JUAN ANTONIO ARGERICH
INOCENTES O CULPABLES
PRÓLOGO
Ideas muy altas han presidido la
composición de. Ignoro de la manera como será recibida por el público esta
novela; pero confío en que todos los hombres rectos y de buena voluntad me
harán justicia, y verán que mi obra no es más que una nota, una vibración de
verdadero patriotismo, inspirada por nobles aspiraciones del presente que
tienden a prever dolores del futuro.
Si fuera dable adicionar con notas un
trabajo literario, no me sería difícil robustecer cada página con citas
científicas y estadísticas.
Pero no ha sido mi propósito escribir una
obra didáctica, sino llevar la propaganda de ideas fundamentales al corazón del
pueblo, para que se hagan carne en él y se despierte su instinto de propia
conservación que parece estar aletargado.
En los límites que permite el romance
realista moderno, he estudiado muchas de las causas que obstan al incremento de
la población, el tema más vital e importante para la América del Sur, lo que es
decir algo, ya que por nuestra incipiencia cada arista implica un problema en
esta parte del continente.
He estudiado una familia de inmigrantes
italianos, y los resultados a que llego no son excepciones, sino casos
generales; los cuales pueden ser constatados por cualquier observador
desapasionado.
Nuestra población se mantiene
estacionaria; y sin embargo, pocos pueblos del mundo ofrecen iguales ventajas
por su clima y extensión para que crezca y se expanda en progresión
incalculada.
Actúan aquí causas muy complejas y esta
es una cuestión tan ardua que requiere la colaboración de muchos cerebros.
En mi obra, me opongo franca y
decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los
destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina; y no
es sin pena que he leído la idea del primer magistrado de la Nación consignada
en su último Mensaje al Congreso de costear el viaje a los inmigrantes que lo
solicitaren.
Conceptúo esto como un gran error
económico, del cual participan muchos pensadores argentinos.
La población obedece a leyes físicas de
un rigor matemático, y busca su nivel, con las necesidades que demanda el
organismo y aquellas que surgen de las costumbres públicas y privadas, haciendo
el hábito que sean tan imperiosas unas como otras.
La intromisión de una masa considerable
de inmigrantes, cada año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular
de la sociedad, y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto es,
que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si
buscamos unidad, sería imposible encontrarla: se habla de colonias aun aquí
mismo en la Capital de la República y ya tenemos los oídos taladrados de oír
hablar de la patria ausente, lo que implica un extravío moral y hasta una
ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés que azuza un sentimiento
exótico y apagado para que se ame a una madrastra hasta el fanatismo.
Podemos olvidar a los que se reimpatrian,
y los que vienen muy viejos, y observando a los que se casan, veremos que
tienen muchos hijos y muy grandes, pero nada más que grandes. Darwin explica
esto: "los cambios pequeños, dice, en las condiciones de vida aumentan el
vigor y fertilidad de todos los seres orgánicos, y el cruzamiento de formas que
han estado expuestas a condiciones de vida ligeramente diferentes o que han
variado, favorece el tamaño y fecundidad de la descendencia".
Pero desgraciadamente la reversión se
produce pronto y una vida igual torna los hechos a su anterior estado.
La segunda o tercera generación del
inmigrante se incorpora a la clase media y ya aquí la población se detiene.
Antes, la familia vivía en el cuarto del
conventillo, la subsistencia era barata por lo sobria, no pensaba en trajes;
pero después, al subir de rango, el crecimiento se detiene al encontrar
dificultades para satisfacer las exigencias de una vida más múltiple.
Tenemos, pues, este hecho
contraproducente, por un lado, y además, otro muchísimo más grave: para mejorar
los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos
escogidos, y para aumentar la población argentina atraemos una inmigración
inferior.
¿Cómo, pues, de padres mal conformados y
de frente deprimida, puede surgir una generación inteligente y apta para la
libertad?
Creo que la descendencia de esta
inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el
hombre que necesita el país.
Esta creencia reposa en muchas
observaciones que he hecho, y es además de un rigor científico: si la selección
se utiliza con evidentes ventajas en todos los seres organizados, ¿cómo
entonces si se recluta lo peor pueden ser posibles resultados buenos?
En la repartición del ramo se lleva nota
de la instrucción de los inmigrantes, pero sólo se inquiere si saben leer y
escribir y basta que uno de ellos haga dos garabatos o escriba un nombre con
letras de fardo para darle patente de instrucción. Asimismo un 60% de ellos no
saben hacer los garabatos y las letras de fardo mencionados.
El señor Presidente de la República dice
que faltan brazos. Esto se debe a que se han hecho grandes empréstitos para
obras públicas y el Gobierno quiere que se terminen con demasiada celeridad,
método muy discutible en cuanto a las ventajas que pueda traer.
Los ferrocarriles nacionales y
provinciales y las obras de la ciudad La Plata, terminarán, y entonces cesará
la demanda de brazos, y esas masas volverán a afocarse a las ciudades, trayendo
graves perturbaciones: se resentirá la salubridad, subirán más los alquileres
de las casas y aumentará la carestía de los artículos de primera necesidad,
causas que evitan el acrecentamiento de la población, y la destruyen a medida
que se forma, como observa Malthus.
Nuestro estado social es deplorable: con
relación a la población, los locos, los hijos ilegítimos y los homicidas de sí
mismos, nos confinan según las estadísticas a la categoría de las naciones de
marcha más irregular, en este sentido.
Hay un hecho, que ha llamado mi atención
sobremanera.
El último censo levantado en la Provincia
de Buenos Aires el año 81, arroja un aumento de 209.261 habitantes sobre la que
tenía el 69, en que se confeccionó el censo nacional. Había entonces 317.320
almas.
Sin hablar de los hijos de extranjeros, sobre cuyo número bien
se podría hacer un cálculo conjetural, tendremos que descontar los que han
entrado en el intervalo de un censo a otro: esto es, 70.130, con lo cual queda
reducido el soi-disant aumento a 139.131 habitantes en 12.06 años.
En ese lapso de tiempo han entrado en
nuestro puerto mucho más de 400.000 inmigrantes, según acreditan memorias
oficiales.
¿Es posible creer que de estos sólo haya
pasado a la Provincia de Buenos Aires la cantidad enunciada?
Lo dudo mucho y es mi convicción de que
en el territorio de la Provincia dicha, hay mayor número de extranjeros que los
que consigna el censo del 81.
Podíamos, también, hacer otro cálculo
conjetural y es suponer el número de hombres que de otras provincias han pasado
a la de Buenos Aires, al quedar garantidas las fronteras con la desaparición de
los indios; pero dejaremos este estudio, aunque interesante, de detalle, para
aceptar las cifras que hemos apuntado, tomadas del último censo.
¿Quién que de población se haya ocupado y
conozca la feracidad de nuestras llanuras, no se llenará de tristeza al meditar
sobre esas cifras?
Y esto es halagüeño si se compara con lo
que sucede en las demás provincias. Datos particulares y que me ha costado
muchos afanes conseguir, me habilitan para decir que, estudiada en cifras
absolutas, la población de la República, puede afirmarse que permanece
estacionaria.
Averiguar prácticamente todas las causas
que accionan para obstruir el incremento de la población, sería acto por demás
patriótico, pero superior a las fuerzas de un solo individuo. Con todo, si la
presente obra encuentra apoyo, emprenderé el estudio de una familia argentina,
como ahora lo he realizado con otra italiana.
Hace pocos días el Ejecutivo Nacional ha
enviado un mensaje al Congreso, acompañando un proyecto para levantar un nuevo
censo en la República. Si hay un átomo de patriotismo, será despachado
inmediatamente y antes de ocho meses podrá estar terminado.
A él me remito con entera convicción,
para que evidencie o condene las conclusiones a que he arribado.
Ínterin, creo que sería patriótico una
expectativa y no cometer la imprudencia de pagar los pasajes a los inmigrantes.
No debemos olvidar que tenemos en nuestra
población escolar (5 a 14 años) mas de 350.000 niños que no reciben ningún
género de instrucción, y que sólo concurre a las escuelas la cifra
relativamente pequeña de 150.000.
Prescindo de comentarios, porque estos
hechos se imponen.
Tenemos demasiada ignorancia adentro para
traer todavía más de afuera.
Es un hecho de todo rigor científico, que
la población, cuando el medio le es favorable, puede duplicarse bien fácilmente
cada década.
Estudiando este oscuro problema y
tratando de evitar los obstáculos, se conseguiría extender la población, que es
el elevado propósito que a todos anima, empero sin la desventaja de entorpecer
una marcha regular con una masa de población heterogénea cada año.
Sería el compendio de la capitalización
de Buenos Aires; porque recién seremos verdaderamente una nación constituida
cuando las madres argentinas den ciudadanos argentinos en las cantidades
requeridas por la demanda.
No obstante esto, hago mías las palabras
de un distinguido economista: "un pueblo vigoroso, sobrio, aplicado e
industrial, aunque ofrezca pocos individuos, podrá y valdrá más que otro
numeroso, débil, afeminado y perezoso".
No está, pues, la fuerza de los Estados
en la excesiva población, y por esto vuelvo a repetir, que es deber de los
Gobiernos estimular la selección del hombre argentino impidiendo que surjan
poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa.
He apuntado un gran mal: al legislador,
al poder público, incumbe prevenirlo o extirparlo; pero sin dilaciones, porque
la República Argentina opera en estos momentos una evolución de la cual puede
levantarse como un gigante o sumirse en una larga noche de barbarie.
Con lo que he dicho, creo que se me habrá
comprendido: el remedio a nuestra escasa población lo tenemos en nuestros
propios límites territoriales: existen causas no estudiadas que detienen la
población y, mientras no se allanen, no resolveremos satisfactoriamente el
problema ni aun con pasajes pagos a los inmigrantes.
Además de lo mucho que podría agregar,
quiero atenerme a este dato horrible que arrojan nuestras estadísticas: ¡sólo
de los niños de cero a tres años muere el 36 por ciento!... Estos son datos
bien constatados en la Capital, la ley fatal debe ser mucho más fuerte en el
resto del territorio.
Todo esto me ha inducido a estudiar, en
parte, este gran problema que encierra el porvenir de nuestra patria, y me ha
sido forzoso entrar en estas explicaciones, no sólo porque la composición literaria
no se presta a detalles estadísticos, sino también porque quería demostrar que
la novela que va a leerse no reposa en un castillo de naipes.
ANTONIO
ARGERICH.
Buenos
Aires, Junio 6 de 1884.
- I -
En las inmediaciones del Mercado del
Plata, existía un Café y Fonda, que por el tiempo en que principia la presente
narración, gozaba de muy buena fama entre la gente proletaria.
Era su dueño un rudo italiano, llamado
José Dagiore.
Diez años antes, y teniendo él veinte
escasos, había desembarcado, con otros tantos inmigrantes en la playa de la
capital argentina.
Siempre, y en toda condición, es más
fácil la vida para todo el que busca pan ofreciéndose a ejecutar cualquier
trabajo manual que no requiere aprendizaje o estudios anteriores. Lo contrario
sucede con las carreras liberales, y en general, con los hombres un poco
instruídos.
El inmigrante rústico tiene pocas
necesidades, no flota su imaginación en una atmósfera de vanidad; acepta
cualquier trabajo y se sostiene con un frugal alimento.
Sin embargo, no siempre sucede así, y
José Dagiore encontró dificultades en los primeros tiempos de su llegada al
país. Al salir del Hotel de Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros
que seguían la vía pública por mitad de la calle. Había hecho relación con
estos sus paisanos y todos a la vez buscaban trabajo. Mientras, se arreglaron
en un conventillo, manteniéndose a pan y agua. A los pocos días se le
proporcionó una colocación en el campo como peón para zanjear: no aceptó por lo
que había oído de los indios, y apremiándole las circunstancias salió un día
del conventillo con un cajón de lustrador de botas, y fue a situarse a una
plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, más experimentados que él le
arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso
sobre peso, aberración económica que sólo puede explicar un inmigrante de la
bella Italia.
Vagaba, luego, por calles y plazas con su
cajón pendiente del hombro por medio de una correa, hasta que cansado se
sentaba en el borde de la vereda de cualquier esquina. Allí quedaba perplejo
con expresión de idiota: el cambio de clima y de hábitos le producía cierta
nostalgia, quedaba absorto, pensando en algún modo de ganar mucho dinero.
Tuvo José sus momentos de angustias y
zozobras, porque llegó día en que no consiguió un solo marchante. Decidió dejar
oficio tan poco lucrativo, pero en varias ocasiones que pudo colocarse tropezó
con el obstáculo de no saber el español.
Después de haber ofrecido sus brazos en
varias partes fue ocupado por un maestro albañil para servir de peón.
Horas después de estar desempeñando sus
nuevas funciones, parecía que toda su vida no había hecho otra cosa que
acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y cumplir todas las órdenes de
los oficiales.
A las once, hora del descanso, se sentaba
apartado a comer su gran pan italiano y pensaba febriciente en el dinero,
aislándose en su pensamiento para expandirse en monólogos mentales: mucho
dinero, dinero y nada más: su hambre de oro no expresaba ningún deseo, era la
animalidad descarnada del avaro. Quería ahorrar y así lo hacía, sobre su
hambre, sobre su sed, a despecho de la salud y de la higiene de su cuerpo:
ahorraba por ahorrar o tal vez por hábito heredado en la falta de costumbre de
gastar dinero, cumpliendo así, de una manera inconsciente, la misión de ahorrar
todo lo que no habían podido comer sus antepasados.
Aun en medio de sus tareas solía quedar
perplejo soñando en montones de oro, hasta que la voz de un oficial lo sacaba
de su ensimismamiento, gritándole desde un andamio: -"Giusseppe, porta un
balde de mezcla, súbito!"
Como muchos otros podría haber aprendido
la albañilería, pero parece que tenía por este oficio poca vocación.
Al terminarse la construcción de la obra
donde trabajaba, pasó el contratista a edificar una nueva casa, pero Dagiore no
quiso acompañarle.
Había ahorrado en este corto tiempo mil
seiscientos pesos moneda corriente, y con este pequeño capital empezó a
trabajar por su cuenta como vendedor ambulante.
En la fonda, donde comía por la noche dos
platos, había contraído relación íntima con el cocinero.
Fue este quien le aconsejó el ingreso al
nuevo comercio en que debutaba.
Para la venta de la mañana habían hecho
sociedad: el cocinero hacía tortillas que Dagiore se encargaba de vender por
las calles, anunciando su efecto con una voz incomprensible. Más tarde, según
la estación, vendía frutas o masitas.
Así, con muy pequeñas intermitencias,
pasaron ocho años. Al cabo de estos Dagiore tenía ahorrados unos veinticuatro
mil pesos.
Por este tiempo el propietario de la
fonda había comprado un hotel situado en el Paseo de Julio y no pudiendo
atender dos negocios a la vez, decidió enajenar el menor.
El cocinero, que se llamaba Vincenzo
Petrelli, unió sus economías con las de Dagiore y formando sociedad compraron
el negocio.
La casa tenía muy buena clientela y
dejaba una ganancia líquida de cinco mil pesos mensuales.
Parece que cuando soplan vientos de
prosperidad todo va bien, pero en el primer año Dagiore tuvo grandes disgustos.
Su socio, que siempre había tenido el defecto de la embriaguez, no se contenía,
ahora que se sentía amo. En el arreglo, se había convenido que Petrelli
seguiría en la cocina.
A los tres meses este se rebeló, y hubo
que tomar otro cocinero. Vincenzo salía muchas veces por la mañana y volvía a
la noche, completamente ebrio, se dirigía al cajón del mostrador, sacaba dinero
y volvía a salir.
El
alcohol combinado con la atmósfera ardiente que había aspirado quince años
consecutivos en la cocina, dieron su resultado lógico: el desgraciado Petrelli
empezó a revelar signos de manifiesta locura.
Había veces que corría horrorizado, y si
le preguntaban qué tenía, contestaba que veía víboras tremendas que se le
querían enroscar en la garganta. Eran las alucinaciones del alcoholismo que su
cerebro en desequilibrio empezaba a bocetar.
Dagiore estaba desesperado: su socio, en
vez de ayudarlo, desacreditaba el negocio.
Ya varios antiguos parroquianos se habían
retirado. Las ganancias habían minorado de una manera desesperante. Además de
esto, Vincenzo extraía todo el dinero que ingresaba al cajón. Dagiore hubiera
querido impedirlo pero tenía miedo a su socio. Este no escaseaba las amenazas y
andaba armado con un revólver. Así es que Dagiore se limitaba a apuntar las
sumas cuyo ingreso no podía ocultar a la vista ávida de Petrelli.
Habían llegado las cosas a un estado muy
tirante, hasta que en uno de sus frecuentes altercados Dagiore se revistió de
inusitada energía y habló con decisión de separarse.
Como hacía días que Petrelli se paseaba
sin fondos y estaba apremiado por algunas deudas, aceptó en general la idea
ante la perspectiva de conseguir una buena suma para derrocharla en sus vicios.
Nombraron de común acuerdo a su antiguo
patrón para que diese balance a las existencias y las tasase, haciendo una
iguala a repartir entre ambos socios.
Dagiore presentó como haber las
cantidades retiradas por Vincenzo para sus francachelas. De aquí se originaron
interminables disputas, pero como habían nombrado un juez, se atuvieron a lo
que este sentenció.
Petrelli recibió veintitrés mil pesos de
Dagiore, el cual quedó desde este momento único y exclusivo dueño del
establecimiento, y a cargo del activo y pasivo de la casa.
Se publicaron los avisos de práctica en
los diarios, y la Fonda poco a poco fue recobrando su antigua prosperidad
debido al celo y economías de su flamante y exclusivo propietario.
Al terminar el año, Dagiore se encontró
con mucho trabajo, y, desconfiado de por sí, como por la lección que había
recibido, no quería volver a asociarse con nadie.
Fue entonces que decidió casarse. Así,
según sus propias palabras, tendría una sierva.
Sólo al interés le es dado detener la
vanidad del hombre.
Dagiore no hubiera titubeado en casarse
con un monstruo, si este enlace hubiera de aportarle una fortuna crecida; pero
siempre habría dado preferencia a una mujer bonita en las mismas condiciones.
Una vez
determinado a dar este paso, empezó a fijarse en todas las mujeres solteras que
conocía, y que por sus condiciones sociales podía solicitarlas en matrimonio.
Puso en esto el mismo celo y perspicacia
con que escogía un trozo de carne en el mercado para las provisiones de su
fonda.
Las examinaba, les calculaba la edad que
podían tener, su vigor para el trabajo y el estado de fortuna de los padres.
Después de muchas fluctuaciones se
decidió por una joven de dieciséis años, hija de un paisano suyo que tenía un
almacén regularmente surtido.
Formada firmemente su resolución vio
varias veces al padre de la joven. La niña nada sabía de las pretensiones que a
su respecto abrigaba Dagiore. Lo veía entrar y salir, pero estaba muy distante
de su imaginación, que aquel hombre tosco y sin maneras había de reservarle la
suerte como esposo. Un día, su padre le dijo, que Dagiore la había pedido, que
él lo conocía hacía mucho tiempo, hizo en fin su más acabado elogio y terminó
diciendo que él estaba muy contento y que se había comprometido a darle su
hija. La madre de la joven encontró la unión muy ventajosa y en cuanto a
Dorotea, que así se llamaba esta novia improvisada y sin amor, sufrió al principio
una sorpresa indefinible, primera sensación de un alma en reposo que arrojan
violentamente a una realidad que nunca había soñado en sus ardientes visiones
de mujer sana y bien mantenida.
No era Dagiore el esposo que ella había
colmado de besos en sus sueños. Sin embargo, ni le pasó por la mente idea
alguna de protesta. Ella dejaba hacer... dejaba que corriera el tiempo,
careciendo de perfecta conciencia de lo que iba a sucederle. A veces, cuando
miraba a Dagiore apurando un vago de vino francés y ensuciándose con las gotas
moradas del campeche su largo y cerdoso bigote, se espantaba; pero más tarde,
reflexionando a solas, se decía que ella había de acostumbrarse y que Dios
haría que lo quisiese mucho, porque ella no había hecho mal a nadie para ser
desgraciada y que sus padres habían de saber lo que le aconsejaban. Así calmaba
su repugnancia instintiva esta alma novicia. La boda estaba ya concertada.
Dagiore parecía apurado y las cosas marchaban a vapor. La semana anterior al
casamiento Dorotea se creyó feliz. La mujer se había revelado en ella al
sentirse colmada en esa pasión, general al sexo, de vanidosa publicidad. Todo
el barrio hablaba de ella, del vestido, de algunos otros regalos
insignificantes a los cuales daban mucho valor. Estaba aturdida y no podía
darse clara cuenta de su situación.
Un bello domingo, en que la sociedad y la
naturaleza estaban de fiesta, concurrieron de mañana a la parroquia de San
Nicolás, donde debería celebrarse la nupcial ceremonia. Dagiore había echado la
casa por la ventana, siguiendo en esto la práctica invariable de sus paisanos
acomodados, que tratándose de un himeneo o de una inhumación olvidan sus
inveteradas ideas de economía para ser gloriosamente fastuosos.
De la parroquia se trasladaron a la Boca
con varios amigos: pasearon en bote y tomaron vino de Asti en el estrambótico
negocio titulado El Recreo.
Muchos italianos al contraer matrimonio
llevan sus relaciones a este punto, donde los invitan con una suculenta comida,
en que los tallarines hacen el primer papel. Dagiore había eludido esta
costumbre, porque les preparaba la sorpresa en su propia casa. No habría tanto
aire, pero le costaría más barato.
Al caer la noche se trasladaron a la
Fonda. Todos alegres y bulliciosos se acomodaron en una gran mesa especialmente
preparada.
El ejercicio del paseo habíales abierto
grandemente el apetito: un momento después, y cumpliéndose la orden que había
dado Dagiore, humeaban en la mesa los ravioles, esparciendo en la atmósfera su
peculiar olor a queso y aceite.
El vino empezó por manchar el mantel y
concluyó por desconcertar enteramente los cerebros. Parecía que el campeche
ayudado por el alcohol desbordaba por las mejillas moradas y ardientes de los
tertulianos.
Todos estaban imbéciles, y empezaron a
cruzarse palabras intencionadas y groseras dirigidas a la novia.
La pobre Dorotea había querido varias
veces sustraerse a esta orgía, pero su marido la retenía con imperio a su lado.
Uno propuso que se cantara. Otro una partida a la morra, y un viejito proponía
con risa idiota, que jugaran una partida a las bochas en la misma pieza.
-Ahora; hay tiempo -gritaba Dagiore: voy
a traer coñac.
Quiso levantarse y trastabilló, volviendo
a caer en su asiento.
Entonces, con una gran prudencia, su
suegro levantó la voz y ahogando las risotadas generales, dijo que ya era la
una, que todos los presentes eran gente de trabajo, y proponía que todos se
fueran a dormir.
Muchos apoyaron la idea y se prepararon
para retirarse; mientras que otros, más reacios, querían esperar el coñac.
El suegro consiguió disuadirlos, y uno a
uno fueron desfilando por la puerta, sin despedirse, la mayor parte.
Quedaban dos amigos de los novios, y los
padres.
Estos últimos se pararon.
La madre abrazó a su hija y esta rompió a
llorar.
-¡Eh! no hay motivo para gritar así -dijo
el padre-, nadie te asesina: has comido bien y te quedas con tu marido: ¿deseas
que te caigan del cielo ravioles de oro? Las mujeres nunca están contentas.
Vamos -dijo a su mujer-, mañana tengo que levantarme muy temprano, a ver qué
han hecho esos...
Aludía a sus dependientes, que habían
quedado a cargo del almacén.
Dagiore, entre tanto, había quedado
aletargado por la bebida: alzó la vista de repente y se asustó de ver la sala
casi desierta: no le quedaba conciencia de haberlos visto marchar.
-Hasta mañana, Dagiore -le dijo el suegro
lacónicamente.
El novio miró a Dorotea; vagamente se dio
cuenta de la situación, y contestó con voz bastante firme:
-Sí, vamos a dormir, ya es tiempo. Me he
alegrado un poco, mas esto pasará. ¡Dorotea! -siguió, dirigiéndose a esta-,
dispensa, Dorotea...
La joven al oír estas palabras se
estremeció ligeramente y trató de cobijarse más en el seno de su madre.
Esta le pasó la mano por el talle y la
condujo a una pieza inmediata, donde estaba el tálamo conyugal. La sentó en una
silla, le dio un beso y le cuchicheó algunos consejos que la pobre Dorotea no
oyó; luego salió en puntillas como si abandonara el cuarto de un enfermo.
Los padres de la joven se retiraron. No
había parroquianos a esa hora, y uno de los mozos puso los postigos en las
vidrieras y cerró como de costumbre la puerta de la calle, dio las buenas
noches a su patrón y se retiró a dormir.
Dagiore quedó solo. Miró alelado a su
alrededor y como queriendo reunir sus ideas. De pronto una sonrisa de bestia se
dibujó bajo sus bigotes rubios y poblados. Sus ojos, de un color celeste
percudido, relampaguearon con todos los ímpetus desbordados del deseo y su
nariz rojiza emanaba vapores de fuego. Tambaleando se dirigió al tálamo, pero a
los cuantos pasos se volvió; buscó uno de los extremos del mantel y se restregó
los labios: el fauno no quería repugnar y trataba de desinfestar su boca de los
miasmas que contenía.
Satisfecho de su obra, fue a buscar a
Dorotea.
La joven estaba abatida, ocupando la
misma silla en que la había dejado la autora de sus días.
Dagiore quiso contemplarla desde la
puerta del cuarto, pero sólo pudo ver su cuerpo; la triste niña estaba algo
inclinada sobre sus faldas y con la cara oculta entre sus manos.
Esto parece que disgustó a su esposo.
-¿Por qué no se ha acostado? -le dijo en
un tono indefinible-. Ya es tarde; acuéstese, pues.
La joven replicó con un sollozo.
El marido avanzó.
Su vista, chispeando de lujuria, se posó
ávida en el seno escultural de la joven que sobresalía entra sus brazos a causa
de la postura en que estaba.
Dagiore colocó allí brutalmente una de
sus manos.
La niña herida en su pudor y
verdaderamente asustada dio un salto.
-Desnúdese, desnúdese; se lo pido por
favor, hijita -balbuceó temblando el fondero.
-Déjeme, déjeme -decía la infeliz.
-Mire que mañana tenemos que levantarnos
temprano, desnúdese -y al deseo unió la acción.
Dorotea, viendo que no había resistencia
posible con aquel hombre, murmuró precipitadamente:
-Bueno; ya voy a desnudarme.
Entonces Dagiore empezó a dar el ejemplo.
Escandalizada la joven, le gritó:
-Apague la lámpara; pero arrepentida en
el acto de su idea, agregó:
-Deje no más, yo voy a hacerlo.
Se acercó al quinqué y le bajó la mecha,
quedando la pieza alumbrada por una luz indecisa a cuyo vago resplandor
semejaba la figura de Dagiore un repelente fauno.
-Así queda mejor -dijo Dorotea.
-Bueno, como Vd. quiera; pero desnúdese.
Dorotea, como si no hubiera oído estas
palabras, fue a sentarse acongojada en la silla que antes había ocupado.
Dagiore fue en busca de ella.
-¿No se ha desnudado todavía?
-Sí, ya voy, dijo -y como viera que ya no
podía dilatarse más esta escena, contestó:
-Pero retírese Vd.
-Bueno -replicó el fondero con aparente sumisión,
y en una figura carnavalesca, fue a esperar en una silla; al resplandor
amortiguado de la lámpara parecía con su camisa burda y sus piernas peludas el
fantasma de la lascivia.
Al cabo de un rato, dijo:
-¿Ya está? -y como no obtuviera respuesta,
se dirigió al lecho, a cuyo opuesto lado se había refugiado Dorotea.
La infeliz se había sacado solamente el
vestido; estaba en enaguas y ni había pensado en desabrocharse el corsé.
Entonces empezó un verdadero pugilato y
la más torpe lujuria se desbordó en besos e innobles tocamientos, profanando
aquel turgente seno de nieve.
¿Qué sucedió? Nada que pueda asombrar.
Algo muy legítimo. ¡Bah! Lo que podría llamarse un estupro legal...
Dagiore se durmió en breve y lo mismo
sucedió a Dorotea; el cansancio del día la había postrado. Sin embargo, su
sueño fue una pesadilla; de pronto despertaba llena de sobresalto, miraba con
ojos sonámbulos los objetos que en la vaga penumbra de la habitación cobraban
ante su espíritu conturbado fantásticas proporciones. Miraba entonces a su
esposo y como ofendida y con miedo, se corría al borde de la cama para alejarse
de él. Cerca de la madrugada no pudo ya conciliar el sueño. Mirando al techo y
en actitud inmóvil estuvo mucho tiempo. Se puso a reflexionar, y se encontró
muy desgraciada.
Pensó en los jóvenes que la cortejaban;
luego no quiso seguir este orden de ideas y se refugió en dulces vaguedades
imaginativas. No sabía qué podía pedirle a la Virgen María, de quien era muy
devota, y sin embargo le hizo una promesa y se puso a rezar. Luego se deslizó
del lecho sin hacer ruido y se vistió. Los ronquidos de Dagiore llamaron su
atención. Lo miró. El sátiro no podía estar más deforme. El pelo revuelto y
enmarañado le ocultaba su frente pequeña y deprimida. Los ojos supuraban unas
lagañas glutinosas de color blanquizco, con vetas amarillas. De la boca le caía
una baba espesa que descendía por la camisa desabrochada a su pecho ancho y
exuberante de vegetación cerdosa.
Dagiore estaba repugnante y Dorotea se
arrepintió mil veces, al contemplarlo, de haber unido su suerte con este cerdo
disfrazado de hombre. Toda la culpa de este cambio de estado que la hacía tan
desgraciada lo arrojó sobre sí misma. Si mis padres me obligaban yo podía
haberme envenenado, pensaba la infeliz.
Dagiore despertó. La llamó a sí, pero
ella, horrorizada, abrió la puerta.
Los mozos de la fonda ya estaban en
movimiento.
El fondero se vistió precipitadamente y
fue a desempeñar sus tareas cotidianas. La belleza de Dorotea y sus formas
macizas lo tenían afiebrado. Todas sus teorías sobre el matrimonio y los
proyectos que pensó realizar, se evaporaron como las confusas imágenes de un
sueño, ante la práctica de las cosas y esa lógica impensada que traen consigo
todos los acontecimientos y todos los hechos. Él había acariciado la idea de
hacer trabajar a Dorotea en el mostrador desde el primer día, pero la sola
presencia de su mujer bastaba a desarmarlo. La exuberancia de vida de la joven
le hacía perder la cabeza por completo. Al mirarle sus ojos llenos de luz, el
seno que desbordaba del corsé o sus labios gruesos y fuertemente encarnados,
olvidaba el negocio y sentía un ardor febril en la sangre.
Dorotea seguía aturdida: cada vez que le
era posible se refugiaba en la soledad de su cuarto; allí iba a buscarla
Dagiore, con sus abrazos y sus besos de fauno lascivo.
Pasaron unas cuantas semanas y sucedió
entonces lo de siempre: Dorotea parecía resignada y como en la mayoría de los
casamientos, concluyó el hábito por dar formas regulares al matrimonio.
La costumbre es la adaptación al medio;
he ahí todo: si se introduce cualquier sustancia de olor acre a una habitación,
todos los que en ella están lo notarán en la primera aspiración, poco a poco
las impresiones irán siendo menos fuertes, hasta que el olfato termina por
connaturalizarse con el miasma, no encontrando nada de particular en el
ambiente; se cree entonces que el mal olor ha desaparecido, pero un recién
llegado lo constata con un pronunciado gesto de repulsión.
De esta manera le sucedió a Dorotea. La
intimidad con un hombre grosero, no teniendo ella un caudal propio de educación
para resistir y triunfar en su dignidad, dio por término que se corrompieran
sus sentimientos de pudor...
En
el corazón de cada mujer dormita la abnegación de la hermana de caridad.
Algunas veces Dagiore sentía el cuerpo dolorido por las fatigas del trabajo
diario y entonces ella se enternecía. Una vislumbre de orgullo avivaba sus ojos
al verlo tan pujante en el trabajo y se forjaba la ilusión de que realmente lo
quería.
Bien pronto su perspicacia femenina
adivinó el dominio que su carne fresca y juvenil ejercía en el ánimo de su
esposo.
Se propuso entonces explotar esta
sensualidad de sierpe.
Cuando deseaba algo lo acariciaba con
lujuria de ramera, hasta que el otro, convulso y trastornado, le satisfacía su
capricho.
Dorotea se acostaba más temprano y
Dagiore las más de las noches la despertaba. Sólo la vivacidad del deseo podía
darle fuerza para resistir sus excesos, porque recién se retiraba al cuarto a
eso de las doce de la noche, después de dieciocho o diecinueve horas de trabajo
consecutivo; ese trabajo rudo e incesante, en que su avaricia lo obligaba a
multiplicarse, haciendo a la vez el papel de patrón, de mozo, de sirviente, y
por decirlo todo en menos palabras, de factótum, porque tan pronto recogía unos
platos, cobraba una cuenta o iba a descargar una pipa de vino.
Así cansado se retiraba al tálamo...
Más tarde tendremos ocasión de observar
la trascendencia que estas causas, al parecer insignificantes, tuvieron en su
prole, porque Dorotea ya estaba en cinta.
Hacía tres meses que era casada y los
signos más característicos del embarazo le revelaban que ese sublime y natural
misterio de un ser que empieza a palpitar en las entrañas de otro ser, se
producía en su organismo.
- II -
Dorotea, en su nuevo estado, se sintió
avasallada por extrañas y desconocidas influencias.
Una causa fisiológica perturbaba en ella
la trabazón lógica de sus anteriores gustos e inclinaciones.
Por demás conocida es la acción especial
que ejerce el embarazo en el espíritu de la mujer, y cómo se observa en la
mayoría de las aberraciones morales -resultado lógico del medio, combinado con
el poder del organismo y el momento funcional por que este pasa-, la joven
madre no se daba cuenta de esos cambios y creía en todo proceder con suma
discreción.
Los frecuentes vómitos, los dolores al
vientre, a las caderas, y la enojosa pesadez a la cabeza que la aquejaba,
poníanla de un humor insoportable.
La mujer en este estado es una pobre
enferma, tal vez una loca, que debe ser considerada en todo sentido.
Pero todos los hombres no son filósofos,
y los que pueden reputarse como tales, dejan de serlo en su respectivo hogar.
En medio de sus dolores volvió muchas
veces a arrepentirse de su matrimonio: ella, que había pensado que al casarse
se abriría para su espíritu una era de felicidad y de dulces sensaciones, renovadas
a cada paso por nuevas emociones de placer, se veía con el pelo despeinado,
sepultando su cabeza en la almohada del lecho y con los ojos hinchados de
llorar.
Aquello le parecía horrible: no era lo
que había imaginado en las medias tintas de su candorosa imaginación.
Pensaba en su vida de soltera: ella, que
había desesperado en el almacén, abrigaba ahora la íntima convicción de que
allí le había sonreído la felicidad.
De pronto se creía tan desgraciada que la
siniestra idea del suicidio iba a afiebrar su alba y pequeña frente.
La idea de matar al inocente ser que
alimentaba en sus entrañas no le traía ningún pensamiento doloroso.
Estas anomalías eternas en las corrientes
del pensamiento y que forman en sus remansos lo que llamamos conciencia, se
observan en cada "documento humano" y confunden al analista que no
acierta en tanto caos a determinar un "punto matemático" para la
moral, aunque encuentre como causas, estados morbosos, impulsiones fatales del
organismo, dolorosos efectos de la educación recibida o productos de las
preocupaciones reinantes, que en todo caso, y ante cualquier juez serían por lo
menos causas poderosas para atenuar el peso abrumador de esa mole de la
conciencia que designamos bajo la palabra "responsabilidad".
¿Cuántas mujeres hay que por temor de
verse deshonradas en la opinión de sus parientes y conocidos provocan un
aborto, y luego no sienten remordimientos en toda su existencia?
¿Aguijonea entonces la conciencia en
ciertos individuos solamente por el temor de ser descubiertos en un crimen o
cuando este es conocido? ¿Es el hecho en sí o su publicidad, la causa de que
despierten los remordimientos?...
Abandonemos esta cuestión que vaga como
una nebulosa en el piélago casi insondable del universo moral, y volvamos a
Dorotea.
En sus momentos de acerba irritación se
habría dado la muerte si la causa más sutil hubiera venido a avivar su
contrariedad, porque su pensamiento estaba preparado a la extrema resolución de
la muerte.
El
eco de las fiestas, que en tibias ráfagas penetrara antes al almacén, irritando
su sed de cosas desconocidas, los recuerdos de las novelas que había leído, se
le presentaban ahora a la imaginación, la torturaban y la hacían entrar en
pleno delirio.
¿Por qué la vio Dagiore? se preguntaba. Hubiera deseado ser
robada por un joven bello y valiente. Ella sería feliz, así.
Luego pensaba en un domingo que había ido
a misa. Recordaba haber visto a una hermana de la caridad y que ella deseó
ingresar en esa hermandad.
Su espíritu se concentraba entonces en
dulces arrobamientos religiosos. Cuando se recogía a la noche, pedía a la
Virgen María, no despertar en la tierra y que en su sueño la llevase entre los
ángeles. Dulcísimos transportes la enajenaban en esos momentos; todas las
sensualidades de la religión católica hacían arder sus deseos inflamando su
sangre joven: veía esplendorosos los alcázares del cielo, altares en que
chispeaba el oro y las pedrerías, a Dios sentado en un trono deslumbrador y a
los ángeles que revoloteaban en torno suyo cantando alabanzas.
Cuando el sol de la mañana con su sonrisa
de oro venía al través de los cristales de la puerta a besar sus cabellos en
desorden, abría con sobresalto y sorpresa los ojos somnolientos.
La virgen no había querido oírla.
Miraba en torno, no bien convencida aún
del sitio en que se hallaba. Su retina estaba dispuesta a ver la realidad de la
copia de un cuadro de Murillo que siempre la deleitaba en la iglesia. Pero en
vez de la virgen con el coro de treinta ángeles abarcaba los odiosos muebles de
la habitación en el mismo lugar del día anterior. Esto la confirmaba por
completo en su desengaño. Se desalentaba mucho y perdía toda su energía.
Este sentimentalismo enfermizo, concluía
en verdaderas crisis nerviosas, que se deshacían luego en prolongados sollozos.
¡Ay! ella que creía despertar en
luminosas esferas, abría los ojos en un cuarto que odiaba, sintiendo las
sábanas húmedas del sudor de Dagiore.
Pero luego venía la reacción.
Pensaba en su hijo, y se enternecía.
Quiso ella sola hacerle el ajuar: pidió
moldes, compró género de hilo y blondas y se puso al trabajo en medio de una
dulce alegría.
Pronto llenó la cómoda de pañales,
camisitas y graciosas gorras circundadas de encajes. A veces cuando trabajaba
una nueva pieza, dejaba la aguja y se quedaba ensimismada. Si le hubieran
preguntado lo que pensaba seguramente que no habría acertado a dar una
respuesta satisfactoria.
Siempre su imaginación enfermiza soñando
lo imposible y fatigando su pobre espíritu en deliquios ilusorios que sólo
podrían realizarse en la fantasía de un cerebro afiebrado.
Hubo un tiempo en que se le antojó salir;
fue una fiebre de pasear, de mostrarse, de verlo todo, que desbordaba en ella y
la arrastraba maquinalmente fuera de las cuatro paredes de su cuarto.
Mientras duraron los transportes de la
luna de miel Dagiore no le había negado nunca dinero.
Los primeros refunfuños ella los
desvaneció con algunos besos, pero el fondero no sólo se había asustado de la
suma que le costaban los vestidos de su esposa, sino que este lujo los separaba
cada vez más.
Cuando estaba vestida no podía tocarla
sin despertar una tempestad de rabia en su esposa que llegaba al delirio lo que
veía arrugado su vestido al profanarlo Dagiore dándola un abrazo.
Una vez, en momentos que Dorotea iba a
salir, la dio un beso a traición, que de otra manera no lo habría conseguido:
el hocico húmedo del fondero extrajo de la mejilla derecha toda la velutina.
Dorotea se indignó extremadamente, y en el esfuerzo que hizo para rechazarlo se
descompuso el peinado.
Aquí creció la irritación: de un tirón se
sacó la gorra y en la brusquedad de su enojo, dijo a su marido:
-¡Eres muy bruto: me tienes muy cansada
con tus besos!
Fueron dichas estas palabras con tal
desprecio, que Dagiore sintiéndose humillado olvidó toda la prudencia que le
aconsejaba su lujuria; la dio un recio empujón y gritó con voz destemplada:
-¡Está bueno! Yo no puedo besar a mi
mujer, pero yo te mando y tú no saldrás más de casa. Ya me figuro a qué has de
salir; no he de ser zonzo yo; ¡haragana y pedazo de porquería!...
Dorotea prorrumpió en ahogados sollozos.
El torpe fondero había descubierto en sus
palabras la avaricia y los tremendos celos que tumultuaban su alma pequeña.
Su esposa continuaba en el llanto con un
hipo isócrono y su pecho agitado amenazaba desbordar del corsé que lo oprimía;
estando ya predispuesta por su estado, los esfuerzos que había hecho
determinaron fácilmente una descomposición del estómago.
Empezó con fuertes arcadas y continuó con
un vómito espeso y sostenido.
En medio de sus angustias no olvidó su
vestido; se lo alzaba como podía, y así recogido, lo amparaba sosteniéndolo
entre sus piernas: ya era tiempo, porque las medias aparecieron salpicadas.
Entonces Dagiore, que podía con aquel
espectáculo haberse calmado en sus rencorosos sentimientos, siguió alzando la
voz con palabras torpes: de pronto y como cediendo a una ansia atroz de ofender
y vengarse, exclamó:
-Yo podría tenerte asco, ya que eres tan
puerca; podías no ser tan haragana y sacar la escupidera; mira cómo ha quedado
el cuarto; sí, tú lo ensucias, pero no lo has de barrer.
Dorotea, entre tanto, estaba morada por
los esfuerzos que había hecho y su frente aparecía empapada de sudor.
Se levantó a buscar la toalla para
enjugarse la boca y luego se dirigió al lecho, donde se arrojó suspirando.
Dagiore, renegando aún, salió hacia el
despacho de la fonda.
También él empezó a arrepentirse de su
enlace.
Toda su ilusión se había desvanecido ante
la práctica, como una ligera nube herida por un rayo de sol.
Él había soñado una mujer modesta, que
alentase en su atmósfera y que lo ayudase en los trabajos de su negocio; algo,
en fin, como una socia, pero se había encontrado con una señorita llena de
aspiraciones y que tenía demasiadas alas para que pudiera desplegarlas sin
enlodarse en el recinto de una fonda.
Al principio las maneras y la
desenvoltura de su joven esposa lo habían halagado y su orgullo de reptil había
encontrado, como el escuerzo, motivo para hincharse. Entonces había hecho un
esfuerzo para llegar a ella. Desconcertado por los perfumes de su esposa, el
color de las cintas de sus vestidos y el hechizo que veía surgir de toda su
persona en los espejismos que creaban sus deseos, se había acercado a un
sastre, y después de muchos recateos, se hizo confeccionar una levita. Había
quedado ridículo con este verdadero disfraz: un domingo que la estrenó sus
amigos rieron de él y su esposa con este fiasco que la humillaba se resistió a
acompañarle a un paseo proyectado.
En los alcances limitados de su
inteligencia sin cultivo, culpaba a todos de su desgracia. A los padres de
Dorotea, porque le habían dado una mala educación, a los tenderos que ponían
mil tentaciones en los escaparates, a las novelas que ponderaban el lujo de las
mujeres...
No comprendía que esto era el acicate que
ponen los pueblos nuevos en todos los corazones, sin que nadie especialmente lo
enseñe: todos estimulan a todos; es una especio de contagio, una rabia de
celebridad que vaga en la atmósfera irritando todos los orgullos.
Como es natural, a un pueblo de ayer le
faltan antecedentes y en este tumulto típicamente plebeyo todos se afanan por
crearlos para distinguirse.
No estando bien asentadas las bases
sociales y habiendo la necesidad, y la posesión, por decirlo así, discernido la
riqueza y los puestos a personas que no los merecían, las generaciones
siguientes, batallando con más regularidad y con más elementos de instrucción,
hacen esfuerzos por desalojar a los primeros ocupantes. Agréguese a esto todas
esas vicisitudes de un país en formación, la alza en los precios de las
tierras, los empleos públicos altamente rentados, la triplicación de las
fortunas por mil motivos complejos, los golpes de azar en las loterías y en las
herencias imprevistas. Todo esto aviva la fiebre por el lujo y la ostentación,
porque nadie quiero ser menos que otro, sobre todo, cuando la desigualdad la
origina una caricia de la suerte y el camarada de ayer en la pobreza es hoy el
que salpica al transeúnte con el lodo que arrojan, al girar veloces, las ruedas
de su carruaje.
El
cerebro atrofiado de Dagiore no alcanzaba a darse cuenta de este estado social
que a él mismo lo envolvía haciéndolo comprar levita y soñar con inmensos
caudales que le permitieran comprar castillos en su pueblo o en tierras donde
nadie conociera el origen de su fortuna.
Estas escenas, con sus naturales
variantes, se repitieron con bastante frecuencia.
Pero los ávidos ardores que sentía
Dagiore al verla, no podían contenerlo de solicitar las paces, a lo que accedía
Dorotea siempre que necesitaba dinero.
Así, con estos disgustos que le producía
la escala social en que estaba colocada, con sus sueños quiméricos para el
porvenir y el alejamiento de la intimidad con Dagiore, cada vez más
pronunciado, trascurrieron los días, monótonos e iguales, hasta llegar la época
próxima al desembarazo.
Una partera, cuyo domicilio estaba
cercano, había sido llamada para que la examinara y le diese algunas
instrucciones.
Esta había dicho que libraría antes de
quince días y prometiendo volver, pidió que la llamaran a cualquier hora en
caso que ocurriera alguna novedad.
La partera no anduvo atinada en su
pronóstico, pues cuando dijo que libraría a los quince días era un miércoles y
al siguiente domingo, a eso de las cuatro de la tarde, Dorotea se encontró mal.
Cierta fatiga, punzadas en el bajo vientre y un gran dolor de cabeza,
proveniente de la fiebre natural de su estado y del temor que la embargaba,
desde días antes, siempre que pensaba en el rudo momento porque iba a pasar.
Mandó llamar a su madre. Cuando esta
llegó ya el vientre lo tenía muy bajo.
Hubo una especie de revolución en la
fonda.
Dorotea empezó a quejarse.
Su madre le prodigó palabras de consuelo,
diciéndole que se mostrara fuerte en este trance, que pronto pasaría, y
entonces tendría la dicha de acariciar a su hijo.
En este momento penetró Dagiore al cuarto
precedido de la partera.
Saludó a Dª Margarita, se quitó el
tapado, y con palabras de una insinuación vulgar se acercó la comadrona al
lecho de la enferma. Después de tomarle el pulso, entró su mano, que empapó en
aceite, por debajo de las cobijas.
Los gritos de Dorotea se hicieron más
recios.
-No es nada, tenga valor -la dijo la
partera.
Dª Margarita la interrogó entonces con
una mirada.
-Es parto -contestó la comadrona, pero va
a ir despacio. Es preciso que se levante y se pasee un poco.
La madre le puso los botines a Dorotea y
cuando estuvo en pie la partera empezó a sobarle las caderas.
La pobre joven andaba de un lado a otro
como una loba herida. No encontraba sitio que le acomodase. Se sentaba en una
silla y un vivo dolor la hacía levantar, iba a otra y así seguía en una
inquietud creciente. Se agarraba de vez en cuando la cabeza, se estrujaba las ropas
del vestido y entre suspiros repetía a cada instante:
-¡No puedo más, no puedo más, Dios mío!
A eso de las siete de la noche se le
rompió la fuente de las aguas: la mitad del cuarto se ensució y desde este
momento ya siguió expulsando sangre y cierta materia viscosa.
Las contracciones empezaron y la partera
la hizo acostar.
Maniobró por espacio de una hora, hasta
que al cabo de este tiempo llamó aparte a Dª Margarita, que este era el nombre
de la madre de Dorotea, y le dijo que el parto se presentaba muy difícil y que
mandara llamar a un médico, porque ella no quería cargar con la responsabilidad
si algo sucedía.
Se formó en el patio un conciliábulo de
familia y Dagiore salió en busca de un médico que conocía Dª Margarita,
especialista en partos.
Media hora larga tardó en volver, pero
felizmente, acompañado del facultativo.
Eran las nueve de la noche. Dorotea
sufría dolores atroces: ya no gritaba; eran aullidos los que lanzaba. El
trabajo de expulsión había empezado pero con mucha lentitud.
El médico examinó a la parturienta.
Aunque encontró el caso bastante grave, no lo demostró en aquel momento. Pidió
papel. Escribió algunas recetas y sacando aparte a Dagiore y a Dª Margarita,
les dijo que el parto se presentaba muy laborioso, que necesitaba un colega y
que ellos podrían mandarlo buscar.
Dª Margarita, que había visto lo que su
yerno se había tardado procurando al primero y en la previsión de ganar tiempo
rogó al Dr. que designara él al que debía de acompañarle.
Escribió este unas líneas para un
compañero de profesión y Dagiore volvió a salir.
Mandó a su casa con un mozo de la fonda a
buscar unos instrumentos y una vecina comedida fue con las recetas a la Botica.
A las diez menos cuarto, cuando entró el
nuevo médico, Dorotea estaba encloroformada y su compañero arreglaba los
fierros del fórceps.
Reconocieron a la enferma y empezaron a
maniobrar. Al sentir Dorotea el aparato despertó.
Sus aullidos volvieron a escucharse más lastimeros
que antes.
Todos estaban consternados.
Dª Margarita tenía los ojos morados y
Dagiore había ido varias veces al mostrador a tomar unos tragos para cobrar
coraje.
Hubo un momento crítico para los médicos
y quisieron tentar un nuevo esfuerzo antes de pensar en precipitarse y ver si
lograban sacar viva la criatura.
Quisieron poner a la enferma en una nueva
postura y pidieron una mesa.
Dagiore trajo una pequeña de la fonda.
Los médicos la pusieron cerca de la cama
y colocaron en ella una pierna de Dorotea.
Antes de volver a poner el fórceps,
tentaron una audaz manipulación para ver si lograban precipitar el parto. La
enferma dio unos gritos tan tremendos que Dª Margarita se precipitó al brazo
del médico y le dijo con un tono indefinible:
-¡Doctor, doctor!
La enferma, con los labios secos y la
garganta enronquecida, gritaba en períodos entrecortados.
-¡Mi Dios, doctor, saque... saque... me
mata... no puedo más! ¡Ay! ¡Virgen María! -y su cabeza, levantada por un
esfuerzo desesperado, volvió a caer pesadamente en la almohada.
Nuevamente colocaron el fórceps y ya esta
vez las cosas anduvieron perfectamente. La enferma gritaba, pero los médicos
seguían la operación con entera confianza, porque veían que tocaba a su
término.
A la una menos cuarto Dorotea era madre
de una robusta criatura.
Los médicos le arreglaron el ombligo, lo
fajaron y uno de ellos le comunicó a la joven madre que el recién nacido era
varón.
Dorotea, en medio de su postración, pidió
que se lo mostraran.
La abuela se lo llevó. El niño era muy
rosado. La enferma le dio un beso en la carita y lo miró con curiosidad y
ternura.
Esa noche la puerta de la fonda
permaneció abierta. Dª Margarita, D. Juan su esposo, que había venido después
de cerrar el almacén, y Dagiore rodeaban el lecho de la enferma.
A las dos de la mañana, habiéndose
dormido Dorotea, la abuela colocó al nene en una cunita de mimbre que desde
días antes esperaba a su dueño.
Dª Margarita, con su sentido práctico de
madre de familia, insinuó a su esposo que se retirara a dormir, porque allí ya
no hacía falta y que en caso llegase a necesitarlo lo mandaría llamar.
D. Juan se retiró, acompañándole su yerno
hasta la puerta.
La
calle estaba solitaria. Un silencio glacial dominaba en ella. Los vapores de la
noche habían humedecido las veredas. Se estrecharon la mano y Dagiore volvió a
entrar, entornando la puerta.
Dª Margarita le aconsejó se acostara
siquiera para descansar un poco, pero el fondero se resistió yendo a sentarse
en una silla. De pronto el sueño lo vencía y al inclinarse maquinalmente en la
laxitud del sopor daba una cabezada que lo impelía a abrir los ojos con
sobresalto.
-No sea terco -le decía su suegra-, debía
Vd. recostarse un poco.
Entonces Dagiore, para vencer su sueño,
se dirigía a la puerta de calle.
Una vislumbre blanquecina empezaba a
empalidecer la luz del gas. Eran los primeros albores del nuevo día. Sonó el
pito del vigilante en la esquina y poco después, los pasos de este que
anunciaban su proximidad.
El guardián había ya visto abierta la
puerta de la fonda y sabía el motivo de tanto movimiento. Era además bastante
conocido del fondero, el cual siempre lo convidaba con la copa para estar bien
con la autoridad.
Pronto estuvieron reunidos y conversaron
de Dorotea.
Poco a poco empezaron a oírse nuevos
ruidos, ya los gallos cantaban en toda la vecindad. Hacia el lado del Mercado
se veían muchas luces y un sordo rumor que anunciaba gran movimiento.
Allí la proximidad del día los esperaba.
Los carniceros aserraban las reses y los puesteros se daban prisa por descargar
las últimas carretas atestadas de frutas y legumbres. Todos se afanaban por
dejar arreglado su respectivo departamento, y ya muchos, después de haber
repasado el mármol del mostrador, se colocaban un blanco y limpio delantal.
Pronto quedó el Mercado arreglado para la
venta. El alimento que había de saciar el hambre de una parte de la gran ciudad
emanaba un olor acre cuyo tibio hálito saturaba la atmósfera de un modo
especial.
Los ruidos se hacían cada vez más
perceptibles en los alrededores.
En la fonda estaba ya todo arreglado y
barrido.
Nada anunciaba el drama de la noche que
pasaba, a no ser la cara desencajada de su propietario que todavía estaba en la
puerta.
De cuando en cuando pasaban grupos de
jóvenes calaveras que se retiraban a hacer del día noche. Salían sin duda de
una cena bulliciosa o del fango de alguna orgía. Todos esos búhos de la noche
se deslizaban con paso ligero entre la penumbra temiendo ser sorprendidos por
la claridad del día. Tahures, ladrones de profesión, toda la mala yerba que
protegen las tinieblas, se apresuraban a esconder sus bultos.
Los trabajadores ya se dirigían a sus obras; los changadores
corrían al Mercado, unos con el cordel en la mano y la bolsa vacía terciada al
hombro, y otros provistos de un gran canasto. Los vehículos rodaban con estrépito
por las piedras de la calle, especialmente las jardineras que usan los
expendedores de pan. A ratos, la silueta del lechero con su rostro plácido y su
traje pintoresco, animaba el cuadro, pasando al trote inglés de su caballo. Los
diferentes negocios abrían las puertas para esperar los compradores. Varias
mucamas se dirigían con su cesta al Mercado y no faltaban a esa temprana hora
labios que les modularan atrevidos galanteos. El comercio ambulante anunciaba
sus efectos con gritos incomprensibles, y en medio de esta verdadera Babel, sobresalía
la voz chillona de los vendedores de diarios.
La gran ciudad despertaba con sus
clamoreos peculiares, aprestándose, una vez más, a la diaria lucha por la
existencia.
Las aceras se llenaban por momentos...
Todos estos murmullos del exterior
penetraban en ráfagas apagadas al dormitorio de Dorotea.
El niño despertó llorando.
En su inconsciencia nada sabía del medio
en que se iba a desarrollar su vida; pero esa atmósfera, a la cual estaba
completamente ajeno, empezaba a incomodarlo y a tender la red de acero de su
influencia para dirigirlo maniatado en el tumulto de la vorágine social.
Todo estaba preestablecido. Todo lo
habían ordenado voluntades y cerebros anteriores. Su bulto informe, sumergido
en las ropas de la cuna, podía compararse con un vagón de carga, construido
para repuesto en una vieja línea férrea, porque como el vagón, su camino estaba
fatalmente trazado. Vagaban en el ambiente las preocupaciones que habían de
nutrir su espíritu: los libros estaban escritos y designados, hasta su misma
planta tendría que vagar forzosamente por la ruta que formaron las hormigas de
anteriores generaciones. Está a merced de las influencias exteriores y de las
necesidades que fatales desbordan del organismo. Víctima de la casualidad o de
la conjunción de dos sustancias desconocidas en su esencia, pobre prisionero de
la vida, cautivo del momento histórico, no ha escogido el tiempo de su venida
al mundo, su idioma ni su nacionalidad. La lógica de la herencia, casualidad
para él, le ha dado sexo, color y temperamento.
¿Es esta una voluntad libre que se
inicia?
Así lo afirman los espiritualistas.
¿Es por el contrario un autómata que hará
diversas muecas según la influencia que lo hiera?
Esto aseguran los materialistas.
Sigámosle, entre tanto, en la evolución
de su vida y sus propios actos se encargarán de dar respuesta a esas preguntas
formidables.
- III -
El sentimiento maternal absorbió la
febril actividad de Dorotea en los primeros meses siguientes a su desembarazo.
Sin embargo, sus sueños de orgullo en que
veía satisfecha la vanidad que llenaba su cabeza sin ideas, venían de vez en
cuando a perturbar sus tranquilos goces maternales.
Varias veces había salido dejando el
chico al cuidado de la abuela, pero como esta siempre estaba ocupada, no tardó
en buscar una muchacha para que lo cargara.
Cuando la sirvienta fue tomada Dorotea
sintió un gran alivio. El círculo de sus relaciones se había ensanchado y su
más vivo deseo era tratarse con las personas decentes del barrio.
Casi con todas las de su sexo se saludaba
y con varias hablaba, ya al acaso, sobre temas del día, de los enfermos
cercanos o de chismes corrientes en la vecindad; bien parándose en las puertas
de calle o juntándose mañosamente a un grupo a la salida de la Iglesia.
Todo esto la entonaba llenándola de una
loca alegría.
Pero cuando recaía la conversación sobre
la fonda o los artículos del almacén de su padre, se entristecía sin quererlo:
sentíase humillada al hablar de estos asuntos tan enojosos para su vanidad.
Poco a poco
fue produciéndose un cambio de servicios. Dorotea prestaba a sus vecinas los
diarios que se recibían en la fonda, algunas novelas de Pérez Escrich o
Fernández y González, a las que se había suscrito por entregas; les enviaba
postres, muy bien hechos y todo aquello que, estando a su alcance, suponía que
las halagaría. Estos obsequios tuvieron su correspondencia. Dorotea recibió
unas camisas bordadas y algunos pañuelos de mano marcados con sus iniciales.
Esto empezó a generar cierta intimidad.
Un domingo, de regreso de la iglesia, una
de las vecinas, parándose en el umbral de su casa, invitó a sus amigas a pasar
adelante, haciendo extensivo este ofrecimiento a Dorotea.
La joven se sintió sobrecogida, se excusó
con sus quehaceres y con su hijo que había quedado solo y se dispuso a
retirarse.
La dueña de casa insistió aún, pero luego
con delicada política, ofreció la casa y la pidió que no dejara de visitarla.
Dorotea llegó a su cuarto radiante. Se
veía ya haciendo papel en la alta sociedad. Esa mañana no almorzó. Todo le
parecía en la fonda vulgar y asqueroso. Soñaba con bailes, paseos en el campo,
y que su nombre saldría después en las revistas que hacían los diarios de estos
torneos de la vanidad elegante y a fortuna orgullosa.
Dª Margarita entró en este momento.
Dorotea hizo un gesto de desagrado que
reprimió prontamente: ya hacía tiempo que todo lo que se relacionaba con su
familia la ponía violenta.
Pero disimulaba. Desde que era casada
había cosechado mucha experiencia de la vida: ¡había visto y oído tantas cosas!
Estaba casi preparada para ser una mujer de mundo: su inteligencia bastante
atolondrada habíase saturado de malicia. Sus concepciones eran rápidas y del
modo como las relacionaba con el porvenir, más parecían producto de un cerebro
aleccionado y varonil.
Un egoísmo cruel la alentaba. Hasta
pensaba en sus momentos de fiebre en la muerte de sus padres y de Dagiore.
¿Para qué vivían? se preguntaba: ¿sabían acaso gozar de la vida? El delirio de
su imaginación le perturbaba el sentido moral.
Dª Margarita habló con su hija de cosas
insignificantes, pero esta la había notado bastante triste desde el principio.
Entró en cuidado, no sabiendo cuál podría ser la causa, y así se lo dijo,
prodigándole algunos mimos y diciéndole en tono de cariñoso reproche que ya no
tenía confianza en ella.
La madre cayó en el lazo y algunas
lágrimas brotaron de sus ojos.
Dorotea trató de consolarla y la instó a
que hablase.
Dª Margarita la dijo en su expansión, que
los negocios del almacén iban mal, y que por esta razón estaban muy afligidos.
Esto era cierto: D. Juan antes de
establecerse en el comercio de almacén al por menor, se ocupaba de mercachifle,
negocio que entendía ventajosamente y en el cual le había ido muy bien.
Cierto día, se vio con un paisano que era
el dueño del almacén que ahora le pertenecía. No podía atenderlo por
impedírselo otros negocios y al dependiente que dejaba lo había pillado varias
veces en flagrante delito de hurto. Desalentado, quiso deshacerse de él a toda
costa y lo cedió a D. Juan en magníficas condiciones. Este, más se decidió por
lo barato que por otra cosa. El aprendizaje le costó algunas pérdidas, y en los
primeros repuestos de surtido pagó la chapetonada comprando infinidad de
clavos. Ya cuando se prometía entrar en vida normal y cosechar algunos frutos,
se inauguró un lujoso almacén en la esquina que hacía cruz con el suyo y en
ambas restantes había dos más: con mayor capital tenían por consiguiente más
recursos para atraerse los compradores.
También los locales que ocupaban sus
colegas eran más espaciosos y por esta causa hasta los borrachos habían cesado
de hacerle gasto a D. Juan. Preferían ir a tomar la copa en cualesquiera de los
otros, porque, según la expresión de muchos de estos, se encontraban más a sus
anchas.
-¿Y qué piensan hacer? -insinuó de pronto
Dorotea, viendo que su madre se había quedado callada y cabizbaja.
-Juan no sabe qué hacer -contestó algo
indecisa Dª Margarita.
-¿Pero algo habrán imaginado?
-Sí, es verdad; pero no es más que un
proyecto; yo creo que no se podrá realizar: ¡ay! la fortuna se ve que no ha
sido hecha para nosotros.
-Pero no desespere, mama, así: Vd. misma
ha dicho muchas veces, que para todo hay remedio menos para la muerte y que lo
último que se pierde es la esperanza.
-Así es, hija, pero...
-Hable Vd., dígamelo todo; tal vez a mí
se me ocurra algo.
-Pues lo que ha pensado Juan es deshacerse del almacén y poner
una tienda: tiene esperanzas de que le vaya mejor en este negocio porque ya lo
conoce.
-¿Y por qué no lo hace?
-Ahora hay muchas tiendas y no le
alcanzaba para surtirla como él quería. Después, esto ha sido anteayer, ha
sabido que D. Francisco, ¿sabes? el de la tienda de la calle Tucumán; quiere
venderla... aquí es cuando se ha entusiasmado tu padre: habló con D. Francisco,
pero no quiere saber nada de plazos...
Dorotea callaba.
Dª Margarita, tragando saliva, continuó:
-Anoche quiso hablar de esto con Dagiore;
vino aquí, pero después no se atrevió a decirle nada.
-Pero Dagiore no tiene dinero
-interrumpió bruscamente Dorotea.
La joven se
había inmutado. Una seriedad invencible la inundó poniéndole rígidos los
músculos de la cara. Se había desilusionado. Creía que sus padres trabajaban
muy bien y ahora, en su egoísmo, suponía que querían robarla.
Su madre quedó fría. Siempre había
pensado que su hija, en un momento crítico, la daría hasta la camisa. En su
cerebro obtuso hacía una suposición. Trocaba los papeles respectivos y
levantaba ella de la miseria a su hija. Sucede siempre lo mismo en las
cuestiones de interés y miseria. El que pide se hace generoso para el porvenir,
y esta prodigalidad no es más que el reflejo presente de su apremiante
necesidad. Luego que pasa el momento crítico se aprecia la dádiva con un
criterio distinto, porque es diferente la situación personal. La montaña a una
cuadra de distancia nos parece enorme, a diez leguas la confundimos con una
pequeña eminencia, porque en lo moral, como en lo físico, la perspectiva
determina los juicios respecto de las cosas y de los hechos. Haciendo lo
posible por disimular su despecho, Dª Margarita dijo, en tono triste:
-Juan quería asociar en la tienda a tu
marido, si has creído otra cosa te equivocas.
-Pero, mama, si yo no le digo nada: si yo
pudiera, ya sabe Vd. que lo haría con el mayor gusto; mire, lo que le he dicho
es cierto: al menos que yo sepa, José no tiene plata, sin embargo, yo le voy a
hablar hoy de la cosa.
-No le digas nada, es mejor: allá nos
arreglaremos como se pueda, que con la ayuda de Dios no nos ha de faltar un
pedazo de pan.
-Vea, mama, vaya tranquila, que luego yo
misma les voy a llevar la contestación.
-Puedes hacer lo que quieras, pero yo no
te pido nada...
Bastante resentida se alejó Dª Margarita,
pero su hija parecía que había cambiado completamente de opinión, tal era su
deseo de hacerla ir contenta.
Dorotea acompañó a su madre hasta el
patio de la fonda y volvió a su cuarto.
Se puso a tararear un vals: parecía
trasportada de gozo. Estaba radiante, sus mejillas se habían coloreado e iba y
venía en movimientos descompasados por la habitación.
El negocio de la tienda era lo que tanto
la excitaba. Le parecía una idea soberbia. No era el deseo de servir a sus
padres ni un golpe nervioso lo que la hacía cambiar de opinión en el asunto.
Había encontrado una puerta para dar escape a la vanidad que la ahogaba y sólo
el cálculo la impelía a obrar. De pronto se irritaba consigo misma de no haber
visto desde el principio las ventajas que traería para ella el negocio de la
tienda, entrando Dagiore.
Seguía paseándose por la habitación; de
pronto se paró delante del espejo del lavatorio y mirando con sensualidad su
boca fresca y rosada, empezó este monólogo:
-Bien: tata vende el almacén, José vende
la fonda, compran en sociedad la tienda de D. Francisco: ¡ah, Dios mío! esto siquiera
es más decente: la tienda creo que no tiene más que dos piezas interiores:
claro está que no hemos de vivir todos allí; entonces alquilamos una casita
¡Dios mío! ¡Dios mío! cuánta felicidad.
Estas ideas la hicieron desfallecer: fue
hasta la cama y se recostó un poco. La joven pasaba por un ensueño delicioso.
La esperanza -ese espejismo de la imaginación que nos muestra realizados
nuestros deseos del presente-, batía su ala fresca y sonrosada, acariciando los
pensamientos que bullían sin orden sobre su frente.
Con febril ansiedad, empezó desde ese
instante a acechar a su marido: quería sorprenderlo en un buen momento para
dejar terminado el asunto.
A eso de mediodía se oyó en el patio la
voz de Dagiore. Estaba dando algunas órdenes para que bajaran al sótano algunos
artículos recién descargados.
El cocinero, con su gorro y su delantal
blancos, sus imponderables bigotes, y un cucharón en la mano, se acercó al
círculo, terciando en la conversación. Dorotea salió a la puerta de su dormitorio.
Mañosamente fue acercándose a la rueda. Cuando estuvo cerca de su marido se
afianzó en su hombro con encantadora naturalidad. El cocinero la miró de reojo.
No estaba esa escena en sus libros. Dagiore era despótico con los que dependían
de él, y estos, como la mayoría de los subalternos, le deseaban todo el mal
posible y daban salida al rencor que los animaba, mordiendo atrozmente su
reputación. En la cocina el cocinero lo parodiaba colocándose en cada sien una
tenaza. Espiaban a Dorotea, y cada vez que salía compadecían caritativamente al
patrón. Cuando regresaba la observaban minuciosamente: si la joven llegaba
acalorada ya por efecto del cansancio de haber andado mucho a pie o bien a
causa del calor, siempre el areópago pensaba con malignidad lo peor. Habían
llegado las cosas al extremo de forjar una novela de fantasía: empezaron por
suponer que acudía a citas; imaginaban luego los parajes donde tendrían efecto
las entrevistas, para terminar, corriendo el tiempo, que estos hechos eran
reales y positivos. La joven estaba bien extraña de estas calumnias y ni
siquiera conocía de nombre los parajes en que la suponían, entregada en brazos
de un amante: uno de los motivos que había dado pábulo a estas habladurías era
que jamás se les había visto en verdadera intimidad o prodigándose naturales
caricias entre esposos. Dorotea siempre había evitado las expansiones amorosas
de su marido delante de los mozos. Era el orgullo de su pudor que no podía
consentir en avergonzarse de esa manera.
Dagiore mismo se sintió sorprendido con
la muestra de íntimo cariño que le prodigaba su esposa. Ese simple acto
comprendía que lo rehabilitaba ante el pequeño mundo de su fonda, que para él
representaba al universo entero. Ni le importaba ni podía pensar siquiera fuese
en la opinión de otro barrio. Las paredes de su negocio demarcaban al mismo
tiempo el límite de su orgullo. No conocía otros horizontes ni podía comprender
que hubiera otras esferas para la actividad humana. Allí hasta su cerebro había
echado raíces. Estaban tan afirmadas sus ideas a este respecto, que sólo el
manicomio o el cementerio lo sacarían de esa atmósfera peculiar y hasta
nauseabunda que genera el vapor de los cocidos, los fritos en aceite, los
guisos con especias y las aguas servidas que se arrojaban a la letrina, la cual
emanaba, a tiempos, fétidas bocanadas.
Dorotea seguía recostada con abandono en
el hombro de su marido.
Se trataba de bajar dos pipas. Como eran
muy pesadas, hacían los mozos grandes esfuerzos para conducirlas.
Siempre las habían bajado con sogas. Como
el sótano era bajo y tenía escalera, Dorotea emitió la opinión de que cruzando
las pipas se bajarían más pronto y fácilmente.
No fue bien acogida esta idea, porque así
tendrían que hacer más fuerza.
Empero a Dagiore le agradó. Una de las
pipas estaba en la boca del sótano. El fondero bajó, trepando sobre la pipa,
hizo que le sacaran las sogas y ayudándole dos del medio y empujando de arriba
el cocinero, bien pronto estuvo en su lugar. Igual cosa se hizo con la segunda.
Terminado este trabajo Dagiore volvió a subir. Estaba sudando. Dorotea le
tendió su pañuelo para que se enjugara la frente e impregnando su voz con una
inflexión pesarosa le dijo:
-¡Te has cansado mucho!
-¡Bah! esto no es nada -contestó él
encogiéndose de hombros.
La rueda se había dispersado: cada cual
había ido a seguir sus respectivos quehaceres: entre tanto, Dagiore seguía
maquinalmente a su mujer al dormitorio conyugal.
Una vez en este, se sentaron uno junto al
otro.
Viéndose tan mimado, comprendió el
fondero que su mujer tenía algo que pedirle, pero estas ideas pronto se
confundieron en su cerebro: lo enajenaba tanto la consideración de que era
objeto, que pensó concederle todo lo que le exigiera con tal de verla
satisfecha.
Dorotea, poco a poco, expuso, los hechos:
refirió el mal estado del negocio de sus padres y el proyecto que acariciaban
de comprar la tienda de D. Francisco.
Dagiore asintió en general, pero dijo que
necesitaba saber con cuánto tendría que concurrir para tener una parte en el
negocio.
-¿Qué no tienes dinero? -preguntó Dorotea
haciéndose la atolondrada.
-Eh, alguna cosa, mas en fin, quiero
saber.
-Es que yo tengo un proyecto -agregó con
viveza la joven y como si nada hubiera pedido.
-¿Qué proyecto?
-A ti, a todos, nos convendría.
-Vamos a ver.
-La fonda te hace trabajar mucho y a mí
no me gusta eso; ya ves, hacer fuerza con las pipas y tener que lidiar con
tanto pensionista que no paga. Después, aquí vienen borrachos y compadritos,
que un día pueden armarte una pelea.
-Eh, yo no les tengo miedo.
-Pero una tienda; piensa todo lo que se
puede ganar...
Dagiore callaba indiferente como si le
hablaran de un negocio en el Japón, y Dorotea titubeaba ya algo desalentada.
Cobró nueva energía pensando en sus
sueños de oro y se decidió a decirlo todo de una vez planteando clara la
cuestión:
-A mí me parece que te convendría vender
la fonda y entrar tú mismo en la tienda.
-¡Qué barbaridad! -replicó riendo el
fondero.
-¿Por qué ha de ser barbaridad? -preguntó
Dorotea toda inmutada.
-Eh, porque yo no entiendo de trapos y
aquí estoy muy bien.
-¿Pero tú no piensas que una tienda es
mil veces más decente que una fonda?
Aquí fue Dagiore el que se indignó. Había
sido herido en el corazón de sus preocupaciones: su orgullo de gremio se
levantaba feroz en su pecho y hasta lo ligaba con sus envidias y sus celos.
Recordaba lo bien que vestían los tenderos y pensaba que más de una vez le
habrían prodigado piropos a su mujer. Creía, como artículo de fe, que la
corrupción de las mujeres la engendraba el lujo de las tiendas.
-Más decente, más decente -empezó
diciendo con rabia-, yo soy decente, porque no trampeo a nadie y trabajo. Sí,
mejor es cargar pipas como burro que estar limpiándose las uñas como esos
manfloras de las tiendas, que son unos perros, unos haraganes.
Dorotea quedó consternada. Es tremendo
para una mujer el momento en que se cree desamparada de todos y que no es
comprendida.
Se arrepentía de haber tratado mal a su
madre por la mañana. Si no hubiera sucedido tal cosa se habría refugiado en
casa de sus padres. Allí se ahogaba y torturaba su pobre cabeza pensando dónde
ir.
Su agitación hizo crisis en un mar de
llanto.
Dagiore tuvo tentaciones de dejarla que
llorase a su gusto, pero pronto se arrepintió de esta idea creyendo que Dorotea
estaba verdaderamente muy afligida.
-No hay por qué llorar por esto -le
dijo-, yo también tengo una idea.
La curiosidad y la esperanza devolvieron
a la joven su entereza.
Con los ojos preñados de lágrimas
interrogó a su marido.
-Es cosa muy sencilla -siguió este, con
mucho entusiasmo y animación-, pienso hacer lo que hizo el dueño de esta fonda.
-¿Cómo?
-¡Eh, qué diablo! también quiero comprar
un hotel: me parece que es cosa mejor que tu tienda.
A Dorotea no le disgustó el proyecto,
pero con sus ansias de cambiar pronto de posición, preguntó:
-¿Y cuándo será eso?
-¡Oh! ¡oh!... no hay que apurarse, falta
tiempo todavía, será de aquí a cinco años.
La joven volvió a caer en su anterior
desaliento. Cinco años para ella era lo mismo que morir.
-¿Te parece mucho tiempo? ojalá haya plata
para entonces: ¿sabes cuánto paga de alquiler el otro? Pues es poco: veinte mil
pesos al mes, y su hotel no es de los mejores.
En medio de todo, estas confidencias
fueron una revelación para la ambiciosa joven: si dentro de cinco años piensa
comprar un hotel tan caro, se dijo, debe tener ahora mismo una regular
cantidad.
No bien cruzó por su mente esta sospecha,
se propuso sacar partido de ella.
-Eso me gustaría mucho -lo dijo para
halagarlo.
Dagiore empezó a mirarla trasportado.
-Yo entonces te ayudaría; vería los
cuartos de las señoras y correría con las lavanderas y las planchadoras,
marcaría la ropa y la zurciría.
El fondero estaba enajenado. Él veía,
tocaba ya el hotel, ese querido sueño, ese arrullo que lo acariciaba todas las
noches.
Poco a poco su entusiasmo fue creciendo,
el pobre hombre era completamente feliz, veía atracar los coches y descender a
los pasajeros buscando alojamiento, los mozos, él mismo cargaba con el baúl y
los objetos a la mano y precedía al cliente hasta el cuarto destinado: cuando
pensaba que Dorotea atendía a las señoras sentía calambres en las piernas y
desmayaba de contento; no pudo más con su emoción, se levantó de su asiento y
se precipitó en los brazos de su esposa.
-No -la decía-, no tendrías que marcar la
ropa: compraríamos un sello de goma para eso; son muy baratos, queda muy bien
la marca y así he visto que se usa en los hoteles.
-Bueno -dijo Dorotea-, todo eso me gusta
mucho, pero quiero hacerte una pregunta: ¿tú crees que ganarías mucha plata con
el hotel?
-¡Ya lo creo! -replicó prontamente
Dagiore con un tono de íntima convicción, y mientras decía esto, sus ojos
despedían resplandores siniestros.
-¿Y para qué quieres tanta plata? -volvió
a decir Dorotea con su aire tímido de gata que esconde las uñas.
Dagiore quedó perplejo, sin saber qué
contestar. Esta escena habría traído a la mente de una persona discreta o
ilustrada el recuerdo de los divagadores del arte por el arte. Dagiore, en
efecto, pertenecía a esa raza cretina de la avaricia por la avaricia. Quería
montones de oro y no sabía para qué. Es lo que sucede con las almas vulgares.
Sueñan con riquezas, creyendo que la posesión de estas los traerá una perfecta
felicidad, cuando en la mayoría de los casos la fortuna imprevista lo que hace
es tender rieles de oro para llegar con más celeridad al abismo de la
corrupción, en cambio que los corazones templados al calor de la honradez y de
una verdadera virtud, conciben una idea noble y generosa y buscan luego el
dinero como un medio de realizarla.
Dorotea renovó la pregunta a su marido, y
este en vano buscaba una respuesta.
Pensaba en su hijo, en su esposa, en él
mismo y se asustaba de que pudieran gastarle su dinero.
Entonces ella quiso ayudarlo para llegar
más pronto al desenlace que mañosamente urdía.
-Tú comprendes -le dijo-, que los que
trabajan deben darse algunas comodidades.
-¿Y no estamos bien? yo tengo mucho
apetito, ronco mejor y estoy sano: ¿qué más quiero?
-Sí, pero cuando un marido anda mal en
sus negocios y está pobre, la mujer debe sacrificarse con él y alentarlo, pero
cuando gana mucho debe rodear a su familia de comodidades.
-¡Eh, eh! -replicó el fondero con sorna-:
eso te lo han enseñado esas señoras de enfrente: diles que se metan en su casa,
porque yo también podría enseñarles a sus maridos que no trampeasen al
carbonero, al panadero y a muchos pobres para gastar en carruaje.
-A mí nadie me ha enseñado nada, o crees
que tu mujer es una bruta que no puede decir una palabra me callaré -dijo
Dorotea despechada.
-Pero acaso, no te doy todo lo que me
pides; me parece que andas vestida como la mujer de Anchorena.
-¡Qué disparate! mira este vestido que
tengo puesto es de percal; y en fin, todo lo que tengo en alhajas no alcanza a
cinco mil pesos. Vaya una comparación ridícula. Ni siquiera ando como la mujer
del boticario, y sin embargo tú te reías de su marido cuando el otro día decía
el dependiente de la Botica mientras comía, que era su patrón tan miserable que
no hacía consumo de huevos por no tirar las cáscaras.
Dagiore le tenía rencor al boticario. Era
muy metido en todo, hablaba de política y cuando salía a la calle ostentaba su
orgullo con una levita cruzada, sombrero alto y bastón. Sin temor al Consejo de
Higiene, el bribón se permitía recetar a algunos enfermos. Esto, que había
llegado a oídos de su vecino el fondero, es lo que más lo sulfuraba. Un día que
oyó que un infeliz lo designaba en la fonda con el título de doctor, se expresó
en términos poco honrosos para el boticario. No faltó quien llevara este chisme
de barrio y desde entonces el boticario se encargaba todas las noches de
ridiculizar al fondero ante el círculo de los amigos que tertuliaban con e
todas las noches.
-Y qué se te importa de ese bregante: él
es un ladrón y un mentiroso: así yo también tendría plata para tirar a la
calle; cómo no, si vende porquerías y cosas que no sirven: los zonzos que le
compran tienen la culpa, habiendo buenas boticas en el centro, en que dan los
remedios más baratos.
Como lo predicaba lo hacía. Dagiore, en
efecto, no compraba en la botica del barrio ni arsénico para los ratones de la
fonda. Algunas veces cuando Dorotea rompía la consigna de hostilidades,
decretada por su rencor, y mandaba en un apuro a comprar benjuí para sahumar
sus vestidos se irritaba tremendamente.
Por todo esto, sintió herida su vanidad
cuando Dorotea se comparó con la mujer del odioso farmacéutico.
-¿Qué se te importa -la dijo-, que pueda
tener alhajas, que han de ser falsas, si tú eres bonita y ella es tan fea y más
flaca que un bacalao?
-Pero en el barrio hablan de sus trajes y
de la buena vida que pasa.
Aquí se ofuscó en su orgullo el fondero.
-¡Eh! -dijo-, tú no tienes que ser menos
en nada. Pídeme lo que quieras y te lo daré.
-¿De veras? -saltó diciendo la joven-.
¿Me darás lo que te pida?
-Vamos a ver: ¿qué necesitas?
-¡No, no, no! -gritó vivamente Dorotea-.
Ese no ha sido el trato -y se sentó en las faldas de Dagiore rodeando con el
brazo su pescuezo largo y colorado.
-Pero para comprarte lo que quieres
necesito saber lo que es.
-¿Y si no fuera cosa de comprar?
El fondero, quedó intrigado.
-No sé qué puede ser -dijo-, yo no tengo
ninguna alhaja guardada.
-Bueno; yo te lo voy a decir, pero tú
estás ya comprometido: ¿no es cierto?
-Vamos a ver.
-No quiero así -insistió la taimada, y le
dio un sonoro beso en la mejilla.
-¿Pero si no me dices?...
-Es... quiero... pero ¿me vas a hacer el gusto?
-Sí -respondió Dagiore cansado.
-Acuérdate que has dicho sí, ¿oyes?
quiero... que alquilemos una casita.
El fondero se sorprendió enormemente.
-¡Alquilar casa! Pero ese sería un gasto
inútil y muy grande.
-Ya sabía yo que ibas a decir eso
-exclamó Dorotea abandonándole-: qué me importa a mí que ganes mucho dinero si
no eres capaz de darte tú mismo algunas comodidades. De mí no hablo, porque ya
veo que me tienes en cuenta de perro: ¿no ves que aquí me ahogo? a la mejor se
la doy; en una sola pieza, y con los olores de la letrina que me dan dolor de
cabeza todos los días: ¡bonita vida la mía! podías aprender del boticario, que
siendo la botica grande, alquila casa a la vuelta,
Dagiore se sintió insultado; pero el calor de las piernas de su esposa,
que todavía sentía, lo inclinaba a ceder.
-Yo no tengo que aprender de nadie
-replicó un si es no es enojado-, pero si te contentas con una casita chica la
compraré.
-¡Mi negro, si eres el más bueno de los
maridos! -decía fuera de sí Dorotea-, ¿no es cierto que no me engañas?
-No, buscaré una casita barata...
Dagiore tenía esto pensado hacía bastante
tiempo, pero con distinto objeto.
El dinero que poseía estaba en el Banco
de la Provincia y le redituaba el cinco por ciento. Tenía, pues, decidido
comprar un inmueble para conseguir un interés mayor.
Los días que siguieron no se habló de
otra cosa entre los esposos.
Dorotea revisaba todas las mañanas los
avisos de los diarios y ella misma iba a ver las casas en venta.
Varias le agradaron, y al comunicárselo a
su esposo este le respondía que era cara y que el dinero que tenía no alcanzaba
para comprarla.
Al fin Dagiore se decidió por una. Era en
la calle de Andes entre Temple y Tucumán. Regularmente construida, con cuatro
piezas y un fondito. Pedían por ella cincuenta mil pesos; y al fondero la
pareció ventajosa la compra.
Al darle a Dorotea parte de esta novedad,
la joven se indignó al principio y después tomó la cosa a broma.
-No, hijo -le decía-, mejor es que se te
ocurriera comprar en Morón o en medio de la Pampa: no está mala tu idea; me
pondré botas y compraré un revólver, porque allí han de asesinar a las doce del
día.
Estas chuscadas, que Dorotea había
aprendido de los compadritos que frecuentaban la fonda, sentaban muy mal al
rústico fondero.
De pronto pensaba sensatamente. Veía
todos los sacrificios innecesarios que hacía por su esposa, pesaba de una manera
lúcida las pretensiones e insensatez de esta y concluía discretamente por
pensar que estaba loca. Veía con espanto un precipicio de deudas, su ruina, tal
vez su deshonor. Quería ponerse la altura de las circunstancias para reprimir
el mal desde su comienzo, pero la energía le faltaba, su lujuria, que con tanta
facilidad se inflamaba, postraba sus fuerzas debilitando sus propósitos de
orden.
Dorotea comprendía este ascendiente que
tenía sobre su marido y estaba dispuesta a usar de él hasta el abuso. En su
orgullo creía también, como artículo de fe, que un solo beso de ella valía bien
todas las ganancias imaginadas de la Fonda.
En medio de su atolondramiento no dejaba
de pensar en el costo que demandaría la instalación y los gastos diarios de la
casa.
Pero esto sólo le producía una ligera
opresión de pecho.
Quería embarcarse a todo trance. Allá si
venía un naufragio se vería lo que había de hacerse.
Su única aspiración era salir de la
Fonda, marearse en otra vida, gozar de una nueva existencia en consonancia con
sus gustos y sus sueños.
Dagiore mismo, en último caso, estaba
bien dispuesto a alquilar una casita para no ver el espectáculo diario del
malhumor de su esposa.
La casita de la calle de Andes le
agradaba por lo barata y porque sentía cierta inefable fruición al sentirse
propietario, pero no por esto había dejado de encontrarle inconvenientes
mirando el asunto a través del vidrio de sus pasiones.
Le parecía muy lejos para que la mayor
parte del día lo pasara allí Dorotea: ya en su imaginación celosa la veía en
brazos de un amante, y aquí, notando que a Dorotea no le agradaba una tan
lejos, se enternecía creyendo encontrar en esto la prueba más palpable de su
honradez.
Predispuesto de esta manera, preguntó:
-Entonces, ¿qué quieres que haga?
-¿Para qué voy a decir nada si tú no
tienes voluntad de hacerme el gusto en ninguna cosa?
-¿Pero qué más quieres que haga? No te
gusta la casita de la calle de Andes, y para comprar más cerca no tengo plata.
¿Si quisieras esperar? aventuró tímidamente el fondero.
-Esperar, esperar; déjame, ya no quiero
nada: ya sé que he de morir en las cuatro paredes de este cuarto; ya no quiero
nada de ti, ¿oyes?, y después dice que me quiere -agregó la joven, cambiando de
tono y asumiendo una actitud despreciativa.
-Contigo no se puede hablar. De todo te
enojas...
-Cómo no, si prometes y luego no cumples.
-¿Pero qué quieres que haga ahora?
-Si fueras otro alquilarías una casita
barata cerca de aquí.
-Pues se concluyó: búscala y no me
embromes más con tu casa.
-Aquí a la vuelta hay una desocupada
-contestó al punto Dorotea, cogiéndole la palabra, inundada de un súbito
júbilo.
-¿Cuál?
-Ahí, donde vivía esa familia inglesa.
-Me parece muy grande.
-Bueno, yo la voy a ver más tarde: ¿hasta
cuánto puedo pagar de alquiler?
-¿Y a ti qué te parece?
-Creo que se podría pagar 600 o 700
pesos.
-¡Es mucho! con una casita de tres piezas
es suficiente.
-¿Adónde vas a encontrar esa miniatura?
Esas muy chicas son muy buscadas y rara vez se desocupan ¿y qué importa que
tomemos una que sea un poco grande para nosotros? Si es así se podría alquilar
una o dos piezas a unos buenos inquilinos.
Todo el afán de Dorotea era consumar el
hecho lo más pronto que fuera posible: tenía recelos que el fondero se
arrepintiese. Jamás había pensado vivir con inquilinos, pero lo decía para
quitarle hasta los últimos escrúpulos que pudiera abrigar.
-Diablo, diablo -dijo de pronto Dagiore-,
¿y con qué la vas a amueblar? No había pensado en eso.
-Me parece -replicó la joven- que no
habrás supuesto que íbamos a sentarnos en el suelo; no es tampoco el caso para
asustarse: los muebles están muy baratos, y yo no te pido lujo. Muchas casas de
remate tienen venta particular de muebles y los dan por la mitad de su precio:
yo haré una lista de lo más necesario y tú mismo te encargarás de comprarlos:
si algo te parece que no hace falta dejas de comprarlo, y asunto concluido.
Con estas explicaciones se tranquilizó un
poco el fondero.
Poco después fue a ver la casa: tenía
cuatro piezas, chicas y bajas: la sala, con el zaguán de entrada a la derecha,
dos siguientes en el primer patio, una pequeña pared con una puerta persiana
pintada de verde lo dividía de un segundo patiecito; a este daba la puerta de
la última habitación y al frente, como si se hubieran propuesto ganar terreno,
estaban la cocina y la letrina.
A Dorotea le pareció un paraíso. Era la
primera que veía y no quería ni podía pensar en alquilar otra más ventajosa.
Fue a tratar con el dueño, y le pidió
ochocientos cincuenta pesos de alquiler.
No hizo ninguna objeción: suponía que era
baratísima.
Con estas nuevas volvió a su hogar.
Dagiore dijo que el precio era
exorbitante, pero su esposa lo disuadió después de un gran altercado en que la
escala cromática de sus nervios recorrió desde el arrullo más zalamero hasta el
insulto más procaz.
-No seas infeliz -decíale a ratos-, si
llega el momento en que no ganes lo suficiente para estos gastos, dejamos la
casa.
Ya estaba el asunto arreglado por este
lado y Dagiore había prometido ir al día siguiente a dar la fianza y recoger
las llaves, cuando de pronto Dorotea vino con una nueva exigencia:
-Mañana -dijo-, mañana es otro día y
puede alguno madrugarnos: vamos ahora ¿quieres? ¿por qué vas a negarme esto?
¿qué te cuesta?
Entonces Dagiore dijo que sería mejor que
fuera él solo.
Así lo hizo en efecto: una hora después,
poco más o menos, estaba de regreso con las llaves: no había querido ir con
Dorotea, para evitar la influencia de su entusiasmo y recatear con resultado y
a sus anchas. Algo consiguió. Quedó estipulado el alquiler en ochocientos pesos
y sin más fianza que dos meses anticipados.
-Ahí tienes tus llaves -dijo Dagiore con
visos de tristeza al entregarlas a su mujer.
-¿La has alquilado? -dijo esta, enajenada
y sin darse cuenta de lo que le sucedía-: ¡qué bueno eres!
-Yo voy a verla: vamos, ¿quieres?
-Deja para mañana.
-¡Ah! no: yo voy...
El fondero la acompañó. En un instante
salvaron la corta distancia que separaba la Fonda de la casita.
La noche había ya entoldado a la ciudad
con su manto de tinieblas. El cielo estaba límpido y cubierto de estrellas. La
luna, en cuarto creciente, arrojaba una claridad indecisa. El ambiente era
suave y hacía consonancia con la tranquila majestad que se observaba en el
claro azul del firmamento.
Pero ni Dorotea ni Dagiore notaron nada
de esto: sus espíritus estaban harto preocupados con los afanes terrestres.
Con febril ansiedad abrió la puerta de
calle. La casa estaba oscura; sólo en el zaguán se proyectaba alguna claridad,
reflejo pálido que enviaba un farol de gas desde la vereda opuesta.
Entonces recordó Dorotea que no tenían
luz.
-Mira -le dijo-, vuelve por una vela, yo
voy a esperarte -y como Dagiore se disponía a partir, lo detuvo para pedirle
una caja de fósforos.
Dorotea quedó sola.
Empezó a prender fósforos y a examinar la
casa de esta manera.
Ya no era la visitante de horas antes.
Ahora la casa era la suya; allí iba a
vivir, a mandar, a ser la patrona, a dignificarse en el concepto social, según
sus ideas.
No se cansaba de mirarlo todo: varias
veces se quemó los dedos en su ensimismamiento.
De pronto se sobrecogió de terror: había
sentido un ruido a su espalda; dio un pequeño grito, pero se calmó al momento
reconociendo a su marido, que estaba de vuelta.
Encendieron una vela y recorrieron toda
la casa.
Dagiore la encontraba mil defectos; pero
ella, con una verbosidad inagotable, defendía la casita: el barrio, decía que
era excelente y que también había que pagar la localidad central en que se hallaba
situada.
Todas las piezas estaban recuadradas con
pintura de cola, excepto la sala, que había merecido los honores de ser
empapelada con un papel punzó en fondo canela: esta y la pieza contigua tenían
cielo-rasos de yeso, pero muy sencillos: en las otras habitaciones se veían
descarnados los gruesos tirantes de pino.
Dorotea se quedaba perpleja observando
las piezas vacías. Pensaba cómo había de amueblarlas; pero como no tenía nada
comprado, se confundía en la disposición imaginaria que concertaba.
-José ¿mañana me comprarás los muebles?
-Bueno, puedes hacer la lista, y yo veré.
-¿Tienes un lápiz?
El fondero tanteó sus bolsillos, pero las
pesquisas que hizo resultaron inútiles. Buscaba, sin duda, un lápiz plano, parecido
a los que usan los carpinteros, con punta mocha, que era el que le servía para
hacer cruces y rayas en la libreta de los pensionistas de la Fonda.
Con la intención de hacer la lista allí,
cerraron las piezas y salieron.
Dorotea, conforme llegó, se procuró papel
y tinta y confeccionó el siguiente detalle de muebles:
Un sofá, dos butacas, cuatro sillitas
doradas, seis sillas con asiento y respaldo de esterilla, imitación jacarandá,
una mesa haciendo juego, con piedra mármol, las varas necesarias de alfombra
para la sala y un espejo.
Para el cuarto siguiente tenía bastante
con sus muebles.
Pasó al comedor: un aparador, escribió,
mesa, cuchillos, y de los demás enseres por el estilo se prometía hacer una
famosa acarreada de la Fonda.
-¿Qué mas? -se dijo-: ¡ah! caramba, me
olvidaba de lo mejor, y sonriendo escribió: un ropero con espejo.
Agregó aún otras chucherías y fue a
entregarle la lista a su marido.
Empezó Dagiore a deletrearla, porque
apenas había aprendido a trazar algunas letras.
-Lee tú -dijo al fin. Así lo hizo
Dorotea, y entonces Dagiore comenzó a hacer observaciones:
-¡Eh!, la alfombra no es necesaria,
sillitas doradas, ropero con espejo: todo esto va a costar mucho.
-Pero ya te he dicho que en los remates
se compra eso tirado.
Todavía en los días siguientes libró
Dorotea algunas batallas para conseguir los muebles que deseaba.
Parcialmente, a medida que Dagiore los
iba comprando, fue llenándose la casita.
Todos los muebles eran de ocasión; los
elásticos del sofá y de las butacas estaban muy gastados, y al recibir el peso
de la persona que se sentaba hundíanse más de lo conveniente; el reps mismo en
que estaban forrados tenía sus averías. Dorotea les había hecho fundas. Sin
embargo, el arreglo de la salita daba golpe, como se dice vulgarmente.
La alfombra, de fondo verde, formaba a
trechos cuadros simétricos dibujados con una guarda griega de color negro que
venía a ser monótona a la vista, porque era lo que resaltaba en todas partes,
luego en medio de cada cuadro una dalia de un rosado percudido con gajos
naranjos.
Este tapiz de un gusto desastroso la
había encantado a Dorotea: el placer de pisar alfombra y ver que le pertenecía,
era suficiente venda para que no cayera en cuenta de que era fea.
Dagiore se había decidido por ese gusto
por ser la más acomodada que encontró; le había costado diecisiete pesos la
vara.
La joven no
paró hasta comprar cortinas para las dos ventanas y la puerta que comunicaba
con su dormitorio: ella misma las había escogido en una tapicería: le mostraron
unas galerías de madera, elegantes en su sencillez y otras de lata dorada:
éstas a últimas eran de un precio inferior, y Dorotea se decidió por ellas,
porque le parecieron las mejores: el oropel la enloquecía. Distaba mucho de
tener el gusto educado: todo lo que relumbraba y los adornos de cargazón hacían
llegar su entusiasmo al frenesí.
Los días subsiguientes fueron de entera
felicidad para la joven.
Quedaba las
horas parada delante de sus muebles. Podría decirse que los adoraba: no se
cansaba de acomodar las sillas y los floreros y chucherías que había comprado
para adornar la mesa de mármol; de pronto se lo antojaba que estaban con polvo
y venía con un plumero a sacudirlos; a veces un fragmento de pluma quedaba
embutido en una de las molduras, se hincaba entonces a sacarlo y no contenta
con esto se ponía a repasar las patas de la mesa con una toalla.
No descansaba en todo el día: iba y
venía; se sentaba a ratos con languidez en el sofá, y luego caía en verdadera
adoración ante su imagen, que reflejaba la luna del ropero.
Soñaba entonces en una vida de lujo y
eterno desvarío.
A ratos le parecía que todo le faltaba.
Eran ráfagas de recuerdo que venían a trastornarla. Ella había visto desde las
ventanas el lujo de las familias ricas, su boato, los trajes que vestían y los
magníficos carruajes en que ostentaban la soberbia de su orgullo, se bañaba en
estas visiones, enloquecía, y se amarraba, como el náufrago a un deleznable
pedazo de junco, a esas esperanzas en que se veía magnificada y triunfante de
su humillación de fondera, despertando envidias a su paso.
Rosada por la emoción, con su traje
correctamente cortado, que no sólo ponía de manifiesto sus bellas formas, sino
que las realzaba, estaba Dorotea elegante y encantadora.
¿Quién le había enseñado ese desenfado de
buen tono al andar?
Pisando alfombras, entre espejos y
vistiendo seda, ¿podría alguien suponer que fuese la mujer del fondero Dagiore?
¿Era esta la misma joven que despachaba en el almacén de D. Juan? ¿La que
cuando su padre era un pobre mercachifle que buscaba en los suburbios salida a
sus artículos ordinarios, vagaba descalza y toda sucia en un conventillo?
Sí, era la misma: tocada por el soplo
ardiente que vagaba en la atmósfera social, se había nutrido con el ejemplo del
boato y el oropel: había crecido apurando humillaciones, y aprovechaba la
primera oportunidad propicia para tomar la revancha y marearse en ese grato
ambiente, porque tanto habían suspirado sus pulmones.
Tal vez se hubiera suicidado si no
consigue tan pronto ese cambio de posición. Diariamente tenía acerbas
incomodidades, despertamientos de envidias impotentes y desesperadas, porque a
cada momento tenía conocimiento de lo bien recibidas que eran las hijas de
muchos inmigrantes que ella conocía, y que, aunque habían levantado una regular
fortuna, no por eso su primitiva educación había dado un pago.
Todo ejemplo es contagioso, pero cuando
este emana de un igual, el afán y la turbación que se producen en el ánimo
desquicia mucho más. Esto le sucedía a Dorotea y de aquí su fiebre de aparecer
y ser tenida en cuenta avivada a cada instante.
Este salto brusco del proletariado a las
altas esferas de la sociedad, trae perturbaciones graves y todo lo
desequilibra.
En ninguna parte se observan estas
anomalías con mayor frecuencia que entre nosotros.
Puede decirse que no hay proletariado,
propiamente dicho.
Existen efectivamente sus representantes:
todos hablamos diariamente con el carnicero, el panadero, el almacenero, el
albañil, etc., pero sus familias, especialmente sus hijas, visten, si no con
las mismas bolas, al menos con las mismas modas.
No hay pueblo en el mundo, relativamente
a nuestra población, que haga más consumo de artículos femeninos de lujo, en
géneros, sombreros, gorras, tapados y calzado.
Con la exhibición de las tiendas, con el
ejemplo y con las costumbres y preocupaciones públicas, que imponen el lujo a
la mujer so pena del ridículo y el desprecio, esta se siente excitada toda su
vida, provocada, fuera de todo equilibrio, se hace así murmuradora, enredista y
envidiosa: sale y olvida el drama de su existencia, tal vez tranquila, para
vivir en los acontecimientos dramáticos de la vecindad.
Así cada día las familias modestas
descarrilan en su juicio y se entregan a la vorágine de las preocupaciones
reinantes: agrandan el círculo de sus necesidades superfluas que luego se
vuelven más imperiosas que el hambre, y los cerebros empiezan en el ejercicio
peligroso, que traen las emociones, las humillaciones y las deudas.
En esta tierra, así preparada, empezaba a
germinar el hijo de Dorotea.
Lo habían cristianado en la parroquia de
San Nicolás de Bari, poniéndole el mismo nombre de su padre.
Dorotea había pensado darle unos padrinos
acaudalados, pero tuvo que ceder a las instancias de Dagiore que ya lo tenía
prometido como ahijado a D. Juan y Dª Margarita.
La pequeña fiesta que se originó en la
familia con este motivo, los compuso, pues estaban algo desunidos, desde el
negocio de la tienda, en que Dagiore no les ayudó ni con un peso.
D. Juan hizo sociedad con otro paisano
suyo y los dos dirigían la tienda que hacía pocos días la habían comprado.
Dagiore nada sabía de estos enredos. Dª
Margarita, después de la entrevista que había tenido con su hija, se retiró
harto disgustada y concertaron con su esposo no ocupar al fondero. Este les
había hablado del negocio, pero ellos cortaron todo trato respondiéndole que ya
no necesitaban nada.
Dª Margarita no dejaba de guardarle
rencor a su hija, y hablando con D. Juan, reprobaba la carrera de lujo en que
había entrado, pronosticando un fin desastroso.
No por esto dejaba de admirarse del
arreglo de la casa cuando visitaba a Dorotea. A veces se enternecía y sentía
halagado su orgullo al pensar que todo eso era de Dorotea. Madre, al fin,
concluyó por parecerle aquello lo más natural del mundo. Se trataba de su hija,
y suponía, muy convencida, que todo lo merecía.
El pequeño José ya estaba despechado. En
esta faz de su edad no presentaba ningún rasgo particular. Como todos los
chicos, era muy glotón, rabioso e incómodo por sus continuos llantos.
La madre no se preocupaba mucho de él.
En manos de la niñera andaba casi todo el
día, y cuando esta se cansaba lo sentaba en el umbral de la puerta de calle:
allí se arrastraba y llevaba a su boca todo lo que encontraba al alcance de su
mano, siempre húmeda a consecuencia de tenerla a menudo en los labios.
La curiosidad, que se despierta tan
potente en los niños, le hacía abrir grandemente sus ojos celestes a cualquier
ruido o espectáculo que venía a herir sus tiernos sentidos.
La observación está mucho más desarrollada
en la infancia, porque a esa edad el cerebro no guarda nada convencional, ni
está poblado de novelas.
Empieza, recién, a hacer su almacenaje de
quimeras, echando las bases, los futuros sistemas filosóficos que lo han de
trastornar.
El ruido de los carros le infundía pavor;
un ramillete de confitería que pasara por la calle con el tradicional angelito
de alas desplegadas, -le hacía sonreír deliciosamente.
Cuando Dorotea recordaba que era madre,
lo cargaba, paseándolo por toda la casa: jugaba con él acercándolo al espejo
para retirarlo luego precipitadamente, gritándole en la oreja: ¡guau! Este
juego encantaba al pequeño. Después en la sala lo acercaba a la mesa y le
mostraba los objetos.
-¡Chiche, nene, mira, chiche! ¿te gusta? Ah, no, no se agarra
-continuaba la madre, viendo las intenciones del niño. Este lloraba, y entonces
Dorotea volvía ante el espejo otra vez con el "guau".
Se cansaba al fin; le daba un beso y lo
confiaba nuevamente a la niñera.
Le mostraban estampas, tenía bastantes
juguetes de formas grotescas, cuando estos deberían hacerse representando
objetos de la manera más artística que fuese posible compatible con sus
precios.
Tenía, además, una colección de figuras
sacadas de las cajas de fósforos.
Todo esto empezaba a darle
predisposiciones a su imaginación. Esta confusión de colores y objetos
generaría en él, a no dudarlo, una ansiedad por cosas noveleras, que a no ser
rectificada por una educación recta y sólida le haría en lo porvenir bastante
mal a su criterio en la apreciación de los hechos y las cosas.
Su misma madre ya lo estaba inclinando al
lujo cuando los días de fiesta lo empaquetaba, terminaba siempre por prodigarle
más caricias de las acostumbradas y decirle, señalando la pollerita: ¡chiche!
El niño, cuando veía pasar por la calle
un nene bien vestido, llamaba hacia él la atención de su madre y decía en su
encantadora media lengua:
-Mamá: ¡chiche! y sonreía denotando la
mayor alegría.
Ni una vez siquiera lo habían sacado al
campo, no había visto ni un pedazo vivo de la naturaleza: todo lo que tenía
ante sus ojos era falsificado: no se había embriagado en el perfumen de las
flores ni oído el clamoreo de las aves cantando dichosamente a la existencia en
una mañana de primavera.
Su gusto por los perfumes estaba
formándose con el pachouli, disfrazado con otros nombres, que usaba Dorotea en
su pecho y pañuelo y la vista la tenía ya cansada con las flores artificiales,
mal hechas y percudidas, que había en las macetas de adorno al lado de la
ventana. La vida de invernáculo de la ciudad moderna tendía ya la traidora tela
de su influencia, engañando sus sentidos con nociones falsas, que más tarde
turbarían su criterio y lo harían vagar en un mundo de convención.
- IV -
Dorotea había dado parte de su
instalación en el barrio, ofreciendo sus servicios, a varias familias de la
vecindad.
Con este motivo recibió algunos desaires
que la enojaron mucho al principio, pero su encono hizo crisis murmurando de
esas vecinas, que ella llamaba mal educadas, y recogiendo todos los defectos
que las ponían, para devolverlos a la circulación con mayores comentarios.
La cuadra se dividió en dos bandos: el
opuesto, en que estaba Dorotea, lo encabezaba misia Mercedes, señora que era
del boticario que tan mal quería Dagiore.
Estas buenas gentes pasaban el santo día
menoscabando recíprocamente sus reputaciones.
A la vuelta vivía la señora del Dr.
Ferreol: de una familia distinguida y pudiente habíase casado diez años antes:
su esposo entonces acababa de graduarse: pobre y sin más porvenir que su suerte
y su audacia, previó que ligándose a una rama influyente y con fortuna tendría
andado la mitad del camino que soñaba su ambición.
Empezó a visitar en la casa de la que era
actualmente su esposa: no fue muy bien recibido al principio, pero dotado de un
pronunciado temperamento bilioso-nervioso, los obstáculos avivaban sus
esfuerzos. Con su labia de profesión, mareó por completo a la joven en algunos bailes
en que la encontró: fue aún más lejos: la hizo cometer actos en público que la
comprometían, al mismo tiempo que ponían de manifiesto el afecto que le tenía.
El joven abogado le pintaba un porvenir
color de rosa y había conseguido convencerla de que sólo con él podría
realizarlo.
En la sociedad empezó a murmurarse de la
terquedad de los padres: se inventó toda una novela, hasta que al fin,
consintieron en la boda, pero fijando un plazo algo largo. Ferreol, una vez
recibido oficialmente en calidad de novio, hizo en la sala varios informes in
voce para conquistar a los padres. Nunca pudo averiguarse bien, si por
aburrimiento de oír tanta redundancia de palabras o porque efectivamente les
hubiera agradado; pero el caso fue que el término se acortó y al año se
casaron.
Josefa, que así era el nombre de la
joven, resultó una inmejorable esposa y buena madre de familia.
Misia Pepita, como la llamaron después en
el barrio, era la misma que había invitado un día a Dorotea de regreso de la
iglesia, a descansar un rato en tu casa.
Ella, como recordarán nuestros lectores,
no aceptó en esa ocasión, pero prometió volver.
Así lo hizo efectivamente. Dorotea tenía
muchas pretensiones y como siempre estaba sobre aviso creyendo que todos
querían echarle en cara el oficio de su marido, era susceptible a lo sumo. Por
nada se ofendía, enemistándose con sus amigas de la víspera.
Todas las veces que había ido de visita a
esta casa, misia Pepita invariablemente la recibió en el comedor. Por una parte
veía que aquello era una prueba de confianza y que de cualquier manera había de
nacer con este trato franco cierta intimidad, pero por otra, su orgullo se
sublevaba, porque veía siempre una distancia entre ella y su opulenta amiga que
la acobardaba y la hacía perder toda su altanería.
En una palabra, no se sentía bien allí.
Mil veces había decidido no volver, pero todo la empujaba nuevamente, porque la
relación de esta señora era buscada con empeño en toda la vecindad. Su riqueza,
su distinción y la política de que hacía gala con sus relaciones la habían
puesto de moda. Ella no participaba de las pequeñas miserias del barrio y
cuando sucedía que en su casa se encontraban personas de los dos bandos, sabía
dirigir la conversación de una manera admirable para que no recayese en un tema
que pudiese originar alguna reyerta.
No por esto dejaba de informarse de los
chismes corrientes, tratando con cautela de saber en qué concepto la tenía cada
una de las vecinas.
A un observador le habría llamado la
atención tan sano juicio en una mujer, como misia Pepita, baja, bastante gorda
y de limitada inteligencia.
Sin embargo, nada más natural: todos sus
procederes respondían a instigaciones de su marido.
El afecto entusiasta que le había
profesado de soltera no disminuyó un ápice en diez años que llevaban de
matrimonio.
Por el contrario, parecía que el tiempo
trascurrido lo había avivado.
Era una pasión de hábito y deseo, que en
los últimos tiempos había despertado con nuevo ardor al tener conocimiento de
varias aventuras galantes de su marido.
La última que le colgaban era con una
joven que llamaba la atención general por su belleza, casada con uno de los
primeros empleados de un ministerio.
La cosa había corrido bastante, hasta que
no faltó una alma caritativa que se lo soplase a la esposa del marido infiel.
Se siguió de aquí una violenta escena de
celos y llantos y el doctor tuvo que ceder esos días a mil exigencias que
estorbaban sus negocios: al salir después de almorzar, tenía que dar una
infinidad de besos, prometer hora fija para volver a comer y después no salir o
acompañar al teatro a su esposa. Aun allí mismo le privaba que saliese en los
entreactos.
Lejanos resplandores de la luna de miel,
no podían durar mucho, hasta que una nueva picardía viniese a crear una
situación igual: cansado de esta vida carcelaria, llegaban días en que se
revestía de toda su energía y elocuencia, y se iba, aunque quedase su esposa
anegada en un raudal de lágrimas.
Le tenía verdadero y sano cariño: era una
adhesión ciega: todo lo que decía el doctor debía hacerse sin réplica; en lo
único que no le creía era en sus ocupaciones de la noche.
Ferreol se había lanzado, desde que se
recibió de abogado, en ese mar revuelto de nuestra política militante.
Había empezado por arrimarse a personas
influyentes y a hacer una escala del bombo mutuo.
Pertenecía a su círculo, que no tenía más
estatuto que la alianza ofensiva y defensiva.
Redactó un diario, ocupó distintos
puestos, hasta que consiguió efectuar su entrada a la Cámara de Diputados.
Desde este momento sus antecedentes
crecieron iluminados por la pasión y el interés de sus amigos. Se hizo un
hombre influyente, de la noche a la mañana.
El más ilustre de los argentinos
-Rivadavia- decía que la prensa entre nosotros no quita reputaciones, aludiendo
sin duda a la injusta turpitud con que a veces ataca; pero puede agregarse,
para completar el pensamiento, que da famas, que la maña, luego, de los
favorecidos y los hechos consumados, las hacen reposar en pedestal de granito:
esto, felizmente, es transitorio y efímero: glorias de aldea, se disipan con la
muerte, y encuentran su ocaso en el sepulcro, porque no queda en pos una obra
duradera ni una semilla en el dominio fecundo de las ideas.
Sin ser un pensador ni un erudito el Dr.
Ferreol, salió siempre airoso de las más críticas circunstancias con su
cháchara de barbero, que sus amigos comparaban con la elocuencia apasionada de
Gambetta o con la palabra fácil o ilustrada de lord Beasconfield.
Siguió así la corriente de su vida
dormido en los laureles conquistados tan fácilmente.
Bastante haragán, pocas veces concurría a
la Comisión de negocios constitucionales, de que era miembro. Tampoco
estudiaba, y esperaba el porvenir tranquilamente, confiando en que las argucias
de su genio práctico lo sacarían con honor de cualquier conflicto sus colegas,
tan ignorantes como él, pero de todo punto menos audaces, tenían de su talento
la más favorable opinión. Cuando había algún asunto escabroso lo nombraban
miembro informante, y se preparaba para hablar, como antes lo hiciera para
escribir su artículo de todos los días: recurría a sus enciclopedias, tomaba
apuntes de leyes, y asunto concluido. Su fuerte eran las comparaciones de la
"República Modelo". En esto nadie le ponía el pie adelante. Antes en
la prensa y ahora en el parlamento, no se cansaba de citar a Hamilton,
Jefferson, Madisson, Kent y Story, la divisa de Monroe, etc. Infinidad de veces
había dicho hablando del Federalista "el libro de oro de las
democracias", "la biblia de los pueblos libres de la tierra".
Su ambición miraba lejos, y más de una
noche soñó que dirigía como Presidente electo el acuerdo de ministros.
Para todas estas eventualidades, que
pensaba iban a producirse tarde o temprano, había aleccionado a su esposa, sin
manifestarle del todo su pensamiento.
-Mira, Pepa -la repetía incesantemente-,
es preciso tratar a todos bien, sin pensar en su condición social: en nuestro
país nada es estable y todo se renueva de la manera más impensada: el que te
pide hoy limosna puede mañana sacarse la lotería y alcanzar a tu nivel social,
porque el dinero todo lo iguala. Además, nosotros estamos bien y debemos tratar
de hacernos amables y captarnos simpatías para desbaratar odios y envidias en
germen. Debes hacer con las mujeres lo que me ves hacer a mí con los hombres: a
todos trato afablemente y me toco el sombrero hasta cuando me saluda un negro:
no sabes lo que halagan estas cosas a los pobres: de esta manera uno cobra para
siempre su consideración y simpatías.
Era toda su táctica republicana: quería
subir sin enemigos personales, que podrían más tarde con su encono,
indigestarle más de una comida.
Cuidaba de su caudal como un perro
hambriento el hueso que roe, pero era pródigo a manos abiertas con los dineros
públicos. Siempre se le encontraba en la mejor disposición para prestar su
influencia a los cesantes que buscaban empleo. En esto era consecuente con la
línea de conducta que se había trazado. Buscaba popularidad, y ningún medio
mejor podíasele ocurrir para conseguir entusiastas adhesiones. Cuando lo veía
un pretendiente, en el cual descubría inteligentes disposiciones, lo acompañaba
personalmente y lo presentaba al ministro: siempre, se decía, que un hombre de
talento había de levantar tarde o temprano la cabeza, y por esto él quería
captársele con un servicio desde sus primeros pasos.
No han tocado otros resortes mil
mediocridades en nuestra política. Halagando o consintiendo el vicio, cuando no
participaban de su resultado, y dando alas a todas las aspiraciones ilegítimas,
se han creado infinidad de talentos nulos y triviales una posición
incontrastable. Toda una madeja de enredos, de esperanzas hambrientas y de
negocios iniciados, forma al fin un verdadero pueblo de partidarios, en el que
abundan adulones, personas de todos los pelajes que arrastra el interés, la
necesidad o la gratitud: de aquí resulta un encadenamiento de circunstancias que
hacen necesario a un hombre y que lo mantienen siempre a flote: colocado por la
suerte y la injusticia brutal de los sucesos en esta posición, si es algo vivo
escala prontamente las alturas, donde, según la atinada expresión de un autor,
sólo llegan los reptiles o las águilas. Los bancos, el crédito en todas partes
y la prensa asalariada salen a su encuentro para decirle cómo se empobrece a
los pueblos y se corrompe su sentido moral.
Los ratos que la política y sus sueños de
ambición dejaban libres al Dr. Ferreol, los dedicaba enteros al amor, o por
mejor decir, a un grosero libertinaje. Ese diputado que en la Cámara hablaba
con voz entera de moral republicana, había noches que penetraba como una sombra
en las casas de tolerancia, buscando emociones en el seno prostituido de una
torpe cortesana.
No buscaba la correspondencia del afecto
ni sentimientos educados en la mujer: su animalidad olfateaba solamente al
sexo.
Tenía para estas cosas una vista de
lince. No escapaba a su observación un nuevo palmito que apareciera en el
barrio. Desde que Dorotea principió a vestir con elegancia y a mostrarse
frecuentemente en público el doctor empezó a pensar en hacer su conquista.
Después, cuando supo que visitaba en su propia casa, desistió por el momento,
previendo una desazón doméstica. Su prudencia le aconsejaba abandonar la
empresa, como ya antes lo había hecho con mucamas fáciles de embaucar, pero que
tenían la desventaja de vivir cerca de su domicilio.
Una tarde, el doctor llegó a su casa antes
de la hora de costumbre.
Como casi siempre venía al anochecer, no
era esperado.
En el comedor estaba misia Pepita, misia
Francisca, madre de él, y Dorotea.
Cuando la primera sintió por el patio
aquellos pasos, que tan conocidos le eran, dijo:
-Es Manuel: qué temprano viene hoy -y
entrando luego en cuidado, agregó-: ¿si vendrá enfermo?
Dorotea quiso escurrirse, pero la dueña
de casa la instó a que volviera a sentarse.
-Por acá, señor pícaro -gritó la vieja-,
que si su madre no viene a verlo el ingrato no es capaz de pasar a saludarla:
para eso cría uno hijos: ¿cómo estás? siguió, cuando ya el doctor pisaba el
umbral del comedor.
-¿Cómo está, mama?
-¿Qué es esto? -preguntó la esposa-, tan
temprano.
-No hubo número en la Cámara.
Reparando entonces en Dorotea, se
sorprendió un tanto y se sacó el sombrero.
-La señora de Dagiore -dijo misia Pepita
presentándola-, una vecina nuestra.
-Tanto gusto de conocer a Vd., -díjole el
doctor estrechando su mano.
Dorotea balbuceó algunas palabras y se
puso encarnada.
El apretón de manos había sido demasiado
fuerte.
Siguió bastante animada la conversación.
La madre, sobre todo, quedaba pendiente
de lo que decía el doctor: tenía verdadero orgullo de su hijo, y lo creía un
genio.
Ferreol llamó a un criado y le pidió
cerveza.
Cuando la botella estuvo destapada él
mismo sirvió a las tres damas.
De pronto, dijo que deseaba comer
temprano, porque tenía que acudir a una reunión del comité y estaba citado para
las ocho.
-Mejor es que no hubieras venido para
irte tan pronto -díjole su esposa-, qué hombre, -continuó, dirigiéndose a su
suegra-, no para en su casa un momento.
-Qué quieres, hija -respondió la vieja, que
siempre le encontraba razón a su hijo-, un hombre de importancia no es como un
jornalero que acabando el día no tiene más quehacer que descansar: ya ves cómo
es buscado éste, el pobre no tiene descanso, el ministro le consulta la menor
cosa y en la Cámara si él no habla no está contenta la barra: otra mujer en tu
caso estaría muy satisfecha de que su marido estuviese en mentas de todo el
mundo: debes ser más avenida ya que te has casado con un hombre público.
Mientras la madre ensalzaba de esta manera
a su hijo, misia Pepita lo contempló con una mirada maliciosa que aquel
comprendió perfectamente; en el lenguaje mudo de una mirada le había vuelto a
repetir una vieja cantinela: ella se resignaba a todas las salidas mientras
estas no se aprovechasen para hacerle infidelidades.
Cuando su madre terminó, el doctor con
viveza se adelantó a su mujer que iba a responder:
-¡Oh!, por eso no tenemos disgustos: mi
mujer es la esposa más prudente del mundo y siempre sabe ponerse en razón: a su
bondadoso genio en el hogar debo yo todos mis triunfos.
Aquí había cierta ironía, porque cuando
redactaba el diario, hubo días en que afiebrado con las camorras que le buscaba
su esposa, rompió las carillas empezadas por la mañana, saliendo sin almorzar
para regresar recién a media noche.
Ella no lo comprendió, y le dijo que
estaba muy galante.
Un sirviente entró a anunciar que estaba
la comida.
Dorotea se puso de pie.
-Qué -dijo el doctor-: ¿nos abandona Vd.?
no puede ser: Pepa, a ti te correspondo invitarla a que se quede con nosotros.
-¡Sí, sí!, quédese Vd... aunque hará
penitencia.
-No, señora, agradezco mucho... será otra
vez... pero he dejado mi casa sola.
-No le sucederá nada a la casa, supongo
-dijo el doctor, por no estar callado.
Dorotea no pudo defenderse más. Poco al
corriente de las forzadas fórmulas que usa la buena sociedad, ella debía haber
rehusado nuevamente, pero no lo hizo.
-A la mesa, pues -gritó el doctor.
-Que saquen -dijo al mucamo la dueña de
casa.
El doctor ocupó la cabecera, a su derecha
primero su esposa y después Dorotea y a la izquierda misia Francisca.
El jefe de la familia monopolizó por
completo la conversación.
Con una cautela de zorro corrido miraba,
a hurtadillas de su mujer, a Dorotea.
Esta comprendió muy pronto que no era
indiferente para el doctor.
Esta conquista la aturdió al principio.
No había pensado ni pensaba tener un
amante, pero esta corriente de simpatía que empezaba a iniciarse entre ella y
un hombre de tan alta posición halagaba su orgullo, y algo como un sentimiento
de gratitud sentía desbordar de su pecho.
Sus ideas, sus lecturas, todo se aunaba
para despertar sus sentimientos hacia un afecto de esta naturaleza.
El doble calor de la comida y de los
pensamientos que bullían en su frente habíanle coloreado vivamente las
mejillas.
Así, encendida, estaba realmente hermosa:
se podía notar que de todos los poros de su piel blanca y satinada surgía
radiante la juventud con sus fatales incitaciones.
A los postres se levantó un momento la
esposa del doctor.
Este aprovechó la ocasión y corrió su pie
buscando el de Dorotea. Al sentir el contacto la joven retiró el suyo
inmediatamente.
-Un poco chúcara -pensó el libertino-, y
sin desconcertarse volvió audazmente a tentar un nuevo amago a la plaza.
Dorotea no sabía qué pensar; estaba
aturdida: de pronto atribuía el encuentro de los pies a una mera casualidad,
pero volvía a confundirse cuando recordaba las miradas elocuentes con que el
doctor la había ya envuelto varias veces.
En la segunda tentativa, le alcanzó una
pantorrilla. Dorotea se puso muy pálida y en medio de su estupor y cediendo
maquinalmente a un movimiento de indignación, retiró la silla.
No esperaba este resultado el fogoso
diputado. Se turbó algo y entró en cuidado. ¿Será tan tonta que se lo cuente a
Pepa? se decía; y queriendo enmendar la plana se puso a dirigir simultáneamente
la palabra a la joven y a su señora madre, que comía a la sazón, con voraz
apetito, dulce con queso y pan.
En esto volvió la dueña de casa; había
ido personalmente a su jardín para traer unas flores a su suegra: le dio un
lindo ramito llamando su atención sobre una tumbergia, que era la primera que
daba la planta.
A Dorotea la obsequió con dos fragantes
pimpollos de rosa Enrique IV y a su esposo le arregló en el ojal de la levita
un pequeño gajo de verde diosma.
La vieja empezó a hacer ponderaciones de
las flores.
-Qué ricas están, hija, qué bien tienes
el jardín, y la suerte que has tenido con tu gardenia, si vieras la mía; tiene
más de dos varas, es un árbol, y hasta ahora no ha dado una sola flor.
Enseguida se tomó el café; el doctor pasó
al dormitorio y como al cuarto de hora volvió a entrar al comedor.
Venía correctamente vestido y muy
perfumado: sin duda se había echado en el pelo un frasco de agua de rosa, pues
el olfato así lo denunciaba.
-Y a Vd., mama -dijo-, ¿quién la va a
acompañar?
-Yo, hijo, yo sola me voy a ir.
-Si no lleváramos distinto camino y no
tuviera tanto apuro le ofrecería mi brazo.
-Quita allá, pícaro: ¿qué has de querer
salir tú con viejas?
-No: es que le hablaba seriamente.
-Ni lo pienses: tú tienes quehaceres que
no se pueden desatender: conmigo siempre estás disculpado.
-Muy pronto he de ir a hacerle una
visita.
-Eso sí: hoy somos jueves: te espero el
domingo con los muchachos.
-Si se han portado bien, irán.
El Dr. Ferreol tenía tres hijos, todos
varones; Víctor, Carlos y Esteban: convencido que su esposa no tenía carácter
para educarlos y que él por falta de tiempo no podía ocuparse de llenar esa
tarea, los había puesto en un colegio a pupilo: los tres cachafaces salían sólo
los domingos, y esto, cuando resultaba buena su conducta y habían aprendido
bien las lecciones.
Al principio misia Pepita lloró mucho con
esta determinación, que llamaba cruel, pero después se fue acostumbrando y se
consoló del todo cierta vez que yendo a visitarlos había visto infinidad de
niños mucho menores que Esteban, que recién contaba siete años.
El doctor encendió un habano, se despidió
de su madre y su esposa y al llegar a Dorotea, le dijo:
-Señora: cuente Vd. con un servidor, tocándola
apenas la mano y casi sin mirarla -y siguió sin hacer pausa alguna dirigiéndole
palabras a su esposa que se referían a asuntos que habían estado tratando
anteriormente.
Sin duda quería hacer gala ante Dorotea
que sabía despedirse con elegante desenfado, o tal vez, dejar un antecedente de
manifiesta indiferencia, que todos habían presenciado, para defenderse si la
joven contaba el suceso de la mesa.
Erguido y muy satisfecho de sí mismo, se
dirigió a la calle calzándose los guantes.
Eran las siete y media de la noche: las
veredas se encontraban bastante concurridas, y como por allí estaban afocados
distintos negocios, la luz que de ellos salía combinándose con la pública de
los faroles de gas llenaba la calle de vivos y claros reflejos.
Desde que el doctor se puso en marcha por
la vereda empezó ceremoniosamente a repartir saludos: su inocente sombrero de
copa alta debía sin duda resentirse de tanta cortesía.
Hacia el final de la cuadra estaba la
Botica: aquí convergía parte de la concurrencia callejera y se oían desde la
calle murmullos de risas y palabras.
A simple vista y por la constante
renovación de clientes, se comprendía que el establecimiento prosperaba.
La conversación era general entre el
boticario, varios vecinos amigos de este y el Dr. Catay, médico que concurría a
la botica para encontrar enfermos de ocasión.
A la sazón, decía este último al primero
-D. Isidro, acerquémonos un momento a la
puerta para ver pasar las buenas mozas.
En momentos que se asomaban pasaba el
doctor Ferreol.
Médico y boticario le hicieron una gran
reverencia, que fue contestada por Ferreol con su proverbial galantería.
Este tenía a ambos en gran consideración;
pertenecían a su parroquia y empezaban a tener alguna influencia: como no
tenían ambición personal y solamente entusiasmo teórico, pensaba atraérselos
para que creyendo servir a la patria respondiesen a sus miras políticas.
Ellos también deseaban la relación del
diputado, porque les satisfacía tal amistad y pensaban que nunca está de más
tener una cuña en las altas regiones de la política.
Cuando Ferreol hubo pasado, murmuró
Catay:
-¡Hombre vivo!
-Ya lo creo -replicó el boticario-, y lo
mejor del cuento es que no se duerme en las pajas.
-Pero en cambio, se acuesta en la cama de
muchas mujeres casadas -respondió Catay cínicamente.
Esta salida no fue del agrado del
boticario: creyó ver en ella el retintín de una burla, porque misia Mercedes,
su esposa, tenía mil consideraciones para el médico, y lo que al respecto se
murmuraba había llegado varias veces hasta él encendiéndole el rostro la
indignación: estaba hacía mucho tiempo hastiado de su mujer; el acto en sí no
le importaba dos pitos: tenía muy poca elevación moral; pero lo sulfuraba la
idea del ridículo; de que en el barrio cundiese la cosa y llegasen a llamarle
cornudo.
-Entremos -dijo después de un rato de
silencio-, corre algún aire y podemos resfriarnos.
Así lo hicieron. Como había bastantes personas
al lado del mostrador y otras esperando su turno sentadas en el confidente y
varias sillas que para este objeto estaban, el boticario fue a colocarse al
lado del dependiente y empezó a interrogar a los clientes:
-¿Vd., señor? ¡Ah! -decía, recogiendo una
receta-, tardará media hora, puede Vd. esperar o volver -y así seguía, juntando
papeles, se puso después a medir las drogas, empezando por el frasco, para
preparar la primera receta.
Mientras trabajaba, no dejaba de hablar.
Iba, venía, ponía la escalerita para
alcanzar algún frasco colocado en un estante alto, pero como de costumbre, sin
desatender la conversación.
De cuando en cuando dejaba de revolver en
el almirez, para atender a un nuevo llamado del mostrador.
No se daba tiempo a despachar sus
clientes con la prontitud que cada uno de estos pretendía.
-Volveré, D. Isidro -decían muchos.
Y los frascos, las purgas, los tarros de
pomadas y las cajitas de píldoras, iban alineándose en el mostrador encima de
su respectiva receta.
De rato en rato entraban muchachos del
barrio a comprar remedios sencillos:
-D. Isidro: un peso de mostaza y un peso
de llantén.
-Un peso de harina de lino.
-D. Isidro: dice mi tata que le preste La
Nación de hoy, que es para ver un aviso, que después se la va a mandar.
-Un peso de tilo.
-D. Isidro, despácheme pronto.
-A mí la llapa de caramelos de goma.
Y el heroico farmacéutico, sin salir de
su gravedad habitual, hacía callar a los muchachos y seguía, en compañía de su
dependiente, despachando a todos según su turno.
A eso de las nueve cesó el movimiento en
el despacho.
D. Isidro, Catay y dos vecinos, pasaron a
la habitación en que dormía el dependiente, única también que había en aquel
reducido local. Tenía ésta, salida a un pequeño patiecito en que estaba la
letrina, una cocina de la cual no se hacía uso y un pozo de que tampoco se
servían desde que colocaron la cañería de las aguas corrientes. Debajo del
grifo estaba colocada una tina en la que un chico, al servicio de la botica,
lavaba frascos y botellas.
En el centro de la habitación había una
mesa redonda cubierta con una carpeta color canela, varias sillas en rededor
arrimadas a la pared, una cama en uno de los ángulos, al lado una mesita de
luz, más allá un baúl viejo y en la pared opuesta una percha improvisada,
velada con una cortina de coco oscuro.
El gas estaba a media luz, D. Isidro lo
arregló, sacó un juego de naipes del cajón de la mesita de noche y, dirigiéndose
a sus contertulios, exclamó:
-Acerquen ustedes las sillas, señores.
La partida de mus de todas las noches iba
a empezar.
-Andrés -gritó D. Isidro, llamando al
muchacho que limpiaba los frascos-, trae unos porotos.
Vino el chico con lo que se le pedía, y
agregó el boticario:
-Ponlos ahí: mira; prende el aguardiente
y seba un mate.
-Se ha concluido la yerba, señor.
-Toma -respondió, metiendo la mano en el
bolsillo del pantalón para sacar dinero.
-Yo no tengo ganas de hacer la partida
esta noche -exclamó bostezando Catay.
-¿Por qué? -preguntó D. Isidro,
alargándole cinco pesos al muchacho.
-Sería mejor que saliéramos a dar una
vuelta.
Desde que D. Isidro había hecho relación
con Catay sus costumbres habían cambiado por completo.
El médico le imponía su voluntad y lo
arrastraba a pasos que él sólo jamás habría dado.
Sentía que lo sacaban de sus casillas con
menoscabo de su salud y su bolsillo, pero se encontraba sin fuerzas para resistir.
Era cosa de todas las noches que después
de la partida saliesen a correr un poco la tuna.
Se prometían ser juiciosos, pero entraban
a jugar al billar en un Café, se enardecían poco a poco y luego empezaban a
beber. Ya cuando salían de allí, tenían olvidado los propósitos de enmienda, y
como atraídos por una voluntad que no era la suya, se abandonaban a sus
instintos y concluían por penetrar a una casa de tolerancia.
-No, hombre -respondió el boticario-; es
muy temprano: juguemos un poco y después veremos, aunque yo estoy con un
dolorcito a la espalda que no me hace mucha gracia: debería acostarme temprano.
-Ta, ta, ta: mejor: iré yo solo, ¡y eso
que he hecho hoy un descubrimiento!...
Los ojos de los tres que escuchaban se
avivaron como por encanto.
-Desembuche, doctor.
-¿Es bonita?
-¿Dónde vive? -exclamaron casi
simultáneamente.
-Vamos por partes -dijo-, y haciendo una
pausa cogió el naipe, que estaba ya barajado, y poniéndolo cerca de sí lo tapó
con una recia palmada, agregando:
-¡Esta noche no juega nadie!
-Doctor: no se enoje así, que no le hemos
hecho nada -exclamó en tono de amable burla uno de los vecinos.
Catay sonrió y siguió diciendo:
-Puedo decirles que es preciosa, y para
Vds. que están ya cansados de las rubias, un verdadero bocado de Cardenal: es
de "no te mueva": trigueña, ojos grandes y negros y con un pelo que
le pasa el talle: no puedo decirles más: ahora, si quieren saber dónde vive,
tienen que acompañarme.
-Yo voy.
-Yo también.
-¿Nos abandona Vd.? -dijo Catay al
boticario.
-¿Quién resiste a tantas ponderaciones?
Iré, pero todavía es muy temprano: juguemos un poco y después saldremos.
-Ya veo que en esto voy vencido: pero no
daré mi brazo a torcer: jueguen Vds. y yo los miraré.
D. Isidro talló y su vecino empezó a
repartir las cartas.
Entre tanto, Catay fue a revisar el libro
copiador de recetas. Como la Botica estaba situada en un punto bastante
céntrico despachaba todos los días recetas de diversos facultativos, entre las
cuales solían aparecer algunas, firmadas por médicos distinguidos que gozaban
de alta reputación en el concepto público. Este era el único estudio que hacía
Catay. Por las recetas venía en cuenta del modo como curaban sus más afamados
colegas de profesión las enfermedades reinantes. Tomaba apuntes, y al siguiente
día propinaba a sus enfermos iguales drogas.
Cuando terminó de ver el libro, se acercó
a la mesa.
Concluía en ese momento la partida y
estaban repartiéndose los porotos.
-Ya basta.
-Falta otro chico.
--Suspendan para mañana.
-Y dígame, doctor -dijo de pronto uno de
los contertulios-: ¿su hallazgo es mejor que la mujer del fondero?
-Cada cosa en su lugar -respondió este.
-¿Siempre la sigue Vd.?
-¡Oh! en cuanto a eso no pierdo la
esperanza de que caiga en mis manos.
-¿Pero han visto Vds. -dijo terciando don
Isidro-, el lujo que gasta? Qué bruto es ese animal de Dagiore: permitirle esos
gastos cuando debía aplicarle una paliza para cortarle con tiempo las alas. Yo
no sé lo que piensan algunos hombres.
Aquí sucedía lo de siempre: el pobre
boticario predicaba sensatez para la casa del prójimo y no veía que en la suya
eran bien necesarias esas medidas.
-Debe haberse vuelto loca -dijo uno de
los vecinos.
-Yo sé quién se la va a comer, si es que
ya no lo ha hecho -agregó el otro.
-¿Quién? -preguntó el boticario.
-¿Quién ha de ser sino el doctor Ferreol,
que se pinta solo para estas cosas?
-¡Cuánto me alegraría! -replicó D.
Isidro, dando salida al encono de barrio que profesaba a Dagiore, avivado en él
por los chismes exagerados con que le llenaba la cabeza el espíritu intrigante
de su mujer.
-¿Qué sabe usted algo? -preguntó Catay
con vivo interés.
-De fondo nada; pero la veo a Dorotea
visitar mucho a misia Pepita.
-¡Bah! si no es nada más que eso...
-Es que el doctor es muy vivo, y allí, en
un momento, puede concertar una cita. De todas maneras, está más adelantado que
usted, porque la trata, la habla y mantiene con ella muy buena relación.
Picado Catay en su amor propio,
respondió:
-Yo también la trato y siempre me
contesta el saludo con los mejores modos del mundo.
-Pero usted no la visita.
-Tal vez por esto estoy en mejor camino;
y en fin, conmigo no puede tener ningún género de vergüenza, porque me he
cansado de tocarle las piernas: si vieran ustedes qué hermosas las tiene: no la
merece ese animal de fondero...
-No diga usted esas barbaridades
-interrumpió D. Isidro.
-Conque estábamos tan adelantados, -dijo
uno de los otros-: adelante, doctor, cuéntenoslo usted todo: le garantimos que
no nos hemos de ruborizar.
-Sí, pues -continuó Catay-, cuando salió
de cuidado fui yo uno de los que la asistieron.
-Ja, ja, ja, -rieron los tres, algo
despechados por el desenlace del cuento, pero reanimándose poco a poco,
volvieron a las preguntas-:
-¿Conque buenas piernas, eh?
-No hay dos opiniones al respecto: son
magníficas: carnes duras, muy blancas y suaves como el terciopelo.
-¿Cómo estaría usted?
-No lo crea: en esos casos uno no piensa
en tales cosas, pero después se recuerdan.
-¿Fue Dagiore quien lo llamó?
-Qué va a llamar ese animal: hoy los
médicos especialistas en partos se mueren de hambre, porque las malditas
parteras italianas han echado a perder el oficio...
Los circunstantes se echaron a reír.
-Sí, es la verdad: ¿querrán ustedes creer
una cosa? La lavandera de casa es partera recibida.
-¡Esa la inventó usted!
-Mi palabra de honor: así son las
barbaridades que hacen: bien, pues, el fondero llamó a una de estas y al rato
no más echó a perder el asunto: se asustaron en la Fonda y llamaron entonces
dos médicos: por esto es que le vi y toqué las piernas: ¡qué diablos! los
médicos también tienen sus boladas. ¿Les parece que salgamos? -agregó-, ya es
tiempo.
Se pusieron en marcha. Habrían andado
media cuadra, cuando dijo D. Isidro:
-¿Para dónde vamos?
Como siempre, salían sin rumbo,
fastidiados, y sin saber qué hacer con el malestar que les procuraba su
aburrimiento.
-Primero al Café -contestó Catay.
-Dejémonos de Café -replicó el boticario.
-Vamos a ver a la princesa de ojos negros
-dijo otro de los compañeros.
En la conversación habían llegado
maquinalmente hasta la calle de Suipacha.
-Nos vamos a aburrir en el Café -agregó
el boticario-: a esta hora han de estar ocupados todos los billares.
-Sí, sí, doblemos.
El hábito del vicio los atrajo hacia uno
de sus centros. Doblaron por Suipacha y siguieron por Corrientes hacia el
oeste.
Al pasar por Cerrito se detuvieron en la
bocacalle.
-No, hombre, yo no los acompaño -dijo don
Isidro-: pasa mucha gente: miren cómo viene ese tramway.
-Yo les decía -replicó el doctor-, que
fuéramos al Café: allí habríamos hecho tiempo: a mí también me parece que es
muy temprano: si quieren vamos a ver la polla de que les he hablado: los presentaré,
pero con la condición de que han de pagar la cerveza.
-¿Dónde vive?
En la calle de Santiago del Estero.
-Un poco lejos.
-Podemos tomar el tramway.
-Mejor es ir a pie.
-Aprobado, y en marcha -dijo el doctor
cerrando el debate.
Empezaron a ascender la calle de Cerrito.
Catay iba adelante jugando con su bastón
y hablando fuerte.
Cuando encontraba un perro le daba a
traición un gran palo, con la intención, decía, de que mordiera a alguno de los
camaradas que iban detrás de él.
-No embrome así -habíale dicho más de una
vez el boticario-: parece usted un muchacho de escuela; sea más juicioso.
A las mujeres que encontraba solas en el
tránsito les arrojaba vulgares piropos y su audacia llegaba muchas veces hasta
manosearlas groseramente.
Sin recordarlo, iban a pasar en ese
momento por la casa de Dorotea.
La joven estaba en la puerta. Minutos
antes había enviado a la niñera hasta el almacén, y como tardara, fue a ver si
venía.
Miraba precisamente en sentido inverso al
que traían los cuatro calaveras.
Catay no la reconoció. Vio en la penumbra
un busto incitante de mujer y le puso la mano en el seno, murmurando algunas
palabras torpes y estúpidas.
La joven se revolvió de indignación y
sorpresa.
-¡Atrevido! -dijo-, y le dio una bofetada
en la cara.
Catay, furioso, le envió una andanada de
denuestos, y cobardemente enarboló el bastón.
Más sereno el boticario, lo contuvo a
tiempo, mientras que Dorotea se refugiaba en el interior de su casa.
Los otros dos acompañantes habían
disparado desde un principio y esperaban el desenlace en la próxima esquina.
El boticario arrastró a Catay.
-¡Qué barbaridad la que ha hecho usted!
-¿Quién es?
-¿No la ha conocido usted?... la fondera.
-¡Aunque sea la hija de un rey me la ha
de pagar!
Se reunieron.
-¿Qué hay? ¿qué hay? -preguntaban los dos
vecinos.
Cuando se informaron, también tuvieron
reproches para el doctor.
-Yo no la había conocido -dijo éste.
-Mala había sido -dijo D. Isidro, con un
asomo de burla, y como viera que Catay volvía a enfurecerse, agregó:
-Pero, qué diablos: si ella me permitiera
una libertad como la que usted se ha tomado yo de buena gana sufriría veinte
coscorrones que me diera: pero sigamos: ¿qué estamos haciendo aquí como unos
zonzo? felizmente la cosa no ha tenido ulterioridades: es preciso que vayamos
con juicio: vea, usted nos compromete: recién recuerdo que he pasado por frente
de mi casa: qué barbaridad: ¿si nos habrán visto?
A Catay le pareció salir de un sueño.
-Es cierto -contestó-: ¿pero en qué hemos
venido pensando?
Entonces dieron vuelta la cara y como
observaran en quietud y silencio la cuadra que dejaban a la espalda,
concluyeron por tranquilizarse.
Entonces siguieron los comentarios. D.
Isidro volvía a los detalles y sus palabras eran festejadas con continuas
risas.
Una noche más de orgía veló casi por
completo el recuerdo de este bochornoso episodio.
Cuando volvió la niñera, Dorotea estaba
encerrada. La abrió con cautela y le preguntó si no había visto unos hombres en
la vereda.
Esta contestó negativamente, y entonces
le mandó cerrar la puerta de calle. Dagiore aún no había vuelto, tenía llave y
jamás se le esperaba.
El pequeño José dormía con seráfica
tranquilidad en su camita.
Dorotea hizo acostar a la sirvienta y
ella misma empezó a desvestirse.
Estaba aturdida y frenética por los
sucesos de ese día.
Había reconocido a Catay y pensaba en el
doctor Ferreol.
-Vaya unas cosas lindas las que me
suceden -se decía-. ¡Ah! y esto a mí solamente me pasa. Si José fuera otro
hombre, yo le diría; pero qué va a ser capaz de vengar un ultraje hecho a su
mujer. Y ese canalla de Catay: ¡ah! ser tan sola, si debía haber llamado al
vigilante; y el otro, seguía, refiriéndose a Ferreol: esos son los decentes:
creen que con una, porque no es hija de un príncipe, pueden hacer lo que
quieran: ya verán, ya verán, estos cochinos.
Y continuando su pensamiento en esta
ruta, se excitaba más cada vez, hasta que su dolor terminó por hacer crisis en
un llanto enfermizo.
Como todos sus razonamientos iban
envueltos en la densa niebla de su vanidad, pensaba que todo eso le sucedía
porque la tenían en menos y que su conducta y su seriedad no bastaban para
atraerse el respeto de los hombres.
En parte, no se equivocaba, porque a
Ferreol y a Catay les pareció siempre que sería una conquista que no daría
mucho trabajo.
Ella jamás había imaginado el amor de una manera tan brutal.
En su corazón, el médico y el abogado
estaban de todo punto desahuciados. Suponía cómo serían después, si al iniciar
sus pretensiones ya mostraban una vulgaridad tan chocante.
Todo en ella concurría para soñar con un
amor puro, mantenido en las esferas de un afecto noble y delicado. Anhelaba la
encarnación de los sentimientos que desbordaban de su pecho, pero sin que se
contaminaran en el lodo de la tierra. Quería ser protagonista de un amor ideal,
tal como lo había encontrado en las novelas.
Estas lecturas, que eran el pasto diario
de su imaginación, su posición equívoca en la sociedad, que la impelía a buscar
un consuelo para resarcirse de los desaires que recibía, y hasta su mismo
estado, pues estaba nuevamente embarazada, contribuían poderosamente a afirmar
semejantes ideas.
Todo su enojo lo refundía luego en
Dagiore, el cual, cediendo a los impulsos de su carne, satisfacía con todo
rigor el débito conyugal, y, sin saberlo uno y otra, era esta una de las causas
que reprimía el temperamento nervioso de la joven.
¿Dónde estaría, si a su edad no hubiese
sentido ya dos veces estremecidas sus entrañas, por la misteriosa influencia de
la maternidad, que modera, salvo casos excepcionales, ciertas incitaciones
fatales, que por sus ideas y el medio en que actuaba no le habría sido posible
reprimir?...
- V -
Los días fueron sucediéndose unos a los
otros, iguales y monótonos para la generalidad de los personajes que hemos
presentado.
Fuera de los episodios vulgares y de
escaso interés que cada sol presencia en los hogares, nada que importe un
cambio radical de posiciones llegó a suceder, hasta que un suceso imprevisto
vino a colocar a Dorotea en brazos de un amante.
Entre tanto, el pequeño José, cumpliendo
la ley de su desarrollo, crecía rápidamente.
Las relaciones de Dagiore con su mujer
habían seguido siempre tirantes, como que el interés era el único agente que
las mantenía a flote. No obstante, en los últimos tiempos estos míseros
vínculos se habían aflojado casi por completo.
Este resultado era inevitable, y más
temprano o más tarde, tenía fatalmente que producirse.
Es la terminación lógica de todas las
uniones desproporcionadas.
Los inconvenientes que trae la vida íntima, esas tristes reyertas
que vuelven la casa un verdadero infierno y que encuentran pábulo para
producirse en la cosa más mínima eran función casi diaria en la casa de Dorotea.
Si las aspiraciones de los dos esposos,
ya que no su educación, hubieran guardado algún equilibrio, podrían haber
esperado un porvenir más tranquilo, cuando la edad y la experiencia, calmando
sus desatinados rencores del presente, los hubiese vuelto más suaves y
tolerantes. Pero ellos no se hacían ilusiones al respecto.
Miraban hacia polos opuestos.
La familia se había aumentado en este
intervalo con dos nuevas niñas.
Los gastos de la casa, por consiguiente,
habían crecido.
Dorotea había exigido una mucama, y no se
cansaba de repetir que la casa era pequeña para tanta familia.
Muchas veces hacía compras sin consultar
a su marido. Cuando los acreedores iban a cobrarle a este, la escena que se
seguía entre los esposos no podía ser más chocante y asquerosa.
Ahora Dagiore la reñía por todo. Era que se iba cansando de
ella. La posesión por un lado y por otro que Dorotea no usaba con él ninguna
coquetería, habían traído este desenlace. La joven tenía la conciencia de que
valía más que su esposo, y suponía, por esto, que sería eterno su ascendiente.
Jamás se cuidaba de su persona delante de él.
En los momentos que este, por la mañana,
tenía necesariamente que pasar a su lado, no se preocupaba de arreglarse:
andaba sin corsé, con una enagua de color, la cara sucia y el pelo alborotado.
Cuando salía, perfectamente peinada y con la cintura bien ceñida, Dagiore no la
reconocía. No era esa su mujer, la que él conocía y había tocado tantas veces.
El polvo de arroz, las pequeñas botitas de taco alto, el traje tan lleno de
modas y su sombrero repleto de plumas y flores, no eran, a la distancia,
suficiente estímulo para reavivar la llama del deseo, que ya casi se extinguía
en el corazón del fondero.
Sin embargo, a veces solía decirle en
alguna de sus disputas:
-Tú eres una mujer fea para tu marido,
que te da todo y te haces bonita y te compones para mostrarte a los de la
calle.
En medio del insulto, se veía no obstante
cruzar como un relámpago los antiguos celos de Dagiore. Después, repetía por
milésima vez sus maldiciones sobre el lujo, y ese odio profundo que tenía a las
tiendas.
Su amor no estaba extinguido del todo:
muchas veces quiso poner en orden los asuntos de su casa y dijo a Dorotea que
si consentía en volver por poco tiempo a la Fonda, serían después felices,
porque podría ahorrar para comprar el Hotel, esa idea que jamás abandonaba, que
era su manía y su sueño dorado.
Dorotea le preguntó, con mucho descaro,
si se había vuelto loco para hacerle semejante proposición; hasta rió de la
ocurrencia, pero como poco después la discusión se agrió, ella dijo
terminantemente que sólo muerta la podría llevar a la Fonda.
Todo su orgullo se sublevó; evocaba los
recuerdos de lo que había sufrido allí su amor propio y en el ridículo que caería
ante el barrio tornando a su antiguo género de vida.
Fue entonces que el fondero se convenció
que le sería imposible ahorrar un solo medio si las cosas continuaban de ese
modo.
No sabía qué hacer. Jamás como entonces
se había arrepentido más de su casamiento.
Se resolvió a ahorrar a todo trance. La
avaricia concluyó por predominar en su alma vulgar arriba de todo otro afecto.
Pensó que los hijos costaban mucho y que
al nacimiento de cada uno de ellos, Dorotea había ido aumentando
considerablemente los gastos. Quiso cortar por lo sano, y resolvió no tener más
hijos.
A veces, pasaba semanas sin ir a su casa,
quedándose a dormir en la Fonda.
Había ordenado terminantemente a su mujer
que no hiciera el menor gasto, amenazándola con no reconocer ninguna deuda que
contrajera.
Decía que era bastante con pagar la casa
y enviarle la comida, como de costumbre, dos veces al día en una vianda.
Respecto a las demás provisiones
necesarias en el hogar, determinó que siempre que faltaran se las mandasen
pedir. No quería que su mujer hiciese ninguna compra ni que manejase un
centésimo de su peculio.
Dorotea, bastante orgullosa de por sí,
aceptó con valor la nueva situación: sacó costuras de la tienda de sus padres y
con esto tuvo para hacer frente a los pequeños gastos en los primeros tiempos.
La idea de no tener más hijos, aunque
parezca mentira, halagó bastante a Dorotea.
Sus continuos embarazos, y después, el
cuidado que demandaban las criaturas, la privaban de pasear con la frecuencia
que ella deseaba.
Una noche vino Dagiore con un pretexto y
se quedó: él traía su idea: su mujer le habló como si nada hubiera pasado entre
ellos; necesitaba recursos para cambiar su traje por uno a la moda que inauguraba
la nueva estación de invierno.
A la hora de recogerse, Dagiore le hizo
algunas caricias. Ella lo rechazó con un ademán suave y dijo:
-¿Para qué? ¿No hemos convenido ya no
tener más hijos?
Él entonces con torpe franqueza, le dijo
que había medios para no tenerlos sin abstenerse de los goces que procuraba el
matrimonio.
Sacó un papel de su faltriquera, lo
desdobló y empezó a hacer las más cínicas indicaciones respecto de un medio,
por desgracia, bastante generalizado, y que reprueban a la par la naturaleza y
la moral.
Así este cretino familiarizaba con el
vicio y la impudencia a su esposa, dándole torpemente instrucciones para que se
entregara al libertinaje sin temor ni desconfianzas.
A medida que iba hablando de este asunto,
prorrumpía en tremendas carcajadas.
-De este modo -agregaba-, se la componen
los franceses para no pasar de tres hijos. Un francés me decía el otro día que
en su tierra, de cien matrimonios, diez apenas cuentan más de tres niños. Eh,
nosotros los imitaremos y nos pararemos en los tres que tenemos: ¿no te parece?
Dorotea fue débil y aceptó; pero cada día
se sentía más hastiada de su marido: nunca le había encontrado tan mal olor, y
algunas noches el tufo del ajenjo y de la caña la obligó a desviar con asco el
rostro.
Cuando Dagiore venía en ese estado, era
precisamente cuando se mostraba más exigente.
Una noche que la esposa no cedía, hubo
una reyerta tremenda: Dagiore empezó a pegar bárbaramente a su mujer; esta, sin
desconcertarse mucho, buscaba una salida para escapar, y entre tanto, iba
arrojándole los muebles y objetos que encontraba al paso, sin dejar por esto de
dar grandes voces de socorro.
Las gentes del barrio habían salido a las
puertas y los transeúntes se detenían con gran curiosidad.
Infinitos y diversos comentarios se
hacían en cada grupo.
Por la esquina se decía que un loco había
entrado armado de un puñal, y en otra parte que era el marido que había
encontrado juntos a los amantes y que los estaba asesinando.
Dos vigilantes habían acudido al ver el
tumulto de gente: llegaron hasta la puerta de calle, pero no se atrevían a
entrar: esperaban para esto un refuerzo o que se presentara el oficial de
servicio en la sección: sus pitos estridentes daban mayor magnitud al
escándalo. Así las cosas, cuando acertó a pasar un Mayor del ejército: no
titubeó un momento, sacó un revólver y entró, ordenando a los vigilantes que le
siguieran. En el tercer cuarto encontró a Dorotea, que puesta de espaldas sobre
unos muebles caídos le oprimía Dagiore la garganta con una mano, pegándole
brutalmente con la otra.
-¡Así se pega a las mujeres, miserable!
-dijo el Mayor, entrando, y sin dar tiempo a que lo viera le pegó con el
revólver por la cabeza.
Dagiore, furioso, quiso darse vuelta para
defenderse, pero al Mayor se le había ido la mano: trastrabilló un poco y cayó
al suelo desmayado. Entonces la casa se llenó. Todos querían ver lo que había
sucedido. Llegó el 2º Comisario, y lo primero que ordenó a los vigilantes fue
que hicieran despejar la casa.
Mientras estos se ocupaban de atender a
Dagiore, el Mayor había cargado a Dorotea y sentándola en una silla. Estaba muy
pálida y temblaba.
El Mayor no tenía ningún antecedente de
ella, pero al verla tan bonita se alegró de su aventura y de haberla socorrido
en momento tan oportuno.
-¿Por qué la pegaba a Vd.? -preguntó con
tierna solicitud.
-Es muy malo -contestó Dorotea todavía
algo alelada.
-¿Pero quién es él?
-Mi marido.
-¡Ese su marido! -exclamó con sorpresa el Mayor.
Dorotea, entonces, alzó la vista y lo
miró por primera vez.
Era el Mayor un lindo hombre: alto,
delgado y de una fisonomía alegre y despierta: su tez estaba tan cuidada que a
un chusco se le hubiera ocurrido preguntar en qué campañas había ganado sus
grados: su pelo castaño ensortijado estaba muy bien peinado, y de vez en cuando
se lo enjopaba introduciéndose la mano con los dedos abiertos: usaba bigote y
pera, que acariciaba a cada momento, y especialmente cuando hablaba.
Con sus ojos oscuros, que siempre se
mostraban audaces, envolvió a Dorotea en una mirada tierna y sensual.
Ella bajó la vista confundida.
-¿Está Vd. mal? y yo que no me he
comedido a ofrecerle un poco de agua... pero es que no sé dónde puede haber.
Voy a buscar...
Al levantarse tropezó con la niñera, que
asomaba la cabeza por debajo de una cama, donde intimidada se había refugiado
al comenzar el escándalo.
-¿Qué haces tú ahí? -preguntó el Mayor.
Ven para acá... ¿No sales? ven, porque de lo contrario te voy a sacar más que
prontito; ya no hay nada: no tengas miedo, zonza.
La chica se decidió a salir de su
escondrijo y se allegó al Mayor toda revolcada y haciendo mohines de
desconfianza.
El militar al verla se echó a reír.
-Vaya con tu figura: hasta telarañas
tienes en la cara. Díme: ¿tú eres de la casa?
-Sí, señor.
-¿Qué pitos tocas aquí?
-¿Cómo?
-¿Qué haces aquí? ¿Eres parienta de los
dueños de casa?
-No, señor: soy niñera de los niños.
-Si eres niñera, claro es que ha de ser
de niños: y bien ¿cómo te llamas?
-Clara, señor.
-Bueno; vaya Vd., doña Clara, a traerme
un vaso de agua.
Salió la chica y entonces se acercaron,
hacia donde estaba Dorotea, el Mayor y el 2º Comisario de la sección.
Tomó algunas declaraciones el funcionario
y dijo que iba a ser preciso que los dos pasaran al siguiente día por la
Comisaría.
-No hay necesidad de tanto -dijo el
Mayor-; la señora ha sufrido bastante e injustamente, para que le den más
dolores de cabeza. Si Vd. va a la Comisaria yo lo acompaño.
Dorotea le envió una mirada de gratitud.
-Pierda Vd. cuidado, señora, que todo se
ha de arreglar -contestó este-: le hemos de ahorrar a Vd. todos estos trabajos:
en caso necesario prometo a Vd. que veré al Jefe de Policía, con quien tengo
mucha relación.
-¿Y mi esposo? -aventuró a decir Dorotea.
-Lo he remitido preso a la Comisaría.
Recién, puede decirse, que volvía el equilibrio
a los sentidos de la joven. Era como el despertar de un sueño doloroso. Pronto
se dio cuenta acabada de todo y una obsesión de pecho la acometió al ver la
repercusión que había tenido el escándalo.
Miró hacia el lado en que había caído Dagiore,
y vio algo que la hizo estremecer: se levantó, y como movida por un resorte fue
hasta allí; se inclinó, y al ver que no se engañaba, y que grandes manchas de
sangre enlodaban el pavimento, dio un grito de horror y se puso a llorar.
Quiso ir a la Comisaría pero el Mayor se
opuso.
Entonces ella le recomendó mucho a
Dagiore, agregando en su inocencia que lo perdonaba, y que si era posible, le
dejasen volver a su casa, que ella lo curaría.
-Pero Vd. se expone -no pudo menos de
objetar el Mayor.
-No: mi marido es bueno, pero es que
había tomado un poco el pobre, y como no acostumbra...
-En fin, veremos: yo volveré más tarde a
informarla de lo que haya hecho.
Se despidieron y el Mayor salió con el 2º
Comisario. En la puerta estaban dos vigilantes, que no dejaban entrar a nadie.
Su jefe los relevó de esa guardia, y
entonces la casa se llenó de amigas de Dorotea, que ardían en deseos de verla y
hablar del suceso, el cual ya había revolucionado al barrio, dando tema a las
vecinas ociosas para murmurar una semana entera.
Libre así por un momento, Dorotea,
encontró un vacío grandísimo en medio de todas las emociones que había
recibido; pensó en sus hijos y entró en gran cuidado: después recordó que las
dos pequeñas habían ido con la mucama a visitar a doña Margarita.
Fue a buscar
a Clara para preguntarle si había visto a José.
Tomó la vela y salió al patiecito por la
última pieza. En la cocina encontró a los dos.
-¡Mi hijo! -gritó la madre, inundándolo
de lágrimas y caricias.
-¿Qué hacías aquí? -preguntó sin dejar de
besarlo.
-Estaba ahí escondido entre el carbón
-contestó por él la niñera.
-¿Y qué hacías? -volvió a interrogar
Dorotea.
Entonces el niño contestó tartamudeando y
visiblemente conmovido:
-Yo... tenía miedo... y rezaba para que
tata no te matara...
Aquí hizo explosión el cariño de la
madre: cargó a su hijo y fue así a la sala, donde ya estaban muchas vecinas
hablando entre ellas como si estuvieran en su propia casa.
Todas se sorprendieron de que Dorotea no
tuviese un solo rasguño en el rostro: por suerte todos los golpes habíalos
recibido en el cuerpo, no siendo ninguno de ellos de consideración: sólo una
pierna empezaba a dolerle algo, sin duda efecto de algún choque sobre un
mueble, porque ella no recordaba nada.
En medio de la conversación, y haciendo
esfuerzos por dar respuesta a preguntas imprudentes y enojosas, la imagen del
Mayor no la abandonaba.
Era un recuerdo que la hacía gozar y sufrir
al mismo tiempo.
Cuando recordaba las manchas de sangre
sentía una espontánea aversión hacia el Mayor; pero luego su pensamiento
reaccionaba al oír los elogios que de él hacían sus amigas.
La opinión entre las mujeres era unánime
para fulminar la conducta de Dagiore, y cuando recordaban la comportación del
Mayor no tenían palabras para encarecerla, diciendo a Dorotea que le debía una
gratitud eterna, porque tal vez le era deudora de la vida.
-¡Ah! -decía una vieja del barrio- ya lo
creo, si los hombres cuando se enfurecen no saben lo que hacen: ese joven, que
dicen es el Mayor Paz, yo no lo conozco, así he oído decir en la calle, se ha
portado como un caballero: él no sabía a quién iba a defender ni el peligro que
corría: se conoce que es un hombre valiente y de muy buenos sentimientos.
Todo empezaba a concertarse para que la
galantería del Mayor encontrase el terreno preparado.
Así, creándosele una atmósfera de héroe,
Dorotea se interesaba cada vez más por él: una dulzura infinita corría por todo
su ser, cuando en la conversación oía que la decían:
-Ha sido su salvador.
Este "su salvador" la hacía
transportar el pensamiento a las novelas, de que estaba saturada su
inteligencia en desquicio. Al fin veía realizado en parte uno de sus sueños.
No pensaba adónde la arrastraría esta
aventura. Se abandonaba solamente en la suave caricia de su ilusión presente.
Una hora después volvió el Mayor.
-¿Qué han hecho de Dagiore? ¿Cómo sigue?
-preguntó Dorotea.
-¡Oh! todo se ha arreglado perfectamente. Hasta de la multa lo ha
relevado el Comisario. En cuanto a su herida no es nada. Se ha curado en una
botica y no siente dolor alguno. Después que estuvo allí lanzó, y esto lo hizo
mucho bien. Está muy arrepentido, y hasta conmigo se disculpó, dándome la mano
cuando el Comisario le dijo que estaba en libertad. Allí se le amonestó muy
seriamente al salir, y entonces dijo, que tenía tanta vergüenza de lo que había
hecho, que iba a ir derecho a dormir en la Fonda.
-Es mucho mejor -dijo la vieja que antes
había hablado.
-¡Pobre! -agregó compasivamente Dorotea.
-Pues no faltaba más -replicó indignada
la primera: con arrepentirse no la va a sanar a Vd. del susto y de los
moretones que le habrá dejado.
Dorotea, en la efusión de su gratitud,
dio repetidas veces las gracias al Mayor, por su conducta para con ella, y al
despedirse le regaló un ramito de flores, no atreviéndose, como era su deseo, a
ofrecerle la casa.
El Mayor, no dándose por entendido de
esta omisión, dijo que no sería esa la última vez que habían de verse.
Al darle la mano se la oprimió
fuertemente, y Dorotea, olvidando las conveniencias, le devolvió el apretón,
sin saber lo que hacía, y entregándose fatalmente a un sentimiento poderoso o
incontrastable que sentía nacer en ella.
Al recogerse esa noche quiso pensar algo
juicioso, pero su pensamiento, irritado por tan contrarias emociones, no podía
seguir con método el encadenamiento de una idea. Estaba aturdida. Empezaba un
monólogo y terminaba por hacer castillos en el aire. Y siempre el Mayor allí.
Su retina lo había copiado una vez y para siempre. Lo sentía adherido a su
alma. Se embriagaba en el recuerdo de su voz simpática. Recordaba sus posturas,
su aliento cálido que le había abrasado el cuello cuando la cargó; y más que
todo, ese uniforme, que tan adorable lo hacía en su concepto.
Es en efecto, el traje, una de las cosas
que más seduce a las mujeres en el hombre.
Cada mujer tiene sus ideas al respecto,
fruto de la educación y la costumbre, la más de las veces.
Hay unas que se mueren por los hombres
que visten trajes claros, a otras les agradan los que van con pantalón y levita
negros. Una dama que mantenía relaciones con un amigo nuestro le pedía en sus
entrevistas que se pusiera un frac del esposo burlado. Averiguando este la
causa de semejante pretensión, su bella amante le hizo la confidencia de que
así lo amaba más, porque le recordaba los deseos y los abrazos que había
sentido toda su juventud en los bailes. Una acción de placer o dolor arrastra
consigo el recuerdo de mil pormenores independientes del drama que desempeña la
pasión, pero luego se eslabonan y forman un todo homogéneo. Así por ejemplo, el
jazmín nada tiene que ver con el amor, pero si un amante al reclinar su frente
en el seno de su amada percibe la fragancia de esa flor delicada, y luego a
solas y preocupado con otras ideas la misma esencia llega a herir su olfato,
sentirá reavivados sus deseos, y el recuerdo de su gentil compañera vendrá a
refrescar su frente con un nuevo soplo de ternura.
Lo mismo le había sucedido a Dorotea con
el vistoso uniforme del Mayor. No teniendo el gusto educado se ofuscaba de
alegría ante la vista de los objetos de relumbrón. Los cordones y el oro del
kepí, habían conseguido despertar del fondo de sus ensueños, episodios casi
olvidados de mil novelas... de costumbres sólo inventadas por la fantasía de
sus autores.
-¡Ah! no -se decía de pronto, espantada
de ver las concesiones que hacía su pensamiento al amor que empezaba a
dominarla-; ¡Dios mío, Dios mío! pero él dijo que iba a volver: ¿me llegará a
amar? quién sabe si su corazón no está ocupado: ¡ah! pero yo lo atraeré y se
convencerá que nadie podrá amarlo como yo: no, es una locura, yo debo
olvidarlo.
Y en estas transiciones se dormía, para
despertar al poco rato sudorosa y agitada.
La pasión la había sacado de quicio.
Después de la una de la madrugada ya no
pudo conciliar el sueño. Un insomnio lleno de zozobra la puso febriciente.
-Pero si yo no lo conozco -pensaba: y
luego desfilaban por su recuerdo sus antiguos pretendientes: el doctor Ferreol,
a quien había desairado, y Catay, que aún la incomodaba con sus desvergonzadas
incitaciones: hasta evocaba la memoria de los piropos que conquistaba en sus
andanzas callejeras, que aunque siempre rechazaba con orgullo, le creaban un
ambiente de lisonja que aspiraba con indecible fruición, a cuya influencia
concebía más alta idea de su personalidad y su belleza.
Volvía a saturar su imaginación con los
calores tibios que los deseos de los hombres emanaban siempre a su paso.
Pensaba que nadie había sentido ni
imaginado el amor como ella.
No pudiendo resistir el lecho, lo
abandonó muy temprano. Se vistió coquetamente y fue a ver el espectáculo que
ofrecía la calle, mirando al través de las persianas de la sala.
El movimiento bullicioso de la mañana,
que no estaba acostumbrada a ver, la sorprendió mucho: no podía comprender cómo
había gente que madrugara tanto. Le parecía una cosa absurda. Entre tanto, los
ruidos de la calle seguían su estrépito desconcertado.
El eco de estos murmullos penetraba en
ráfagas por la ventana de Dorotea y ella se sentía aturdida en medio de esta
vocinglería que no acababa. Seguía a una mucama hasta donde se lo permitían los
obstáculos de la reja, la dejaba allí y volvía a pasear su vista con otra que
regresaba. Veía que muchas se paraban a conversar; varias lo hacían en la
vereda de su misma casa. La curiosidad entonces la obligaba a prestar atención,
pero pronto se fastidiaba al ver que no se comunicaban más que cosas de ningún
interés. Vivían en otro mundo; no había nada de común entre ella y los
viandantes: por esto le parecía que sus palabras no tenían calor ni sentido: en
la actividad universal, seguían sus pasiones o instintos, corrientes opuestas:
también ella, sin caer en cuenta, era indiferente para todo ese mundo que
desfilaba ante su ventana. En medio de esta constante renovación de gente, pudo
observar algunos cuchicheos de amor. Sirvientas que encontraban sus amantes y
que concertaban, tal vez, un punto de reunión para la noche. Se identificó en
estos cuadros, los anhelaba, los descubría y terminaba por envidiarlos.
-Ellos salen, hablan y se aman -decía-:
¡si pudiera yo tener esa felicidad!
Y su vanidoso egoísmo la hacía pensar que
las demás eran libres, que no tenían conocidos ni por qué temer asechanzas o
habladurías, en cambio que ella estaba expuesta al deshonor y a la calumnia, si
daba el menor paso que hiciese despertar sospechas.
La opinión en que pudieran tenerla sus
pocos vecinos, la atmósfera de los cuantos ladrillos que formaban su barrio,
gravitaba sobre ella con el peso de toda la humanidad.
A ratos se cansaba de estar en la ventana
y se iba a las piezas interiores.
Todo estaba allí sucio y en desorden. Con
sus sempiternos sueños de ternura y delicadeza vivía bien, sin embargo, en la
suciedad y descuidaba el aseo de sus hijos.
Aparte de uno que otro mueble, que
todavía estaba haciendo juego de equilibrio a consecuencia de la reyerta de la
noche anterior, era normal en la casa que todo anduviese trastrocado. La única
habitación que tenía aspecto decente era la sala. No podía ser por menos,
porque siempre permanecía cerrada y no entraban a ella más que las visitas que
la dueña de casa consideraba.
Los niños dormían apaciblemente. La
mucama arreglaba algo en el comedor y Clara hacía fuego en la cocina.
-Ya va a estar el agua, señora -dijo la
chica al divisarla-: ¿sabe Vd. dónde está el mate?
-Deja no más, no quiero ahora.
Se recataba, quería estar sola: cuando
iba a la sala cerraba la puerta de comunicación con la pieza siguiente.
Dorotea, si hubiera tenido algunas
tendencias al orden, podría haber visto siempre su casita perfectamente
arreglada.
Pero si bien no se cansaba de quejarse y
renegar, nunca ordenaba nada práctico y juicioso.
La mucama y Clara no se ocupaban más que
de entretener a los chicos y de cuidar la casa, porque su dueña, cuando no
estaba ausente, se lo pasaba en la sala o probándose trapos delante del espejo.
A cada rato volvía a la ventana.
En los hombres que pasaban creía
encontrar las facciones del Mayor Paz.
Hacía grandes esfuerzos por reconstruir en
su memoria el rostro entero del militar.
Pero sus esfuerzos fueron vanos. Pensó un
momento, con desesperación, que si lo viera entre varios militares no le sería
fácil reconocerlo.
Como sucede en la mayoría de los casos,
se había enamorado de una idea por mucho tiempo acariciada, de una necesidad,
de un perfume, que sin ningún dato, suponía que guardaba en la intimidad de su
ser moral la envoltura humana del Mayor.
Estaba perdidamente enamorada del militar
y no lo conocía.
Prueban en fisiología que cuando un
miembro está atrofiado o no funciona, los otros adquieren mayor desenvoltura y
precisión.
Lo propio sucede en la sociedad moderna
con las facultades morales.
Mientras el juicio duerme, la
imaginación, siempre en juego, alcanza proporciones colosales.
Ella obra sin contrapeso y mantiene a la
inteligencia en un eterno espejismo.
Dorotea se engañaba al creer que amaba al
Mayor: todo el entusiasmo de su alma se lo prodigaba entero, sin saberlo, a
Rocambole, a Romeo, y a toda la caterva de héroes que había conocido en las
novelas románticas; esos sempiternos buenos mozos, siempre arriesgados y que
con la misma serenidad se baten contra treinta hombres o ascienden una escala,
colocada al pie del abismo, para platicar con la reina de sus pensamientos a la
pálida luz de la mensajera de la noche.
A eso de las nueve pasó el Mayor.
Práctico en materia de galanteos,
reconoció inmediatamente a Dorotea, que estaba en acecho detrás de la persiana.
Como había venido por la misma acera, ésta recién lo vio cuando lo tuvo
delante.
Dio un grito ahogado de sorpresa y se
retiró de la ventana.
-¡Adiós! -le había dicho el militar medio
queriéndose parar-: vaya -agregó para sí, siguiendo su camino-; decididamente
quiere hacerse desear.
Dorotea quedó enojada de sí misma.
Al principio se había iluminado su razón
con un relámpago de buen sentido: un amago de tristeza, una extraña sensación
de dolor, algo como un desencanto, experimentó al ver nuevamente al que había
ocupado su pensamiento toda la noche anterior.
Lo había desconocido. Pero estas ideas
ligeramente bocetadas en su mente fueron reprimidas en el acto por esa sed de
emociones que la devoraba.
Se arrepintió de lo que había hecho. Volvió
a la ventana y no vio al Mayor. Se desesperó, creyendo que ya no le vería más.
Tuvo celos, un mundo de ideas locas, en el espacio de un minuto. Fue ante el
espejo, se arregló el pelo, ensayó una sonrisa y una mirada de ternura, se
empolvó la cara con el cisne y corrió desalada hacia la puerta de calle.
Estaba realmente hermosa: su saco de
mañana la sentaba muy bien; bastante amplio, sus formas apenas se dibujaban, y
así entre el misterio incitaban y cobraban mayor prestigio: la fiebre que había
sufrido por la noche estaba impresa con profundas huellas en su rostro.
Pálida y con unas ojeras azules que
realzaban el brillo de sus ojos, la vio el Mayor aparecer en el umbral en
circunstancias que volvía al ataque, cansado de haber estado esperando algún
tiempo en la esquina.
El militar la encontró más bella y gentil
que la primera vez.
-Señora, tanto gusto de ver a Vd. ¿ha
pasado Vd. bien la noche? -dijo saludándola.
-Así; regular...
-Es natural, debe Vd. haber sufrido mucho:
¿pero qué quiere? hay que olvidar y pensar en otras cosas, de lo contrario no
se conseguiría un solo momento tranquilo.
Así siguieron conversando un breve rato.
A Dorotea se le oprimía el pecho:
momentos antes su entusiasmo desbordaba y suponía a su alma identificada con la
del Mayor, y se desalentaba al ver la distancia que ponía de manifiesto las
pocas palabras cambiadas.
Es lo que sucede a las personas
reconcentradas que viven en un mundo aéreo y en completo ensimismamiento.
También es cierto que nunca los actos de
la vida práctica se suceden con tanta rapidez ni son en su expresión tan
francos como el pensamiento, y Dorotea en alas de este había ido demasiado
lejos.
Estaba tan apasionada que no se le
importaba ya que pudieran hablar de las relaciones que empezaba a entablar con
el militar. Sabido es que cuando las mujeres se encaprichan, aunque su afecto
sea bochornoso tienen orgullo de él, lo alardean muchas veces y cometen mil
indiscreciones.
Sin embargo, le disgustaba la
conversación en la puerta de calle. Estaba algo violenta, pero el zorro del
Mayor no se daba por entendido.
Al fin dijo Dorotea:
-¿No gusta Vd. descansar un poco?
-Si no fuera imprudente la hora: he
caminado mucho...
-Entre Vd... espere un poco: voy a
abrirle la sala.
Se encontraron solos en la pieza
desierta.
El Mayor era un libertino y en lides
parecidas había adquirido una audacia de buen tono para abordar a las mujeres.
Nunca había sentido más tranquilidad y
confianza que ahora.
Nada lo inquietaba. Se reía de Dagiore y
pensaba que si Dorotea se entregaba tendría una querida preciosa y que no le
costaría un real.
¿Cómo entonces dejar escapar la presa?
Al principio la situación de ambos fue
violenta. Se dijeron cosas insignificantes.
Nubes pequeñas que velaban el juego de
sus deseos no tardaron en disiparse.
El Mayor se hizo el exaltado, se sentó a
su lado y le tomó una mano.
De concesión en concesión se fue muy
lejos.
De pronto asaltaron a Dorotea extraños
temores.
Pidió al Mayor que se fuera porque podría
comprometerla demorando más tiempo.
Fue menester que le rogaran mucho para
que se decidiera a evacuar la plaza.
Aprovechó de la ocasión y empezó con
grandes exigencias.
Quería ganar la batalla en la primera
escaramuza.
En su afán la tuteaba y pedía a Dorotea
que hiciese lo mismo: más tímida esta no podía adaptarse a una transición tan
brusca.
Al despedirse se hicieron mutuos juramentos
de amor eterno.
Toda encendida Dorotea y anudándosele la
voz en la garganta por la emoción que la embargaba, dijo:
-Puede Vd. estar seguro de mi cariño...
pero de aquí no pasaremos... no espere Vd. nada más de mí.
El Mayor por toda respuesta la tomó con
ambas manos de la cabeza e imprimió en su boca un beso largo y sensual.
Dorotea desmayaba, pero conteniendo los
latidos de su corazón rechazó dulcemente los brazos que la oprimían y lo
encaminó hacia la puerta.
-¿Hasta cuándo, mi alma? -preguntó.
-Después sabremos, escríbeme, pero no
vuelva hasta que yo le diga: váyase pronto: ¡adiós!
El Mayor, muy excitado, se encontró en la
calle sin saber lo que le pasaba.
Se acusaba de haber sido demasiado zonzo;
luego meditando todo lo que había pasado se llenaba de orgullo y quedaba
satisfecho del camino andado.
-Es mía, es mía -murmuraba para sí-: no
tengo la menor duda: tal vez sea la primera vez que va a caer y por eso tiene
miedo: diablo; ¿o tendrá otro amante? De cualquier manera, lo desbanco... ¡y
qué bonita es!
Así pensaba, y todo le salió a medida de
sus deseos.
Fue el amante de Dorotea y la dominó como
mejor quiso.
Tenía que suceder: el terreno estaba
preparado y sólo faltaba la ocasión.
El Mayor distaba mucho de ser un héroe o
una figura verdaderamente interesante: no pasaba de ser una de tantas
vulgaridades que nacen porque nacen y viven porque viven.
No fueron sus insignificantes dotes de
seducción las que perdieron a Dorotea: hay microbios también en la atmósfera
moral, y el espíritu de Dorotea estaba impregnado de ellos.
- VI -
José ya tenía ocho años y sus hermanitas
Victoria y María siete y cinco respectivamente.
Nunca habían necesitado demás solícitos cuidados,
y sin embargo, jamás se vieron más abandonados de sus padres.
A Dorotea le faltaba tiempo para
dedicarlo a su amor, y Dagiore parece que había cobrado verdadera aversión a su
hogar.
En poder de manos extrañas la mayor parte
del día, siempre que podían escapaban a la calle y en pandilla con otros
muchachos del barrio se entregaban a juegos naturales de la infancia.
En esta época de la vida, en que la
curiosidad y la observación se expanden de una manera tan franca, es cuando más
vigilancia necesitan los niños.
Pero la generalidad de los padres, sin
ningún tino ni previsión, los abandonan a todos los espectáculos y hablan
delante de ellos sobre tópicos escabrosos, creyendo de buena fe, la más de las
veces, que los niños, por la poca edad que cuentan, están exentos de las
dolorosas ulterioridades que traen en pos de si los ejemplos perniciosos.
Blanda cera, sus cerebros copian y
reflejan, como la máquina fotográfica, las escenas de la vida que se
desarrollan ante su vista.
Los hijos de Dorotea, en sus juegos de la
calle, aprendieron, como es natural, infinidad de picardías que los iniciaba en
los misterios de vicios repugnantes.
Desgraciadamente, la mayoría de la
población es proletaria o poco más: vive en casas pequeñas, en sus negocios o
en cuartos reducidos: de aquí que las criaturas salgan a la calle, que vivan y
se eduquen en ella: la disciplina de la familia, que se observa en sociedades
constituidas, no existe, y los niños crecen huérfanos de las ideas del hogar;
irrespetuosos y sin freno que alcance a dominarlos. Más tarde estos elementos
se incorporan a la sociedad para perturbarla y pesar desastrosamente en las
cuestiones políticas...
José iba ya a la escuela.
Aprendió bien pronto a leer y escribir,
pero luego los progresos de su instrucción anduvieron con bastante lentitud.
Su inteligencia presentaba grandes
disposiciones para la síntesis: rozaba apenas los detalles e iba de pronto al
fin.
Especialmente en aquellas cuestiones que
requieren preparación y experiencia él se adelantaba tratando de resolverlas
como un nuevo Alejandro.
El medio social en que crecía lo había
envuelto por completo.
No era él: distaba mucho, por lo tanto,
de ser una personalidad original que se desarrolla: era nada más que un reflejo
de su época, trasunto fiel de las preocupaciones reinantes; fielmente vaciado
en el molde de usos y costumbres que tenían corriente propia y poderosa, y cuya
influencia sólo podría contrarrestar un verdadero carácter.
La madre, apurada a causa de sus
travesuras, y habiendo tenido noticias por el maestro, de que era un faltador
insigne a la escuela, resolvió ponerlo en la tienda de sus padres.
Pero ya sólo podría salvarlo una
inteligencia previsora y enérgica, que se encargara con paciente y solícito
cuidado de dirigirle, tratando de rectificar el temprano extravío de sus
aspiraciones sociales.
Así, a su edad, sirvió sólo de estorbo en
el negocio de sus abuelos.
Aquella atmósfera de rutina lo enloquecía.
Quería aire, luz, escenas imprevistas. Lo decía a gritos en su locuacidad
enfermiza. Él no había nacido para tendero y no quería estar detrás de un
mostrador.
Los abuelos dijeron que era incorregible
y que no les era posible tenerlo por más tiempo.
Les faltaba al respeto a menudo y nunca
obedecía las órdenes que le daban.
Hacía y deshacía a su antojo. Si a veces
por casualidad quedaba sólo un momento, se ponía a cambiar los efectos de los
estantes, arguyendo luego con un acopio enojoso de razones que la innovación
que hacía era necesaria, porque saltaba a la vista de la manera estúpida que
estaban todas las cosas en la tienda.
Cualquier idea que se le ocurría, buena o
mala, le parecía la concepción más oportuna y sabia, y cuando se la motejaban
por disparatada, decía que sus abuelos eran unos testarudos y que no la
practicaban por no dar su brazo a torcer y confesar que un niño sabía más que
ellos.
Todos estos episodios de muchacho
voluntarioso y mal criado hicieron creer a Dorotea que su hijo estaba llamado a
grandes destinos.
Volvió a llevarlo a su casa y lo puso en
la Universidad, donde se matriculó en primer año de estudios preparatorios.
Desde este momento José inauguró una vida
bastante independiente.
Sus estudios le servían de pretexto para todas sus picardías.
Cuando precisaba dinero iba a la madre
con el cuento de que necesitaba comprar tal o cual texto de enseñanza.
Si quería pasear alguna noche, decía que
tenía que concurrir a una lección nocturna.
Sin embargo, su instrucción no hacía casi
ningún progreso: a los tres o cuatro años de vida estudiantil no tenía
asimilado ningún conocimiento sólido ni había conseguido dominar ninguna
materia: llegó hasta el cuarto año, habiendo sido reprobado en algunos cursos.
Entre las asignaturas en que fue aprobado
se contaban las matemáticas y la filosofía. Sin embargo, antes y después del
examen no sabía resolver el problema más sencillo de aritmética. En cuanto a
filosofía era otra cosa. Le tocó la bolilla que respondía en el programa a las
pruebas de la existencia de un Dios. Repitió bien alguno de los argumentos
acumulados por Balmes y otros metafísicos y consiguió salir distinguido en el
examen: estos resultados ponían en evidencia la fuerza de los profesores y el
celo de los que lo habían examinado.
Todos aquellos estudios que se prestaban
a juegos de palabras y de cuya discusión jamás se sacaba nada claro ni
provechoso, eran de su especial predilección.
No sabía nada, y se creía un sabio.
Tenía una opinión tan exagerada de su
talento, que se irritaba hasta la demencia cuando le contradecían alguna de las
ideas que vertía.
Insultaba a su contrario, y más de una
vez la discusión terminó en las vías de hecho.
Los prematuros elogios de Dorotea, el falso sentido que le habían
inculcado respecto a sus destinos, obraban de consuno para malear su juicio.
Cuánta vez no había sentido afluir
presurosa la sangre al corazón oyendo vocear, con voz gangosa, a su maestro
para la época de los exámenes en la sucia escuela del barrio: "Vosotros,
jóvenes educandos, estáis llamados a regir los destinos de la Patria..."
Todo ese brillo falso de las democracias
lo había ofuscado desde muy niño.
Algo parecido había oído leer en los
diarios y conocía con las exageraciones de los biógrafos, la historia de los
hombres que de humilde cuna se habían luego elevado a los primeros puestos de
la sociedad.
Pagado de sí mismo, colérico con aquellos
que lo censuraban algo, implacable para los defectos ajenos, su ensimismamiento
y propia adoración arrojaban tupida venda sobre sus ojos, impidiéndolo conocer
su pequeñez o ignorancia.
Por lo demás, tenía excelentes
condiciones: valiente y generoso, su pecho se inflamaba de indignación al
conocer la más leve injusticia.
Su desinterés por el dinero no tenía
limites. Ignoraba aún lo que costaba ganarlo y no había sentido todavía ninguna
verdadera necesidad. Por esto, no imaginaba que el dinero tuviese otro objeto
que derrocharlo en francachelas y placeres.
Envuelto por nubes rosadas de ilusión y
lleno de fantásticas esperanzas para el porvenir, traspuso José con planta
segura, los dinteles encantados de la primera juventud, que para él no fue más
que la continuación de una adolescencia maliciosa.
Era hombre por la talla y por algunas
ideas, pero los que están familiarizados con el análisis y constatan en sus
observaciones de todos los momentos que hay abismos en cada detalle, sólo
podrían tenerle en tal carácter cómo se reputan plantas esas creaciones
artificiales de invernáculo que se elevan a gran altura creciendo viciosamente,
pero que sacándolas del calorífero, no tienen eficacia propia para la lucha y
languidecen y mueren al primer embate crudo de la atmósfera.
Estas fuerzas negativas que fermentaban
la volubilidad de su carácter futuro, cobraron un nuevo vigor al sentir su
naturaleza esa transición fisiológica de la edad en que la inocente crisálida
del niño se desgarra por completo para dar al hombre esas alas de Ícaro que se
derriten al fuego que encienden los deseos y que nada alcanza a colmar en su
ansiedad tiránica o inextinguible: cuando no sucede que se ignora lo que se
anhela, quedando siempre ansiosos e irritados los nervios, debido a que una
falsa educación divorcia al cerebro de las tendencias naturales de la vida,
produciendo en la economía el más deplorable desequilibrio.
Entonces sus estudios incompletos
reflejaron en su imaginación los más disparatados sistemas.
De esta manera se presentaba a la
sociedad, reclamando un puesto, sin ningún bagaje de conocimientos sólidos,
pensando en idilios, sin experiencia y desprovisto por completo de antecedentes
respecto de la vida real moderna en que iba a militar.
Pero los sensibles huecos que traían el
desequilibrio a su cerebro haciéndole formar un concepto falso de los hombres y
de las cosas, él los llenaba con esperanzas y quiméricos ensueños.
Como la generalidad de nuestra juventud,
como la mayoría casi absoluta de toda ella, se lanzaba a la lucha de la vida
confiado sólo en su buena estrella y esperándolo todo de la suerte y la
casualidad.
No reclamado por ninguna necesidad
apremiante, siguió aún por algún tiempo esta vida artificial en que la
imaginación hace sonámbulos de los hombres y llena de desgracias a personas que
no tienen motivo de estar pesarosas.
Soñando amores imposibles y vagando su
espíritu por las nubes, no nacía en su mente un propósito deliberado al cual
pudiera hacer concurrir los esfuerzos de su actividad.
Todas sus esperanzas eran sueños.
Esperaba algo sin poder determinar lo que fuera. Pensaba que había de acontecer
en su vida algún suceso imprevisto que cambiase en un instante su situación.
Pero los días se sucedían unos a los
otros, iguales y monótonos, y el famoso suceso no venía.
Cayó entonces el pobre joven en una negra
melancolía.
Culpó al mundo de sus desdichas.
Sin embargo, en medio de sus tristezas,
como un tibio rayo de consuelo venía a mitigar un tanto su pena la idea de que
todos los grandes hombres habían sufrido en vida la indiferencia de sus
semejantes.
Como los extremos se dan la mano, si la
vanidad punza horriblemente, también suele traer sus compensaciones por
ridículas que sean.
El amor ocupaba a todas horas su
pensamiento, pero un amor pueril y de pura fantasía, fiel reflejo de la falsa
noción que respecto a esta tiránica pasión habíanle inculcado ciertos novelones
en consorcio con los ardores que empezaban a despertarse en su carne ardiente y
juvenil.
Se enamoraba de cualquier joven que veía.
Entonces hacía una novela: soñaba una
cita, una escala y luego una entrevista a lo Romeo y Julieta en la que sellaban
su pasión con un juramento de amor eterno.
Contaba ya dieciséis años y no se había
atrevido a decir nada, hasta entonces, a ninguna mujer.
Se contentaba solamente con mirarlas
abriendo mucho los ojos, y desde lejos.
También es cierto que carecía de
relaciones: Dorotea no lo había presentado a ninguna familia.
Con el trato de las mujeres, los jóvenes
adquieren maneras y una noble confianza que alcanza a cambiarles el carácter y
a evitarles muchos dolores y malos pasos.
Se refugió en sí mismo buscando siempre
la soledad.
La madre comprendió que algún pesar
afligía a su hijo.
Lo interrogó, pero este no pudo
satisfacer sus preguntas.
Era esto imposible: él mismo ignoraba lo
que tenía.
Como siguiera el tedio de José y cada día
iba enflaqueciendo más, Dorotea entró en verdadero cuidado; pidió consejo a
varias personas y consultó el caso con el mismo Dagiore, al cual, hablaba de
tarde en tarde.
El esposo de Dorotea había cambiado por
completo en los últimos años.
Bebía mucho, y estaba medio idiota.
Ya no tenía la Fonda y del antiguo
fondero no quedaba más que su sórdida avaricia y sus reniegos de cada día; pero
para con su familia era un manso corderillo: ahora Dorotea y sus dos hijas lo
dominaban por completo, y no con mimos, sino tratándole como a un perro.
Dagiore dijo brutalmente que era muy
natural que estuviese así y que se aburriera de todo si no trabajaba en nada;
que lo que necesitaba eran unos palos.
Tenía verdadero encono para su hijo. Este
se le había separado desde muy niño y siempre había demostrado más predilección
por la madre.
Después, cuando fue creciendo y Dorotea
lo vestía con bellos trajes se avergonzaba de su padre y lloraba si este quería
llevarlo a pasear.
Este abismo que habían abierto los suyos
para con él era una humillación que lo postraba, se sentía sin valor para
reaccionar y entonces bebía odiando en silencio a toda la familia.
Ya todo sentía que se acababa para él: su
ilusión de poder realizar algún día el proyecto de comprar un hotel, se había
desvanecido casi por completo.
Trabajaba ahora maquinalmente y sin
verdadero estímulo.
Su hijo, a quien le hubiera dejado con
tanto gusto la sucesión del negocio, era un cajetilla que venia a corregirle
palabras y a darle lecciones de cosas estúpidas y que él no entendía.
Por esto casi no iba a su hogar: se
sentía mal allí porque encontraba todo diferente de su modo de ser.
¡Y todavía si lo dejaran tranquilo!
Pero de todas maneras lo fastidiaban y
todo concluía por un amago a la bolsa, a esos billetes que tanto amaba y que
sólo dejaba confiadamente en poder del Banco de la Provincia.
Todos aprobaron esta vez la idea dada por
Dagiore de hacer trabajar a José.
Dorotea interesó a sus relaciones en los
trabajos preliminares para buscarle empleo y cuando creía que ya sus esfuerzos
eran vanos, supo por una amiga que en una casa introductora de artículos de
tienda precisaban un dependiente.
La amiga conocía a uno de los socios y
prometió hablar en favor de José.
El comerciante quiso ver al candidato y
Dorotea que tenía aún algún ascendiente sobre su hijo, le hizo una infinidad de
reflexiones, diciéndole que ya era un hombre y debía ganarse el pan con su
trabajo y que tal vez allí encontraría un honroso porvenir.
José comprendía muy bien esto, pero al aplicárselo a él sintió un
escalofrío en todo su cuerpo.
Le costaba trabajo convencerse que era
una vulgar medianía como la generalidad de los muchachos con que se codeaba
diariamente en la calle.
Quién le hubiera dicho que cada uno de
esos jóvenes camaradas a los que despreciaba y tenía en la opinión de cretinos
o poco menos pensaban de sí mismos de manera extremadamente ventajosa, no
cayendo en cuenta, siquiera, que José tuviese cerebro, tal era la indiferencia
con que apreciaban las cosas que eran ajenas a sus personalidades respectivas.
Fue una transición violenta para el pobre
muchacho.
Sintió que su orgullo se desgarraba en
dolorosos jirones.
Precisamente proyectaba en esos días una
excursión a la estancia de un compañero de estudios y había preparado para el
objeto un buen contingente de novelas y libros de poesías.
¡Ir a soterrarse entre paredes de géneros
cuando se prometía unos días deliciosos leyendo a Espronceda a la sombra
apacible de los árboles y en el silencio imponente de la Pampa...!
La vida real con sus deberes prácticos se
le hizo horrible.
Sin embargo, callado y como una víctima
que llevan al sacrificio, acompañado de Dorotea, fue a hablar con uno de los
propietarios del Registro.
Hombre práctico, pagado de detalles y que
en todo miraba por sus intereses, empezó a hacer a José un interrogatorio
humillante.
Más de una vez el joven estuvo a punto de
contestar una insolencia, pero se contuvo, pensando que en su casa quedaría en
una situación violenta y que sus padres y relaciones ratificarían la opinión de
que no servía para nada.
El comerciante le puso unas cuentas y
José tardó mucho en sacarlas. O nunca la había sabido o tenía olvidada la tabla
de multiplicar.
Jamás se sintió más humillado que
entonces.
Estaba abrumado. Parecía que una montaña
iba a desplomarse sobre su cabeza.
Su madre arregló las cosas por él.
Convino las horas y el sueldo.
Ganaría cuatrocientos pesos al mes y
tendría que ir a las diez para salir a las cinco.
Dorotea aún le consiguió una ventaja.
Dijo que José estudiaba y que no bien
pasara el tiempo de las vacaciones necesitaría una hora para salir a dar una
lección.
El comerciante convino en hacer esta
concesión y todo quedó arreglado para que José empezase a concurrir a su empleo
desde el siguiente día.
El muchacho estaba aturdido y un encono
sordo hacía hervir su sangre.
No podía comprender cómo su familia permitía
que sufriese tanto -cinco horas cada día- por una compensación tan mísera al
mes.
Sin embargo, cuando recibió la primera
vez los cuatrocientos pesos, sintió una alegría loca. Dorotea, a quien le había
parecido que esa cantidad era del todo suficiente para las necesidades del
joven, pero pequeña para que la ayudase en los gastos de la casa, no le exigió
absolutamente nada, contentándose con decirle:
-En adelante no te daré un real: aquí en
casa tendrás todo lo que necesites, pero con tu sueldo te vestirás y atenderás
a tus estudios.
El mismo día que cobraba gastaba entero
su sueldo.
Ese día era de fiebre para él: todo lo
inútil que veía en los escaparates deseaba comprarlo.
Se arregló con un sastre conviniendo en
darle una mensualidad de 150 pesos para que lo vistiera, y pocos meses después
era uno de tantos jóvenes a la dernier, cortados por idéntico patrón y que al
verlos pasear por la calle de Florida parece que pertenecen todos a la misma
familia, por ese aire de uniformidad que comunica el uso de iguales modas. Su
saquito cuerpeado, su sombrero de anchas alas, la boquilla de ámbar, y más que
todo, su charla, su mirada audaz y la manera automática y pedante de saludar,
demostraban ampliamente que se había asimilado los usos de la juventud
casquivana de su tiempo.
Una cosa le faltaba y era un reloj. Había
empezado a suspirar por él, hasta que cobrando creces esta aspiración se trocó
bien pronto en una necesidad imperiosa. Era punto de honor. A ninguno de sus
compañeros le faltaba, y siempre que les veía sacarlo para mirar la hora, se
sentía humillado y una ráfaga candente inundaba su rostro.
A la salida del registro pasaba por una
infinidad de relojerías. Examinaba los relojes y se informaba de los precios.
Había visto en lo de Fabre un remontoir de oro que costaba 2.800 pesos.
Se decía a solas, en el despecho de su
falta de recursos, que sería bien feliz si pudiera comprarlo, y entonces su
pensamiento ascendía todas las esferas de la vanidad. Pensaba la sorpresa con
que lo mirarían sus amigos y la satisfacción con que examinaría la hora.
Su cerebro estaba habituado ya al
encadenamiento de estas ideas locas que partían de un hecho imposible.
Era su refugio y su consuelo, en medio de
las irritaciones que le procuraba su posición precaria y monótona.
No pudiendo hacer otra cosa se decidió
por un reloj algo viejo pero de plata dorada, que había exhumado entre un grupo
de joyas de ocasión que ostentaba un escaparate en la calle de las Artes.
Al
recibir su paga ese mes, olvidó al sastre y otros compromisos y cerró trato por
el reloj en trescientos cincuenta pesos. Compró una cadena de cobre, muy
relumbrosa y llena de colgajos, pensando que otro mes podría reemplazarlos con
un relicario fino.
Debió el reloj tener un resorte bastante
bueno para no descomponerse hasta llegar él a su casa, pues en tan corto
trayecto lo había abierto un número infinito de veces.
Les mostró a Dorotea, a sus hermanitas y
a Clara, la esfera, la máquina y la cadena: cuando una de estas le dijo que
parecía la prenda muy vieja, le acometió un acceso de indignación.
Estaba a tal punto encantado de la pieza,
que creía imposible la existencia de otra tan bella.
Risibles misterios de la propiedad que ciegan
el juicio con la posesión de las cosas.
Era de ver cómo lo defendía José de los
defectos que le atribuían, doblemente singular en él que no encontraba cosa de
buen gusto en los objetos de pertenencia ajena.
Sus gastos fueron aumentando con las
necesidades que surgían naturalmente de su nueva vida, y el sueldo no le
alcanzaba para nada, según su propia expresión.
Se había relacionado con muchos jóvenes
de su edad, unido a los cuales, frecuentaba por la noche los Cafés y echaba su
partida de billar.
Una noche, uno opinó que fueran a ver la
Compañía de opereta francesa.
Todos aceptaron, y José fue a pedir
licencia a Dorotea, la cual se la concedió dándole por esa noche la llave de la
puerta de calle.
Los más íntimos de José eran Andrés, el
muchacho de la Botica, que estaba ya muy crecido y seguía estudios de farmacia,
Guillermo, hijo de uno de sus patrones del Registro, y Juan Diego, insigne
cachafaz de muy buena familia, estudiante de segundo año de medicina y que entendía
más de parrandas que de fisiología.
El grupo de los cuatro se dirigió al
teatro.
Esa noche subía a la escena Le petit
Faust.
Cuando entraron nuestros jóvenes, la
función había empezado.
El coliseo estaba repleto de gente, y en uno
que otro palco, se exhibían, muy cargadas de joyas, algunas cortesanas a la
moda.
Aquella composición ambigua de público,
los libres ademanes de los artistas, y la atmósfera demasiado pesada, turbaron
grandemente a José.
Juan Diego los dejó un momento y se
dirigió al extremo opuesto de la platea. Allí tocó en el hombro a un joven, que
parecía una damita por su compostura y poca edad.
-Victor -dijo el estudiante.
-Ah ¿eres tú?
-Sí, he venido con algunos amigos: ¿vamos
para allá?
-No puedo; apenas se concluya este acto
voy a irme.
-¿Por qué?
-Está el viejo con unos diputados en un
palco cerrado de aquí arriba: si voy al otro lado me vería.
-Quédate: sería más que casualidad que te
viera.
-No; después no habías de recibir tú la
raspa.
Hablaron un rato más, y al concluir el
acto, Víctor se fue y Juan Diego volvió al lado de sus compañeros.
José estaba absorto: no veía ni podía
pensar que las mujeres de la escena eran vulgares hermosuras bien recargadas de
afeites, porque estaba demasiado sobrexcitado y sentía ya en su sistema
nervioso el efecto de la impresión que le habían producido con las lascivas
miradas que enviaban a la platea y la desvergonzada mímica de sus movimientos.
Después vino el cancán, y todos los
espectadores batieron frenéticos las manos; muchos golpeaban con los pies, con
los bastones... aquello ya era indigno.
José, haciendo coro a los demás, gritaba
con desaforada voz:
-¡Bis, bis!
Y las piernas de aquellas mujeres en
unión con los saltos de los gandules volvieron a excitar a la concurrencia.
José a cada momento pedía a Juan Diego,
le repitiera los cantos que escuchaba, porque deseaba aprenderlos de memoria.
Así, aquel espectáculo de lubricidad
desenvolvió en él un erotismo torpemente provocado, desarrollando precozmente
sus pasiones amatorias.
No era José una excepción: toda la
juventud allí congregada estaba encaprichada con alguna de las actrices o
coristas.
Cuando terminó la función nuestros
jóvenes, con algunos otros, quedaron aún en el teatro.
La mayor parte de las luces fueron
apagadas por un comparsa, y la sala, tan bulliciosa momentos antes, quedó
tranquila y solitaria:
Al poco rato el pequeño mundo de entretelones
empezó a desfilar por delante de los jóvenes.
Las cancaneras, ahora muy tapadas, salían
ya acompañadas o tomaban en la puerta el brazo de su amante respectivo.
Al pasar la soi-disant prima dona, José
no pudo contenerse, y recordando el trío de Vaterland, dijo:
-¡Trou la ou! ¡la ou trou la ou la ou!
Ella sonrió y los otros jóvenes festejaron
la ocurrencia.
A su vez, José con sus compañeros,
emprendieron la retirada.
Esa noche el joven soñó con el cancán y
las piernas de las bailarinas, que sobre sus párpados las sentía danzar,
simulando las tenues gasas de sus polleritas, en los giros veloces, la agitada
espuma de un salto de agua. Las veía con sus ademanes, pararse en la punta de
los pies, correr luego fugitivas y hacer remolinos, para volver sonrientes a
extender voluptuosamente los brazos hacia el público, enviándole besos, que se
escurrían por entre las yemas sonrosadas de sus dedos.
También Margarita iba a visitarle en su
agitado sueño. La oía cantar:
"Fleur -
decandeur - je suis - la petite - Marguerie; - mon coeur - ne sait rien - ni le
mal - ni le bien".
Luego desfilaban Valentín y los coros:
¡En avant ran-tan-plan
Le joyeux régiment!
Después volvía la danza, al compás de una
música bastarda, y las macizas piernas de las cancaneras iluminadas
macilentamente, a intervalos, por las luces de Bengala.
Venía nuevamente Margarita y le decía:
Voyez-vous là,
Là, c'est tout noir,
Et puis ici...
là, c'est tout bleu.
Y José volvía a ver ese brazo, ese seno y
esa pierna. Extendió las manos y despertó enardecido, abrazando la almohada
inerte de su lecho.
Desde esta noche leyó muchos libros, pero
ninguno de ellos era texto de sus estudios.
Al siguiente día fue al Registro
cabizbajo, bajo la impresión de todas estas emociones y con unas ojeras que
hasta entonces no había tenido.
- VII -
Hemos avanzado algunos años siguiendo en
su desarrollo la vida de José. Para la mejor comprensión de ciertos hechos
posteriores tenemos ahora que retroceder al momento en que empezó a alborear la
pasión de Dorotea por el Mayor Paz. Era este, como queda dicho en capítulos
anteriores, un hombre audaz, y más que todo, un vividor insigne.
Antes de entregarse Dorotea, que sentía
extraños temores y remordimientos, estaba llena de escrúpulos y había impuesto
un sin número de condiciones con las cuales se aturdía y trataba de engañarse
ella misma.
El Mayor hacía todas las concesiones que
se le pedían, pero remitiendo su cumplimiento al porvenir pretextando siempre
alguna disculpa hábilmente forjada.
Tenía la seguridad que la tierna paloma
había de caer en sus redes, pero antes de comprometerse con las exigencias de
Dorotea no habría titubeado en abandonar de todo punto los trabajos tan
felizmente iniciados, aunque se fuera con la irritación de un deseo no
satisfecho.
No había duda que estaba vivamente
excitado por la hermosura de Dorotea.
Pero sus intereses pesaban en él mucho
más que las incitaciones de la carne.
Pertenecía a esa clase de hombres que
habiendo toda su vida gozado sólo en brazos de mujeres vulgares se hallaba ya
hastiado de compromisos, de las deudas contraídas con este motivo y de las
desazones que traen de suyo la intimidad y la confianza.
Había observado que siempre que iniciaba
un amorío, su amante se mostraba en las primeras entrevistas sumisa, humilde,
pudorosa y apasionada sin recurrir a extremos fastidiosos.
Después, cuando habían hecho vida común,
cambiaba como por encanto, estaba él preso, y constantemente amenazado con una
música de llanto si regresaba un poco tarde.
Todas estas escenas, que tanto
consiguieron irritarlo antes, lo habían vuelto cauto, llenándolo de una prudencia
cínica y prematura.
En una de las primeras entrevistas, y en
momentos que el Mayor gemía en tiernos arrullos, ella contuvo vivamente un
avance audaz de aquel.
-Bueno -dijo él fingiéndose incomodado-,
me irritas con tus caricias, me vuelves loco cuando me concedes un beso y de
pronto huyes de mis brazos: está bien, ya veo que no me quieres: me voy, pero
aunque sufra todos los tormentos del infierno no volveré a verte...
E hizo ademán de retirarse.
Jadeante y atemorizada, se abalanzó con
los brazos abiertos, conteniendo la partida del Mayor.
El taimado esperaba este desenlace.
-¡Ah! no te irás -exclamó, asomándole una
lágrima-: soy tuya, tuya, ¿entiendes? Haz de mí lo que quieras.
Entonces él quiso comprometerla en una
cita para esa misma noche.
-No, por favor, no me propongas eso:
dime: ¿me amas?
-Me ofendes, mi alma, con esa pregunta:
¿dudas de mí?
-¡Dios me libre! pero te preguntaba, para
decirte, que ya que tanto me amas, nos vamos lejos, juntos, solitos.
-Tú sabes que dependo de mis jefes y no
puedo alejarme sin que me lo ordenen.
-Aquí en la ciudad, si no hay otro medio:
¡buscaremos un barrio distante y viviremos tan felices!
-Mi vida, es hacer escándalo sin
necesidad; luego tus hijos.
-Los llevaríamos, qué cosa más natural.
El Mayor sintió un escalofrío.
Esta escena ya se había repetido varias
veces y el experimentado militar no sabía ya de qué argumentos valerse para
hacerle abandonar semejantes ideas.
No quería, ahora, comprometer al respecto
una batalla decisiva porque no tenía completa seguridad en el éxito.
Así es que decidió halagar su deseo
prometiéndose para más tarde, cuando las cosas le permitieran hablar con
imperio, convencerla a buenas o malas, haciéndola razonable.
Ejercitado en estas veleidades de mujer
caprichosa, había conseguido, merced a una experiencia propia, un tacto
delicado, y sin quererlo llegó a practicar un principio vulgar, por desgracia
demasiado generalizado y que en las esferas de la política sobre todo, acciona
con una eficacia digna de la más pura máxima evangélica. Consistía esta táctica
en no negar nada jamás y ofrecer siempre, prestando aquiescencia y hasta
aplauso a toda idea o pedido.
Este sistema de halagar las pasiones
ajenas es un medio que da excelentes resultados en los primeros tiempos, pero
que después envuelve al que lo pone en práctica en una red de odios, dándole el
prestigio de un profeta falso o impotente, porque si bien es fácil forjar un
castillo de naipes es luego imposible impedir que lo derrumbe el primer embate
del viento: parecido proceder observan los comerciantes cuyos negocios andan
mal: renuevan sus pagarés sin amortizar un centavo hasta que llega un momento
en que los intereses ultrapasan el mismo capital, quedando entonces de
manifiesto su insolvencia. ¿No es una promesa, acaso, en cierto modo, lo mismo
que una letra a tal o cual plazo? No cumplirla, es robar al que se ha hecho,
tiempo, confianza y ese aliento con que fortifica la esperanza.
Estas tristes teorías las aplicaba el
Mayor Paz para satisfacer todas sus necesidades.
Así es que le era fácil contraer deudas y
engañar a las mujeres.
Viendo que no había otro camino para
triunfar, contestó a Dorotea:
-Bien, mi vida, no me opongo: quiero que
seas tú la que mandes.
-Viviremos juntos, ¿no es verdad?
-¿Y no tienes miedo?
-¿De qué? -preguntó la culpable tratando
de ocultar una emoción que a despecho suyo empezaba a dominarla.
-Vaya, de tu marido.
-Por tan bien que se porta conmigo.
Sin embargo, tal vez habría algún medio
para hacerlo entrar en razón.
-¡Ah! no lo conoces.
-En fin; sea como tú quieras, pero te
prevengo que no será posible hoy ni mañana: tengo que buscar casa y arreglarla.
-Aunque sea una semana, esperaré con
gusto.
-Entre tanto, ya que estás decidida, ¿qué
te costaría venir esta noche adonde te he dicho?
-No... después: ¿para qué quieres hacerme
dar este paso cuando sabes que te pertenezco y que dentro de poco seremos ya
para siempre uno del otro?
El Mayor no podía comprender cómo Dorotea
rechazaba la idea de la cita, que podía quedar envuelta en el misterio, y se
decidía tan francamente por una huida, que se haría pública a los pocos
momentos de abandonar su hogar.
Se desesperaba al ver que se le escapaba
la presa.
Si no conseguía la cita, perdía la
batalla.
Insistió como pudo, siempre sobre aviso
para no ser sospechoso ante Dorotea, que podía apercibirse del gran interés que
tenía en hacerla salir esa noche.
No consiguiendo ningún resultado habló de
otra cosa.
Ella, en su fiebre, volvía a hablarle de
la felicidad que les esperaba cuando viviesen juntos.
El Mayor, con un pensamiento preconcebido,
se retiró, despidiéndose hasta dos días después como habían convenido.
Sin temer nada inmediato, Dorotea,
ahogando su pasión, fue la que propuso la idea de no verse al siguiente día,
porque su conciencia intranquila empezaba a ver visiones.
Estaba lo más nerviosa. El menor ruido la
espantaba. Hacía esfuerzos por alejar de sí el recuerdo de Dagiore, de sus
padres y de los vecinos. ¿Qué dirían de ella? ¡Ah! se convencía de que no
tendría fuerza para verlos más en la vida.
Había momentos en que se arrepentía del
paso que iba a dar. Se enternecía y hasta pensaba que Dagiore nunca había sido
malo. Entonces se paseaba desesperada por la solitaria habitación.
Era una ráfaga de buen sentido que
soplaba sin fuerza en su cerebro débil y enfermizo.
Luego venía la reacción, fuerte,
avasalladora, irresistible, y se enojaba de su cobardía anterior.
Su memoria evocaba hasta el recuerdo de
los más mínimos detalles para condenar a Dagiore.
Sus humillaciones de seis años, su vida
estúpida deslizada entre cuatro paredes húmedas y feas, mientras que otras
paseaban, vestían lujosos trajes y gozaban de la vida al lado de hombres
elegantes y educados.
Entonces su furor crecía y tenía ganas de
golpearse por haber titubeado.
Era el huracán de la calle, que barría
hacia su hogar, en grandes bocanadas, los microbios que envenenan la salud
moral, trayéndole el contagio de infinitas miserias y falsedades, al desbordar
de esas almas tristes, que el orgullo disfraza con un rostro alegre, murmullos
de vergonzante vanidad que se ostenta o espectáculo de blancas hilas que
ocultan la excrecencia de la llaga.
En su situación presente no veía ni
pesaba más que los inconvenientes, y en el delirio de su imaginación, sólo
inventaba ventajas para la vida ilícita que proyectaba.
No habría habido en el mundo razón
convincente para detenerla.
Obraba a impulso de los secretos resortes
que ponían en acción el temperamento físico-moral que había desenvuelto en ella
una vida sedentaria y ociosa, irritada a cada instante, por el espectáculo del
lujo ajeno y la sed de bulla y aventuras que despertaban en su corazón las
lecturas a que se entregaba.
Tenía inflamada la imaginación, por
decirlo de esta manera, y en su delirio, en su típica alucinación, se
reflejaban los disparates que forjaba, como si tuviesen formas plásticas, y
todo ese mundo de quimeras se enredaba con los hechos familiares de cada día
desquiciando sus ideas y su juicio.
Siempre había creído que el destino le
depararía una vida de estrépito y la llevaría a jugar un papel principal en
ruidosas aventuras.
Era su deseo, que al sentirse impotente,
se refugiaba en esperanzas fantasmagóricas.
Ansiaba tanto un hecho cualquiera que
diese animación a su vida y la lanzara al movimiento para librarse del tedio
que la abrumaba, que cuando empezó a interesarse por el Mayor creyó que el
momento que esperaba había al fin llegado.
Tenía una verdadera superstición al
respecto y creía en su fatalismo inconsciente que estaba escrito su encuentro
en el mundo con el Mayor.
Por esto es que lo hallaba tan hermoso.
Le sucedía lo mismo que al que tiene
mucha sed, que una agua turbia le parece deliciosa.
También el modo como se habían producido
las cosas contribuía a aturdirla.
La noche en que oyendo gritos el Mayor en
casa de Dagiore penetró en ella tan resueltamente no había hecho más que ceder
a los impulsos de su carácter impetuoso.
Contaba en su vida muchos casos
parecidos.
Un mes antes los diarios le habían
elogiado por la conducta que observó en un incendio salvando con riesgo de su
existencia la vida de una anciana.
Pero Dorotea apreciaba el suceso de
distinta manera, deformándolo al juzgarlo bajo el criterio enfermizo de sus
preocupaciones.
Era su sueño que empezaba a realizarse;
el turno que le llegaba para entrar activamente en esa existencia dramática en
que hasta entonces había vivido tan sólo con el pensamiento.
En esas fiebres de envidia, en que no sabía
por qué le faltaba alguna chuchería a su traje, las novelas traían el consuelo
a su corazón agitado y adormecían sus impaciencias dilatando el dorado prisma
de su ilusión en infinitos eslabones de esperanza.
Si la sirvienta la pedía algo que necesitaba
o sucedía algo que viniese a interrumpirla en el éxtasis de la lectura, se
irritaba y prorrumpía en gritos desabridos.
En estas ocasiones era injusta a lo sumo:
retaba sin razón a la sirvienta y aplicaba dolorosos pellizcos a sus hijos por
vía de correctivo.
La sirvienta replicaba y los chicos
formaban una algarabía infernal con sus llantos lastimeros.
Entonces se creía bien desgraciada: no
podía descender sin dolor de las esferas fantásticas que pintaban sus libros a
las necesidades prácticas de su hogar, y en vez de tratar de poner orden en los
negocios de la casa, se refugiaba despechada en el silencio de la sala.
No tenía ojos para los suyos, los cuales,
viendo que no se les vigilaba, tomaban la calle; adonde salían a engrosar otras
pandillas y a hacer travesuras.
La ansia loca que la devoraba por
competir en lujo con sus vecinas hacía que abandonase el cuidado de sus hijos,
que andaban sucios y con los vestidos rotos.
Cuánto odio sentía nacer a ratos en su
pecho al encontrarse encerrada en su casa. Ella que deseaba aventuras y vastos
horizontes. Se sentía eternamente humillada y su despecho degeneraba en rabia
al comparar su vida monótona con la existencia tumultuosa de esas mujeres
predilectas de la belleza y la fortuna que todos conocían y que en su tránsito
por la calle iban dejando el perfume de sus ropas y despertando la admiración
de los hombres.
Para ellas se habían hecho las lisonjas,
los encajes, las sedas, el terciopelo, los carruajes y hasta las crónicas de
los diarios que perpetuaban los triunfos conseguidos en la exposición de los
paseos públicos, en los teatros y los bailes.
Al pensar en todo esto le latía con
fuerza el corazón y se le enardecía el rostro, coloreándose sus mejillas con el
más vivo matiz de la amapola.
Luego entraba Dagiore. El carácter
maleado de Dorotea, no tardaba en hacerlo salir de quicio al infeliz.
Y siempre lo mismo, siempre creyéndose
desgraciada y víctima de un destino implacable.
¡Ah! ¡Si ella hubiera sabido que muchas
infelices vecinas la envidiaban, cansadas de su lucha de trabajo diario, al
verla en medio de las comodidades y sin que turbara su sueño ese doloroso
fantasma de los pobres, que en la hambre no saciada de hoy recuerda el pan que
mitigará la necesidad del siguiente día!
Así fue que cuando ella se dio cuenta
perfecta de la actitud asumida por Dagiore y de la oportuna presencia del
Mayor, que la libró de un peligro cuyo grave desenlace era difícil prever,
creyó que era llegada su hora y que al fin el destino se apiadaba de sus
desgracias.
Se imaginaba que entraba a accionar
recién en la verdadera ruta de la existencia, porque no podía resolverse a
llamar vida a los años trascurridos, confinada en un medio siempre monótono o
igual, sin emociones agradables ni delirantes alegrías como deseaba en su
implacable sed de mundanas satisfacciones.
El Mayor, como hemos dicho, encontró el
terreno perfectamente preparado.
Ella había leído en las novelas, que
después de mucha trama y sufrimientos, se alcanzaba al fin la felicidad.
Estaba segura de esto y lo creía como un
artículo de fe.
Se mareaba por completo, se confundía y
creía con cándida sinceridad que ella misma era una de las heroínas de las
novelas que había leído.
El Mayor, empezando por arriesgar su vida
para salvarla, había concluido por enamorarse perdidamente de ella. De esta
base partía su fantasía, seguía con la fuga, hasta perderse luego en idilios,
desafíos y nuevas huidas en carruaje o en brioso corcel, a la grupa de su
amante, salvando precipicios a la luz momentánea del relámpago.
Arrullada por estos fantásticos ensueños,
se había quedado como en éxtasis, sentada en una butaca de la sala, cuando un
golpe dado en el llamador de la puerta de calle la hizo saltar sobresaltada.
Estaba nerviosa y asustada. Se encontraba
tan mal que no veía el momento de la partida. Parecía un criminal que espera en
su sobresalto de cada instante que aparezca un gendarme a prenderlo.
No creía que fuera cosa que le importara
mucho el golpe que había oído, pero no se atrevió a abrir la puerta de la sala,
y como recatándose, corrió hacia las piezas interiores.
En ese momento Clara venía con una carta.
-Para usted, señora -dijo.
-¿Quién la ha traído? -preguntó Dorotea
tomándola.
-Un muchacho.
-¿Está ahí?
-No, señora, se fue.
Dorotea abrió la carta y vio que era del
Mayor.
Un ligero temblor recorrió su cuerpo,
volvió a mirar el papel y no comprendió nada; se le turbaba la vista y el
juicio.
Fue entonces a la sala y se encerró.
El experimentado Mayor, viendo que no
podía hacerla su amante sin llevarla consigo, lo que de ninguna manera estaba
dispuesto a hacer, se había decidido a jugar el todo por el todo.
Le pintaba su amor con colores de brocha
gorda, insistiendo hasta el cansancio que estaba dispuesto a vivir con ella,
pero que había tenido la desgracia al volver a su casa de encontrar una nota
del Ministerio en que se le llamaba a recibir órdenes al día siguiente, y que
por una conversación que había tenido con un compañero de armas presumía que lo
iban a mandar en comisión a Martín García.
Terminaba diciendo, que si partía no
podría precisar el momento del regreso y que su amor era tan grande que hasta
estaba decidido a mandar su baja, y que para hablar de todo esto, la esperaba a
las ocho de la noche en la esquina de Rivadavia y Cerrito, que él no iba por
temor de encontrarla con visitas.
La carta estaba escrita con viveza y preveía
todos los casos. Tampoco había olvidado de alentarla inspirándola ánimo y
diciendo que no existía sacrificio que no debiera hacerse por el amor.
Lo único censurable que tenía la misiva
eran unos nutridos errores de ortografía, pero Dorotea, que era poco fuerte en
la materia, no estaba en condiciones de notarlos.
Todo lo que la carta decía lo creyó desde
el principio al fin.
Ella hubiera querido que la entrevista
tuviese lugar en su propia casa, pero ignoraba el domicilio del Mayor para
avisarle, y este había sido tan listo, que lo primero que recomendó al
mensajero fue que dejase la carta y se retirara en el acto.
Dorotea no desconfiaba del Mayor, pero la
sobrecogían a ratos extraños recelos.
Aunque era aún muy temprano empezó a
arreglarse.
Quería aturdirse y no pensar sino en
estar hermosa.
Sin embargo, estaba muy preocupada y el
desasosiego de su persona que iba de un lado a otro sin objeto determinado,
demostraba bien claramente su intranquilidad.
Una infinidad de noches había salido sola
sin dejar dicho una palabra y ahora torturaba su cerebro buscando sin necesidad
un pretexto.
De pronto pensaba que podía decir que iba
a la de alguna amiga, pero luego se le ocurría que esta por una desgraciada coincidencia
podría esa noche visitarla.
En su atolondramiento había dicho a Clara
impensadamente y sin que se lo preguntara, que iba a ir a lo del dueño de la
casa para pedirle hiciera en ella algunas composturas y la blanqueara.
Media hora después, atenaceada por la
misma idea y olvidándose de la casa, del dueño y del blanqueo, dijo que iba a
ir a una novena que se estaba rezando en San Miguel.
-Lléveme, señora, ¿quiere? -le pidió
Clara.
-No -replicó Dorotea asustada-, tengo
después que ir a algunas tiendas, y además tú te quedarás para cuidar a los
niños.
Muy compuesta y perfumada salió de su
casa poco antes de las ocho.
Caminaba ligero y miraba con recelo a los
transeúntes; y cosa extraña, a todos creía encontrarles parecido con Dagiore.
Si este por una casualidad hubiera pasado por su lado la habría petrificado...
Una voz de hombre que oía la hacía retroceder intimidada. Sentía la garganta
seca y las piernas se le doblaban temblorosas. Creía a ratos, que no le sería posible
llegar. Para desconcertar a imaginarios perseguidores, porque en su obsesión
suponía que todos sabían que el Mayor la esperaba en la esquina de Rivadavia,
dobló por Cangallo hacia el centro y siguió por Artes hasta Piedad: al entrar
en esta calle ya no sabía qué hacer, estaba frenética, loca; de pronto se le
ocurrió volverse, después cayó en una gran atonía por la propia fuerza de su
desesperación, y siguió su camino rezando un padrenuestro; al entrar en
Cerrito, caminó aún más ligero, como esos enfermos que toman precipitadamente
una droga amarga, parecía que ella también quería pasar de una vez el mal
trago. Siguió, recatándose en la sombra y arrimándose de tal modo a la pared
que parecía que deseaba incrustarse en ella; ya varias veces se había pegado en
el hombro chocando en molduras salientes.
No bien entró en esta calle, el ojo de
lince del Mayor la descubrió.
Tenía de qué vanagloriarse.
Su treta había dado resultados que no
esperaba.
Corrió a su encuentro y la tomó del brazo.
Dorotea se sentía tan débil por la
emoción, que estaba a punto de desvanecerse.
Entre tanto el Mayor murmuraba a su oído
ternuras de amante agradecido. Dorotea no le escuchaba.
-Vamos, mi vida; aquí nos ven todos.
-¿Adónde? -dijo ella como resistiéndose.
-Aquí no más: ¿acaso no tienes confianza
en mí?
Iba a contestar, pero la sobrecogió el
pito de un vigilante que tocaba a diez varas de ellos la alerta periódica que
les prescribe el reglamento policial.
Se le ocurrió que pedía auxilio para
prenderlos, y sin decir una palabra, siguió al Mayor.
Este, que le daba el brazo, notó que el
de Dorotea temblaba.
-Tranquilízate, mi alma -la dijo-: ¿qué
puedes temer a mi lado?
Y abrasándola con su aliento, empezó a
distraerla con un diluvio de palabras.
Así anduvieron hasta la boca-calle de la
Plaza de Lorea, por donde doblaron, internándose en la vetusta recova que mira
al Oeste
Hasta hace poco, existía allí un negocio
de regular aspecto, que tenía encima de la puerta principal un letrero que
decía en grandes letras pintadas: CAFÉ Y POSADA.
Al lado de la gran puerta que daba acceso
al Café existía otra más pequeña que internaba a un pasadizo o zaguán
continuado; luego se entraba a un pequeño patio, muy húmedo, donde caían las
puertas de varias habitaciones.
El Mayor empujó la primera de esas
puertas e hizo entrar a Dorotea.
Era una de tantas casas en que se
alquilan estercoleros para que se revuelque la podredumbre que fatalmente
guardan en su seno las grandes ciudades.
El vicio hipócrita, contenido en la calle
por temor a la represión de la ley y a la opinión pública, acude allí a
satisfacer sus innobles apetitos.
Los libertinos conocen estas pocilgas
inmundas y saben el precio que se cobra en cada una de ellas.
Penetran con desenfado, pero prontamente,
y luego llaman golpeando las manos. Entonces acude un hombre o una mujer, con
más generalidad una de estas, tratan el cuarto, lo pagan adelantado, y ya
después a la salida, nadie los incomoda ni ve.
El alquiler varía según el arreglo del
cuarto. El primero comúnmente cuesta de treinta a cincuenta pesos, y los
siguientes en escala descendente hasta diez pesos: los de esta última tasa
apenas si tienen un catre de tijera, una mohosa palangana de lata encima de una
deslustrada silla de palo; y sin embargo, son los que más ganancia dan: siempre
se ven disputados por una clientela asidua de tahures de baja estofa, vagos de
toda especie, cocheros y changadores que han conquistado alguna parda beata o
porteros que van a refocilarse con la cocinera de alguna casa vecina. Es un
vaivén continuo en que se repite siempre la misma escena con sólo el cambio de
actores.
El Mayor, que era conocido en la casa,
había estado una hora antes a tomar el primer cuarto para que no le molestaran
al entrar, y más que todo, para que Dorotea no se apercibiese del sitio en que
la hacía penetrar.
Una vez dentro de la habitación, el
militar cerró la puerta.
La luz de una lámpara, encendida de
antemano, iluminaba la escena con reflejos opacos.
Dorotea estaba consternada.
Paseó su vista absorta por el cuarto.
Vio la cama, una cama grande de fierro, y
un estremecimiento de terror agitó todo su cuerpo.
Siguió, después, recorriendo con mirada
vaga los demás objetos que allí había.
Tenía el lecho un cortinado de muselina
floreada; al lado, la mesa de noche; en otro ángulo un lavatorio chico con sus
respectivos utensilios; enfrente de este, una cómoda, con sus cajones vacíos; y
en medio de la habitación, la mesa, en que estaba colocada la lámpara, de forma
redonda y cubierta con una carpeta color café.
Un viejo confidente y cuatro sillas
completaban el mueblaje de la habitación.
La pieza estaba recuadrada con pintura de
cola y tenía cielo-raso de arpillera; el piso era de baldosa: se sentía allí
frío y se aspiraba un olor malsano de humedad.
Una pequeña alfombrita estaba extendida
entre los pies exteriores de la cama.
Concurrían a hacer más ridículo este
conato de engañoso buen tono, con que se había pretendido alhajar la pieza,
unos cuantos grabados, en marco negro, que pendían de las paredes: uno
representaba a Garibaldi -esa pobre víctima del amor de sus connacionales, cuya
memoria ofenden colocando su retrato en parajes inadecuados-, y los otros,
diversos buques de la armada real italiana.
En otros cuartos, los mamarrachos
guardaban más armonía con el objeto a que eran destinadas las habitaciones:
cuadros de mujeres desnudas y de escenas crudas o simplemente ridículas, en
general escogidas de la profusa edición francesa popularmente conocida bajo el
título de Galerie pour rire.
El Mayor, en su efusión sensual, la tomó
del talle, pero Dorotea se desprendió de sus brazos con inusitada energía.
-¡Ah! no, no: ¿dónde me ha traído?
-exclamó toda consternada y olvidando que ese mismo día se había tuteado con el
Mayor-: no puedo consentir esto, ábrame Vd. esa puerta o grito: ¡quiero irme!
El Mayor, aturdido con tal salida, no
atinaba a darse cuenta de esta resistencia que no esperaba.
Quedó un momento indeciso, pero enseguida
se repuso.
-Mi vida, dijo, estás en casa de un amigo
mío que me ha facilitado esta pieza; si no es de tu agrado perdóname; me han
sucedido hoy tantas cosas que me ha faltado el tiempo para buscar otra parte
mejor; sin embargo, aquí estamos seguros y nadie sabrá que has estado conmigo,
¡te lo juro!
-¡Ah! pero yo quiero irme; no abuse Vd.
de mi confianza, no sé cómo me encuentro aquí, yo no esperaba esto: quiero
irme, -volvió a repetir, e hizo ademán de retirarse caminando hacia la puerta.
El Mayor la adelantó y se puso de
espaldas contra la misma.
Así se encontraron uno enfrente de otro,
trémulos y perplejos.
-Mi alma -continuó el Mayor tomándola del
talle y comunicando a su voz una inflexión de sollozante ternura-; no eres
razonable.
Hizo una corta pausa. Torturaba su
cerebro para buscar un medio que hiciese ceder a Dorotea. Pensó en sacar su
revólver y hacer la farsa de prometer que se mataría si ella persistía en
retirarse.
Si pone en práctica esta idea es casi
seguro que le hubiera dado los resultados que deseaba, pero la desechó
pareciéndole demasiado exagerada.
Entonces dijo, cambiando de tono:
-Está bien: no pienso abusar de Vd.,
antes de todo soy un caballero y la amo a Vd. demasiado; si Vd. quiero irse,
puede hacerlo; pero me queda el derecho de pensar que Vd. me ha engañado y que
jamás me ha amado: mañana me iré muy lejos y Vd. no me verá más en la vida.
Hizo su papel de víctima tan bien que
Dorotea se enterneció un poco.
Su temor también desapareció un tanto al
oír al Mayor que tenía que partir al siguiente día: al menos así lo entendió
ella.
En ese momento no pensaba en la fuga:
todo su afán era salir del atolladero en que tan imprudentemente se había
metido: estas escenas las había soñado Dorotea de muy distinto modo: vagando
siempre su espíritu en regiones ideales creía que alguna vez palparía las
visiones de un encanto y dulzura celestes que había tantas veces entrevisto, a
través del prisma falso de la imaginación.
Y se encontraba en aquel cuarto horrible
y frío: hubiera querido morir.
¿Dónde estaba esa atmósfera tibia y
cargada de perfumes enervantes, en que desfallecen los enamorados uno en brazos
del otro?
Una lámpara que con sus reflejos débiles
daba un aspecto lúgubre a la habitación, por toda luz.
No había allí un rayo melancólico de luna
que penetrara al través de una tupida madreselva y fuera a platear unos rostros
pálidos de amor.
No se oían murmullos de arroyuelos ni
bullicioso canto de avecillas.
Y él, estaba segura, no la amaba: sabía
bien a qué iba y qué quería de ella.
En un mundo de pensamientos que le
ocurrían en un segundo, pensaba cosas que la hacían mal.
¿El amor al manifestarse en el hombre era
siempre brutal?
¿Entonces todos eran como Dagiore?
No pudo contenerse un momento más y
rompió a llorar desconsoladamente.
-Mi cielo, cállate, no llores, mira que
me partes el alma: ¿qué tienes? -la decía el militar fingiendo la mayor
angustia.
Sin embargo, conservaba en esos momentos
toda su sangre fría.
Estaba radiante y no quería demostrarlo.
Pensaba, a impulso de su experiencia propia en casos análogos, que una mujer
que sólo se defiende con sus lágrimas, está irremisiblemente perdida.
La condujo hacia el sofá y allí le
prodigó infinidad de consuelos y caricias, y le hizo protestas y juramentos de
amor eterno.
-¿Me amas? -le decía.
Apremiada ella, fue cediendo en su llanto
y al fin contestó débilmente:
-Sí.
Desde este momento fue creciendo la
audacia del Mayor.
En medio de un diálogo poco sostenido y
que se hacía algo embarazoso, volviendo ella a sus sueños y como queriendo
rectificar el desencanto que había sufrido, dijo con lánguida voz:
-¿No traes espada?
El Mayor interpretó mal esta pregunta:
creyó que tenía miedo y para tranquilizarla sacó el revólver de su cintura y
replicó:
-No, pero en cambio traigo este -y mostraba el arma.
Dorotea quedó intimidada: tenía ahora
miedo del Mayor.
Era el mismo revólver con que había
ensangrentado a Dagiore.
El militar se inclinó un poco y alargando
la mano lo depositó sobre la mesa en que estaba la lámpara.
Dorotea, postrada por tantas emociones,
quedó desde que vio el arma completamente dominada por el Mayor.
Este empezó a desabrocharle la bata, y
Dorotea resistía tan débilmente, como un gato herido, que al ultimarlo sus
perseguidores, todavía pretende defenderse alzando sus manecitas lacias y casi
inertes.
Volvió a sollozar.
Entonces la audacia sin límites del Mayor
dio su golpe definitivo.
Con un movimiento rápido la cargó
trasportándola del confidente a la cama.
Ella cesó poco a poco de llorar, y sus
mejillas, que ardían, consumieron las lágrimas que no había enjugado con el
pañuelo.
Se sentía abochornada para contestar las
palabras del militar, pero con todo, conversaron bastante.
Él prometió pedir su baja si al día
siguiente lo ordenaban que partiese a alguna parte, pero ella no se entusiasmó:
hubiera preferido que se fuese muy lejos, para no volver jamás.
Media hora después, estaba Dorotea
delante del lavatorio componiéndose el pelo ante el espejo.
Se le hacía tarde y quería marchar
enseguida.
Cuando estuvo pronta, el Mayor apagó la
luz de la lámpara y abrió la puerta. Así en la oscuridad se dieron un
prolongado beso y salieron. Un murmullo de voces que se oía en el pasadizo los
hizo retroceder instintivamente.
Era la patrona, gorda y desvergonzada
italiana, que impedía la entrada a un compradito, porque tanto él como su
compañera venían algo malos de la cabeza. La práctica de la casa en estos casos
era no permitir que entraran, a objeto de evitar escándalos y enredos con la
policía: la patrona era inexorable para hacer cumplir esta consigna, porque
sabía por experiencia propia que el Comisario de la sección no discutía mucho
al imponer multas de quinientos pesos.
-Retírese, le digo -exclamaba-: no hay
cuartos desocupados...
-Por las chinches; pero oiga, madama, yo
no les tengo miedo: alquíleme, ¿quiere? sea buena, madama.
-Le digo que se retire.
-Eso será lo que tase un sastre -contestó
el chulo en su pesada terquedad de beodo, y recostándose en la pared del
zaguán, continuó-: a ver, patrona, si me deja entrar: la doy cien pesos por el
cuarto.
-Guárdese su plata de porquería y mándese
mudar, porque lo voy a hacer llevar con el vigilante.
-Vamos -le decía entre tanto su
compañera-; no le hagas caso a esa gringa sarnosa, que cuando uno paga no debe
pedir nada por favor.
-Cállate tú, que no sabes lo que dices:
yo te mando ¿oyes? No hay por qué insultar a la patrona, yo la defiendo porque
ella es muy buena: le doy doscientos pesos, vaya, ¿está contenta?
Cansada la italiana de esta escena
resolvió llamar a su marido.
-¡Bautista, Bautista! -gritó.
Al beodo parece que le agradó el nombre y
empezó también a decir:
-Bautista, Bautista, hermano Bautista,
venga pronto: el nombre no más me ha asustado: debe ser escopeta ese Bautista.
Aquello degeneraba en sainete.
A la patrona no lo agradó la broma y
tentaciones tuvo de acercársele y arrojarlo a empellones como ya lo había hecho
con muchos otros anteriormente, pero recelaba de los compadritos, a quienes
tenía un miedo cerval.
Decidió ir personalmente a llamar a su
marido.
Tenía para esto que pasar al Café.
Siempre que sucedían cosas por el estilo, Bautista en vez de acudir, iba por la
puerta pública del negocio a buscar al vigilante.
El Mayor estaba irritado con esta escena
que lo colocaba en una posición falsa, porque Dorotea se había enterado de la
disputa y ya no podía creer que estuviera en la pieza de un amigo suyo. También
este temía que se produjese un escándalo y se reuniese gente. En este caso
tendrían que estar encerrados una hora más por lo menos.
En cuanto a Dorotea, no hablaba de
indignación y vergüenza.
Más de una vez el Mayor quiso salir y obligar al compadrito a
que se retirara, pero Dorotea lo contuvo: tenía miedo de quedar sola o que el
Mayor fuese a comprometerse quedando ella en una situación crítica, que tal vez
llegase al punto de ser descubierta en aquel paraje.
El Mayor pesaba también todas estas
circunstancias, pero sabiendo que los borrachos cuando tienen un capricho son
cargosos a lo sumo, estaba demasiado decidido a darle un susto, y salió con
este objeto del cuarto, no bien sintió extinguido el rumor de los pasos de la
patrona.
El militar ardía de coraje. A no ser la
presencia del compadre, Dorotea no habría conocido el sitio adonde la había
llevado.
Con el revólver en la mano se acercó al
compadre y le intimó que en el acto se retirara.
Este se intimidó un poco, pero contestó
sin embargo:
-Yo no hago mal a nadie, ahora si me
quieren aporrear porque soy pobre, es otro cantar.
En diferente ocasión el Mayor le hubiera
dado una paliza, pero las circunstancias especiales en que se encontraba lo
obligaban a ser prudente.
-Mira -le dijo con toda energía, pero muy
despacio-: si no te vas en este mismo instante te hago llevar a la Policía, y
tomándolo del brazo lo empujó hacia la calle.
En la puerta lo recibió su compañera y él
se dejó conducir buenamente.
En medio de su perturbación mental no
dejó de asustarse, pero cuando estuvo en la vereda de enfrente, volvió a cobrar
brios y demostraba deseos de volver. Su querida lo siguió arrastrando del brazo,
pensando que de otra manera habían de concluir por hacerle una visita al
Comisario.
Cuando el Mayor vio que subían la vereda
opuesta, corrió al cuarto donde estaba Dorotea y buscándola en la oscuridad, la
llamó diciéndole:
-Vamos, mi vida, salgamos pronto.
Sin decir una palabra Dorotea, tomó el
brazo del Mayor, y como dos sombras, cruzaron rápidamente una parte del patio y
todo el pasadizo. Antes de llegar a la puerta de escape se detuvieron un
instante.
El Mayor se asomó. La calle estaba
solitaria y por la vereda de la Posada no caminaba ningún transeúnte. Salieron
entonces, no sin ocultarse Dorotea el rostro todo lo que pudo.
Al dar vuelta la cuadra reconocieron en
la voz al compadre y su compañera.
Iban muy despacio por la acera opuesta y
el beodo gritaba a la sazón:
-Doscientos pesos... yo se los ofrecí,
porque hasta ahí no más llegan las bromas: gringa de porra; doscientos pesos;
ja, ja, ja, los ha de oler si se mama y bala como carnero.
Dorotea y el Mayor aceleraron el paso.
En la próxima bocacalle Dorotea le pidió
que la dejara.
El Mayor quería acompañarla hasta cerca
de su casa.
Tenía urdidas una infinidad de mentiras y
ansiaba por decírselas.
Quería, en una palabra, que no se fuese
resentida con él.
Pero todo fue en vano: ella exigió que la
dejara, y media cuadra más adelante se despidieron.
-¿Me amas siempre? -dijo él.
-Sí -contestó, Dorotea brevemente.
-¿Nos veremos mañana?
-No.
-¿Y cuándo, entonces?
-Yo te lo diré: te ruego no vayas a
cometer ninguna imprudencia: adiós, y uniendo la acción a la palabra, atravesó
la calle, separándose del militar.
Varias veces en el tránsito tuvo que
pasar a la vereda opuesta, acosada por libertinos que al verla sola la
reputaban fácil presa para saciar sus instintos lujuriosos. Era la primera vez
que se encontraba sin compañía por las calles a tan altas horas de la noche. En
otras ocasiones y siendo de día había oído lisonjas a su belleza que halagaban
su amor propio, pero ¡qué diferencia de esos galanteos cultos a las
proposiciones groseras que ahora le hacían! Tenía tentaciones de correr hasta
llegar a su casa.
A muchos los había desconcertado
llamándolos atrevidos o insolentes con voz entera; pero uno, sobre todo, no se
daba por vencido y la seguía obstinadamente poniéndosele al lado de rato en
rato.
La calle estaba solitaria y Dorotea no
encontraba siquiera un vigilante que la alentase.
Por fin llegó. Su perseguidor al verla entrar
apresuró el paso, pero cuando llegó a la puerta ya estaba con los pasadores
corridos.
Entró y un súbito terror la hizo temblar.
Todas las piezas estaban cerradas.
¿Qué podía significar aquello sino que
Dagiore había venido?
Esto fue precisamente lo que se le
ocurrió a Dorotea.
En su perplejidad oyó la voz de Clara,
que decía con voz un tanto insegura:
-¿Es Vd., señora?
-Sí: ¿qué hay? -replicó intranquila y
dispuesta a correr hacia el zaguán.
-Voy a abrirle, venga: por aquí, señora,
teníamos miedo.
Clara salió a su encuentro y Dorotea,
reprimiendo la emoción que había pasado, y ya más tranquila, contestó:
-¿Y de qué tenías miedo, tonta?
-¡Ah! es que los niños se me durmieron, y
yo sola...
-¿Quién te iba a comer?
-Nadie, pero cerré las puertas para estar
más segura.
Dorotea entró.
Le causó estupor encontrar todo en el
mismo orden que lo había dejado.
Es lo que sucede cuando se opera una
revolución en el modo de ser moral de una persona. Se cree entonces que las
cosas van a asociar su suerte con uno y hacer causa común imprimiendo carácter
general al trastorno localizado en nuestros nervios sensitivos; pero ellas
siguen su curso que sería indiferente e irónico si no fuese fatal, aislando
siempre al dolor en sus crisis supremas.
Victoria y María dormían apaciblemente en
una misma camita.
José, de genio más voluntarioso, no había
querido obedecer a la niñera: se propuso esperar despierto a su mamá, pero el
sueño lo venció y se quedó dormido en el suelo, casi debajo de la mesa.
La madre, sin contestar a las preguntas
indiscretas de Clara, la ordenó que se acostara, y levantando a José se puso a
desnudarlo.
Este se despertó a medias y empezó a llorar.
La madre, ansiosa de cosas nobles, lo
besó repetidas veces en su boquita sucia y lo acostó en su misma cama.
Entonces empezó ella misma a desnudarse.
Al sacarse la pollera de seda, la escena
de la Posada, que había olvidado por un instante, se presentó de súbito a su
mente. La miró con terror. Estaba muy ajada. Cada arruga que notaba era para
ella un testigo que la recordaba lo que en vano quería relegar al olvido. La
colocó en una silla, suspirando, y pasó a sacarse las enaguas: al agitarlas
para que cayeran, notó que no hacían el mismo ruido que por la tarde cuando se
las puso: al tenerlas después en la mano vio que el ruedo estaba enlodado: con
verdadera rabia las arrojó a un rincón.
Después le pareció que tenía olor a cigarro:
así en camisa corrió al lavatorio, pero antes de lavarse se miró al espejo.
Estaba aún encendida.
Varios años antes los mozos de la Fonda,
cuando la veían volver así, la calumniaban con juicios deshonrosos, y ahora que
regresaba a su casa culpable y quemándole las sienes las caricias del
adulterio, ni un rumor oía ni despertaba la sospecha más leve.
Aún podía deshacerse de la pollera y de
esa enagua que la acusaba con su ruedo sucio... tal vez consiguiera mantener en
el secreto sus culpables amores y no dejar rastro ostensible de su delito; ya
había empezado a lavarse creyendo que los besos del Mayor le habían dejado olor
a tabaco en las mejillas, pero vano afán: su corazón la traicionaba y en su
golpe isócrono y precipitado, creía oír la tremenda palabra...
Un leve movimiento de la cortina del
lecho, el natural crujido del colchón al doblegarse por el peso del cuerpo, o
el rumor incierto de pasos en la calle, modulaban en su oído el epíteto
deshonroso que esperaba por momentos ver salir vibrante de una garganta
formidable.
Un vestido que se plegaba confusamente en
un rincón, un mueble distendiéndose al proyectarse en las sombras, algunos
papeles colocados encima del ropero, cobraban en su ánimo medroso las formas
del fondero.
Era Dagiore; lo veía; se deslizaba por el
suelo como una serpiente, sin hacer ruido y llevando entre los dientes un puñal
que en su límpido brillo reverberaba de una manera siniestra los reflejos
opacos de la lámpara.
Se había quedado ensimismada, y al soñar
despierta esta escena desagradable, dio un salto brusco creyendo que la herían
por la espalda.
Registró todo el cuarto, debajo de la
cama, adentro del ropero, y no satisfecha aún, puso una silla para ver si
encima estaban sólo los papeles.
Esa noche no durmió media hora seguida.
Tenía sueños enloquecedores. De pronto
soñaba que Dagiore la había sorprendido en la Posada, y otras veces, que estaba
en la cárcel y en un mismo cuarto con el compadre, la compañera de este y el Mayor.
Luego despertaba en un sobresalto
espantoso y con tal confusión en las ideas que le era difícil darse cuenta de
lo que realmente le había acontecido.
Estaba tan excitada que el menor
movimiento que hacía José en la cama le producía un estremecimiento en todo el
cuerpo.
Así llegó la mañana.
Se levantó como una convaleciente,
alelada y con una gran debilidad en la cabeza. Una sensación de estupor la
embargaba y miraba con extrañeza los objetos que le eran familiares.
Había vivido esa noche diez años por lo
menos y cosechado un lote inmenso de experiencia.
Sentía vergüenza del paso que había dado
y aún culpaba a la suerte de su desventura: pensaba que ella no había sido
dueña de sus actos, que todo había pasado contra su voluntad, y que había sido
forzada traidoramente preparándosele una emboscada infame.
Pero sus mitos, el desorden de su
imaginación, sus aspiraciones novelescas, todo esto, cayó con estrépito, desde
el pedestal de humo que había creado su loca fantasía.
Había visto hasta entonces la comedia de
la vida como cándida espectadora guardando todas las leyes de la perspectiva, y
ahora veía rodar las tablas de la escena y se cercioraba de que los risueños
paisajes eran horribles suciedades de pincel y que los dorados de efecto que
encantan la vista, no son por dentro, mas que tosca y grasienta arpillera.
Creía que sabía ya a qué atenerse en los
sueños de la vida, porque su desencanto había sido cruel.
Tenia amante, y no lo amaba.
Pensó en sus hijos, en el buen ejemplo
que debía inspirarles con su conducta y decidió ser juiciosa y romper
completamente las relaciones iniciadas con el Mayor.
Embebida en estas ideas y ya bastante
calmada, pasó la mañana.
A eso de las diez y estando en el comedor
oyó ruido de voces en el zaguán.
Se asomó para ver quién entraba, y en el
acto retrocedió, pintándose en su rostro el más grande espanto.
Había visto juntos a Dagiore y a su
amante.
Su marido fue a buscarla, diciéndole al
Mayor que esperara un momento que iba a abrir la sala.
Dorotea no sabía lo que le pasaba ni se
daba cuenta de cómo podrían estar los dos juntos.
En su dolorosa obsesión, resolvió esperar
que se cambiasen las primeras palabras para saber lo que ocurría.
Como ella esperara, Dagiore la dijo:
-¿Estás enojada conmigo todavía?
-Yo no -contestó Dorotea, muy turbada.
-¡Eh! bueno: se acabó todo: yo me he
hecho muy amigo del señor Mayor: ven a saludarlo.
Y al decir esto, Dagiore reía tontamente.
Dorotea lo miró consternada: el infeliz
estaba casi borracho.
Veamos, entre tanto, lo que había
sucedido.
La noche anterior, al separarse el Mayor
de Dorotea, comprendió que había dado un paso en falso llevándola a la Posada y
que esta falta no le sería fácilmente perdonada. Resuelto como estaba a no
sacarla para vivir unidos, creyó que su causa estaba perdida si no procuraba
algún medio para verla con frecuencia y hacer presión en su ánimo con el
antecedente que mediaba ya entre ellos.
Estaba seguro que Dorotea no aceptaría
bajo ningún principio una nueva cita a la Posada y como seguiría recelando de
él le sería sumamente difícil volver a engañarla.
Fue entonces que se le ocurrió la idea
cínica y audaz de valerse de Dagiore para continuar gozando de su conquista.
No bien concibió el proyecto, quiso
ponerlo en práctica.
Muy de mañana se presentó en la Fonda.
Había pocos parroquianos, que a la sazón
tomaban café solo o bien con leche. Dagiore limpiaba algunos vasos: los
sumergía en el agua de una tinita y luego los colocaba boca abajo en un aparato
de latón pintado que tenía un falso fondo de rejilla para que enjugaran las
copas y los vasos, el cual estaba en uno de los extremos del mostrador.
Reconoció a su heridor inmediatamente y
le puso cara hosca; pero este con su carácter insinuante se le acercó y empezó
a pedirle las mayores disculpas por lo que había sucedido.
Puso en juego una táctica admirable.
Le dio al fondero toda la razón, diciendo
que si hubiese sabido que era su mujer legítima jamás habría intervenido.
-Las mujeres -agregó dándola de chusco-,
necesitan de cuando en cuando que se les asiento la mano.
Esto encantó a Dagiore. Al fin encontraba
uno que aprobaba su conducta.
Siguieron charlando y el fondero le
preguntó qué tomaría. El militar optó por el coñac Hennesy, del cual sólo había
una botella.
Dagiore bebió con él y entonces le
propuso hacer una visita a Dorotea. Estaba seguro de su triunfo. Desde que lo
vio tan afecto a la bebida pensó que conseguiría de él todo lo que quisiera.
El Mayor no podía estar más contento.
Había creído que la realización de su proyecto le costaría algunos días,
grandes esfuerzos de dialéctica, y lo que más le disgustaba, tener que codearse
con los parroquianos de la Fonda, y sin embargo, había quedado concluido en
menos de dos horas.
Desde este día siguió frecuentando la
Fonda, y la casa de Dorotea como si fuese la suya propia.
Poco a poco fue cobrando un gran
ascendiente sobre Dagiore.
Podría decirse que lo tenía dominado.
Dorotea aceptó la situación; la noche
fatal de la Posada la ataba por completo a la voluntad del Mayor.
Entonces ella también se valió para
satisfacer sus deseos de la influencia que ejercía su amante en el espíritu
caduco de su marido.
Quiso un piano para que aprendieran sus
hijas, y Dagiore por primera vez en su vida entregó sin protestar, diez mil
pesos con ese objeto.
También es cierto que le habló de los
deberes que tenía de dar una buena educación a sus hijos, y que en caso de
alguna necesidad imprevista el mueble siempre se podría vender casi por el
mismo precio que había costado.
El Mayor visitaba a Dagiore con mucha
frecuencia. Bebía allí de balde y muchas veces se quedó a comer en el cuarto
que ocupaba antes Dorotea y en que nació José.
Sin embargo, cada vez que entraba allí se
encontraba mal, aquella atmósfera nauseabunda le chocaba. Tuvo entonces una
idea. Él frecuentaba con varios amigos un Café donde iban a jugar al billar.
¿Por qué, pues, Dagiore no vendía la Fonda y ponía un negocio de esa índole? Se
llamó bruto por no haberlo pensado mucho más antes. Le habló al respecto a
Dagiore y éste se resistió, pero muy débilmente. Habló de su hotel, idea que
nunca abandonaba. El Mayor le dijo, que un Café daba más que una Fonda y que si
se decidía, esto no importaba que abandonase el proyecto de fundar una gran
casa de huéspedes.
Dagiore no quería salir de su Fonda, pero
el Mayor se iba de nuevo a la carga todos los días, repetía los mismos
argumentos y le prometía traerle todos sus amigos. Habíale cobrado verdadero
odio a la Fonda; de buena gana la habría derribado ladrillo por ladrillo.
Al fin venció las resistencias de
Dagiore.
Pero aún tuvo que esperar algunos meses
para ver su idea realizada, porque el fondero no convenía con el precio que le
ofrecían.
El negocio daba bastante, es verdad, pero
no tenía existencias: el verdadero capital allí era la práctica de su dueño: la
misma clientela desaparecería al día siguiente si no era servida del mismo
modo.
Llegó el día del arreglo y a la vuelta,
en paraje mucho más ventajoso, alquiló Dagiore un local, donde estableció un
Café y billar de aspecto muy decente.
- VIII -
José, con sus amigos, frecuentaba por la
noche el Café Tortoni, que estaba entonces en una de las esquinas de Esmeralda
y Rivadavia.
No habían escogido deliberadamente este
Café para sus reuniones. Entraron a él una noche por casualidad, y ya después
siguieron dándose cita allí.
La gran parte del público que concurría a
este centro era extranjero, notándose mayoría de franceses.
Esta nacionalidad, que se distingue por
sus rasgos expansivos, llenaba las amplias salas del Café con su charla ruidosa
y su franca hilaridad.
Se oía un clamor incesante, formado por
los cuchicheos de los parroquianos, el rodar de las fichas del dominó sobre el
mármol de las mesas, el juego del chaquete; ruidos confusos del cliente que
pide algún servicio y el mozo que grita para satisfacerlo, formando al
combinarse, ese murmullo especial de los Cafés que va en ráfagas recorriendo
los ámbitos de la sala para volver más lánguido luego renovado por el eco, y
perderse finalmente en la bulliciosa algazara que surge de nuevo por todas
partes.
Era uno de los primeros días de Junio, y
sin embargo, la atmósfera era allí pesada y tibia por la aglomeración de
hombres y el humo que despedían los cigarros.
El grupo que formaban nuestros jóvenes,
sentados en torno de una mesa, era de los más bullangueros.
Sonoras carcajadas con que a menudo
matizaban su conversación, atraía hacia ellos las miradas de los parroquianos
que ocupaban las mesas vecinas.
Todo denotaba en ellos contento y
alegría. Los pesares de la vida no habían aún impreso su sello de dolor sobre
aquellas frentes tersas ni apagado la brillante claridad de sus ojos curiosos y
atrevidos. Pisaban el dintel de la risueña juventud y rebosantes de salud y
mágicas esperanzas caminaban hacia el porvenir tejiendo ilusiones para orientar
su planta en el sendero de la vida. Ninguna necesidad imperiosa los ataba al
presente y no tenían aún conciencia de los grandes dolores que reserva la
existencia, en pequeños o grandes lotes, al pobre ser humano en su tránsito por
la tierra. Sin embargo, se quejaban; pero sus lamentos eran efecto de dolores
reflejos que sus imaginaciones asimilaban haciéndolos propios. El llanto estaba
de moda y la literatura en boga concurría a dirigir los espíritus por esas
pendientes enfermizas. Cuando hablaban de libros recordaban siempre, con
especial agrado, a la Dama de las Camelias, a la María de Isaacs y al Werther
de Goethe.
Estos libros, que pugnan en todo sentido
con la lógica a que responden las necesidades del organismo humano, no son más
que puñales envenenados con que hombres de indisputable talento hieren a
mansalva el corazón inocente de la juventud.
¡Ah! ellos buscaron con insomne afán en
los aquelarres del vicio la figura esbelta de Margarita Gautier.
¡Vano anhelo!
Las pasiones humanas obedecen en su
desenvolvimiento a leyes tan fijas, como las que regulan la marcha de los
astros en el infinito de los cielos.
Los sentimientos nobles languidecen y se
atrofian, como los vegetales, cuando el elemento no les es propicio y se ven
forzados a pugnar en tierra estéril.
Es la batalla por la vida o la lucha por
la idea, en que predomina la especie más fuerte o la pasión más estimulada.
Es también la acción refleja, porque un
miembro enfermo desconcierta con su nociva influencia al organismo entero.
Más de una vez creyeron estrecharla entre
sus brazos, engañados por la ansiedad de un ideal que se reflejaba en los
contornos de cualquier forma femenina; pero el tiempo y los hechos hacían que
la abnegada Margarita desapareciese como azulada espiral de humo que desvanece
ligera ráfaga de viento, y entonces habiendo caído la venda de los ojos, por
desgracia siempre tarde, los jóvenes se encontraban con la hipócrita ramera que
había secado sus ilusiones y acabado con su salud y su dinero.
¡A buena parte iban a buscar sentimientos
elevados! Tristes mujeres que han roto los vínculos nobles que ligan en la
tierra, sin un ideal que ilumine su sendero, agobiadas por la ignominia y
habiendo quemado las naves en la isla fangosa del vicio, ¿A qué pueden tender
sino a explotar con besos y caricias mentidas?...
También creían que Efraín era el mismo
Isaac, ignorando que este era un honrado padre de familia, que lo pasaba muy
bien al lado de su esposa y rodeado de sus hijos.
Compadecían a la sentimental María, y no
contentos con esto, pretendían resucitarla al amoldar a sus ideas la imagen de
cualquier jovencita que les halagaba la vista.
Ignoraban que la ausencia de un amante no
es causa suficiente para hacer morir a una joven.
Ciertas necesidades del organismo cuando
no son satisfechas por sus medios naturales, producen perturbaciones más o
menos graves. Según el temperamento respectivo y los estimulantes que
encuentra, se ha observado que la abstinencia en las solteras produce clorosis,
anemias, tisis y muchas otras enfermedades que sería inútil consignar aquí.
Esto es evidentemente muy triste y acusa
imperfección o injusticia en el sistema social, pero al fin es un hecho: es así
que por comparación deductiva podemos suponer que no fueron causas morales sino
puramente físicas, horribles protestas de la naturaleza humana contra las leyes
que la sofocan, las que llevaron a la tumba a la amorosa y gentil María.
Con este ideal en la cabeza se creían
perdidamente enamorados de cualquier sirvientita, y si la observaban hablando
con otro, sentían un desencanto sin nombre.
La sociabilidad argentina, formada de
medios tan complejos y tan antagónicos, retarda esa fusión de aspiraciones
nacionales que es la nota que predomina en sociedades verdaderamente
constituidas. El espíritu de asociación no ha anudado todavía los elementos
humanos que caminan segregados y sin una ruta determinada. Es por esto que la
vida es tan subjetiva, lo cual se observa en nuestra juventud, que peca por sus
dotes negativas de expansión.
José y sus compañeros, aunque conversaban
a menudo de asuntos íntimos, llevaban en sus cerebros un mundo de anhelos
secretos que recíprocamente se ocultaban. Muchas veces sucedía que los cuatro
estaban interesados en una misma joven, y como no lo decían ni venía tampoco un
hecho práctico a poner de manifiesto la gestación de estas ternuras, caían de
continuo en melancólicos ensimismamientos, y cuando reaccionaban, la
humillación de un deseo no satisfecho los llevaba a murmurar de las mujeres en
general. Hablaban entonces a impulso de un rencor secreto y como si continuaran
en el diálogo la conversación íntima que cada uno de ellos había mantenido
consigo mismo.
Llamaban perjuras a todas las mujeres y
pensaban que tenían un ideal, lo cual no obstaba para que ellos fueran infieles
a cada paso con ese fantasma seductor que crea el primer despertar de los
deseos.
Cuando sus espíritus se encontraban en
ese estado, leían con supremo deleite las páginas de Werther, la apología más
grande que se haya hecho jamás del suicidio.
Así, esas tiernas almas empezaron a
debilitarse aprendiendo que hay una puerta falsa para escapar en la vida de
cualquier contrariedad.
El trasporte del primer momento no les
permitía razonar.
Goethe era para ellos el autor
predilecto, y sin embargo, nunca les pasó por la mente que tan elocuente
abogado del homicidio de sí mismo muriera de senectud y ¡amando aún la vida!...
-Pero, ¿qué estamos haciendo aquí? -dijo
de pronto Guillermo, que era siempre el más impaciente de todos.
-Esperemos un momento, a ver si se
desocupa una mesa -contestó José.
-¡Bah! estamos frescos.
-Ya la he pedido.
-Juguemos entre tanto un dominó.
-Ese es juego de viejos.
-A las damas, entonces: el que pierde
sale.
-Me aburre mucho. Mejor es que vamos a
otra parte. De todas maneras si queremos jugar al billar tendremos que esperar
a que amanezca.
-No tanto. ¡Mozo! -gritó José.
Cuando apareció éste le preguntaron si
todavía tardaría mucho en llegar el turno que les correspondía.
-Son los terceros -contestó el
interrogado.
-¿No ven? -continuó Guillermo, y los que
están jugando parece que recién empiezan.
-Bueno -dijo Juan Diego-, vamos a otro
Café.
-Sucederá lo mismo -replicó Guillermo.
-¿Qué quieres que hagamos, pues?
-Vamos a recorrer la costa.
-¡Ya está!
-Habló el crápula -dijo Andrés, rompiendo
el silencio en que se había mantenido.
-¿Y por casa cómo andamos? -le contestó
Guillermo.
-Pues como quieran -dijo Juan Diego.
José estaba anhelante y hacía esfuerzos
supremos para ocultar su emoción.
Hasta entonces no había pisado una sola
vez la morada ostentosa del vicio y el libertinaje.
No obstante, estaba al corriente de todo.
Las conversaciones de sus amigos lo
habían iniciado en estos secretos impúdicos y sentía cierta humillación de que fueran
a descubrir que jamás había estado en una casa de tolerancia. Por esta causa se
encontraba intranquilo. Tan cierto es que la virtud se avergüenza allí donde
dominan ideas impuras. La vanidad en la juventud es la que produce estos
lamentables contrasentidos. La moda está en ser vicioso y el ascendiente que se
cobra siguiéndola en este funesto sentido precipita a todos en la fatal
pendiente. Adolescentes hay que afirman haber padecido una enfermedad venérea
sin que jamás la hayan sentido. El predominio de influencias malsanas genera
estas aberraciones morales. Parece que faltara valor para sostener las ideas de
virtud.
¡Cuántos jóvenes no son héroes del
libertinaje a la fuerza!...
José, ya más de una vez, había negado la
verdad, que tanto honor le habría hecho, asegurando que conocía esas horribles
casas que sirven de refugio a las impúdicas rameras.
Sin embargo no había hecho más que pasar
por el dintel de ellas y observar con mirada recelosa la tétrica puerta de
fierro.
En otras ocasiones había pasado por las
pocilgas en que se asila la prostitución clandestina, y al sentirse chistado,
su cuerpo entero habíase estremecido de una manera extraña.
Después había seguido perplejo algunas
cuadras, pero era sólo su persona la que se alejaba: su pensamiento mantenía
fresco el eco lúbrico de las voces insinuantes de las prostitutas. Trasponía
calles, cruzaba plazas y seguía atormentando a su oído el acostumbrado
"adiós, mi hijito" o "¡adiós, buen mozo!".
Esto le producía estupor tan grande que
degeneraba luego en un desasosiego continuo.
Su curiosidad estaba, por consiguiente,
intensamente avivada.
Tenía fiebre por conocer un lupanar.
Hizo entonces un esfuerzo, y para evitar
que lo supusiesen un joven afeminado o pusilánime, que es lo que más temía,
dijo con voz que se esforzó por hacer tranquila:
-Tanta discusión por una zoncera: aquí no
hay ningún marica: vamos todos.
-Eso no -replicó Juan Diego-, alguno
puede tener miedo.
Los cuatro rieron y salieron del Café.
Fueron a dar una vuelta por la calle de
Florida, y después de vagar casi sin rumbo, se dirigieron hacia la calle de
Temple, por indicación de Guillermo.
Al pasar la calle de Suipacha empezaron
sus tentativas por penetrar a una de las tantas casas de tolerancia que existen
en ese radio; pero estas fueron infructuosas porque como eran cuatro no les
permitían la entrada.
En vano Guillermo se afanaba por
despertar confianza recordando sus visitas anteriores.
-No se puede; hay mucha gente -contestaba
secamente el rufián, mostrando su innoble figura al través de los hierros de la
puerta.
El joven en su capricho llegó hasta la
súplica. Al cabo, convencido de que perdía su latín, cambió de tono, dio con el
taco unos formidables golpes a la puerta, que repercutieron en el interior
lúgubremente, y retirándose, llenó de injurias al rufián. Este ni siquiera
replicó. Estaba acostumbrado a recibir esa lluvia de flores de labios de la
juventud.
-¿Qué hacemos ahora? -dijeron a un tiempo
José y Andrés.
-Seguir -replicó vivamente Guillermo-: en
alguna parte nos han de dejar entrar.
-Mi opinión -dijo Juan Diego, el
estudiante de medicina-, sería ir a comprar cohetes y arrojarlos al zaguán.
-No -dijo Andrés-, es exponernos
tontamente a que nos lleven a la Comisaría.
-Pero es preciso hacer algo -gritó
incomodado Guillermo.
-Pues vamos a lo de Luisa.
-Caramba, queda muy lejos.
-Tiene razón Juan Diego -contestó
Andrés-, allí nos conocen y nos dejarán entrar.
-En marcha, pues.
Siguieron por la calle del Temple y
doblaron por Artes, conversando a grandes voces.
-Nos han de creer muy flanelas, dijo a la
sazón Guillermo, cuando en ninguna parte nos dejan entrar.
-No es eso -replicó Andrés-, es que nos
encontramos a primeros del mes y todos los empleados andan con dinero.
-Tiene razón -agregó Juan Diego-; los
primeros del mes, y los sábados, en que cobran los cajistas y una gran
infinidad de gremios, no es posible andar por estos pagos.
José, entre tanto, callaba, ignorando
ciertamente al punto donde se dirigían.
Conversando así, llegaron a la calle de
Corrientes y bajaron por esta hasta Libertad.
-¡Alto! -dijo Juan Diego-, y los cuatro
se detuvieron en la esquina-. Vean -siguió-, lo mejor que podemos hacer es que
vayamos dos primeros: iré yo con José, y luego de un rato, tú, -señalando a
Andrés, con Guillermo.
-Vayan, entonces.
Se separaron, y al poco rato los dos
entraban en uno de los tétricos zaguanes de esa calle.
El rufián dejó ver su cara de Iscariote
al través de los hierros de la reja.
-¿Se puede entrar? -preguntó Juan Diego.
-Hay mucha gente.
-¿Qué no me conoce? -agregó el joven.
-¿No son más que ustedes? -y al decir
esto el rufián se empinaba sobre sus pies, como para ver si había otros
agachados en la parte inferior de la puerta, que era compacta.
Fastidiado por estas pesquisas, el
estudiante se decidió por llamar a Luisa.
Entonces se les franqueó la entrada, y el
cerrojo volvió a correrse. Podía decirse de aquella siniestra puerta que eran
las fauces hambrientas del vicio que tragaba sin misericordia a la incauta
juventud.
Cayeron nuestros jóvenes a un patio
estrecho y regularmente alumbrado. Para andar había que tomar algunas
precauciones, porque varias plantas interceptaban a trechos el camino.
¡A José lo sobrecogía extraño estupor! No
se daba cuanta de lo que tenía, pero algo le pasaba. Se sentía mal.
Quedó algo alelado a unos cuantos pasos
de la puerta de fierro.
-¿Qué haces? -le dijo Juan Diego-: por
aquí; ven -y se dirigió a la entrada de la pieza que cuadraba el patio. La
puerta estaba abierta, y aunque se percibía alegre rumor de voces no se veía
nada a causa de que interceptaba la vista un espléndido cortinado.
José siguió a su compañero.
Iban ya a entrar, cuando los dos se
detuvieron al sentirse chistados. Dieron vuelta y se encontraron con una pareja
que salía del brazo de uno de los cuartos de la casa.
-¡Ah! ¿eres tú, María? -dijo riendo Juan
Diego-. ¿Cómo está? agregó, reparando en el compañero. No se conocían ni de
nombre, pero se saludaban por haberse encontrado en varios burdeles.
María era una joven húngara que
chapurreaba muy mal el español. Guillermo la prefería, y como siempre lo veía
con el estudiante, lo había llamado para preguntarle por qué no venían juntos.
Juan Diego apartó la cortina y entraron
los cuatro.
La sala estaba llena de jóvenes
high-life. En el centro de la habitación había una mesa ricamente tallada y con
piedra mármol, atestada de copas y botellas, que por momentos se renovaban.
Era este uno de los filones de la casa.
Tenían las rameras su consigna: inducir a beber a su clientela para ganar con
el expendio de los licores o incitar a la Venus por medio de Baco.
Juan Diego se puso a conversar con varias
mujeres y José se sentó algo apartado en una butaca.
En el extremo opuesto del salón estaba
una flaca compatriota de Lord Byron; esa noche no había llegado, sin duda,
ningún gentlman y estaba vacante: tan estirada y quieta aparecía en su asiento
que semejaba un rígido cadáver. De pronto alzó su rostro demacrado y apercibió
a José, al cual, sin duda, reputó fácil presa. Fue a buscarlo, y cuando estuvo
delante de él le dijo:
-¿No pagas una cerveza?
El joven la miró y no supo qué contestar.
-¿Qué dice el buen mozo? -agregó la
inglesa con tono que quiso hacer insinuante, y como viera que José se dejaba
cortejar sin protesta se le sentó en las faldas, cruzó su brazo descarnado por
el cuello del joven y le dio un beso.
José quedó consternado, pero su vanidad
lo obligó a no rechazar a la impúdica mujerzuela: desde que entró se había
encontrado violento al sentirse aislado: por lo demás no hacía sino imitar a la
mayoría de los otros, que también sostenían su carga sobre las rodillas.
Hizo un supremo esfuerzo por aparecer
tranquilo, tragó saliva, se compuso la voz con una tosecita provocada y empezó
a dialogar sobre tonteras y a averiguarle el nombre a su escuálida compañera.
En ese
momento penetraron Andrés y Guillermo.
-¡Muy bien! -dijo el primero divisando a
José-. Te felicito, Emma.
Este se envalentonó con la presencia de
sus amigos. Estaba fastidiado con la inglesa y ya aquel medio empezaba a
enardecerle la sangre. No atendía a su compañera por mirar a una española
trigueña que tenía al frente y que por lo bajita engañaba en su edad, al punto
de parecer una niña.
Se le ocurrió un chiste y tuvo el valor
de decirlo:
-¿Sabes -le dijo a Andrés-, que he hecho
un gran descubrimiento?
-Vamos a ver.
-Es muy sencillo: que Emma no pertenece
al orden de los mamíferos.
Los que estaban cerca festejaron la
chuscada con grandes risas y la pobre Emma preguntó azorada:
-¿Qué dicen?
Al fin comprendió que reían de ella.
Entonces despechada abandonó a José, diciéndolo con voz desabrida:
-¡Bruto! muy bruto.
Los jóvenes, entonces, se acercaron
adonde estaba Juan Diego.
A la sazón este mortificaba con pullas de
mal gusto a una llamada Irene. Tenía esta su parte en la casa. Muy trigueña,
tanto, que podía pasar por mulata. Era la única hija del país que había allí.
Los libertinos de Buenos Aires la consideraban mucho, porque por su intermedio
se ponían al habla con todo el gremio de las grisetas. Podía decirse de ella
que era el teléfono del vicio. Su actividad no precisaba media hora para
organizar los elementos necesarios a una orgía y pocas criadas y niñeras resistían
a las seducciones de sus ofrecimientos. Como táctica para estar con todos bien
hacía gala de una gran mansedumbre de carácter. Aun en ocasiones que se
irritaba sabía velar su encono felino con una palabra moderada. Su experiencia
de muchos años en el infame oficio que ejercía le había enseñado que a la
juventud se la lleva a cualquier parte con halagos y zalamerías.
Por esto limitó su réplica a las
cargantes expresiones de Guillermo, con estas simples palabras
-¿Cuándo dejarás de ser chichón?
Irene estaba casi relegada a la pasiva.
Los jóvenes no le hacían caso, pero ella arreglaba muchas cosas y en diferentes
ocasiones hacía de patrona. Con todo, no dejaba de hacer su conato para que se
la convidara con una copa de cerveza o de oporto. Pero ella también tenía sus
días buenos. Cuando caía, como gallina en corral ajeno, un estanciero o algún
comerciante medio tosco o tímido, Irene lo abordaba.
Los mismos jóvenes ya sabían esto. No
bien descubrían un ejemplar de esta familia lo clasificaban haciendo correr
esta voz que los ponía de excelente buen humor:
-Un marchante de Irene.
La que dirigía la casa se llamaba Luisa,
pero todos la designaban impropiamente con el nombre de Madama.
Luisa tenía un aspecto honesto, a tal
punto engañan las apariencias en el mundo. Revelaba en sus actos mucha energía
y los jóvenes hasta cierto punto la respetaban. Caminaba y daba órdenes con
majestuoso desenfado. Su vestido de costumbre, en invierno, era de terciopelo
negro, algo suelto y de gran cola y por todo adorno una golilla blanca al
cuello. El peinado que usaba era bastante sencillo, sin embargo que no
descuidaba los bucles de su cerquillo.
Iba y venía por el interior de la casa y
luego que encontraba las cosas a su agrado entraba al salón, donde se sentaba y
empezaba con su pesado latín a predicar a los jóvenes que fuesen razonables y
buenos muchachos, o en palabras más claras, que dejasen allí la salud y el
dinero.
Tenía bastante quehacer: llevaba en un
libro cuenta aparte a cada asilada: ella las surtía de trajes y todo lo que les
era necesario y cada tres meses les entregaba el saldo, si es que resultaba, lo
que no siempre sucedía, porque las explotaba sin misericordia: en el haber de
cada prostituta, solo se acreditaba la mitad del dinero que ganaba: la otra
parte ingresaba directamente a la caja de la madama por gastos de alojamiento y
comida. Ella, también, inspeccionaba celosamente al cocinero y revisaba las
cuentas del mercado y de otros consumos. De cuando en cuando hacía una visita a
la sala reservada. Esta pieza era la primera de la casa y estaba lujosamente
amueblada. Tenía su destino especial. En ella se recibían a las categorías y a
los hombres casados que deseaban correr la tuna sin ser notados. ¡Ah! si esas tupidas
cortinas y esos lujosos muebles pudieran hablar, qué historias tan chuscas y
tan tristes, a la vez, nos podrían contar. ¡Cuántos que en el carnaval social
usan el disfraz de Catón, habían allí arrojado la careta, para presentarse con
la sensualidad de Alcibíades!
Hacía rato que la madama faltaba de la
sala general, en la cual estaban nuestros jóvenes. Por esto, sin duda, reinaba
alguna confusión y algunos se estaban permitiendo serias inconveniencias.
-Vamos -dijo Juan Diego, dirigiéndose a
Guillermo-, haz sonar el dientudo.
-Tienes razón -contestó este- y fue a
sentarse al piano.
Empezó con una cuadrilla, que
aprovecharon algunas parejas.
Las prostitutas, en general, son muy
afectas a la danza, y para la época del carnaval no pierden baile de máscaras.
También es cierto que concurren a los teatros con el objeto de encontrar dueño
por una noche. Sin embargo, no pierden ocasión de dar una vuelta y en las casas
de tolerancia donde no hay piano hacen que el organista toque desde la calle.
La algazara subía de tono en la sala.
En ese momento se presentó Luisa.
-A ver, franelas -dijo-, ¿a eso vienen
acá? -y se dirigió fríamente al piano, apartó a Juan Diego, el cual la rogaba
los dejara bailar, y haciéndose sorda a todas las súplicas, cerró el
instrumento y se guardó la llave, diciendo:
-Esta noche no hay música.
-¡Pero, madama!
-No, no puedo consentir que vengan a
pasar el rato aquí sin hacer nada: ya saben que no quiero franelas, y si no van
al cuarto a pasar visita, no les voy a permitir que vuelvan a entrar.
-Eso no lo dirá Vd. por mí, replicó
cínicamente el que había acompañado a María, la húngara.
-No, lo digo por estos -y señalaba un
grupo de jóvenes pálidos, en cuyas miradas lúbricas podía medirse toda la
intensidad de la audacia que los animaba.
Parece que esta proclama surtió algún
efecto, pues al poco rato se perdieron de la sala algunas parejas.
-Y Vds. ¿qué hacen que no siguen el
ejemplo? -preguntó Luisa a nuestros jóvenes.
Cada uno de ellos tenía una compañera al
lado y José sostenía una animada conversación con la pequeña española, que lo
excitaba a cada momento con repetidos besos.
-A su tiempo maduran las uvas -replicó
Guillermo.
-Tomemos algo, muchachos -propuso Juan
Diego.
-Hombre, es cierto: a mí todavía no se me
ha quitado el frío que nos chupamos en la bocacalle. Opto, pues, por un punch.
-Venga el punch -dijo Andrés.
-¿Y tú, José? -preguntó el estudiante.
-También.
-¿Y Vds., princesas, qué van a tomar?
Se decidieron las cuatro por el punch,
pero de oporto, y los jóvenes pidieron para ellos de cognag.
Después que vaciaron las copas Guillermo
se fue con la húngara. Juan Diego no tardó en seguirle. Entonces Andrés llamó
aparte a José y le dijo que llevase a su compañera y que si no tenía dinero él
pagaría.
El pobre joven estaba demasiado aturdido
y demostró deseos de retirarse.
Su amigo lo disuadió y convinieron en
seguir el ejemplo de Guillermo y Juan Diego.
-¡Galleguita! -dijo Andrés.
La joven fue hasta el umbral de la puerta
donde estaban ellos.
-Llévate a este -le dijo.
La diminuta española se cogió con la
izquierda de un brazo de José y con la otra mano recogió la larga cola de su
vestido.
Entre tanto, la madama veía estas
desapariciones con una satisfacción tan grande que se ponía de excelente buen
humor. Y la sala quedaba por momentos casi vacía, hasta que volvía a animarse
con la charla equívoca de las prostitutas que regresaban, para tornar
enseguida, a poner en subasta, fríamente, sus ajados encantos.
Al cabo de media hora estaban ya de
vuelta en la sala nuestros jóvenes. Charlaron aturdidamente fraternizando con
los demás que se hallaban allí presentes. Parecía que se encontraban bien en
aquella atmósfera, y la tranquilidad que revelaban ponía de manifiesto la
relativa ignorancia que tenían de las jornadas traspuestas en el sendero del
vicio.
Ellos que tenían un concepto elevado de
la patria y del amor y cuyos corazones eran bien inclinados, latiendo en sus
pechos, con noble espontaneidad, al primer llamado de los grandes sentimientos,
¿cómo era posible que descendiesen tanto hasta ir a revolcarse en la
inmundicia?
¿Qué aberración era esta?
¡Quién les hubiese dicho que estaban al
borde de un horroroso abismo, y que cada una de esas noches de equívoco placer,
repercutirían tal vez, formando eslabones el dolor, hasta inocentes vástagos
del futuro, degenerando al fin una familia entera!...
La madama dio el vuelto sobre el dinero
que habían entregado los jóvenes y repartió una lata a cada una de las
prostitutas.
-¿Pongámonos en retirada? -dijo Andrés.
-Es muy temprano -contestó Guillermo.
-Vamos a lo de Amalia, entonces -propuso
Juan Diego.
-Mejor sería cenar antes -replicó
Guillermo.
-Arreglaremos eso en la calle.
-Pues, vamos -Se despidieron y la
galleguita besando a José le dijo:
-¿Cuándo volverás, mi hijito?
-Pronto.
-Bueno, adiós.
Al llegar a la puerta de fierro tuvieron
que esperar un poco a causa de que un tropel de jóvenes pretendía entrar, entre
los cuales había algunos barulleros a quienes Luisa negaba, hacía tiempo, la
entrada.
Sucedió lo de siempre. Cansados de
suplicar arremetieron la puerta a patadas. Uno de ellos que venía provisto de
cohetes, arrojó una gruesa con la mecha encendida. Entonces dispararon temiendo
a la policía. Los cohetes al explotar repercutieron lúgubremente en el interior
de la casa y muchas rameras se asomaron en paños menores a la puerta de sus
cuartos para imponerse de lo que sucedía.
El rufián, algo tarde, se decidió por
abrir la puerta, y aunque su pie era enorme consiguió sólo apagar muy pocos,
reventando los más debajo de sus piernas.
Nuestros jóvenes salieron.
La calle hormigueaba de libertinos. Era
aquello la procesión del vicio. Desfilaban por las aceras jóvenes de buenas
familias, dependientes de casas de negocio, grupos de italianos cantando y
jornaleros ya ebrios, y de trecho en trecho, hombres bien vestidos recatándose
en la sombra, esquivando encuentros, con el pañuelo en la boca, hasta que se
decidían y penetraban con paso ligero a uno de los antros.
Las prostitutas que tenían cuarto a la
calle abordaban a los transeúntes con infinita audacia y otras los chistaban
desde la ventana.
De cuando en cuando, se oían disputas,
imprecaciones, palabras soeces o esas eternas patadas en las puertas, que
producía un ruido seco y destemplado.
Al llegar nuestros jóvenes a la bocacalle
se encontraron con la pandilla que había prendido los cohetes. Todavía
festejaban la acción, mientras disponían un nuevo avance a otra casa.
Desde allí se observaban los reflejos que
salían de los focos de luz que alumbraban los zaguanes de las casas de
tolerancia. Era una vislumbre mortecina que se perdía en rayos opacos al
fundirse en la sombra de la calle. Al resplandor de esta penumbra se veían
deslizar los bultos humanos, y aquellas casas malditas, con sus pinturas
oscuras, se elevaban altaneras al proyectar sus siluetas en las tinieblas de la
noche, como desafiando a la moral; vomitando a ratos, todas ellas, jóvenes que
antes tenían algún pudor en el alma y seres que entraron con salud, realizando
así la espantable acción de contaminar a las masas con el terrible azote de la
sífilis, que empieza por la degeneración del tipo humano y concluye aniquilando
el temple moral de las sociedades, que ruedan entonces al abismo.
José se encontraba fuera de todo equilibrio.
Eran pocos sus nervios para tantas emociones. No salía de su estupor y su moral
trastabillaba. Recordaba a la galleguita, el piano, el tapiz rizado, las
cortinas, los espejos, el arreglo de los asientos, el lujo de las meretrices, y
más se confundía y abismaba cuando pensaba que todas esas mujeres sin conocerle
lo tuteaban, se le sentaban en las faldas y lo cubrían de besos.
Sentía una impresión parecida a la que le
produjo el primer vaudeville que presenció en el teatro francés.
Al fin se decidieron por dejar la cena
para más tarde y se dirigieron a lo de Amalia. Era esta una mujer de la misma
índole moral de Irene. Flaca, de color cobrizo y como de treinta y cinco años
de edad. Su cinismo pasaba el límite de toda degradación. Desde muy joven se
había arrastrado por el fango más corrompido de la crápula, consiguiendo al
último una torpe fama en los cuarteles.
Era la Mesalina de la tropa, y por la
respectiva comisión se encargaba de proporcionar queridas a varios oficiales.
Había tenido sus alternativas de pasable
bienestar y miseria suma.
Alma pequeña, su carácter estaba
envenenado con la ponzoña de la acritud, y ya ningún acontecimiento en su vida,
por venturoso que fuese, conseguiría que se refrescasen en las fuentes del bien
sus marchitos y podridos sentimientos. Entre las mucamas que había sonsacado
para explotarlas en el tráfico del libertinaje, se contaba una preciosa joven,
hija de italianos.
Un tipo soberbio de hermosura. Morena
rosada y con unas copiosas trenzas castañas que le llegaban al talle.
Esta desdichada se llamaba Josefina y
estaba de moda entre la juventud. Amalia la había vendido infinidad de veces, y
ya algo gastada, y no siéndole posible exigir los mismos precios, se había
decidido a abrir una casa clandestina de tolerancia, llevando a ella a la joven
y a varias otras.
Amalia podía estar rica, pero tenía un
querido, al cual profesaba una adhesión de perro. Este era un compadrito, sin
profesión y que tenía el vicio del juego.
Amalia no recibía más que a sus conocidos
o a los que presentaban estos: vale decir, casi, la juventud entera de Buenos
Aires.
Nuestros jóvenes llegaron a la casa.
Estaba cerrada. Guillermo golpeó en los vidrios de la ventana.
-¿Quién es? -dijo una voz, que el joven
reconoció.
-Abre, Josefina -dijo.
Esta les abrió y nuestros cuatro
conocidos penetraron a la sala.
La casita estaba muy mal alhajada.
Los muebles eran escasos y viejos y las
mismas mujeres que se encontraban allí vestían sencillamente. A primera vista
parecía aquella la morada de una familia pobre y honrada; tal es la condición
de la pobreza, que a estas equívocas interpretaciones se presta.
-¿Y dónde está Amalia? -preguntó Juan
Diego.
-Adentro -contestó Josefina.
El estudiante, como si estuviera en su
casa, pasó al segundo patio.
En la cocina encontró a Amalia. Estaba
preparando la cena. Encima del fogón humeaban dos cazuelas; y sin duda cediendo
a ciertos resabios de cuartel, había colocado en medio del piso de la cocina la
parrilla, en la cual se asaba una gorda pierna de carnero. Puesta en cuclillas
Amalia, acomodaba las brasas revolviéndolas con un pequeño fierro. Con las
yemas de los dedos pulgar o índice de la otra mano apretaba un cigarrillo de
papel, alzando los dedos restantes como si los tuviese baldados. A ratos se
encendía el asado y ella apagaba las llamas soplando con la boca.
-¿No me convida, amigaza? -gritó el
estudiante haciéndose notar.
Amalia se restregó los ojos, escupió y
dando manotadas al aire para ralear el denso humo que despedía el trozo de
carnero, alzó la vista y dijo:
-Hijo de perra, ¿habías sido vos? andá pa
la sala que ya voy Levantó la parrilla y con una espumadera echó sobre el fuego
bastante ceniza y luego volvió a colocarla.
-Ya está -dijo-; así no se quemará y lo
comerán caliente las muchachas.
Fue a la sala, donde ya estaba Juan
Diego, y dijo:
-Muchachas, vamos a merendar; mientras,
pueden Vds. esperarnos -agregó dirigiéndose a los jóvenes.
-Yo no tengo ganas -dijo Josefina-; más
tarde tomaré algo: vayan Vds., -y siguió conversando con José, que la tenía al
lado.
Este había olvidado ya a la galleguita.
Josefina le había producido una vivísima impresión. Al principio fue una
simpatía y más tarde un imbécil apasionamiento.
La joven estaba corrompida hasta el
tuétano, pero rememoraba sus primeras protestas cuando era seducida de niña y
representaba con bastante éxito su papel de víctima, tejiendo embustes y falsos
candores.
Cuando la preguntaban su edad, afirmaba
que tenía veintiún años y había, sin embargo, cumplido treinta.
Tenía también su capricho: un joven,
oficial peluquero, que muy poco trabajaba y que le llevaba hasta el último
centavo de sus ganancias. Este, poco aportaba por la casa y más se veían fuera.
Sin embargo, cuando se encontraba allí, Josefina no le prestaba atención
especial y lo dejaba para atender a sus amantes de un momento. El cínico
peluquero no se incomodaba por esto. Dejaba hacer, y no sin gusto, a veces,
ante la perspectiva del dinero.
Por espacio de muchos meses, José fue
asiduo visitante de Josefina. Esta le había tomado algún apego. Se sentía
enferma y abatida. A solas tenía exacerbaciones crueles. El peso de su ignominia
y su entero desamparo la agobiaban como si tuviera encima una lápida mortuoria.
Entonces veía con dolorosa lucidez su situación. Se la despreciaba, ¿por quién?
por unos miserables que ella despreciaba más, que habían venido a solicitarla
con sollozos de lujuria y que luego de satisfechos sus brutales deseos,
abreviaban los momentos para salir fuera o ir a escupir a la calle. Hacía
comparaciones, y creía con toda convicción que daba más de lo que recibía. Ella
siquiera, se mostraba siempre amable y tenía el cuidado de enjuagarse la boca,
en cambio que sus brutales amantes loe arrojaban su aliento fétido y la rozaban
con sus carnes sucias sin consideración de ninguna clase.
Tarde, muy tarde, se apercibía la infeliz
de que el fango en que se había ido hundiendo le llegaba al cuello.
Al principio todas fueron flores. Fue
admirada, agasajada, llevada en palmas y en carruaje. Hubo días en que los
regalos que recibió representaban una fortuna. Sus amantes de la víspera,
altamente colocados, no la conocían ahora. Otras jóvenes, bellas y frescas, la
habían suplantado, y ella descendía hora por hora. El modesto empleado, había
venido a relevar al acaudalado señor, y en ciertos días, en que el dinero
escaseaba, tampoco había titubeado en entregarse a un roñoso changador.
Andrés, Guillermo y Juan Diego se habían
empeñado en una fastidiosa discusión filosófica.
José, atraído por las dotes de seducción
que desplegaba Josefina, no tuvo valor para negarse a acompañarla cuando esta
le propuso pasar a su pieza.
-Que te vaya bien, valiente -le dijo
Andrés.
Salieron, y los tres jóvenes, cambiando
de conversación, empezaron a hablar de Josefina.
-Sí, es cierto que es muy bonita; pero ya
está muy ajada: lo que la salva es que tiene mucho arte para componerse.
-Dicen que ha estado varias veces muy
enferma -agregó Guillermo.
-Cómo no -replicó Juan Diego-: hay días
que tiene los ojos inflamados, y eso no es mas que una reliquia.
La conversación tuvo que suspenderse,
porque en ese momento volvían las prostitutas de la cena.
Una vez en el cuarto, José pudo mirar
mejor a Josefina, porque había más luz. Notó al momento que los párpados de su
nueva amiga estaban bastante irritados y que tenía la vista algo cansada.
Sin embargo, esto en parte servía de encanto a la joven, pues la
misma necesidad que tenía de acercarse para ver a la persona con quien hablaba
le daba un aire comunicativo, lleno de confianza y que le hacía aparecer
sumamente cariñosa. Por esto, sin duda, siempre salen bien en las lides de amor
las mujeres sordas y las miopes.
-¿Qué tienes en la vista? -no pudo menos
de preguntar José.
-Un aire que me dio hace algunos meses:
no me atendí y me embroma algunos días -contestó Josefina con naturalidad.
No tardaron en volver a la sala. Allí
prodigó muchos cariños a José: la entraña de su orgullo se sentía conmovida al
ver que un joven lleno de vida se ofuscaba por ella. En esos momentos que se
desesperaba al ver su rápido descenso, una adhesión desinteresada como esta,
era como un bálsamo que aquietaba la fiebre de sus temores. Se propuso sostener
la conquista y lo consiguió. El incauto joven se dejaba acariciar y creía en
los embustes de la corrida mujerzuela. Un día que entró José la vio abrazar al
peluquero de un modo que nunca lo había hecho con él. Era después de una
reyerta en que la joven creyó que iba a ser olvidada y su estúpido afecto había
desbordado en explosiones de cariño. Cuando quedaron solos, José, lleno de
celos, la reconvino diciéndola que amaba más a otros.
Josefina lo compuso con muy pocas
palabras:
-Mi hijito, a ti te quiero más que a mi
vida, pero es preciso ser política con todos, y le prodigó sus más ardientes
caricias.
Otras veces le daba la buena a José por
querer regenerarla, y en la efusión de su afecto la decía:
-¿Por qué no riñes con tu pasado? Podías
alquilar una pieza en una casa de respeto y sacar costuras; yo te ayudaría al
mes con quinientos pesos y haría el sacrificio de no verte.
-Mi hijito, yo no quiero explotarte: deja
no más y no te aflijas hay tiempo -agregaba forzando una sonrisa alegre- tengo
veintiún años, dentro de dos dejaré la vida y haré algo de lo que me dices
porque estoy juntando algún dinero.
Como siempre mentía Josefina, porque en
vez de ahorros tenía deudas.
En cuanto a que no quería explotar a José
era cierto: estaba tan encaprichado el joven que habría hecho cualquier
sacrificio por atender un pedido que le hubiese hecho Josefina. Sin embargo,
esta le había regalado varios retratos suyos y un relicario con unas hebras
castañas de su pelo, prohibiendo a José que retribuyese estos recuerdos, porque
según decía, les quitaría todo valor, y parecería entonces que se los había
vendido.
No hacía lo mismo con Guillermo, al cual
vendía caros sus favores: cierta ocasión por acompañarlo en un paseo al Tigre
le había cobrado mil pesos y siempre lo importunaba para que le regalase algo,
y el joven cedía por hacer alarde de vana generosidad: era un misterio, de dónde
sacaría dinero para tantas parrandas y tantas cenas.
Los jóvenes se aprestaron para retirarse.
-Me duele la cintura -dijo Josefina, ya
en el zaguán, porque iba a abrirles la puerta.
Amalia que la oyó, le contestó desde el
rincón de la sala, donde estaba agazapada como lechuza:
-¡Ah! maulita, aprende de mí que no me
quejo: si eso es ahora, ¿qué te sucederá dentro de diez años?
Los jóvenes salieron y la puerta volvió a
cerrarse. Más tarde concurrieron algunos militares y las prostitutas recién
pudieron recogerse al alba. Josefina antes de apagar la luz se lavó los ojos
con un cocimiento que sacó de la cómoda, y después, recostándose en la cama,
vació algunas gotas de un frasco en una cucharita de café y alzándose el párpado
del ojo izquierdo las dejó caer. Igual operación repitió con el otro ojo.
Entonces, recién apagó la luz. A esa misma hora concluían de cenar nuestros
cuatro conocidos. Por mucho tiempo no llevaron otra vida: de la ocupación al
Café, del Café al vaudeville y del vaudeville a la casa de tolerancia.
José, ese joven tímido que hemos visto
penetrar por primera vez a lo de Luisa, llegó a ser el más audaz y despierto de
los libertinos.
Las malas compañías, la falta de
relaciones íntimas con familias honorables, su educación, sus pocas
ocupaciones, la absoluta libertad para ausentarse de su casa, las bebidas y los
alimentos excitantes, los espectáculos y las lecturas, lo habían improvisado
hombre antes de tiempo, y como las plantas que crecen viciosas al calor
artificial del invernáculo, sus sentimientos y actividad, que la imaginación
agigantaba llenando de fiebre su organismo, abrieron brecha, como corcel
desbocado, en el sendero que las circunstancias dejaron libre a su expansión.
Él y sus compañeros no tardaron en ser
salpicados por el lodo infecto de enfermedades degradantes con que la
inflexible naturaleza castiga todos los torpes desenfrenos.
Juan Diego recetaba y Andrés procuraba
los remedios.
- IX -
Por causas bien complejas y que no es
este lugar de exponer, había venido la política argentina a ser una esfinge más
que nebulosa. En repetidos períodos de nuestra historia habíamos tenido ya una
situación idéntica, marcada con acentuados matices. Así que la cosa, por lo
menos, no tomaba de sorpresa.
Estas incertidumbres que sombreaban el
horizonte vinieron a dar una fisonomía más típica a nuestra política de
costumbre, que tanto en el gobierno como en la oposición, se alimenta de la
mentira, y que forja hipócritamente un ambiente falso para pasear el fantasma
que la demagogia, la candidez o la autoridad interesada, llaman luego,
bombásticamente, "sufragio popular".
Entre nosotros no puede haber elección
libre ni elección consciente, porque la mayoría de la población carece de
instrucción, y la misma extensión del territorio obsta a la independencia
necesaria que requieren actos de esta naturaleza. ¡Pobre del habitante de una
región aislada que no siga a su Comandante! Año tras año estará sangrando
multas y vejámenes.
Se
comprende la república en Francia, que tiene de base una tradición de régimen
administrativo y donde sus Liceos y Facultades formaron mayoría de plebeyos
ilustrados con relación a los representantes de la nobleza.
Pero entre nosotros la democracia es una
verdadera farsa, y la libertad política, un mito, que sólo aprovechan y
proclaman los partidos cuando triunfan.
Es, pues, la política, entre nosotros,
esencialmente romántica, y como D. Quijote, confunde pedantescamente un rebaño
con vigorosos núcleos humanos.
Este utopismo de las instituciones relaja
las fuerzas sociales y entorpece su desarrollo, que no puede ser lógico ni
proporcionado. Los gobiernos no estudian las necesidades reales del país y sólo
tratan de propiciarse amigos y de construir obras de aparato para esculpir en
ellas su vanidad y hacer creer que es necesaria la permanencia de un
determinado partido en el mando. Incrustada así la superchería, que nace de
instituciones impracticables, se ha ido formando la costumbre de mentir en
todo, y el gobierno ejecutivo, las cámaras, el pueblo y la prensa viven en un
disfraz perdurable. Esto es bien natural, porque si la base es un continuo
sofisma, claro está que los complementos del edificio social tienen que
resentirse lastimosamente. Puede decirse que hay dos patrias. Una, que tenemos
en la imaginación, y otra, que existe realmente y que no se la conoce o no se
la quiere conocer.
El país, a la sazón, estaba infestado de
politiqueros y todos esperaban como al Mesías, la aparición de un candidato a
la Presidencia que contase con la influencia del primer magistrado de la
Nación.
Había tenido lugar una cuestión sin
importancia en el gabinete, nada fundamental y que podría clasificarse de
simple amor propio. Siempre sucede lo mismo, porque para integrar los
ministerios no se buscan hombres que representen verdaderos principios de
gobierno del punto de vista económico o social. Sólo se piensa en reclutar
ciegos partidarios.
Los círculos políticos se sentían
agitados y en la prensa llovían los comentarios al respecto.
Esta crisis terminó con la renuncia de
uno de los ministros y vino a sucederlo el Dr. Ferreol. La prensa amiga lo
elevó a las nubes y su ambición se encontró sobremanera halagada. Recibió
telegramas, infinidad de adhesiones, y pudo leer en los diarios, con indecible
alborozo, biografías de su persona tan complacientes y exageradas que hubieran
hecho ruborizar a otro más modesto.
Su nombramiento tuvo una particularidad
que le sirvió de mucho.
Cansado el Presidente de la República con los comentarios de la
prensa y el juego de intrigas que hacían valer los círculos para imponer
determinados candidatos, se reunió con unos pocos amigos, y discutiendo el punto
se resolvió ofrecerlo la cartera a Ferreol.
Decidido esto, el Presidente se trasladó
acompañado de dos personas a la casa del Diputado. Este se deshizo en protestas
de adhesión y sahumó la frente pálida del Presidente con una frase galante de
cortesano.
-Más que el puesto, señor -le dijo-, me
obliga el honor de la visita.
Allí mismo se redactó el decreto y se
mandaron copias del mismo a los diarios.
Desde entonces Ferreol fue el hombre de
moda, y los infinitos camaleones de nuestra política empezaron a cortejarlo.
Había alhajado su casa fastuosamente y daba recibos cada jueves.
Allí la puerta era franca para todo el mundo, porque si bien invitaba por
tarjetas había dado la consigna a sus amigos de que llevasen la gente que quisiesen.
Deseaba ensanchar el círculo de sus relaciones y asegurar el mayor número de
adictos, porque su cerebro ahora se encontraba destrozado por la única
preocupación de suceder en el mando al primer magistrado de la República.
Dorotea había sido también invitada.
Ferreol sabía que Dagiore era dueño de un Café muy concurrido y que allí se
podía hacer algo, aunque más no fuera que colocar algunos ejemplares de su
diario. También quería halagar al Mayor, el cual era uno de sus buenos
partidarios y hacía tiempo que sospechaba las relaciones que lo unían a
Dorotea, por malicia o quizás por espíritu de venganza, pues no había ninguna
prueba ostensible y la conjetura partía de ver a Paz concurrir asiduamente a lo
de Dorotea. Esta no asistió a los primeros recibos, creyendo que la invitación
obedeciese solamente a una cortesía de misia Pepita; pero luego que supo que
frecuentaba todo el mundo la casa de Ferreol, se decidió a asistir pensando en
sus hijas y también en José que podía conseguir un buen empleo. Toda una semana
se la pasó en los aprestos para presentarse dignamente en el recibo. Victoria y
María estaban fuera de sí. Se prometían gozar como nunca lo habían hecho y en
sus cerebros vagaban los novios más apuestos y rendidos que se pueden concebir.
Llegó, al fin, el suspirado jueves y por la noche aún les faltaba algo. Clara,
que todavía las servía y que había quedado como un miembro de la familia, tuvo
que disparar varias veces a las tiendas del barrio por cintas y alfileres.
A las nuevo y media se pusieron en
marcha. José las acompañaba, disgustado, y las muchachas, felices dentro de sus
trajes incómodos, se mofaban de él.
En el zaguán José entregó la tarjeta de
invitación a un lacayo y este les franqueó la entrada. En el patio fueron
recibidos por Víctor, el hijo mayor de Ferreol, y otros caballeros. José dejó
en manos de una sirvienta los tapados de las tres. Se dirigieron entonces a la
parte en que estaba misia Pepita, la cual las hizo sentar y las presentó a
algunas amigas. Víctor se llevó a José. Victoria y María se encontraban algo
embarazadas, pero con todo, pudo la primera vencer su timidez para decir a su
hermana:
-¿Repara en aquel loro?
-¿Dónde?
-Allí, a tu izquierda.
-Si es misia Mercedes.
-¡Qué espantajo!
-Sin embargo, ese verde oscuro está de
moda.
-¡Ah! pero a ella no le sienta.
-Cállate, por favor, concluyó María,
viendo que su hermana reía ocultándose la cara con el abanico.
La mujer del boticario, por su parte, al
verlas entrar había hecho a su vecina, también enemiga de Dorotea, la crítica
de las tres.
-Miren la desvergonzada, presentarse con
ese escote: está visto que ya no puede reunirse la gente decente, porque la
chusma tiene entrada a todas partes. -Y todas aquellas mujeres frívolas y
tontas sólo se ocupaban de zaherirse y reparar recíprocamente en los trapos que
las servían de adorno.
Todas allí estaban desconocidas y como
envaradas por el ajuste de los corsés. José mismo desconocía a sus hermanas. Es
que no hay vida para el hogar y todo se hace en él con el pensamiento fuera de
la casa: ¿quién podría reconocerlas, si todas esas mujeres, ahora tan paquetas,
no hacía una hora que se encontraban con el cerquillo enrulado en papeles, sin
corsé y con un vestido suelto y sucio?
En cuanto a Dorotea no salía de su
estupor al mirar el arreglo de la casa. Ella que la conocía no encontraba un
solo mueble de los antiguos. Todo había sido renovado. Los dormitorios habían
tenido que pasar al segundo patio. La sala y antesala tenían un mobiliario
suntuoso y en las mesas, en el piano hasta en los rincones se veían valiosos
objetos de arte. Las paredes estaban demasiado recargadas con las galerías, los
cortinados, dos soberbios espejos y cuadros de gran mérito, algunos de ellos
originales de Murillo. Bien mirado, aquello más parecía bazar o museo que sala
de un ministro, pero esto era debido a que se le había obsequiado con exceso y
Ferreol, para no herir susceptibilidades, exponía todos los regalos. Un piano
Kriegelstein, de majestuosas voces, estaba esquinado en la antesala. Después de
esta se pasaba al cuarto de trabajo de Ferreol. Pocos muebles, pero especiales.
Un escritorio ricamente tallado, dos bibliotecas de un gusto muy elegante y con
los estantes bien nutridos de tomos, un sofá, algunas sillas y una habanera
trípode con incrustaciones de metal. En esta pieza los cuadros denotaban las
predilecciones de su dueño. Washington, Danton, Marat, Robespierre, Thiers,
Gambetta y Disraeli, estaban representados en muy buenos grabados.
Enseguida el comedor. Un juego soberbio
de roble. El aparador, la gran mesa del centro, la pequeña de trinchar y las
dos docenas de butacas, le habían costado cuatro mil patacones. Una de las
confiterías más en boga había arreglado la mesa y tres correctos sirvientes
servían los pedidos de los invitados.
Poco a poco, fue invadiendo la casa una
concurrencia numerosa. Estaban allí representadas todas las clases sociales, no
obstante de que la mayoría de los trajes eran uniformes.
Se formaron grupos. En la sala estaban
las señoras y contados eran los galantes que las acompañaban. En los otros
cuartos departían los hombres sobre asuntos generales, no faltando algunos
Judas que denunciasen con sonrisas irónicas la ambición del anfitrión. Los
menos relacionados o más tímidos salían a fumar al patio.
En medio de este amable tumulto se
paseaba el doctor Ferreol prodigando almibaradas sonrisas. Hablaba con uno, lo
dejaba, atendía a otro y así seguía, incansable y satisfecho, afirmando la base
de su candidatura. El Mayor Paz lo seguía a ratos y Ferreol, acariciando su
sueño dorado, pensaba que podría ser alguna vez su Edecán.
Un corredor lo abordaba con una sonrisa
elocuente. No le dejaba hablar.
-Su asunto está a la firma -le decía.
Entonces un cesante, venciendo su
timidez, se le cruzaba.
-Señor -profería, y empezaba en su
cortedad a tragar saliva.
-No lo olvido, mi amigo: véame mañana en
el Ministerio.
Carlos y Esteban disparaban de un lado a
otro como unos guarangos, riendo y poniendo motes a los invitados pero los
visitantes se dejaban pisar y ajar sus trajes encontrándolos adorables y los
hacían jugar: luego corrían a las faldas de la abuela.
-¡Niños! -decía esta-: vayan para allá;
esténse quietos -y seguía la conversación.
Misia Francisca, desde que su hijo había
sido nombrado ministro no sabía lo que le pasaba. Era de gozarla al ver las
ponderaciones que hacía de Ferreol.
Tenía su círculo, y no sin razón, porque
ya más de un asunto se había despachado favorablemente por haber ella
intercedido ante Ferreol.
Al lado de la madre del dueño de casa
estaba sentada misia Carlota, viuda de un primo hermano de Ferreol, y que al
morir su marido había quedado poco menos que en la indigencia con una hijita a
la cual idolatraba. Cosiendo ponchos para el Estado se había sostenido basta
ver crecida a su querida niña, que la ayudó luego en el trabajo con una
abnegación ejemplar. Las virtudes de esta señora habían llamado la atención de
sus parientes, los cuales más de una vez quisieron socorrerla, pero ella,
agradeciendo, supo rehusar dignamente el dinero, que se la ofrecía. Entonces se
pensó otro modo de protegerla, buscándola costuras que fuesen bien pagadas.
Misia Pepita no tenía otra costurera y la recomendaba a sus amigas, Dorotea se
había mandado hacer más de un vestido con misia Carlota y era siempre la que
cortaba los trajes a María y Victoria, que luego cosían estas en su casa.
Esta excelente señora se mantenía
retirada del mundo, pero pensando en el porvenir de su adorada pequeña, había
reñido con sus hábitos y acudido a la invitación de su encumbrado pariente.
En aquel hervidero de pasiones, muchos
habían husmeado que la modesta joven era sobrina del Ministro; la creían buen
partido, y por esto no le faltaban cortejantes. La inocente niña estaba bien
ajena a estas maquinaciones y en cuanto a la madre, cegada en su cariño, lo
atribuía todo a las dotes personales de su Carlotita, pues la niña llevaba su
mismo nombre.
La joven, por otra parte, tenía ya concebida
su novela sentimental y todas sus simpatías las había enviado en la luz de una
mirada al alma de José. Este siempre la había distinguido y recordaba
maravillosamente todas las veces que se habían visto. Como en la mayoría de
estos casos, era bien difícil decir cuál de los dos había primero interesado el
corazón. José, confundido en un grupo, a la distancia, no la perdía de vista y
el hilo invisible de sus miradas se fundía de vez en cuando entretejiendo en
esos cerebros juveniles la eterna guirnalda que forma siempre el amor de
esperanzas y quimeras.
-¿Qué hay? -dijo de pronto misia
Francisca, cortando el hilo de la conversación que sostenía con Catay, al ver
cierto movimiento en la antesala.
-Es que va a cantar el tenor B.
-¿Quiere preguntar qué es lo que va a
cantar?
-Con el mayor gusto, señora.
Ferreol, en cada recibo preparaba bellas
sorpresas a sus invitados. Los mejores artistas de Colón frecuentaban su casa y
los concurrentes ya sabían de antemano que se cantaría y haría música.
-Va a cantar un trozo de Romeo y Julieta
-dijo Catay ya de vuelta.
El tenor tenía una fresca y bella voz.
A poco de empezar lo interrumpieron los
aplausos. Se conocía que la mayoría del auditorio no era muy diletante, razón
sin duda de su inmediata impresionabilidad.
Muchos pidieron silencio y entonces el
tenor siguió cantando el popular solo de la escena segunda del tercer acto:
Stagnate, o lagrime,
Al core
intorno...
Non vale il piangere,
Convien
morir.
José había adelantado algunos pasos y no
estaba muy distante de Carlota. Ese piano quejumbroso y esa melancólica
expresión que daba el cantor de oficio a la cantata hacía un mal horrible a los
jóvenes, que se miraban, a la sazón, intensamente. Eran almas predispuestas,
porque habían crecido en la especial atmósfera de una ciudad populosa del siglo
XIX. El dolor de ocasión les traía confusos recuerdos de infinitas necesidades,
que no pueden ser satisfechas, porque nacen de un extravío de criterio, y estas
verdaderas asfixias del alma hacían crisis en vaguedades de sonámbulo y en
opresiones de pecho como si faltara aire a sus pulmones.
Y el tenor seguía cantando como si se le
desgarrara el corazón:
Vis piú mi
splendano
Y rai del
giorno:
Sia questo
l'ultimo
De'miei
sospir.
Por fin, aquel fullero del sentimiento
terminó. Los aplausos y luego los comentarios que se hicieron calmaron a los
jóvenes de su hesitación.
De pronto se formó un bullicio, cuyo eco
fue recorriendo las salas. Al avanzar la ola de esta alegre algazara cerca de
misia Francisca, preguntó a su vecino más próximo qué motivaba este alboroto.
-Es que quieren bailar- se le contestó.
-¿Y por qué no? -replicó ella-: no falta
nada.
El piano pobló el salón con los alegres
aires de una mazurca y la danza se improvisó.
Carlota se acercó a su madre y le dijo
-Mamá: si me vienen a sacar, ¿qué hago?
-Según el que sea, hija: sí le conoces o
te le han presentado, acepta no más: ahora si no te gusta o crees que no es de
tu rango, dale cualquier excusa: ya sabes que hay gente aquí muy cualquier
cosa.
La niña, con este permiso, apenas podía
reprimir su contento.
-Mira -continuó la precavida señora-, no
olvides todo lo que te tengo enseñado y las respuestas que has de dar, y si por
casualidad te encuentras con un atrevido, le dices que te haga sentar.
-Sí, mamá; pierda cuidado.
En esto se allegó un joven Burgos,
escribiente del Ministerio, y la rogó quisiera acompañarlo a bailar la mazurca.
Accedió ella, y bien pronto se
confundieron entre el tumulto de parejas que ondulaban en rítmico vaivén por el
espacio libre de la sala.
José que vio esto quedó desesperado. ¡Ah!
él conocía a ese tuno. Le buscaría camorra y se la pagaría.
Sus celos no le aconsejaban nada más
juicioso, por el momento. Carlota al pasar por su lado le enviaba unas miradas
que hubieran aplacado a cualquier amante menos feroz; pero José se creía ya con
derechos imprescriptibles. En su despecho, y como buscando un refugio se acercó
a Andrés que había ido acompañando a don Isidro.
Allí todavía fue a iluminarlo la mirada
enamorada de Carlota.
Un extraño que lo notó, y a quien no
conocía José, lo dijo, queriendo echarla de gracioso:
-Anda Vd. en la buena. Si juega esta
noche de seguro que pierde.
José se puso todo colorado.
-La verdad es que tienes mucha suerte -le
dijo despacio Andrés-: yo no sé qué encuentran en ti las mujeres.
-Eso no quita que se eche en brazos de
otro -respondió el joven brutalmente y dando salida a su rencor.
-No seas pavo: ¿qué quieres que haga la
pobre en un baile? Bastante hace por demostrarte preferencia. La culpa es tuya
que no te apuraste por sacarla.
-Sí, ¿pero no ves cómo vengo? Todos andan
de frac y yo me he venido de levita.
-¿Pero estás ciego? Además que este es un
baile improvisado, ya ves el traje de las mujeres, andan muchos con levita y
otros se han lanzado con yaques.
En esto apareció Víctor, y José sufrió la
angustia de ver cómo Andrés le imponía de lo que pasaba.
-¿No es más que eso? yo lo palanquearé,
mi amigo. Voy a comprometerla para la segunda pieza, me acerco luego a
conversar con Vd. un momento y Vd. lo aprovecha para pedirle la siguiente.
Así quedó convenido y no tardó mucho el
delicioso instante en que José se paseaba muy ufano con ella, dándola el brazo.
Los papeles se habían trocado esta vez.
Ahora era el escribiente Burgos que miraba a la feliz pareja con ojos de
idiota. Estiraba el puño de su camisa, se peinaba con los dedos la onda de su
pelo y buscaba una expresión lánguida para interesar a Carlota.
Los jóvenes mantenían una conversación al
parecer muy animada.
¿De qué hablaban? Vaguedades que a ellos
solamente les interesaba y comprendían.
Sin embargo, hubo un momento en que José
venciendo su emoción quiso irse a fondo.
-Señorita -dijo-; desde la primera vez
que tuve la dicha de ver a Vd. puede creer Vd. en mi sinceridad... desde esa
vez la recuerdo siempre, todos los días.
Estas palabras le salieron entrecortadas,
balbucientes. Lo peor del caso era que el infeliz comprendía que se había
expresado de una manera vulgar. Pero no había podido concertar otras palabras.
Quedó confundido y esperando como un criminal la respuesta de Carlota. Esta se
había inmutado. Su corazón palpitó fuertemente, y sintió una oleada de sangre
que desde sus entrañas vírgenes subía hasta incendiarle el rostro.
Los dos temblaban de pasión y los
estremecimientos que sentían sus cuerpos se los trasmitían en el contacto de
sus brazos.
Ella hizo un esfuerzo por reprimirse y
dijo con dulce seriedad:
-Caballero, yo no puedo escuchar a Vd.
esas palabras. Le ruego que me hable de otras cosas.
José había empezado y era imposible
contenerlo en la pasión que ya lo dominaba. Interpretó mal las palabras de
Carlota, ignorando que la infeliz no le había dado ni la tercera parte de la
respuesta que lo enseñara su buena madre.
-Señorita -dijo con una tristeza que a su
despecho lo invadía-: por obedecerla sacrificaría mi vida, pero Vd. será tan
buena para decirme una sola cosa y le juro no la molestaré más en la vida.
La joven calló sin saber qué responder,
pero no podía ocultar que había entrado en cuidado. Entonces José
continuó:
-Señorita: por lo que quiera Vd. más en el
mundo, le suplico me diga si tiene algún compromiso. -Y José al decir esto
miraba torvamente hacia la parte en que se encontraba Burgos.
Esto decidió a la joven.
-¿Yo? ninguno -contestó.
La pieza terminaba.
Asustada de su respuesta Carlota pidió a
su compañero la sentara.
-¿Por qué? -dijo este-: ¿no me acaba Vd.
de decir que no tiene ningún compromiso? -agregó con picaresco desenfado.
La joven sonriendo replicó
candorosamente:
-Mamá puede retarme.
-Bueno, para la subsiguiente.
-Está bien.
José la sentó y salió al patio a
respirar, porque la dicha lo ahogaba. Víctor y Andrés lo felicitaron.
-Yo también, aunque no sé de lo que se trata -dijo a sus
espaldas Juan Diego, que entraba en ese momento.
-¡Tú! -exclamaron los jóvenes.
-A qué hora -observó Víctor-: pareces un
príncipe.
-Díme ¿dónde dejo el sobretodo y el
sombrero? Qué bueno está el baile. Caramba, esto promete.
Víctor llamó un lacayo y le hizo tomar el
sombrero y el sobretodo del travieso estudiante, entregando en cambio el
sirviente una tarjetita numerada.
-A la acción, muchachos -dijo Juan
Diego-: ¿ninguno de Vds. me acompaña? me voy a bolear si entro solo.
-Vamos -dijo Andrés.
Por amistad con José decidieron sacar a
Victoria y María, que estaban planchando.
Las jóvenes excitadas por la atmósfera
cargada del salón presentaban en sus mejillas unas placas moradas, signo
característico del temperamento linfático y de la pobreza fisiológica de sus
constituciones.
Ferreol seguía atendiendo a sus
contertulios y aunque parecía muy satisfecho estaba bastante contrariado: dos
caudillos electorales que esperaba esa noche no habían venido y en sus sueños
de ambición daba al hecho más importancia de la que realmente tenía.
Catay y D. Isidro se le acercaron: el
primero ya había aprovechado la influencia de Ferreol consiguiendo ser nombrado
cirujano del ejército, con residencia en Buenos Aires; y ahora médico y
boticario trataban de que el Ministro interpusiese sus buenos oficios para que
fuesen aceptadas varias propuestas de medicamentos que había ofrecido D.
Isidro.
Ferreol notaba el negocio sucio, pero se
veía obligado a ayudar para que lo ayudasen. Se defendió débilmente.
-Pero eso es asunto de licitación -dijo.
-La licitación sólo es obligatoria cuando
se trata de una compra que exceda de mil fuertes, y ninguna de mis propuestas
-respondió D. Isidro-, pasa de esa cantidad. Por otra parte, los medicamentos
son reclamados con urgencia y los pedidos han sido bien informados.
-Es que la mayoría de ellos, según tengo
entendido, no corresponden a mi despacho.
-¡Pero usted, doctor!...
Esta frase que halagó a Ferreol, concluyó
con sus escrúpulos y dio la respuesta consagrada:
-Llévese un apuntecito y véame mañana en
el Ministerio; trataremos de arreglar esto.
D. Isidro tartamudeó unas cuantas frases de
reconocimiento y se apartó con Catay.
-Qué hombre fino y servicial; merece ser
Presidente; no hay otro como él -decía don Isidro al médico, entusiasmado ante
la perspectiva de redondear un buen negocio.
D. Guillermo, dueño del Registro donde
estaba empleado José, y padre de nuestro joven conocido del mismo nombre,
aprovechó el momento que hacía tiempo esperaba de ver solo a Ferreol y lo
abordó.
Iba también a defender el pleito de su
interés: quería que el Gobierno le comprase una gran partida de cobijas y
mantas con destino a varios establecimientos públicos y que se suprimiese una
cláusula en una licitación por vestuario que sabía iba a publicarse de un
momento a otro, por habérsela enseñado el oficial mayor del ministerio
respectivo. Ferreol prometió. Se sentía cansado con tantas exigencias. Ya no
creía, como antes, en la existencia de personas que tuviesen patriotismo
teórico. Rodeado de sanguijuelas, su sentido moral empezaba a zozobrar y su
carácter se estaba amoldando al modo de ser de un clown de Circo que las
circunstancias hacían accionar en un teatro más vasto. Carecía por completo de
esa buena vista y ese tacto especial que distingue a los hombres de verdaderas
disposiciones para el mando y que de una simple ojeada aquilatan el valor de
las personas. Ferreol confundía a todos. Para él no había más que pillos. Unos
brutos y otros inteligentes, pero que encontraban su punto de conjunción en las
pretensiones que manifestaban. El grupo de intrigantes que lo rodeaba le
impedía ver a los hombres probos, que nunca faltan en cualquier sociedad, bien
inspirados y de errores sinceros.
Él por su parte, tampoco perdía su
tiempo, y el ruido de sus fiestas le atraía algunas valiosas testamentarías y
otros asuntos importantes que mandaba luego al estudio de su socio.
-Mi querido amigo -le dijo una voz a la
espalda.
Dio vuelta Ferreol y se encontró con un
antiguo colega de la cámara, un diputado por una provincia del norte, fatuo y
majadero como ninguno. Como alardeaba tener gran influencia en su provincia,
los políticos le tenían regular consideración.
-Creía que ya Vd. me haría la rabona por
esta noche.
-¡Qué esperanza! Le había dado mi palabra
y nunca falto a ella: así, aunque hubiera sido al alba me habría tenido Vd. por
aquí. El diputado miró a sus lados y en medio de acciones de mal gusto,
continuó con énfasis:
-Hubo sus inconvenientes. Fui a comer con
el Presidente y después me instó para que le acompañara al teatro y he corrido
con él la tuna.
Era la manía del Diputado: citar el
nombre del Presidente en sus conversaciones. En el resto de la noche lo nombró
cien veces más y siempre refiriéndose a episodios íntimos, como para demostrar
que los unía una relación casi fraternal. Por lo que respecta a su instrucción
este arrogante representante del pueblo era de todo punto inofensivo.
D. Guillermo, después de dejar a Ferreol,
se dirigió con su aire siempre grave adonde estaba Dorotea.
La saludó y le dijo:
-Señora, si Vd. consiente pasearemos esta
pieza -y le ofreció el brazo.
-Con mucho gusto, señor.
Empezaron a andar con dificultad a causa
de que bailaban muchas parejas y a cada momento tenían que esquivar algún
choque.
-Tengo que hablarla de un asunto algo
serio, señora.
Dorotea entró en cuidado y replicó
vivamente:
-Hable Vd., señor.
-Aquí no se puede andar: ¿quiere Vd. que
pasemos al comedor? Allí estaremos algo más libres.
-Como Vd. disponga.
En el comedor, don Guillermo quiso servir
algo a Dorotea, pero esta, que esperaba una desazón, rehusó tomar nada.
D. Guillermo insistió y pidieron dos
tazas de té.
Entre tanto se habían sentado.
-¿Qué tiene Vd. que decirme? -preguntó
Dorotea.
Señora, tengo que darle muchas quejas de
su hijo. Se comporta muy mal, va tarde al registro y hace las cosas allí como
si no se lo pagara.
-¡Ah! pobre muchacho: tiene mala cabeza,
pero considere Vd. que es joven él; se ha de componer porque tiene buen fondo,
se lo aseguro.
-Difícilmente, señora, y perdone que le
hable con esta franqueza. Se reúne con jóvenes muy desordenados. Vd. sabe que
allí lo hemos tratado siempre con todo género de consideraciones: se le ha
aumentado varias veces el sueldo y no por esto se muestra más asiduo en sus
tareas. Se lo digo a Vd. para que lo reconvenga y si él no se corrige, aunque
me sea sensible, porque estimo a Vd. y veo que José nos ha acompañado algunos
años, tendré que verme en la necesidad de despedirlo.
-¡Ah! señor, yo agradezco a Vd. todo lo
que hace por José y le juro que haré todo lo que esté de mi parte para que se
porte con Vd. como es debido.
-Si él hubiera sido otro a la fecha
tendría una habilitación.
-Bien lo veo, señor.
-Otra cosa, señora; porque es preciso que
Vd. lo sepa todo: he tenido el gran disgusto de saber que mi hijo con el suyo
concurren a parajes que no me es posible nombrar. Yo he castigado severamente a
Guillermo y le he prohibido se junte con José. Ruego a Vd. quiera tener la
bondad de hacer igual prevención a su hijo. Bajo este concepto y si su
comportación es otra quedará en el empleo que tiene en mi casa.
Dorotea, como todas las madres, veía la
inocencia de parte de su hijo y creía que Guillermo era el que había inducido a
José a dar malos pasos. Iba a hacer esta salvedad, pero se contuvo.
-Está bien, señor -dijo-: lo haré así.
La conferencia había terminado y D.
Guillermo condujo a Dorotea nuevamente a la sala.
El baile tocaba a su término. Varias
familias se estaban despidiendo y otras habían pasado al tocador de misia
Pepita para colocarse sus abrigos y arreglarse.
Dorotea, muy contrariada con lo que le
había dicho D. Guillermo, se alegró de poderse retirar también ella, sin
despertar atención ya que tantas señoras salían.
Las niñas llamaron a su hermano para que
las acompañase a buscar los tapados.
-No, mama, espérame un poco; ¿qué objeto
hay en irse tan pronto?
-Si no quieres acompañarme, nos iremos
solas -replicó con acritud Dorotea. Estoy descompuesta ¿sabes?
José notó algo en su madre: pocas veces
le había hablado con tal sequedad. Aunque deseaba ver hasta el último momento a
Carlota, se resignó y dijo:
-Si es así, vamos.
Se despidieron de misia Pepita, de misia
Francisca, de misia Carlota, de su hija y de varias otras personas que estaban
cercanas. Un apretón de manos, dos besos maquinales y unas cuantas palabras de
convención, que se cruzaban sin sentido, las más de las veces, tal era el
hábito de repetir siempre las mismas cosas, sin escuchar ni hacer las debidas
pausas.
José oprimió fuertemente la mano a
Carlota y esta devolvió suavemente la presión como significándole que entendía
la clave de ese lenguaje.
Salieron. En la puerta las saludó
Ferreol, que había ido despidiendo al nuncio apostólico. Aunque extranjero, lo
creía una influencia electoral por sus conexiones con el clero. Víctor, que
también se encontraba allí, deslizó estas palabras al oído de José:
-Vuelva cuando deje su familia: lo
esperamos en mi cuarto.
Caminaron ligero, porque hacía frío. José
y Dorotea iban callados, ensimismados en sus impresiones, mientras que Victoria
y María recordaban alegremente los episodios de la reunión.
Al abrir José la puerta de su casa, le
dijo Dorotea:
-Tengo que hablarte.
-Más tarde, mama, me espera Víctor.
-¿Qué se me importa a mí de Víctor?
Entra, te digo.
-¡Pero, mama!
-¿Quiere decir que ya te crees
independiente y no me haces caso?
-No es que no te haga caso, sino que
estoy comprometido. Voy a volver muy pronto, y sin esperar contestación se puso
en marcha.
Dorotea quedó muy seria, y sus hijas,
temerosas de que volviese el enojo contra ellas, penetraron calladas a su
habitación.
Muy crueles fueron los pensamientos de
Dorotea: su hijo no la hacía caso, era un perdido y ella se sentía impotente
para gobernarlo, porque José no sólo era un hombre, sino que desde varios años
antes usaba de entera libertad para entrar a su casa a la hora que se le
antojaba y aun algunas noches, faltar por completo del hogar: veía que le
faltaba una mano de fierro para cortar estos hábitos. En vano se devanaba los
sesos: no se le ocurrió medio de hacerlo entrar en vereda, y en su aflicción
concluía por echarse la culpa de lo que sucedía y su conciencia de mala madre
despertaba al fin con acerbos recuerdos. Ella no lo cuidó como era debido en su
infancia, dejándolo en compañía de muchachos vagabundos, y más tarde le había
concedido la llave de la puerta de calle. La punzaban extraños recelos y se
figuraba a ratos que se lo traían muerto por haber peleado en alguna casa mala.
Quiso esperarlo, pero cuando pasaron dos
horas largas, sus hijas, ya recogidas, la decidieron a que se acostara.
José con acelerado paso regresó a lo de
Ferreol. La fiesta no había concluido aún. Muchos hombres quedaban todavía, y
algunas pocas familias que se preparaban para retirarse.
Misia Francisca, que no perdía
oportunidad para hablar de su hijo, se complacía escuchando a don Isidro, que
no encontraba palabras suficientes para encomiarlo. El suspicaz farmacéutico
pensaba que todo lo que dijera a la excelente señora lo sabría bien pronto
Ferreol.
-El doctor -decía a la sazón-, es el
hombre más bien preparado que tiene el país para la vida pública y tengo la
convicción de que nos mandará a todos desde el puesto más alto.
-Quién sabe -replicaba la madre-, se ven
tantas cosas... y no siempre suben los que saben más.
-No tenga duda, señora: es el candidato
más simpático al pueblo.
-Pero si todavía falta tanto tiempo: de
aquí allá pueden suceder tantas cosas... -y como no creía en estas conjeturas,
reía satisfecha la buena señora, muy complacida de poder enseñar sus dientes
postizos.
-Sin embargo, señora, en todas partes no
se oye hablar sino de política.
-Hay que tener en cuenta que Manuel es
sumamente modesto y no es como otros que trabajan para sí: ya ve usted cuando
lo nombraron Ministro: aceptó por patriotismo y porque el mismo Presidente de
la República vino a esta casa a ofrecerle la cartera.
-Mi tía -dijo Carlota interrumpiéndolos-,
nos vamos.
-Qué apuro: nadie nos corre.
D. Isidro aprovechó el momento para
despedirse: hacía media hora que no deseaba otra cosa, pero la vieja con su
conversación sostenida no le había presentado la oportunidad.
-Voy a buscar a mi mujer, que me espera
-exclamo al último.
-Dígale a Merceditas que me visite
-respondió misia Francisca, encantada del boticario.
Cuando este se hubo alejado le dijo a
Carlota:
-Qué hombre tan de buen sentido; da gusto
conversar con él, -y como estaban cercanas varias personas se dieron vuelta
para mirar al feliz boticario.
-Mamá está apurada, porque ya es muy
tarde -dijo Carlota, y vengo a despedirme.
-No, mi hijita, vamos a ir juntas: es
casi la misma dirección.
-No se incomode, mi tía, mire que
nosotras podemos ir muy bien; Víctor nos va a acompañar.
-Miren el mequetrefe: valiente compaña:
si van con él y les sucede algo tú o tu madre tendrían que defenderlo.
La joven rió del excelente humor de la
señora.
-Cómo se pondría si la oyera -no pudo
menos que decir.
-Déjate de eso: anda y di a Carlota que
se tape, que vamos a ir en el carruaje.
-Mamá no va a querer -contestó en voz
algo baja Carlota, porque se apercibía que muchos se imponían de la
conversación, pues misia Francisca hablaba como si la escucharan sordos.
En el mismo tono continuó la señora:
-Pues no faltaba más: ¿no ves que Manuel
tiene tres carruajes y es preciso ocuparlos para que los troncos no se olviden
de trotar? hoy me vine en el cupé y ahora ha puesto a mi disposición el landó
-y al decir esto paladeaba como si estuviese gustando un caramelo.
-Voy a decirle a mamá, entonces.
-Espera; dame el brazo, voy a despedirme de Pepa.
Se dirigieron al tocador, y cuando
pasaron por el comedor, José, que estaba con Víctor, Andrés y Juan Diego, pudo
bañarse una vez más en la luz que esparcía la mirada enamorada de Carlota. Esa
noche sería inolvidable para ambos. Habían bailado muchas piezas y hecho
comunión de ideas y sentimientos.
Carlota era realmente bella. Estatura
mediana, un tallo primoroso, ojos de azabache y pelo castaño. Las demás
facciones delicadas y bien proporcionadas hacían un conjunto admirable; pero lo
que le daba verdadero encanto y una seducción irresistible era su modo de ser,
la vivacidad de sus expresiones y su voz de un timbre fresco y sonoro. Podía
decirse de sus palabras que eran armonías que exhalaban dos filas de perlas
reflejando sus cambiantes nacarados al través de una granada abierta.
Los jóvenes pasaron al cuarto de Víctor y
al poco rato sintió José el ruido del carruaje que llevaba a la prenda de su
amor.
-Ahora, que estoy en antecedentes -dijo
Juan Diego-, puedo, mi querido José, darte mi mayor enhorabuena.
-Déjate de embromar.
-Cuando se quiere bien, uno no debe
ocultarlo -observó Andrés.
-Está bien -contestó José, haciendo gran
esfuerzo para mantenerse sereno, pero que yo la quiera no significa nada: ella
puede preferir a otro; y hay además -agregó desalentado-, que ver la opinión de
la madre.
-Eso es lo de menos -exclamó Víctor-: yo
me encargo de presentarlo en la casa.
-Ya lo ves -dijo Juan Diego-, se te abre
el camino: "gracias, mi querido primo", dile.
Victor y José se miraron y rieron de la
ocurrencia.
El hijo de Ferreol simpatizaba en extremo
con José: conocía sus calaveradas y su audacia y estaba perfectamente dispuesto
a intimar con él y a ayudarlo en todo lo que pudiese.
Así como lo pensaron se hizo, y nuestro
joven empezó a visitar en casa de misia Carlota, donde fue bastante bien
recibido.
José esa noche parecía que tenía azogue
en el cuerpo.
Sus nervios estaban excitados y sentía
una necesidad de acción que lo martirizaba.
El soplo confortante de un amor digno y
puro había estremecido todo su ser y a su contacto mágico vibraban las cuerdas
de su alma modulando plegarias, y resurgiendo en él frescos y lozanos los
capullos de nobles sentimientos que guarda siempre el corazón humano como una
herencia bendita o imprescriptible.
-Vamos al duerme -dijo Andrés, que era el
más juicioso de todos ellos.
-Yo tengo que estudiar la conferencia de
mañana -agregó el estudiante-: creo también que es hora.
-¿Cuántos años te faltan? -preguntó
Víctor.
-¿Cuantos? Uno no más. En Marzo del que
viene presento la tesis.
-Yo no tengo sueño -exclamó José.
Al pobre joven lo conturbaba una ansiedad
creciente. Sentía estimulada su actividad por la pasión que le devoraba el
pecho y le ponía brillante la mirada. Soñaba con causas generosas, deseaba
exponerse a mil peligros y distinguirse para demostrar grandeza de alma.
Pero a esa hora no había para él más que
dos caminos: el de su hogar o el de la casa de tolerancia; y optó por la
última.
-Vamos un momento a lo de Amalia -dijo
Juan Diego.
-Lo que es yo no los acompaño -contestó
Andrés.
-Qué diablos, vamos a cualquier parte,
pero vamos todos -propuso José.
-Yo siento no poderlos acompañar -dijo
Víctor en tono bajo- porque pienso írmele al cuarto a la sirvienta.
-Diablo: eso es más cómodo -contestó Juan
Diego.
Entonces los jóvenes se despidieron.
-Hasta el jueves que viene -dijo Victor.
-Bueno.
-Lo que es usted Dagiore, ya sabemos que
no vendrá por nosotros.
-¡Cómo no!
-Adiós.
-Adiós.
-Que les vaya muy bien.
-Y a ti con la...
-¡Chist! -y riendo se separaron.
Víctor fue a su cuarto a esperar que
todos se recogieran en la casa, mientras su padre, cansado y aturdido con la
fiesta, trataba en vano de conciliar el sueño, que ahuyentaba su ambición al
forjar alianzas, combinaciones y prestigiosos caudillos catequizados.
José y Juan Diego arrastraron a Andrés, y
los tres se dirigieron a lo de Amalia. Allí, como de costumbre, los abrió la
puerta Josefina, que sorprendió a los jóvenes a causa de tener puestos unos
grandes anteojos oscuros. La infeliz seguía cada vez peor de la vista.
José, tanto en el trayecto como en lo de
Amalia, hablaba pronto de Carlota y de sentimientos dignos y elevados, y casi
sin transición, al mismo tiempo, descendía a temas licenciosos. ¿Cómo explicar
estas aberraciones? ¿Sería que la educación y el medio, lo arrastraban, como
las olas de un mar embravecido a una débil nave que hubiera perdido el timón?
A la madrugada penetró a su casa y
cuidando de no hacer ruido entró a su cuarto.
Cuando Dorotea se levantó se asomó a la
habitación de su hijo y vio que dormía profundamente.
A las nueve se decidió a recordarlo.
-¿No piensas ir hoy al empleo? -le dijo.
-¿Qué hora es? -preguntó José,
restregándose los ojos, y levantando la almohada, consultó su reloj.
-Es temprano -dijo.
Dorotea aprovechó la ocasión para decirle
el sermón que le tenía preparado.
Ella creía que José quedaría confundido,
pero sucedió todo lo contrario. El joven había hecho progresos de dialéctica.
-Mira, mama, te ha mentido miserablemente.
Guillermo es el que no tiene ya compostura: debe a todo el mundo y es un
sinvergüenza: en cuanto a que no me junte con él, perfectamente, y también
encuentro razonable que se me pida vaya más temprano; pero eso de meterse don
Guillermo en mi vida privada y calumniarme como lo ha hecho, no lo permitiré y
hoy mismo le tiraré su empleo por la cara y me ha de dar una satisfacción: ¡si
creerá ese viejo zonzo que me va a asustar!...
Dorotea se desarmó con estas palabras y
empezó a rogar: trató de aminorar el alcance de lo dicho por don Guillermo y le
pidió continuara en su empleo hasta encontrar otro.
José, que comprendía que en sus
circunstancias no le convenía perderlo, se dejó convencer y habló un rato
amigablemente con su madre.
Cuando esta hubo salido se empezó a vestir; tomó una bebida
preparada con mercurio, y pasó a lavarse los dientes, porque el remedio se los
ponía negros.
A las diez probó un bocado, y
correctamente vestido salió para el Registro, no sin antes hacer un rodeo con
el objeto único de hacer un pasacalle a Carlota.
- X -
Pasaron varios meses. José seguía
visitando a Carlota y sus amores marchaban en una inteligencia perfecta. Como
la señora y su hija estaban siempre ocupadas se había convenido recibirle los
domingos. Allí José averiguaba si irían el jueves a lo de Ferreol, y en caso
negativo, él también se abstenía. Cuando quedaban un momento solos, Carlota le
informaba la hora en que iría a misa el día festivo más próximo, para hacer en
la Iglesia comercio de miradas. Nuestro joven, pues, era feliz y avanzaba
confiado hacia el porvenir entreviendo celajes sonrosados.
Pensaba pedir en breve la mano de la niña
para formalizar un compromiso, que a la vez de alentarlo lo dejase tranquilo a
este respecto. Esperaba solamente la terminación del año, para ver si don
Guillermo le aumentaba el sueldo. Entre tanto se curaba, y según la opinión del
médico, iba en vías de un restablecimiento completo. Si su sueldo no mejoraba
tenía su proyecto: librar una batalla en su casa para que sus padres lo
habilitasen y poder abrir un Registro de tienda y mercería.
Así seguía, igual y monótona su
existencia, hasta que un día, en el momento de llegar a su acomodo, fue llamado
por don Guillermo.
Como no
tenía ningún trabajo entre manos se sorprendió.
-¡Bah! se dijo, he venido un poco tarde y
el viejo me va a echar una raspa.
Miró a sus compañeros y los encontró tan
mustios y silenciosos que comprendió al instante que algo grave sucedía.
José era muy precavido y sintió no haber
traído su revólver.
Así fue que cuando entró al escritorio de
D. Guillermo lo primero que hizo fue reconocer los objetos para tener presentes
aquellos que pudiesen servir de arma en caso necesario.
-Buenos días, señor -dijo al ver a su
patrón.
D. Guillermo lo mira sin contestarle.
Estaba tétrico y sombrío. Se conocía que una tormenta moral rugía en su alma.
En un rincón se encontraba Guillermo recostado contra el muro y con una mano
cubriéndose la frente y parte de los ojos, que estaban rojos, lo que decía que
había llorado mucho. Su aspecto revelaba tanta desesperación que movía a
lástima.
José comenzó a comprender algo.
-¿Sabe Vd., -dijo al fin D. Guillermo con
voz bronca-, de que éste -señalando a su hijo- haya gastado dinero en este
tiempo pasado?
-No, señor.
-¡Diga Vd. la verdad, porque es muy
posible que salga Vd. de aquí para la Policía!
José perdió su paciencia, y su
temperamento nervioso prevaleció a despecho de todos sus deseos de mantenerse
prudente.
-¿Yo? ¿yo a la cárcel? Mídase, señor, en
lo que dice, porque de lo contrario...
-¡Me amenaza Vd.! -vociferó el
comerciante; pero ya contenido algún tanto.
-No, señor; no lo amenazo; pero respeto a
condición de que se me respete a mi turno.
-¿Pero cómo me quiere Vd. hacer tan tonto
para que lo crea que no sabe nada del dinero que ha derrochado su amigo de
parrandas?
-Él no ha tenido ninguna parte -sollozó
noblemente Guillermo desde el rincón.
-¡Cállate tú, sinvergüenza! -gritó el padre.
-En fin, puede ser -continuó secamente el
dueño del Registro-; pero si no ha sido Vd. cómplice directo, lo ha arrastrado
llevándolo a casas de perdición. ¡Ah! Vd. ha sido fatal para mi casa y nadie me
quitará que su mala compañía es la que ha corrompido a mi hijo: hemos
concluido: ¡puede Vd. retirarse para siempre de esta casa!
José veía en desgracia a Guillermo y
quería ser noble; por esto no había interrumpido a su padre; pero cuando vio
que se lo arrojaba como a un leproso estalló:
-Usted es un viejo crápula y ladrón.
Sépase, roñoso hipócrita, que su hijo ha sido el que me ha enseñado el camino
de los burdeles y que cuando yo entré a esta casa apenas si sabía que
existieran.
-¡Retírese Vd., insolente!
-¿Vd. cree que le tengo miedo? no quiero
retirarme: si Vd. está en su casa, yo tengo el derecho de exigir los días que
se me deben y un papel que atestigüe mi honradez, porque no soy un perro para
que se me arroje de esta manera a la calle.
El comerciante, furioso, avanzó para
tomarlo de un brazo, pero listo como el rayo José alzó una silla por el
respaldo y lo ensartó del pecho.
-Modérese, señor, que por la fuerza no va
a conseguir nada -dijo el joven en medio de la consiguiente agitación, pero con
admirable sangre fría.
Los demás empleados habían oído el
altercado y cuando comprendieron por el ruido de los muebles en que tropezaban
José y su patrón, que algo más grave sucedía, ocurrieron aceleradamente.
Era tiempo, porque Guillermo viendo mal
parado a su padre había querido separarlo a José, pero este que no conoció bien
sus intenciones lo rechazó con una patada. El hijo iba a embestir nuevamente,
cuando entraron en tropel los empleados.
El dependiente principal se interpuso
entre los combatientes abrazando la silla.
-Deje, señor -le dijo a su patrón-, y Vd.
también, Dagiore: esto no conduce a nada -y mientras ellos seguían gritando los
otros dependientes los separaron.
-Venga Vd. conmigo: se lo pido como un
servicio de amistad -dijo el principal a José. Este lo siguió y fue a su sitio
habitual, que estaba en los escritorios que daban a la calle.
-¿No ve que no sólo me arroja
injustamente de su casa, sino que pretendía darme de empujones? -decía José al
principal mientras caminaban por angostos senderos que limitaban hasta el techo
las piezas de género superpuestas.
-Está hoy intolerable, y creo que vamos a
salir todos.
-¿Pero qué es lo que ha sucedido?
-Ha encontrado un pagaré de dos mil
fuertes falsificado por Guillermo: se ha averiguado que hacía mucho de esto,
pero renovaba los pagarés. Yo lo había dicho que el día menos pensado iba a
hacer una trastada. Se metía en todo, daba órdenes contrarias a las mías y
hacía asientos en los libros; pero don Guillermo, que lo consentía, tiene la
culpa de lo que pasa.
-¿Y será eso no más?
-Ahí está lo que no se sabe.
-¡Pero yo no lo he visto hacer lo que
pudiera llamarse grandes gastos!
-Es que debía en muchas partes y se
conoce que ha querido pagar sus trampas, porque muchos de los que le habían
prestado dinero, ya cansados, lo amenazaban con cobrarlo al viejo.
José entonces recordó los regalos que
había hecho Guillermo a Josefina.
-Vaya una cosa linda; pero yo soy el que
paga el pato, dijo.
-Quédese aquí un momento que voy a verlo.
D. Guillermo la había emprendido
nuevamente con su hijo y tuvieron que quitárselo, porque en su furor volvía a
golpearlo.
Hombre vulgar, no comprendía que podía
haber probado, en esta ocasión, con una conducta elevada, la regeneración de su
hijo. Ese mismo día llamó urgentemente al mayordomo de la estancia que poseía
en Arrecifes, y cuando a los dos días bajó este, le entregó a Guillermo dándole
toda clase de poderes para que lo hiciera marchar derecho.
-Señor -le dijo el principal-, es
conveniente que arreglemos esto: por Vd. y por todos: es preciso que evitemos
incidentes enojosos.
-Dagiore merecería un correctivo: es un
insolente.
El principal necesitaba de su puesto,
pero apreciaba mucho a José: así es que dijo:
-Es joven, señor, y en este asunto no
tiene ninguna culpa.
-¡Lo defiende Vd.!
-Señor, digo lo que hay.
D. Guillermo, que recién había conocido
la fibra enérgica de José, deseaba también terminar el asunto, porque no dejaba
de pensar con recelo que un joven tan decidido podría vengarse asestándole un
mal golpe.
-Arregle Vd. esto entonces: páguele todo
el mes y escriba un simple certificado que yo firmaré; pero que no vuelva a
presentarse en esta casa.
El principal fue a cumplir esta orden y
se la comunicó a José.
-Ponga Vd. bien la palabra honradez,
porque mi salida coincide con un robo que ha hecho Guillermo.
-Pierda Vd. cuidado.
Cuando fueron a entregarle el sueldo
íntegro, aunque por el Código le correspondía más, no quiso recibir sino los
días que iban corridos.
Se despidió cariñosamente de sus
compañeros y recién supieron estos la extensión del aprecio que le profesaban.
Sería la una del día cuando salió a la
calle. Se encontró perplejo sin saber dónde ir. Con todo se sentía alegre. Al
fin decidió ir al Café Tortoni a pasar el tiempo hasta que llegara la hora de
costumbre para retirarse a su casa. No encontró ningún amigo entre los pocos
parroquianos que estaban en el Café. Pidió un oporto y se puso a hojear las
revistas ilustradas que se encontraban sobre la mesa. Luego meditó sobre su
situación. Su idea anterior de abrir un registro volvió a ocurrírsele, tomando
mayor cuerpo en su mente. Hasta pensó en una competencia con don Guillermo,
situando su negocio cercano al de su ex-patrón, y como su imaginación corría y
se había emocionado por la afectuosa despedida que le hicieron sus compañeros,
veía llegado el momento, en que ofreciéndoles mayor sueldo, lo dejaban a don
Guillermo para venirse con él.
Luego bajaba con bastante recelo a la
realidad de las cosas y se preguntaba si su padre le facilitaría el dinero
necesario.
Así anduvo alimentándose de proyectos e
ilusiones dos semanas, hasta que cansado de aburrirse las horas del día en que
vagaba sin rumbo ni objeto y mermándosele los pocos pesos que tenía, resolvió
participar a su madre lo que pasaba.
Dorotea se puso muy seria, pero cuando
José expuso bien los hechos y le mostró el certificado, sintió un gran alivio:
al menos su hijo no era ladrón, y convino con él en que don Guillermo era un
mal hombre.
Pasando luego a la idea acariciada por
José de instalar un registro, volvió la madre a ponerse seria y con acento
triste dijo:
-Yo no la desapruebo, porque creo que
serías juicioso, pero estoy plenamente segura de que tu padre te negará su
ayuda. Tú no sabes cómo está. Sería preciso que permanecieses aquí todo el
tiempo que lo pasa entre nosotros. ¡Ay! tu padre concluirá mal, y me parece que
nos amenaza una desgracia.
-¡Dios mío! ¿y cómo yo no he sabido nada?
-Te hemos ocultado, porque creíamos que
pasaría. Anda muy mal de la cabeza.
José quedó profundamente sorprendido, y
el noble sentimiento del amor filial se despertó en su pecho brusco y
enternecido, colmando por primera vez de secretas simpatías a su desgraciado
padre, y un acerbo remordimiento empezó a punzarle las entrañas por su conducta
pasada, al recordar que solían trascurrir meses sin verle.
-¡Quién sabe todavía! -dijo-, él tiene
rarezas y un genio brusco; puede ser que viendo un médico la cosa pase pronto.
Dorotea se echó a llorar.
-Tú me ocultas algo, mama -gritó perplejo
José, abrazándose a Dorotea.
-No hijo: hace varios días que estaba por
contarte lo que pasaba; de todos modos habías de saberlo y sólo por una
casualidad no te has encontrado en alguna de las escenas que han tenido lugar.
Dagiore hacía tiempo que andaba muy fastidioso y lleno de ideas raras, yo lo
sufría sin contrariarle, hasta que ahora cinco días se presentó un oficial de
Policía al cual él acompañaba. Había ido a llamarlo para que tomara preso al
Mayor, diciendo que lo quería asesinar.
José empezó a comprender la gravedad del
caso, y se le nublaron los ojos.
-El oficial conocía a Paz -continuó la
madre, y empezó recién a dudar del hecho, porque Dagiore había expuesto muy
bien toda una historia en la Comisaría, pero sin dar el nombre del que decía
premeditaba un crimen contra su persona. Entonces el de la policía le hizo
varias preguntas, tu padre se confundió y al fin concluyó por decir que había
más de cien que lo querían matar. Comprenderás cómo quedé. El oficial le dio
toda la razón y le dijo que le mandara el nombre de los cien para ponerlos
presos y salió con Paz. Yo le escribí entonces al Mayor, que se abstuviera de
venir, y él me contestó, allí está su carta -dijo Dorotea señalando una
cómoda-, que ya en el Café había Dagiore provocado incidentes parecidos, y
concluía aconsejándome lo hiciese ver con un médico. Ya había pensado yo esto
mismo, y viendo que salía lo hice seguir de lejos con Clara. Vio esta que entró
al Café, y me trajo la noticia. Entonces me tapé y fui a ver al doctor R...
Quiso la suerte que lo encontrara y consintió en ir a ver a Dagiore al Café sin
demostrarle que era médico. Me hizo infinidad de preguntas sobre su vida
pasada, si bebía, si había mantenido proyectos y si le iba mal en el negocio o
había perdido dinero de cualquier manera. A todo le respondí con los informes
que podía darle y nos separamos quedando él en venir a casa a comunicarme el
resultado de su reconocimiento. Volvió a la hora y me dijo que sería su cura
muy difícil, porque la enfermedad había hecho muchos progresos, pero que con
todo, era preciso probar. Recetó una bebida para que tomara por cucharadas y me
dijo que hiciera lo posible por impedir que se embriagase y que si ocurría
alguna novedad lo mandase llamar.
-¿Y ha tomado tata esa bebida?
-Eso ha sido lo peor. Por la tarde vino
muy apesadumbrado, yo lo acaricié, le tomé de las manos y le dije que estaba
enfermo y que era preciso curarse y tomar remedios. Trate de infundirle
confianza, pero cuando vio la botella y la cuchara se deshizo en gritos e imprecaciones,
diciendo que yo trataba de envenenarlo: cogió un palo y yo tuve que abandonarle
la botella, la que guardó cuidadosamente en un baúl que cierra con llave y
donde mete una porción de porquerías.
-¿Y has vuelto a ver al médico?
-Ayer; le conté lo que había sucedido y
me dijo entonces, meneando la cabeza, que no había más que aislarlo en un
establecimiento médico para que se sujetase a un régimen.
-¡Dios mío, qué fatalidad! y tan sano y
fuerte que ha sido siempre.
-Me dijo, además, el doctor que si no nos
decidíamos a dar este paso, estuviésemos prevenidos, porque podría en un
momento de exasperación cometer algún acto violento.
-¡Qué desgracia, señor, qué desgracia!
-murmuraba, paseándose por la habitación, José.
Una idea generosa cruzó por su imaginación: se figuró que hablando
él a su padre le volvería la razón: pensaba llenarlo de consuelos y hablarle de
la fundación del Registro, haciéndole ver que ya estaba viejo y que necesitaba
descanso. En su noble entusiasmo no dudaba convencerle de que debía dejar el
Café y que era a su hijo al que le había llegado el turno de trabajar para toda
la familia.
Le participó su propósito a Dorotea.
Esta hizo un movimiento de duda con la
cabeza.
-Sin embargo -dijo- es bueno probar todos
los medios: es tu padre y debes procurar de llevarle algún consuelo.
José tomó su sombrero y se dirigió al
Café.
Entró y se acercó al pequeño mostrador
que estaba situado a la derecha de la entrada.
Carlos, el dependiente principal, estaba
allí.
El joven preguntó por su padre.
-Está en mi cuarto -contestó Carlos-:
allí se lo pasa todo el día: no hace más que pasearse y no quiere que lo
hablen.
-Tengo que verle.
¡Ah! no le aconsejo.
No obstante esta prevención, José se
dirigió adonde se le había indicado que estaba su padre, una habitación que
conocía bien, situada en el fondo de la casa.
Dagiore, fumando un cigarro de la paja y
con la vista clavada en el suelo, se paseaba de un extremo a otro. La expresión
de su cara era torva y su mirada vaga e indecisa.
No sintió las pisadas de José y recién
reparó en él cuando este llegó a los dinteles del cuarto.
Sin embargo, no lo reconoció en el primer
instante y al ver a un hombre todo su cuerpo se estremeció.
-Tata... soy yo.
-¡Ah! ¡ah! Buenos días.
-¿Cómo le va, tata? Me habían dicho que
estaba un poco enfermo, y venía a verlo.
-Sí, estoy enfermo.
-¿Qué siente?
-Yo no sé: todos me quieren hacer mal.
-No tenga cuidado, tata, aquí estoy yo
para defenderlo.
-¡Ah! tú no puedes hacer nada, nada... no
sabes... son unos ladrones: ¿no había nadie en el patio cuando entraste?
-Nadie, tata.
-Ah, se esconden, la policía está formada
de bandidos: a ellos los ayuda la policía.
Y así siguió en su delirio el pobre
Dagiore.
José, con mucho trabajo, consiguió
llevarlo a su casa.
Dagiore, tan pronto como entró, se
dirigió a la pieza en que estaba el baúl y se sentó en el mismo: en esa postura
se entregaba a la meditación, y su cerebro, como reloj descompuesto que marca
pleno día cuando nuestro pedazo de tierra esquiva las caricias del sol,
empezaba a forjar fantasmas reflejando las impresiones que le enviaban sus sentidos,
quebradas o en gibas deformes y amplísimas.
El médico fue llamado varias veces;
recetó cloral, porque Dagiore dormía muy poco, y prescribió que se continuase
con la anterior bebida.
Dorotea hizo los posibles esfuerzos para
que tomara ambas cosas, pero el enfermo se resistía obstinadamente.
Entonces empezaron a vaciarle los
remedios en la comida. Esto dio mal resultado, porque Dagiore parece que se
apercibió y la idea de que pretendían envenenarlo se robusteció más en él.
La casa, con este motivo, estaba
desquiciada y se vivía en un sobresalto continuo, esperando por momentos una
catástrofe. Muchas personas aconsejaban a Dorotea que se decidiese a mandarlo
al Hospicio, pero ella aceptando la idea, iba dejando pasar los días no resolviéndose
a tomar una medida tan extrema, ilusionada con los intervalos de calma que
solía presentar el enfermo.
En una de estas circunstancias Dorotea
dio un buen consejo a José.
-No puedes estar así -le dijo-, es
preciso que trates de acomodarte.
-Yo lo quisiera -respondió el joven-;
¿pero, dónde?
-Hay que hacer la diligencia: ¿por qué no
ves al doctor Ferreol?
Todo ese día maduró la idea y se
convenció de que no tenía otro camino. Estaba muy abatido por la enfermedad de
su padre y su propia situación. La impotencia que lo engrillaba, no pudiendo
satisfacer sus necesidades y deseos, hízole ver, por vez primera, pálidas y
descarnadas las realidades tristes que en ciertas fases presenta la existencia,
y los girones de su orgullo sentíalos caer, como deleznable escoria, al golpe
de los desaires que avivaban su despecho. Se sentía humillado y su ánimo
desfallecía cada vez más. Desde que salió del Registro no se había animado a
volver a casa de su novia. Iba descendiendo por grados, esquivaba a sus
antiguos camaradas y experimentaba una vergüenza punzadora al darse cuenta de
su falsa posición y de su haraganería, hasta cierto punto obligada, porque
habiendo su familia avanzado en rango, los empleos humildes le estaban vedados
por la religión de las preocupaciones.
Varias veces salió con la decisión de ver
a Ferreol, pero presa de un desaliento melancólico, que le debilitaba las
piernas y la cabeza, vagaba como una sombra alrededor de los muros de la casa
de gobierno, y se volvía a su casa, sin haber hecho la más leve tentativa por
hablarlo. Pensó en interesar a Víctor, pero desechó luego esta idea al
recordarle su vanidad ulcerada, que Carlota podría saber que andaba buscando
acomodo.
En una de estas veces, se decidió al fin:
lo habló y le pidió un empleo.
El pobre José quedó lleno de ilusiones
con las promesas que le hizo el Ministro: ignoraba que ese mismo día había
repetido idéntica cosa a tres o cuatro pretendientes.
-Con el mayor gusto -le dijo-, lo tendré
presente en la primera vacante; pero hágame un recuerdito: vuelva de cuando en
cuando.
-Si Vd. se digna decirme el día, señor.
-Pásese el lunes que viene.
Fue el lunes y el Ministro le dijo que
volviera el miércoles, volvió el miércoles y le dijo que lo viera el sábado, y
así lo tuvo por más de un mes.
Muchas veces, no bien lo avisaba, le
decía con tono muy amable:
-¿Cómo está, mi amigo? No hay nada
todavía para Vd., pero no lo olvido; tenga paciencia y dese una vueltita.
Aquello era una farsa que se le jugaba.
En su candidez, José se preguntaba por qué no le diría con franqueza si pensaba
no emplearlo.
Cansado de estas dolorosas tentativas que
hacía para conseguir un sueldo, resolvió no volver, y desde entonces pasaba los
días, con un humor negro, en el Café de su padre. Contribuía a afligirlo más su
traje y sus botines, que exigían inmediato relevo. ¡Ah! cuando se veía así
crujía de exasperación y maldecía de la vida. Recordaba a sus amigos y los
encontraba infames. El infeliz con su criterio desquiciado no pensaba que él
era quien se aislaba no concurriendo a los sitios de costumbre: en cuanto a
Juan Diego y Andrés se encontraban absorbidos en sus estudios, pues los
exámenes se acercaban.
Dagiore seguía de mal en peor. En uno de
sus días buenos, Dorotea, por consejo del médico, le instó a que fuese al Café,
pues hacía varias semanas que no salía de casa. Carlos estaba prevenido para
que lo estimulase a entrar en vida normal, ocupándose de los trabajos que hacía
anteriormente. Todo fue inútil: primero quiso arrojar del Café a un parroquiano
al cual insultó sin motivo, y si no es Carlos que intercede lo habría pasado
mal indudablemente, y después volvió como en tiempos anteriores a buscar la
soledad aislándose en el cuarto del dependiente. De allí tenía que sacarlo José
para llevarlo a su casa, caminando a su lado en el trayecto, lleno de
vergüenza. Carlos le guardaba siempre respeto y obedecía su autoridad. Cada vez
que Dagiore le exigía rendimiento de cuentas le entregaba hasta el último peso
del cajón.
Poco después ya casi no salía. Con la
idea de que lo querían envenenar él mismo se preparaba la comida. La aberración
del gusto se había producido y abismaba ver cómo echaba en una cacerola velas
de sebo, desperdicios y cáscaras de legumbres que sacaba del cajón de la
basura, a lo cual unía pedazos de carne, con la particularidad de que no echaba
sal al extraño potaje.
Cuando le parecía que estaba bien
cocinado, en vez de comerlo, lo guardaba en el baúl y al cabo de tres o cuatro
días lo sacaba y en pocos momentos devoraba la preparación ya podrida.
Dorotea no podía impedir que su marido
comiese estas porquerías, porque cuando estaba preparándolas defendía su
cacerola con la bravura de un perro a quien se trata de arrebatar el hueso que
roe.
A Victoria y María les causaba hilaridad;
Clara las acompañaba y aun la misma Dorotea solía participar de estos crueles
festejos; que venían a atestiguar la existencia en la naturaleza humana de
cosas doblemente dolorosas, porque a su natural tristeza, hay que agregar la
tristeza de la risa que inspiran.
Era también digno de notar en Dagiore,
cómo sus alucinaciones del oído y de la vista guardaban relación con sus ideas
pasadas.
Es sabido que las masas italianas, en su
generalidad, han seguido las opiniones anticlericales que triunfaron con el
hecho político de la ocupación de Roma y la propaganda ardorosa de sus
tribunos, cumpliéndose así, una vez más, la ley histórica de la turnidad en las
fases con que se ostenta el espíritu humano al sucederse las generaciones en el
dominio de las sociedades.
Dagiore, pues, como la mayoría de sus
paisanos, era masón.
De noche se lo pasaba en vela, paseando
por el patio y el comedor, cuidando de que la casa permaneciese alumbrada,
porque la oscuridad le inspiraba grandísimo terror. La familia se encerraba en
sus piezas para poder dormir con alguna tranquilidad, y a la mañana cuando
Dorotea y Clara se levantaban, Dagiore, con las facciones alteradas, débil y
rendido se dirigía al lado de su baúl y allí se acostaba como un perro
receloso. Hacía, por lo menos, tres meses que no se mudaba camisa ni ropa
interior y cuando Dorotea le instaba mucho, lo más que concedía el enfermo era
colocar la camisa limpia encima de la otra inmunda.
Al preguntarle su esposa o José por qué
no dormía de noche, contestaba invariablemente:
-Me persiguen una punta de jesuitas
puercos y canallas: no me dejan dormir; abren agujeros en la azotea y me
empiezan a hacer burla.
-Pero, tata -le contestaba José-, esos
agujeros quedarían.
-Los tapan: son unos bregantes: yo los he
visto, pero tienen comprada a la policía.
Carlos iba de cuando en cuando y como no
veía las cosas de cerca, creía que la familia exageraba el estado de su patrón,
y con la esperanza de que pudiese sanar, en cuyo caso lo premiaría, y también
porque lo temía, continuaba haciéndole honrada entrega de las ganancias del
Café.
Dagiore no daba, un solo real para los
gastos de la familia y Dorotea solía encontrarse en grandes estrecheces. Había
pedido dinero a Carlos, pero este sólo lo entregó cantidades insignificantes,
contestando a todas las razones que le exponían:
-Pero si yo no quiero la plata para mí.
Que me diga él que les dé y yo les entrego todo.
Una mañana, Dorotea lo abordó, con este
mismo motivo y por centésima vez:
-Es preciso que me des dinero para el
gasto.
-No tengo.
-¡Cómo no vas a tenerlo! ¿Quieres que vea
el baúl?
Dagiore rió estúpida y falsamente, como
si cediera, a la fuerza de un secreto resorte; una mirada extraviada y de
brillo siniestro alumbró su rostro enjuto, y muy despacio, con mucha calma,
dijo a su mujer:
-Yo te voy a degollar, no te descuidas.
No era esta la primera vez que la había
amenazado, por esto Dorotea continuó:
-Bueno, puedes matarme, pero a tus hijos
tienes que darles de comer.
-¿Y por qué no trabajan? ¿Por qué no
vendes esos muebles de la sala? ¿Acaso sirven para nada?
Así contestaba todas las objeciones, pero
sin desembolsar un solo peso.
Dorotea se encontraba por esta causa con
nuevos disgustos, pues las cuentas de los gastos de consumo crecían y a cada
momento la importunaban exigiéndole el cobro, porque ella, pensando que Dagiore
le suministraría fondos, había ido demorando día por día a sus acreedores con
formales promesas de pago.
Al reunirse para almorzar un mal puchero,
la madre se quejó desoladamente.
-Esto no es vida -dijo-, y si no quiere
darnos dinero no habrá más remedio que hacer lo que él dice y se venderán el
piano y los otros muebles.
Los ojos de José se humedecieron. Contuvo
sus lágrimas y se levantó de la mesa. En su cuarto la desesperación que le
ahogaba hizo crisis, tirando las sillas y accionando presa de un furor
convulsivo.
-Sí -se decía, en un monólogo
entrecortado-: esto no es vida: aquí no se come, no se duerme, ni se puede
tener la menor tranquilidad: ¡y pensar que estamos sufriendo horriblemente
cuando tata ha de tener ese baúl lleno de dinero!...
Las angustias porque pasaba la familia
Dagiore habrían terminado haciendo llevar el enfermo al Hospicio; pero Dorotea
pesaba muchas razones para dilatar este hecho: su sagaz espíritu femenino la
hacía adivinar los comentarios del barrio y se figuraba oír que en un círculo
de conocidas exclamaba misia Mercedes:
-¿Cómo no va a volverse loco ese pobre
hombre con el trato que le dan en su casa? Debe haber sufrido mucho al ver que
se derrochaba su dinero y que era siempre pospuesto en las alegrías de la
familia. Más parecía un sirviente que el dueño de casa, como que siempre ha
andado con el fundillo descosido y no hay ejemplo de que nadie lo haya visto
una sola vez en la sala.
José también tenía sus escrúpulos para
aconsejar se tomase esa medida: era su padre, y además, podría suponerse que lo
inducía lo difícil de su situación.
El día antes, estando en la puerta del
Café, había visto pasar por la bocacalle a Carlota, acompañada de la madre y
con una china sirvienta que las seguía cargando un gran bulto envuelto en
diarios viejos.
Iban a llevar costuras de ropa blanca,
que cosían para una tienda del centro y que las pagaban muy bien. Su primer
propósito fue seguirlas para tener la dicha de contemplar a Carlota; pero se
contuvo, pensando acerbamente, que la joven podría verlo en la mala facha que
le comunicaba su traje usado. Por estas vergüenzas que le inspiraba su vanidad,
hacía más de tres meses que no visitaba a Carlota y ni siquiera pasaba por
cerca de su casa. José no estaba impresentable, pero por no andar como antes,
se figuraba que iba peor que un pordiosero. En el Registro sacaba a precio de
factura géneros finísimos y se mandaba hacer trajes con sastres que eran
clientes de don Guillermo, y que por lo mismo le cobraban barato. Viéndolo,
bien, pues, su posición no era extrema; pero se había desalentado de tal modo,
que no habría encontrado palabras para solicitar crédito en una sastrería: de
pensarlo solamente sentía anudársele la voz en la garganta y como le debía a
uno algunos pesos, se sentía violento a cada golpe que oía en la puerta de su
casa.
Cuando vio a Carlota y a la madre, pensó
que si hubiese seguido visitando y con franqueza las hubiese impuesto de su
falta de trabajo, las dos se habrían interesado en su suerte y por sus empeños
tendría ya conseguido un empleo dado por Ferreol. Sus ideas iban amoldándose a
las difíciles circunstancias que se había creado; pero sus juiciosos proyectos
no pasaban de ahí: en esa cabeza de dilettanti no entraba la concepción de la
vida práctica, llena de dificultades y con los tenaces esfuerzos que impone, y
en la cual hay que seguir... seguir haciendo estaciones, hasta llegar a la
tumba, y hollando las marchitas flores de la ilusión que caen de la frente del
pobre viajero de la vida junto con los jirones de su orgullo. El recuerdo
fresco que tenía de Carlota y la escena del comedor le inspiraron la idea de
ver nuevamente a Ferreol.
Se arregló lo mejor que pudo, y muy
triste, pensando que se humillaba mucho, se dirigió a la casa del Ministro. Al
llegar, su decisión le abandonó y siguió de largo hasta la bocacalle. Después
volvió, algo más tranquilo, y haciendo un gran esfuerzo penetró al zaguán.
Agitó, sin resultado, varias veces la campanilla. Nadie acudía al llamado. Sin
embargo, José veía pasar por el segundo patio a la mucama y a varios
sirvientes. Al fin, uno de estos se decidió a venir, con un paso lerdo y
revelando mal modo en su aspecto de bruto taimado.
-¿Qué se le ofrecía?
-¿Está el doctor? -preguntó José.
-No recibe.
-¿Tendría la bondad de entregarle esta
tarjeta?
-Es inútil; vuelva más tarde; ha dicho
que no recibe.
-Llévesela, sin embargo; nada se pierde.
Al rato volvió la mucama, la misma
pretendida de Víctor:
-Dice el señor que lo vea en el
Ministerio.
José, decidido a verlo y exasperado con
su mala suerte, olvidó sus comezones de vanidad y preguntó a la mucama:
-¿Víctor está?
-Sí.
-Hágame el gusto de llamarlo un momento.
El pobre joven quedó en el zaguán,
violento, mortificado, y sin saber qué postura adoptar ni qué le diría a su
amigo.
Salió Víctor y dándolo la mano lo saludó.
-Me va a hacer Vd. un servicio -dijo
José-: tengo necesidad de ver al doctor y si Vd. pudiese pedirle que me
recibiese, le agradecería infinito.
-Estamos almorzando: si Vd. quiere
esperar que concluya, creo que no habrá inconveniente.
-Esperaré; sí.
-Venga; le voy a abrir la puerta de su
escritorio para que se siente.
-No; puedo quedar aquí.
-De ningún modo, y al caminar juntos
Víctor agregó:
-Pero, qué perdido anda Vd. ¿ha estado
enfermo? lo noto más flaco.
-Sí; es verdad: no sólo yo he estado mal,
sino que he tenido enfermos de gravedad en mi familia.
Víctor lo dejó en el escritorio y nuestro
joven quedó intimidado: a cualquier ruido que sentía hacia la puerta de
comunicación su corazón se sobresaltaba: cuarenta minutos mortales estuvo allí
esperando, y apenas si su impaciencia se calmó entreviendo esperanzas que su
deseo excitado le hacía soñar.
Al principio, un olor delicado de comida
llegó como una ráfaga confortante a herir su olfato. Su estómago joven se
sintió estimulado y como no había almorzado ese día, se puso muy triste. Miró
el lujoso mueblaje de la habitación y recordó que muchas veces había pasado por
allí llevando del brazo a Carlota. Su pensamiento se volvía lúcido por
momentos. ¿Por qué serían unos desgraciados y otros tan felices? Su espíritu
rechazaba esas injusticias absurdas del éxito y no se las explicaba: la lógica
fatal del pensamiento se desenvolvía en su cerebro, paralelamente, a impulso de
la acción refleja de su traje pobre y sus bolsillos vacíos: en otra situación
las ideas que la asaltaran habrían sido bien distintas. Entonces todo lo
esperaba del Ministro: si le daba un buen empleo, se casaría con Carlota y lo
nombrarían padrino a Ferreol. Insiguiendo la corriente dulce de estas
esperanzas, se enternecía por grados, veía en el Ministro un generoso protector
y pensaba, dominado por las preocupaciones del momento, agradecerle toda la
vida.
Luego la idea de su pequeñez lo asaltaba:
¿qué sabía? nada simplemente; pero el orgullo no tardaba de nuevo en apoderarse
de su cabeza de chorlito y resurgía en él la audacia y la altanería: ¿por qué
no podía él llegar a Ministro alguna vez? Se comparaba con Ferreol y le tenía
lástima: ¿qué sabía el doctor? Y ¿qué había hecho? ¡Bah! un rutinero a quien
sólo valía el título. Pensó en seguir sus estudios y hubo un momento en que se
creyó ya Ministro y que su casa era tan lujosa como la de Ferreol y que un buen
cocinero le preparaba platos exquisitos.
La puerta se abrió y apareció el
Ministro; plácido, rejuvenecido por el éxito y las adulaciones: correctamente
vestido y restregándose las manos cuidadas avanzó con su pedante paso de
costumbre.
Las ideas de José emigraron muy lejos: se
paró y el corazón empezó a latirle con fuerza:
-¿Cómo está, mi amigo?
-Mal, señor -empezó el joven tragando
saliva, y como viera que el Ministro lo escuchaba callado, se decidió a decirlo
todo de una vez.
-Señor. -continuó con voz emocionada-,
tengo a mi padre demente, mi madre está desesperada, y yo me encuentro en una
posición insostenible; vengo, señor, a suplicarle me dé la mano; debería a Vd.
mi porvenir...
Creyó con esto enternecer al Ministro,
pero Ferreol quedó impasible; a fuerza de oír cosas semejantes todos los días,
se le habían endurecido las entrañas y creía que todos exageraban sus males.
-Haré lo posible, mi amigo, no hay
vacantes ahora, y las que ocurren las provee el señor Presidante, pero yo veré
a este por Vd.
-Gracias, señor, -contestó José
desalentado. Todas sus esperanzas se habían disuelto como un copo de nieve
expuesto a los rayos del sol.
-No crea que lo olvido. Hay que tener
paciencia. Hágame un recuerdito y véame uno de estos días en el Ministerio.
Las mismas palabras de antes. El joven
todavía balbuceó algunos saludos y Ferreol lo despidió con una sonrisa sin
darle la mano.
Ya en la calle, una desesperación
sollozante avasalló todo su ser. Pensaba en su mala suerte y se le humedecían
los ojos. De pronto sus nervios se crispaban al ver lo inútil que había sido
humillarse ante el Ministro. Todo el esfuerzo hecho, el desgarramiento de su
pudor imponiéndolo de cosas íntimas y dolorosas hacía más grande su desencanto,
porque había supuesto que Ferreol le infundiría fuerzas condolido de su
desgracia y lo llevaría ese mismo día al Ministerio.
Creyó que todas las puertas se le
cerraban y que no había asiento para él en el banquete de la vida. Este
razonamiento acabó por completar su evolución y sobre su frente mustia vino a
posarse la negra idea del suicidio.
Lo tenía resuelto y bastaría un disgusto,
la menor contrariedad que irritase sus nervios para decidir la oportunidad o
acelerar la hora de la catástrofe.
Una cosa le hacía esperar, sin embargo,
consiguiendo que se mantuviese alentado y con esperanzas: era esto el juego de
la lotería. Seguía la corriente, el ejemplo general de la sociedad, que se
había acostumbrado a la lotería con un apasionamiento digno de mejor causa. Por
otra parte, no era este más que un signo de la perversión moral reinante,
porque el juego, con cualquier barniz que se le disfrace, es y será siempre un
gran robo y una práctica inmoral, que relaja las buenas costumbres, y a cuya
atracción el artesano seducido empieza por olvidar la práctica del ahorro, que
significa el capital futuro: la lotería, si es cierto que enriquece a unos pocos,
aunque la más de las veces favorece a los que no necesitan, arruina a muchos en
cambio y lleva el desaliento al último del trabajador cuando brinda sus favores
al haragán.
José compraba billetes que guardaba
sigilosamente en sus bolsillos. De vez en cuando llevaba allí la mano para
cerciorarse de que no los había perdido. En otras ocasiones los estrujaba de la
manera más tierna y enamorada, y cuando tenía seguridad de que nadie le veía
consultaba las suertes con extraña voluptuosidad.
Entonces forjaba verdaderos castillos en
el aire.
Era de todo punto feliz en el intervalo
que paladeaba estas dulcísimas ilusiones.
Con febril impaciencia esperaba la hora
de ver el extracto. Su vista se enturbiaba entonces y el corazón le latía fuertemente.
Emocionado, consultaba las suertes y como no le tocara ninguna quedaba el
infeliz mustio y cariacontecido, postrado y deshecho por el derroche de
esperanza que había malgastado junto con su dinero.
Pero la esperanza, que es como una tenia que
se rehace de un pequeño fragmento, volvía a seducirlo. En todo el tiempo que
jugó la lotería, apenas sacó tres o cuatro suertes de diez patacones.
No era él sólo el iluso mal aconsejado:
toda una población le acompañaba contagiada por el mal ejemplo de las alturas,
y sin fuerzas en su instrucción para resistir la extraña avalancha que llevaba
el descontento a todas partes; de ahí esa pugna cruel por mejorar de posición,
esperando que un golpe de azar improvise recursos para poder pasear la vanidad
vergonzante con atavíos de lujo, y ostentar triunfantes, predilecciones
ociosas.
Como no tenía dinero le había pedido
prestado a Carlos; después su reloj fue al Montepío por una bagatela y
finalmente se decidió a vender sus libros.
No tenía de quien valerse y tuvo que ir
personalmente. Esperó la noche, y con su carga debajo del brazo paseó como una
sombra en las cercanías de la librería de viejo, esperando el momento que no
hubiese gente. Entró, al cabo, con paso ligero, hizo su negocio y salió
indignado estrujando unos pocos pesos sucios. Recién entonces comprendió cómo
era posible comprar buenos libros por un precio ínfimo: él, que en otras
ocasiones había imaginado que continuamente se equivocaban los revendedores de
libros y que no conocían el precio o la importancia de las obras.
Dejaba allí su pequeña biblioteca; pero
como ciertas petrificaciones que guardan el remedo de su forma anterior, su
cerebro llevaba en ondulaciones confusas las especulaciones de sus autores
predilectos.
Una decrepitud precoz carcomía la energía de sus ideas, y su
cerebro se asemejaba a una máquina cuyos engranajes estuvieran gastados.
Era un autómata sin fuerza moral y que
sólo alcanzaba a reconcentrar cierta vivacidad para derrocharla en vanas lamentaciones.
Todo esto era bien lógico y concordaba
con sus antecedentes. Pertenecía a una generación, educada para la fortuna, y
que el primer embate de la adversa suerte desencuaderna y aniquila.
La manera como se había modelado su ser
moral, concurría también a echar su palada de sepulturero en esta triste
desaparición de una energía moribunda.
Ya no tenía libros; pero la esencia de
ellos mal asimilada confundía su cerebro.
La filosofía le había mostrado una
humanidad de convención reglada por resortes extraños a la naturaleza, y la
literatura había avivado con estopa sus pasiones inculcándole una noción falsa
del amor.
También le habían imbuido desde la niñez
ideas de religión que se hermanaban con el fanatismo y la superstición, y al
llegar a la pubertad, no estando sus facultades bien desarrolladas, ya fue
dueño de infinidad de libros que imprimieron dirección opuesta a sus
pensamientos. Las ideas ultra-liberales se apoderaron luego de él y vinieron a
desalojar las creencias de la infancia; Cristo dejaba de ser Dios, pero el
cerebro se resentía con este salto brusco y peligroso, verdadero desgarramiento
de creencias adheridas al corazón.
¡Los extremos!... ¿Puede llegar a puerto
de verdad un cerebro atenaceado por todos los sistemas y todos los delirios?
Luego el estudio excesivo, una meditación
continua y la amalgama de materias difíciles. Basta esto para desequilibrar una
cabeza o volver idiota a un joven; porque el cerebro es como una máquina a
vapor: no puede llegar sino hasta cierto grado de presión: si se ultrapasa ese
límite la explosión se produce y se llama entonces divagación, monomanía o
demencia.
Así se explican las aberraciones de la
inteligencia y se concibe la creencia en el infierno y las ilusiones de los
espiritistas, porque entonces el cerebro oscila como brújula que ha perdido el
imán.
De aquí resultan las vocaciones falsas,
llenando con plétora de fantaseos y esperanzas la inocente cabeza de los niños.
Había algo más aún, que contribuía a
explicar el desesperante estado de José, y era la herencia fisiológica recibida
de sus padres.
Tanto Dorotea y Dagiore como sus
respectivas familias no habían ejercitado sus cerebros en muchas generaciones,
y por lo tanto, no podían transmitir ninguna buena predisposición para el
franco vuelo del pensamiento.
La naturaleza no da saltos. Es preciso
repetirlo una vez más. Todo se produce por eslabones graduales. La historia
misma del hombre comprueba esta verdad. Por esto, un cretino nunca procreará un
ser inteligente. Cuando se ha dicho que de las clases inferiores han surgido
muchos grandes hombres, ha sucedido indubitablemente que los progenitores han
trabajado sus cerebros aplicando su fuerza a investigaciones humildes, pero no
por eso menos fecundas para el progreso físico-moral de la especie humana. En
la familia de José no existía hábito del pensamiento, y para que nuestro joven
hubiera podido entrar sin peligro en ciertas especulaciones del saber humano
era menester que varias generaciones de los Dagiore hubieran pensado,
ejercitando sus facultades intelectuales.
También hay otra observación a hacer: si
recordamos cuando se casó Dagiore, en que cada noche se retiraba al tálamo
postrado por el trabajo que le demandaba la Fonda y su avaricia, tendremos más
luz para darnos cuenta de la apatía horrible que dominaba a José, analizando
los antecedentes de su venida al mundo en el instante mismo que fue concebido.
Aceptamos con un filósofo que no produce
el hombre manifestaciones puramente físicas ni puramente morales, pero en un
ejercicio manual -el de un lustrabotas, por ejemplo-, se puede cansar la
cabeza, más este ejercicio no deja ni puede dejar huellas benéficas en el
cerebro, porque no cultiva la inteligencia; el cerebro se cansa por acción
refleja y porque es parte integrante del organismo.
Dagiore, lo recordamos una vez más, se
retiraba al tálamo postrado de cansancio, y como hemos apuntado, no eran
solamente sus miembros los fatigados, porque los centros nerviosos, irradiando
al cerebro esa postración, hacían que el cansancio se comunicara a su alma, por
decirlo así.
Ahora bien: ¿no está perfectamente
comprobado que los hijos se resienten de la situación en que se encuentran sus
padres en el momento de concebirlos? Si el temor domina a los progenitores en
ese instante o uno de ellos se encuentra borracho, resultará seguramente un ser
débil y predispuesto a infinidad de enfermedades.
Dorotea asustada y Dagiore rendido por la
fatiga, al darle la vida a José, le trasmitieron esa debilidad que podríamos
llamar del momento funcional, agregada a la debilidad congénita de sus cerebros
toscos.
¿Qué extraño, pues, que José, mientras no
sintió penas ni privaciones viviera como una planta de invernáculo? Su energía
anterior era producida por el calor del medio ambiente y podría compararse con
el primer efecto de la embriaguez, en que el beodo se siente alegre o
inteligente a la primera copa y apurando otras -valdría decir en nuestro caso,
entrando a lo hondo de los conocimientos humanos o a etapas dolorosas de la
vida- se turba y pierde la razón.
Así continuó el infeliz: pensando en la
lotería para salir de su situación y acariciando a ratos la idea del suicidio:
se había colocado en la pendiente funesta y muy poco le faltaba para caer en
una degradación física y moral de la cual ya no sería posible libertarse.
El carácter de Dorotea se había vuelto
insoportable y por la menor cosa se encolerizaba.
De todo sacaba pretexto para renegar
media hora.
Cuando golpeaban la puerta de calle era
un fandango la casa: corrían todas de un lado para otro, cerraban postigos, se
asomaban y volvían a esconderse, mientras Dorotea chillaba:
-Vds. nunca están vestidas y yo tengo que
ser para todo.
José se iba al Café, y empezó un día por
comer con Carlos, hasta que se quedó a dormir una noche allí; después pasaron
semanas sin que se le viese por su casa.
Dagiore seguía mal. Ahora le había dado
por subir a la azotea, desde donde insultaba a los vecinos diciendo que le
hacían agujeros en el techo de su cuarto.
En vano Dorotea escondía la escalera. La
pared de la letrina era baja y él subía por ella haciendo escala con un cajón y
una silla.
Una de estas ocasiones la aprovechó
Dorotea para limpiarle el cuarto, que estaba inmundo, a tal punto, que de la
puerta se percibía mal olor.
Victoria y Clara se encargaron de
barrerlo y Dorotea con su otra hija pasaron a las primeras piezas.
Estaban las dos jóvenes terminando la
tarea, cuando sintieron una voz desabrida que gritaba:
-¡No les he dicho que no tienen que
entrar! Yo les he de dar que obedezcan a los jesuitas -y con las facciones
alteradas y presa sus miembros de una agitación convulsiva, no aunaba a
bajarse.
-¡Salgan, les digo! -volvió a gritar.
Victoria salió al patio y le replicó de
mal modo.
-¿No ves que es para tu bien? tienes el
cuarto peor que un chiquero.
Dagiore, descompuesto, no oyó más: apuntó
con un revólver Bulldog que nadie en la casa sabía que tenía e hizo fuego,
disparando sus cinco tiros.
Victoria corrió, pero ya tarde: una bala
la había rozado el brazo izquierdo. En la puerta del comedor encontró a su
madre y a su hermana, allí confundieron sus gritos de espanto y la joven se desvaneció
al ver sangre en la manga de su bata.
La casa se llenó de gente y acudieron
vigilantes atraídos por las detonaciones. Dagiore ya había bajado y estaba
golpeando a Clara, que de miedo no se decidió a salir de la pieza. Les fue
fácil tomar a Dagiore, aunque él hacía grandes esfuerzos por desasirse de los
brazos que lo sujetaban.
Lo llevaron a la Comisaría; un vecino fue
por médico y volvió con Catay, por ser el primero que encontró: la herida
felizmente no era de gravedad; fue fácil contener la sangre y vendaron el brazo
a la joven. El susto le había movido el vientre, lo que prueba una vez más que
en la pobre naturaleza humana andan muy cercanas las cosas trágicas con las
ridículas.
Cuando se serenaron un poco los ánimos,
Clara, ostentando todavía algunos moretones en la cara, fue al Café a buscar a
José. Le impuso de lo que sucedía y este llegó corriendo.
Se determinó llevar al Manicomio a
Dagiore. El mismo Catay expidió el certificado; y José, con dos vigilantes, lo
acompañó hasta el Hospicio. Allí al antiguo fondero tal vez encontraría a su
ex-socio Vincenzo Petrelli.
Al poco tiempo, confundiéndose más sus
ideas, al pensar que lo habían robado, deliraba con el objeto a que destinaba
su dinero y reclamaba en todos los tonos aquel famoso hotel, que sólo estaba en
su cabeza.
Catay, hablando esa tarde con don Isidro,
decía
-Esto es efecto del golpe que le dio el
Mayor Paz, -demostrando con tales palabras sus escasas dotes de observación.
La familia Dagiore fue entrando poco a
poco en vida normal, ya repuesta de sus intranquilidades anteriores.
El misterioso baúl fue abierto: contenía
alguna ropa, pedazos durísimos de pan, manojos de lana, cascotes, y muchas
otras cosas que había juntado su dueño por la calle: después, en un rincón,
envueltos en fragmentos de diario, trece mil y pico de pesos papel, junto con
una libreta del Banco de la Provincia, que acreditaba setenta y dos mil pesos
de igual moneda.
Fue una decepción para toda la familia,
porque creían a Dagiore más rico.
Dorotea vio a un abogado, y se dictó la
declaratoria judicial de demencia, nombrándola a ella curadora de los bienes;
porque de otra manera no hubiera podido sacar el dinero del Banco.
José vigilaba el Café y manejaba el
dinero que entraba.
Su energía reaccionó por esta causa.
Dagiore alquilaba a una familia los altos del Café: tres piezas muy hermosas:
José hizo desalojar a los inquilinos y se instaló en ellas.
A Dorotea le agradó esto: quería estar
sola a su vez y desquitarse con sus hijas de las privaciones anteriores.
- XI -
Hacía pocos días que Dagiore estaba en el
Manicomio, y ya su familia parecía resignada de semejante desgracia.
Los primeros días Dorotea y sus hijas
sólo hablaban de él, pero luego perspectivas más risueñas dieron rumbo opuesto
a sus pensamientos.
José se había mandado confeccionar un
traje de yaquet. Dominado por una fiebre loca de derrocho no reparaba en precio
para las compras que hacía. Amuebló regularmente las piezas y volvió a llenarse
de libros.
Parece que deseaba desquitarse de las
privaciones sufridas anteriormente.
Ahora satisfacía su pasión por la lotería
de una manera inconsiderada.
Vigilaba mucho a Carlos, y al principio
pensó en despedirlo para vengarse de las veces que le había negado dinero, pero
encontró dificultades al buscar quien lo reemplazara. No se le ocultaba
tampoco, que el dependiente de Dagiore conocía a la clientela, y que por lo
tanto, sabía a qué personas se podía fiar, pues el consumo dado al crédito
importaba casi la mitad de las utilidades que dejaba el Café. No hubo pues
innovación en esta parte, y el negocio siguió su marcha de costumbre.
La mayor parte del día la pasaba José en
sus habitaciones, acompañado de sus libros, de buenos licores y mejores
cigarros.
Meditaba muchas cosas y la idea del
Registro venía de vez en cuando a halagarlo dulcemente.
Luego pensaba que era poco el dinero de
que podía disponer, pero se aquietaba creando en su imaginación un socio con
mayor capital.
Todos eran sueños y proyectos sin arribar
a nada práctico y concluyente.
La imagen risueña de Carlota se asomaba
también a sus recuerdos y entonces se devanaba la cabeza por encontrar un medio
fácil para regularizar su vida y reconquistar su posición anterior.
Tan pronto ideaba escribir a la madre
como presentarse de nuevo en la casa.
Borroneaba papel y luego rompía lo
escrito.
No encontraba una excusa que lo
satisfaciera, y en el mayor desconsuelo, concluía por pensar que misia Carlota
le impediría ya para siempre que visitase a su hija.
Entonces se paseaba a grandes pasos por
la habitación. Se confundía y aturdido salía a la calle. Vagaba, se aburría,
entraba a comer a algún Restaurant de moda, pedía los mejores vinos, daba una
exorbitante propina al mozo y volvía a salir con una ansiedad loca, sintiendo
un vacío en el alma, rabioso de no encontrar un conocido. Pasaba por lo de
Carlota, iba a la iglesia, a todas las partes en que suponía podría encontrar a
la joven, y nada; parecía que a Carlota se la hubiese tragado la tierra. De
nuevo tornaba a sus habitaciones, disgustado de encontrarse solo.
La vida civil moderna es monótona y de
una disciplina de cuartel, y es el trabajo el único agente que puede moderar
los espasmos de una actividad que desborda sin aplicación útil.
La ociosidad de José era la causa del
cansancio que sentía. Ya no alcanzaba a leer una página de cualquier libro sin
bostezar.
Como de costumbre, se paseaba intranquilo
y febriciente por la habitación; cuando sintió que golpeaban la puerta.
-¡Adelante! -dijo.
Era Clara que venía a traerle una carta
que habían llevado para él a casa de Dorotea.
La tomó, y despidió a su antigua niñera.
José rasgó el sobre y se puso a leer. A medida que fue
recorriendo las líneas sus ojos recobraban cierta animación.
Al concluir de leerla, puede decirse que
se sentía alegre.
Se restregó las manos y exclamó:
-¡Vaya! esta noche sabré muchas cosas.
La carta decía así:
Señor don José Dagiore.
Mi querido José: Al fin pasé el rubicón.
Este año, los exámenes han principiado muy temprano a causa de que había muchos
estudiantes y los viejos parece que quieren salir al campo. No ha sido poco el
susto, pero pasé perfectamente. Dentro de quince días mi tesis estará impresa.
Andrés también está de plácemes. Se ha
recibido de farmacéutico y don Isidro, que está por abrir una Botica muy lujosa
en la calle de Victoria, le ha dejado a partir de utilidades la que tú conoces
en la calle de Cuyo.
Festejamos estos dos acontecimientos esta
noche con un peludo y otras yerbas.
Espero que no dejarás de venir con eso
celebramos la despedida que hacemos a la vida de estudiantes. Será la última,
porque ya vamos a entrar a la vida seria. No te rías.
Si nuestros quehaceres nos han tenido
alejados estos últimos meses es preciso que nos reconozcamos esta noche amigos
hasta la muerte. Seremos cuatro no más, Andrés, tú y Víctor: al pobre Guillermo
lo extrañaremos, pero qué vamos a hacerle.
Punto de reunión: Café Tortoni, a las
ocho.
Te abraza:
Juan Diego.
Cosa extraña. José al imponerse de esta
carta no pensó más que en Carlota. Hablaría de ella con Víctor. Ya antes había
cruzado esta idea por su mente, pero lo incomodaba ir a buscar al hijo de
Ferreol. Así es, que ahora que se presentaba espontánea la oportunidad, quedó
lleno de alegría.
Comió temprano y se echó al bolsillo todo
el dinero que tenía: cerca de diez mil pesos. Consultó el reloj y vio que
todavía no era hora de acudir a la cita. Fue a hacerse afeitar y compró en la
Peluquería una corbata, que estrenó, tirando la que llevaba puesta.
Al salir de aquí se dirigió al Café
Tortoni. Habría andado una cuadra cuando se cruzó con una mujer que pasó por su
lado como una sombra. Se dio vuelta el joven y reparó que la misma cosa había
hecho ella. Avanzó entonces y con alguna dificultad reconoció a Amalia.
Tanto esta como él estaban muy cambiados.
José no era el de antes: la fiebre de las
pasiones había impreso huellas profundas en su rostro: tenía ahora un color
amarillo y los ojos lánguidos y marchitos; estaba, además, muy flaco. Amalia
notó esto último.
-Qué delgado estás, pichón -le dijo.
-Sí: he estado enfermo.
-Se conoce.
-¿Y tú qué haces?
-También he andado de desgracias: vivo
sola ahora; pero siempre puedo servir a los amigos.
-¿Ya no tienes la casa?
-¡Qué tiempo! Hace ya más de dos meses.
-¿Y Josefina?
-La pobre ya está dada de baja.
-¿Cómo?
-Ha seguido muy enferma de la vista: no
quería escuchar mis consejos: últimamente se agravó mucho y como todos se le
iban retirando empezó a beber como una bárbara: es cierto que siempre le había
gustado el trago; esto no es malo, pero no hasta caerse y hacer escándalos como
le había dado. En conclusión, te diré que tuvimos que reñir. Nos separamos, el
peluquerito no la socorrió y fue a curarse al Hospital. Me han dicho que los
médicos la operaron, pero no sé más.
-¡Pobre Josefina! -balbuceó José
conmovido. Miró con desprecio a Amalia y abrevió palabras para cortar el
diálogo.
-Si me necesitas, ya sabes, vivo ahora en
la calle de Tucumán Nº...
-Bueno, adiós.
A José no le fue fácil reconocer a Amalia
porque andaba bastante bien arreglada: llevaba un vestido de satiné negro muy
rico, que se confundía con la seda: la bata era muy adornada con buches y
puntillas; pero se comprendía que deseaba engañar, pues ocultaba las espaldas y
el talle con un pañuelo grande de merino.
Cuando se separó de José entró a la
primera casa de buena apariencia que encontró. Con inaudita audacia pegó dos
fuertes golpes al llamador.
Era la sexta u octava vez que repetía
esta escena en ese día.
Preguntaba por la dueña de casa y al
aparecer ésta sacaba varias alhajas, y con tono compungido decía:
-Señora: una pobre viuda que tiene siete
hijos me ha encargado que le venda estas prendas: las da regaladas por la
necesidad que tiene, si a Vd. le interesa alguna hará una buena compra y una
obra de caridad.
La señora, mujer al fin, se entusiasmaba,
iba con las consultas adentro y compraba algo; la más de las veces sucedía
esto, porque Amalia tenía buena vista para abordar las casas; sin embargo, en
los casos negativos la astuta mujerzuela no se desconcertaba y con palabras muy
comedidas emprendía la retirada e iba con la oferta a otra parte.
Todas estas alhajas que estaba vendiendo,
procedían de robos efectuados por su querido y garantías dejadas por muchos
jóvenes cuando ella estaba al frente de la casa de tolerancia.
A las ocho y media entraba José al Café
Tortoni.
Juan Diego y Andrés, que ocupaban una
mesa, lo llamaron.
-Así me gusta -dijo el primero: no te
hubiera hablado más si dejabas de venir.
-Aquí estoy a las órdenes de Vds.: hagan
de mí lo que mejor quieran; soy materia dispuesta.
-¿Qué vas a tomar?
-Una goma con soda.
-Estás muy flaco -le observó Andrés.
-Hombre, debe ser cierto, pues todos me
lo dicen. Sin ir muy lejos, acabo de encontrar a Amalia y me dijo lo mismo.
-Hace tiempo que ha cerrado la casa -dijo
Andrés.
-Esta tarde recién lo he sabido. Me dio
muy malas noticias de la pobre Josefina: la han operado en el Hospital.
-Pues sabes poco -replicó Juan Diego-; ha
salido del Hospital completamente ciega.
-¿Estás seguro?
-Hablé de ella el otro día con el
practicante interno del Hospital, la conocía de tiempo atrás, y según parece,
Josefina no le había dejado muy gratos recuerdos.
-¡Pobre! no pueden figurarse la impresión
que me causa su desgracia. Desearía llevarle algún socorro. ¿No saben Vds.
dónde la encontraría?
-Es difícil.
-Por Amalia tal vez se sepa algo.
-No es el asunto para afligirse tanto,
también, -exclamó Juan Diego.
-No debe ser uno así -contestó José-,
algo le debemos viendo bien las cosas.
-Sí, algunas reliquias.
-Te acepto, pero no me negarás que uno de
nosotros, es decir, de los muchachos que solicitaban sus favores, alguno la
clavó a ella primero.
-¿Y tengo yo la culpa de que se haya
expuesto de esa manera?
-No, pero nada perderías compadeciéndola.
-Dejen de disentir -dijo Andrés- y
consultando su reloj, agregó: las nueve menos doce; caramba; tarda Víctor.
José volvió a la carga con nuevos
argumentos. Recordó un pasaje de Rolla y comparó a Josefina con María; después
agregó con énfasis:
-Te diré con Víctor Hugo: ¡no insultéis a
la mujer caída!
-Basta, por Dios -interrumpía a ratos
Andrés-: que se dé el asunto por suficientemente discutido.
En esto apareció Víctor, acompañado de un
abogado calavera que conocían bastante nuestros jóvenes.
-Hola, doctor: ¿Vd. por acá?
Cambiaron saludos y los recién llegados
tomaron asiento alrededor de la mesa.
José se puso a hablar con Víctor.
Preparó el camino: le siguió en una
conversación sin interés, hasta que al fin, preguntó por Carlota.
-Hace tiempo que no la veo, pero sé que
está buena. ¿Vd. todavía tiene interés por ella?
José se puso muy pálido y maquinalmente
se le salieron estas palabras de la boca:
-¡Oh! ¡siempre, siempre!
-¿Cómo me habían dicho que Vd. ya no
visitaba?
-¡Ah! sería preciso que le contara muchas
cosas: he tenido a mi padre muy enfermo y yo mismo... después le contaré a Vd.
todo.
-Puedo darle una buena noticia entonces.
Carlota fue a varios de los recibos que se dieron en casa, y cómo Vd. no
estaba, otros se aprovechaban; porque parece que la prenda es muy codiciada:
entre estos, Burgos era el más entusiasta; la pidió formalmente y sé que lo
desahuciaron de la manera más fea, aunque con bonitas palabras.
-¿De veras? -preguntaba José, no dando
crédito a lo que oía.
Después se franqueó más y le expuso su
perplejidad de volver a la casa.
-Eso es lo de menos -dijo Víctor siento
que se hayan suspendido los recibos en casa porque allí se presentaría la
oportunidad para que Vd. se disculpase con mi tía, pero no nos hemos de ahogar
en tan poca agua: yo lo acompañaré y le haremos una visita a mi tía.
José quedó enajenado: de buena gana
hubiera ahogado con un fuerte abrazo a Víctor.
¡Y cosa extraña! Pensaba en la desgracia
de Josefina, se llenaba de júbilo al ver cercano el momento de reanudar sus
relaciones con Carlota, y estas dos cosas, que podrían haberle inspirado la
idea de separarse de sus compañeros, le producía una fiebre nerviosa, ansias de
embriagarse y de hacer locuras en las casas de tolerancia.
Esta aberración se producía también en
los otros jóvenes.
-¿Qué hacemos aquí? -dijo Juan Diego.
-Salgamos, entonces -contestó José.
-Yo los dejo -exclamó el abogado.
-De ninguna manera -replicó Juan Diego.
Vd. viene con nosotros.
-Es que tenía que esperar aquí a un
cliente.
-Déjese de eso: mañana tendrá tiempo para
atenderlo.
-Pero vamos a ver; yo no me entrego así
no más: explíquenme su programa.
-En dos palabras: recorrer la costa: cenar
donde diga la mayoría y llenar los claros imprevistos del modo mejor que se
pueda.
-Bueno; los acompañaré, pero no toda la
noche: pasaremos primero por casa, no los detendré un instante; tengo que
cerrar allí mis piezas y apagar la luz que había dejado encendida.
Salieron los cuatro y se dirigieron a la
casa del abogado, que estaba cercana.
No quisieron entrar los jóvenes y
esperaron en el zaguán.
El doctor entró, arregló algunas cosas,
tomó su revólver y todo el dinero que había en uno de los cajones de su
escritorio.
Volvió a reunirse a la pandilla y
siguieron calles abajo.
-Si Vds. quieren -dijo el abogado-, yo
los guiaré.
Convinieron y poco después se encontraban
en una casa clandestina de tolerancia.
Salieron de esta y fueron a otra, y así
recorrieron en poco más de dos horas cuatro o cinco casas.
En la última que entraron produjeron un
pequeño barullo y el rufián, por mandato de la madama, fue a desatar el perro.
En muchas casas de tolerancia tienen un
mastín de aspecto poco tranquilizador, escondido en el fondo, y que desatan en
momentos de conflicto para intimidar a los barulleros.
El que nos ocupa estaba muy enseñado:
olfateaba como un tigre y no cesaba de gruñir.
El rufián lo entró a la sala,
reteniéndolo con sus dos manos de la cadena.
-Hagan barullo y verán -gritaba la madama
encolerizada.
Nuestros jóvenes, que ya habían apurado
algunas copas, no revelaban el menor asomo de temor. Sin embargo, obedeciendo a
un impulso instintivo de propia conservación, treparon a las mesas.
El abogado así trepado parecía un orador
de plaza pública o más bien un rematador, porque para mayor semejanza sacó su
revólver.
-Suelta el perro, roñoso innoble -le
gritó con voz tremenda, o te parto el cráneo.
Se convenció la madama que no le sería
posible imponerse a los jóvenes, y entonces empezó a tocar el pito llamando a
la policía.
El rufián se llevó el perro. Entonces
Andrés se acercó a la madama y pidió que les abriera la puerta.
-¿Y el gasto? ¿quién lo paga?
José y el abogado se precipitaron
furiosos.
-¿Qué se ha creído Vd.?
-¿Por quién nos ha tomado?
-Ahí tiene plata, cóbrese.
-Déjeme a mí, a mí me toca.
Todos peleaban por pagar y al fin venció
el abogado.
Cuando salieron de aquí fueron a cenar.
Pidieron los mejores vinos y un poco después de la una, habiendo pagado José
una cuenta exorbitante, decidieron ir a tomar más Champagne a lo de Luisa.
-Vamos, entonces -dijo Víctor.
-No, espera -replicó José, mordiendo un
habano-: mandemos al mozo que nos traiga un carruaje.
La idea fue aprobada y cuando llegó el
vehículo subieron los cuatro y dieron la dirección al cochero, que ya se la
presumía.
La casa de Luisa estaba como de costumbre
con bastante concurrencia.
Juan Diego tomó a María, la húngara, y
Víctor, estragado de placeres, optó por conversar con Irene.
El abogado y José continuaron una célebre
discusión filosófica que habían iniciado mientras cenaban.
El doctor defendía a Schopenhauer y José
a Leopardi, dando cada uno más mérito a sus respectivas simpatías, pero
conviniendo en las conclusiones a que arribaron ambos.
-¿Pero cómo me quiera comparar Vd. a un
poeta con un filósofo?
-Ahí está -objetaba José-: Leopardi tiene
más mérito porque ha cantado al dolor humano sin pretender hacer sistema.
-Luego eso no es filosófico, ni
científico: es, se puede decir, acertar por carambola -y en su entusiasmo puso
su flamante galera sobre la mesa, dejando ver una calvicie prematura. Cosas de
la vida: Venus y las Pandectas lo habían rapado un poco.
Enseguida, agregó:
-Pero precisemos: ¿ha leído Vd. las obras
de Arturo?
-¿De quién?
-De Arturo Schopenahuer; yo lo llamó así.
-Hombre, no le conocía el nombre de pila:
he leído extractos y después la Filosofía de lo inconsciente de su discípulo
Hartman.
-Es preciso que Vd. lo lea: ahí aprenderá
la ciencia de refutar, porque Arturo deshizo con su talento las teorías de
Fichte, Schelling y Hegel. Su mejor obra es "La raíz cuadrada de la
proposición de la razón suficiente".
-¿Cómo? -dijo Juan Diego, que había oído
algo.
El doctor volvió a repetir el título.
-Hijito, se me erizan los cabellos:
madama, que me traigan una copa de la proposición de raíz cuadrada.
José mismo tuvo que reír.
Entonces Andrés dijo terciando:
-Dejen esas discusiones para otra
oportunidad.
-Para ninguna -repuso el abogado: con
Vds. no se puede discutir seriamente: a ver una lora que quiera venir conmigo
-agregó, dirigiéndose a las mujeres que había en la sala.
-Eso es lo mejor -replicó José, llamando
a la galleguita.
Había una nueva mujer en este serrallo
público, una lindísima joven alemana; era muy preferida y acertó a entrar en
ese instante.
El doctor, que ya tenía noticia de ella,
se adelantó y la tomó del brazo, chasqueando de esta manera a otros más tímidos
que la esperaban desde horas antes.
La sentó en sus rodillas y empezó a
conversarla pero aquí surgió una dificultad: la alemana no poseía el español.
Con una sonrisa amanerada se limitaba a
decir:
-¿Pagas cerveza?
No sabía más.
El abogado no se acobardó: recordó sus
locuras de estudiante parrandero e hizo un esfuerzo para rememorar unas cuantas
palabras en alemán que había estudiado, y que en otros tiempos eran su caballo
de batalla en las casas de tolerancia y con las cuales despertaba la hilaridad
general.
Así es que contestó con una voz
precipitada:
-¿Cerveza? Maerz august eins vier sontag
montag dinstag domerstag neun zhen sieben acht!
Esto quería decir: marzo, agosto, uno,
cuatro, domingo, lunes, martes, miércoles, nueve, diez, siete, ocho.
El doctor se excedía a sí mismo: de todas
partes le saludaban con aclamaciones de risa.
Él entonces volvía a vomitar una nueva
combinación de meses y de fechas, recorriendo las diversas escalas de la
entonación.
Usando las mismas voces hablaba
melifluamente o se hacía el irritado, con la sola diferencia de que cuando se
resolvía a elevar el tono se acompañaba de frecuentes estornudos, por lo cual
usaba entonces con mayor frecuencia la palabra acht.
La misma alemana reía de la ocurrencia.
En esto fue llamada desde el patio por
Luisa.
El abogado creyó que sería para
advertirle cualquier bagatela o darle una lata, pero al poco rato la madama
llamó a la galleguita, la cual estaba con José.
Nuestros jóvenes se alarmaron entonces y
Andrés, que se asomó a la puerta que daba al patio, dijo:
-Los han fumado.
-¿Por qué?
-Han entrado a la sala reservada.
-Eso no podemos consentirlo -gritó el
abogado.
-Lo que es yo -agregó José muy pálido-
voy a sacarla de allí.
-Bien, hermano, yo te acompaño -le
contestó Juan Diego.
-Es claro, eso debemos hacer -opinó
Víctor-, ¿qué acaso pueden ser mejores que nosotros los que están en la sala?
¡Bah! me parece que los veo; algunos viejos eunucos y crápulas.
Bastante marcados por la bebida salieron
al patio.
En él encontraron a Luisa
-¿Qué es eso? se van.
-Oiga, madama -dijo el abogado-: hemos
recibido un gran desaire y Vd. lo va a pagar.
Quiso Luisa aplacarlos, pero todo fue en
vano.
Entonces puso en práctica su conocido
recurso, haciéndose la enérgica.
-Pues yo mando aquí y si no les gusta,
ahí está la puerta.
No bien acabó Luisa de decir estas
palabras el abogado la derribó de una bofetada.
-¡Adelante, muchachos! -dijo, y atropelló
la puerta de la sala reservada.
Los cuatro se precipitaron por ella.
Luisa entro tanto se había levantado
furiosa y gritaba:
-Bautista, toca el pito; fuerte, fuerte
-y con gran arrojo siguió a los jóvenes.
En la puerta chocó con Víctor que salía
con la cara muy asustada.
Irene, que estaba en los cuartos de
arriba, oyó el alboroto y las voces, y práctica en estos casos comprendió que
algo grave sucedía y corriendo a un balcón de la calla empezó a llamar con un
pito a la autoridad.
Veamos lo que pasaba en la sala
reservada.
El abogado había entrado con su revólver
en mano y lo mismo le sucedió a José que enseñaba el Bulldog que ahora le
pertenecía, el mismo con que Dagiore hirió a Victoria.
Pensaban pelear y dar algunos mojicones a
la galleguita y a la bella alemana, pero cuál no sería la gran sorpresa que los
sobrecogió cuando se encontraron con el doctor Ferreol, Catay y dos diputados
por provincias, siendo uno de estos aquel pedante que en todo metía al
Presidente.
Los jóvenes contuvieron sus bríos, y
Víctor al reconocer a su padre no pensó más que en disparar.
El Ministro, Catay y los diputados se
asustaron al principio, pero el primero que se repuso fue Ferreol al reconocer
a los jóvenes.
-¡Víctor! -gritó; pero su hijo sólo pensó
en desaparecer.
El abogado se acercó a Ferreol y le
explicó el desaire que les habían hecho.
-Señor -le dijo el Ministro, ya con su
sangre fría habitual-: no pido explicaciones.
-Pues nosotros tampoco las damos-,
replicó encolerizado José, mortificado de ver que ni en ese trance perdía
Ferreol su altanería-: y Vd., caballero -agregó dirigiéndose al diputado que
siempre hablaba del Presidente-, me dará una satisfacción, porque esa mujer que
está con Vd. estaba comprometida conmigo.
-Llévesela, señor, yo no tengo que ver
nada con ella: aquí la han traído sin yo saber-, contestó el diputado con voz
insegura.
-Dagiore -dijo Catay-, como amigo le pido
que sea prudente: mire que va a comprometernos.
Un vigilante ya estaba en la ventana, y
como no se atrevía a entrar solo, llamaba a otros tocando furiosamente su pito.
-Muchachos -dijo José-, de todas maneras
vamos a ir a la Comisaría, pues que nos lleven entonces con razón -y uniendo la
acción a la palabra tomó de un brazo a la galleguita.
-Yo te voy a enseñar, loca del diablo -le
dijo.
Luisa se abrazó de él pretendiendo
quitarle el revólver, pero Juan Diego le dio una patada feroz que obligó a la
madama a dejarle.
El abogado por su parte arrastraba a la
alemana. Ferreol sumamente disgustado se apartó con su grupo a un extremo de la
sala.
Nuestros jóvenes por cierto rumor que
oían comprendieron que los agentes de la policía se acercaban y pretendieron
ponerse en salvo.
Era ya tarde. Salieron al patio con
girones de vestidos en las manos.
Se dirigieron a la sala general, que
estaba solitaria. Al principio del barullo los que se encontraban allí habían
ido a ocultarse en los dormitorios.
-Estamos perdidos -dijo Juan Diego.
-Hagamos zafarrancho -entonces, propuso
el abogado.
José empezó: volcó la mesa: Juan Diego
abrió la tapa superior del piano y arrojó allí varias copas y botellas.
El abogado, no queriendo ser menos, cogió
otra botella y la apuntó al gran espejo que al quebrarse en varios pedazos
produjo un gran estrépito.
El rufián se había escondido y Luisa no
se animaba a abrir la puerta de fierro temiendo que alguno de los jóvenes le
disparase un balazo.
Los agentes de la policía empujaron con
violencia la puerta, pero no les fue posible abrirla. Entraron entonces por la
casa del lado seis vigilantes con un oficial.
Los barulleros se encerraron en un cuarto
y cuando bajaron los vigilantes ganaron las azoteas vecinas. Ponían en práctica
el sálvese quien pueda. Un vigilante que había quedado de centinela los vio y
les dio el grito de ¡alto!
Como no obedecieran hizo un disparo al
aire para contenerlos.
-¡Eh! no sea bárbaro -gritó el abogado
deteniéndose.
-¡Alto o lo mato! -volvió a gritar el
agente.
Vinieron otros a los gritos y
consiguieron tomar al abogado, a Andrés y a José.
Luisa entre tanto, llegaba con tres
vigilantes de los que habían bajado al patio.
A Juan Diego no se le encontró.
Resultó para los tres presos una
coincidencia feliz: el oficial de Policía era íntimo amigo del abogado y habría
por él perdido hasta su empleo.
-¿Qué es lo que ha pasado? -le preguntó.
El abogado empezó a hablar, pero Luisa lo
interrumpía a cada momento: todavía se resentía dolorosamente de la bofetada,
del puntapié y de sus muebles rotos.
-Cállese, señora -decía el oficial-: no
puedo atender a dos a la vez.
Pero esto era imposible para Luisa.
Entonces el oficial llevó aparte al abogado.
-Tienes que venir a la Comisaría;
¡caramba! se precisa no tener el menor juicio para hacer esto.
El abogado le impuso, al fin de todo.
-¡El doctor Ferreol! -dijo.
-Sí, ahí está o ha estado -agregó el abogado-:
él ha sido el causante de este alboroto, porque por él se llamaron a nuestras
compañeras: es preciso que nos acompañe a la Comisaría lo mismo que la madama y
las loras.
-Estas últimas irán, pero ¡un Ministro!
-Y dos diputados nacionales.
-¡Sopla!
El oficial se acercó a la madama y le
preguntó si estaban los otros señores en la sala.
-Sí -contestó Luisa-, pero ellos no
tienen ninguna culpa.
-Voy a verlos.
Ferreol no temía que lo viese la policía,
pero si hubiera podido evitarla le habría agradado más.
Así es que cuando entró el oficial, lo
llevó aparte y le dijo:
-Usted ya sabrá el escándalo que acaba de
pasar: es inaudito y haré valer mi influencia para que se castigue a los
promotores. La policía también tiene su parte y no cumple con su deber.
-¡Señor! -exclamó el oficial al ver la
arrogancia de aquel magnate, que no reparaba en su crítica posición para hablar
tan soberbiamente.
-Sí -continuó Ferreol, que antes que todo
era abogado y sabía encontrar una puerta de escape en los trances más
difíciles-, ¿sabe Vd. por qué me encuentro aquí?
El oficial no pudo menos que sonreír y
contestó por contestar:
-No, señor.
-Pues sepa que he venido tras de un hijo
mío, menor de edad y que la policía debía impedir la entrada a estas casas.
-Señor -dijo el oficial-: el Reglamento
de la Prostitución permite la entrada a los jóvenes desde la edad de dieciséis
años: no es, pues, que la policía falte a su deber.
-Está bien -contestó Ferreol-, lleve Vd.
presos a esos tres individuos: faltan dos más que yo mañana los haré prender.
Luisa le había noticiado que a Víctor y a
Juan Diego no había sido posible tomarlos.
El oficial salió y volvió a conferenciar
con su amigo el abogado.
-¡Ah! -decía este-, él no va, pues bien,
yo me resisto y tendrás tú que ordenar que me den de sablazos.
-Sé sensato: yo tengo que respetarlo
porque es un Ministro.
-Te equivocas; todos somos iguales ante
la ley y él no tiene inmunidades y aunque las tuviera ha provocado un escándalo
y ha incurrido en delito que merece pena corporal.
-Además, alega que ha venido para sacar a
su hijo.
-¡Qué cinismo! Vaya un lindo modo de
buscar a su hijo, haciendo sentar en sus faldas a una ramera como yo lo he
visto.
-Bueno: hagamos de esta manera: yo hago
despejar en la calle que hay algunos curiosos y tú me acompañas enseguida con
tus compañeros y en la bocacalle los abandono.
-Aceptado.
-Pero con la formal promesa de no volver
aquí y de que si mañana los llama el Comisario concurrirán.
-Perfectamente, hermano, y te lo
agradezco... ya sabes.
-Lo que sé es que hago esto bajo mi sola
responsabilidad.
-No tengas cuidado.
Ordenó el oficial a dos vigilantes que
hicieran despejar y al rato salió con su amigo, José y Andrés.
En la bocacalle los despidió volviendo a
recomendarles mucho juicio y aconsejándoles fuesen a sus casas.
Volvió a la casa de tolerancia y entró a
la sala.
Durante su ausencia había sucedido lo
siguiente:
María, la húngara, llegó a medio vestir
buscando a la madama.
Le habló en alemán, pero por el modo como
lo hacía comprendió Ferreol que estaba asustada.
Preguntó qué había y Luisa le dijo que un
hombre que estaba en el cuarto de María, al saber que en la casa había acudido
la policía quería darla mucha plata si lo escondía o lograba hacerlo salir sin
ser visto.
La pobre húngara se figuraba que era un
asesino, revuelta su cabeza con la vista de tanto vigilante, y por esto le
había hecho muchas promesas con tal de separarse de él. Agregaba que por nada
volvería a su cuarto.
Ferreol, suponiendo que fuese Juan Diego
o Víctor y no cayendo en cuenta que María los conocía bien, llamó un vigilante,
pero como entrara en ese momento el oficial le pidió que trajese al hombre que
tanto había asustado a la húngara.
Fue este y encontró a un ser inofensivo:
le clamó por el cielo y la tierra que lo dejara; por último se dio a conocer.
Con todo, el oficial fue inexorable: quería en algo quedar bien con el
Ministro.
¡Cuál no sería la sorpresa de Ferreol al
ver entrar al oficial acompañado de un sacerdote muy conocido en Buenos Aires y
que se distinguía por la ampulosa retórica de sus sermones!
El Ministro del Señor bajaba los ojos
confundido.
Luisa lo reconoció en el acto por uno de
sus buenos marchantes: ese sí que no hacía barullo y pagaba bien: todo lo que
sabía de él era que entraba bastante tarde y conforme le abrían la puerta de
fierro disparaba a uno de los primeros cuartos: desde allí se entendía con el
rufián o con Luisa; pagaba adelantado y doblando el estipendio de costumbre:
después esperaba la compañera que le deparaba la casualidad. Iba tan bien
vestido de particular que ocultaba perfectamente su profesión.
Ferreol se compadeció de él y dijo al
oficial que lo dejase partir.
Enseguida salió él con Catay, que reía a
mandíbula batiente, y los dos diputados que no se fueron satisfechos sin ver
los destrozos de la sala general.
El carruaje partió para la casa de Catay.
Era de alquiler y el Ministro se bajó allí para continuar a pie hasta su casa.
Los diputados siguieron en él hasta el Hotel en que paraban.
Catay acompañó al doctor Ferreol hasta su
domicilio.
El Ministro estaba por demás incomodado.
Se arrepentía bien de veras de haber cedido a las instancias de los diputados,
que fueron los que le arrastraron a dar ese paso.
A las once y media de esa noche se
encontraba el Ministro muy afanoso consultando enciclopedias, a causa de
haberse embarullado en un capítulo de la Memoria que estaba concluyendo para
presentar al Congreso.
En esas circunstancias entraron a
visitarlo los dos Diputados.
Ferreol estaba solo. A Esteban lo había
tenido enfermo quince días antes y por consejo de los médicos fue a convalecer
a Flores. Misia Pepita, acompañada de su suegra, se encontraba allí y Ferreol
iba dos o tres veces por semana.
Esa noche estaba mal; no podía dominar
bien la cuestión que trataba y se confundía en la redacción, a punto de
volverse torpe, y lo mucho que había leído lo tenía febriciente.
Así es, que cuando lo convidaron para
correr un poco la tuna, se defendió débilmente, forjándose la ilusión de que si
conseguía distraerse se le refrescarían las ideas.
Uno de los Diputados habló con grandes
ponderaciones de la belleza de la alemana.
-No; ahí podríamos comprometernos -objetó
el Ministro-: vamos a cualquiera otra casa que no sea tan pública.
Sus amigos insistieron y él entonces
mandó buscar a Catay. Este estaba por recogerse, pero cuando supo que era el
Ministro quien lo llamaba acudió apresuradamente.
-¿No ve lo que pretende esta gente?
-dijo, después de informarlo de los proyectos de los Diputados.
Catay vislumbró que el Ministro quería
que lo obligasen, y así fue que contestó:
-No hay más, entonces, que condescender
con los amigos.
Salieron inmediatamente y en la plaza más
cercana tomaron un carruaje. Lo demás ya lo sabe el lector.
Al día siguiente, Ferreol fue muy
temprano a visitar a su colega de la Guerra y Marina y arregló con él en que
ese mismo día ingresaría Víctor a la armada sin permiso para bajar a tierra. Lo
demás no tuvo ulterioridades. El Comisario aprobó la conducta del oficial y le
pidió que silenciara el suceso. Ferreol, con más calma después no dio ningún
paso. Luisa fue a la Comisaría, pero allí no se le oyó en sus pretensiones.
Volvamos ahora a nuestros jóvenes.
Cuando los dejó el oficial serían más o
menos las tres y media de la madrugada.
En vez de seguir el juicioso consejo de
retirarse a sus casas determinaron ir a un Café. Habrían andado media cuadra
cuando se les unió Juan Diego.
Celebraron el encuentro con grandes
carcajadas.
-¿Cómo es esto? -preguntó Andrés.
-Muy sencillo, bajé por la casa de al
lado. Lo más lindo del caso es que ni me notaron, porque muchos jóvenes que
habían oído el barullo estaban encaramados a la pared deseosos de ver lo que
sucedía. Cuando bajé por la escalera les dije que había conseguido presenciar
algo. Abulté, largué algunos canards y con el primer grupo que pudo salir me
escabullí, porque al principio los vigilantes no permitían que se abriese la
puerta. Después me puse a esperar aquí para saber en qué paraba la tanda. Me
figuraba que los llevarían a la Comisaría y por aquí tenían que pasar
necesariamente. Ahora, ¿cuéntenme Vds. cómo no están presos?
Andrés explicó el caso.
-¿Entonces el Ministro pagará las
averías? -dijo Juan Diego-. Qué lindo está esto.
-¿Y el espejo?
-¿Di tú el piano?
Y aquellos calaveras reían
desaforadamente. De pronto José se sintió descompuesto. Tuvo un mareo, luego
una ansiedad cruel.
Andrés lo sostuvo.
Al poco rato empezó a vomitar el
champagne y la cena al borde de la vereda.
-Vamos a tomar un café -dijo Andrés-, nos
hará bien a todos.
Un vigilante gallego se acercó y les
dijo:
-Es prohibido detenerse en las veredas.
-Pues bien -contestó el abogado-, nos
pararemos en el medio de la calle.
-En ninguna parte: sigan su camino o pito
llamada.
-No ha de ser mal cigarro ese. ¿Qué dice?
-Mire, vigilante, yo voy a probarle que
Vd. es un pobre diablo que tiene que tocar el pito por setecientos pesos al
mes.
-Van a ver cómo los hago llevar a la
Comisaría -replicó el agente incomodado-, y se dirigió a la bocacalle con
intención de pedir auxilio.
-Doctor -dijo Andrés-, sigamos: no vamos
ahora a comprometernos por una pavada: no toque, vigilante -gritó.
Siguieron entonces: dos cuadras más
adelante el abogado volvió a detenerse.
-A Dagiore -dijo-, le llamó por arriba y
a mí me llama ahora por abajo.
-Ya vamos a llegar a un Café -dijo
Andrés-: sigamos, doctor.
-¡Ah! no: es un artículo de previo y
especial pronunciamiento-, y sin decir más se acomodó de cuclillas en el umbral
de una casa.
-No sea bárbaro -decía Andrés-; José y
Juan Diego no podían contener la risa al ver aquel joven de galera y anteojos
en una postura tan poco académica.
Lo esperaron en la bocacalle, donde llegó
al rato el abogado arreglándose unos tiradores de seda.
-¿Usted usa eso? -preguntó Andrés.
-¡Oh! es muy cómodo y muy higiénico: así
uno puede comer sin desabrocharse la hebilla del pantalón: además es un
recuerdo: un regalo que me hizo una querida: un obsequio que me ha venido a
costar cerca de cien mil pesos.
Así conversando de aventuras galantes se
acercaron a un Café de la calle de Maipú que permanecía abierto toda la noche.
Allí jugaban muchos rezagados de las
prácticas honestas al billar y a los naipes.
Tomaron café y charlaron de todo,
recordando a cada momento las peripecias de aquella noche famosa.
Cuando abandonaron el Café era día claro.
Acompañaron al abogado hasta su casa y aquí hicieron otra parada.
Serían las siete y media en el momento
que decidieron separarse.
Juan Diego,
Andrés y José tornaron el mismo camino, pues sus domicilios quedaban hacia el
mismo rumbo.
Parecía que los vapores de los
espirituosos cargaban todavía sus cabezas, pues iban cometiendo locuras y
riendo de los transeúntes.
Decían cosas feas a las sirvientas que
encontraban al paso y a veces descendían hasta cometer la vileza de
manosearlas.
Iban confiados, sin temor a nada, en un aturdimiento estúpido que
les hacía olvidar toda conveniencia.
Al pasar un grupo de jornaleros vieron
unas polleras y nada más.
Era Carlota y su madre con la china que
las seguía a pocos pasos cargando un envoltorio de costuras. José sin
reconocerla le arrojó un piropo grosero. Ella se limitó a alzar su frente con
un mohín altanero y le envió una mirada triste y de reproche que asesinó al
joven: la palidez que había conseguido en la orgía, desapareció ante el rojo de
la vergüenza que vino a inflamar su cara como si hubiese recibido un bofetón.
Misia Carlota indignada apresuró la
marcha.
Andrés y Juan Diego, que se apercibieron
primero de este paso en falso, pasaron bajando la vista y sin darse por
entendidos.
Cuando alcanzaron a José le dijeron a un
tiempo:
-¡Mira que eres bárbaro!
El joven estaba consternado y su
semblante revelaba una gran angustia.
-¿Y Vds., cómo no me avisaron? -balbuceó.
-¿Si las hemos conocido recién cuando tú
pasaste?
Casi sin hablar llegaron al Café de
Dagiore.
-¿Vds. siguen? -les dijo con encono o
indiferencia-: yo me quedo: vivo aquí ahora.
Se despidieron y José subió a sus piezas.
Misia Carlota al seguir con su hija, le
dijo:
-Ya ves qué clase de hombre había sido.
Es preciso que lo olvides para siempre.
Carlota hizo un gesto de dolor. Tenía
ganas de llorar y se creía muy desgraciada.
-¿Que le quieres todavía? -insistió la
madre.
-Sí, mamá: ¿en caso que él hubiera
seguido visitando y se hubiese conducido bien, qué mérito habría en serle
consecuente? Pero ahora que lo veo desgraciado no puedo quitarle mi cariño. Si
de las relaciones que teníamos resulta algo malo, que sea culpa de él y no mía.
La joven estaba apasionada de José: lo
creía pobre y en su amor ardiente inventaba mil causas atenuantes para
disculparlo; concluyendo siempre todos sus proyectos viéndose casada con
Dagiore. La vivacidad de su deseo se daba el placer de crear obstáculos para
allanarlos triunfalmente con una idea feliz. ¿Era pobre su novio? Pues ella
trabajaría; sabía coser y podía ganar cuarenta pesos al día.
La ardorosa joven sólo pesaba las
ventajas, y el candor de su poca práctica de la vida le velaba los inconvenientes
de que está preñado el porvenir.
No era tampoco posible, que viese a su
edad, el reverso del prisma de la vida.
Ahora ganaba fácilmente cuarenta pesos al
día, pero su madre arreglaba las costuras y la china se ocupaba de limpiar la casa
y hacer la comida. ¿Cómo pues, iba a pensar, que una vez casada vendría el
embarazo, los hijos y otros cuidados del hogar que la impedirían dedicar su
tiempo a las costuras?
Carlota y su madre volvieron cerca de las
nueve. Se habían detenido en una iglesia, donde quiso entrar la joven a
desahogar su tristeza, elevando una plegaria a la Virgen María, que era la
imagen de su devoción.
Almorzó muy poco, limpió después la
máquina de coser y se puso a trabajar.
José, entre tanto, había tenido momentos
furiosos en su cuarto: estaba sumamente nervioso y cuando recordaba el suceso
de la mañana se avergonzaba y le venían ganas de golpearse.
Ahora Carlota era dueña de todo su ser.
No podía, no quería perderla. Pensaba en vano un medio para desagraviarla.
Luego al recordar a la madre caía en un desaliento grandísimo. Si se figuraba
por momentos que Carlota podría perdonarlo, creía también que la señora sería
inexorable.
Su excitación crecía, como un río que
avanza desbordado. Estaba febriciente, y esta angustia que sufría su organismo
tenía necesariamente que despejarse en una crisis.
Volvió a la idea que había abrigado
anteriormente; pero con el mismo resultado. Pensaba escribir dos cartas, una
para Carlota y otra para la madre. Descontento de la redacción y enojado de sí
mismo rompió infinidad de pliegos de papel.
Entonces se puso a pasear por la
habitación, y de pronto, golpeándose la frente, exclamó:
-Sí; no hay más remedio: es lo mejor que
puedo hacer, y más calmado, casi alegre, empezó a mudarse camisa.
He aquí lo que había pensado: presentarse
solo a la casa, implorar a la madre, ver si conseguía hablar con Carlota, y si
era despedido, lo tenía resuelto, volvería a su cuarto y se haría saltar la
tapa de los sesos.
José aquí era el mismo de siempre: a la
primera contrariedad ya pensaba en un medio extremo y vedado a espíritus de
temple verdaderamente humano.
Su naturaleza desequilibrada no le
permitía concebir, que en caso de ser despedido le quedaba el camino amplio del
deber para rehabilitarse con una conducta digna y volver a merecer la
estimación perdida.
Se arregló lo mejor que pudo y a eso de
las dos de la tarde se dirigió, fluctuando entre esperanzas y zozobras, a la
casa de su novia.
Cuando golpeó la puerta y la china vino a
anunciarles que era José, las dos mujeres se impresionaron fuertemente, pero de
bien distinta manera. A Carlota se le enredó la costura y la madre se paró
abandonando la silla en que estaba:
-¡Yo no lo recibo! -dijo-: es demasiado
atrevimiento después de lo que ha sucedido hoy.
-Pero, mamá -imploró Carlota-, tú debes
ver lo que quiere; velo, no hay por qué hacerle este desaire; al menos, lo que
yo quiero es que nos conduzcamos bien.
Misia Carlota se ablandó: quería
demasiado a su hija para dejar de hacer lo que le pedía, y aunque con tristeza,
porque veía el capricho de la joven que ya no era posible torcer, contestó:
-Está bien; lo recibiré; ¿pero qué le
digo? Yo estoy muy enojada con él. Lo hemos tratado con mil consideraciones y
no ha correspondido como caballero.
-Lo que tú hagas, mamá, estará bien
hecho: pero ve pronto, que ha esperado bastante.
-Que espere; creo que le das mucho valor.
Fue misia Carlota a la sala y su hija se
colocó detrás de la puerta de comunicación para poder oír lo que hablasen.
La señora abrió la puerta que daba al
zaguán y pronunció la palabra consagrada:
-¡Adelante!
José avanzó con timidez; casi tambaleaba,
dominado por la emoción.
-Señora -dijo con voz entrecortada y
balbuciente-, vengo a implorar su generosidad y a pedirle humildemente perdón
de mi grosería de esta mañana.
-Usted no nos ha ofendido, Dagiore,
porque no ofende todo el que quiere, y además podía Vd. habernos evitado esta
visita: con lo que ha sucedido, nuestras pocas relaciones con Vd. han acabado.
El resentimiento de la señora despedazaba
el corazón del joven: no creyó que se le tratara tan cruelmente.
-Señora: Vd. tiene derecho a arrojarme
como un perro de su casa, pero por lo que Vd. más quiera en el mundo le suplico
me escuche un momento.
-Hable Vd.
José entonces hizo su defensa; habló de
la enfermedad de su padre, que no los dejaba ni dormir; dijo que él también
había estado muy enfermo; y que después, no habiendo recibos en lo de Ferreol,
no se animó a volver a la casa por haber trascurrido tanto tiempo, pero que
esperaba sólo para hacerlo la apertura de un Registro que iba a establecer, con
eso entonces, ya instalado y con medios seguros de vida poder pedir a Carlota,
que era el compendio de su reposo y felicidad.
-Todo lo que me dice no da la razón de
que se haya retirado sin decir una palabra; podía haber Vd. escrito...
-Señora, en esos momentos creo que estaba
trastornado; puedo jurarle que jamás he dejado de pensar en Carlota; y aquel
joven altanero, vencido por la pasión, desesperado, viendo a la madre con las
entrañas tan frías, se echó a llorar, desbordando su incertidumbre y todo lo
bueno que le quedaba en el alma, en sollozos tenaces que no podía contener, y
en el hipo de su llanto quería hablar y no podía, porque su aflicción,
demasiado intensa, lo ahogaba.
Misia Carlota se apiadó al fin.
-No se aflija así, Dagiore: lo volveremos
a recibir; creo que su llanto me responde de que será siempre más juicioso, y
diciendo esto, la señora lo dejó solo. En la pieza siguiente no vio a Carlota.
Siguió al comedor para buscarla y la encontró anegada en llanto.
-Hijita: ¿qué te sucede?
-Nada, mamá; había estado oyendo... ¡Dios
mío!... no había necesidad de decirle tantas cosas: ya ves, él es bueno. Si no
hubiera temido que te enojaras habría entrado; pero mejor es que no lo haya
hecho, porque tenía tantas ganas de llorar...
-Ahora es preciso que salgas un momento.
-Bueno; pero no lo dejes solo; yo tengo
que lavarme los ojos; ¡ah! ¿por qué no le llevas la palangana?
-Quita allá, lloran tan pocas veces los
hombres... ya que lo ha hecho que se le conozca.
La madre tornó a salir y tuvo esta vez la
suficiente delicadeza para no volver sobre el mismo asunto.
Cuando entró Carlota, sonriente y bella,
José ya se había calmado.
Se dieron un estrecho apretón de manos y
la joven se sentó a su lado. Entonces la madre, revelando un tacto
verdaderamente humano, los dejó solos.
-¿Me perdona Vd., Carlota? -la dijo José.
-No hablemos más de lo pasado.
-Qué buena es Vd., -replicó el joven-;
crea que le debo más que la vida; sin Vd. no sé qué sería ahora le mí: sus
virtudes y su pureza me alientan, me llenan de fe y harán que nunca pueda ser
un hombre malo.
Muchas más cosas se dijeron y lo que
callaban, la indiscreción de los ojos lo revelaba con sobrada elocuencia. Al
poco rato volvió la madre y José pidió la mano de Carlota, la señora los
bendijo invocando a Dios y la boda quedó concertada para dentro de dos meses.
José se despidió esa tarde enajenado: de
todos sus poros sentía resurgir los entusiasmos generosos y el amor a la vida.
Decididamente no era el joven de la
víspera que de acuerdo con el abogado proclamaba la filosofía del escepticismo.
Estaba regenerado y no se le ocurrían más
que ideas nobles y dignas.
Seis días pasaron, y cada noche había ido
José a hacer su visita, lleno de ilusiones y confianza en el porvenir, que tan
risueño se presentaba para él. De la casa de su novia partía directamente a su
alojamiento y allí se acostaba con un contento indecible. La cama le parecía
mejor que nunca y con la dulce voluptuosidad que trasmite el amor correspondido
su espíritu arrobado veía todo color de cielo. Cogía un libro y le era
imposible leer; entonces, pensando en su novia, cerraba los párpados,
recogiendo en ellos para recordarla en su sueño feliz, la imagen gentil de
Carlota, que sentía vagar en formas seductoras sobre su frente de venturoso
enamorado.
- XII -
Al día siguiente se levantó José con
alguna incomodidad en la garganta. No le dio valor y lo atribuyó a un resfrío
que tenía. Con todo, después de tomar un café, se dirigió a la Botica de
Andrés.
Le pidió algo, y el joven farmacéutico le
llenó un cartuchito con pastillas de clorato de potasa.
Luego, olvidando la causa que le había
llevado allí, se puso a conversar alegremente de temas generales.
-¡Ah! ¿sabes una cosa? -dijo de pronto su
amigo: por poco no se me pasa, y es lo que más tenía presente para decirte.
-¿Qué?
-¡Hombre! esa pobre de Josefina.
-¿La has visto?
-Sí; anteanoche hablaron aquí de ella
varios jóvenes, y si después no hubiera visto lo que decían, no lo habría
creído.
-¿Pero qué es lo que hay?
-La pobre, completamente ciega y con
pústulas en la cara, pide ahora limosna en el atrio de San Nicolás.
-¡De veras!
-Yo no lo creía y fui ayer a cerciorarme:
era la misma, la acompaña una chiquita que ignoro de dónde la habrá sacado: los
ojos no se le ven, porque están ocultos con un pañuelo que tiene atado por
detrás de la nuca.
-¡Pobre Josefina!
-La pobreza debe haberla resuelto a dar ese
paso; ella que era tan orgullosa; si vieras con qué vestido anda. No puedo
negarte que a mí me hizo su efecto: estaba tan acostumbrado a verla de
terciopelo y llena de alhajas, que no era para menos.
-Es nuestro deber socorrerla.
-También lo pensé: ¿pero quién nos
garante que el miserable de su querido no la sigue explotando?
-Eso se averiguará.
-Difícil, muy difícil me parece.
-En fin, yo tengo muchas cosas encima, y
cuando pueda, trataré de hablar con ella.
Conversó de otras cosas y al poco rato se
despidió.
Había hecho grandes esfuerzos para no
descubrir ante Andrés toda la pena que sentía.
Fue a su casa, sacó un papel de cinco mil
pesos, y se dirigió enseguida a la iglesia de San Nicolás. Serían las nueve y
cuarto de la mañana. En la puerta del atrio estaban varios pobres: dos viejos
italianos, mugrientos y de barba crecida, dos mulatas que en su pereza,
invocaban la caridad de los fieles, sentadas; y de pie, con la mano extendida,
la desdichada ramera.
Josefina estaba tan cambiada, que José
tuvo que adivinarla, y ¡cosa extraña! el joven no se conmovió y la miró
fríamente. No era esa la Josefina que tenía en la cabeza, y al acercársele,
comprendió que estaba muy lejos de ella. Su entusiasmo enfermizo se disolvió
prontamente, como una bola de jabón. Un resto de compasión, sin embargo,
pugnaba por ablandarle las entrañas, pero se defendió a sí mismo haciendo
razonamientos mentales y ahogó su enternecimiento. Acabó por pensar que nada
había de común entre él y Josefina. Entró al templo, entonces, fluctuando sobre
lo que debía hacer y salió al momento. Al pasar por el lado de la ciega le dejó
caer en la diestra extendida, un billete de cien pesos moneda corriente, bien
convencido ahora, que habría cometido un disparate dándole cinco mil como fue
su primera intención.
Fue a su casa; almorzó, y ya olvidado de
Josefina, se puso a consultar un presupuesto que había confeccionado de lo
necesario para fundar un Registro, pues esta idea no le abandonaba y quería
realizarla, tanto más cuanto así lo tenían entendido en casa de misia Carlota.
Tenía poder general de Dorotea, y aun
cuando se opusiera esta, pensaba ir adelante y aun vender el Café en caso
necesario.
La libreta del Banco había descendido a
cincuenta mil pesos: en menos de un mes llevaban gastados casi treinta mil.
Dorotea se excusaba con las deudas pagadas, sin embargo de que estas nunca
ascendieron a más de cinco mil pesos.
¿En qué se había gastado tanto dinero? En
nuevos muebles para la sala, en trajes para Victoria y María y en un préstamo
de diez mil pesos que había hecho Dorotea al Mayor Paz.
José se había puesto al habla con el
dependiente principal de don Guillermo, el cual le comunicaba datos y aun le
dio esperanzas de ser su socio. Bastante versado en esta clase de negocio
comprendía que el capital era pequeño y pensaba solicitar dinero del Banco de
la Provincia. Esperaba para esto la llegada de un tío que estaba en Montevideo,
al cual iba a pedirle la firma. Si conseguía el descuento harían sociedad, pero
como estaban ya entusiasmados empezaban a discutir puntos generales.
Estando don Guillermo en su estancia,
José iba todos los días a hablar con el dependiente.
Ese día cuando José entró le enseñó lleno
de alegría una carta de su tío. Celebraba la idea y le decía que contara con su
firma para dentro de ocho o doce días, en que regresaría a Buenos Aires.
José con excelente humor se retiró a
comer y por la noche habló de todos estos proyectos en casa de misia Carlota.
Después conversó con su novia de la
instalación.
Carlota le dijo, con mucha franqueza, que
ella lo seguiría a cualquier parte, pero que si se resolvía a vivir con su
madre la daría un gran contento.
-¡Oh! -contestó el joven, en nuestra casa
mandará Vd.; podrá hacer y deshacer como mejor le parezca.
-¡Ah! Vd. no sabe cómo le agradezco. Mamá
me pedía que no le hablara de esto, pero se lo pasaba llorando al pensar que
tal vez tendríamos que vivir separadas. Vd. le encontrará razón; hágase cargo
que no tiene más familia que yo, y a su edad, sola... bastante motivo tenía la
pobre para entristecerse.
-Debo confesarle que soy un gran egoísta.
No había pensado en esto, pero Vd. debió decírmelo antes.
-¿Qué quiere Vd.?...
-Ahí viene su mamá: dígale que en vez de
uno, tendrá dos hijos.
Carlota lo hizo así y la buena señora
lloró de alegría, y como la casa en que vivían era demasiado reducida, tres
piezas solamente, se pusieron de acuerdo para buscar una algo más espaciosa.
El joven se despidió hasta la noche
siguiente, y se acostó, como de costumbre, acariciando risueñas perspectivas
para el porvenir.
Esa noche tuvo algún insomnio; a las
doce, mas o menos, consiguió dormir, pero su sueño fue intranquilo. Despertó
dos hora después, ya con alguna fiebre; encendió luz y se sentó en la cama. La
garganta le picaba un poco, y como comprendiendo algo, muy pálido y haciendo un
gesto desesperado, se tiró del lecho, y desalado, lleno de angustia, abrió el cajón
del lavatorio, tomó de allí un espejito de mano y poniéndolo muy cerca de la
vela empezó a examinarse la boca.
Descubrió su desgracia. ¡Eran llagas las
que tenía!
La orgía a que había asistido siete
noches antes empezaba a dar sus tristes frutos.
El joven, consternado, no pudiendo aún
medir el alcance de su enfermedad, se vistió silenciosamente, y hasta que llegó
el día no hizo otra cosa que consultar al pequeño espejo. De pronto una acerba
desesperación le punzaba las entrañas y crispando los puños maldecía de la vida
y de su horrible suerte; luego se calmaba y el bálsamo de la esperanza
descendía a endulzar su corazón ulcerado: se entregaba a la ilusión y creía
entonces que sanaría pronto. Tenía tan turbadas las ideas que casi sin transición,
después de una blasfemia, se ponía a orar o invocaba al buen Dios de su
infancia, que hacía años lo había olvidado, prometiéndole adorarlo por toda la
vida y ser siempre bueno si lo salvaba de aquel trance.
A las seis y media fue a buscar a Andrés.
Estaba todavía en cama y tuvo que despertarlo.
El boticario lo reconoció y le dijo que
esperase que fuesen las diez, hora en que acostumbraba pasar por la Botica el
Dr. Catay.
-Pero, ¿qué crees tú?
-Tal vez sean las antiguas, y si son
reliquias de la otra noche, puede que sean benignas: no te asustes y espera a
Catay como te digo.
-¿Crees tú que puedo entregarme a sus
manos?
-¡Cómo no! Tiene mucha práctica en estas
enfermedades.
Andrés tenía por Catay el mismo entusiasmo
que don Isidro.
José estaba muy nervioso. Se cansó pronto
de esperar y demostró a Andrés su impaciencia. Este le dio un diario del día,
pero el joven apenas lo hojeó: su situación lo aislaba del mundo y le hacía
mirar desganadamente todo lo que no se relacionaba con su enfermedad. Se empezó
a pasear; parecía que tenía azogue en el cuerpo. Al fin le fastidió la calma
con que Andrés arreglaba las cosas de la Botica. Su cerebro loco no podía
comprender la vida regular. Le pareció eso demasiado estúpido y que Andrés no
se preocupaba como era debido de su situación. Salió a dar una vuelta
prometiendo regresar antes de las diez.
Vagó por las cercanías, anduvo por el
Mercedo del Plata, y de pronto, sin quererlo, se encontró frente al atrio de San
Nicolás. En su sitio de costumbre, como una figura de cera, rígida, quieta, con
la mano extendida, divisó a Josefina; inválida de la crápula, reducida al
triste estado de pedir a la caridad pública el pan de su sustento, después de
haber dejado en los lodazales del vicio su juventud, los sentimientos de su
alma y la luz de su mirada. José tuvo horror, y febriciente, zumbándole los
oídos, con un turbión de ideas lúgubres, se dirigió a la Botica cabizbajo y
alimentando los más tristes presentimientos
Tuvo que esperar más de media hora a Catay. Este llegó, al fin, en
su tílburi, algo apurado, porque ahora tenía más clientela y se daba mayor
importancia. En lo de Andrés estaba todos los días un momento; veía si había
alguna novedad y seguía: la noche la reservaba para la nueva Botica de don
Isidro.
Andrés lo impuso de la novedad que sentía
José, y entonces Catay lo llamó:
-Pase para acá, Dagiore.
Fue el joven a la habitación en que
jugaban al mus en otro tiempo los contertulios de don Isidro; Catay lo llevó a
la puerta que daba al patiecito para tener mayor luz y le hizo abrir la boca.
-¿No ha tenido otra manifestación?
-preguntó.
-No, señor.
-Es lo más probable que tenga. Voy a
recetarle -y mientras escribía, seguía diciendo-: de esta bebida tomará tres
cucharadas al día y con la otra preparación hará gárgaras, con tanta frecuencia
como le sea posible. Cuídese y no haga desarreglos.
-Ah, doctor, si salgo de esta todo eso
habrá concluido.
-Así dicen todos cuando caen; pero
después que pasa el susto, se olvidan de la lección y vuelven a las andadas.
Había sido Vd. muy calavera. Caramba, que le dio buen susto la otra noche a mi
amigo el diputado.
José ni siquiera sonrió: maldecía esa
noche desde lo más íntimo de su alma, pero ya tarde.
Catay se despidió:
-Véame mañana a esta misma hora, y tenga
ánimo que lo hemos de remendar, porque en estas enfermedades no se cura nunca
radicalmente.
El pobre joven quedó abismado con ese
equívoco consuelo.
Con todo, esperaba que no serían más que
las llagas: una voz secreta, la eterna sirena de la esperanza, lo alentaba y le
decía que era imposible una desgracia mayor.
Llevó los remedios y con cierta unción,
lleno de fe, se curó todo el día: a la noche fue a hacer su visita de
costumbre: la idea de que no pudiera realizar su matrimonio en la época
concertada abatía su ánimo y lo ensimismaba cretinamente.
Carlota le notó algo extraño. Pensó que
José podría haber tomado a mal algún dicho suyo y en vano se devanaba la
cabeza, porque no recordaba la menor palabra que pudiera haberlo resentido.
El joven estaba sombrío, y su silencio de
esa noche contrastaba con la alegre verbosidad de que había hecho gala en las
visitas anteriores.
Carlota había entrado en cuidado, pero no
se animaba a preguntarle nada.
De pronto José lanzó un triste ¡ay!
suspirando; fue aquello impensado, sin creer que pudiera ser oído.
-¿Está Vd. enfermo? -preguntó entonces
Carlota con el más vivo interés.
José tardó en contestar.
-Sí, tengo un dolor de cabeza horrible,
lo he tenido todo el día.
La joven se levantó y fue a buscar un
poco de agua de colonia.
-Póngase un poco en las sienes -dijo-,
presentándole el frasco: eso le hará bien.
La madre vino después y le dio tres o
cuatro recetas infalibles para el dolor de cabeza.
Todas estas atenciones ponían más triste
al joven porque si bien lo hacían comprender los mimos y el cariño que le
esperaban, estaba también seguro que el casamiento ya no podría tener efecto en
el plazo convenido. Ciertas punzadas que estaba sintiendo y que le auguraban
muchos dolores le hacían creer que Catay no se había equivocado. Se levantó
mucho más temprano de lo que acostumbraba y se despidió:
-Hasta mañana -le dijo su novia-: cúrese.
-¡Ah! esos dolores de cabeza hacen sufrir
mucho, pero tienen de bueno que pasan pronto-, agregó la señora.
-Hasta mañana -repitió José, haciendo un
soberano esfuerzo: el gran desaliento que ya había sufrido otra vez se estaba
apoderando nuevamente de todo su ser.
Esa noche tuvo mucha fiebre y durmió muy
poco. A eso de las doce de la noche empezó a sentir una dolorosa retención de
orina que se acentuó mucho más, después.
A la madrugada escribió unas líneas
llamando a Andrés. Este acudió en el acto y le recetó algunas cataplasmas y
remedios sencillos como para calmar los dolores, y prometió volver a las diez
con Catay.
Cuando entró el doctor, le tomó el pulso
y se asustó.
-¡Ah! mi amigo -dijo-, Vd. se ha asustado
y así no es fácil que lo sanemos. Es preciso valor.
-Lo tengo, doctor.
-Así me gustan los hombres; veamos lo que
hay.
-Hum, en fin, no es nada, podría ser más:
¿y las llagas cómo van?
-Lo mismo, doctor.
-Bueno, Andrés, tú le vas a poner doce
sanguijuelas y antes una sonda. Por hoy basta. No desmaye, mi amigo, y hemos de
salir adelante. Trate sobre todo de no moverse mucho en la cama.
Andrés dejó la Botica en manos de su
dependiente y acompañó todo el día a su amigo enfermo.
Serían las dos de la tarde cuando golpeó
la puerta un muchacho que traía muchos folletos debajo del brazo.
-¿Está el señor Dagiore? -preguntó.
-¿Qué se te ofrece? -le dijo Andrés.
-Traía esto para él -contestó el
muchacho, entregando uno de los folletos.
-Está bien.
Andrés miró la carátula y vio que era la
tesis de Juan Diego, que antes de presentarla a la mesa examinadora ya la
estaba repartiendo entre sus relaciones.
José la reclamó, vio que trataba sobre
enfermedades del corazón; dobló luego la carátula, varias páginas más en que se
dedicaba la obra al abuelo, al padre, a los vivos y a los muertos, y antes de
comenzar el texto verdadero de la obra, descubrió una dedicatoria escrita.
Decía así: A mi querido amigo José Dagiore en recuerdo de la soberana tranca de
la otra noche.
EL
AUTOR.
José se puso muy serio al leer estas
líneas. Culpaba a Juan Diego de su enfermedad, pero no se atrevió a
comunicárselo a Andrés, porque como también el boticario había tenido su parte,
temía que se resintiese.
A la tarde se fue Andrés. José le rogó se
pasara por lo de Carlota y anunciase que estaba enfermo en cama.
-Mira -le dijo-, hazme este servicio,
pero con mucha cautela: diles allí que tengo una fiebre muy fuerte.
Entonces subió Carlos a hacerle compañía.
El rudo italiano, en vez de consolarle lo
afligió, refiriendo enfermedades que había padecido, cuando lo que necesitaba
el pobre joven eran distracciones y que su espíritu se alejara de las negras
ideas que su situación le inspiraba.
-Lo que es Vd., no tiene nada -decía
Carlos-: ¡ah! si me hubiera visto a mí cuando ahora dos años tuve que entrar a
curarme al Hospital: allí me daban una servilleta a morder con eso uno bufa y
no grita. Entonces el médico con tijeras y bisturí corta la carne como podría
hacerlo un carnicero: ¡ah, diablo! allí sí que se sufre.
José le oía estremeciéndose.
Al día siguiente Catay volvió a
examinarlo. Lo encontró mal y le recetó un ungüento mercurial.
Andrés y el dependiente principal de don
Guillermo lo acompañaron hasta hora avanzada.
A eso de las dos de la tarde, entró la
china de misia Carlota.
José compuso la cama y ocultó varios
frascos y dos sondas que estaban encima de la mesita de noche y la recibió
entonces.
La china dio su recado y le entregó un
fragante ramito de flores de parte de Carlota.
Cuando salió la sirvienta, José muy
enternecido, no pudo contener las lágrimas, y con ese llanto, se escapaba
también de su alma la energía que le quedaba.
Andrés trató en vano de consolarlo.
-¡Ah! soy muy desgraciado-, decía
sollozando: la felicidad no se ha hecho para mí.
-Si vas a sanar: ten valor y paciencia.
-¡Ah! es que si la madre llega a
descubrir algo hará que su hija me desprecie.
-Si vas a hacer tantas suposiciones es
claro que has de encontrar algún lado malo: no exageres tu situación.
Así pasaron varios días, y más que la
enfermedad, puede decirse que lo aniquilaba su preocupación moral. No había ya
resistencia en aquel cuerpo trabajado por las pasiones.
Hacía tres años que seguía impávido el
curso de una corriente de cieno. Varias veces fue salpicado y en cada
enfermedad se había curado a la ligera. Creía que sanaba, y era su naturaleza
joven que ocultaba el mal. Todas estas heridas mal curadas se habían abierto
con los excesos que cometió la noche de la orgía.
Ahora tenía una cruel orquitis y se le
habían formado dos abscesos.
Juan Diego al saber su enfermedad ocurrió
inmediatamente y ayudaba al médico de cabecera.
Los abscesos supuraban mucho y Catay
comprendió que había llegado el momento de abrirlos.
Participó esta opinión Juan Diego y le
pidió que lo preparara. José al saber lo que le esperaba recordó asustado los
cuentos de Carlos.
Se sobrepuso y dijo a su amigo:
-Mira: antes de eso quiero saber una
cosa: invoco para ello la amistad que nos une.
-Lo que quieras... di.
-Tú sabes que estoy comprometido a
casarme: he fijado el plazo y sólo falta para que se cumpla casi un mes y
medio: para dejarme operar y estar tranquilo quiero arreglar esto antes: lo que
te pido pues, es que hables con Catay y me digas en qué tiempo podré estar en condiciones
de cumplir mi compromiso: así, yo escribiría a la madre de Carlota y veré de
arreglarme.
Juan Diego lo escuchó muy serio y
contestó después:
-Voy a hablar con Catay.
Pasó a la otra pieza y comunicó al doctor
lo que José quería.
-Es preciso mentirle -dijo Catay-: se
requiere estar loco o muy enamorado para ponerse a pensar en casamiento en este
estado.
-¡Ah! no, doctor; hagámonos ilusiones, si
usted quiere; pero yo tengo que darle una contestación aproximada a la verdad:
lo quiero mucho y así se lo he prometido.
-Vamos a ver: ¿qué piensa Vd.?
-Pienso que dentro de seis u ocho meses
podría casarse.
-Es mucho decir: lo que es yo no quisiera
ser la novia: al abrirlo los abscesos... ¿ha visto Vd. cómo son?... al
abrirlos, digo, se herirán necesariamente las túnicas albugíneas, y sanará por
ese lado, pero después de producida la atrofia de los órganos, con lo cual
quedará como Abelardo el desdichado amante de Eloísa.
-¡No vaya Vd. a decirle eso, por Dios!
-Es que hay más: ¿le ha reconocido Vd.
bien el paladar? Ya eso no se detiene: ese joven se ha curado muy mal sus
enfermedades anteriores: tiempo más, tiempo menos, póngale Vd. un año, habrá
que colocarle un paladar artificial.
Juan Diego estaba consternado.
Volvió a la pieza del enfermo y le dijo:
-Debes tener valor: tu enfermedad te ha
agarrado fuerte, pero podrás casarte antes de un año.
-¡Un año! -repitió José-, eso no tiene
nombre, ¡Dios mío! y con un inmenso desaliento dejó caer su cabeza sobre la
almohada.
Juan Diego comprendió que lo asesinaba y
trató de corregir su falta.
-Sí, pero esa es la opinión de Catay, lo
que es yo, creo que dentro de seis meses...
-Eso es peor: no me engañes, te conozco
que tratas de tranquilizarme: tu misma cara me está diciendo que estoy muy
grave.
-Si lo quieres tomar así, es claro:
¿acaso podría estarme riendo aunque lo que tuvieses fuese un simple resfrío?
Siento de veras tu enfermedad, pero esto no implica que ella sea muy grave. Te
diré todo: tu mejoría depende más de lo que tú hagas que de la ciencia de los
médicos: debes tratar de tranquilizarte y estar bien para que te operemos
mañana. Será cosa de un momento, nada más, un dolor pasajero.
-¡Ay! -contestó el enfermo; si ahora
sufro tanto, ¡qué será después de eso!
-Sufrirá menos entonces: es preciso que
te decidas: Catay acaba de retirarse y yo he quedado en buscarle mañana para
venir juntos.
-Hagan lo que quieran.
-Bueno, queda resuelto: ¿no es verdad?
-Sí.
Serían las doce del día próximamente.
Juan Diego se despidió hasta la tarde y José quedó con Andrés.
Una hora después entró la china de misia
Carlota a informarse de la salud del enfermo, trayendo el ramito de flores que
le enviaba su novia. Esta cariñosa prueba de simpatía le hacía mucho mal. Lo
desesperaba horriblemente, pensando que no merecía a Carlota. Cada momento que
pasaba era un tormento para él y no encontraba excusas ni palabras; algún
medio, en fin, razonable, que explicase el pedido de un plazo más largo, y
luego, ¿qué enfermedad simular, si dentro de uno o dos meses lo verían en pie?
Concluía en lo mismo; viéndose despreciado y rechazado por misia Carlota y su
hija.
Fueron horas tremendas para el joven.
Tomó entonces su resolución y se convenció a sí mismo con razones que le
parecían de una lógica terrible, de que debía darse la muerte.
Pensaba en medio de una angustia suprema,
que Catay debía haber dado un pronóstico horrible, cuando Juan Diego se había
decidido a decirle que recién sanaría dentro de un año. Los agudos dolores que
sufría contribuían a afirmar en él esta idea. Proyectó escribir, pero su
desaliento y su resolución le habían infiltrado una indiferencia desesperante.
La idea que genera siempre el orgullo en estos trances y que hace pensar en un
mañana que no se verá, no alcanzaba a irritar su pobre espíritu languidecente.
Andrés lo estorbaba. Leía un libro cerca
del balcón, esperando así que su amigo lo llamara o que llegara la hora de
darle un remedio.
-Andrés -dijo-, yo estoy abusando de ti,
eras muy buen amigo, te estoy demasiado agradecido, pero no quiero que
desatiendas tanto la Botica.
-¡Qué ocurrencia! Si no lo hiciera con
gusto, pase.
-Ya sé, pero no es necesario que te
incomodes tanto: ¿por qué no te vas ahora y vuelves a la noche a acompañarme
otro poco?
-A la noche vendrá Juan Diego: si me voy
vas a quedar solo.
-No, de día no quiero que te embromes,
así: tu presencia es necesaria en la Botica; mira, puedes irte, y llamarlo a
Carlos de paso para que se quede conmigo.
Andrés convino en esto, sin sospechar ni
remotamente las intenciones de su amigo.
Se despidió y fue a llamar a Carlos.
Cuando salía, José le gritó:
-No dejes de venir luego: adiós.
-Adiós, hasta luego -contestó Andrés.
Entonces José abrió el cajón de la mesita
de noche y sacó su revólver Bulldog. Lo examinó fríamente y viendo que tenía
sus cinco balas lo puso debajo de la almohada.
Al poco rato entró Carlos.
-¿Cómo se siente? -dijo.
-Mejor, pero muy cansado: todo el día me
han estado embromando las visitas y tengo sueño: voy a ver si duermo un poco:
déjame solo y entorna la puerta: si viene alguien di que no puedo recibir.
Carlos salió, y entonces José volvió a apoderarse del arma: tuvo un
desfallecimiento: el recuerdo de Carlota y de su familia lo enternecieron, pero
fue un breve rato: secó sus lágrimas y en medio de una turbadora zozobra llevó
el revólver a su sien derecha: al sentir el frío del cañón volvió a desmayar.
En una de estas angustiosas tentativas creyó oír pasos en la escalera, escondió
el arma y escuchó: nada, se había equivocado.
Pensó entonces, en que si venía alguno de
sus amigos, tal vez quisiese pasar allí la noche, recordó después la operación
que le esperaba al siguiente día, volvió a turbarse, todo lo vio negro en su
porvenir. Su naturaleza gastada no fue capaz de una reacción violenta y sus
ideas tétricas impidieron que sonriera en su espíritu la acariciadora luz de la
esperanza, siempre lejana y siempre brillante, como los astros de primera
magnitud. Se precipitó al arma, y tomando con la izquierda el cañón, afirmó el
puño sobre el ángulo facial y con la otra mano completó de arreglar la dirección
a la sien, y apretó entonces el gatillo: antes de disparar el tiro hizo un
movimiento instintivo que no consiguió desviar la bala. El cuerpo del suicida
se sacudió violentamente un instante para quedar casi boca abajo reposando
sobre el costado izquierdo. La mano crispada había abandonado el revólver en
una de las convulsiones de la agonía y estaba completamente manchado de sangre
su pecho. La bala perforó el cráneo y fue a detenerse en el parietal izquierdo.
De la herida manaba copiosa la sangre; se mancharon todas las ropas del lecho y
después empezó a caer por uno de los bordes de la cama.
Nadie en la casa sintió la detonación.
Una hora después, al caer la tarde, se
presentó el dependiente principal de D. Guillermo: venía a anunciarle que ese
día había presentado la solicitud al Banco, la cual sería considerada al
siguiente.
Carlos le dijo que estaba durmiendo, pero
como la visita insistía se decidió a acompañarlo. Entró al cuarto, y aunque no
había mucha luz, vio la sangre. Dio un grito y el dependiente de D. Guillermo
se precipitó a la habitación. Los dos hombres quedaron mudos y sintieron
calambres en las piernas. Retrocedieron espantados ante aquel cuadro de horror.
Sin saber lo que hacían bajaron
nuevamente la escalera. A los gritos y los comentarios, acudió un vigilante, el
cual llamó a otro.
Subieron, miraron el cadáver y quedó uno
de ellos de guardia en la puerta mientras el otro fue a dar cuenta de lo
sucedido.
Andrés llegó luego y le comunicaron la
noticia. No daba crédito a lo que oía, se turbó y dijo con voz idiota:
-Para chanza es muy pesada: ¿se quieren
burlar de mí?
Cuando se convenció de que era cierto y
vio al vigilante que no dejaba entrar se le nublaron los ojos y hubiera caído
si no lo sostienen.
Después vino Juan Diego. Quería morirse,
y se puso a llorar como un niño.
A las ocho de la noche el médico de
policía lo había reconocido y la autoridad dio permiso para que la familia se
hiciera cargo del cadáver.
Dorotea estaba ya preparada y había
intentado varias veces salir para ver a su hijo muerto; pero algunas personas
que la acompañaban se lo impidieron.
Para que no fuera tan violenta la escena
de la traslación, el Mayor Paz, que andaba en todo esto, decidió que se
arreglara antes la mesa mortuoria y se prendiesen los cirios en la sala de la
casa de Dorotea.
Después algunos changadores trajeron el
cadáver de José colocado ya en el cajón.
Juan Diego y Andrés lo vistieron, y la
cara, más que con agua se la habían lavado con lágrimas.
Dorotea y sus hijas, a quienes retenían
varias personas en las piezas interiores, se abrieron paso y como unas locas se
precipitaron en la sala. D. Juan y Dª Margarita las seguían. Allí rodearon el
cajón y cubrieron de besos y de lágrimas el rostro macilento del pobre muerto.
Cuando se desahogaron un poco las sacaron
en brazos, porque se resistían a salir.
Más tarde llegó el abogado, y
conversando, dijo que ese día había hablado de José con Víctor.
-¿Dónde? -preguntó Andrés.
-En la calle de la Florida: anda ahora de
guarda-marina y el padre le ha permitido bajar a tierra por ruegos de la
abuela.
-Pues voy a escribirle dos líneas -dijo
Juan Diego-: si no puede venir esta noche estoy seguro que nos acompañará
mañana al cementerio.
-¡Qué noche fatal aquella! -dijo el
abogado.
-Pobre José: quién lo hubiera dicho
entonces -agregó Juan Diego.
-¿Y a Vds. no los ha sucedido nada?
-preguntó el abogado.
-Nada: parece que el pobre José fue el
solo desgraciado.
-No tanto. A mí y a Víctor también nos
pringaron.
-¡Qué barbaridad! -replicó Andrés, por
decir algo.
-¿Qué le vamos a hacer? Así es el mundo.
Media hora después llegó Víctor.
Se acercó silenciosamente al cadáver y le
tomó una mano.
Después salieron al patio.
Allí conversaron tristemente. De cuando
en cuando veían al Mayor Paz pasar por entre los grupos de los conocidos o
amigos de la familia, grave, pero siempre haciendo conocer las dotes que poseía
de adaptarse a las circunstancias: convidaba con coñac a unos, hacía dar mate a
otros y no olvidaba que cada cuarto de hora era necesario despabilar las velas.
Parecía un pariente lejano de la familia, pero muy comedido. Él había dado la
noticia a Dorotea, contrató el precio del servicio fúnebre y mandó los avisos
de invitación a los diarios y se prometía conseguir temprano, al siguiente día,
el certificado de la parroquia y el permiso de la Municipalidad.
Victor se despidió, porque su padre
tomaría a mal que pasase fuera la noche, pero prometiendo al otro día.
A media noche el Mayor Paz llamó al
abogado, y le dijo:
-Me han dicho que Vd. conoce al Cura de
la Recoleta.
-Es cierto.
-Pues Vd. va a hacer un favor a la familia.
La madre de José está temiendo con que no lo van a enterrar en tierra santa:
¿podría Vd. arreglar esto?
-Es muy fácil: la iglesia es cierto que
niega la tierra en sagrado a los suicidas, pero se hacen muchas excepciones:
por ejemplo, tratando de probar que estaba trastornado cuando se quitó la vida:
no le diga esto último a la señora, pero puede garantirle de mi parte que no
habrá en esto ningún entorpecimiento y que se le aplicará el responso de
costumbre: para mayor seguridad mañana temprano iré yo a la Recoleta.
-Mil gracias, voy a decírselo.
La noche se pasó sin ninguna novedad,
salvo los sollozos intermitentes de la madre y las hermanas de José, que más de
una vez insistieron en volver a la sala, pero se las contuvo.
A la mañana volvieron algunos que se
habían retirado temprano para descansar unas horas. Quedaron estos y entonces
se fueron otros que habían velado toda la noche.
Poco después el Mayor salió a despachar
las diligencias que tenía que hacer; el abogado fue a la Recoleta y Andrés y
Juan Diego quedaron al lado del pobre amigo muerto.
En las piezas interiores estaba Dorotea,
acompañada de su madre. D. Juan, vencido por el sueño, se había dormido en un
viejo confidente.
Hacía algunas horas que doña Margarita y
Dorotea habían conseguido que las niñas se acostaran. Allí quedaban, sin misión
que cumplir sobre la tierra, esperando un marido que nunca llegaría. Ignoraban
que el brusco ascenso en el rango social que había dado la madre, equivalía a
haber quemado las naves a este respecto, pues sin fortuna nadie las pretendía,
y con sus humos de princesas oponían un cordón sanitario a sus naturales
pretendientes: Carlos, el dependiente del Café, los puesteros del Mercado y
otros mozos por el estilo: dormían quietamente debido a su temperamento
linfático, soñando con novios que nunca vendrían, estas pobres vestales contra
su voluntad y por arte de un sistema social imperfecto.
A las tres de la tarde se soldó la caja y
se clavó el cajón.
Dorotea quiso despedirse por última vez
de su hijo, pero no la consintieron; toda deshecha en su cuarto contenía los
sollozos para no despertar a sus hijas. Dª Margarita la acariciaba en vano.
En el patio se hicieron a un lado los
acompañantes todos vestidos de negro, y D. Juan, Andrés, Juan Diego, Víctor, el
Mayor y el abogado, sacaron el cajón.
El convoy fúnebre partió con dirección al
Cementerio del Norte.
En los primeros coches iban nuestros
jóvenes, pálidos, tristes y reconcentrados.
Llegaron a la Recoleta. Allí bajaron el
cajón los mismos que lo subieron conduciéndolo a la mesa mortuoria de la
capilla del Cementerio.
Vino un sacerdote y le echó el responso
de costumbre.
Volvieron los amigos de José, y su
abuelo, a tomar la carga, y se perdieron con el séquito en una de las
callejuelas: se dirigían a la bóveda de la familia de Juan Diego, que es donde
iba a reposar el infeliz suicida.
Llegaron; Juan Diego abrió el sepulcro,
un peón bajó con unas sogas y otros dos que retenían los extremos precipitaron
el cajón, el cual corrió sobre la puerta del sótano produciendo un chirrido
destemplado; el sepulturero lo acomodó en uno de los catres y los otros
recogieron las sogas.
Cuando salió el que había descendido
cerró el sepulcro y Juan Diego tomó las llaves.
¡Todo había concluido!
Volvieron tristemente. D. Juan, que era
el único pariente de José, se adelantó, porque le había enseñado Dorotea que
tenía que despedir el duelo en la puerta del Cementerio.
El pobre hombre estaba ya muy viejo y se
encontraba incómodo entre los elegantes jóvenes que habían sido amigos de su
nieto. Hacía, también, mucho tiempo que no vestía de negro y la levita arrugada
que llevaba puesta le sentaba desastrosamente.
Carlos se puso a su lado.
Al llegar el grupo de los acompañantes,
el abogado, que recién la noche anterior había hecho relación con D. Juan,
dijo:
-Bueno, viejo, estamos despedidos: todos
nosotros nos reputamos amigos y hermanos del pobre José: váyase a descansar.
Sin embargo, se cruzaron algunos
apretones de mano.
Después la pequeña concurrencia fue a
buscar sus carruajes.
Al salir en grupo nuestros jóvenes, se
encontraron con el cura de la Recoleta.
-¡Ah! -dijo, divisando al abogado-: ¿ya
cumplió Vd. con su deber de amigo?
-De eso venimos.
Algunos coches partían.
-Esperen, muchachos -dijo el abogado.
Los presentó al cura.
Unos cuantos mendigos italianos de cara
torva y frente deprimida, que habían salido del asilo contiguo les trababa el
paso.
-Una limosna.
-Estamos muy pobres.
-Un cigarrito.
-Vayan; vayan para allá -dijo el cura
apartándolos-, estas hermanas se descuidan y los dejan salir -agregó.
Caminando volvieron a entrar al
Cementerio.
-Me han dicho que era muy buen joven el
amigo de Vds.
-Ah, señor; puede creerlo Vd. -contestó
Andrés con sentido tono.
-¿Pero nosotros tal vez lo interrumpimos?
-dijo el abogado.
-De ninguna manera: venía a ver al
Administrador del Cementerio por una cosa de escaso interés: al contrario, me
hacen Vds. favor.
Entonces se hizo referir la muerte de
José.
-¡Ah! caramba, caramba -murmuraba el
sacerdote, y luego como todas las personas imbuidas en una sola idea que la
generalizan para todos los casos, agregó-: ¿saben Vds., mis jóvenes amigos, por
qué suceden estas cosas? Se los diré: por la falta de fe, porque ahora en la
escuela se descuida la enseñanza religiosa.
-Pues yo creo -replicó Juan Diego-, que
eso sucede porque sucede, y el pobre José tiene tanta culpa de lo que le ha
sucedido como el transeúnte a quien aplasta un ladrillo que cae de un andamio.
-Ah, señor -contestó el sacerdote-, eso
es blasfemar: Dios ha hecho libre al hombre, y por lo tanto es responsable de
sus actos; de lo contrario se debería abrir las puertas de las cárceles.
-No -dijo el abogado, al cual le
chispeaban los ojos-: eso se hace porque la sociedad forja un sofisma: no venga
a nadie ni reparte justicia, sino que se resguarda de un mal por el instinto de
su egoísmo: es lo mismo que cuando aísla a un enfermo contagioso.
El sacerdote estaba escandalizado.
Incidentalmente habían caído en una de
las cuestiones más grandes del Derecho y la Filosofía.
-Pero, señor -respondió-, advierta que
Vd. me niega que haya hechos malos y buenos.
-Precisamente: un deseo es lógico; es,
más bien dicho, con prescindencia de todo; pero son las circunstancias tales,
que al satisfacerse hiere otras ideas, otros intereses y ciertas bases
establecidas, y de aquí, el criterio que se forma para calificar un hecho de
bueno o malo; no siendo nada bueno ni malo en absoluto: estas ideas las
desarrolla de otro modo y mucho mejor Schopenahuer...
-Siempre Vds. con esos autores
extranjeros.
-Vamos al caso -dijo Juan Diego-, y
dejemos a Schopenahuer: yo lo nombro a Vd. juez: ahora bien, ¿condenaría Vd. a
José?
-Eso -respondió el cura-, sólo
corresponde a Dios.
-Pues yo digo que es inocente -exclamó el
abogado.
-Y yo que es culpable, aunque la
misericordia del Ser Supremo es infinita.
-Es preciso distinguir -dijo Andrés-: en
mi opinión se es inocente de aquellos actos en que se incurre por ignorancia, y
culpable, cuando se cometen teniendo experiencia y pudiéndose prever los
resultados.
-No -contestó el abogado-, hay imanes
fatales en la vida y cosas irresistibles.
-Para eso está el deber y la religión
-respondió el sacerdote, que ya se sentía cansado de la discusión.
-Hay pasiones que arrastran todos los
diques, y vuelvo a decir que los que se encuentran en el caso de nuestro pobre
amigo son inocentes.
-Culpables -replicó suave pero tercamente
el buen cura.
Se despidieron.
Desde la verja aún se dio vuelta el
abogado y agitando su mano en ademán de saludo, gritó:
-¡Inocentes!
-¡Culpables! -respondió el sacerdote.
Los sauces y los cipreses del Cementerio,
agitados por la brisa, detuvieron un momento estas palabras, y al rato
volvieron a repercutir, devueltas por el eco de las tumbas...
FIN