RUBÉN DARÍO
EN CHILE
ÁLBUM
PORTEÑO
I
EN BUSCA DE
CUADROS
Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin
lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y
turbulencias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de los
tranvías y el chocar de las herraduras de los caballos con su repiqueteo de
caracoles sobre las piedras; de las carreras de los corredores frente a la
Bolsa, del tropel de los comerciantes; del grito de los vendedores de diarios;
del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de
impresiones y de cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo como una gran
roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas
risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas
de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños
rubios de caras angélicas.
Abajo estaban las techumbres de
Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla
los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana torno crema o
plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del
Cabo con lustroso sombrero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo
a la luz que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que
pasan.
Más allá, el mar acerado, brumoso, los
barcos en grupo, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol.
Donde estaba el soñador empedernido, casi
en lo más alto del cerro, apenas si se sentían los extremecimientos de abajo.
Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando en idilios, con toda
la augusta desfachatez de un poeta que fuera millonario.
Había allí aire fresco para sus pulmones,
casas sobre cumbres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto de
colocar parejas enamoradas, y tenía además, el inmenso espacio azul, del cual,
-él lo sabía perfectamente, los que hacen los salmos y los himnos pueden
disponer como les vengan en antojo.
De pronto escuchó: -"¡Mary!
¡Mary!" Y él, que andaba a caza de impresiones y en busca de cuadros,
volvió la vista.
II
ACUARELA
Había cerca un bello jardín, con más
rosas que azules y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con
jarrones, pero sin estatuas, con una pita blanca, pero sin surtidores, cerca de
una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.
En la pita un cisne chapuzaba revolviendo
el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la
forma del brazo de una tira o del ansa de una ánfora, y moviendo el pico húmedo
y con tal lustre como si fuese labrado en una ágata de color de rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de
una novela de Dickens , estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas,
clásicas. Con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo
encorvado, las mejillas arrugadas, más con color de manzana madura y salud
rica. Sobre la saya oscura, el delantal.
Llamaba:
-¡Mary!
El poeta vio llegar una joven de un rincón
del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para
meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las
nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos
quince años entre las rosas: -quince años, sí, los estaban pregonando unas
pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una
falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de
color carne;- aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes,
aquellos, durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las
mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas
e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus
plumas, y zabulléndose entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la
transparencia del agua; la casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía
como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de
toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza
de cuadros, estaba allí con la satisfacción de un goloso que paladea cosas
esquisitas.
Y la anciana y la joven:
-¿Qué traes?
-Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris
hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa, mientras
sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un
color de lapizlázuli y una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.
III
PAISAJE
A poco andar se detuvo.
El sol había roto el velo opaco de las
nubes y bañaba de claridad áurea y perlada un recodo de camino. Allí unos
cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el césped. En el fondo se
divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos
brillantes como vidrios. Bajo los sauce agobiados ramoneaban sacudiendo sus
testas filosóficas -¡oh, gran maestro Hugo!- unos asnos; y cerca de ellos un buey,
gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan miradas y
ternuras de éxtasis supremos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta
pereza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato olor
campestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo profundo un trozo de azul. Un
huaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércules que detienen un
toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía tras de sí el
vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnudas. En uno de sus
brazos traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre su cabeza, como un gorro de
nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvages.
Llegose al buey en seguida y le echó el
lazo a los cuernos. Cerca de él. Un perro con la lengua de fuera, acezando,
movía el rabo y daba brincos.
-¡Bien! -dijo Ricardo.
Y pasó.
IV
AGUA FUERTE
Pero ¿para donde diablos iba?
Y se entró en una casa cercana de donde
salía un ruido metálico y acompasado.
En un recinto estrecho, entre paredes
llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno
movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando
torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas,
resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de
hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres
yunques ensamblados en toscos armazones resistían el batir de los machos que
aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los
forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de
enero. Alcanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo;
y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de
Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los
torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas,
tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz
de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una
muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus
hombros delicados y tersos que estaban desnudos, hacían resaltar su bello color
de lis, con un casi imperceptible tono dorado.
Ricardo pensaba:
-Decididamente, una excursión feliz al
país del arte...
V
LA VIRGEN DE
LA PALOMA
Anduvo, anduvo.
Volvía ya a su morada. Dirigíase el
ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible,
buscó los labios de donde brotaba aquella risa.
Bajo un cortinaje de madreselvas, entre
plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre,
con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus brazos, el otro lo tenía
en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a
sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y
abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.
La madre mostraba al niño la paloma, y el
niño en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso;
y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre con la tierna beatitud de
sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la
bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María
llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real
como un dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir
aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul.
Ricardo descendió, y tomó el camino de su
casa.
VI
LA CABEZA
Por la noche, sonando aún en sus oídos la
música del Odeón, y los parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde
escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel
soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas
estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los
ojos ardientes.
¡Uf!...
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del
poeta lírico era una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las
concavidades de aquel cerebro martilleos de cíclopes, himnos al son de tímpanos
sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de
alas y estallar de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores
agrupados, estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en una
bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que llena la paleta de un
pintor...
Además...
ÁLBUM
SANTIAGUÉS
I
ACUARELA
Primavera. Ya las azucenas floridas y
llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los
gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas,
esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jasmín, flor sencilla, tachona
los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las
damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los
abrigos invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una
claridad suave, junto a los árboles de la Alameda que lucen sus cumbres
resplandecientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas,
bulle un enjambre ajeno a ruido de música, de cuchicheos vagos y de palabras fugaces.
He aquí el cuadro. En primer término está
la negrura de los coches que explende y quiebra los últimos reflejos solares,
los caballos orgullosos con el brillo de sus arneces, y con sus cuellos
estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su
quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas los botones
metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas,
erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras
negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que ríen con alegría de
pájaro primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos
y tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un rostro
apareciendo de modo que semeja el de un querubín, por aquélla ha salido una
mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los
corazones, más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con un zapatito
oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su
color de marfil amapolado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la
Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un
querubín de Murillo, y vestida a la última moda de París, con ricas telas de
Prá.
Más allá está el oleaje de los que van y vienen: parejas de
enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables; todo en
la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos,
de las capotas: resaltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los
elegantes dumas, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de
colibríes, de cintas o de plumas, y el inflado globo rojo, de goma, que
pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados
y holgado cuello a la marinera.
En el fondo, los palacios elevan al azul
la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas
hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva.
II
UN RETRATO
DE WATTEAU
Estáis en los misterios de un tocador.
Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de
rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la
languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese
rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de
madama de Maintenon, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su
tocado.
Todo está correcto, los cabellos que
tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos, el cuello del
corpiño, ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver principio del seno firme
y pulido; las mangas abiertas que muestran blancuras incitantes; el talle
ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño
en el zapato de tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y húmedas, la
boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá en
recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles
o mitológicas, o del beso a furto, tras la estatua de algún silvano, en la
penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos
grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del
vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y
sonrosada. Y piensa, y suspira, y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de
aroma femenino que hay en un tocador de mujer.
Entretanto la contempla con sus ojos de
mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe
con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un
candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le
tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de
escamas argentinas, mientras en el plafond en forma de óvalo, va por el fondo
inmenso y azulado sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa,
entre delfines áureos y tritones corpulentos que sobre el vasto ruido de las
ondas, hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone
perlas en la garganta y calza las manos en seda, ya rápida se dirige a la
puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y
gentil, a esa aristocrática santiaguesa que se dirige a un baile de fantasía de
manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.
III
NATURALEZA
MUERTA
He visto ayer por una ventana un tiesto
lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de
esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los
príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color
apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.
Junto al tiesto, en una copa de laca
ordenada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas,
medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada
que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas
jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa
almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de
los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acérqueme, vilo de cerca todo. Las lilas
y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las
uvas de cristal.
¡Naturaleza muerta!
IV
AL CARBÓN
Vibraba el órgano con sus voces trémulas,
vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los
cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entre la nube de incienso que
inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el
sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de
pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al
lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro,
envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por
fondo la vaga oscuridad de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la
plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de
lis; y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas
y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo
oscuro del fondo, y entonces como por un ofuscamiento, me parecía ver aquella
faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber en la
región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo
de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los
bienaventurados.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta
ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema
admirable para un estudio al carbón.
V
PAISAJE
Hay allá, en las orillas de la laguna de
la Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde, en el
agua que refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese en su fondo un país
encantado.
Al viejo sauce llegan aparejados los
pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba
apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por ondas, y sobre el gran
Andes nevado un decreciente color de rosa que era como una tímida caricia de la
luz enamorada, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la
cumbre.
Estaban los dos, la amada y el amado, en
un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al frente, se extendía la laguna
tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más
allá se alzaba entre el verdor de las hojas la fachada del palacio de la
Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar.
La dama era hermosa, él un gentil
muchacho, que le acariciaba con los dedos y los labios, los cabellos negros y
las manos gráciles de ninfa.
Y sobre las dos almas ardientes y sobre
los dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. Y
arriba el cielo con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas
de fuego, vellones de púrpura, fondos azules, flordelisados de ópalo, derramaba
la magnificiencia de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta.
Bajo las aguas se agitaban como en un
remolino de sangre viva los peces veloces de aletas doradas.
Al resplandor crepuscular, todo el
paisaje se veía como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma
del cuadro aquellos dos amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba
fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, -¡un verso
de Goethe!- vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca,
como su boca roja que pedía el beso.
VI
EL IDEAL
Y luego, una torre de marfil, una flor
mística, una estrella a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba,
huyente, rápida, implacable.
Era una estatua antigua con un alma que
se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos
enigma.
Sintió que la besaba con mis miradas y me
castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una
paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y
yo, el pobre pintor de la naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de
castillos aéreos, vi el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema,
y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Más de aquel rayo supremo y
fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño
azul...