MANUEL BILBAO
EL PIRATA DEL HUAYAS
Primera
parte
- I -
¡Bella es la naturaleza que se ostenta en
las márgenes del Huayas!
Cielo despejado, teñido de fuego en el
horizonte por los rayos abrasadores de un sol africano.
La luz se presenta sin anunciarse por la
aurora que aparece en las regiones apartadas de los trópicos.
La débil claridad que precede al día,
abre el curso a las fatigas del calor, cuyo trono se alza majestuoso a las
orillas de un caudaloso río, que dio nombre al pueblo que baña con su
corriente.
Bosques inmensos delinean sus riberas,
presentando graderías de arboledas enormes que competen la elevación y
frondosidad.
Una isla cortada al oriente, por el
caudaloso río, y al poniente, por un brazo estrecho de mar, sirve de asiento a
la ciudad.
Cuando el sol declina, el lado opuesto al
ocaso presenta la cadena serpenteada de los Andes que, abatiéndose al Noroeste,
deja encumbrarse la elevada mole del Chimborazo, cuya aparición por encima de
las nubes, disputa el imperio de los aires a esos vapores que le sirven de
ropaje, cual si fuera un gigante de la Eternidad.
- II -
El buque que conduce al viajero al pueblo
de Guayaquil principia a internarse desde la extensa isla de Puná.
Esta isla sirve de costa a una parte del
Océano y de puerta a las corrientes del Guayas, que se deslizan por grandes
brazos, envolviendo en su curso los árboles y pastos que arrastra con sus
corrientes, desde su nacimiento.
Cada brazo es la faja de una isla inculta
y virgen, donde se aposenta el lagarto monstruoso, la culebra venenosa, el
reptil mortífero y el criadero del desesperante mosquito.
Un lodo espeso, cubierto por enredaderas
y árboles siempre verdes, ocultan aquel piso peligroso que invita a pisarlo a
causa del atractivo producido por ese manto de vida que engaña a la vista.
Catorce millas se interna el buque por
entre esas calles de frescura para la imaginación y de ardor en la realidad.
Parece aquello un sarcasmo dilatado,
donde el calor agobia el cuerpo y la vista se recrea.
A medida que esas catorce leguas van
desapareciendo, el aire templado que corría va agotándose; principia a
respirarse con dificultad; una traspiración sofocante asalta y el mosquito se
encarga de festejar al recién llegado.
Cae el ancla, y Guayaquil está a la
vista.
- III -
Se salta en tierra.
Unos palos de balsa flotantes, que suben
y bajan a merced de la marea, son el muelle que sale del malecón.
El malecón es una calle ancha y extensa
que forma el frontis de la ciudad, adornada por casas elevadas sobre arcos de
madera.
Calle hermosa que corre a lo largo del
pueblo, presentando a un lado los edificios al otro el río.
Aquel es el paseo.
A cada cien varas se encuentran las
desembocaduras de las calles que cortan la población.
Las veredas están cubiertas por galerías.
El centro de cada calle es un pantano
cuyas aguas dejan un lodo verde que se corrompe con el calor, siempre
dominante.
Cierta fetidez exhalada por esos
depósitos, anuncia de pronto la causa de las frecuentes epidemias y explica la
palidez enfermiza de los habitantes.
Desde luego se echa de menos el bullicio
de los pueblos y el ruido de las ciudades.
No hay rodados, y la gente permanece
encerrada en sus casas.
- IV -
Las lluvias han pasado.
Se anuncia la entrada del verano para
Junio.
Llega la deseada estación y la
temperatura cambia.
El terreno se seca y al amanecer y por la
noche se siente una agradable brisa que consuela la laxitud del cuerpo,
producida por el calor del día.
Los mosquitos disminuyen; no se dejan
sentir con la rabia que despliegan en el tiempo de las aguas.
Entonces el malecón se cambia en un
terral y da lugar a ser ocupado por los hombres. La mujer no se digna
concurrir; sería un acontecimiento revolucionario que una pollera se pasease.
Tras los espesos toldos de los balcones
se divisa con dificultad a la virgen y no virgen que se mece en el lecho de
todas las condiciones, llamado hamaca.
Allí esperan la noche para dejarse ver de
las estrellas.
En esas tardes es preferible renunciar al
paseo y pasar a la sábana que sirve de espalda a la población, teniendo por
límite un estero navegable y cuyo horizonte es cortado por una baja colina.
¡Allí se puede respirar con más
libertad!...
Cae el sol y en su séquito se levanta un
horizonte de fuego.
Creería verse el incendio de las entrañas
del mundo, amenazando cubrir la mitad del globo que dejaba de alumbrar el astro
a quien los Incas adoraban como al representante de Dios.
Los católicos en el delirio de sus
creencias, se figurarían ver en ese incendio la mansión de los condenados.
La noche entra sin anunciarse por el
crepúsculo.
- V -
Entra la noche y la oscuridad se presenta
para aumentar la tristeza del hombre.
Las casas entregadas al silencio de la
inacción.
La juventud se ahuyenta, y los bellos
grupos de muchachas, se ven condenadas a perder en la soledad el esplendor de
la infancia.
Las familias, espejos de una virtud y de
un arte seductor, corren tras los años marchitando la savia de una maternidad
sin porvenir, sin recibir el espíritu que vivifica el corazón y sin pasiones
que las eleve a la creación de un mundo nuevo.
A la asociación ha sucedido el
aislamiento, ¡fruto amargo cosechado de los disturbios políticos que por largo
tiempo destrozaron a aquella república!
Allí todo se critica para impedir que se
haga algo.
El imposible reina.
¡Desgraciada juventud que se ha revestido
de la exterioridad cartuja!
- VI -
En tal pueblo y en tal sociedad se notaba
a principios de 1852, una alarma que sacaba a sus habitantes del estado normal
en que se encontraban.
Se les había anunciado la proximidad de
una invasión extranjera, capitaneada por el caudillo General Juan José Flores.
Las noticias que allí llegaban pintaban a
los expedicionarios con colores alarmantes.
Se decía, que una escuadra aparecería
para atacar la ciudad, compuesta de mil y más hombres recolectados en la clase
perdida de los pueblos americanos, y de los emigrados extranjeros que
aventuraban su vida en busca de fortuna.
Que tal colección de bandidos entraría
saqueando y arrebatando la virtud a las hijas de familia; que la población
sería destruida, sino por el cañón, por el desenfreno de las tropas que
carecían de moral.
A los males inmediatos de la invasión, se
agregaba el horror que sentían los hijos del Guayas, pensando en las
consecuencias de un triunfo del general Flores; porque a su nombre asociaban el
recuerdo de quince años de degradaciones y humillación, fuera del luto de
centenares de familias de los que habían perecido combatiendo denodadamente en
Miñarica, Seis de Marzo y la Elvira; y también en los patíbulos.
Por otra parte, consideraban a ese
caudillo, una vez que se entronizase, como a un hombre que esparciría el terror
y acallaría el mandato de las leyes, y de las garantías individuales.
Le miraban con espanto por el pasado de
su administración, y con terror por el carácter de conquistador que investía en
aquel momento. Era visto, como el Bobes que sobresalió en la cruda guerra a
muerte que asoló a Venezuela en los tiempos heroicos de la emancipación Colombiana.
Se temía, pues, por la vida y por el
porvenir, temor que se revelaba en el grito de invocación que se hacia al
patriotismo del pueblo, presentando ante sus ojos, la imagen sagrada de la
Libertad. El pueblo escuchaba con toda la verdad que se siente en las épocas
aciagas, ese eco de valor y abnegación, aún cuando sea lanzado por déspotas que
especulen con los sentimientos innatos del hombre; pero que ofusca y forma
guerreros para morir ante los altares de la patria, vivando la gloria y rechazando
al tirano.
Los partidos se habían unido bajo el
estandarte de la independencia ecuatoriana, y unos pocos hijos extraviados
sentían la alegría en el corazón, sin darse cuenta que se jugaba en aquel amago
la honra del país.
Los ecuatorianos veían en Flores al
primer capitán del siglo, y a los jefes que le acompañaban, dignos de la gloria
que se adquiere por el valor.
- VII -
Con semejantes antecedentes, el temor del
pueblo crecía al extremo de considerar perdido el puerto principal de la
República, por cuanto el ejército de línea se hallaba en Quito, sin poder
acudir a la costa, en razón de la incomunicación del camino originada por las
lluvias.
La plaza apenas contaba con 500 hombres
para su guarda.
Para reparar ese temor justo que se
sentía, la prensa lanzaba papeles incendiarios, desafiando a los
expedicionarios, y las mismas bellezas parecían ofrecerse en holocausto para un
caso extremo. De tal decisión había resultado el alistamiento de la juventud en
las filas de los defensores, para combatir al frente de sus amores y por la
salvación común.
En una situación como esta se encontraba
Guayaquil, cuando se supo la salida de la expedición floreana y su arribada a
la isla de Lobos.
Es concebible el efecto que haría esta
noticia y el espanto que produciría, al pensarse que en cuatro días podría
presentarse en las aguas del río; mas ese espanto nacido de un justo motivo,
fue para otros el renacimiento de una esperanza que daba lugar a planes
terribles.
Era la ocasión que se aprovechaba por
ocho individuos, para combatir a la expedición y a los defensores del país. Una
tercera entidad que se presentaba con el carácter del Pirata.
- VIII -
¿Quién era el pirata? ¿De donde venía?
La noticia de la expedición Flores era un
hecho tan notorio, que solo se ponía en duda por los que la armaban, siendo que
en el archipiélago de Galápagos, donde algunos balleneros arribaban para
proveerse de tortugas y agua, y en dónde se encuentra el silencio del desierto,
se llegó a saber por ocho hombres que estaban alejados de las ciudades del
Ecuador.
En una de las islas de ese archipiélago;
se encontraban ocho individuos que los tribunales de justicia habían condenado
a algunos años de residencia en aquel punto.
Los jueces estaban en la idea, de que el criminal es un ser perdido a
quien la pena debe curar sin otro propósito que el castigo.
Por tal razón habían creído conveniente
destinar una de esas islas para depósito de criminales, a fin de que allí, careciendo
de goces, de recursos y apartados de la sociedad, expiasen su pasado en el
silencio y en la desesperación, habitando una tierra salvaje, de donde era
difícil salir.
Con tal providencia creían vindicada la
sociedad, reparado el delincuente y satisfecha la ley.
El código criminal estatuía esas reglas
de barbarie y a la vez otras que aún imperan como un monumento de la
degradación humana, a causa de una indolencia reprochable por un olvido
siniestro de los gobiernos, por falta de luces para inquirir las reformas
sociales; y más que todo, por ese espíritu servil que encadena la carrera de la
civilización a la ciega obediencia y a la conservación ridícula de cuanto se
nos legó por la conquista.
Los congresos se habían abstenido de atender
la reforma criminal, y los jueces apoyaban sus conciencias en la letra de ley,
aun cuando la ley fuese el cadalso del honor.
No comprendían que la legislación penal
debe tener por base la vindicación de la sociedad por medio del castigo y la
rehabilitación del delincuente a la vez.
Tenían la creencia de considerar al
criminal como a un enemigo monstruoso que dejaba de ser hombre para siempre.
De ahí nacía el odio apagando la
compasión; el castigo desterrando de la asociación al extraviado, perdiéndole y
formando un réprobo perpetuo al que podía haber vuelto a ser un ciudadano útil.
La experiencia no les convencía, de que
los fenómenos criminales, los criminales famosos habían salido no del seno de
la sociedad, sino del seno de las cárceles, del corazón de los presidios;
escuelas permanentes en donde el alma se acostumbra al alma de los que le
rodean; el corazón se endurece y pierde la sensibilidad del sentimiento, la
inteligencia estudia el perfeccionamiento del crimen, y en donde se acostumbra
a amar el mal y a combatir la sociedad que los ha expulsado de su seno y les ha
marcado con la infamia.
El respeto al espíritu conservador que
por tantos años ha detenido el desarrollo moral y material de estos países, con
detrimento de las ideas republicanas y de las riquezas naturales, al extremo de
poner en duda el porvenir independiente y libre a que la revolución americana
nos condujo; ese respeto funesto por lo establecido, que nos ha originado
revoluciones y trastornos poco fructuosos, impedían se conociesen verdades como
las que hemos expuesto; y aun conociéndose, preferían los legatarios del
retroceso, seguir en la senda ya andada, sea por temor a innovar lo que las
leyes estúpidas y atrasadas habían prescrito, sea por la ignorancia de los
hombres, que regularmente han ocupado los destinos directivos de estas
Repúblicas, con ofensa de las luces y con descrédito del sistema
representativo.
De tales convicciones había resultado la
traslación de esos ocho hombres, que residían en Galápagos y acababan de saber
la nueva de una guerra en su patria, por conducto del gobernador del
archipiélago, un señor Mena.
- IX -
El archipiélago de Galápagos se compone
de diez y ocho islas situadas en la latitud de la línea equinoccial y como a
quinientas o seiscientas millas de la costa.
Tres son las principales.
La más extensa que mide cerca de cuarenta
leguas a la redonda y que se encuentra al Oeste de las otras, se llama
Albemarck.
Una selva virgen cubre su superficie.
Montes elevados nacen del centro que está
poblado por árboles corpulentos.
Sus costas están guarnecidas de rocas
escarpadas donde azota con estrépito el mar.
Es en esta isla donde se encuentra la
tortuga en abundancia.
Hacia el lado Norte de Albemark está la
segunda, tres veces más pequeña que la anterior y que nada ofrece de notable.
Hacia el Noroeste de esta última está la
tercera, conocida antiguamente con el nombre de San Carlos y posteriormente con
el de Floriana.
La
Floriana presenta una triste perspectiva:
Un conjunto de volcanes apagados.
La existencia del archipiélago parece no
contar muchos siglos, al juzgársele por la multitud de bajos que hay al
acercarse, la poca antigüedad de los árboles, y la conservación de las cenizas
que yacen cubriendo la superficie del suelo de esta última isla.
Parecen esas islas nacidas de erupciones
volcánicas submarinas.
En la tercera isla que indicamos, se
encuentran unas doce habitaciones rústicas, situadas sobre la plataforma de un
grupo de montañas, a la cual se llega en una hora de marcha desde la costa.
Allí se encuentra una fuente de agua dulce.
En este sitio árido y melancólico,
apartado de toda comunicación con el resto del mundo; donde las lluvias caen
con la fuerza del granizo, los vientos soplan con la violencia del huracán;
donde de día el calor despliega su fuerza abrumadora y de noche el aire esparce
un frío penetrante; donde el alimento es escaso, dificultoso y miserable, y
donde no se oye otro ruido que el estallido de las olas y el bramar de los
huracanes; en este desierto, poblado de insectos y de miseria, se encontraba el
lugar que las autoridades habían destinado para presidio de los criminales del
Ecuador.
Cuando en 1848, el piloto Fulton, de la
goleta Rosita que viajaba para California, se fugó dejando en tierra a los
viajeros, Don Ernesto Charton (uno de ellos), dice que en ese entonces eran
cincuenta los reos que allí vivían y entre ellos una joven arrojada allí por
los tribunales para su enmienda.
Mas en la época a que nos referimos en
este trabajo, la isla tenía ocho criminales, el Gobernador y cuatro hombres más
que le acompañaban en sus labores.
Estos últimos vivían a orillas de la
playa en donde paraban muy poco, ocupados como estaban en beneficiar galápagos,
pescar langostas y bacalao que allí hay en abundancia.
Para hacer estas operaciones, se
embarcaban en la única balandra que había y en ella se trasladaban a Albemark o
bien permanecían en el mar.
El producto de estos trabajos se expendía
a los balleneros o lo remitían a Guayaquil cuando aparecían embarcaciones.
Los presos tenían que mantenerse con lo
que se buscaban ellos mismos, y sobre todo con patatas que extraían de la
tierra.
El fuego se lo proporcionaban encendiendo
troncos débiles que con solo remecerlos caían.
Sin otra ocupación que aquella y sin más
esperanza que la de aguardar el término señalado en las sentencias, los
criminales vivían como viven los animales.
Maldecían y acostumbraban sus almas al desprecio de la vida y al
odio de la humanidad.
Fugar era imposible, no había en qué, ni
sabían a donde ir.
- X -
Tal era la situación de los ocho reos,
cuando el Gobernador les participó la noticia de la Guerra del Ecuador.
Esta noticia se las dio al embarcarse en
su balandra para ir a las ocupaciones que conocemos.
Había pasado algún tiempo desde que se
había separado este, cuando uno de los ocho reos, llamado Bruno Arce, dijo a
sus compañeros que se encontraban sentados en la playa:
-¿Han oído ustedes al Gobernador?
-¿De que hay guerra en Guayaquil? -dijo
el mas joven de ellos, a quien llamaban Galeote.
-Sí, eso mismo -replicó Bruno con
semblante animado que contrastaba con la indolencia brutal de los otros-; eso
mismo.
-¿Y qué nos importa esa guerra? -objetó
un otro, que tenía la cara cubierta de una larga patilla mezclada con el
cabello desaliñado que caía en mechones sobre su frente y el cuello, por cuya
razón le llamaban el Oso.
-Tiene mucho -contestó Bruno-, importa
nuestra libertad quizá.
-Explícate, explícate -le replicaron
todos con cierta exigencia que más bien parecía burla que otra cosa.
-Me admira que se muestren así -les dijo
Bruno formalizando la expresión de su semblante-. ¿No acaban de oír que hay
guerra en el Ecuador, y no ven ustedes que si la paz continuase tendríamos que
estar aquí seis u ocho años más, al pasar que ahora se han cumplido nuestras
condenas?
-Haces bien en admirarte -le contestó el
Oso con cierto aire de burla-; ¡que tal! ¿No has pensado hombre de Dios que
estamos en medio del mar sin poder salir aún cuando el mundo arda? Habrá guerra
y cuanto quieras que haya, pero todo pasará y aquí mismo tendremos que saber que
ha concluido.
Diciendo el Oso estas palabras que
interpretaban el pensamiento de sus compañeros, soltó una carcajada de pifia y
de despecho, y echó a andar hacia uno de los ranchos en que vivían.
Bruno tomando por una injuria el modo
brusco y sarcástico del Oso, echó mano a su puñal, y amenazándolo le gritó:
-Si eres capaz de reírte de mí, ven a
probarme que no eres cobarde.
El Oso que seguía su camino riendo, creyó
que el reto de Bruno era una chanza, y en vez de pararse continuó la burla con
mayor descaro.
Bruno aumentó también su rabia y volvió a
provocar al que parecía desairarle.
A este desafío repetido, el Oso se detuvo
herido por el insulto.
Lanzó sobre su adversario miradas de
fuego y se alistó para lanzarse contra el que le había llamado cobarde; ultraje
que entre ellos equivalía al mayor agravio que podía hacérseles.
-¿Hablas de veras? -le interrogó el Oso
con rabia manifiesta.
-Sí -le respondió Bruno con energía-; de
veras.
-Desdícete, porque de lo contrario te
destripo -le repuso el Oso, haciendo brillar en la derecha un agudo puñal, y
envolviendo en la izquierda un rito sucio, como si fuese un escudo para barajar
los golpes de su contrario.
-Si me desdijera, sería yo quien debiera
llamarme como te he llamado -replicó Bruno a tiempo que se precipitaba de un
salto sobre su adversario, procurando pasarlo con el puñal.
El Oso paró el golpe con el escudo
improvisado, y dando un sacudón con la cabeza, echó los cabellos hacia atrás y
correspondió el ataque, que Bruno eludió dando un salto a retaguardia.
A este tiempo, los compañeros se
interpusieron, y con gran trabajo, separaron aquellas furias que parecían en su
elemento sediento uno de otro por beberse la sangre.
-No hay que matarse camaradas -les dijo
Galeote, que era chileno y quien a usanza de su país, les había enseñado a
combatir con el puñal del modo que acaba de describirse-. No hay que matarse,
el asunto es una bufonada. Somos hermanos de desgracia, reconcíliense.
Una mirada de hiena se dirigieron los
contendientes al verse separados.
-Los dos tienen razón -agregó otro de los
reos procurando apaciguarlos-; pero no para pelear. El Oso se ha reído de las
esperanzas de Bruno. Pienso que no hay para qué acalorarse, pues Bruno no ha
hecho más que comenzar su idea; quién sabe cuál sea su plan. Opino porque se
suspenda el pleito hasta que conozcamos si lo que dice el Oso es mejor que lo
que tiene que decir el otro.
-Dices bien -dijo Bruno-, tenía un plan
que el Oso me ha impedido explicar con su insulto.
-Si no tuve razón en lo que dije -objetó
el contrario-, me desdigo de lo hablado; pero si no, volveré a reír.
-Te reirás -añadió el del plan-, cuando
me mates.
-¿Ya volvemos? -interrumpió Galeote-, ¿ya
volvemos a las mismas? Así no avanzamos. Si quieren pelear, tiempo les sobra,
pero antes sepamos el plan.
-Sí, sí, que nos cuente el plan antes de
volver a pelear y después que hagan lo que quieran -dijeron todos.
-¿Y después nos dejan pelear? -objetó
Bruno.
-Palabra de hombre -contestaron los
camaradas.
-Pues bien, voy a exponerlo, y que
escuche el Oso para que vea lo que tiene que hacer.
-Listo, lo dicho, dicho -repuso el Oso;
pero vámonos a los ranchos porque la noche entra.
-Aprobado -respondieron todos,
dirigiéndose a los ranchos que cobijaban a los reos.
- XI -
Estos ranchos eran de pequeñas
dimensiones, habitado cada cual por uno de los presos.
No tenían más que un piso del cual se
elevaba la armazón, apoyada por troncos sin pulir y tejidos sus techos y
paredes por juncos marinos.
El suelo era el mismo de la isla,
desparejo y volcánico.
En la habitación que acababan de ocuparse
veían algunos pellejos, mantas tiradas y ropa andrajosa.
Hacia un rincón se divisaba una pipa con
agua y algunos mariscos que servían de alimento.
Cántaros y ollas de barro se encontraban
en el centro de la pieza, rodeando un montón de ceniza, donde ardía un poco de
fuego.
Este era el ajuar de los deportados.
Cuando hubieron llegado a la pieza,
después de la escena que acababa de pasar, uno de los compañeros arrimó algunos
leños al fuego y levantó una llama que alumbró la habitación.
Luego se sentaron al rededor de esa hoguera
y allí se dispusieron a oír y discutir el plan de Bruno.
Al frente de la puerta se colocó el Oso,
hombre de cuarenta años de edad, de facciones groseras y cuya cara ennegrecida
por la intemperie y la falta de aseo, apenas dejaba entrever por en medio de
los pelos que le caían sobre la frente, el ojo encendido y la nariz aplastada
de una fisonomía siniestra. Vestía una camisa amarilla de lana, y sobre ella
cargaba el rito gris que le servía de capa y de escudo. El pie desnudo y
abierto, se manifestaba en toda la deformidad de su hechura, por el pantalón
corto de bayeta azul que sostenía con una faja descolorida en donde guardaba su
compañero de infancia, el cuchillo.
Aquel hombre era bajo de estatura,
abultado en carnes y de una musculatura acentuada y dura como el fierro.
A la derecha de este se encontraba
Augusto Barra, de facciones desencajadas por el hundimiento de las mejillas.
Era de treinta y cinco años, y en la
tristeza de la mirada se dejaba entrever algo de melancólico y de desesperante.
Hablaba poco y regularmente se entretenía
en abrir galápagos que conseguía, para comer esa carne asada en la concha del
animal.
Cuando se expresaba en medio de los
amigos, sus palabras eran quejas, y sus deseos venganzas. Tenía antecedentes
que explicaban ese carácter.
Seguía de este joven, Galeote, chileno de
22 años de edad, que acariciaban sus compañeros como al hilo de su experiencia.
El muchacho era delgado y robusto, nariz
aguileña y vista despejada, notándose la vivacidad de la pupila del ojo que no
se detenía en objeto alguno. Una camisa rosada y sucia, entrada en el pantalón
de lona, salpicado por el lodo, cubría aquel cuerpo viril que se educaba al
lado de maestros tales como el Oso.
A su lado se hallaba Bruno, el del
desafío; hombre de estatura regular, de cuerpo seco y de fisonomía distinguida.
La tez de un color que tendía al bronce, inalterable a los ardores del sol, al
soplo de los vientos y a la humedad de las lluvias. Frente estrecha y alta, coronada
por un cabello fino y negro como el azabache que caía en ondas ensortijadas
sobre el cuello. Mejillas anchas, pobladas de una patilla espesa y oscura que
daban realce al perfil de la nariz. Ojos azules y pequeños, risueños de
costumbre, y duros en el sufrimiento.
Cuando la rabia le asaltaba, un tinte de
sangre asomaba al rededor de la pupila que le presentaba feroz.
Cuidaba de su persona, y ese cuidado
anunciaba que el hombre esperaba volver a la vida social. Usaba chaqueta y
pantalón de paño verde, ceñida al cuerpo. Camisa colorada que embellecía el
conjunto varonil de su físico.
A continuación se encontraban tres
mulatos altos y musculosos que reían con frecuencia, mostrando una fila de
dientes esmaltados y parejos.
Eran hombres de 30 a 40 años. Y el octavo
que cerraba el círculo, era Juan Calzada, de aspecto repugnante y de un pasado
asqueroso, que se revelaba en la ancha boca que remataba en mejillas huesosas y
pronunciadas.
Le apellidaban el Sapo.
Todos llevaban vestidos diferentes, y la
única prenda que tenían parecida, era una cuchilla de más de cuarta de largo,
metida en una vaina de suela que guardaban en la cintura, atada por una faja o
cuerda.
Cuando estuvieron sentados al rededor de
aquella llama, que los presentaba coloreados, y brillantes, Bruno tomó la
palabra para expresar el plan que había concebido, con el objeto de salir de
aquel estado: Si el plan era aprobado por la mayoría, el desafío con el Oso no
tenía lugar, y si no, debía efectuarse.
Por esta razón y por el anhelo que cada cual manifestaba de conseguir su
libertad, es concebible la seriedad y atención con que todos se pusieron a oír
a Bruno.
- XII -
-Decía, compañeros -dijo Bruno-, que la
guerra de Flores con el Ecuador, había dado fin a nuestra prisión; porque en
donde hay guerra, todos mandan y la autoridad no puede ocuparse sino de
aquellos que tienen las armas.
-Hasta aquí dices bien -le interrumpió el
Oso-; la guerra es el festín de los que nada tienen que perder.
-¡Y qué festín! Mi querido -añadió
Calzada abriendo su ancha boca que presentaba unos dientes todos amarillosos-;
un festín en que el que no quiere no roba ni mata. Allí la pagan los enemigos.
¡Oh! Si yo estuviese, aprovecharía de la ocasión para matar al que me tomó
preso.
-No pudiendo los del Ecuador -continuó
Bruno que había sido interrumpido por los anteriores, salir del río, es claro
que nosotros no estamos bajo su poder y no estándolo, es también claro que
nadie nos manda y estamos libres. ¿No es verdad?
-¿Y el gobernador? -objetó Galiote-; ¿No
nos manda?
Nos manda -contestó Bruno-, si nosotros
lo queremos.
-¿Cómo si nosotros lo queremos? -dijo uno
de los zambos, con un aire estúpido de duda. Explícate.
-Nada más fácil de explicar -respondió
Bruno-. El gobierno nos manda y nosotros le obedecemos, no por temor a los
cuatro hombres que acompañan al gobernador sino porque si alguna vez le
hubiésemos atacado y vencido, habría venido fuerza de otro pueblo y nos habrían
degollado. Pero ahora que nadie puede venir a socorrerle ¿seríamos tan flojos
que temiésemos a cinco hombres? Basta sorprenderlos para acabarlos.
-¿Y cómo sorprenderlos cuando la mayor
parte del tiempo lo pasan en la otra isla? ¿Cómo salir de aquí para irlos a
buscar? -añadió el zambo.
-Esa es la dificultad quo objeta el Oso
-observó Galiote-, y por cierto que ahora la encuentro de peso.
-Nada es difícil, camaradas -contestó
Bruno-, para el que quiere hacer una cosa con resolución. Si esa es la
dificultad que tienen ustedes, pueden salvarla sencillamente.
-¿Sencillamente? -murmuraron todos, con
interés particular mirando al que tales cosas decía-; ¿Sencillamente?
-Díganme antes de todo ¿presentarán
ustedes dificultad para morir si es necesario?
-Entendámonos -dijo el Oso-, para morir
en pleito con el mar, yo me resisto; porque es una muerte sin provecho; ¿en qué
parte le daría de cuchilladas?
-No con el mar -respondió Bruno con
sequedad-, combatiendo con hombres.
-Con hombres aunque sean cinco contra mí solo -exclamó
fanfarrónicamente el adversario.
-Con hombres no hay dificultad -añadieron
todos con entereza: no hay dificultad.
-Si no hay dificultad para morir en un
caso necesario -continuó Bruno-, tampoco la hay para salir de aquí. Voy a
explicarme.
-Atendamos que esto es curioso -dijo el
Sapo llamando la atención de sus camaradas que parecían distraerse.
-No es para tanto, mi amigo -siguió el
del proyecto-. ¿Qué harán ustedes en el caso de que estando presos, se les
dejase la puerta de la prisión abierta por un momento y en esa puerta se
encontrase un extraño a caballo?
-Echar a correr -respondieron los
camaradas.
-¿Pero si tuviesen las piernas baldadas y
únicamente en estado de andar un corto trecho?
-Quedarnos sin salir.
-¡Valiente cosa! -exclamó Bruno- ¿Nada
harían? ¿No se aprovecharía el caballo?
-¿De qué modo, cuándo sobre él estaba un
hombre?
-Con ánimo -le observó Bruno-, salvando
la dificultad, echando por tierra al que estaba encima, y luego ocupando su
puesto.
-De lo dicho al hecho, hay mucho trecho,
camarada -le observó Galeote; porque para derribar a ese hombre sería preciso
pelear, y en la pelea sería uno capturado.
-Si te pones a pelear, convenido, pero si
en lugar de perder tiempo das una buena tajada al extraño, todo estará
concluido en un segundo.
-¿Matándolo? ¡Oh! Eso me parece muy duro
-agregó Galeote; ¿por qué matar a uno que nada me ha hecho? Sería un crimen que
me llevaría al banco.
-Se conoce tu inocencia -interrumpió el
Oso-. Sabe joven querido, que el matar no es crimen, cuando de la muerte
resulta un bien al que la hace. Nunca te acuerdes del banco; el día que nos
toque, que venga; pero no te acuerdes de él, porque así jamás serás hombre.
¿Entiendes?
El joven que no había perdido
completamente las últimas pulsaciones del sentimiento, repuso con enfado:
-Por eso son Vds. tan desgraciados,
camaradas; no temen la justicia de Dios.
Una estrepitosa carcajada de los siete
compañeros, fue la respuesta que recibió el joven Galeote.
-¡Ni a la justicia ni a Dios! -repitió
Barra con énfasis, como si en el mundo hubiese justicia, y eso de Dios, quien
sabe.
-Parece un condenado -agregó Galeote-,
asustado de la blasfemia. Bien puedo ser un facineroso, mas no por eso
desconfío de volver a ser hombre honrado cuando cumpla mi condena.
-¿Y en que parte piensas ser hombre
honrado? -le interrogó Barra reasumiendo el pensamiento de los otros. Sábete
que cuando vuelvas a los pueblos, los hombres se reirán de ti, nadie te dará
trabajo porque te creerán ladrón, y si alguna vez llegas a conseguir una
ocupación, será humillándote y oyendo repetir a cada momento el letrero del
bonete que te pusieron en la plaza, cuando el verdugo te azotaba: ¡azotado por
ladrón!
Este recuerdo de los azotes hizo perder
la tranquilidad a Galeote y recordar con todo el dolor que lleva en sí la
infamia de esa pena; la muerte de una esperanza que le fortificaba, creyendo en
la justicia y en Dios.
Barra que le observaba mudar de
semblante, agregó:
-La justicia es para el pobre su
perdición, y si ella no existiese, ten seguro que hubiésemos hecho algo por
reconciliarnos con nuestros enemigos; pero ¿cómo reconciliarnos cuando sobre
nuestras frentes está impresa la deshonra? ¿Cómo llegar a ser hombres honrados,
cuando todos nos condenan a vagar por las calles, sin darnos trabajo y
obligándonos a quitar por fuerza lo que no se nos proporciona para subsistir?
¿Cómo esperar en el honor, cuando nadie nos creerá capaces de tenerlo? Por eso
es que yo maldigo a cada momento; porque me veo perdido para ser hombre de bien
y condenado mientras exista, a ser un enemigo de mis semejantes, porque ellos
lo son de mí.
-Has hablado como un veterano -le dijo el
Oso-; lo que llaman justicia es también la causa de mi perdición. Puedo
asegurarles, camaradas, que en adelante no podría vivir más que entre personas
como Vds.
Y dirigiéndose a Galeote que estaba
absorto en la conversación, agregó:
-Aprende, amiguito, de nosotros que
tenemos experiencia. En este mundo no te resta otra cosa que hacer sino
renunciar a toda esperanza y no pararte en pelillos cuándo quieras alcanzar
algo. Acuérdate que los azotes te han inutilizado para la sociedad, excepto
para matar, robar y seguir adelante.
Galeote tenía las mejillas encendidas; la
sangre se le agolpaba a la cabeza, sintiendo revivir la vergüenza que no se
pierde en la infancia.
Quiso cubrirse la cara con las manos,
para ocultar dos gruesas lágrimas que rodaban por su rostro; pero advirtiéndolo
los camaradas, volvieron a soltar otra carcajada estúpida que pintaba el
cinismo de sus almas.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -le dijo Bruno
queriendo consolar al joven, ¡muy bien! Pareces una mujer. ¿Con que aún sientes
los azotes? ¡Hola amiguito! Pues nosotros nos reímos de los que se nos han
dado. Ánimo muchacho y guarda esa rabia para vengarte.
-¡Para vengarme! -exclamó Galeote con un
aire de sorpresa y de alegría tal que sorprendió a sus camaradas. ¿Cuándo?
¿Cómo?
-Así estás interesante -le respondió
Bruno-. Te aseguro que te vengarás; confía, confía en la experiencia.
-Si alguna vez puedo vengarme -volvió a
exclamar Galeote olvidando su instinto humano y revistiéndose de la ferocidad
del desesperado-, seré feliz, gozaré; mi corazón respirará.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaron los reos, eres
de esperanza.
Y el Oso movido por un impulso de
entusiasmo, añadió con estrépito:
-Te hago mi hijo.
Los camaradas se rieron del entusiasmo de
esos dos compañeros.
-Todo está corriente -interrumpió Barra-,
pero hasta ahora Bruno no nos ha sacado de la duda.
El silencio reapareció en el círculo;
agregaron algunos leños al fuego, y haciendo levantar las llamas con vigor,
esperaron que Bruno siguiera.
Este no se hizo esperar.
- XIII -
La palabra venganza había sido para todos
una voz mágica que les conmovió de placer.
En la fisonomía indolente y brusca de los
deportados se dejó ver la ansiedad por alcanzarla.
Eran consecuentes al encadenamiento de
los malos sentimientos que se despiertan en un hombre, cuando ha sido presa de
un crimen.
Vengarse era para ellos salvarse,
equivalía a la satisfacción de sus aspiraciones.
Bruno conoció el entusiasmo de sus
camaradas y queriendo halagarles, siguió adelante en la exposición de su plan.
-Ustedes saben -les dijo-, que en el mar
no se puede andar a caballo y para suplir al animal, se hicieron los buques.
Estos son los caballos que debemos buscar como buscaría el preso la puerta de
la prisión. ¿Comprenden ahora el plan, atando esto con lo que antes les decía?
Los camaradas quedaron pensativos,
esperando uno de otro que aclarase lo que se les preguntaba.
El Oso interrumpió ese estado expresando
una duda.
Es claro que para salir necesitamos un
buque o embarcación, pero ¿de dónde la sacamos?
-Eso es más claro -le respondió Bruno-,
la sacaremos de aquí mismo.
-Si no la pintan en el suelo... difícil
me parece -replicó el Oso meneando la cabeza con cierto aire de satisfacción en
lo que decía.
-Para el que teme los peligros -dijo
Bruno-, es propio encontrarlos pintados en el suelo; pero para el que no los
teme, le es fácil encontrar lo que precisamos. ¿No han visto algunas veces y
con frecuencia pasar barcas pescadoras? ¿No han observado que regularmente se
detienen algunas horas y hasta más de un día a nuestra presencia?
-¿Y qué sacamos de ello? -repusieron los
camaradas.
-Sacamos -les contestó Bruno-, que
debemos apoderarnos de una de esas embarcaciones o buques y en ellos salir de
aquí.
-Siempre estamos en las mismas -observó
Galeote-. ¿Cómo las tomamos? ¿Cómo llegar a bordo cuando siempre se ponen lejos
y adonde sería imposible llegar nadando?
-Parece que no quisieran comprenderme
-dijo el del proyecto algo incomodado-: Para llegar a bordo hay un medio
sencillo, una estrategia. Supongamos que el buque se pone a la vista y que
manda el bote para tomar leña o agua, lo cual es frecuente: que llegue a tierra
y por engaños uno de nosotros conduce a los que lo tripulan a esta habitación;
¿no sería fácil tomarlos por sorpresa y contar desde luego con un bote en que
ir a bordo?
-Magnífica idea -contestó Barra-, yo la apruebo
aun cuando sea necesario batirse con los marineros.
-A una sorpresa nadie se resiste -observó
el Oso-, y si se resisten en un bendito los despachamos al otro mundo.
-¿Y si los del bote se resisten a pasar a
la habitación? -agregó el Sapo.
-Nos batiremos en la playa -contestó
Bruno.
-¿Pero el buque se irá al presenciar la
pelea?
-Mas habremos conquistado un bote y en un
bote, podremos apoderarnos del Gobernador, y de su balandra, repuso el del
proyecto.
Los reos se miraron unos a otros al tener
conocimiento del plan de Bruno, y como impulsados por un propio sentimiento de
alegría, gritaron:
-¡Viva la patria! ¡Viva Bruno! ¡Somos
libres!
El Oso convencido de la posibilidad de
realizar el plan y movido por el entusiasmo de los camaradas, se levantó y
extendiendo la mano a Bruno, le dijo:
-Soy tu amigo si crees que me reconcilio
porque me has convencido; pero si juzgas que lo hago por cobardía, prefiero
batirme.
Bruno satisfecho con esta explicación y
orgulloso por los vivas de sus compañeros, apretó la mano a su adversario,
respondiéndole:
-Te creo digno de ser mi competidor en el
puñal.
-Así se portan los hombres -agregaron los
reos-. ¡Vivan los valientes! ¡Vivan los valientes!
Y en medio de esta vociferación de los
camaradas, el desafío concluyó por un abrazo de los adversarios.
- XIV -
-Ya que estamos convenidos -interrumpió
Barra-, en el modo como hemos de escapar, convengamos en lo que haremos cuando
seamos dueños de un buque. ¿A dónde nos vamos?
Esta nueva dificultad llamó la atención
de los camaradas con alguna seriedad y como si no quisiesen pensar en
dificultades, esperaron a que Bruno la allanase.
Este conoció la intención de sus
compañeros y respondió:
-Creo inútil pensar en eso por ahora,
cuando estemos en el buque nos sobrará tiempo para resolver lo que más nos
convenga.
-Nos iremos a Guayaquil -opinó Galiote,
en busca de nuestros enemigos.
-¿Y si nos toma el vapor? -preguntó Bruno.
-Mejor es que nos vayamos a donde está
Flores -agregó uno de los zambos, con él podremos entrar sin peligro.
-¿A servir de soldados? -dijo el Oso-,
valía más volver a la cárcel.
La dificultad se aumentaba a medida que
más pensaban en ella; se manifestaban pensativos y abrumados por mil otras
dificultades que se les presentaban por momentos.
¿Quién dirigiría el buque? ¿Quién
salvaría? ¡Qué harían en alta mar? ¿En qué lugar desembarcarían?
El único que se presentaba sereno era Bruno;
parecía tener allanadas las dificultades en su pensamiento, pero al mismo
tiempo se manifestaba egoísta respecto a lo que había ideado.
Se conocía que el hombre ocultaba un plan
secundario al de la evasión.
¿Por qué razón no lo revelaba? Esperaba
que sus camaradas desesperasen, para aparecérseles como un ángel; quería antes
de todo hacerse nombrar jefe y luego proceder al desarrollo de su proyecto.
Y en verdad que los deportados se
encontraban sin saber qué partido tomar; creían fácil la evasión porque para
ello tan solo se requería arrojo, y cada cual se sentía capaz de dar buena
cuenta del suyo; pero para seguir adelante se necesitaba algo más, inteligencia
y esta no estaba muy ejercitada en los camaradas, mucho más, cuando no entendían
una palabra de navegación ni sabían cómo arribar a un puerto conocido de la
costa.
Para ellos, Guayaquil y sus contornos era
cuanto conocían; por eso era que sus pensamientos se estrellaban en las
dificultades que les presentaban sus dudas y sus temores.
Esa falta de inteligencia que les hacía
considerar como un caos la salida de la isla, les arrastró por grados a
delirios irrealizables, que acabaron por convencerles valía más quedarse sin
hacer nada.
Cuando Bruno se posesionó bien de la
desesperación de sus compañeros, les presentó un pequeño rayo de luz que tendía
a arrastrarles a ser esclavos de su voluntad.
-Y si yo -les dijo-, les hiciese ver que
hay un hermosa plan a realizar; que hay donde ir y que podemos satisfacer nuestros
deseos y labrar nuestra suerte ¿qué dirían?
-Que eres hijo del Diablo -le contestó
Barra-, porque lo que no hemos podido idear entre todos, tú lo puedes.
-¿Nada más dirían? -repuso Bruno.
-Que eres más hábil, más hombre que todos
nosotros juntos -dijo el Oso-. Yo me confieso incapaz de idear cómo salir de
este lugar.
-Lo mismo nosotros -agregaron los otros-.
Nos damos por vencidos.
-Si se dan por vencidos, mis amigos, si
están resueltos a quedarse por no saber qué hacer cuando tomemos una
embarcación, denme las albricias porque voy a satisfacer cuanto desean.
-¡Dinos lo que piensas! -exclamaron los
reos con ansiedad.
-Primero las albricias.
-¿Qué quieres que te demos?
-Una cosa muy sencilla, que en nada les
perjudica, que nada les cuesta. Nómbrenme de jefe.
La voz jefe pareció herir el amor propio
de los camaradas que se creían iguales en todo y para todo.
Se echaron una mirada de sorpresa
estúpida y envidiosa sin responder nada.
Bruno que les miraba de soslayo no
trepidó en combatir las pasiones que veía en juego y al efecto agregó:
-No crean que quiero ese nombramiento por
la vanidad de mandar a Vds., lo quiero para imponer unión y claridad a nuestros
procedimientos; lo quiero para correr mayores riesgos y acarrearme mayores
compromisos. ¿Voy acaso a ganar algún sueldo, a tener honores entre Vds.? Sin
jefe cada uno querría hacer de las suyas cuando saliésemos de aquí, y separados
nos tomarían. Tal vez el jefe sea el más esclavo, porque será el qué más tendrá
que trabajar.
-¿Y que sacas con ser jefe? -le preguntó
el Oso-, ¿quién se negará a ejecutar lo que sea conveniente?
-¿Sabes acaso lo que vamos a hacer cuando
estemos navegando? -le interrogó Bruno.
Tal observación entró el resuello a los
camaradas, porque les recordó su nulidad y la impotencia en que se encontraban
de proceder por sí solos.
-¡Vamos a ser dueños de un buque -añadió
Bruno-, y con este buque, de tesoros que adquiriremos a menudo. Vamos a conquistar
un poder igual al que hay en la ciudad y aun mayor; vamos a hacernos temibles,
que se olviden de nuestros castigos pasados, a vengarnos; y por último, a gozar
de nuestras queridas!
Decía Bruno estas palabras con tal fuerza
y tal convicción, que los camaradas reconociendo la superioridad del hombre,
olvidaron las mezquinas pasiones que habían sentido despertar en sus corazones,
y fácilmente aceptaron por jefe al que no se atrevían a nombrar como tal.
-¡Plata! ¡Mujeres! ¡Venganza! -dijeron
entre dientes-... es mucho.
-Si nos dices -interrogó Barra-, cómo
vamos a obtener tanto, lo cual creo imposible, te nombramos jefe.
-El CÓMO se hará todo eso -contestó el
del proyecto-, lo sabrán cuando sea el momento de obrar; pero si dudan, mi
cabeza responde.
-¿Qué se pierde en nombrarle? -dijo
Galiote-; hasta ahora él es el que nos va a sacar de aquí y el que nos ofrece
maravillas. Sin él ¿qué haríamos?
-Tienes razón -le contestaron los
compañeros como si saliesen de un estupor.
-Nombrémosle jefe, su cabeza es buena
garantía.
-Si convienen en nombrarme jefe -dijo
Bruno-, juren sobre la hoja de los puñales obedecerme cuanto les ordene por más
peligro que haya para cumplir la orden; que matarán al que desobedezca una
orden del servicio. ¡Juren, pues!
Los camaradas se pusieron de pie, se
descubrieron la cabeza y desenvainaron los puñales que relucían al resplandor
de la llama, y juraron lo que Bruno les pedía.
-Gracias, camaradas -les dijo el jefe-.
Siempre seremos iguales salvo el caso en que sea preciso obrar.
Esta última satisfacción de Bruno, acabó
de destruir la susceptibilidad de sus amigos.
La noche estaba avanzada y la llama que
alumbraba la pieza iba disminuyendo.
-Será bueno que nos acostemos -les dijo
el jefe-, para madrugar; que desde mañana principia el trabajo por nuestra
libertad.
Una hora después, el fuego estaba oculto
bajo la ceniza, y los ocho deportados roncaban, en sus respectivas
habitaciones, con tranquilidad.
- XV -
Al amanecer del día siguiente en que
pasaba la anterior escena, se dejó oír la voz de Bruno que mandaba:
-¡Arriba camaradas! El soldado en campaña
debe sorprender la luz y no dejarse sorprender por ella. ¡Arriba!¡Que es hora
de trabajo!
Los camaradas se levantaron de priesa y
cual si fuesen veteranos, acudieron al llamado del jefe.
-Voy a organizar el servicio durante
permanezcamos aquí -les dijo Bruno-. Durante cada 4 horas estará uno de
centinela a la orilla del mar. El centinela tiene el encargo de dar parte de la
primera embarcación que aviste. Para que reine un orden estricto, cada uno
tendrá su número y según el turno hará el servicio. El Oso será el número 1,
Barra el número 2; Galeote el número 3, Calzada el número 4. Los tres zambos
tienen los números 5, 6 y 7. Por hoy -agregó el jefe-, cada uno afilará su
puñal.
-Está muy bien -respondieron los
camaradas.
Pasada una hora, los reos se presentaron
con sus armas relucientes y a satisfacción de sus dueños, para que el jefe los
revistase.
Este les ordenó un ensayo.
-Pruébenlas en ese árbol -les dijo-,
señalándoles uno corpulento que estaba inmediato. Veremos cuál tiene más pulso
y mejor puñal. Yo les daré el ejemplo; y diciendo estas palabras, levantó su
cuchillo y lo clavó en el árbol.
-¡Ha penetrado dos dedos! -exclamó con
placer-; lo cual era mucho atendida la dureza del tronco.
-A ver si me acuerdo de mis tiempos -dijo
el Oso adelantándose y descargando sin trepidar el golpe de su brazo.
-Ha entrado un poco más de dos dedos
-dijo el jefe-. Tenía razón en creerte digno de competir conmigo.
La misma prueba dieron los otros,
satisfaciendo a Bruno. Cuando ya no hubo qué hacer, el jefe ordenó al Oso se
colocase en su puesto de guardia por el tiempo señalado; orden que este partió
a cumplir en el acto. Los demás se dispersaron a preparar el alimento de
costumbre, que consistía en patatas silvestres, bacalao, langostas y galápagos.
- XVI -
Seis días habrían pasado desde que Bruno
se hallaba revestido del mando supremo de los deportados, constituyendo, según
ellos, un gobierno independiente, que no reconocía potestad superior en la
tierra, ni tenía obligación de obedecer a hombre alguno que se presentara
imponiéndoles cargas. Se creían libres, y con la facultad de hacer por si lo
que las autoridades del Ecuador habían hecho con ellos, y aun excederles en la
represalia, llegado que fuese el caso.
Al principiar el séptimo día, se
encontraba de guardia el número 3, siguiendo el orden prescripto por el jefe.
Los otros reos andaban esparcidos por la isla, cortando leños para el fuego y
cargándolos para las habitaciones. El trascurso de seis días no les había hecho
desesperar aún, y siempre fijos en la idea de la evasión, continuaban en el
orden y disciplina que requería Bruno para la realización de su plan.
Estaba para concluirse la guardia del No
3, en el día séptimo, cuando se dejó oír la voz de este que decía:
-¡Buque a la vista! -y luego se le vio
correr a dar el parte con la expansión que produce un deseo comprimido y la
alegría del preso que entrevé abiertas las puertas de la cárcel.
Bruno acudió al instante, divisó una
barca que arribaba, reunió a sus compañeros y les ordenó con calma:
-Ha llegado el momento de alcanzar
nuestra libertad. Obediencia ciega. Listos los puñales. Ocúltense en la
habitación de Barra. Cuando dé la voz, salgan y maten si hay resistencia; si
no, amarren no más. Ahora soy yo el centinela: a sus puestos que yo marcho al
mío.
Acto continuo los camaradas se
arrastraron por el suelo para ocultarse de los tripulantes de la barca que
enfrentaba, y se escondieron en la habitación de Barra. Bruno siguió a la
ribera con paso grave y aire distraído.
- XVII -
La barca tenía bandera de los Estados
Unidos de Norte América, y había fondeado a milla y media distante de la costa.
Sin pérdida de tiempo echó bote al agua, y cinco personas se embarcaron en él
dirigiéndose al lugar en que estaba Bruno. Eran cuatro remeros y el capitán de
la nave que rayaba en los 54 años.
Al saltar en tierra, armados con
escopetas, amarraron el bote a una roca y se dirigieron por el camino que
conduce a la fuente de agua dulce que ya conocemos.
Bruno les salió al encuentro saludándoles
y tentando entrar en conversación.
-Dios les guarde, caballeros -les dijo-;
¿qué andan haciendo ustedes por aquí?
-Venimos a hacer aguada y a tomar alguna
leña que necesitamos -le respondió el capitán en un mal español; pues tenemos
necesidad de esas cosas para seguir nuestra navegación.
-¿Seguramente irán a tierras muy
distantes? -le replicó Bruno.
-Somos balleneros, mi amigo, que andamos
en este mar.
-Pues si andan de prisa -les dijo Bruno-,
variando la conversación, yo podría venderles mil rajas de leña por un poco de
aguardiente.
El capitán creyó encontrarse con algún
propietario de la isla y queriendo cerciorarse de su presunción en vez de
responderte, le interrogó.
-Y vos amigo, ¿sois el dueño de este
lugar?
-No, señor, arriendo al gobierno
únicamente. Trabajo con tres compañeros más, y como nos va muy bien, hemos
pensado aumentar las labores. Ahora solo tenemos necesidad de aguardiente: por
eso es que sería bueno me compren lo que ustedes necesitan.
El
capitán, queriendo aprovechar el tiempo, aceptó la ventajosa oferta de Bruno,
diciéndole:
-Está bien, acepto. ¿Y en donde está la
leña?
-En las casuchas, señor; junto a la
fuente del agua dulce.
-Pues entonces, vamos allá.
-Yo les guiaré.
Y Bruno marchando adelante, se
encaminaron a las casuchas que se divisaban a la distancia.
Durante el camino, Bruno procuró indagar
del capitán algunas noticias que le eran provechosas.
-¿Y mucha es la gente que trae el buque?
-le interrogó a tiempo que trepaban uno de los montes de la isla.
-Somos veinte por todos, mi amigo. Hemos
salido de New-York hace tres meses. Los veinte formamos compañía para
repartirnos las utilidades, lo cual haremos cuando tengamos un grueso capital.
-¿Y quién hace cabeza? ¿Seguramente será
usted, señor? -le interrogó Bruno al capitán.
-Ciertamente, yo soy el capitán y el
dueño del buque -contestó el viejito.
En conversaciones de esta especie se pasó
el tiempo que tardaron en llegar a las casuchas.
El calor era insoportable y tanto más se
hacía sentir, cuanto que el mosquito reinaba en su mejor estación.
-Estas circunstancias obligaron a los
tripulantes a buscar una sombra donde descansar.
Bruno les facilitó una y otra cosa; les
abrió su pieza y les invitó a que se tendiesen en el suelo, mientras él iba a
traerles agua y a preparar la leña.
Los marinos, ganados por la confianza y
el cariño que les mostraba Bruno, arrimaron las escopetas a la pared y se tendieron
sofocados.
Junto a la habitación de Bruno estaba la
de Barra.
Bruno conociendo que aquel momento era el
oportuno para dar el primer paso en su empresa, se acercó disimuladamente al
capitán que aún no se acababa de sentar, y al tenerle a su lado gritó:
-¡Ahora muchachos!
A esta voz, entraron de tropel los
camaradas, blandiendo sus puñales y amenazando el pecho de los marineros.
-¡Se entregan o mueren!
Tal fue la orden de intimación que
recibieron los huéspedes.
Desarmados estos y aterrorizados por la sorpresa, se rindieron
sin oposición. Bruno había tomado al capitán, y en cinco minutos los cuatro
remeros se encontraban amarrados por la espalda.
-Nada hay que temer -les dijo Bruno-, con
tal que no piensen en evadirse, porque entonces morirán.
No acababan de volver del espanto los
huéspedes, cuando eran trasladados a la habitación inmediata, despojados de sus
vestidos y puestos en incomunicación, con centinela de vista. Bruno tomó al
capitán del brazo, seguido de cuatro más de sus camaradas, armados con las
escopetas y vestidos con la ropa de los marineros y se dirigieron a la ribera.
-¿A dónde me lleváis? -preguntó el
viejito pálido de temor.
-A que llames la lancha -le contestó
Bruno.
-¿La lancha?
-Si, y si no lo hacéis, si la lancha no
viene, ten por sabido que morirás. Haz pronto la señal.
El capitán obedeció.
Llegó a la ribera w hizo el llamado.
La barca contestó y pronto se le vio
venir con ocho tripulantes y el contramaestre que la gobernaba.
-Cuidado con hablar -le dijo Bruno-, ni
hacer la menor señal.
La lancha se acercaba, y la comitiva de
tierra para evitar ser conocida al acercarse, se dio vuelta dirigiéndose a las
casuchas del gobernador que estaban a pocos pasos del desembarcadero, y que
como sabemos se encontraban sin gente.
Allí llegaron, y derribaron de un
empellón la puerta.
Hicieron señas a los que venían en la
lancha de acercarse a ese lugar y en el momento entraron.
-¿Y qué es lo que quieres de nosotros? -preguntó el capitán a
tiempo que lo amarraban. Si quieren aguardiente, arroz, dinero, se los daré:
pero déjenme seguir el viaje; me arruinan si me dejan aquí.
-Da gracias a Dios -le contestó Bruno-,
que te dejemos vivo. Nada queremos, porque todo lo encontraremos en la barca.
Nosotros somos presos políticos que necesitamos del buque para salir de este
destierro.
-Si es por eso, yo les llevaré a dónde
quieran -volvió a suplicar el capitán.
-No creas que somos cándidos -repuso
Bruno-. ¡No hay que hablar más, silencio!...
A ese tiempo entraban los de la lancha,
uno en pos de otro, sin armas y con la confianza que les inspiraba el llamado
de su capitán.
Creían venir a llevar el agua y la leña
en cuya diligencia habían arribado a la isla.
A medida que pasaban el umbral de la
puerta, los reos se arrojaban sobre la presa, le ponían un puñal al pecho y le
hacían enmudecer.
Así fueron tomados y en seguida
amarrados.
Inmediatamente se dirigieron con ellos a
dónde estaban los primeros y juntándoles en una habitación, los dejaron
maniatados de modo que no pudiesen escapar tan pronto.
Concluida esta operación, el jefe dijo a
sus camaradas:
-Aquí nada nos queda que hacer. ¡Vamos a
tomar la barca! ¡Viva la libertad!
-¡Viva! -repitieron los deportados con la
alegría del triunfo. ¡Viva!
Y en seguida partieron a embarcarse.
Una hora después, se embarcaban en el
bote los ochos expedicionarios dejando varada la lancha.
-En el buque solo quedan seis -les dijo
el jefe-. Prontos a tomar la escalera no hay que matar, porque tenemos
necesidad de esos marineros. ¡Adelante camaradas!
Los deportados se colocaron con estudio
en la embarcación.
Uno en el timón, cuatro en los remos y
tres acostados en el fondo.
De este modo emprendieron sobre la barca.
- XVIII -
Los seis individuos que habían quedado en
el buque, no presumiendo ni aún teniendo la menor idea de que sus compañeros
hubiesen tenido contraste alguno en la isla, seguían ocupados en las faenas de
la nave sin inquietarse por los que habían ido a tierra.
Cuando divisaron que el bote se acercaba,
volvieron a seguir en el trabajo para no ser reprendidos por el capitán.
En tal desprevención se encontraban,
cuando los deportados se acercaron al costado.
Por consiguiente subieron sin obstáculo.
Al desconocerles los marineros, echaron a
correr a la bodega, asustados con la aparición de rostros extraños y
siniestros.
-¡Alto allí! -les gritó Bruno-. Somos de
paz.
Un muchacho mejicano que servía en el
buque, fue el único que entendió las palabras de Bruno y se detuvo, más de
temor que de deseos de correr.
Bruno se dirigió entonces a él y se
informó de que los otros no entendían el idioma español.
-Pues tú serás el intérprete -le dijo-, y
supuesto que sabes inglés, di a tus compañeros, que ahora soy el dueño de la
barca: que si resisten a obedecerme serán fusilados; que si no, serán
recompensados. Que dentro de un cuarto de hora se alisten para darnos a la
vela.
Los reos habían formado en línea, y
esperaban órdenes del jefe para ejecutarlas.
Los marineros, pálidos de temor,
acudieron a prestar sus servicios al nuevo capitán.
Se miraban asustados y discutían en
inglés con voz apagada.
El muchacho mejicano comunicó la
respuesta de sus compañeros.
-Que hicieran de ellos lo que quisieren.
-Corriente -repuso Bruno-. Diles que nada
teman sino la desobediencia; que el capitán y sus amigos han quedado vivos
porque no se resistieron.
El intérprete pasó la palabra a los
marineros y cuando hubo concluido, Bruno siguió;
-Atiendan mis órdenes: en primer lugar
marcharemos a la isla de Albermack. El que desobedezca muere. Y en segundo
lugar el piloto se encargará de dirigir la barca, teniendo entendido que si nos
engaña morirá él y cuantos sean necesarios. Nosotros les ayudaremos a
maniobrar.
Y luego dirigiéndose a los camaradas,
continuó:
-Ya ven ustedes que somos dueños de
nuestra libertad. Hemos conquistado un buque y tenemos el mar bajo nuestro
poder. ¡Orden y valor!
Una aclamación entusiasta saludó al jefe,
que ordenaba:
-¡Cortad el ancla!
Eran las seis de la tarde y ya la barca
navegaba hacia Albermack.
Segunda
parte
- I -
Al amanecer del día siguiente en que los
deportados se habían hecho a la vela de la isla de San-Carlos, se hallaron
entrando al lugar en que se encontraba el Gobernador, que como hemos dicho, era
la isla de Albermack.
Se acercaron cuanto les fue posible a
tierra, y poniendo la barca en facha, cuatro de los deportados marcharon en un
bote hacia la playa en donde estaba amarrada la balandra de Mena.
Iban disfrazados con los vestidos de los
marineros.
Sin ser molestados, atracaron al costado,
y subiendo con la celeridad propia que se emplea para dar una sorpresa, tomaron
posesión de la balandra.
Encontraron al Gobernador y a los hombres
que le acompañaban, y les hicieron prisioneros sin dificultad.
Acto continuo pusieron en tierra a los
marineros, barrenearon la balandra y se regresaron a la ballenera trayendo
preso a Mena.
-Está usted preso -le dijo Bruno al
recibirle a bordo.
-¿Que es esto? -interrogó Mena atemorizado
de verse entre los deportados.
-¡Silencio! Que está usted incomunicado
-le intimó Bruno; y acercándose al oído le agregó-: pronto debe usted morir;
aproveche el tiempo que le queda en rezar.
Mena quiso suplicar, salir de la
confusión en que se hallaba, quiso hablar; pero dos de los deportados le
tomaron de los brazos y precipitadamente le condujeron a uno de los camarotes,
donde fue encerrado.
Bruno, alegre con la presa que había
hecho, volvió a revestirse del orgullo de su autoridad ordenando la prosecución
del viaje.
-Al Golfo de Guayaquil -dijo.
Cuando Bruno hubo bajado de la toldilla
del buque, Barra se acercó a hablarle a nombre de sus compañeros.
-Me encargan te haga presente -le dijo-,
que si vamos a Guayaquil llegaremos como hemos salido, sin nada; y que allí es
muy probable que seamos apresados. Tú nos has ofrecido riquezas, poder y
venganza: acuérdate de ello.
Una mirada arrogante e imperiosa fue la
primera respuesta que dio Bruno, y en seguida mirando al mensajero de pies a
cabeza, agregó:
-Si hay alguno que sea capaz de hacer lo
que yo he hecho, que venga a tomar mi puesto. Extraña cosa es que me vengan a
hacer advertencias. Les he ofrecido poder, riquezas y venganza; y también les
he dicho que mi cabeza responde por el cumplimiento de esa oferta. Contesta eso
a los camaradas.
Y despachando al mensajero, se dirigió al
camarote donde se encontraba Mena.
- II -
-Señor Mena -entró diciéndole Bruno-,
parece extraño que siendo usted ayer nuestro amo, sea ahora nuestro esclavo.
-No acierto a explicarme lo que veo -le
respondió Mena-; no veo razón para que se me tenga preso. ¿Qué significa todo
esto?
-Significa -le contestó Bruno-, que ha
cesado la justicia de ustedes y que principia la injusticia de nosotros. Ayer
era usted el encargado de mantenernos en este desierto que dejamos, sufriendo
hambre, desnudez y cuanto usted sabe. Usted era el carcelero de nuestras vidas,
el verdugo destinado a hacernos cavar el sepulcro con la desesperación. Ese es
el crimen que le ha hecho caer en mis manos y por eso es usted ahora lo que
nosotros éramos ayer: nuestro esclavo.
-Veo que estoy preso -contestó Mena con
dolor; pero no creo que vayan a cometer un crimen en mi persona. Yo no he hecho
más que cumplir con las órdenes del Gobierno; les he tratado como mejor he
podido; no creo, pues, que se propasen con un hombre desarmado, cargado de años
y lleno de familia.
-¡Ah! No lo cree usted ¿no es verdad? -le
interrogó Bruno con una sonrisa sarcástica.
-No, no puedo creerlo -le contestó Mena-;
porque no puedo convenir ni encuentro para qué se hagan ustedes asesinos.
-Y sin embargo -repuso Bruno-, esa
reflexión no se la habría hecho jamás, cuando estaba en el poder y cuando veía
a nuestros compañeros los pobres, sacrificados por el Gobierno.
-El Gobierno -le objetó el reo-, castiga
con causa y porque la ley lo manda.
-Miente usted -le gritó el feje-, miente;
el gobierno castiga porque quiere castigar y nada más.
-Respeta mis canas -le dijo Mena al oír
el reto brusco de Bruno-, si es que no respetas mi infortunio. Estás atrevido
porque estás con fuerza: eso es indigno del hombre valiente. Para matárseme, no
es necesario abusar de la debilidad. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿No estoy en
tu poder?
Bruno volvió su cabeza hacia atrás para
asegurarse de que nadie lo oía; rechinó los dientes de rabia, miró con espanto
a la presa que tenía, y bajando la voz cuanto pudo, le dijo con palabras
ahogadas:
-Eso que dice V., es lo mismo que ha
hecho conmigo. Esa es la conducta que Uds. tienen para con el pobre cuando le
encarcelan. Óigame usted, señor Mena, óigame, para que sepa lo que es la
justicia del rico para con el pobre. Yo era un labrador de maderas en la montaña
del Daule, donde nací. Tenía 30 años cuando mi corazón se apasionó de Ángela
R..., joven rubia que apenas abría sus ojos negros a la vida de la inocencia.
Era una criatura huérfana que se había criado al lado de mi madre y cuyos
padres no conocía. Mi amor subió a la adoración; quise darle mi nombre y ella
convino, pero mi madre se opuso, sin decirme la causa. Entonces propuse a
Ángela la fuga y ella la aceptó. A los dos días, Ángela, recostada en mis
faldas, bajaba en una canoa el río y tomábamos habitación en los suburbios de
Guayaquil. Quince días más tarde, la policía me tomaba preso en el astillero,
donde trabajaba para vivir: se me acusaba dé raptor... Confesé el crimen y
propuse salvar a Ángela, casándome con ella. Un señor, se opuso, llamándose padre
de mi querida. Se me juzgó y se me condenó a tres años de presidio. Allí se me
reunió con hombres que me escandalizaron con sus palabras y sus consejos. Unos
me proponían la fuga; otros me aleccionaban en el robo, quién se vanagloriaba
del asesinato. Mi primera repugnancia hacia esos criminales fue pasando, hasta
que armado del despecho, asaltado de celos y hambriento por ver a mi querida
Ángela, mis oídos se acostumbraron a la conversación de los compañeros. Cada
semana me tocaba el turno de salir a barrer las calles, con una cadena
remachada a la pierna. Los primeros días, cada salida era la muerte; cada
mirada de los que transitaban por las calles, un arrebato de vergüenza. La
costumbre me hizo perderla y ser impasible como habían llegado a serlo mis compañeros.
Pero entre tanto, el dolor de la separación crecía, consideraba a Ángela o
muerta de hambre o vendida, y esta idea me sacaba de juicio... Pensé en fugarme
y lo conseguí. Anduve errante por las calles en busca de mi querida Ángela. La
encontré por fin. Vivía sirviendo en casa de... Cuando ella me vio, corrió
hacia mí. Se echó en mis brazos y lloramos la desgracia de nuestra pasión.
Resolvimos fugar de la ciudad para Tumbes. Necesitaba dinero para el viaje y
aproveché los consejos de los compañeros de prisión: robé treinta pesos. Fui
descubierto y llevado nuevamente a la cárcel. Cuatro días más tarde, el verdugo
me ataba a una escalera en la plaza pública, me ponía un gorro blanco en que se
leía: "POR LADRÓN". Allí se me desnudó y a raíz del cuero y a
presencia de multitud de curiosos, recibí cien latigazos... Cuando se concluyó
el castigo... no veía... estaba moribundo... Cien muertes son preferibles a ese
castigo... señor Gobernador.
Cuando Bruno pronunciaba estas últimas
frases, su voz estaba interrumpida por una emoción viva que se derramaba en
palabras cortadas, y por lágrimas copiosas que rodaban de sus ojos.
-¿Qué le parece, señor, ese modo de hacer
justicia?
-En todo eso -le contestó Mena-, no veo
más que la aplicación de la ley. La ley es la que ordena esa pena.
-¡La ley! -repuso Bruno cambiando su
expresión dolorida en impetuosa y amenazadora- ¿La ley es la que manda esa
pena?
-Sí, la ley -le contestó con una frialdad
de conciencia tal que pintaba la convicción del Gobernador.
-¿Cómo ha de ser la ley? -saltó Bruno con
arrebato-, ¿que ley puede haber que condene a un suplicio peor que la muerte al
que ha delinquido sin intención? ¿Qué ley puede ser esa que pone al hombre en
la situación de avergonzarse de cuanto ve? ¿De huir del último muchacho para no
correr al grito de azotado? ¡Oh! Eso no puede ser, no puede castigarse con una
pena eterna a nadie. Al asesino se le fusila, pero muere con él su afrenta; mas
al que se le azota, no, vive en el suplicio, maldiciendo de la luz, huyendo de
las gentes y devorado de la desesperación. No le queda otro recurso que matar
para que le maten.
-¡Eso es horrible! -exclamó Mena,
conociendo la intención de Bruno. Igual cosa le pasaría al que se encontrase en
la situación que tú te has encontrado.
-¡No lo mismo, no! Eso se hizo conmigo
porque era un pobre y con solo los pobres se hace. A ningún rico se le ha
azotado jamás, y en esto hay mayor infamia, porque se han prevalecido de la
debilidad y de la miseria para imponer la infamia, como si la infamia fuese una
herencia del pobre. Entre vds. hay ladrones, señor Gobernador, y los ladrones
se pasean públicamente cual si fuesen inocentes. Fortunas hay que han sido
hechas en robos al tesoro nacional; en despojos a familias honradas. Rateros
hay que han sabido conquistar la impunidad vistiendo un frac. Si fuese cierto
que la ley era la que mandaba castigar como se castiga a nosotros, debía
hacerse por igual sin excepción de personas, y entonces creería lo que vd. me
ha dicho. Pero no; no es ley ni nada la que nos castiga, es el odio del rico
para con el pobre; es la tendencia de ustedes a tenernos siempre humillados
para violar nuestras mujeres, nuestras hijas; tomarnos nuestros jornales,
hacernos morir en las guerras por intereses suyos y dominarnos como a una recua
de esclavos. Esa es la verdad, señor Gobernador, y es por eso que hoy principia
la venganza de los infamados.
-Esta es una cuestión que yo no puedo
seguir.
-Sí, señor, lo sabía -le contestó Bruno-;
debe hacerle sufrir la acusación que he hecho a nombre de la injusticia, porque
ahora no se puede ejercer la justicia. Lo sabía; pero no importa, usted acabará
de oírme la historia de mi desgracia, para que lleve este mensaje a Dios.
Un frío sudor corrió por la frente del
inocente Gobernador, a quien Bruno hacía responsable de los vicios de la
legislación penal y de la desigualdad que se observaba en la aplicación de la
ley.
Se pasó un pañuelo por la frente, y
sentándose en la cama con la resignación del hombre que se entrega a una suerte
inevitable, dijo a Bruno:
-Cuéntame cuanto quieras.
- III -
Bruno siguió, con el tono triste que
había principiado, relatando su vida.
-Regresé al calabozo moribundo, señor,
cuando recibí los azotes. Me tendí de bruces en la sala de los presos; no tenía
dolor físico alguno, me encontraba con el corazón destrozado, sin valor aún
para mirar a mis compañeros infamados. Recordaba paso por paso lo que había
sufrido desde que me pusieron el gorro hasta que me lo quitaron; y el cuerpo se
me crispaba de vergüenza. Pedía a Dios que abriese un abismo para sepultarme en
aquel suelo que regaba con mis lágrimas y del cual no me hubiese levantado
jamás. ¡Pero no! Estaba condenado a vivir muriendo... El médico vino y me
sangró para extraerme la sangre machucada: Al verme en aquella situación los
carceleros y que no quería levantar la cabeza, el oficial de la guardia me dio
un punta-pié, diciéndome:
-Alza ladrón, deja que te vea el médico.
Y el médico agregaba:
Le han hecho efecto los azotes.
Y repitiendo otros dicterios de esa
naturaleza, lanzaban risotadas estrepitosas y añadían insultos sarcásticos.
Estiré un brazo tapándome la cara con la
otra mano y me sangraron.
Aquellos momentos de dolor no pueden
explicarse...
Cuando sané, me llevaron a la marina de
guerra.
Desde la cubierta divisé una tarde a
Ángela que atravesaba el malecón. Me oculté corriendo, creyendo que podía
divisarme, divisar al azotado, al amante infamado.
Ángela no podría quererme ya. Ella debía
ser de otro con el tiempo.
Estas ideas me sacaron de juicio, y en
una de las noches oscuras que entoldan el río, me fugué y corrí a ver a Ángela
resuelto a matarla para que nadie la poseyese.
Llegué a su casa, la hice llamar y a su presencia quedé
petrificado.
En vez de herirla me cubrí la cara;
Ángela me tendió los brazos, y cuando ya volvía en mí para estrecharla en los
míos, me dijo:
-¡Soy madre! Bruno, sácame de aquí.
-Huyamos -le contesté yo.
-¿A dónde?
No tenía un real. Era imposible fugar.
-Aguarda -le dije entonces-, pronto
vuelvo.
-¿A dónde vas? -me interrogó con avidez.
-¡A buscar dinero, Ángela!
-¡Ah! ¡No, no! Vas a robar otra vez y
después...
-¡Volverán a azotarme! -le contesté con
desesperación y fuera de mí.
-¡Te han azotado ya!... ¡Estás azotado!
Y diciéndome estas palabras, Ángela
corrió al interior de la casa, a ocultarse en el fondo de las habitaciones de
la familia a quien servía.
Procuré alcanzarla, no pude.
Sin albergue y sin dinero me eché a andar
como un loco.
Esa noche encontré a un hombre decente en
la apariencia; le di una puñalada que le tendió muerto.
Le robé y huí.
Un mes más tarde, volvía a caer preso, y
esta vez juzgándoseme por desertor y sin probárseme otro delito, fui condenado
a Galápagos por ocho años.
Bien sabe vd. que me faltan siete años y
que estos siete años se han concluido hoy en que soy el jefe de los infamados.
¿Qué le parece a vd. esto, señor
Gobernador?
-Que me ha de parecer, sino que eres un
desgraciado y un desgraciado que corre a un fin desastroso.
-Un desgraciado a quien ustedes han
sacrificado -repuso Bruno-, ustedes los del Gobierno que me arrebataron a mi
Ángela; que me abrieron los ojos acompañándome con los criminales de la cárcel;
que me hicieron perder la vergüenza haciéndome arrastrar una cadena por las
calles; ¡que me infamaron azotándome! Yo era un hombre honrado, que solo
pensaba en trabajar y amar a Ángela. Nunca había pensado que llegaría a
separarme de esa joven, ni que mi trabajo me faltaría: vivía contento y con la
esperanza de morir en brazos de hijos míos y dando gracias a la Providencia en
cada caricia de mi esposa; pero ustedes lo han trastornado todo y mi corazón de
humano lo han convertido en corazón de tigre. El amor no existe en mí, odio y
solo venganzas deseo. ¡He aquí al hombre hechura de ustedes!
Bruno mismo se horrorizó de su estado;
recordó su amor y se enterneció.
Mena, queriendo sacar partido de la
tristeza del jefe, se esforzó en llamarle al buen camino, arrastrándole a un
campo de felicidad donde recuperara el honor y a su querida.
-Tienes razón en estar como estás -le
dijo-; pero de ese estado se puede salir y volver a recobrar lo que has
perdido.
-Imposible -le contestó Bruno-, porque he
sido infamador para una eternidad.
-No es eterna la deshonra -replicó Mena-.
Tienes una patria, una madre, una amante y un hijo. Esa patria donde están las
afecciones de tu vida, está en peligro. ¿Por qué no ir a servirla, a salvarla?
Allí en el combate adquirirás gloria y la gloria cubre toda deshonra.
-No, señor Gobernador; mi madre ha
originado mi fuga con Ángela; Ángela me ha rechazado. ¡Ah!... Mi hijo... -Bruno
se contuvo pensativo, y luego como saliendo de una irresolución exclamó.- ¡No!
¡No! No tengo mas patria que el crimen, más madre que el crimen, más hijo que
el crimen. ¡No! Si viese a mi patria incendiada respiraría, porque vería
desaparecer con ella a los testigos de mi infamia; pero ahora viven y la
existencia de ellos es mi cadalso. Dígame usted si hay crímenes que cometer y
le escucharé; pero aconsejarme que haga bienes, es creerme un loco.
-Estás ciego -le repuso Mena-; el crimen
te conducirá a un cadalso, caerás si no hoy, mañana y morirás en el banco.
Puedes salvarte si sigues mis consejos.
-Déjese usted de consejos, señor; vienen
ya tarde. Mi obra está principiada y concluirá.
-¿Cuál es tu obra?
-Vengarme, exterminando a los que nos
juzgan y nos mandan. La infamia del azote solo puede lavarse con la muerte del
que los mandó dar y el exterminio de los que apoyan esa pena.
-Piensa en lo que te he dicho, no son los
que mandan, es la ley la que impone ese castigo.
-Aunque sea la ley, ningún hombre debe
obedecer las leyes que destruyen el honor.
-Te equivocas -repuso Mena-; el
mandatario debe hacer cumplir la ley.
-Pero no hacerse el verdugo de los
hombres. ¿Oye usted? ¡Por fin! Basta de discusión. Está usted condenado a
muerte, porque ha sido un agente de los que nos han perdido. Dispóngase a morir
para dentro de veinticuatro horas.
Concluyendo de dar este fallo, Bruno
salió precipitadamente cerrando la puerta del camarote.
- IV -
Estaban los compañeros de Bruno, tendidos
sobre la cubierta de la barca, cuando se les presentó éste con el semblante
pálido, agitado por las impresiones que había recibido en la conversación que
acababa de tener.
-Vengan acá camaradas -les dijo el jefe-.
Levántense que les necesito.
En menos de un segundo le rodearon todos,
sorprendidos de la fisonomía extraordinaria que ofrecía el jefe.
-¿Qué ocurre, mi general? -le interrogó
uno de los zambos.
-Aquí nos tienes -agregó el Oso, con ese
aire de preponderancia que lo distinguía.
-Es poca cosa -les respondió Bruno-. ¿Qué
les parece lo hecho hasta aquí?
-Magnífico, inmejorable -le respondieron
los camaradas.
-¿Cómo siguen los marineros?
-Van bien hasta ahora -contestó Barra, que se encontraba de
guardia.
-El viento que hace es inmejorable
-observó Bruno-, y supongo estaremos en el Golfo antes de diez días.
-Es lo mismo que me ha dicho el piloto
-contestó el de guardia.
-¿La comida, el vino, el agua, todo está corriente y abundante?
-les interrogó el jefe.
-Estamos como príncipes -contestó el
Oso-, todo sobra.
-¿Qué necesitan por ahora?
-Nada, mi jefe -repuso Galeote.
-Solo deseamos llegue el momento de la
venganza, del poder y de la riqueza -contestó a su turno el Sapo.
-El momento del poder está en ejercicio,
porque ya mandamos -dijo Bruno-. Somos dueños de este buque y en él haremos
cuanto queramos. Nuestro dominio se extiende más allá de lo que alcanzamos con
la vista. Pronto será mayor... El momento de las riquezas se acerca y el de las
venganzas principia mañana a las ocho. Ya ven ustedes que voy cumpliendo mis
ofertas.
Acompañó estas palabras con una sonrisa
tan espantosa de ferocidad, que los camaradas inclinaron la cabeza y se miraron
recíprocamente de soslayo.
-Parece que están asustados -observó el
jefe-, de que les presente una venganza próxima; pero ella es necesaria. El
Gobernador debe morir mañana a las ocho.
-¡El Gobernador! -exclamó Galeote con voz
imperceptible-. ¡El Gobernador!
Los compañeros, a pesar de los deseos de
venganza que abrigaban, se conmovieron del crimen que estaba próximo a
ejecutarse, y Barra, no pudiendo contener esa emoción, dijo a Bruno:
-¿Y a qué fin matará un pobre viejo,
cuando los que deben morir son otros?
-Debe morir -contestó Bruno-, porque es
el Gobernador, el encargado de custodiarnos, el compañero de nuestros enemigos.
Si él no muriese, el buque estaría expuesto a caer en su poder, por medio de un
levantamiento que bien podría tentar. Mena debe morir, porque todos debemos
estar ligados por un crimen, y ese crimen debe ser, ¡amigos!..., el
fusilamiento del Gobernador. Mañana quizá avistemos tierra ¿y quién sabe si ustedes
mismos querrán salvarse dejándome solo? La muerte de Mena será el sello puesto
al juramento de obediencia que me hicieron.
Los camaradas observaban aún a Bruno que
no aceptaban el fusilamiento, demostrando la repulsa en sus semblantes
entristecidos.
Por tal causa, el jefe se esforzó en
persuadirles con nuevas argucias.
-Tengo otra idea más -agregó-, que me
obliga a dar este paso: la muerte del Gobernador resonará en Guayaquil y
servirá de provecho a los pobres que allí sufren la justicia de los jueces. Se
nos mirará, no como a criminales infamados y azotados, sino como a enemigos
temibles. Si por desgracia cayésemos presos, no nos azotarán, ni nos condenarán
a prisiones como las que hemos tenido; ¡nos fusilarán a presencia del pueblo y
en el patíbulo nos admirarán! ¿Prefieren acaso volver a arrastrar cadenas,
barrer las calles?... -Bruno acabó la frase con una reticencia expresiva que
recordaba cuánto habían sufrido y lo que se les aguardaba si caían de nuevo en
poder de las autoridades-. ¡Moriremos como valientes! -agregó con energía.
La voz valiente sonó en los oídos de los
camaradas, como un acento dulce y despertante.
Les hirió el orgullo brutal que hace
creer que el valor oculta toda falta; pero no les acabó de decidir; porque la
conciencia tiene una voz fría que no se apaga con los estímulos del crimen.
-¿Qué dicen, pues? -les interrogó el
jefe, pasado que hubo un momento de reflexión.
-Tengo el presentimiento de que esa
muerte -contestó el Oso-, ha de ser nuestra perdición. Yo renunciaría a ella.
-Con tenerlo encerrado bastaría -agregó
Galeote.
-Y nos serviría de prenda para un caso
apurado -continuó Barra.
-¡Basta! ¡Basta de tonteras! -interrumpió
Bruno con exaltación-. Aquí nadie manda sino yo. Yo mando que ese hombre muera
y que todos seamos cómplices de su fusilamiento. Si les he consultado ha sido
por el aprecio que les tengo; y ustedes desconociendo los sacrificios que hago,
se resisten a una medida justa y necesaria. Si Mena no muriese, no respondo del
éxito de la empresa. A las ocho de la noche en punto... ¡morirá!
Tal fue la resolución del jefe, que
conmovió a los camaradas, dejándoles en una tristeza involuntaria.
Bruno se tornó a la cámara a recostarse,
y los camaradas puestos en la necesidad de obedecer; se volvieron a sus puestos
repitiendo en voz baja y mustia:
-Será necesario que muera. ¡Qué hacer! El
jefe lo manda.
- V -
Cuando estos nombres hubieron oído a
Bruno que elevaba el eco con arrogancia imponía su voluntad a título de jefe,
ellos tranquilizaron sus conciencias repitiendo la frase de abdicación social:
el jefe lo manda.
El principio de autoridad que ha sido
inculcado a los pueblos como el fallo absoluto de un poder infalible, como una
máxima religiosa que exige la obediencia ciega y a la cual es necesario
obedecer, vino en aquel momento de conflicto a resolver las dudas y a dar por
finalizada la aceptación de un crimen, que lo era a los ojos de la razón; pero
un deber a presencia del mandato del jefe.
Sucedía en ese momento, lo que sucede en
la marcha ordinaria de las sociedades, en que por espíritu de obediencia el
hijo del pueblo fusila a sus hermanos, sosteniendo intereses opuestos a la
generalidad; en que el hombre abate su razón y su energía para mancharse con
obediencias monstruosas que envuelven crímenes de delación, de abdicación de la
soberanía. El espíritu de ciega obediencia ha formado pues, esa idea perniciosa
de fidelidad para apoyar cuanto venga del Poder.
Con tal de que el jefe lo mande, todo
está concluido.
Aun cuando sean los instrumentos de una
arbitrariedad, ellos se creen a salvo, presentando la orden de la autoridad.
Parece que la creación de la autoridad
hubiese sido la proclamación de la esclavitud humana, o que la esclavitud
humana fuese la base del poder constituido, y no la libre voluntad de los
hombres que tienen por guía la razón y la conciencia.
No de otro modo podía explicarse esa
sumisión de los camaradas a la orden de Bruno; ni de otro modo puede tampoco
concebirse la voluntaria esclavitud de los hombres que se dan Gobiernos.
La sentencia de muerte del Gobernador
estaba dada.
La hora señalada para su ejecución se
acercaba.
Mena, sobresaltado e inquieto, no podía resignarse
a soportar un sacrificio injusto y estéril.
A veces presumía que aquello no pasaría
de una amenaza, y otras sentía el anuncio de su corazón que le presagiaba el
término de su vida.
Meditaba sobre esos puntos, cuando entró
Bruno al camarote del Gobernador, con un farol en la mano, diciéndole:
-Ya es hora de salir.
-¿A dónde me llevas? -le interrogó con
dignidad Mena.
-A morir -le contestó Bruno.
-¿A morir? ¿Por qué matarme cuando a
nadie he hecho mal? -el Gobernador sintió anudársele la voz y con la ternura
del anciano honrado que cree ver a sus hijos, a su mujer, siguió enternecido-
Hombre de Dios, ¿no sientes remordimientos, al arrebatar la vida a un viejo
cargado de hijos? ¿Qué bien te resulta con asesinarme?
-Salga usted pronto -le mandó Bruno-, que
ya ha vivido demasiado.
-Yo no quiero la vida para mí, es por la
orfandad de mis hijos que no tienen otro pan que mi trabajo.
-Le mando salir -repuso Bruno con fuerza.
-Salir... y luego morir... ¡pobres
hijos!... -y al acabar estas frases cortadas, las mejillas desencajadas del
anciano se cubrieron de lágrimas. Luego se tapó la cara con las manos y lloró
como un padre que tiene corazón.
-¿Obedece usted o no? -le interrogó Bruno
con brusquedad.
-Obedezco -contestó Mena.
-Sígame usted.
Y subiendo la escala de la cámara, se
encontró con los camaradas que estaban formados en línea, aguardando la
víctima. Cuando Mena vio aquel grupo formado en lo oscuro y junto a la obra
muerta, el pobre anciano sintió correr por sus venas el hielo de la muerte.
-Siéntenlo en el banco -ordenó Bruno.
-¿Ya me van a matar? -interrogó aún el
infeliz maquinalmente.
-Ya, y sin perder tiempo -contestó el
jefe.
-¡Un momento! Un momento... -y se dejó
caer de rodillas, pronunciando una oración en que invocaba a Dios. Cuando hubo
concluido, se levantó con nueva vida, hablando a sus verdugos con la palabra
que augura el porvenir.
-Ya estoy listo -les dijo-; el crimen que
vais a cometer os conducirá a un cadalso; mi sangre chorreará sobre vuestras
cabezas en esta vida y en el otro mundo. Yo les perdono, pero las lágrimas de
mis hijos serán una plegaria de venganza que oiréis a cada hora en vuestros
sueños. ¡Vais a ser asesinos!
-Amarren a ese hombre en el acto -ordenó
Bruno fuera de sí.
Dos de los zambos procedieron a la
operación y apenas acababan de afianzarle, cuando a la luz de dos velas, en
medio del bullicio de las olas, colocados sobre un abismo y con un infinito
sobre sus cabezas, se dejó oír la descarga de los camaradas.
Minutos después, un cuerpo ensangrentado
se perdía en la espuma de las olas.
Los marineros se recogían a la proa
sobrecogidos de temor; los camaradas se retiraban a sus puestos satisfechos de
haber llenado un deber, y Bruno delirante de espanto, se precipitaba en su
lecho, sin separar de su imaginación la sombra sangrienta de Mena.
- VI -
Aquella noche fue placentera para Bruno.
Venciendo los últimos destellos del corazón humano y en pugna con los
sentimientos siniestros que despierta todo crimen, se recreaba en su obra
creyendo por esos medios borrar la idea que su Ángela hubiese formado de él.
-A ella me le presentaré -se decía-,
revestido con las conquistas que haremos, le contaré cuanto hemos hecho, la
sangre que habremos derramado, y entonces mi adorada Ángela, verá en mí, no un
azotado, sino a un hombre terrible, cuyo nombre se repetirá con espanto. La
mujer es loca por lo extraordinario y mi obra extraordinaria le volverá a
encender ese amor que me tenía; mi hijo no se llamará el hijo del ladrón, sino
el hijo de Bruno el valiente. Sí, y ese puesto lo conquistaré aun cuando sea
preciso sumergir mis pies en charcos de sangre.
Le consolaba el partido que había tomado,
de cubrir el epíteto de ladrón con el de asesino, y en consonancia con esa
idea, Bruno tenía la convicción de encontrar simpatías en su amada y en el
sentimiento nacional que aplaude cuanto lleva el sello del valor, del heroísmo
en todas sus faces.
¡Hábito arraigado que por desgracia
prepondera en las masas y de donde frecuentemente se ven surgir fenómenos
inconcebibles!
La supremacía de la espada sobre la
inteligencia, ha sido uno de esos resultados que tantas revelaciones ha costado
a la América y una de las principales fuentes del despotismo que ha obstruido
el desarrollo de las industrias y de las reformas.
Educado el jefe de los piratas en esa
escuela, lo mismo que sus camaradas, en vez de haber reflexionado sobre las
consecuencias del asesinato de Mena, sintieron despertarse en sus corazones, la
necesidad de engrandecer la obra con hechos que señalasen el carácter que
investían. Movidos por un pensamiento común, luego que se encontraron reunidos
al almuerzo, el jefe tuvo necesidad de comunicar sus planes posteriores.
-Ya somos inseparables -les dijo, al
sentarse a la mesa. Lo que hemos hecho anoche, es digno del valor que nos
acompaña; pero falta mucho más que hacer.
-Yo desearía un combate -dijo el Oso-,
para mostrarme de lo que me creo capaz. Matar sin peligro es poco agradable.
-No tengas cuidado -le contestó el jefe-,
pronto llenarás tus deseos: veremos de lo que eres capaz.
-Me conocerán, si llega la ocasión
-repuso el Oso llevando a sus labios un trozo de carne salada.
-Y si necesitas de compañero -agregó
Galeote, dirigiéndose al que acababa de hablar-, cuenta con tu hijo.
-Estén seguros que en el primer asalto
-les dijo Bruno-, les mandaré a ustedes dos.
-Y a mí no me olvides -añadió uno de los
zambos.
-Nada, nada, no hay que apurarse
-contestó Bruno-. En cuanto lleguemos al Golfo, nos pondremos en acecho para
tomar las embarcaciones que salgan de Tumbes, vengan de Paita, del Callao o
partan de Guayaquil. Para el apresamiento de esos buques se necesita mucha
astucia, de lo contrario somos perdidos.
-¿Con qué vamos a tomar más buques?
-interrogó Barra.
-Es necesario que seamos poderosos y
ricos, y la riqueza la hallaremos en los cargamentos, en el dinero que lleven las
naves. ¿Comprenden? -repuso Bruno.
-Esa es la mejor parte del proyecto -dijo
el Oso.
-Pero no todos los buques son mercantes
-agregó el jefe-, ni a todos se les toma con la facilidad que tomamos esta
barca. La tripulación puede defenderse, y si son buques del ejército de Flores,
también será necesario apresarlos con arrojo y sin que queden testigos.
-Para ese caso debíamos haber degollado a
los que hemos dejado atrás -observó Calzada.
-Era inútil dar ese paso -contestó
Bruno-; porque los hemos dejado sin tener en qué salir.
-Recuerdo, mi general -dijo el Oso-, que
los dueños del buque quedaron amarrados, de donde no podrán escapar sino con
gran dificultad; y para todo caso, en una lancha es muy fácil naufragar.
-Tienes razón -contestó Barra-. No podrán
escapar.
-¡Dios lo quiera! -exclamó Calzada.
-No pensemos en cosas como esas que son
imposibles -agregó Bruno llevando la conversación al pensamiento que le
ocupaba. Muy pronto vamos a encontrarnos en el campo de batalla y para ese caso
quiero adelantar mis órdenes.
-En hora buena, explícate mi jefe -le
dijo Barra-; y para que la suerte nos ayude bebamos un trago.
Los dos camaradas llenaron sus copas de
vino tinto y las vaciaron de un golpe.
-¿Cuáles son las órdenes que vas a
darnos? -le interrogó el Oso, sorbiéndose los bigotes.
-Las siguientes -contestó Bruno-. Cuando
avistemos un buque izaremos bandera y nos fijaremos en la que enarbole el
contrario. Si la bandera es de Francia, inglesa, que no pertenezca a estas
tierras, le dejaremos pasar porque a los extranjeros no se les puede sorprender
ni engañar con nuestras voces que ellos no entienden; pero si es peruana,
ecuatoriana o chilena, mandaré visitar el buque por cuatro de ustedes y dos
remeros de los marineros. Llegarán al costado, sin llevar otra arma que el
puñal, y cuando estén allí observarán si va mucha gente y si van soldados. Si
sucediese esto último, griten al acercarse ¡Viva Flores! porque solo buques de
Flores andarán fuera del río, y entonces ellos abrirán la puerta de la escala y
les recibirán con confianza y alegría. En el momento que pisen la cubierta,
procurarán aprovechar la confianza que inspiren y lanzarse como leones sobre
cuantos encuentren, esparciendo la muerte y el terror y cuidando de asegurar el
triunfo. Si no se pudiese acometer, hablarán de los deseos que tienen de
enrolarse en la expedición junto con los otros compañeros que quedan en este
buque, y entonces unidos, ¡vive Dios!... que no quedará dudoso el combate. Para
el caso de que el buque fuese mercante, obrarán con presteza, despachando los
estorbos que encuentren y haciendo prisioneros a los rendidos. ¡Debemos
considerarnos como un ejército, compañeros! Como una autoridad conquistadora.
-¡Bravo! ¡Bravo! -exclamaron los
camaradas al comprender lo que podían llegar a ser. Esto merece una copa de
aguardiente.
Se bebieron la segunda copa con
entusiasmo, y Bruno continuó:
-Pero no es esto todo. Cuando hayamos
capturado algunos buques y poseamos algún dinero, dos de ustedes irán a la
ciudad y de allí pasarán al Daule. En Daule se presentarán ocultos a nuestros
compañeros que andan sueltos; les hablarán de nuestro poderío, comprarán armas
y los convidarán a enrolarse en nuestras filas.
-Y estoy cierto que vendrá gran número
-dijo Barra.
-Como una bandada de gallinazos tras el
olor de un burro muerto -agregó uno de los zambos.
-Sí, vendrán muchos, lo creo -continuó
Bruno-; y entonces podremos tripular otro buque y hacernos invencibles. Así es
que, en algunos días que aprovecharemos con denuedo, Guayaquil temblará, ¡y
llegará tiempo en que podamos dar un asalto y vengarnos!...
-¡Nunca me habría imaginado lo que se nos
esperaba! -exclamó Calzada.
-Nos vengaremos en grande -agregó Barra.
-Salomón no discurría como acaba de
discurrir nuestro jefe -añadió Galeote.
-Sí, compañeros -continuó Bruno
embriagado por las ilusiones-; nadie habrá discurrido lo que yo, ni nadie ha
acometido empresa tan heroica, porque nadie ha contado con gente tan valiente
como ustedes. Nuestros triunfos resonarán en todas partes, y mientras estemos
gozando en el furor de los combates, luchando a brazo partido con nuestros
enemigos y abriendo sus vientres a cada golpe de nuestros puñales, nosotros
empapados en sangre y hartos de matanzas, descansaremos en brazos de nuestras
queridas al finalizar nuestras venganzas, y por todas partes se dirá al
divisársenos, ¡son bravos como tigres!
Los camaradas arrebatados por el fervor
del jefe y enajenados con la pintura que les hacía de lo que se les aguardaba;
exclamaron con delirio:
-¡Mereces la presidencia!
El almuerzo concluyó por un nuevo trago
de aguardiente, volviendo cada cual a ocupar su puesto, según el orden del
servicio.
- VII -
Habían transcurrido cuatro días desde que
tuvo lugar la escena anterior y el camarada del número 5 se encontraba de
guardia, cuando se dejó oír que este daba la voz:
-¡Tierra!
La tripulación se agolpó a la proa, y
Bruno mirando con el anteojo de larga vista anunció:
-La isla del Muerto.
Seis horas después se divisaba la costa
florida de Tumbes, los árboles gigantescos que parecen nacer del centro del
mar, y antes que todo, ese cadáver amortajado que yace en medio de las olas,
abriendo las puertas al Golfo de Guayaquil y a quien Bruno anunciaba con el
nombre de "Isla del Muerto".
El Pirata se acercaba lentamente a tomar
posesión del campo en que quería sentar su imperio.
Los camaradas se deleitaron a la vista de
la tierra y a presencia de las imágenes que el jefe les había pintado para
mantenerles fieles a la realización de su plan siniestro.
Cuando se hubieron hartado con la vista
de tierra, Bruno convocó a sus legionarios para organizar el asalto que debían
dar a la primera nave que se divisara.
-Ya estamos en el campo de batalla -les
dijo-: solo falta que aparezca el enemigo. Para el primer ataque, ¿quiénes
quieren ir?
Cada cual le respondió con resolución.
-¡Yo!
-Deben ir tan solo cuatro -observó el
jefe.
-Yo debo ser el primero -fue la
contestación sucesiva de cada uno.
-De ese modo no nos entendemos, yo
elegiré en tal caso -repuso Bruno.
-Elige a los más hombres, mi jefe -le
pidió el Oso considerándose el más fuerte.
-No tengo motivos para saber cuál sea el
más hombre, -contestó Bruno-, a todos les creo iguales.
-Al que haya dado más pruebas de valor en
su vida -agregó Barra.
-Sí, sí -respondieron los otros.
Galeote propuso entonces que cada uno
refiriese sus hazañas, para poderle apreciar, agregando:
-Que principie el Oso, que nos cuente por
qué se cree el más capaz.
Bruno y todos miraron al Oso,
provocándolo a que expusiese lo que había hecho de grande en su vida para
satisfacción del amor propio de los otros, que no querían ceder un palmo de
superioridad a nadie.
-Ninguno de ustedes -contestó el Oso-, es
capaz de hacer lo que yo he hecho. Yo he peleado desde pequeño, y muchos viven
marcados por mi hacha, cuando labraba en el monte. Hasta hoy ninguno me ha
vencido, y si no lo creen pregúntenlo a los que habitan en Conducta. Pero eso
de vencer hombres no es gracia; me he batido con fieras.
-Con fieras -repitieron los camaradas
riéndose a carcajadas.
-Como lo oyen, mis amigos, me he batido
con fieras.
-¿Cuándo y en dónde? -le preguntó Galeote
admirado.
-El 3 de enero de 1842 a presencia de
todos mis compañeros del astillero.
-Cuéntanos para ver lo que hay de cierto.
-Deben saber que tuve un hijo, del
viento, camaradas; y que este hijo idéntico a su padre, se divertía por las
tardes en nadar a orillas del río, siendo que apenas tenía 5 años. Varias veces
le había reprendido a fin de que no lo hiciese por temor a la corriente, y por
esta razón le arrimaba fuertes latigazos a causa de su desobediencia. Mi hijo
cambió de lugar para bañarse y se fue dos cuadras hacia arriba a seguir su
capricho. El día 2 de enero de ese año, el muchacho estaba parado en la orilla
del malecón para tirarse al agua, cuando un lagarto cebado en ese punto, se
acercó por bajo del agua, y dando un colazo a mi hijo, lo arrebató de la orilla
y se sumergió con él. Media hora después supe la muerte de un hijo a quien
quería como prenda única de mi corazón. Creí de mi deber el vengarme del
monstruo que había arrebatado a Juanito, que así se llamaba.
-¿Vengarte de un monstruo? -le
interrogaron los camaradas-, ¿de qué manera?
-Muy sencillamente. Como el lagarto
estaba cebado, era exacto que al día siguiente volvería al mismo punto si se le
presentaba otra presa, para lo cual me presenté yo mismo. Al efecto, acudí al
punto marcado, me desnudé completamente, me puse un sombrerito en la cabeza y
con mi buen puñal en la mano, me entré al río. El olor a almizcle que se siente
cuando se aproxima algún lagarto, su cresta formada por las escamas
impenetrables que te cubren, me anunciaron bien pronto que la fiera venia sobre
mí. Entonces me entró al agua hasta no dejar fuera sino la cabeza. Cuando así
estuve, el lagarto se lanzó sobre mí con la velocidad del rayo, abriendo su
enorme boca para tragarme. Herir a aquel animal de frente, es inútil, porque no
le entra ni la bala: era necesario atacarlo por el vientre, que no tiene
escama. Así fue, que al mismo tiempo que el animal saltaba para agarrarme, yo
me zambullía dejando el sombrerito en la superficie y me ponía bajo el vientre
del animal. Allí lo aproveché, perdiéndole con furor una y seis veces mi puñal
en sus entrañas. En seguida salí sobre el agua nadando y el lagarto se volvió
de espaldas, muerto por mi brazo. Pedí una soga, le amarré de la cabeza y luego
le saqué a tierra. Allí le abrí el vientre, en donde encontré los huesos
intactos de mi querido hijo. Tuve el consuelo de enterrarle en sagrado.
-Eso último es lo más raro -observó
Calzada con cierto aire de duda que molestó al Oso-; porque el matar lagartos,
como tú lo has hecho, se ha verificado otras veces, pero eso de los huesos...
El Oso un poco incómodo satisfizo al que
parecía presentar dudas sobre lo que acababa de referir, haciéndole ver que el
lagarto no solo conservaba huesos en su vientre, sino una gran cantidad de
piedras que tomaba de lastre para sumergirse; que nunca comía en el agua, y que
al tomar una presa, lo que hacía era llevarla hasta el fondo del río para
ahogarla, de donde la sacaba a tierra para comerla.
Contó otras especialidades de ese
monstruo marino y continuaba refiriendo varios hechos asombrosos, cuando se
dejó oír la voz del número 6 que estaba de guardia.
-¡Buque a la vista!
El solo anuncio bastó para cortar la
conversación y obligar al jefe a nombrar los cuatro que debían acometer al
buque.
-Observaremos -dijo-, el método de la
numeración. Irán los cuatro primeros números con dos marineros; para el segundo
que aparezca irá el resto conmigo.
Nadie replicó a la orden de Bruno.
-Son dos los buques -volvió a gritar el
de guardia.
-No importa -repuso Bruno-; asalten al
primero, y si pueden, sigan con el segundo. Yo no puedo abandonar la barca, y
es necesario que esperemos la vuelta de los que ahora tienen el turno.
Y volviéndose hacia el que manejaba el
timón agregó con voz de mando:
-Timonel, dirige la proa sobre esos
buques que se ven. ¡Sobre ellos, timonel!
Cuando el jefe daba estas órdenes, ya el
Oso con los otros tres compañeros designados, alistaban una chalupa para
echarla al agua.
Ágiles y entusiastas, se mostraban en
aquel momento dispuestos para luchar con cuanto se les presentara.
-Rivalizaban en el apresto, y ya
descolgaban la embarcación, cuando el Oso se despedía de su jefe
pronosticándole la victoria.
-No volveré -le dijo-, sino para ser
admirado por vos. A fe de hombre te prometo la conquista de esos barcos, sea
que estén cargados de hombres o de plata. ¡Compañeros, ya es tiempo!
-Sí, ya es tiempo -respondieron los
otros, bajando la escala-: ¡fortuna y valor!
- VIII -
Por ese tiempo, la expedición de Flores
había zarpado de las costas del Callao y de Chile, en dirección a las islas de
Lobos, punto de reunión para los diversos buques que conducían gente enganchada
o emigrados ecuatorianos que se encontraban en las costas del Perú.
En esas islas se organizaban los
diferentes cuadros de tropa que iban llegando, y de allí, se disponían a partir
sobre la isla de Puná para dar principio a las operaciones de conquista.
Los dos barquichuelos que acababan de
divisar los tripulantes del Pirata, eran dos transportes mercantes que
conducían de Tumbes al punto de la reunión, 63 hombres para engrosar las filas
de la expedición.
El primero de esos buquecitos, estaba
mandado por el teniente coronel Tamayo y llevaba 29 tripulantes; el segundo
mandado por el de igual clase, Sr. Guerrero, conducía 34.
La desgracia quiso, que el día en que el
Pirata llegaba al Golfo, fuese aquel en que ellos partían a tomar las armas,
persuadidos de que en pocos días más iban a ser dueños del Ecuador.
Navegaban arrimados a la costa y en la
entera confianza que nadie les molestaría, atendiendo a que del río no saldría
el pequeño vapor Guayas del gobierno, y a que encontrándose en aguas del Perú y
bajo pabellón peruano, nadie podía molestarles.
En tal confianza viajaban, que la mayor
parte iba sin armas y acostados en el entrepuente, estrecho de los buquecitos
paiteños.
Cuando divisaron la barca ballenera que
se dirigía sobre ellos, no se movieron ni aun se dignaron satisfacer la
curiosidad, reconociendo en el Pirata un buque cualquiera norte-americano, por
la bandera que flameaba en su popa.
Por tal causa, los tripulantes se
quedaron en sus camas y tan solo Tamayo con siete de los marineros, permaneció
sobre cubierta esperando la barca que se acercaba.
En esa disposición se encontraban, cuando
vieron atracar al costado del que mandaba Tamayo una chalupa que se acababa de
desprender de la ballenera.
Era la que tripulaba el Oso con tres de
sus camaradas, y dos remeros extranjeros.
Al subir, el Oso dio el grito de ¡Viva
Flores! que repitieron los que le acompañaban y a la vez el jefe del buque, que
creía encontrar nuevos afiliados a la cruzada floreana.
El Oso sobre cubierta, mirando con
rapidez a todas partes y reconociendo el campo que iba a conquistar, acabó por
cerciorarse de la gente que allí se encontraba, y no queriendo dar tiempo a que
le reconociesen, se lanzó sobre Tamayo con el puñal alzado, dando la orden de
ataque:
-¡A la carga, compañeros!
A esa voz, caían muertos cuatro,
atravesados por el puñal de los bandidos; y sin dar treguas, despachaban con la
seguridad de la sorpresa a cuantos encontraban paralizados por el terror.
Veloces como el tigre, se repartieron en
todas direcciones y en todas direcciones acuchillaron a cuantos encontraban.
Pasó un momento en que se hallaron con la
cubierta barrida, empapados en sangre y con los rostros encendidos de furor,
buscando más víctimas que sacrificar.
Se les presentó un grupo, que despavorido
salía del entre puente, y a él le cargaron con más coraje que a los primeros.
Unos cayeron rodando, otros se
bambolearon con las agonías de la muerte; por un lado se divisó quien parecía
dilatar sus últimos momentos conteniendo las entrañas que salían por las
heridas: voces de súplicas y de perdón, ayes dolorosos y de terror se oían lanzados
por la desesperación, y en medio de ese campo de heridos y muertos se veía a
los cuatro bandidos que recorrían el barquichuelo con nuevos bríos, como si ese
conjunto de clamores fuese el canto de guerra que incitase a la pelea.
-¡Salgan pronto! -gritaban a los pocos
que quedaban en el entre puente, arrinconados por el pánico que se había
apoderado al divisar la carnicería de la cubierta y sentir que la sangre
chorreaba donde ellos estaban.
-¡Perdón! ¡Perdón! -era la respuesta de
esos infelices, y se arrinconaban cuanto les era posible, sin atreverse a
salir.
Despechados los bandidos con aquella
tardanza, se precipitaron al entre-puente, y sin atender al ademán suplicante
de las víctimas que quedaban, implorando de rodillas la vida, repartieron por
todas partes golpes de puñal, que sumergían en los cuerpos, y que exánimes
caían tendidos, revolcándose en su propia sangre.
La carnicería había sido completa.
No quedaba un solo testigo de la matanza;
y tan pronto como se hubieron cerciorado de que nadie quedaba allí vivo, se
miraron unos a otros con la alegría infernal que se apercibía en la sonrisa de
sus labios.
Sus pechos latían con el exceso de la
fatiga; sus ojos medios cubiertos por el cabello que bailado de sudor y sangre
caía sobre sus caras, parecían preguntar por más hombres que matar.
En tal situación el Oso gritó:
-¡Están despachados, volemos a alcanzar
al otro que huye!
-¡A ellos! -contestaron los camaradas-,
¡Volemos!
Y diciendo estas palabras, bajaron de
carrera al bote que les esperaba al costado, dirigiéndose con cuantas fuerzas
podían desplegar, sobre el segundo barquichuelo, que había presenciado la
carnicería a bordo del primero, y que en vez de protegerle, se entregaba a la
fuga, dirigiéndose a encallar en tierra.
Bruno desde la barca, acompañado del
resto de su gente, animaba con sus gritos a los que divisaba combatir; y cuando
vio que seguían en persecución de la segunda presa, hizo adelantar el Pirata
cuanto pudo, para proteger a los asaltantes que nada oían ni nada veían.
Solo miraban hacia adelante, dejando
flotar sus cabellos y ropas manchadas a merced del viento, y mostrando el ojo
chispeante de la pantera que busca alas para alcanzar la presa que se le
escapa.
-¡Aguárdense cobardes! -era el reto que lanzaban a sus
contrarios fugitivos, blandiendo los puñales humeantes de sangre.
Pero las velas del barquichuelo daban más
celeridad que la que los remos comunicaban a la chalupa.
La tierra estaba próxima, y la proa de la
nave que huía encalló bien pronto en el lodo de la costa.
Los tripulantes saltaron por todas
partes, echando a correr como en las circunstancias aciagas en que se dice:
sálvese quien pueda.
No atendían al corto número de los
bandidos; solo pensaban en correr, y ese pensamiento atolondrado, crecía a
medida que llegaba a sus oídos la provocación de los asesinos.
Tal era el efecto que causaban aquellos
hombres.
Vanos fueron los esfuerzos del bote para
llegar a tierra.
Los expedicionarios les llevaban un
cuarto de hora de ventaja, mas esta circunstancia no les desalentó.
Saltaron también, y creyendo suplir la
distancia con la celeridad de sus piernas; echaron a correr tras los rastros
dispersos que dejaron los escapados de sus garras.
- IX -
La noche entraba anunciando una de las
frecuentes borrascas que aparecen en las costas del Ecuador.
Soplaba un viento fresco que cubría con
rapidez el cielo de nubes espesas.
De súbito se dejó oír el eco de la
tormenta.
Un trueno dilatado que recorría la
atmósfera, oscurecida como en la víspera de la creación en que el mundo era un
caos, daba sucesión a otro trueno que parecía rasgar los montes.
Aquello no era más que el anuncio de una
revolución poética que iba a presentar el choque de los elementos
desencadenados.
El aire calmaba y el trueno se repetía
con estrépito creciente, sin divisarse el más pequeño átomo de luz, siendo que
la lobreguez progresaba a impulsos de ese ruido espantoso.
Un momento de silencio y en seguida se
veía correr por los espacios, luces centelleantes que se sepultaban en las
nubes después de describir surcos de fuego.
El trueno reaparecía, se sucedían las
centellas y a la vez corría por entre las tinieblas una bola de fuego que
dejaba en su curso una estela de luz.
Era el rayo que rasgaba la lobreguez del
cielo y se presentaba como el carro misterioso que arrastra en su triunfo la
resurrección de la vida combatida por la muerte.
La lluvia copiosa se desencadenó para dar
desahogo a los elementos que acababan de combatir.
Pasó esta y el buen tiempo reapareció.
La luz triunfaba.
Bruno esperó a sus compañeros hasta que
hubo pasado la tormenta, y juzgando que tenían sobrado tiempo para haber
vuelto, creyó que los fugitivos se habrían rehecho y tomado presos o muerto a
sus camaradas.
Pensamiento tan justo le presentó el
peligro que corría de amanecer en aquel mismo lugar, donde sería tomado al día
siguiente.
Tanto por salvar, cuanto por engrosar sus
fuerzas diezmadas, resolvió encaminarse a Puná, dejar allí la barca y en una
chalupa internarse a la ciudad de Guayaquil, para sacar otros compañeros que
creía dignos de su empresa.
Para llevar a cabo el pensamiento,
convidó a los marineros, quienes no se opusieron, en atención a que
condescendiendo, tenían esperanzas de escapar con la vida.
- X -
Por este tiempo, el Gobierno Supremo que
residía en Quito, se acababa de trasladar a Guayaquil, punto en donde debía
librarse el primer combate con los floreanos.
Se encontraba al frente de la
administración, el general Urbina, educado por Flores, que había derribado la
administración Novoa el 17 de julio de 1851. Urbina, militar astuto y de
maneras seductoras, tenía a su cargo la misión de salvar al país, y para ello
se aprestaba empleando cuantos recursos tenía, haciendo fortificar el malecón,
proveyendo los fuertes de Saraguyo y del cerro, y desplegando esa actividad
propia de las circunstancias.
Sus esfuerzos eran secundados con
confianza por los valientes Elizalde, Robles, Franco, Villamil, Gómez, Rojas, y
en especial, por el espíritu entusiasta de la población.
Con todo, aquellos preparativos eran
insuficientes y con razón se desconfiaba del éxito de un encuentro, desde que
el ejército de línea no llegaba ni podía acercarse, por el estado intransitable
de los caminos.
Para evitar una sorpresa, el vapor Guayas
partía diariamente a observar si se presentaba la flota enemiga; recorría hasta
la desembocadura del río y se volvía.
En una de esas excursiones del Guayas,
cuando conducía 30 hombres para guarnecer la ribera de Machala, el comandante
del vaporcito divisó venir con la corriente una chalupa con ocho hombres de
tripulación; y sin detenerse, a fin de saber qué noticias traían o quiénes
eran, se dirigió sobre ellos.
Los de la embarcación dejaron de remar un
momento al divisar el vaporcito; pero luego siguieron poniendo la proa sobre
él.
Antes de un cuarto de hora la chalupa
atracaba al costado del Guayas, dando gritos entusiastas de ¡Viva el Ecuador!
¡Muera Flores!
En el vapor se creyó a primera vista que
esos hombres serían algunos desertores de la flota floreana; pero el jefe del
Guayas reconoció a Bruno cuando éste extendía los brazos para tomar la escala.
Entonces, la guarnición acudió a la orden
del comandante Robles, y abocando sobre los de la chalupa sus fusiles, les
intimaron orden de subir uno por uno.
Bruno y los camaradas, quisieron entonces
huir; pero no había cómo; estaban descubiertos; era necesario renunciar al
proyecto de apresar el vapor y el tentar otros medios para salvar la
existencia.
Momentos después, los ocho tripulantes se
encontraban amarrados y con grillos.
El vapor siguió su ruta, desembarcó en
Machala la guarnición, y se volvía a la ciudad con aquellos presos.
Tercera
parte
- I -
-¿Que hacíais en el río? ¿Por qué os
habéis fugado de la isla?
-Estas preguntas eran hechas por el juez
del crimen a los reos capturados por el vaporcito cuando fueron trasladados a
la cárcel de Guayaquil.
-Supimos que había guerra -contestó
Bruno- queriendo representar el papel de un patriota, y por eso nos hemos
fugado para tomar un puesto en los batallones de la nación.
Los marineros nada entendían de cuanto se
hablaba, y el muchacho mejicano que se apercibió del rol que Bruno procuraba
desempeñar, sea por la generosidad que existe en el corazón de la juventud o
por la curiosidad que abrigara de ver el desenlace de un juicio que jamás había
presenciado, se guardó de delatar los crímenes con que se habían manchado los
reos de la isla.
-¿Pero quién os ha sacado? ¿De dónde
habéis encontrado esa chalupa para veniros? -siguió interrogando el juez.
-Esa chalupa pertenece al capitán de una
barca ballenera -contestó Bruno-, que nos la ha franqueado para trasladarnos
acá -y volviéndose a los marineros agregó-: Esos hombres son tripulantes del
buque que tienen que regresarse a la isla del "Muerto" donde les aguardan.
Respuestas de esta naturaleza, que
llevaban la apariencia de la verdad, desarmaron al juez de la animosidad con
que les había recibido.
-¿Y los otros presos dónde han quedado?
-prosiguió el juez.
-No quisieron venir, señor -repuso Bruno
con grande aplomo.
-Hicieron bien -observó el juez-, porque
se han librado del castigo.
-¿Del castigo, señor juez? -interrogó el
jefe de los bandidos mostrándose humilde y resignado a morir por la patria-; no
puedo creer que sea un delito el acudir a defender la ciudad cuando la atacan
facinerosos como los que vienen. Yo y mis compañeros hemos creído que en vez de
castigársenos se nos premiaría proporcionándosenos la ocasión de purgar
nuestras faltas pasadas, ocupando en las filas de los compatriotas los puestos
de más peligro. Aun cuando nos hemos fugado de la isla, usía debe tener
presente que esta patria es también de nosotros y que en los casos apurados,
todos sus hijos tienen el deber de defenderla. Las faltas pasadas se olvidan, señor,
y ahora no debe apreciarse sino al que es valiente.
La sencillez con que Bruno se expresaba,
la disposición en que se encontraban los ánimos de los ecuatorianos en esa
época para apreciar todo lo que era heroísmo nacional, el silencio de los marineros
que parecían ser testigos de la inocencia y sentimiento de los bandidos,
produjeron en el ánimo del juez una convicción tal, que borró de su mente la
idea sospechosa que había producido la captura de esos hombres.
Renunció al juzgamiento, y admirado del
rasgo de patriotismo que le exponía el jefe, se marchó diciendo a los reos:
-Está bien, pronto se les dará colocación
en el ejército; pero entre tanto, vuelvan a la cárcel.
Es verdad que era fácil comprobar si era
o no verdad lo que Bruno había dicho, mandando a cerciorarse a bordo del buque
que citaban haber dejado en el "Muerto"; pero en aquellos días, los
buques de Flores cruzaban por la desembocadura del río.
Así fue que tanto estos antecedentes como
la especie de sentencia pronunciada por el juez, hizo reaparecer en el ánimo de
los capturados la esperanza de salvar, creyendo que alistados que fuesen en el
ejército, podrían fugar y escaparse de la pena a que eran destinados los
asesinos.
- II -
Dos días después, llegaba la noticia, de
que una fragata de guerra sueca que se encontraba anclada en la Puma y que
había ofrecido destruir la expedición floreana en virtud del decreto irregular
que declaraba a esa flota en clase de pirata, acababa de apresar una barca
ballenera sin gente y tan solo con un marinero que se había quedado oculto en
la bodega, el cual declaraba que Mena había sido fusilado, los dueños de la
barca arrojados no se sabía a dónde; contaba el degüello de los tripulantes del
barquichuelo, y otras particularidades que se conocen en el curso de esta
narración.
Para mayor comprobante de lo acaecido,
entraba en la ría el barquichuelo con los cadáveres de los asesinados.
A vista de tantas pruebas que
horrorizaban, el jefe supremo mandó abrir un juicio sumario a los reos.
-Habéis mentido -les dijo el juez militar
al hacerles comparecer a su presencia. Estáis acusados de asesinos y piratas.
-Ignoramos cuáles sean esas pruebas que
nos hagan culpables -respondió Bruno tomando la palabra por sí y por sus
compañeros.
-Habéis asesinado al Gobernador de
Galápagos; habéis hecho desaparecer a los dueños de la barca que apresasteis,
habéis asesinado a 28 hombres que navegaban en la costa de Tumbes. Todo lo sé,
y lo que falta es el apresamiento de cuatro de vuestros compañeros que se
fugaron en la costa.
No quedó la menor duda a los bandidos que
todo se sabía y que era inútil seguir disimulando los crímenes que habían
cometido.
Entonces hubo pavor en ellos y el primero
que procuró salvarse fue el mejicano, acusando a los bandidos.
Habló por sí y a nombre de los marineros,
haciendo ver la violencia que se les había hecho para acompañar a los asesinos.
-A nosotros también se nos ha engañado
-dijeron los tres compañeros de Bruno. Nosotros no hemos muerto a nadie. Bruno
fue quién mató al Gobernador.
Bruno no perdió la sangre fría que le
acompañaba, al verse acusado por todos.
Esperó leer en la fisonomía del juez el
efecto de esas delaciones.
-¿Qué decís a lo que exponen vuestros
compañeros? -le interrogó el juez.
-¿Que puedo decir? -respondió el jefe de
los bandidos-, a cargos de los mismos que me han acompañado en mi empresa, de
los mismos que ayer me llamaban su ángel salvador y que hoy me acriminan haciéndome
responsable de lo que todos hemos hecho.
-Explicaos -le dijo el juez-: ¿Todos sois
cómplices?
-Sí señor -respondió Bruno-. Todos,
porque hemos procedido con conocimiento pleno de lo que íbamos a emprender.
Solo los marineros son inocentes.
-No le creáis, señor juez -repusieron los
tres compañeros-, nosotros hemos venido porque se nos dijo que seríamos bien
recibidos en Guayaquil, donde faltaban soldados para la guerra. Pero jamás se
nos pasó por la imaginación que tendríamos que presenciar tantos asesinatos
como los que ha cometido Bruno y los otros que se fugaron para Tumbes.
Una sonrisa demostró el desprecio de
Bruno para con sus delatores.
-Parece que quieren cederme a mí solo la
gloria de lo que hemos hecho -observó Bruno con orgullo.
-¿Qué significan esas palabras?
-interrogó el juez asombrado de lo que oía.
-Significan, Señor -contestó Bruno-, que
esos hombres -señalando con repugnancia a los compañeros- renuncian a los
premios y a la gloria; porque es glorioso hacer en defensa del país lo que los
mismos del país no han hecho; atacar a los enemigos en el centro de sus fuerzas
y destruir la vanguardia del General Flores; pues es la vanguardia la que ha
sido degollada. Creo que esto merece algún premio y no castigos como los que
temen esos pobres zambos que me acompañan.
La actitud imponente del bandido se
revestía de la dignidad del hombre que en conciencia cree haber hecho algo de
grande por su patria.
Y esa convicción aparente que demostraba,
iba por grados convirtiéndose en él en una convicción real.
Los tres zambos no se atrevían a delatar
el plan que traían de entrar a Guayaquil para tomar venganza de los jueces que
les habían mandado azotar en épocas anteriores.
Conociéndose vencidos por la
argumentación del Jefe destronado, concibieron una débil esperanza de que el
talento de Bruno podría libertarles.
Fue debido a eso que se notó un cambio en
la fisonomía de los delatores, pasando a guardar un profundo silencio.
-¿Y si creíais que era una gloria la que
habíais conquistado -le interrogó el juez a Bruno y con quien se singularizaba
aquella especie de interrogatorio judicial-, por qué mentistes al principio no
dando parte de vuestros procederes?
Fue porque el modo como se nos recibió en
el vapor -respondió Bruno-, indicaba injusticia y que solo injusticia
alcanzaríamos por más loable que fuese lo que habíamos hecho.
Aun cuando la respuesta no satisfacía la
pregunta, sin embargo, el juez no quiso insistir en ella, seguro de llegar a un
pleno esclarecimiento del crimen, indagando lo que resultaba de las
instrucciones recibidas.
-Bien estoy viendo -dijo este-, que la
defensa que procuráis hacer es un tejido de falsedades.
-Nada de falsedades, señor, Juez; hemos
degollado la vanguardia de Flores, esa es la verdad.
-¿Y por qué degollasteis esa vanguardia?
-Aunque yo no he sido el que la ejecutó,
con todo, acepto la responsabilidad porque yo fui el que la ordené. La
degollamos, para presentarnos con una acción meritoria que sirviese de
justificativo a nuestros deseos de servir al país.
-¿Y el asesinato del señor Mena, fue
también para servir al país?
Interrogación tal impuso silencio por un
momento a Bruno.
Era su crimen mayor.
Recordó en su interior la frase del Oso
que se había opuesto al asesinato diciéndole: "Tengo no sé qué
presentimiento de que esta muerte será nuestra perdición", y al mismo
tiempo los pronósticos de la víctima; pero Bruno sacudió esos recuerdos y acudió
a responder al Juez:
-No fue asesinato, señor, lo fusilamos
porque quiso sublevarse en contra de mi autoridad.
-¡Mientes, malvado! -exclamó el Juez-. Le
habéis fusilado inerme, sin que pudiese defenderse, cuando no había ni hablado
con la gente del buque. Vos, bandido, le hicisteis tomar en su balandra, y
fuisteis a buscarlo de propósito para asesinarle. Tal vez habríais podido
escapar; pero ese asesinato me prueba que vuestro plan no era otro que matar a
cuantos encontraseis.
La acusación era demasiado fuerte que
dejase calma al bandido para seguir con sus argucias.
Nada contestó, bajó la cabeza agobiado
por el peso del crimen.
-¿Y qué hicisteis del capitán de la barca
y de los que le acompañaban? -volvió a interrogarle el Juez.
-Quedaron en la isla -respondió secamente
Bruno.
-¿Vivos o muertos?
-Quedaron vivos -respondieron los cuatro
bandidos a un tiempo.
El Juez militar suspendió el
interrogatorio, para continuarlo más tarde, resuelto a finalizar el juicio al
día siguiente si era posible, atendiendo la orden de la suprema autoridad y a
la indignación pública que pedía un castigo ejemplar para monstruos de que no
se tenía idea.
- III -
El juicio se siguió con la mayor rapidez
que se pudo.
En 48 horas estaban concluidas las
declaraciones de los reos.
Se encontraban convictos y confesos de
cuanto habían hecho.
Lo único que aconteció de notable en
todas ellas fue la conclusión de la de Bruno.
-Supuesto que mis esperanzas han
fracasado -le dijo al Juez con despecho-, no deseo perdón ni quiero la vida;
sentenciadme a muerte y recibiré así el último beneficio que debo esperar del
mundo y de mis jueces.
-¿Nada tenéis que agregar? -le interrogó
el Juez.
-Nada, nada. La justicia de los hombres
me ha perdido haciéndome bandido de honrado que era; ahora sería un mal que
dejaseis de consumar la obra que principiasteis al lanzarme en la corriente del
crimen.
-Siempre habéis sido un malvado -le
observó el Juez.
-No siempre, señor -respondió éste con cierta melancolía que le
trasportaba a avivar el recuerdo de sus primeros años.
-¡Qué habéis olvidado los robos, el rapto
de la joven, la puñalada a R... la noche que huisteis de a bordo?
-Todo lo recuerdo, señor Juez, pero antes
de esos robos, de esa muerte, del rapto de Ángela, yo era el artesano honrado
que servía de ejemplo a la ciudad; no el bandido famoso a quien hoy se le
presenta como un monstruo de espanto.
-Erais honrado, como lo han sido todos
-le objetó el Juez-; pero después no han bastado las penas que habéis recibido
para enmendaros. Habéis sido malo por naturaleza.
-No digáis eso, señor; antes de que me
asociasen a los criminales, de que me arrebatasen a mi adorada Ángela, de que
me infamasen, yo amaba a los hombres y en cada compañero encontraba un amigo,
en cada ser viviente un hermano a quien habría defendido en cualquier lance de
la vida, pero después, la infamia de los castigos me hizo pensar de diverso
modo; me puso en la necesidad de correr tras de los crímenes para ocultar los
ya cometidos con otros que tuviesen un carácter más alarmante, para encubrir la
vergüenza de los azotes. Por eso me encontráis al frente de esta cruzada de
ferocidad, que deseaba llevar adelante, para hacerme un fenómeno criminal que
espantase al mismo crimen; que saciase la sed de venganza que ha aparecido en
mí: habría deseado reducir a ceniza mi patria para morir envuelto en los
clamores de los testigos de mi degradación y no acabar lentamente en medio de
la rechifla y el escarnio de mis semejantes.
-¡Calla! ¡Calla! -le dijo el Juez
asombrado de lo que oía-; eres un verdadero monstruo. Piensa que vas a morir
pronto.
-¿Y condenado por qué causa? -le
interrogó Bruno.
-Por asesino.
-¡Gracias a Dios! -exclamó entonces-,
cesaré de vivir infamado y moriré sin arrostrar la vergüenza de los ladrones.
-Subirás al cadalso en 24 horas más.
-¡Subiré a él como un valiente!
El Juez tocó la campanilla y dio orden al
Jefe de la guardia, que pusiese en capilla a los cuatro reos y soltase a los
marineros.
-Antes de morir -dijo Bruno al separarse
del juzgado-, desearía ver a mi madre, a Ángela y a mi hijo. Quiero despedirme
de esas personas a quienes amo.
-Está bien -contestó el juez-, las
veréis.
- IV -
Acababa de concluirse el anterior juicio,
cuando ocurrían dos circunstancias imprevistas que venían a dar un carácter más
interesante a la causa ya finalizada: eran dos embarcaciones que llegaban.
La primera era una chalupa que conducía a
los compañeros de Bruno que habían ido en persecución de los que tripulaban el
barquichuelo de Guerrero, y que como hemos visto, abandonaron a sus compañeros,
echando a correr en la costa de Tumbes.
La segunda era una lancha que traía al
capitán y marineros de la ballenera que habían quedado amarrados en Galápagos.
Aquellos parecían arrastrados por la mano
de un destino funesta, que les conducía a recibir el castigo de sus crímenes;
estos aparecían a presenciar el desenlace de un drama que había principiado con
ellos en el desierto e iba a terminar en medio de una ciudad.
Los que habían ejecutado el degüello de
los expedicionarios, queriendo concluir también con los otros que habían
presenciado la matanza, se habían internado; según dijimos, al través de los
bosques de la costa y siguiendo las huellas de los fugitivos, esperando librar
en tierra el combate que se les había rehusado en el mar.
En la persecución continuaron toda esa
noche hasta encontrarse detenidos y extraviados por la oscuridad de la tormenta
que tuvo lugar.
El día siguiente lo perdieron en regresar
a la playa, sin haber hecho nada en tierra y con el ánimo de incorporarse al
jefe.
A este no le encontraron, y resolvieron
en situación tan apurada, presentarse a las autoridades de Guayaquil, pidiendo
premio por los beneficios que habían hecho, combatiendo a los floreanos.
Imbuidos en esta idea, se presentaron en
la ciudad y reclamaron lo que creían justo.
La contestación que la autoridad les dio
fue remitirlos a la cárcel, hacerles seguir un juicio igual al de los que
estaban sentenciados a muerte y designar el día en que todos ellos debían subir
al patíbulo.
Al día siguiente en que se tomaron estas
medidas, el Oso y compañeros entraban en capilla.
Los dueños de la barca, no encontraron
tan expedita la resolución del reclamo que hacían del buque.
El obstáculo nacía de la resistencia que
presentaba la fragata sueca, alegando que aquella era una presa legal que
pertenecía a la Suecia.
Desatendía las razones que se le oponían,
haciéndosele presente, que la presa se había hecho en aguas de la nación y
cuando los tripulantes eran ecuatorianos condenados a muerte por los crímenes
ya conocidos.
Felizmente, la exhibición que el capitán de la barca hizo de los
títulos de propiedad del buque, cortó la cuestión, volviendo la nave al poder
de sus legítimos dueños.
De tal modo se presentaban los sucesos
para llegar a un desenlace que todos deseaban.
- V -
Los ocho bandidos habían sido colocados
en una pieza espaciosa, en el fondo de la cual se veían arder dos luces de cera
que alumbraban una imagen de Cristo.
Veinte y cuatro horas se les había
concedido para que examinasen sus conciencias y se alistaran a hacer el viaje a
la eternidad.
Principiaban a correr las horas fatales
en que el hombre cuenta los últimos momentos de la vida, asentando sus plantas
en la tierra y transportando su pensamiento a mundos desconocidos, cuando Bruno
fue llevado a un lugar aparte para despedirse de su madre, de su querida y de
su hijo.
La madre, mujer anciana y seca de cuerpo,
estaba vestida de luto por el hijo que aún vivía.
Ángela, en la fuerza de la juventud,
tenía de la mano al hijo de un amor desgraciado.
Sus cabellos caían en ondas sueltas sobre
el blanco de su piel, y en las lágrimas que rodaban por sus mejillas, aparecía
el desahogo del dolor iluminando las miradas de su corazón. El hijo, asustado
con la tristeza de su madre, se asía con fuerza del vestido de ella y como si
conociera que Bruno su padre, a quien no conocía, fuera el autor de la
aflicción de Ángela, el muchacho parecía querer huirle.
La aparición de Bruno en el lugar donde
le esperaban las personas de su familia, fue tierna.
Llantos y abrazos se sucedieron.
Pasó una de esas escenas en que solo el
corazón puede hablar y el dolor delinear las impresiones.
Cuando Bruno se serenó un poco, dijo a
las personas que tenía presentes:
-Les he mandado llamar, para pedirles
perdón por lo que les he hecho sufrir. A usted madre la he renegado en mis
prisiones, porque a usted la hacía responsable de mi primer encarcelamiento,
origen de la pérdida de su hijo. No quiero llevar al otro mundo la acusación
que mi conciencia le hacía; la he llamado para perdonarla y para que usted
también me perdone, madre mía.
La madre confusa, avergonzada y combatida
por mil dolores íntimos, contestó a su hijo:
-De nada tengo que perdonarte, Bruno:
porque tú eres la víctima de un crimen mío. Yo debía ocupar tu puesto.
-No madre mía, usted no podría ocupar mi
puesto, porque usted no ha sido asesina y yo sí. Usted me prohibió casarme con
la única mujer que adoraba en el mundo, quizás mi amor fue demasiado exaltado y
Dios obró por su mano negándome la felicidad.
Bruno tomando las manos de Ángela, que se
precipitó a su seno llena de ese amor que le había hecho cerrar los ojos al
honor, siguió.
-Mi felicidad debía ser muy grande
poseyendo a esta mujer que idolatro y cuya memoria jamás se ha apartado de mí;
ahora siento con más vehemencia esa verdad, ahora que la estrecho en mis
brazos- por última vez. ¿No es verdad Ángela? ¿No es verdad madre mía?
La madre se cubría la cara con las manos
sin atreverse a contestar, y Ángela enajenada por el amor, respondió como fuera
de sí.
-Sí, Bruno, la felicidad que no
encontramos aquí debe esperarnos en el cielo. Legitima a tu hijo, que mi
viudedad la consagraré al culto de tu memoria.
-¿Quieres dar mi nombre a nuestro hijo?
-le interrogó Bruno con la expresión más ardiente de la suma felicidad. Dímelo
Ángela ¿es eso lo que me has dicho?
-Sí, Bruno querido, quiero ser tuya aun
en el patíbulo.
En aquel momento, los dos amantes se olvidaron
que se hallaban en presencia del hijo y de la madre.
Los labios encendidos y expresivos de
Ángela se dirigieron a vaciar su alma en el corazón de Bruno; y Bruno sediento
de ver aquel espíritu amoroso, se lanzaba a tomar el beso de su querida, cuando
la madre que permanecía aletargada vacilando entre la vergüenza y el deber,
interrumpió aquella expresión de amor dando un grito mortal:
-¡Es imposible, sois hermanos!
Si un rayo hubiese caído en medio de
Ángela y de Bruno, no habría hecho el efecto que hicieron las palabras de la
madre. Los dos amantes apartaron sus rostros por un impulso uniforme,
soltándose el uno de los brazos del otro, como si las fuerzas físicas se les
hubiesen agotado de súbito. Parecían heridos por la maldición de Dios y como
avergonzados todos tres de sí mismos. Bajaron las cabezas, sin atreverse a
levantar los ojos. Ese silencio de los abismos, vino a ser interrumpido por el
espanto del hijo que se abrazaba de las piernas de la madre interrogándole:
-¡Madre! ¡Madre! ¿Qué tienes?
Ángela no sabía lo que por ella pasaba, y
sin darse cuenta de lo que hacía, repelió al hijo que le llamaba con la voz
encantadora de la naturaleza.
Bruno apercibiendo esa repulsión, murmuró
entre dientes:
-Inocente muchacho, que horroriza a sus
padres -y en seguida dándose vuelta hacia un rincón de la pieza, continuó en
una especie de soliloquio que daba una idea de lo que por él pasaba:
-Mi madre adúltera -se decía-... yo
ladrón y asesino... mi hijo un crimen... Ángela, mi hermana... y mañana el
patíbulo... ¡Ah, Dios mío! Gracias te doy porque me arrebatas de este pantano
de maldades en donde los crímenes me ahogan.
Fatigado, Bruno, con la escena que
acababa de pasar y sin valor para permanecer en aquel sitio: se dio vuelta,
para volver a la capilla.
Al dar el primer paso con los ojos
cerrados, tropezó con un bulto que le tomaba de los pies e involuntariamente
miró.
Era su madre que temía la presencia del
hijo asesino e incestuoso y que buscaba en aquel hombre un consuelo, su
salvación.
-¡Adúltera! -gritó Bruno dando un paso
atrás y avergonzado de su madre.
-¡Perdón! Hijo mío...
-No puedo perdonar lo que no me toca
-repuso Bruno-. Pedid perdón a mi padre que está en el cielo.
-¡Perdón por todo, perdón!...
-Te perdono por lo que toca a mi
deshonra, por lo que toca a las faltas causadas por el crimen de una madre
infamada para el mundo y quién sabe si perdida para Dios; pero del adulterio...
no puedo.
La madre creyendo ver en su hijo al único
hombre que podría libertarla de los remordimientos y sintiendo que se le
escapaba de las manos, se levantó fuera de sí cual una visión descarnada que se
abalanza agonizante tras un objeto que le arranque del tormento, echándole los
brazos sobre el cuello y pidiéndole con frenesí:
-¡Perdón para tu madre!
El hijo más espantado que conmovido y sin
sentir las pulsaciones de un corazón filial, creyó ver en la madre la viva
imagen del adulterio, y tomándola con todas sus fuerzas, hizo un movimiento de
terror y la arrojó fuera de sí.
En seguida salió precipitadamente de la
pieza, dejando en el suelo un cuerpo revolcado en la tierra, que acababa de
perder el sentido, y más allá una desgraciada madre que extendía la mano de
protección a su hijo inocente.
- VI -
A tiempo que Bruno volvía a entrar a la
habitación donde se encontraban sus compañeros y de donde debían salir para
otro mundo, varios presidarios se ocupaban en levantar en el centro del
malecón, una plata-forma para colocar sobre ella las ocho tribunas de los
asesinos.
Un joven francés, artista de mérito; uno
de esos hombres que hacen creer en la virtud social y fortifican el espíritu
combatido, cuando se palpan las deslealtades de la amistad, las calumnias de la
ignorancia y la ingratitud de las sociedades que se encuentran dominadas por
vicios y errores, para con los espíritus que se abniegan por el bien; ese
joven, decimos, M. Diron, lleno de corazón y de inteligencia, contemplaba con
tristeza la construcción del patíbulo y admiraba la uniformidad de ideas que
reinaba en el público, el cual reconocía la necesidad de hacer morir a los
reos.
La multitud circulaba ocupada de hablar
de las ejecuciones que debían tener lugar al día siguiente.
-Son monstruos -decían refiriéndose a los
reos-, deben morir.
Y tras de ese pensamiento expresado, cada
cual excitaba y se excitaba contra los condenados a muerte, narrando los
crímenes que habían cometido y atribuyendo cuanto habían hecho a un corazón
pervertido desde el día en que nacieron. No se oía una expresión compasiva, y
tan solo un hombre sentía por los desgraciados; era Diron en cuya alma vivía la
ley humana que rechaza el crimen para castigar el crimen; que veía en el
proceso de los reos, no el corazón de la fiera haciendo del hombre, sino al
hombre convirtiéndose en fiera a causa de las instituciones criminales que
imperan en una gran parte del globo, y de la falta de educación moral en las
masas.
El joven francés seguía absorto en estas
ideas, hasta que fue interrumpido por la interrogación que le hacía un abogado
del país, que en aquel momento se le acercaba.
-Que le parece a usted, Señor -le dijo-;
es inconcebible lo que han hecho esos hombres (refiriéndose a los reos.) ¿Sabe
usted cuantos crímenes han cometido?
-Sí Señor -le respondió Diron, todo lo
sé.
Y como al responderle de este modo, con
un aspecto melancólico, el abogado creyese reprendida su alegría, continuó
procurando vindicarse con el joven francés, diciéndole:
-¿Parece que usted está impresionado con
el patíbulo que se construye?
-Sí Señor, nunca he podido prescindir del
sentimiento, cuando he palpado la desgracia de miembros de la familia humana.
-Esos facinerosos no pertenecen a la
familia humana.
-Pertenecen como usted y como yo.
-Pertenecieron -contestó el abogado con
prontitud-; pero desde que han atacado a esa familia, se han hecho sus
enemigos, han dejado de ser hombres, son monstruos.
-¿Monstruos que deben morir, no es
verdad? -agregó en tono de réplica el joven francés.
-¿Pues que otra cosa debe hacerse?
¿Querría usted que quedasen impunes los crímenes? Tal pretensión equivaldría a
autorizar el asesinato. El que mata debe morir.
-Al que mata debe enmendársele, según
pienso -repuso Diron con ese aplomo del hombre que ha llegado a formar sus
convicciones en el estudio de la naturaleza, y más que todo en la escuela
práctica del gran mundo.
-¿Para el que no se corrige en las
prisiones y en quien los castigos no influyen -dijo el abogado con esa
tranquilidad que se adquiere con los hábitos de la educación-, no hay que
perder el tiempo tratando de corregirles, mucho más al que asesina. Las leyes
han graduado la escala de los crímenes, y para cada uno se ha establecido una
pena justa como lo es la de la muerte para los reos de sangre.
-Pues yo creo -contestó Diron-, que no es
justa la pena de muerte que estatuyen esas leyes, y que el sistema que emplean
para castigar, produce el efecto contrario que se propusieron los legisladores.
-Sería raro que nuestros legisladores se
hubiesen equivocado -añadió el abogado en un tono azorado como si la opinión
contraria de Diron hubiese herido el honor nacional.
Fácil fue a este leer en el semblante del
abogado, la revelación del nacionalismo ofendido; y a fin de manifestarle que
su opinión, que estaba en pugna con las leyes criminales del Ecuador, tenía
fundamentos nada despreciables; que lejos de ofender el nacionalismo o dañar la
convicción de la mayoría, podía servir de utilidad presentándole un mal
admitido para reemplazarlo por un bien desechado, abordó la cuestión que
discutía, reduciéndola a los términos más precisos.
-Para mi modo de pensar -le dijo-, creo
mala esa parte de la legislación a que usted ha hecho referencia. La pena de
muerte es injusta porque no hay derecho para aplicarla; y el sistema
penitenciario de cárceles que aquí se conoce, lejos de corregir a los
infractores de las leyes sociales, les empeora, por cuanto les pervierte la
moral desde que les mantiene en contacto a todos, aun cuando la falta sea
diversa y los reos avezados o no en el crimen.
-La justicia está en la aplicación de la
ley -le interrumpió el abogado-, y la ley que es la que constituye el derecho,
es la que estatuye la pena de muerte. Creo que usted sufre un error al sentar
que no hay derecho para aplicar el suplicio.
-Ciertamente, señor, el derecho penal ha
sido la recopilación de los errores, de las pasiones y de las nociones que los
hombres han tenido del corazón humano, según las épocas en que han legislado.
Ese ha sido el derecho que autorizó a los soberanos o a las naciones para
castigar con la pena de muerte; pero yo no hablo del derecho emanado de esa
historia vergonzosa para la humanidad; hablo del verdadero derecho, que está
fuera de las impregnaciones maléficas del hombre; del único derecho que en
verdad existe y del único de que puede emanar la justicia; es el código, señor,
que escribió el Autor del universo en el corazón del hombre, como la ley de
existencia que imprimió en cada astro y en cada cuerpo viviente para armonizar
los movimientos y el desarrollo de la vitalidad; hablaba del derecho natural.
Según ese derecho, la pena de muerte es injusta; porque la vida, ese soplo de animación
que dio Dios al hombre, solo a Dios pertenece, no a la sociedad ni a los
soberanos por cuanto ni la sociedad ni los soberanos han recibido poder para
disponer de lo ajeno, alterar esa voluntad suprema que manda al hombre vivir y
nunca matar. La pena de muerte es el suicidio del derecho, la aprobación del
suicidio de la humanidad en el hombre.
-Según la opinión de usted -replicó el
abogado-, ¿la ley no debe obedecerse?
-Siempre que pugne con la ley natural,
creo que no solo no debe obedecerse, más aún, que es obligatorio rechazarla.
-En tal caso, la existencia de la
sociedad sería imposible, pues si careciese de medios coercitivos la anarquía
reemplazaría al orden, el derecho de la fuerza se sobrepondría. La ley natural
no alcanza a satisfacer las exigencias de la sociedad.
-¿En qué caso, señor?
-El caso presente puede servirnos de
ejemplo.
-En este caso lo que aconseja la razón
es, separar al asesino, ponerle en estado de no hacer mal y al propio tiempo
castigarlo y educarle.
-Tal pena no correspondería al castigo
del delito.
-¿Es decir, que lo que vd. quiere es, que
para castigar el crimen de asesinato, la sociedad cometa otro crimen asesinando
al reo?
-La necesidad que los miembros de una
nación tienen de preservarse de un malvado, lo aconseja y lo justifica.
-¿Y si ese malvado puede volver a ser un
miembro útil para la sociedad? ¿Si en vez de fusilársele se le condena a un
retiro dilatado, donde desaparezca la flor de su edad teniendo a sus ojos el
espacio cortado por murallas; en donde el contacto con el hombre no existiese y
la única voz que llegara a sus oídos fuese la palabra del hombre moral que día
a día le abriera el espíritu al conocimiento de la virtud y del honor; en donde
si es vago se ocupara en aprender un arte lucrativo; por fin en donde las
pasiones nocivas fuesen vencidas por el remordimiento que hace nacer la
soledad, por la educación, el trabajo y por ese aislamiento más terrible que la
muerte, ¿qué diría vd.? ¿No convendría en que se conservase la vida al que se
mandaba desaparecer como inútil y perjudicial para tornarlo en hombre nuevo,
industrioso, que al recobrar la libertad fuese un modelo ambulante de la
rehabilitación de ese ser? Los pueblos no están constituidos para destruir, su
misión es la de progresar, mejorar; y cuando la ley cree llenar vacíos del
código natural, es porque los legisladores no consultan ese código, se dejan
dominar por las pasiones o por la ignorancia, resultando de sus disposiciones
no el reemplazo de un vacío sino la creación de un abuso que llaman ley. Leyes
de los hombres y no naturales han sido las que estatuía la Grecia imponiendo el
suplicio para el ladrón; las que dictaba la Inglaterra autorizando el
exterminio de los naturales de Norte-América para posesionarse de su
territorio; las que promulgaba Sixto IV erigiendo el tribunal de la
Inquisición; las que publicaba Felipe II para alcanzar la conquista de las
colonias españolas; las que han establecido los déspotas para apagar con sangre
la vida de la libertad. Extienda usted la vista por esas instituciones que han
regado con la muerte la especie humana y verá que el suplicio, la hoguera y el
tormento han sido los recursos expeditos de que se ha echado mano para
aniquilar los destellos de la razón; y observe usted que todas esas
monstruosidades se han promulgado a nombre del interés general. Todos los
pueblos del orbe han pasado por ese martirio de la ignorancia que hoy llamamos
barbarie, y cuando la civilización ha acudido en apoyo de la justicia, los
primeros que han columbrado el error se han apresurado a salir de ese estado,
modificando sus códigos. Por eso, algunas naciones que marchan a la vanguardia
de la civilización, han sustituido la pena de muerte por la reclusión en
Panópticos. Las naciones han sido bárbaras en proporción a la distancia en que
se han colocado de la ley natural. Cada mejora no es otra cosa que el paso que
damos para aproximarnos a ese código; y el triunfo de la humanidad será el
triunfo de la ley natural, que es el sentimiento, la razón universal. De lo
contrario, ¿cómo creer que el Autor del Universo hubiese dictado leyes para la
armonía de todo lo creado y solo para el hombre, su primera obra, hubiese
dejado vacíos? Nuestra ceguedad se disculpa con calumniar.
El abogado combatido por las nociones que
había adquirido en el aprendizaje de las leyes patrias, y por la verdad
incontestable de las demostraciones del joven francés, tartamudeó algunas
palabras que relevaban ese estado de su espíritu; luego como que quería buscar
una réplica, pareció pensar.
El joven francés continuó entonces:
-Por muy criminal que sea un hombre,
cuando sube al patíbulo, es indudable que el público, testigo del suplicio, no
siente odio, siente dolor, querría ver salvo al desgraciado. ¿Por qué, pues,
esa voz del corazón que pide perdón para el reo, que rechaza la vista de la
sangre, no es satisfecha? ¿Por qué esa palabra doliente para el moribundo que
ha sido asesino? Es que hay un vacío en el alma que inquieta al frío espectador;
una sublevación de la conciencia que protesta de la pena; es la injusticia que
conmueve a la humanidad; es el crimen que la sociedad va a cometer con la
conciencia de la ley y cuya ejecución, condena la voz infalible del corazón. Si
en aquel momento se consultase a uno por uno, a cada espectador, el condenado a
muerte no moriría.
-¿Y qué harían con el asesino? -observó
el abogado.
-Le llevarían a un Panóptico, como he
dicho a usted.
-¿Y si no tenemos esa clase de prisiones?
-La culpa no es del reo; es de la
sociedad que abdica su soberanía, es de los gobiernos que han olvidado
satisfacer las exigencias sociales; que han perdido su tiempo y destruido las
riquezas públicas ocupándose de sus intereses, de sus ambiciones. Para los gobiernos,
es cómoda la pena de muerte, porque no cuesta sino quemar unos cartuchos; para
la humanidad es la consumación de un crimen y la pérdida de individuos de su
familia. ¿No ve usted ese abandono por el progreso de los pueblos? ¿Hay acaso
más desatención posible que en el sistema actual de prisiones? Por no pensar,
por no estudiar al hombre, se practica la barbarie. Observe usted, que la
legislación penal no tiene otro fundamento que el castigo, y sin más que el
castigo se quiere corregir a los reos. No se acuerdan que el hombre es criminal
por mala educación, por circunstancias extraordinarias, o por falsas
impresiones de la infancia; por eso creen que basta el encarcelar, el
engrillar, el infamar y se olvidan que cuanto mas dura sea la pena, con tal que
al mismo tiempo no se atienda la corrección moral del individuo, el individuo
conservará mientras viva la disposición al mal. Debe atenderse a la educación
antes que al castigo, si es que se quiere corregir al delincuente; lo contrario
es sistemar la perdición del reo, y en vez de sacar de él un ciudadano útil,
resultará un fenómeno como son los que van a fusilar. Rehabilitar al criminal,
por medio del honor, debe ser la última expresión del progreso en la
legislación penal.
La presencia de algunos amigos que se
acercaron a estos dos señores que discutían, interrumpió la conversación,
haciéndola pasar a frivolidades que no son del caso.
M. Diron se retiró.
- VII -
Cualquiera que hubiese aportado a la
capilla de los reos, habría creído que aquellos hombres estaban tranquilos con
su conciencia y se ocupaban de vivir.
-Tal vez nos creerán llenos de miedo
-dijo Barra conversando con sus compañeros-, y se prepararán para vernos
temblar.
-Si alguien tiene miedo -agregó el Oso-,
vale más que se ahorque antes de salir.
Conversaban de este modo, cuando la luz
del día entró en la capilla.
A vista de ella exclamó Galeote:
-Hoy debemos morir como héroes, y tú
Bruno que nos has servido de Jefe, condúcenos con el mismo valor que lo has
hecho siempre.
-Les dará el ejemplo -respondió Bruno-,
apretando la mano de sus camaradas con la alegría del desgraciado, que no
encuentra otra esperanza para descansar, que la muerte.
- VIII -
En la mitad del malecón, sobre la meseta
que se introduce al río frente a la Aduana, estaba el cadalso.
Desde las ocho de la mañana, un gentío
numeroso se extendía desde la puerta de la cárcel hasta aquel punto.
A las diez, el tambor anunció la salida
de los reos.
Una doble fila de soldados les rodeaba.
Cada reo vestía la mortaja blanca
salpicada de sangre y el gorro en cuyo frontis se leía:
Por asesinos
y piratas.
El confesor ayudaba a su confesado.
Palabras de esperanzas y de terror salían
de los labios de los sacerdotes, provocando el arrepentimiento de las víctimas.
El tambor apagaba los ecos de los padres
y los bandidos levantaban sus frentes impávidas, como si el lema de sus gorros
fuese la corona de su triunfo.
La multitud se agrupaba para reconocer a
los reos, y ellos paseaban sus miradas sobre esa gente, que en medio de la
indignación arrancada por los asesinatos, sentía compasión.
La marcha era pausada; la caja armonizaba
el compás de los que se dirigían a la eternidad.
De súbito se les presentó el patíbulo.
Pareció sorprenderles.
Un frío glacial corrió por sus venas.
Palidecieron.
-Nada de miedo -les dijo Bruno notando la
turbación de sus camaradas.
Y los camaradas se reincorporaron,
ahogando las pulsaciones de la impresión, sin detener la marcha.
Pronto aparecieron sobre el tablado.
El tambor cesó de tocar: el silencio de
la multitud anunció el abismo.
Los sacerdotes se despidieron de los
reos; solo al verdugo se le veía mezclado en aquel grupo, amarrando a cada uno
en su puesto.
Una venda les privó de la luz.
En aquel momento de éxtasis, los reos
parecían orar, y Bruno queriendo abreviar el tiempo exclamó desde su banco:
-¡Fuego!
Entonces se dejó oír el cántico de los
religiosos que entonaban el Credo in unum Deum y la descarga de la fusilería
que arrancaba la sangre a los que eran reos de sangre.
Los cadáveres quedaron a la expectación
pública hasta llegada la noche, en que fueron ocultados bajo las entrañas de la
tierra.
Lima, Diciembre de 1855.