Tengo la obligación de poner las cosas
en claro.
Rosario. -¡Qué ofuscado! ¡Qué ofuscado
estás!
Ernesto. -¿Me permitirías mamá, que te
hiciera una pregunta? Un poco cruel quizás, pero muy justificada en estos
momentos.
Rosario. -(Sobresaltada.) A mí... ¿De qué
género?
Ernesto. -No, no te inquietes. Quisiera
desvanecer una ingrata preocupación.
Rosario. -(Dominándose con esfuerzo.)
Habla, hijo.
Ernesto. -Perdóname. No he pensado nada
indigno. Mejor dicho; no he sabido explicarme.
Rosario. -¡No quieras disculparte! Te
comprendo. Has ideado buscar en la tumba de tu padre una justificación de tus
derrotas amorosas.
Ernesto. -¡Mamá! ¡No merezco esa injuria!
Rosario. -Perdóname a tu vez. Fue
impensado el reproche. Tenés razón; la muerte violenta de tu pobre padre ha
podido prestarse a conjeturas y comentarios de todo género, pero se produjo en
la forma en que ustedes saben, en un exceso de melancolía o neurastenia. Fue un
hombre de bien y no les dejó ningún legado desdoroso ¡ningún legado desdoroso!
Su recuerdo no podrá ser obstáculo para la felicidad de sus hijos. Fue un
caballero, el mejor de los caballeros, el más noble, el más generoso. Por eso
Ernesto, me ofendió tanto tu sospecha y te contesté violentamente. Me pareció
que después de haber mantenido tan vivos en ti estos conceptos no tenías
derecho a ofender su memoria, ni con el asomo de una sospecha.
Ernesto. -¡Perdóname; mamá, perdón!
Rosario. -Sí; te perdono. Pero es preciso
que aproveches la ocasión y no te dejes llevar por sentimientos que te ofuscan;
hasta el punto de hacerte perder todo respeto por ti mismo y los tuyos.
Ernesto. -Pero mamá, si precisamente es
ese concepto de nuestra fuerza moral, lo que me hace buscar la justificación
del agravio.
Rosario. -¿En ti y en los tuyos?
Ernesto. -No tengo derecho a dudar de los
demás.
Silvia. -¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¡No digas pamplinas!
Ernesto. -Callaré cuando se me expliquen
satisfactoriamente las causas de este extraño desahucio, y eso lo he de
conseguir aunque arda el mundo.
Escena III
Dichos y
JOSÉ ANTONIO.
José Antonio. -(Que ha oído las últimas
palabras.) ¿De qué se trata? ¿Hay que llamar a los bomberos?
Silvia. -No, más bien es caso de duchas.
¿Vino abuelita?
José Antonio. -Sí; ahí está (SILVIA corre
en su busca.) ¿Cómo te encuentras, mamá? Esta mañana cuando vine a buscar a
abuelita me dijeron que no te sentías bien.
Rosario. -Fue cosa pasajera.
José Antonio. -(A ERNESTO.) ¿Qué te pasa?
¿Dura la crisis?...
Ernesto. -¡Una friolera! Ahora huyen y se
llevan a esa pobre criatura al campo para que me olvide. El asunto va tomando
las proporciones de un escándalo social.
José Antonio. -¡Qué me cuentas! ¿Y en
Norte América, qué dicen?
Ernesto. -(Fastidiado.) Que no está para
bromas.
José Antonio. -¡Ajá! Entonces arriaremos
la bandera. (Se sienta; pausa embarazosa.) De modo que el asunto es realmente
grave.
Ernesto. -Más que de lo que imaginas.
José Antonio. -¡Ajá!
Rosario. -¡Si supiera las proporciones
que le está dando! Sermonéalo ¿Quieres? (Ademán de irse. Luego volviendo a JOSÉ
ANTONIO.) Búscame antes de irte. Tenemos que hablar.
José Antonio. -Supongo que no andarás
haciendo papelones por ahí, como un chico sentimental. Sería indigno de tu
corrección, Ernesto.
Ernesto. -En todo caso, me parece que no
serías tú, el más indicado para recordármelo.
José Antonio. -¡Ajá! Estás agresivo.
Ernesto. -Contesta.
José Antonio. -(Poniéndose de pie, con
firmeza.) No, señor, agredes.
Ernesto. -Tómalo como gustes.
José Antonio. -Desde luego Estás
desconocido, chico. ¿Te fastidia que no tome muy en serio tu decepción amorosa?
Ernesto. -Nada de eso. Quisiste darme una
lección de compostura y te respondí como debía.
José Antonio. -¿Como debías? ¿Como
debías? ¡Ajá! Pero qué idiotez la mía en no haber caído antes. No digas ni una
palabra más. ¡Comprendido! No tiene derecho a hablar de corrección quién, como
yo ha cometido un acto de lo más inconveniente y anti social. ¿No es eso? Y con
el hallazgo acabas de resolver tu incidente pasional. La familia Arce te ha
dado con la puerta en las narices porque acarreaba conmigo el parentesco
desdoroso de un extravagante y una mujerzuela,
Ernesto. -Y si fuera así.
José Antonio. -Diría que nada tengo que
lamentar, ni reprocharme. Ni siquiera eso. Primero porque no creo en el
obstáculo y segundo porque no tengo la obligación de sacrificar mi dicha a la
de nadie.
Ernesto. -No eres muy generoso que
digamos.
José Antonio. -¿Acaso lo eres tú
pretendiendo limitarme el derecho de ser feliz? Es necesario que te repongas.
Ernesto. Estás haciendo cosas inconciliables con el buen sentido. Si la
situación no tiene remedio, aguanta tu pena con toda hombría, afronta la lucha
si conservas esperanzas, pero no te empeñes en darle al asunto otra
trascendencia que la de un vulgar incidente amoroso, y mucho menos poniendo a
prueba, como acabas de hacerlo, sentimientos que tienen la consistencia de lo
bien definido y acendrado. Nos estás mortificando a todos.
Ernesto. -Lo comprendo, lo reconozco;
pero te aseguro que habrías acabado de perdonar mi grosería, si pudieras darte
cuenta exacta de mi estado de ánimo.
José Antonio. -¡Oh! Me lo figuro.
Ernesto. -No; se trata de algo más hondo
y de un orden distinto al que te imaginas.
José Antonio. -Dilo.
Ernesto. -Es el desmoronamiento de mi
personalidad moral.
José Antonio. -No te comprendo.
Ernesto. -Todas las circunstancias de
este episodio, me están evidenciando, que no soy lo que he creído ser; que no tengo
los derechos a la consideración social que me he arrogado.
José Antonio. -(Fríamente.) Tú sabrás.
Ernesto. -¡Oh! ¡Puedo jurar que la causa
no está en mí!
José Antonio. -¿Y entonces?...
Ernesto. -Ese es mi abismo. He llegado
hasta suponer que la muerte de nuestro padre...
José Antonio. -¡Cállate!
Escena IV
Dichos y
ROSARIO.
Rosario. -(A JOSÉ ANTONIO.) ¿Me has
auscultado a ese enfermo? ¿Cómo sigue?
José Antonio. -Grave, señora. (A ERNESTO
que hace ademán de irse.) Si quieres, mañana hablaremos de ese asunto.
Ernesto. -Bueno.
Rosario. -Habrás visto que esto no
marcha.
José Antonio. -Te equivocas. Lleva una
rapidez vertiginosa.
Rosario -¿Qué quieres decir?
José Antonio. -Que es necesario adoptar
remedios heroicos. Lo que tú crees que sea una ofuscación pasajera de Ernesto,
tiene raíces muy hondas en el espíritu del pobre muchacho. La actitud de la
familia de su novia era de por sí muy significativa. Añade a esto la
repercusión social del incidente, los comentarios de un público naturalmente
inclinado a escandalizar, las reservas leales o solapadas de cuantos hablan con
el muchacho; y lo tendrán devanando el ovillo que ha de llevarlo a averiguar, o
cuando menos a presumir la verdad. Contra todo esto ¿cuáles son tus recursos?
Rosario. -Acabo de escribir a Arce.
José Antonio. -¿En qué sentido?
Rosario. -Pidiendo una entrevista.
José Antonio. -¡Ajá! ¿Esperándote a todo?
Rosario. -A todo. Acabas de decirme que
es necesario un remedio heroico.
José Antonio. -Está bien. Lo hecho, hecho
está. Te advertiré sin embargo, que si la buena voluntad de ese señor no ha
podido evitar el conflicto, menos bastará a reparar sus consecuencias.
Rosario. -Tengo la seguridad de
conseguirlo todo. De otra manera no habría tomado una determinación tan
deprimente para mí.
José Antonio. -He dicho que está bien.
Rosario. -Dispensa, no creí ofensiva la
contestación desde que saben que estoy dispuesta a agotar todos los recursos
antes de perder el respeto de tus hermanos.
José Antonio. -Si hubieras empezado por
decirles la verdad, no te verías en este caso.
Rosario. -Tú mismo, me aconsejaste
ocultarla.
José Antonio. -Cuando comprendí que
llegaría tarde; cuando me dí cuenta que podría ser de efectos fatales para esas
criaturas incapaces de comprender otros conceptos que los falsos conceptos que
les habías inculcado. Hoy no pienso lo mismo, es más; creo que estás obligada a
jugar el todo por el todo llamando a Ernesto, e imponiéndolo de su verdadera
situación. Si ha de saberlo, ganarás más con que lo supiera de tus labios. El
muchacho está en condiciones de discernir y aunque tiene mucho apego por sus
prejuicios sociales, es un espíritu caballeresco y te quiere lo bastante para
otorgarte su perdón.
Rosario. -¡Y su desprecio!...
José Antonio. -No has sabido prepararte
otra cosa.
Rosario. -¿Nada vale entonces el afecto
sembrado durante toda una vida de dedicación?
José Antonio. -Nada. Sembrada en mal
terreno. No quisiste prepararlo bien.
Rosario. -¿Qué debí hacer? Fundar una
moral, una escuela, una religión para ellos?
José Antonio. -No tanto. Enseñarle a
concebir la vida de una manera más racional, con la noción de su verdadero
estado moral como punto de partida. Allí está mí ejemplo.
Rosario. -¿Tu ejemplo?
José Antonio. -¡Sí! ¡Sí! ¿O es que tienes
algo que reprocharme?
Rosario. -¡Oh, hijo mío, no hables de tu
ejemplo, no hables de tu ejemplo!
José Antonio. -¿No me has comprendido?
¿No he sido correcto, deferente y cariñoso contigo? ¿Qué otra cosa podías
exigirme, si hasta he llegado a justificar tu crimen, más, aún, hasta hacerme
cómplice de tu crimen, prestándome a tu sistema egoísta y contraproducente de
simulación?
Rosario. -¡Oh! No hables así ¡Tú no has
sido un cómplice; te engañas! Has sido un juez y mi verdugo.
José Antonio. -¡No! ¡No es exacto!
Rosario. -Haciéndome apurar hasta la
última de las humillaciones para arrancarme la confesión de mi falta.
José Antonio. -Quería saber.
Rosario. -Ultrajándome, luego de aquella
manera tan despiadada y brutal.
José Antonio. -No era dueño de mí.
¡Acababa de matarse mi padre!
Rosario. -Es que no te satisfizo el castigo
suficiente para concitar sobre mí todas las misericordias. Después refinaste el
procedimiento, reemplazando la violencia de tus bofetadas por el veneno lento.
José Antonio. -¡No! ¡No! ¡Me arrepentí,
reaccioné!...
Rosario. -¿De qué manera? ¿Volviendo a
casa para hacerme presente mi falta y tu desprecio en todos los minutos de la
existencia?...
José Antonio. -Vine a reparar.
Rosario. -Viniste a buscar a mi criada
para hacerla tu esposa.
José Antonio. -No fue deliberado.
Rosario. -Con la afrenta reparabas el porvenir del pasado, y
apurabas el castigo, negándome el derecho de intervenir en tu vida y la alegría
de renovar en tus hijos las emociones de la maternidad. Ya ves que me has
cobrado bien caro tu silencio.
José Antonio. -Mira que estás cometiendo
la más grande de las injusticias.
Rosario. -Digo la verdad.
José Antonio. -Las puertas de mi casa han
estado siempre abiertas. Mis hijos te esperan.
Rosario. -En tu casa está mi criada.
José Antonio. -(Reprimiendo un ademán
violento, luego se acerca a ROSARIO y la contempla un instante.) ¿Qué debo
pensar de ti, mamá?
Rosario. -Que estoy dispuesta a todo. He
sufrido mucho para no saber defenderme.
José Antonio. -¿De mí?
Rosario. -De ti, en primer término.
¿Quieres entregarme al desprecio y a la maldición de tu hermano? ¿Que me
repudie, que me insulte, que me castigue como lo hiciste tú?
José Antonio. -¿Qué te hace creer
semejante cosa?
Rosario. -Todos tus actos.
José Antonio. -Y es ofendiendo mis sentimientos como piensas
desarmarme. ¡Oh! Te ha perturbado la inminencia del peligro. Sabiendo que una
sola palabra mía...
Rosario. -Te autorizo a que la
pronuncies.
José Antonio. -No has sabido comprenderme.
Peor para los dos. Defiéndete con tus armas. No hablaré.
Rosario. -¡Ah!
José Antonio. -(Tomando el sombrero y
encaminándose a la puerta.) Pudiste conseguir lo mismo sin agraviarme.
Rosario. -¡No!... ¡No!... ¡Hijo!...
(Corriendo detrás.)
Telón
ACTO SEGUNDO
La misma
decoración.
Escena I
MAMECA,
anciana de 75 años, bastante sorda y SILVIA.
Mameca. -(A SILVIA que lee un libro un
poco alejada.) Ve si ha venido José Antonio, hija. Me parece haber oído una
voz.
Silvia. -¿Usted, Mameca? ¡Qué ha de
oír!...
Mameca. -¿Qué dices?
Silvia. -(Aproximándose y alzando la
voz.) Que no ha venido.
Mameca. -¡Ah!... Ven. Siéntate aquí.
Estoy segura que no se halla enfermo.
Silvia. -Sí señora. Está bueno.
Mameca. -¡Ah! ¿Está bueno? ¿Y entonces,
por qué no viene?
Silvia. -No sé, Mameca. Quizá sus
ocupaciones.
Mameca. -Nunca deja de venir aunque sea
un ratito. Mira, hija. Estoy sospechando que aquí sucede algo.
Silvia. -¿Por qué señora?
Mameca. -¡Ah! ¡Yo no sé! Pero algo me ocultan. Tu madre anda como
un alma en pena; no se la ve, no va a la mesa. Cada día más chica la mesa; hoy
no éramos más que nosotras dos a almorzar... José Antonio no viene ni a
buscarme, ni a verme... y el otro muchacho, Ernesto, hace como una semana que
no se deja ver la cara. Eso es muy triste.
Silvia. -¡Ah! Chocheces, abuelita,
chocheces.
Mameca. -¿Qué decís?
Silvia. -Digo que haces mal en pensar en
tonterías, ¿qué podría ocurrir entre nosotros?
Mameca. -No será cuestión de intereses
¿verdad?
Silvia. -No. Como te he dicho, mamá no
anda muy bien, y en cuanto a Ernesto le tiene muy preocupado el bolsazo de
Carmen Arce.
Mameca -¿Eh?
Silvia. -El bolsazo.
Mameca. -¡Ah! ¡Qué muchacho, qué
muchacho! Será una peleíta... nada más. Siempre sucede entre novios. Mucha
pasión, mucho desesperarse por cualquier contrariedad creyendo que hasta la
vida puede costarles y cuando se casan se aburren de las mujeres.
Silvia. -¡Ah! ¡Pícaro, abuelito!
Mameca. -¿Eh?
Silvia. -¿Con que tenía usted quejas de
abuelito?
Mameca. -Muchacha maliciosa. No, no fue
malo. Me estaba acordando de mi pobre hijo. ¡Era tan sensible el pobre! Antes
de conocer a tu madre, tuvo amores con la mayor de las de Peña, una muchacha de
genio tan terrible y tan coqueta, que ¡Dios me perdone! Valió más que no se
casaran. Bueno; cada pelea con ella nos costaba un disgusto a todos en casa por
lo triste y compungido que se ponía. Llegaba hasta llorar como una criatura.
Silvia. -¿Y con mamá? ¿Eh? ¿Con mamá?
¡Ah!
Mameca. -Lo mismo, lo mismo.
Silvia. -¿Y se aburrió después de ella?
Mameca. -¡Niña! ¿Que cosas dices?
Silvia. -¿No ha dicho usted que los
hombres así que se casan se aburren de las mujeres?
Mameca. -¡No señor, no es cierto!
Silvia. -Sí, abuelita. En este momento.
Mameca. -Mentira, mentira.
Silvia. -Está chocha, está chocha.
Mameca. -¿Qué?
Silvia. -Que está chocha.
Mameca. -No he dicho nada; no señor, no
he dicho nada. Y cuidadito con faltarme el respeto.
Silvia. -No abuelita, no se enoje. Era
una broma mía. Por oírla rezongar.
Mameca. -¡Ah! ¿Ves? Podré estar sorda,
pero la memoria gracias a Dios...
Silvia. -¡Mira quién llega!...
Escena II
Dichos y
JOSÉ ANTONIO.
José Antonio. -Buenas tardes. (Besa a
MAMECA en la frente.) ¿Como está abuelita?
Mameca. -Te esperaba hijo.
José Antonio. -No pude venir. Un negocio.
(A SILVIA.) ¿Y tú?
Silvia. -Bien, como siempre.
Mameca. -¿No has estado enfermo?
José Antonio. -No señora.
Mameca. -Gracias a Dios. ¿Y tus nenes? ¿Y
tu señora?
José Antonio. -Buenas, muy buenas. Con
ganas de verla.
Mameca. -¡Pobrecitos! Criaturas cariñosas.
Me tienen tan regalona que cuando no vienen a buscarme lo paso de mal humor.
José Antonio. -¿Sabe que Pilulo está muy
enojado?
Mameca. -¿Conmigo?
José Antonio. -Sí, señora; por su regalo,
Dice que hubiera preferido pasteles.
Mameca. -¡Sí, muy bonito! ¡Herejes!...
Silvia. -¿Qué era?
José Antonio. -Unas estampas de San Luis
Gonzaga.
Silvia. -(Ríe.) Ja, ja, ja.
Mameca. -Sí ríanse de la gracia. Lo único
que te reprocharé toda la vida es que eduques a esas criaturas como unos judíos
sin religión, ni nada.
Silvia. -Los judíos tienen religión.
Mameca. -Qué sabes tú mocosa. No tienen;
no creen en Dios.
Silvia. -Le digo que sí.
Mameca. -¡Cállase la boca, atrevida! Los
inocentes, sin moral, sin saber rezar ni el bendito...
José Antonio. -Tú siempre
contradiciéndola.
Silvia. -Ya lo ves. Si no lo hago,
extraña, imaginándose quién sabe qué cosas.
Mameca. -¿Qué estás hablando pizpireta?
(A JOSÉ ANTONIO.) ¿Es de mí?
Silvia. -Empezaba a contarle lo que me
dijo usted de los maridos.
Mameca. -Son invenciones. No lo creas
José Antonio. ¿Y me llevas contigo?
José Antonio. -Sí señora.
Mameca. -Bueno hijita; acompáñame a mi
cuarto, con eso me arreglo un poco.
Silvia. -Venga usted, señora presumida, a emperifollarse.
Mameca. -¿Qué?
Silvia. -(Dándole el brazo y
encaminándose hacia la puerta derecha.) Digo, que el día menos pensado no la
vemos más.
Mameca. -Sí; cuando me muera.
Silvia. -No; cuando haga una conquista.
Mameca. -Burlate, burlate. Ya vendrán
otros a vengarme.
Silvia. -¿Mis nietos? ¿Mis nietos?
Mameca. -Pero ¿han visto el atrevimiento?
Una niña no habla de esas cosas.
Silvia. -Usted lo ha dicho. Y bien claro.
Ya vendrán tus nietos a vengarme.
Mameca. -¡No seas descarada muchacha! ¡No
seas descarada! Qué manera de mentir.
Silvia. -¡Sí, señora; lo ha dicho y lo ha
dicho! (Hacen mutis discutiendo.)
Escena III
JOSÉ ANTONIO
y ROSARIO.
Rosario. -(Desde adentro.) ¡No haga caso
señora! Es muy loca. (Al aparecer advierte a JOSÉ ANTONIO, y un tanto
cohibida.) ¡Ah! ¿Recibiste mi carta?
José Antonio. -Sí. Por eso he venido.
Rosario. -(Avanzando.) ¿Me guardas
rencor?
José Antonio. -No, mamá. ¿Me lo guardas
tú?
Rosario. -¡Oh! ¡Perdóname! Te he llamado
para pedirte consejo.
José Antonio. -¿No será porque me
necesitas?
Rosario. -Sí, también. Pero quiero ante
todo tener la seguridad de que has olvidado mis agravios. ¡Ah, hijo! Si
pudieras imaginarte cuanto padezco, ya habrías venido a ofrecerme tu perdón. Lo
que hayas sufrido tú por mi culpa, lo que sufrirán tus hermanos si llegan a
conocerla, aun el dolor inmenso que llevó a tu padre a quitarse la vida, todo,
todo, será poco comparado con mis padecimientos. No es el remordimiento ni mi
falta lo que me atormenta... Todavía no sabría decir si me he arrepentido. Es
la fatalidad, el destino... ¡No sé!... ¡Una fuerza ciega, feroz, implacable,
que me castiga!... Todo lo había resuelto el sacrificio de tu padre... Su
grandeza de espíritu me iluminó devolviéndome la conciencia de mis deberes
maternales. Y cuando me consagraba a reparar mi pecado con una abnegación digna
por cierto de aquella otra, te me presentaste tú, como un rayo de la fuerza
vengadora a destrozarme el alma con la más indecible de las crueldades...
Cuanto te dije anteriormente, todo era verdad; aunque entonces hablaba el
rencor quiero que me oigas hoy, repetírtelo así sin altanería, humildemente,
para que me comprendas mejor. Yo te he visto después del ultraje tolerado;
justificado, perdonado; perdonado a pesar del sacrificio de mi altivez y de mis
derechos de madre, perseguirme y acosarme como a una fiera maligna.
José Antonio. -Te engañabas.
Rosario. -¡Oh! Nada hiciste para que lo
creyera. Atacabas mis costumbres, mis creencias, mi moral; querías disolver,
destruir todo lo que para mí era respetable; apoderarte de tus hermanos,
desalojarme de sus afectos, arrancármelos a mi cariño tanto más intenso, cuanto
mayores eran las zozobras y las angustias en que me tenías.
José Antonio. -Combatí tus prejuicios,
mamá. Por tu bien, para evitar este desastre que tu ofuscación no te dejó
prever.
Rosario. -¡Yo lo creía así! Ahora veo más
claro. Pero eso no me quita lo sufrido. En nombre de tanto padecimiento, quiero
ahora que me perdones y que me salves. ¡Que me salves José Antonio, que me
salves! Ernesto está a punto de descubrirlo todo.
José Antonio. -¿Cómo? ¿Qué pasa?
Rosario. -¡Sospecha ya! Ayer ha venido
como un juez a interrogarme. Serio, severo, desconfiado. Quería saber las
causas de nuestra enemistad con la familia de Arce.
José Antonio. -¡Ya!
Rosario. -Yo he perdido ya mi serenidad.
No pude dominar la inquietud y no sé lo que le respondí.
José Antonio. -¡Cómo!...
Rosario. -No, no llegué a delatarme, pero
le di el viejo pretexto de un rencor de juventud de colegio con la madre de su
novia. ¡Ya ves; qué tontería! El muchacho no podría creerlo, exige más... exige
la verdad, ¿me comprendes? Y terminamos de una manera violenta. Aún no ha
vuelto a casa, y yo estoy, desde entonces, como un reo descontando uno a uno
los minutos que me separan del momento angustioso. ¡Sálvame! ¡Sálvame! Tú
tienes bastante ascendiente sobre él. Búscalo, aconséjalo, cálmalo, y si Dios
no quiere evitarme la nueva prueba, házmela menos dura diciéndole tú la verdad
de mi falta y de mi terrible expiación. Hazlo José Antonio, yo estoy muy
transida y atribulada, ¡no tendría fuerzas para resistir el choque!
José Antonio. -Sin embargo, sería más
conveniente que tú..
Rosario. -No, hijo. No me exijas, por
Dios, el tormento de esa confesión. Tú estás más sereno, sabes razonar, conocer
su espíritu. Te será más fácil, estoy segura, hallar argumentos capaces de
atenuar su dolor y despertar su clemencia. ¡Yo no! ¡Qué horror!... Me
moriría... Me moriría... Me moriría... ¡Oh, pobre de mí!...
José Antonio. -¡No te aflijas! No hay que
desesperar ni precipitarse. Si no ha ocurrido nada más que lo que me cuentas,
no es tan inminente el peligro.
Rosario. -(Reanimándose.) ¿Crees que se
podría hacer algo todavía?
José Antonio. -No te hagas ilusiones.
Ernesto debe saber la verdad.
Rosario. -(Contrariada.) ¡Oh!
José Antonio. -Es preciso definir cuanto
antes esta situación. El asunto es encontrar la forma conveniente para todos.
Rosario. -Yo tuve esperanzas en Arce,
pero sin duda no ha querido verme...
José Antonio. -Los amores de Ernesto son
una cuestión secundaria. No resolveríamos nada con que los Arce volvieran sobre
sus pasos. Quedaría latente el peligro de una crisis moral, quizá más grave que
ésta. Hay que empezar por el principio.
Rosario. -Sin embargo, si pudiéramos
seguir ocultando...
José Antonio. -No insistas, mamá, no
insistas. Mira que puedo creer que te perturba el amor propio. Hace un instante
estabas resignada a una solución. Manténte firme, y confía en mí. Yo no tengo,
créelo otra preocupación que el bienestar común cimentado en la buena fe, la
sinceridad y el amor. Busquemos la línea recta. ¿Crees, por ventura, que
conjurado el peligro momentáneo, conquistarías la tranquilidad y el reposo a
que tienes derecho?
Rosario. -Tal vez. (Se levanta.)
José Antonio. -No, señora, no, no; no te
tienes lástima. Volverían los días de zozobra e inquietud a atormentarte la
vida. Hoy es Ernesto, mañana podrían reproducirse el caso con la pobrecita
Silvia...
Rosario. -¡Oh! Es cierto. Tienes razón.
Haz lo que consideres mejor. Me entrego a ti definitivamente. ¡Oh, si te
hubiera comprendido antes! Te creía enemigo.
Escena IV
Dichos; un
criado.
Criado. -(Anunciando.) El señor Arce.
Rosario. -(Vivamente.) ¡Él! (Luego
dominando su impresión consulta con la mirada a JOSÉ ANTONIO, que rehuye una
respuesta volviendo el rostro.) ¿Tú dirás?
José Antonio. -(Pausa.) ¡Oh! ¿Para qué
todo esto?
Rosario. -¡Ordena!...
José Antonio. -Recíbelo.
Rosario. -¿No te mortifica?... (Al
criado.) Hágalo pasar al salón.
José Antonio. -Recíbelo aquí. Yo me voy.
Rosario. -(Al criado.) Dígale a ese
caballero que pase. (A JOSÉ ANTONIO que se aleja.) Tú me esperarás ¿verdad? No
temas. No haré nada deprimente. Es una tentativa que puede sernos provechosa.
José Antonio. -¡Quién sabe!...
Escena V
ROSARIO, y
ARCE.
Arce. -Cuento con su perdón, Rosario. No
me ha sido posible venir antes.
Rosario. -En realidad ya no le esperaba.
Arce. -¡Oh! Nunca debió usted suponerme
capaz de una descortesía...
Rosario. -¡Han cambiado tanto las cosas!...
Arce. -Efectivamente, pero...
Rosario. -Bien, Daniel. No debemos evocar
recuerdos.
Permítame que vaya directamente al objeto
de mi llamada. Se trata de Ernesto.
Arce. -¡Ah, de su hijo!
Rosario. -Sí, de mi hijo. Me ha extrañado
en verdad la severidad de usted con el pobre muchacho.
Arce. -Yo ignoro...
Rosario. -¡No, Daniel! Usted no tiene
derecho a desinteresarse del asunto. A Ernesto le han notificado la formal
oposición de ustedes a sus amores con Carmen, y el deseo de que no insista.
Arce. -Será cosa de los muchachos. Yo no
he intervenido, se lo aseguro.
Rosario. -Eso es un subterfugio egoísta.
Abordemos categóricamente la cuestión.
Arce. -Le juro, Rosario, que...
Rosario. -En todo caso, si usted no ha
intervenido, es menester que intervenga. Ernesto está seguro de haber
conquistado el corazón de Carmen, y siendo ello exacto, no debe haber
inconveniente para que esas relaciones continúen; no debe haber inconveniente.
Arce. -¿Y si existieran?
Rosario. -Creo que no necesitaré decirle
que está usted en la obligación de subsanarlos.
Arce. -Por cierto que no esperaba ver
complicarse un asunto tan sencillo y claro.
Rosario. -¡Oh, Daniel! No hable así. Piense que yo no lo habría
llamado para ocuparme de trivialidades ni para oírlas.
Arce. -Veo que continúa usted siendo tan
vehemente. Para hablar en verdad, mi intención al eludir explicaciones era
evitarle un desagrado.
Rosario. -¿Desagradándome más?
Arce. -No ha dependido de mi voluntad, se
lo juro, el rechazo de Ernesto. Circunstancias de un orden ajeno a mi
influencia han hecho imposible lo que hubiera sido para mí la mayor de las
satisfacciones.
Rosario. -Imposible, ¿por qué?
Arce. -¿Usted conoce a mi mujer?
Rosario. -Me lo imaginaba. Ella es la
causa ¿verdad? (Se levanta.)
Arce. -Ella.
Rosario. -¡Su venganza! ¡Me odia
todavía!... ¿Y tú acatas su voluntad? ¿Te dejas imponer? Sacrificas a los celos
retrospectivos de tu esposa la dicha de tu hija? ¿Me dejas sacrificar y
condenar?
Arce. -¿A ti?
Rosario. -¡Sí, a mí! Me condenas a la
vergüenza, a la deshonra notoria, al desprecio de mis hijos!... ¡Oh, Daniel!
¡Ya no eres el hombre en quien deposité mi amor y mi honra!...
Arce. -Advierte que no entiendo lo que
quieres significar. No sé nada de lo que ocurre.
Rosario. -(Dominándose.) ¡Oh, perdona!
Cuando te enteres, comprenderás este desahogo. Ernesto, hallando extraña,
incomprensible la actitud de ustedes, se cree por todos conceptos, y con mucha
razón, digno de la mano de tu hija; de cavilación en cavilación, de
razonamientos en razonamientos, ha llegado a suponer que las causas estén de su
parte; y como su conducta no le acusa nada reprochable, busca en nosotros, en
su familia, el antecedente desdoroso que lo descalifica.
Arce. -¡Nunca sabía!... (Se levanta.)
Rosario. -¡Sospecha, sospecha ya! Está a
punto de descubrirlo todo. Ya ves que tengo motivo para reclamar de tu
caballerosidad una solución reparadora.
Arce. -¡Desgraciadamente imposible!
Rosario. -¿Después de lo que te he dicho?
¡Oh! Es incalificable tu actitud.
Arce. -Medían circunstancias muy graves.
El mayor de los absurdos, y seguramente por eso mismo, el impedimento es mayor.
Rosario. -No entiendo; no quisiera
entender...
Arce. -Hemos llegado a una altura en que
no puedo ni debo ocultarte nada. Tú sabes lo rencorosa que es Amelia. Pues
bien, exasperada por mi interés en favor de tu hijo, ha llegado a suponer...
Rosario. -¿Qué?... ¿Qué?...
Arce. -¡Oh! ¡Algo monstruoso,
monstruoso!...
Rosario. -Sí, ¿eh? Y te tienen en tan
buen concepto que te suponen capaz de amparar una unión incestuosa. ¡Oh, oh, oh! Eso es infantil. Un pretexto indigno de tu
sprit. Confiesa de una vez que has enajenado tu voluntad, que no mandas en tu
casa. Argumenta así y empezaremos a entendernos.
Arce. -Bueno, tu impetuosidad te priva
del dominio exacto de las cosas. ¿No comprendes que planteado así el conflicto,
la menor violencia de mi parte provocaría un escándalo de consecuencias peores?
Después... los tiempos han cambiado; la vida nos impone obligaciones más
graves. Aunque parezca egoísta, no me siento con fuerzas para sacrificar al
pasado nuestro... la tranquilidad de los míos.
Rosario. -¿De modo que me condenas?
Arce. -Las circunstancias nos condenan.
Rosario. -(Melancólicamente, después de
una larga y expresiva pausa.) Está bien, Daniel, está bien. Tiene usted razón.
La vida nos condena; nos condenamos nosotros mismos. Váyase. Perdóneme si al
revivir un instante el pasado, llegué a olvidar lo que nos debíamos al
presente. (Le extiende la mano.)
Arce. -¿Sin rencor?
Escena VI
Dichos y
ERNESTO.
Ernesto. -(Aparece, y al encontrarse con
ARCE se detiene.) ¡Ah, perdón!
Rosario. -(Demudado.) ¡Oh! ¡Él!...
Arce. -(Indeciso, se detiene a su vez.)
Rosario. -Puedes entrar, Ernesto.
Ernesto. -(Saludando.) ¡Señor!
Rosario. -El... señor Arce. (Gesto de
asentimiento de ambos.) Ha venido a verme... con el objeto de explicarme las
circunstancias de esa contrariedad que tanto te ha preocupado.
Ernesto. -Me felicito entonces de este
casual encuentro. ¿Llegaré a saber, al fin, por qué causa he dejado de ser
persona grata a la familia de usted?
Rosario. -Yo espero de la amabilidad del
señor Arce el sacrificio de unos minutos más de su tiempo, para darte la
explicación que deseas.
Arce. -(Sin perder su serenidad.) Efectivamente;
acabo de decirle a su mamá que ha habido una mala inteligencia respecto a
nuestras relaciones sociales. Las puertas de mi casa nunca se han cerrado para
usted.
Ernesto. -Muchas gracias. Hay otras
circunstancias, sin embargo...
Arce. -Yo las ignoro, señor...
Rosario. -(Aparte.) ¡Cobarde!...
Ernesto.-Se me ha notificado que debía
renunciar a ciertas aspiraciones de mi corazón, y aunque la forma no sea muy de
protocolo, permítame que le pida una explicación al respecto.
Arce. -Quizá el señor no sea persona grata en ese sentido.
Ernesto. -(Vehemente.) ¿Por qué?... Eso
es lo que me interesa; las causas.
Arce. -Creo que en todo caso respondería
mejor la persona interesada.
Ernesto. -Pero si ella no ha tenido
intervención.
Arce. -¡Ah!...
Ernesto. -Permítame. Ella acaba de
hacerme saber que un grave motivo de familia nos aleja para siempre...
Rosario. -(Angustiada.) ¡Oh, Dios mío!...
Ernesto. -¿El motivo, ese motivo, cuál
es?
Arce. -Yo lo ignoro, señor, y como mi
posición va resultando un poco desairada, ruego que me permitan retirarme.
Ernesto. -Como guste.
Arce. -(Saluda y mutis.)
Escena VII
ROSARIO y
ERNESTO.
Ernesto. -(Lo sigue con mirada, como
hilvanando un razonamiento mental, y luego volviéndose bruscamente). Mamá, ¿qué
ha venido a hacer ese señor?
Rosario. -(Rehaciéndose.) ¿Qué modales
son esos, Ernesto?
Ernesto. -Mamá: aquí está la carta de
Carmen. Aquí, ¿ves?; dice: graves moti -vos de fa -mi -lia nos se -pa -ran!
¿Cuáles son? El señor Arce, si ha venido a eso, debe haberlos explicado.
Rosario. -¿No te ha dicho que los ignora?
Ernesto. -No; no me lo ha dicho. Quiso
salir del paso.
Rosario. -Entonces, no sé qué debo responderte.
Ernesto. -¡Mamá, mamá! ¡Tú lo sabes!...
¡Dime la verdad, dime la verdad!... Acaba con esta duda que me tortura. Mira
que empiezo a sospechar cosas horribles, que pueden convertirse en certidumbre
si persistes en el silencio.
Rosario. -Calla, Ernesto, calla.
Ernesto. -En certidumbre, en
certidumbre... ¿me oyes? ¿Quién es el culpable? ¿Cuál es ese motivo infamante
que me impide alzar bien alto mi nombre y mi frente? ¡Responde! Mi padre fue un
santo, tú lo has dicho.
Rosario. -Calla, hijo. No insistas, no te
excites, no te alteres así; yo te diré cuando te calmes... luego. Déjame. ¿No
ves que me estoy muriendo? Luego lo sabrás todo. (Intenta alejarse, pero
ERNESTO la detiene.)
Ernesto. -¡No! Ahora, ahora. ¡En el
acto!... No podría soportar ni un momento más la duda. ¡Estallaría! ¡Habla ya!
Dime la verdad.
Rosario. -¡Oh! No puedo, no puedo más de
dolor... ¡Piedad para la pobre madre!... ¡Ay! (Se deja caer abrumada a lo largo
del diván.)
Ernesto. -¿Tú? ¿Eh?... ¡Tú!... ¡El modelo
de madre! ¡Ejemplo de pureza, de honestidad, de virtud!... Este era tu premio a
mi veneración de toda la vida...
Rosario. -(Intenta dar voces, pero la
emoción se lo impide.) ¡José Antonio!... ¡José Antonio!...
Ernesto. -Llámalo. ¡No te dirá menos que
yo!... Llama a todos. ¡Que vengan a saber quién es su madre!... ¡Aguarda, los
traeré!...
Rosario. -No. ¡A Silvia, no!...
Ernesto. -A todos. ¡José Antonio!
¡Silvia!... Y todavía será poco castigo para el que mereces. Tú mataste a mi
pobre padre, ¿verdad? ¿Puedo llamarlo así? ¡Confiesa!... Di el nombre de tu
amante. ¿Es Arce, verdad? Tengo derecho a saber quién puede ser el autor de mis
días... ¡Responde, responde! (Alzando el puño.)
Rosario. -(En paroxismo.) ¡Oh, no!
Escena VIII
Dichos y
JOSÉ ANTONIO.
José Antonio. -¡Ernesto!
Ernesto. -¿Tú sabes lo que es esta mujer?
José Antonio. -No la injuries. Te lo
prohíbo.
Ernesto. -¡Tú!...
José Antonio. -¡Es tu madre; es nuestra
madre! Es una digna mujer. (JOSÉ ANTONIO se dirige hacia su madre.) ¡Y tú,
mamá, álzate! ¡Ese no es tu puesto!
Rosario. -Déjame, déjame. ¡No puedo; no
tengo fuerzas! ¡Estoy bien así!
Ernesto. -¿Pero qué dices, José Antonio?
¿Ignoras lo que acaba de confesarme?
José Antonio. -No.
Ernesto. -Entonces, ¿qué sangre tienes
tú? ¡Oh! no será la de mi padre, asesinado por ella...
José Antonio. -Te he prohibido que la
insultes. Si no te dominas pensaré que eres un cobarde. Siéntate y escucha,
criatura.
Ernesto. -(Dejándose conducir se desploma
en un sillón y estalla en sollozos.) ¡Qué horror!... ¡qué horror!... ¡qué
horror!... Es imperdonable, imperdonable, imperdonable. Debió arrojarme a la
Inclusa. ¿Para qué me sirve ahora la fortuna, la carrera, la posición que me
han dado? ¿Para qué?... Al menos advertirme que la falta de mi madre limitaba
los derechos de mi vida...
José Antonio. -¿Qué derechos te limita?
Ernesto. -(Se levanta.) ¿Para qué me
educaron así?... Para que fuera mayor mi oprobio. Nada más, nada más. ¡Oh! No
podían ignorar que me entregaban sin defensa, vulnerable... vulnerable
precisamente, en los más delicados sentimientos; en los que con mayor empeño
habían cultivado en mí. ¡Qué maldad!...
José Antonio. -Es cierto; ése fue el
error.
Ernesto. -Y la vergüenza de estar marcado
con una marca tan infamante; expuesto al desprecio de la gente.
José Antonio. -No son muchos los que
pueden tirar la primera piedra.
Ernesto. -(Exaltándose de nuevo.) Gran
consuelo. Para eso no me hubieran enseñado a respetar tantas cosas. ¡Jamás
perdonaré!... ¡Jamás!...
José Antonio. -Vuelve en ti, muchacho. Te
creía más fuerte.
Ernesto. -Soy una hechura de ustedes. No
puedo ser superior a las preocupaciones que me han inculcado. ¿Comprendes? No;
han sido infames jugando de esta manera con mis destinos. ¡Infames! En plural. Porque si esa mujer fue culpable más lo
fuiste tú, prestándote a ocultar la mentira de toda su vida.
José Antonio. -Cállate. Disimula.
Ernesto. -(Sentándose.) Quieren que sea fuerte, que sea fuerte.
Demasiado lo soy conservando tanta calma.
Escena IX
Dichos,
MAMECA y SILVIA.
Mameca. -(Que aparece discutiendo con
SILVIA.) Si no se ha ido ¿qué te hago?... ¿Ves como está?...
Silvia. -(Abandonándola junto a la
puerta.) ¿Qué ha sucedido?... ¿Qué tienes mamá?... ¿Ernesto?... ¡Dios mío!...
José Antonio. -Luego sabrás. Llévate a
abuelita. ¡Pronto!...
Silvia. -No. ¡Dígame!...
José Antonio. -Llévala y vuelve. ¡Anda!
(A MAMECA.) Abuelita. Aguárdame un momento. En seguida voy en tu busca.
Mameca. -No, yo veo todavía. Aquí pasa
algo. ¡Ustedes están tristes!...
José Antonio. -No, señora. ¡Vaya!
Mameca. -¿Me quieren echar?... No... ¡no
me voy ¡Debo saber!... ¿Creen que ya no soy nadie?... (A SILVIA.) Acompáñame,
hija. (Apoyada en SILVIA se encamina hacia un sillón donde se sienta.) La pobre
vieja todavía sirve para dar un consejo... Hablar ahora; pero que hablen un
poco fuerte para que oiga. ¿Qué es lo que les pasa, muchachos?
José Antonio. -Nada grave, abuelita; una
contrariedad de Ernesto.
Mameca. -Será de amores. ¿Verdad?
José Antonio. -Precisamente.
Mameca. -¿Y por eso están todos
tristes?... Ernesto, hijo mío. Eso no está bien hecho. ¿Qué ganas con
afligirnos a todos? ¡Si remediaras algo!... Si nuestra pena pudiera ayudarte a
conquistar el corazón de esa niña, me explicaría que nos hicieras llorar...
Mira: tu padre al principio era como tú, pero luego, cuando tuvo experiencia
tenía por costumbre decir: No hay camino más seguro para llegar a la felicidad
que el de la esperanza.
Ernesto. -Sin embargo, ¡se mató!...
Mameca. -¿Qué?... ¿Cómo?...
Telón
ACTO TERCERO
(Cuerpo de
la casa que da a un jardincito, con galería, con cristales y cubiertos por una
enredadera de jazmines nevada de flores. Vegetación de primavera. Sillas
rústicas y un sillón amplio con un coussin de hacer encajes a su lado).
Escena I
TITI, SILVIA
y ERNESTO.
Ernesto. -¡Oh, Titi! ¡No creo que seas tú
la más autorizada para quejarte de la vida!
Titi. -¡Déjame! ¿No he de serlo? Sin
fortuna, condenada a vivir de los parientes acomodados como ustedes; condenada
a tía que es lo peor.
Silvia. -(Riendo.) Me imagino el
suplicio. ¿Pero no me has dicho que quedaste soltera por tu voluntad?
Titi. -No tanto, hijita. Es cierto que
por casarme pude haberme casado. Pero no es esa la cuestión. Después, ¿te
imaginás, Ernesto, algo más triste que este oficio de enfermera?
Ernesto. -Según como se tome.
Titi. -¡Es horrible, hijita, eso de estar
presenciando eternamente el espectáculo del dolor y la miseria humana!
Ernesto. -Pues yo sé de un enfermero de
hospital que se sacó una lotería, y a los quince días volvió a pedir el cargo,
porque no podía vivir sin ese espectáculo que dices.
Silvia. -Después en tu caso...
Titi. -Es cierto que no lo hago más que
con los parientes y relaciones íntimas. Que soy una aficionada.
Silvia. -¡Qué toca de oído!... Quería decirte
que a ti no te faltan compensaciones. Eres un paño de lágrimas de los dolores
físicos y de las penas morales...
Titi. -¿Qué significa eso?
Silvia. -Siempre es una satisfacción
estar al cabo de los secretos ajenos. Tiene uno en qué entretenerse, asuntos
para conversar.
Titi. -Ya sé por dónde vienes, ¡Te
conozco, bichito!... Pero puedes estar tranquila. Lo que es de aquí.
(Señalándose la boca.) Ni esto. Tengo mucho respeto por mi familia ¿lo sabes?
para que pueda cometer una indiscreción.
Silvia. -No quise decirte tal cosa.
Titi. -¡Sí! ¡Sí! ¡Comprendido! Pierde
cuidado. Por otra parte, hijita, has de saber que no se puede tapar el cielo
con un harnero, y que hay cosas que parecen muy ocultas y muy misteriosas y sin
embargo son más conocidas que la casa de Mitre.
Silvia. -No te enfades.
Titi. -Me ofendes y quieres que calle
¿No? ¡Oh! Crees que me ha cogido de nuevas el asunto de ustedes? ¿Que he
sorprendido algún secreto? ¡Nada de eso para que lo sepas! Bastante he tenido
que violentarme para defender el honor de la familia. ¿Por qué no voy más a lo
de Arce, vamos a ver?... ¿Por qué me he disgustado con Angelita Peña, después
de una amistad de tantos años? Porque no podía permitir que hablaran de ustedes
como hablan. Y esto no es intrigar a nadie, sino decir la pura verdad. Y cuando
la muerte de tu padre: ¿Quién si no yo las defendía de aquel mundo de intrigas
y habladurías que se levantaron? Lo que has hecho conmigo, es una ingratitud,
¿me oyes? una gran ingratitud.
Ernesto. -¡Está bien, Titi. No te enojes,
Silvia no ha querido ofenderte!
Titi. -Porque a uno le gusta conversar un
poco y entretenerse, porque sea de carácter francote, nadie tiene derecho a
suponerla una chismosa. Y aunque lo fuera, sabes, aunque lo fuera, la culpa
sería en todo caso de quienes me enteran de secretos, y cosas que deben
ignorarse, que también... y últimamente, si están fastidiados de mí, no
necesitan andar con tanto rodeo para hacérmelo saber, con decirme: ¡Titi,
marchate! Queda todo arreglado. Tengo todavía bastante recursos para
campaneármelas por mi cuenta.
Silvia. -¡Ya basta!
Titi. -No me provoques. (Se va resongando
por la galería.)
Ernesto. -¿Por qué has hecho eso, Silvia?
Silvia. -Es que me tiene harta esa bruja.
No ve el momento en que mamá esté mejor, para largarse por ahí, de relación en
relación a compadecernos ¡Ay! Han visto la enfermedad de Rosario y la
desventura de mis pobres sobrinos. ¡Qué cosa! ¡Qué barbaridad! ¡Qué drama! Y a
los que lo saben por eso mismo, y a los demás porque no lo saben, no queda en
una semana persona por enterarse de nuestras cosas. No sé por qué arte, esta
maldita arpía ha caído en casa en el momento justo de poder descubrirlo todo.
Ernesto. -¡Oh! ¡No hará más daño que el
daño hecho por otros!
Silvia. -¿Te parece? A ti no. Eres hombre
y puedes ponerte a mil leguas de aquí o defenderte. ¡Pero yo!... ¡Mi única
salvación es el secreto y la reserva. Si las cosas hubieran seguido como antes!
Ernesto. -No hables así. Parece que no te
dieras cuenta de nuestra situación. ¡No eres tan criatura ya!...
Silvia. -Porque tengo experiencia
reflexiono así. Deberíamos seguir no sabiendo nada. No lo ignoraban antes y sin
embargo continuaban dispensándonos su consideración. Lo que nos pierde es que
se sepa que ya sabemos..
Ernesto. -¡Pobrecita! Te han hecho más
daño que a mí. Te han estropeado la conciencia.
Silvia. -Tú no razonas de mejor manera.
Ernesto. -No; mi dolor es íntimo y
superior a toda preocupación.
Silvia. -Se conoce. ¡Por eso te vas a
Europa!...
Ernesto. -A olvidar. Allá nada podrá
recordarme...
Silvia. -¿Y esa conciencia? Déjate de
romanticismo y no te contradigas. Yo he puesto las cosas en su lugar. Lo que
nos pierde es que se sepa que ya sabemos, repito. Oye: para decirte la verdad,
en el fondo no he perdido las esperanzas de recuperar el pasado. (Se sienta al
lado ERNESTO.)
Ernesto. -¿Cómo?
Silvia. -Habituándome a la idea de que
nada ha sucedido.
Ernesto. -¿Por qué?
Silvia. -José Antonio tiene mucho
ascendiente con mamá y el día menos pensado le contagia sus extravagancias
igualitarias y se nos presenta con el fardo de su mujer y sus hijos. Entonces
sí; que nos hundimos de veras.
Ernesto. -¡Oh! ¡No lo hará!...
Silvia. -¡Quién sabe!
Escena II
Dichos y
JOSÉ ANTONIO.
José Antonio. -¡Silvia!... ¿Qué le has
hecho a Titi?... Ha llegado hecha una Jeremías de quejas y lamentaciones.
Silvia. -Le dije que era una chismosa.
José Antonio. -¡Oh! ¡Con razón!... ¡Pero
tienes que desagraviarla porque si no te despelleja!...
Silvia. -Pierde cuidado. Tengo en mi
guardarropa muchas cosas para conformala.
José Antonio. -Mamá quiere verte. Ve
enseguida, la salvarás de la lata de Titi.
Silvia. -¡No! ¡No! No me agarra. Es para
hacer las paces.
José Antonio. -No seas mala, Anda.
Silvia. -(Resignada.) ¡Uff!... ¡Dios me
dé paciencia!...
José Antonio. -(Deteniéndola.) ¿Sabes a
cuánto estamos del mes, Silvia?
Silvia. -(Extrañada.) En realidad...
Catorce o quince.
José Antonio. -Catorce.
Silvia. -Bueno ¿Y qué?
José Antonio. -Catorce de noviembre.
¿Nada te dice la fecha?
Silvia. -(Confundida.) ¡Ah!...
José Antonio. -Es su cumpleaños...
Llévale unas flores, siquiera... Le darás una gran alegría a la pobre...
Silvia. -(Conmovida.) ¡Oh, sí!... ¿Ha
dicho algo?
José Antonio. -¡Nada; qué ha de decir!
¡Está resignada a todo!
Silvia. -¡Perdón!... ¡No fue de intento...
Las cortaré yo misma!... (Vase por el jardín.)
Escena III
JOSÉ ANTONIO
y ERNESTO.
José Antonio. -¿Y tú?...
Ernesto. -Aquí estoy.
José Antonio. -¿Decididamente te embarcas
hoy?
Ernesto. -No, el vapor no sale hasta
mañana a primera hora. (Una pausa -JOSÉ ANTONIO se sienta pensativo.)
José Antonio. -¿Ningún argumento podrá
hacerte desistir?
Ernesto. -Ninguno.
José Antonio. -¿Ni aún sabiendo que tu
marcha puede costarle la vida?
Ernesto. -El médico me ha dicho que ya no
hay peligro.
José Antonio. -Ha dicho que la menor
contrariedad moral, bastará para provocar una crisis peligrosa.
Ernesto. -Quedan ustedes para endulzarle
la vida.
José Antonio. -La amargura de tu ausencia
podrá siempre más que nuestro regalo. ¡No la mates!
Ernesto. -No, José Antonio. Tus
argumentos sentimentales aumentarán mi pena; pero no me convencen.
José Antonio. -No es mía la culpa si no
atiendes a otras, si te aferras a una preocupación social.
Ernesto. -No.
José Antonio. -Sí, a una preocupación
estúpida y subalterna.
Ernesto. -Que fue la base de mi moral.
José Antonio. -Nunca la esencia, ni la
finalidad de tu vida para que desesperes y te subordines lo único que llevas
encima; el sentimiento de las energías. Yo he experimentado la misma crisis,
pensaba lo que tú; fui más violento que tú. Pues llegué en mi desesperación
hasta lo indigno; pero salí nuevo de la prueba, dueño de mí mismo, con la
comprensión de la vida depurada, más sano hombre, más fuerte, más apto para
luchar, y ser feliz. Por eso me impuse la misión de reparar...
Ernesto. -Queriendo subvertirlo todo,
yéndote al otro "coté".
José Antonio. -¿Te refieres a mi
casamiento?
Ernesto. -Sí, y a muchos de tus actos.
José Antonio. -Pude haber evitado los
extremos; es cierto, pero mi conciencia estaba saneada ya, e hice lo que no me
habrían permitido hacer tus hermosos prejuicios morales y sociales; reparé, y
bien sabes que no tengo motivos de arrepentimiento. Sólo una pena me perturba a
tal respecto: la de no poder, a causa de esos mismos prejuicios, contribuir a
la paz de nuestra madre con la caricia de mis hijos. Vamos, Ernesto, repónte,
no te exijo un renunciamiento como el mío, de tus creencias, ni de tus
costumbres. Consérvalas, quiero simplemente que respires hondo, que ensanches
un poco ese pecho. ¡Verás cuánto alivia abrir las válvulas del sentimiento
reprimido! Vamos hacia nuestra madre desde el fondo de nuestro corazón, donde
han labrado tanto los años de la vida afectiva.
Ernesto. -No, hermano, no. Todavía no.
¡Tal vez sea mejor la ausencia! ¡Quizá pueda volver curado a reparar como
tú!...
José Antonio. -¿Y si llegas tarde?
Ernesto. -No insistas. ¡No puedo, no
puedo!...
Escena IV
CRIADO,
ROSARIO y TITI.
Criado. -¡Señorito! Vienen del expreso
por su equipaje.
Ernesto. -Voy.
José Antonio. -¿No la verás antes?
Ernesto. -No.
José Antonio. -(Para sí.) ¡Muchacho!
¡Muchacho! (Aparece en la galería Rosario que está convaleciente de una grave
enfermedad apoyándose en el brazo de Titi.) ¡Oh, mamá! ¿Por qué has hecho
semejante cosa?
Rosario. -Me siento muy fuerte.
José Antonio. -(A TITI.) Tú no debiste
permitirlo...
Rosario. -No le digas nada, fui yo,
quería ver el cielo y respirar un rato a gusto entre mis flores. ¡No te enojes!
¡Tanto tiempo entre cuatro paredes!
José Antonio. -Te consiento, pero de ahí
no debes pasar.
Titi. -Eso le digo yo. Estaba empeñada
sin embargo en que había de recorrer el jardín.
Rosario. -Naturalmente.
José Antonio. -Es un desatino, no lo
consiento.
Rosario. -Nadie conoce mejor que yo mi
estado. Estoy mucho más fuerte de lo que sospecha el mismo médico.
José Antonio. -Bien. Te haré ese gusto,
porque el día está muy apacible. No obstante ya verás con el médico. (Le ofrece
su brazo y la conduce hacia el sillón.) Ocuparás el trono de abuelita.
Rosario. -¡Qué hermoso está mi jazmín!
¡Qué hermoso!
Titi. -Parece de nieve ¿verdad? Recuerdo
cuando lo plantaste.
Rosario. -¡Yo lo planté!
Titi. -Hace muchos años... a poco de
nacer Silvia.
Rosario. -Eso es.
José Antonio. -(A TITI.) No digas
entonces que hace muchos años que si la chica te oye...
Titi. -¡Qué lástima, no se ofenda!... Lo
que es yo a esa atrevida no le hablaré una palabra más.
Rosario. -No le guardes rencor. Bien
sabes que jamás habla en serio.
Titi. -¡Te parece!... Es más avispada y
pizpireta de lo que piensan.
Rosario. -¿Por qué riñeron? Cuéntame.
Titi. -Me dijo, como te conté, que era
una lengua larga.
Rosario. -Por alguna causa habrá sido.
Titi. -Ninguna. Figúrate que me cree
capaz de contar ciertas cosas...
Rosario. -¿Qué cosas?
José Antonio. -Mamá, estarías más a gusto
con un almohadón en la espalda...
Rosario. -Estoy muy cómoda.
José Antonio. -¿Quieres traerle Titi?
Perdona que...
Titi. -(Yendo en busca de lo pedido.)
¡Oh, con mucho gusto!...
Rosario. -Ven, José Antonio. Siéntate a
mi lado. Tu debías estar en tu casa, y por mí... quién sabe cuantas cosas has
abandonado.
José Antonio. -¡Ninguna, y aún cuando así
fuera!... He llevado a abuelita hoy. (Yendo al encuentro de TITI, que trae el
almohadón.) ¡Imprudente!...
Titi. -Queda tranquilo.
José Antonio. -A ver, mamá. Podremos
estar así... ¡Ajá!
Rosario. -Gracias.
Titi. -Rosario, si no me precisas hoy que
te hallas tan bien, haré una escapadita hasta casa. Voy y vuelvo.
Rosario. -Sí, hija, sí...
Titi. -Hasta luego.
Escena V
Dichos,
menos TITI.
Rosario. -¿No quieres sentarte junto a
mí?... Ven, estamos solos. Quiero decirte una cosa.
José Antonio. -¡Oh, no!... Si es para
recordar asuntos desagradables no cuentes conmigo.
Rosario. -No es eso. Siéntate más
cerca... Así. ¿Sabes lo que me figuraba hace un momento? Es en el fondo una
tontería... Una alucinación de mi mente enferma... No te rías. Me figuraba que
te habías vuelto niño... De ocho o diez años. Que estábamos en el jardín como
en aquellos tiempos... Y me asaltó un deseo vehementísimo de tenerte junto a
mí, apoyada la cabeza en mi falda, enrulándote los cabellos con mis dedos...
José Antonio. -(Sentándose a sus pies.)
Así mamá.
Rosario. -¡Oh! ¡Gracias! ¡Así, así! (Le
besa la frente con ternura.)
Escena VI
Dichos y
SILVIA.
Silvia. -¡Lo he sorprendido!... ¡Qué
vergüenza!... ¡José Antonio! ¡Qué vergüenza Pepito!...
José Antonio. -(Riendo.) ¡Has sentido
celos!...
Silvia. -¡Ya lo creo! Yo venía toda
regocijada a sorprenderla con mi regalo y me hallo con que mi puesto estaba
ocupado... ¿Y por quién? ¡Tamaño gandul disputándome ternuras que ya sólo eran
mías! Señora: Aquí tiene usted mi regalo y un beso nada más en castigo...
Rosario. -(Después de besarla.) ¡Oh! ¡Qué
lindo ramo!
Silvia. -¡Ah! Y que lo cumplas muy feliz,
y que vivas muchos años y... todo lo demás...
Rosario. -¿Cómo?
Silvia. -¡Hazte la desentendida!
Rosario. -¿De modo que se han acordado?
Silvia. -¡Ya lo creo!
Rosario. -¡Oh! ¡Qué buenos! ¡Qué buenos!
José Antonio. -Mamá ¿A qué vienen esas
lágrimas?
Rosario. -¡Qué buenos!
Silvia. -Nada hacemos de
extraordinario... Todos los años...
Rosario. -¡Ahora todo tiene un
significado distinto!...
José Antonio. -Nada ha variado, ¿verdad,
Silvia?
Silvia. -¡Nada!
Escena VII
CRIADA.
Criada. -Señor: La señora mayor desea
hablarle.
José Antonio. -¿Abuelita? Es bien raro.
¿Qué habrá pasado?
Rosario. -¡Oh! Alguna desgracia quizás...
¡Corre hijo, corre!... ¡Dios quiera que nada haya ocurrido!...
José Antonio. -Sin embargo no sería ella
quien...
Rosario. -¡Ve, ve, en seguida!... (Mutis
de JOSÉ ANTONIO y la sirvienta.) Ta1 vez alguno de tus hijos. No quisiera
pensarlo...
Silvia. -Tiene razón José Antonio. No
habría venido ella a avisar. No te inquietes. Apostaría a que trata de una
travesura de Mameca... ¿Qué crees?... Todavía gasta buen humor. ¡Ay, Dios mío!
¿No te dije? ¡Observa eso!
Escena VIII
Aparecen
JOSÉ ANTONIO, MAMECA y dos niños, varón y mujer de 4 y 6 años.
Rosario. -¡Sus hijos!...
Mameca. -Si se portan mal verán como los
arreglo. Ven, allí está... Allí está la otra abuelita. Corran a saludarla.
Rosario. -(Profundamente emocionada, besa
a los niños que han corrido hacia ella.) ¡Hijitos!... ¡Hijitos!... ¡Qué
hermosos! ¡Qué hermosos!... ¡Oh, es demasiada alegría!...
Escena IX
Dichos y
JOSÉ ANTONIO
Mameca. -(A JOSÉ ANTONIO que contempla el
grupo regocijado.) ¡Ves! ¡Yo sabía que esto iba a suceder! ¡Por eso se los robé
a la madre!... Ella temía dejarme venir sola, pero el cochero es de toda
confianza... ¡Mucho antes debió pasar esto, mucho antes!
Rosario. -¿Y, mamá, hijitos? ¿Está buena,
está bien? ¿Verdad Silvia que son una ricura?...
Silvia. -Sí, son lindos.
Mameca. -Toma, Rosario. Tu nuera te manda
estas otras flores...
Rosario. -¡Oh! ¡Cuántas! ¡Gracias!
¡Gracias!...
Niño. -(A voces.) ¿Y no las compraste tú
abuelita, en la floristería?
Mameca. -¡Por encargo de ella,
atrevido!...
José Antonio. -(A MAMECA.) ¡Le han
quitado su trono, señora!...
Mameca. -¡Ah, sí! Pero yo estoy bien en
cualquier parte... ¡Dáme una silla!... ¡Hoy me siento más fuerte! Cuidado niños
con mis puntillas... esos palitos no son para jugar.
José Antonio. -(Poniéndole una silla.)
¡Tome usted asiento!...
Mameca. -¡Gracias! ¡Ajá!... ¡Así!...
Silvia, alcanzame el coussin. No sea cosa que esos bandidos me hagan un
estropicio...
Silvia. -(Llevándoselo.) ¡Aquí lo tiene,
señora!...
Mameca. -¡Ajá! ¡Así! (Arreglando los
hilos del encaje). Ahora sí que voy a trabajar tranquila. Le hemos puesto una
tabla más a la mesa. Pronto, si Dios quiere, la agrandaremos del todo!...
¡Mira, mira, mira! ¡Ayer me decías que había hecho mal ese nudo, me lo hiciste
tan bien que ahora tengo que deshacer todos los puntos!...
Silvia. -Le digo que no. Usted ya no
ve... Es así...
José Antonio. -Bueno, jovencitos. Dejen
en paz a su abuela y váyanse a corretear por ahí!...
Rosario. -No, déjamelos. ¡Me hacen tan
dichosa!...
José Antonio. -Habrá tiempo. Ahora es
preciso que pienses en reponerte... ¿Has tomado alimento?
Rosario. -No necesito. ¡Me siento tan
fortificada!... (Besa a los niños que se alejan.)
Mameca. -(Viéndolos salir.) Cuidado con
las plantas ¿Eh?... (Continuando la tarea.) ¡Bien, déjeme. Ahora puedo
seguir!... Por qué no vas con los chicos ¿no te gustan?
Silvia. -¡Sí, señora!...
Mameca. -¡Pensé que no! No he visto que
los hayas acariciado. (SILVIA se va por el jardín.)
Rosario. -(A JOSÉ ANTONIO.) ¿Sabes?
Cuando yo te reprochaba el alejamiento de tu familia, era que tenía celos de tu
dicha... Siempre aguardando una indicación tuya para decirte: ¡Quiero verlos,
traelos!... Y tú... ¡Siempre mudo!... ¡Yo sabía que eran hermosos, que eran
buenos, por la abuelita!
José Antonio. -Mi mayor deseo hubiera
sido traértelos, pero...
Rosario. -No supe comprender tu delicadeza.
¿Quieres hacerme otro regalo en este día, en este mi día?
José Antonio. -Di.
Rosario. -Podríamos comer juntos esta
noche... Todos... Es decir... (Con tristeza.) Los que quieran, los que puedan
venir...
José Antonio. -Mira que tu sola
voluntad...
Rosario. -Es cierto. Llama a Silvia.
¿Quieres?
José Antonio. -(A voces.) ¡Silvia!...
Silvia. -¿Qué hay?
Rosario. -He resuelto celebrar mi día con
una fiesta de familia.
Silvia. -Tú no estás para fiestas.
Rosario. -Quiero decir que desearía ver
esta noche en la mesa a todos los miembros de la familia. ¿Habrá algún
inconveniente hija mía?...
Silvia. -¡Oh, mamá!... ¡Usted es muy
dueña!...
Rosario. -Quiero saber si recibirías con
alegría esta determinación.
Silvia. -¿Por qué no?
José Antonio. -¿Con sincera alegría?
Mameca. -Silvia ¿qué estaban ustedes
conspirando?...
Silvia. -Mamá ha resuelto que esta noche
se agrande del todo la mesa. ¡Está contenta!...
Mameca. -¿Es cierto José Antonio? Esta
muchacha es tan embustera que nada le creo.
José Antonio. -Cierto. (Aparte a SILVIA.)
¡Silvia, Silvia; ten cuidado!
Mameca. -De modo que estaremos todos...
Sí todos. (Pasa por el jardín un individuo con el equipaje de ERNESTO.) ¿Qué
llevan ahí?
José Antonio. -El equipaje de Ernesto que
se embarca.
Mameca. -Es cierto, no me acordaba.
¡Pero, Señor, señor, que nunca ha de estar completa la mesa!...
José Antonio. -No se aflija. Ya volverá.
Rosario. -¿Lo crees, hijo mío?...
José Antonio. -Estoy seguro. (SILVIA se
aleja. Llora silenciosamente ocultándose a las miradas.)
Niños. -(Los chicos vuelven, corriendo
con flores y ramos malamente arreglados.) ¡Para ti, abuelita, y estas
también!...
Rosario. -¡Oh! ¡Son muchas! Demasiadas flores.
Telón