MIGUEL CANE
JUVENILIA
"Toutes ces premiéres impressions...
ne peuvent nous toucher que médi-
ocrement; il y a du vrai, de la sincérité;
mais ces peintures de l'enfance, recom-
mencées sans cesse, n'ont de prix que
lorsqu'elles ouvrent la vie d'un auteur
original, d'un poète célèbre."
Sainte-Beure.
Tal era el epígrafe que había puesto en
la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño
volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo
sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una
pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir
a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad;
nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en
matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el
alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia.
Horas melancólicas, sujetas a las presión ingrata de la nostalgia, pero que se
iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de
mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado, iban apareciendo
bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como las aves de las ruinas al venir
la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte
literario, la impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías
íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no
hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme
de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he
conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le
impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su
espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador
elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta y el
que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de
las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio
o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea
sangre y una jaqueca, hay la distancia... de Byron a Tennyson.
Si algo he escrito con placer, son estos
recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto,
sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que
quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y
nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la
frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma
admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción.
No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de
mi esfuerzo, porque, sino lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen
camino.
J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris.
Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos,
destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque
aquellos que los han leído, me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida
después de dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo, hay esta razón
suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico, porque los he
escrito.
Mucho he suprimido, poco he agregado.
Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era
necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a las formas vagas del
recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia,
separados al dejar los claustros, que no he vuelto a ver y cuyos nombres se han
borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía
para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del
carácter y sin saber si aún existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta
matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar
en una oficina secundaria de la administración nacional, vi a un humilde
escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar
rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarlo.
Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para
que no rodara, con un pan de goma, levantaba la pluma e inclinando la cabeza
como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto,
sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus
rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída,
cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba
sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva
paralela con idéntico éxito. -Ese hombre, allá en los años de colegio, me había
un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el
binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros
más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino
al apodo de "Binomio". Lo contemplé un momento, hasta que levantando
a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció.
Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de
mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro! ¡no sé donde, y él!... Me
enterneció y lanzé un: ¡¡Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a
Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.
-¿Y que tal, Binomio, como va la vida?
-Bien; estuve cinco años empleado en la
aduana del Rosario, tres en la policía y como mi suegro, con quien vivo, se
vino a Buenos Aires, yo busqué aquí un empleo en él me encuentro desde que
llegamos.
-¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste
ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones...
-Sí, pero no sabía historia.
-Pero no veo, Binomio, la necesidad de
saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Cárlos IX, para hacer un plano.
-Desengáñate, el que no sabe historia, no
hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas
veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has
pronunciado solamente la palabra coseno?
-Creo que muy pocas, Binomio.
-Y en cambio (¡oh! ¡yo te he seguido!) en
artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho
flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido, con sueldo, ¿no es así?
-Sí, Binomio.
-¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me
dice Binomio! ¿Y sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia?
Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en
francés.
-No seas injusto, Binomio, era para
hacernos practicar.
-Convenido, pero no practica sino el que
algo sabe y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me
preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a
un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.
-Ya me acuerdo: Tulius Hostilius.
-Eso es: quise pronunciarlo, la clase se
rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a
repetirlo, yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié
historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza ya a deletrear un
Duruy. No hay como la historia, y si no, mira a todos los que han hecho
carrera.
-Y, ¿qué puedo hacer por ti, Binomio?
Se puso colorado y al fin de mil
circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que
iba propuesto; ¡ganaba 43 pesos y aspiraba a cincuenta! ¡Pobre Binomio!
¡Cuántos como él, perdidos en el vasto
espacio de nuestro país!
Una tarde había ido a comer a un cuartel
donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era entonces mi amigo. A los
postres, me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado,
como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo
y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarlo en la mayoría; ¡pero
era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe lo hizo llamar;
al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dio en su
rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la
vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que
me había ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad
de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena
figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo. Había salido del colegio
antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él. -¡Cómo
habría sido de áspera y sacudida esa existencia para haber caído tan bajo a los
treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Lo encontré, traté de
levantarlo, le conseguí un puesto cualquiera, que pronto abandonó para perderse
de nuevo en la sombra; todo era inútil; el vicio había llegado a la médula!
¿Recordaré otra inteligencia brillante,
apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el
espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un
estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en
los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta,
al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal; amaba la
armonía en todo y la mujer pura lo atraía como un ideal; pero la delicadeza de
su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había
negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso
licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía
precursora del escepticismo. Sin ambiciones violentas que hubieran sepultado en
el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva,
pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo
para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente,
desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo lo recibíamos! Era el hijo
pródigo cuyo regreso ponía en conmoción el hogar todo. Aquel cráneo debía tener
resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después
de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia, he
dicho? No, y esa fue su pérdida.
La bohemia lo absorvió, lo hizo suyo, lo
penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el hijo del siglo, entre la
densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le
habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo
simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se
embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora,
el aliento revolucionario , que es la válvula intelectual de todos los que han
perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con
más delicadeza, con más altura moral. -El pelo largo y descuidado, el traje raído,
mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una
desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal lo vi por última vez y tal
quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No
lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. Nunca se
impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida, que cuando
pienso en ese hombre!...
Hará doce o catorce años publiqué un
cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las
imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del Canto
de la Sirena es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para
trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los
claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar
jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose
en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo
normal, fácil, claro, infantil, si se quiere. En vez de ser un portento de
ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía
poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás
abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio, como
en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que
se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen
asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la
soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía
febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a
otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que
escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo
así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al
condiscípulo que me dio la idea primera del soñador, era su manera curiosísima
de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático inventor combina.
Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no
solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro. Me sostenía
que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido
y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los
cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el
esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin
detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media,
creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al
sabatt, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero,
fabricante de homúnculus, (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de
Alberto el Grande, cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su
imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición
de Hoffmann o Poe. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los
cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado
escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no
era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra
impenetrable del olvido; en cuanto a ése, tengo la certeza de que ha muerto.
Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin
embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la
anestesia moral más oscura que la tumba!
No
todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la
patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del Colegio,
debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos
una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus
cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de
inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez
años, saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; -no
olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es
de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial,
haciendo felices a los nietos, encaminándolos en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos
ese Colegio Nacional que nos dio el pan intelectual, desterremos de sus
claustros las cuestiones religiosas, si no tenemos un Jacques que poner a su
frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa
evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.
- I -
Debía entrar en el Colegio Nacional tres
meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo
constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear
abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los
funerales.
El Colegio Nacional acababa de fundarse
sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que
el Dr. Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la
presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin
embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del Dr. Agüero, se
resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fue más tarde,
cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el
espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el P. E.
Me invade en este momento el recuerdo
fresco y vivo de los primeros días pasados entre los oscuros y helados
claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros,
aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la
observación constante de que era objeto y me parecía sentir fraguarse contra mi
triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la
raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares
colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a
vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy
feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el Tom Jones de Fielding.
-Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas,
recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y
el dulce sueño de la mañana. -Durante los cinco años que pasé en esa prisión,
aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la
monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el
despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno,
infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a
sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos,
irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí
rezábamos un padre nuestro, para pasar en seguida al claustro de los
lavatorios. -¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y
fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el
portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la
que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta
la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la
campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe.
Muy a menudo, la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora
reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente,
manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno preposé a las
composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y
sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales,
entre los cuales tenía el honor de contarme. Atrasar el reloj era inútil, por
dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que
escapaba a nuestra influencia, la segunda, el tachómetro de plata del portero
que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de
invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no
sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para
respirar a través de un aparato, rigorosamente aplicado sobre su boca y cuya
construcción, bajo el nombre de pera de angustia, nos había enseñado Alejandro
Dumas en sus Veinte años después, al narrar la evasión del duque de Beaufort
del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a
punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si
bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada nocturna, vi una
carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como
una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue
para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita
de Papin, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja
enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más
fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin
abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el
artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó
la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e
incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho
vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá, qué beneficio positivo
reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con
lástima, que el que tal pregunta hiciera, ignoraría estos dos supremos placeres
de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la
contravención.
Mi invención cundió rápidamente y al
quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró,
vio el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco
minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con
ferocidad. ¡Era la mía!
- II -
El segundo obstáculo insuperable, fue la
comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas
entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a un especie de púlpito y así que
atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una
biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio
el silencio y, por tanto, el fastidio.
No puedo vencer el deseo de dar una idea
sucinta del menú; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de
un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados
que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su
racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos
y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta
días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía,
médico y diputado hoy, el Dr. Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y
uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida. -Luego, siempre
flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo,
el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había
muerto con dos días de anticipación.
En seguida, carnero. Notad que no he
dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y
polígonos desconocidos en el testo geométrico, huesosos, cubiertos de levísima
capa triturable y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido
líquido, que para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre
hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras
hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De
ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos. -Hacía el papel de pieza de
resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa
impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos
sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y
triturar el confite de Córdoba, el sábalo había tenido un éxito de respeto,
debido a su edad: sin embargo, ¡jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica
del asado de tira!
Cerraba la marcha, con una conmovedora
regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones. -La
leche, en su estado normal, es un elemento líquido; ¿por qué se llamaba aquello
"arroz con leche"? Era sólido, compacto y las moléculas,
estrechándose con violencia, le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado
vuelta a la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido,
dejando caer sólo la versátil capa de canela. -En general, el color del orejón
tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es
un manjar silencioso. Aquél, no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que,
arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado.
¡Luego, al gimnasio, a correr, a hacer la
digestión!
- III -
He dicho ya que mis primeros días de
colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las
repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la
desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto
silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis
amarguras.
La reacción vino de un recurso
inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió
abrir uno de los cajones de mi cómoda, para tomar algunas galletitas con que
combatir las consecuencias del menu mencionado. Maquinalmente tomé un libro que
allí había y me fui con él. Una vez en clase y cuando el silencio se
restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de Los tres
Mosqueteros de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo
de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo
desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguí al hidalgo
gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al
Cardenal, mi júbilo por sus fracasos, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a
mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me
la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto y,
cuando al caer la tarde concluí el libro, sólo me alentaba la esperanza de la
continuación. Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después, El Vizconde
de Bragelonne, que me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo,
también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo, cuyo único
defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje
de la época, en mi concepto.
Y multitud de novelas españolas,
cuidadosamente recortadas en folletines unidos por alfileres y de algunos de
cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. El
Espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual hay un especie de Calibán,
pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran
Artista y la gran Señora, que después he sabido fue por un año la coqueluche de
las damas de Buenos Aires; La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un
sepulcro a su amada, aletargada como Julieta y le abre la mejilla de un feroz
tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El Clavo, un individuo a
quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la
autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su
calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el
cráneo del poor Yorick; los Monfíes de las Alpujarras y Men Rodrigo de
Sanabria, dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos
de Fernández y González, con una brutalidad de acción propia de la época; el
Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes
entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno,
viejos alquimistas calvos y sombríos, etc.; Dos cadáveres un salvaje romance de
Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo
Cromwell y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de
Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas
inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado es
la impresión causada por los Misterios del Castillo de Udolfo, de Ana Radcliff,
que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos, con x
en vez de j y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana y era tal la
sobrexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes
eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al
templo de S. Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mí
desconocido, -y metídome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera
clásica, que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.
Por medio de canjes y razzias en mis
salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían
bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (¡un saludo al Cocinero de
Su Majestad, que cruza mi memoria!) Pérez Escrich, que había ya ofendido el
sentido común y el arte con unos veinte tomos, -y una infinidad de novelas que
no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía lo Hermosa Gabriela, de
Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero
Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso
que mi primer movimiento fue disputársela, aun en el terreno de los hechos;
pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi
arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones,
acepté el temperamento del sorteo, que, como un anticipo sobre mi suerte
constante en el alea de la vida, favoreció a Ocampo. Durante una semana, lo
espié, lo aseché sin reposo y cuando lo veía hablar, jugar o comer, en vez de
leer y leer a prisa, me indignaba pareciéndome que aquel hombre no tenía la
menor noción del honor más rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las
hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia:
"¡Chicot figura!"...
Las novelas, durante toda mi permanencia
en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me
hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me
era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención.
¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde, en el estudio de la
historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado
cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay' Prescott o Motley?...
- IV -
El Colegio, que más tarde debía ser uno
de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como
organización interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras
las sombras ostensibles de la vida claustral, había des accommodements, no sólo
con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año
y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches, para hacer una
vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde
Shakespeare pone la acción de su Pericles, y sobre todo, en los bailes de los
suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían
siempre conocimiento.
Toda la variedad infinita de los medios
de escapatoria, podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la
despensa y el portón. -La portería, que da sobre el atrio de S. Ignacio,
requería, o elementos de corrupción para el portero, o vías de hecho
deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno
que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas
deformes de la colonia, daba a la calle de Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada
principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban
en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el
pavimento. -Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas
de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y sintiendo muchas veces
que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como
una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio
más generalmente elegido. -Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de
colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.
Se educaba allí desde tiempo inmemorial
un especie de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una
marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme cubierta de una melena
confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros que no
abría jamás y respondiendo al nombre de Galerón, sin duda por las dimensiones
colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir
aquella cabeza ciclópea. Más tarde lo he encontrado varias veces en el mundo,
ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias: le he conservado
siempre un cariño inalterable. Lo encontré en Arica, entre el ejército
bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba abordo de
la Unión el día sombrío de Angamos en que murió Gran. -Luego volví a verlo en
Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el
poder, le ofreció empleos bastante lucrativos: sólo quiso aceptar un pequeño
mando militar y un puesto en la vanguardia. -Esa conducta honrosa compensa
muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.
He hablado de Benito Neto. -Era un
misterio profundo como Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin
duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, ¡nada menos
que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía donde la guardaba y
todas las empresas organizadas para robársela, dieron siempre un fiasco
completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato
especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban
allí a alojarse. Era para él, el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del
cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo
de su vida. -Como con el Rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban
evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales
designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente:
"¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la
alquilaba, no lo vendía. Él era siempre de la partida, fuere cual fuese el
objetivo. En vano se le observaba: "¡Benito, estamos los tres invitados a
un baile! -Me presentarán. - ¡Vamos a una comida a casa de Fulano! -Comeré.
-¡Una tía mía está muy enferma! -La velaré. -Tengo una cita y... -Ha de haber
alguna chinita sirviente". A todo tenía respuesta y lo hemos visto asistir
gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de
algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que
acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven
homeópata como la ostra a la peña.
- V -
A más de las escapadas nocturnas, había
las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos
llenaban de admiración.
El Dr. Agüero estaba ya muy viejo; bueno
y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles
calumniados siempre según su opinión.
Recuerdo un carnaval en que hicimos
atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul
molido y harina, asaltábamos de improviso a los pasantes, les llenábamos los
ojos y el rostro con la mezcla y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos
venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás
del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre Pastor, Julio Landívar, Dudgeon,
el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un
débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de
caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la
mejor parte. -Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al
Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus
artículos, fue preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente
enfurecido, se precipitó a llevar la queja al Dr. Agüero. Un chico le previno y
presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había
pegado y que Eyzaguirre lo había defendido. ¡Decir el furor del buen Rector!
Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto;
pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo
decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.
- VI -
Había la vieja costumbre, desde que el
Dr. Agüero se puso achacoso, de que un alumno lo velara cada noche. No se
acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (¡no sospechaba el anciano la
denominación!) dormitaba por momentos, lleno de fatiga. Teníamos que hacerle la
lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la
voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente
iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio,
sólo interrumpido por el canto del sereno y al alba, por el paso furtivo de
algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un
libro de tapas verdes, en cuya página 101 había eternamente un billete de
veinte pesos m/c., que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido
colocado allí expresamente por el buen rector, que cada mañana se aseguraba
ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la
moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.
Más de una noche me he recordado en el
sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en
la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "duerme, niño, todavía
no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una
pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le
cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "ve a tal armario, abre
tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para ti". Era la recompensa, el
premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita
americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.
Jamás se nos pasó la idea por la mente de
protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter
afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con un
padre viejo y enfermo. -Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del
anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una
indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.
El Dr. Agüero fue un hombre de alma
buena, pura y cariñosa, sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio
y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
- VII -
El estado de los estudios en el Colegio
era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el
día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su
biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis
recuerdos, que, por otra parte, bastan a mi objeto.
Amedée Jacques pertenecía a la generación
que al llegar a la juventud, encontró a la Francia en plena reacción filosófica,
científica y literaria.
La filosofía se había renovado bajo el
espíritu liberal de siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas,
al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinosa, a Hobbes, Gassendi y
Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y
Dugald-Stewart. -De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin,
sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía
maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había
abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de
cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una
desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los
sistemas fríamente construidos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas
observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarán siempre como los
grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de
estilo y erudición, Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía, la
pléyade hacía versos, dramas y novelas, Delacroix, Scheffer y Jerôme pintura,
Clésinger y Pradier estatuaria, Lamartine, Berryer, Thiers etc., discursos,
Rossini, Meyerbeer, Halévy música, y Arago, Ampére, Gay-Lussac, C. Bernard,
Chevreul, daban a la ciencia vida, movimiento y alas.
Amedée Jacques había crecido bajo esa
atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu lo llevaba al
enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela
Normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable
que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha
viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método
perfecto. Hay en ese manual, que corre en todas las manos de los estudiantes,
páginas de una belleza literaria de primer orden y aun hoy, quince años después
de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la
asociación de ideas. -Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las
ediciones de las obras filosóficas de Fénelon, Clarke, etc., únicas que hoy
tienen curso en el mundo científico.
Pero Jacques no era uno de esos espíritus
fríos, estériles para la acción, que viven metidos en la especulación pura, sin
prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema,
como Kant, en su cueva de Kœnigsberg, levantando un momento la cabeza para ver
la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus
meditaciones, como el fakir hindú que, perdido en la contemplación de Brahma y
susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los
Mongoles, Tamerlan o Clive los que pasan como un huracán sobre las llanuras
regadas por el río sagrado. -Jacques era un hombre y tenía una patria que
amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el
estudio, el espíritu colectivo de la Francia se emancipara por la libertad.
-Hasta el último momento, al frente de su revista La libertad de pensar, como
al pie de la última bandera que flamea en el combate, luchó con un coraje sin
igual. -El 2 de Diciembre, como a Tocqueville, como a Quinet, como a Hugo, lo
arrojó al extranjero, pobre, con el alma herida de muerte y con la visión
horrible de su porvenir abismado para siempre en aquella bacanal.
- VIII -
Tomó el camino del destierro y llegó a
Montevideo, desconocido y sin ninguno de aquellos recursos mecánicos de
profesión: lo sabía todo, pero le faltaba un diploma de abogado o médico para
poder subsistir. -Abrió una clase libre de Física experimental, dándole el
atractivo del fenómeno producido en el acto; aquello llamó un momento la
atención. -Pero se necesitaba un gabinete de física completo y los instrumentos
son caros. -Jacques los reemplazaba por una exposición luminosa, por sus
trazados gráficos; fue inútil. La gente que allí iba quería ver la bala caer al
mismo tiempo que la pluma en el aparato de Hood, sentir en sus manos la
corriente de una pila, hacer sonar los instrumentos acústicos y deleitarse en
los cambiantes del espectro, sin importársele un ápice la causa de esos
fenómenos. Dejaban la razón en casa y sólo llevaban ojos y oídos a la
conferencia.
Un momento, Jacques fue retratista,
uniéndose a Masoni, un pariente político mío, de cuyos labios tengo estos
detalles. Florecía entonces la daguerreotipia que, con razón, pasaba por una
maravilla. Fue en esa época que llegó, en un diario europeo, una noticia muy
sucinta sobre la fotografía, que Niepce acababa de inventar, siguiendo las
indicaciones de Talbot. Jacques se puso a la obra inmediatamente, y al cabo de
un mes de tanteos, pruebas y ensayos, Masoni, que dirigía el aparato como más
práctico, lleno de júbilo mostró a Jacques, que servía de objetivo, sus propios
cuellos blancos, única imagen que la luz caprichosa había dejado en el papel.
Pero ni la fotografía, que más tarde perfeccionaron, ni la daguerreotipia, que
le cedía el paso, como el telégrafo de señales a la electricidad, no daban de
vivir.
Jacques se dirigió a la República
Argentina, se hundió en el interior, casose en Santiago del Estero, emprendió
veinte oficios diferentes, llegando hasta fabricar pan, y por fin, tuvo el
Colegio Nacional de Tucumán el honor de contarlo entre sus profesores. Fueron sus
discípulos los Dres. Gallo, Uriburu, Nougués y tantos otros hombres
distinguidos hoy, que han conservado por él una veneración profunda, como todos
los que hemos gozado de la luz de su espíritu.
- IX -
Llamado a Buenos Aires por el Gobierno
del General Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al
mismo tiempo que dictaba una cátedra de Física en la Universidad. - Su
influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa
completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo
punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios
fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es más viva que
entre los franceses de la misma edad y que por consiguiente podíamos aprender
con menor esfuerzo. - Era exigente, porque él mismo no se economizaba; rara vez
faltó a sus clases y muchas, como diré mas adelante, tomó sobre sus hombros
robustos la tarea de los demás.
Mis recuerdos, vivos y claros en todo lo
que al maestro querido se refiere, me lo representan con su estatura elevada,
su gran corpulencia, su andar lento y un tanto descuidado, su eterno traje
negro y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso
pescuezo de gladiador. - La cabeza era soberbia; grande, blanca, luminosa, de
rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía, en
una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de
arrugas profundas y descansando, corno sobre dos arcadas poderosas, en las
cejas tupidas que sombreaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro
y de una intensidad insostenible; la nariz, casi recta, pero ligeramente
abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible
fuerza de voluntad. - En la boca, de labios correctos, había algo de
sensualismo; - no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba,
acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.
M. Jacques era áspero, duro de carácter,
de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del
rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora.
"No puedo con mi temperamento", decía él mismo, y más de una amargura
de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano
y entre todos los profesores, fue el único al que admitíamos usara hacia
nosotros gestos demasiado expresivos. - Un profesor se había permitido un día
dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landivar, si mal no recuerdo y éste
lo tendió a lo largo de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil
obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a
otro magister que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero
jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe
inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter
de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a
otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: "Si no fuera
Jacques!".... Pero era Jacques!
- X -
Recuerdo una revolución que pretendimos
hacer contra D. José M. Torres, Vicerrector entonces, y de quien más adelante
hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de
Mendoza, y yo. - Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala
comida, la tiranía de Torres (las escapadas habían concluido!) y otros motivos
de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el
tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería
a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina
se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis
compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre
aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jérges,
había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a
Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois,
que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente
una revolución. El Sr. Torres, no por falta de energía por cierto, sino por
espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, Rector
entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla esquina a la de Venezuela
y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía empezamos
los preparativos de defensa.- Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia
de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas
de la Independencia, San Martín, Belgrano y creo que hasta la invasión inglesa.
- Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un
trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el
claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos
conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que
estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba, irritado como Neptuno
contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar,
sino que puso el quos ego... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio,
un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser
libres o morir. - No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en
sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego,
armada de la espada dórica, en el llano de Marathon. - Vino rápido hacia mí
y....! Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir y
echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "Ya lo
veis! Los dioses nos son contrarios!" seguí con la cabeza baja a mi
vencedor. Llegados a la sala del Vicerrector, recibí nuevas pruebas de la
pujanza de su brazo y un cuarto de hora después me encontraba, ignominiosamente
expulsado, con todos mis penates, es decir, con un pequeño baúl, del lado
exterior de la puerta del Colegio. - Eran las 8 y media de la noche: medité. Mi
familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo, - qué
hacer? Me parecía aquello una aventura enorme y encontraba que David
Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el
concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en
depósito en la sacristía de S. Ignacio y por fin fui a caer sobre un banco de
la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome
cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus
hijos, que eran mis amigos. Era D. Marcos Paz, Presidente, entonces, de la
República y uno de los hombres más puros y bondadosos que ha nacido en suelo
argentino.
Varios enemigos de Jacques quisieron
explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción
criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con
energía, vio a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del
Colegio entero para nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte) y después
de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis
exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron y habiendo
obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en
los claustros del internado.
- XI -
Nada mortificaba más a Jacques que ver un
alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un
despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a
hurtadillas, lo ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado y
durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar
negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz
grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo
armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos, se olvidaba
del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente hasta que, agotada su provisión,
se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno que nos apresurábamos a darle,
encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban
enfilados sobre la mesa.
Luego nos dictaba nuestros cuadernos,
pero con una rapidez tal de palabra, que, siendo casi imposible seguirlo,
habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo Julián Aguirre, hijo
de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos
abreviativos. Así, las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc.
eran reemplazadas por el signo del infinito, , las letras griegas , , etc. - Un
día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que
eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición. - Aquel galimatías
de signos lo puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.
- XII -
Otra vez, Corrales...... no puedo
resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos
eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los
muros de un colegio, reconocerá a primera vista. -Es el cabrión, el travieso, el
mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y
delitos.- De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una
treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción,
gritando como veinte en el recreo, dejando gravado su nombre en todas las
mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de
colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción
científica cualquiera. -Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas,
lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una
altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en
el patio del cura de S. Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos
dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono.-
Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible; pero
Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera
por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.
Las matemáticas, como toda noción
racional por lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de
chorlo se marcaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y
abundante, obedeciendo sin trabas al impulso de veinte remolinos. Sus libros,
jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces,
cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad,
sin prisa y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía
la noción del ángulo recto. -En clase, pasaba el tiempo en tallar su banco, que
se iba convirtiendo en un escaño antiguo del Berruguete,- en fumar a
escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante
cinco minutos, en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el
índice y el pulgar, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería
a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; -en fabricar
gallos perfectos, navíos primitivos, y en mil otros pasatiempos igualmente
conexos con el curso. - No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales
escapara a las vigorosas arremetidas del sabio. -Pero Corrales, familiarizado
ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes
más estudiadas: Corrales canchaba maravillosamente. Un pie adelante, con el
cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los grandes conseguían tocarle el
rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos
especiales.- Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de
un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento
la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente
preocupado en construir, en unión con su vecino el cojo Videla, que lo ayudaba
eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto, Jacques se detiene
y con voz tonante exclama: "Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre
Videla otro: ¿cuánto valen los dos juntos?" - "Dos rectos!"
contestó Corrales que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante
la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques.
Este se le fue encima y nos fue dado presenciar uno de los combates mas reñidos
del año.
Corrales se echó para atrás, enroscó el
cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus
ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura.
-Jacques debutó por un revés, que fue hábilmente, parado; una finta en tercia,
seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques,
despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover
sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano,
de punta, todo en confuso e inextricable torbellino.- El calor de la lucha
enardeció a Corrales; su multiplicaba, se retorcía y a cada buena parada, decía
con acento jadeante; "¡Diande!" -"¡Cuando, mi vida!" y
otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la
artillería y una nube de puntapiés cayó, sobre las extremidades del intrépido
agredido.- Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas
sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el
combate al arma blanca continuó. -Pero Corrales era un simple montonero, un
Páez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni
las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini.-
Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia.
Tal así, los persas valerosos no supieron
defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea. -El banco de la
batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vio la
ventaja de tina una mirada y amagando una carga violenta, Corrales, en el
movimiento defensivo, perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe
enérgico dio en tierra con el banco y con Corrales. -Antes que éste pudiera
levantarse, Jacques lo asió del cuello de la camisa, no saltando el botón
correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales, de no usarlo nunca.-
No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero si sonó, uno
solo, soberbio bofetón.
Así concluyó aquel memorable combate, que
habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco
Capac las batallas de Almagro y de Pizarro, como luchas de seres superiores al
hombre!...
- XIII -
Jacques llegaba indefectiblemente al
Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor, y
en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en que punto del programa nos
encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la
memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una
explicación de Química, de Física, de Matemáticas en todas sus divisiones,
Aritmética, Álgebra, Geometría descriptiva o analítica, Retórica, Historia,
Literatura, hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no
le he visto dictar por accidente, era el de inglés, dado por mi buen amigo
David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Adisson y a todos los
buenos prosistas del "Spectator".
Debe estar fija en la memoria de mis
compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del
aire atmosférico. -Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos
del Colegio! al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió
arrastrándose hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por
medio de esta estratagema, ayudado por la preocupación de Jacques, tuvimos
media hora mas de clase. -Había venido de buen humor ese día y su palabra salía
fácil, elegante y luminosa.- En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en
francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese
maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de
madre, absorbiendo el letal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el
oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del
hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger un fruto! Aún suena
en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella
emoción nueva e inexplicable entonces para mí!
Cuando empezó a dictar el curso de
filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dio como testo
el Manual en colaboración con Simón y Saisset. En la primera conferencia, dijo
bien claro que aquélla era la filosofía ecléctica; más tarde añadió a algunos
compañeros: "el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese
manual."
No ha dejado nada al respecto; pero sí es
posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza
intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que,
discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta
entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que, antes de haberla
formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia,
realmente superiores, en todos los tiempos.
Adorábamos a Jacques a pesar de su
carácter, jamás faltamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha
persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida
por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un
mártir de la libertad, como lo fue en efecto, sino un hombre que había luchado
cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.
- XIV -
Una mañana vagábamos en el claustro,
asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M.
Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos;
conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos más distinguidos del
Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado,
repitiendo como en un sueño: "M. Jacques ha muerto!" La impresión fue
indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros
con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura
terrible.
El portero había recibido orden de no
dejarnos salir; lo echamos violentamente a un lado y muchos sin sombrero,
desolados, corrimos a casa de M. Jacques.
Estaba tendido sobre su cama, rígido y
con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. -La muerte lo
había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de
la apoplejía lo derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda. -Pendía su
mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo nos
fuimos arrodillando y posando en ella nuestros labios, como un adiós supremo a
aquel a quien nunca debíamos olvidar.
Su espíritu liberal, abierto a todas las
verdades de la Ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su
influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.
Lo llevamos a pulso hasta su tumba y
levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de
estudiantes.
Duerme el sueño eterno al abrigo de los
árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás
voy a la tumba de los míos, sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarlo
con el respeto profundo de los grandes cariños.
- XV -
El retiro del Dr. Agüero no mejoró la
disciplina interna del Colegio. -Estaba reservada esa difícil tarea a D. José
M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta
odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a
fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos
de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de
autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primer contradicción se ponía
fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en
el colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los
claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuido no poco
a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, por que sin su energía
perseverante, no habría concluido mis estudios y sabe Dios si el ser inútil que
bajo mi nombre se agita en el mundo, no hubiera sido algo peor.
Pero antes de su ingreso, el colegio fue
regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan
mal, que me limito a designarlo sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e
ignoro por qué circunstancias un hombre como él, sin moralidad, sin
inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar
Vicerrector del Colegio Nacional-.
Antes de su entrada, las pasiones
políticas que habían agitado la República desde 1852, se reflejaban en las
divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos
bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.
Los provincianos eran dos terceras partes
de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos
modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos
ridiculizándoles y remedándoles a cada instante. -Habíamos pillado un trozo de
diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano:
"Agora no más la voa derramar!" y el otro que contestaba en voz de
tiple: No la derramis!" . Lo convertimos en un estribillo que los ponía fuera
de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea del D. Quijote.
Eran mucho más graves, serios y
estudiosos que nosotros. -Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por
nuestra parte, obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno
consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo
natural y facilidad de elocución. -Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un
joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda,
de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve,
aplicándoselas: "le falta la arenilla dorada." Esa arenilla dorada
constituía nuestra superioridad. -Dábamos una conferencia de historia,
filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general,
poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición
sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio,
enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa, Era un
joven Aberastain, de S. Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a
él, porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de
"buey" que el suyo había recibido en la Universidad Goyena, que era
nuestro profesor de filosofía se había empeñado en hacerle hablar, porque en
dos o tres contestaciones en clase, le llamó la atención la claridad con que
comprendía ciertos puntos oscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la
apatía invariable de aquel carácter.- El pobre Aberastain fue una de las
primeras víctimas del cólera de 1867.
He nombrado a uno, nombraré otro, el
primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando
era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común,
a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de, su clase;
hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante y, como estudiaba
enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados. -Jacques le tenía gran
cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas,
sitió por un fenómeno negativo: jamás le reprendió.- Patricio se entretenía en
decir negligentemente, delante de mi amigo Valentín Balbin, hoy ingeniero
distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto -y le
señalaba medio tomo de un enorme tratado de física y matemáticas. -Valentín,
animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente
pálido y con las ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indicado,
tragándose un centenar de páginas que Patricio no había ni aun recorrido.
La muerte de Sorondo fue una pérdida real
para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de
ilustración y con un carácter firme y recto.
- XVI -
Estudiábamos seriamente en el Colegio,
sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y
los claustros perdían su aspecto bullicioso, para no dejar ver sino pálidas
caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas, y en los
rincones, pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya
de la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija. Los exámenes eran duros y
sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.
Ahora bien, entre el Colegio y la
Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los
discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que
entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula
una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no
leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la
médula de león del eclectismo -A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de
presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los
anales del Colegio? -De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato
que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen,
Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse, -la transformación de una galera
profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con
la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de
Moisés. -Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera
completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de
Física en la Universidad.
En los primeros tiempos, quise reaccionar
un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio,
había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política
de conciliación. Y sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos
universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un
impalpable examen de gramática castellana, en el que fui ignominiosamente
reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de
Larsen, Gigena y el Dr. Tobal. Me dieron un trozo de la Eneida, traducción
Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: "¡Diosa!"
-"¡Pronombre posesivo!" dije, y bastó; porque con voz de trueno,
Larsen me gritó: "¡Retírate, animal!"
Esto era en Diciembre; en Marzo arremetí
de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero
e ingresé en la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y
memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban
entre él y Larsen.
Era en vano que Larsen interrogara a
Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la Eneida, sobre el De Viris o el
Epitome; Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que
amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba
su erudición: ¡Amor insano Pasiphae!
De ahí no salía, sino a la calle. -Es al
Dr. Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le
honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento
y mareo en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente, tal
era su afición al Nebrija.
- XVII -
Conocíamos también en el Colegio la
existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar
Pelegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pellegrini corría
todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre.
-Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas
escenas de la clase de griego de Larsen, donde éste y su único discípulo, el
pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la palma de
los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la Ilíada.
-En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de
griego se dividía entre Larsen y Fernández, pero el hecho curioso es que
Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo
imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: "¡No soy yo!"
-Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo
nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando
Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba
al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable, que a lo sumo,
sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles.
-Fernández se indignaba y encarándose con Patricio, la dirigía una alocución en
griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía. -La escena concluía
siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta encerrándose de nuevo con
Fernández que a todo trance quería saber el griego.
- XVIII -
La pluma ha corrido inconscientemente;
quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y ¡heme aquí bien
lejos de mi objeto!
El hecho es que el nuevo Vice-Rector, por
una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema corno cualquier
otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.
Creíamos entonces exageradamente que
todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (¡nosotros
éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las
conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían
sin interrupción, hasta que la conducta misma de Dn F. M. justifico la
explosión de la cólera porteña. Dn F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio
antiguamente destinado a capilla, en el que aún existía el altar y en el que,
en otro tiempo, bajo el Dr. Agüero, se hacían lecturas morales una vez por
semana. -No fue por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella
profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco,
que por su color, reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos
se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que
autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de Dn F. M., que hoy
quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la
menor duda. El simple hecho del baile, revelaba, por otra parte, en aquel
hombre una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes
internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de
una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.
A la conspiración vaga sucedió una
organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico
aún y pertenecía a los abajeños, es decir a los que vivíamos en el piso bajo
del colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños.
-Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente
menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de
ilustrarme ligeramente.
Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una
naturaleza especial; lo incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba Del
País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le
desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, lo mortificaba, en fin,
de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto.
Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el
brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un
golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau
delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera lo cegó; me dio a mano abierta
un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas
desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado
en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la
cabeza, preguntándome con la voz trémula por la emoción si me había hecho daño.
Tanta generosidad me venció, y sea por
ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la
impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy, es uno de
los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.
- XIX -
Eyzaguirre me había dicho que si sentía
algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente
al provinciano que tuviera mas próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de
combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la
acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos
de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una
detonación que conmovió las paredes del Colegio.
Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo
recordar bien si era un joven llamado Granillo, de la Rioja, o Cossío, de
Corrientes, di y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos
corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores. -Aun había mucho humo; las
puertas del cuarto del Vice-Rector habían sido sacadas de quicio por la
explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no
fue otro que dar un susto de dos yemas a Dn F. M. -Éste había hecho una
barricada en la puerta.
En medio del claustro y solo, frente a su
cuarto, vi a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en
la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha. De
todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquel iba a
ser un campo de agramante; el Vice-Rector, viéndose rodeado de sus fieles,
salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el
pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre
que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.
Así como los franceses de Sicilia,
repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los
provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por
Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable Dr.
Santillán, cura párroco de S. Ignacio: sus cabellos blancos, su palabra mansa y
persuasiva, desarmaron los ánimos. -Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó
consigo a Dn F. M. que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.
El sumario al día siguiente fue terrible:
M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto
capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas? -La respuesta fue
unánime y sincera: "no lo sé." Y era la verdad; por largos años ha
permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que,
con mas éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando
hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de
entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy,
no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta
aventura al que le dio acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel
culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero
lo siento así.
- XX -
Dos o tres expulsados, tres meses sin
salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de
nosotros, volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose
definitivamente la disciplina con el ingreso de D. José M. Torres.
El encierro es un recuerdo punzante, que
no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía
una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones
y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una
semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente
al gimnasio. -Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un
escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres
en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba
por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con
maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.
¡Oh, las horas mortales, pasadas allí
dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los
oídos tapados para no oír el ruido embriagador de la partida de rescate, en la
que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda,
pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una
cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de los
labios de las vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada
aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada,
quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero,
la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo
atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de
nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza
negra y sombría, lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados tan
pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!...
He conservado toda mi vida un terror
instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto
deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de
encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques
Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que
el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la
razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no, se tiene una sangre
tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema
nervioso.
- XXI -
Las autoridades del Colegio habían
comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios
destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en
aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había
hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor
de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. Vas-y-voir!
El hecho es que la enfermería era una
morada deliciosa; se charlaba de cama a cama, el caldo, sin elevarse a las
alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente
del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio, pescábamos de tiempo
en tiempo un ala de gallina Y sobre todo... ¡no íbamos a clase!
La enfermería era, como es natural,
económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y
traer su nombre a la memoria, sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto,
su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero
sirviente de la despensa, luego segundo portero y, en fin, por una de esas
aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza
se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín."
Era italiano y su aspecto hacía imposible
un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía
elevar la cifra a veinte unidades más. Fue siempre para nosotros una grave
cuestión decidir si era gordo o flaco.
Hay hombres que presentan ese fenómeno;
recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz-Peña largas
horas reuniendo elementos para basar una opinión racional al respecto, con
motivo de la configuración física del General Buendía. -Sáenz-Peña se inclinaba
a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera, que aquel
hombre era flaco, extremadamente flaco. -Lo veíamos todos los días, lo
analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el
viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada
que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia.
-¡Sáenz-Peña me miraba triunfante! -Pero al día siguiente, con motivo de una
carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con
tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. -A mi
vez, miraba a Sáenz-Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante
aquel argumento contundente. -No sabíamos a quién acudir ni qué procedimiento
emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirlo? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su
sastre? No lo tenía en Arica. -Aquello se convertía en una pesadilla constante;
ambos veíamos en sueños al general. -Roque, que era sonámbulo, se levantaba a
veces, pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar
Buendía. -Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la
noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. -No
encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que
aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de
cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis
pretensiones de hombre observador, me hacía sufrir en extremo. -¿Cómo podría
escudriñar moralmente un individuo, sino era capaz de clasificarlo como volumen
positivo? -Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia
inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar
de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca
de Sáenz-Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando,
sin duda ninguna, en el insoluble problema. -Medio sofocado, grité desde la
puerta: "¡Roque!... ¡Encontré! -¿Qué?, -Buendía... -¡Acaba! -¡Es flaco y
barrigón!"
No añadiré una palabra más; si alguno de
los que estas líneas lean, ha observado un hombre de esas condiciones, habrá
sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no
ha encontrado la clave del secreto, que le abandonó generosamente.
- XXII -
Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima
condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía
a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del
Paraguay, de que había Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras
ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar,
cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para
levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las
pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia.
La palabra mejilla era un ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás
conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido,
florescencias y frutos, nos traía a la memoria un ombú frondoso. -El cuerpo,
como he dicho, era escueto, pero un vientre enorme despertaba compasión hacia
las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se
conservaba gracias a la previsión materna que lo había dotado de dos andenes de
ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero
de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca
encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida,
excedían siempre los precios corrientes.
Debía haber servido en la legión italiana
durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de
Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fue portero, cuando le
tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la
campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el
aire de una diana militar, este verso que tengo grabado en la memoria de una
manera inseparable a su pronunciación especial:
Levántasi,
muchachi
Que la
cuatro sun
E lo
federali
Sun veni o
Cordun.
Perdió el gorjeo matinal a consecuencia
de un reto del Sr. Torres que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada
de la puerta de la calle. -Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la
mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas
para nosotros, talareaba siempre entre dientes: "Levantasi,
muchachi", etc. Cuando lo retaban, o el Dr. Quinche, médico del Colegio,
le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los
días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del
Dr. Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.
Yo he conocido hombres brutos en mi vida:
he estado con frecuencia en las Cámaras, he viajado, he leído muchos diarios y
en mi casa ha habido constantemente sirvientes gallegos. Pero nunca he
encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero. -Su escasa cantidad
de sesos se petrificaba con la presencia del Doctor, a quien había tomado un
miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de
confidencia. -Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo,
inclinaba la cabeza con silencio y se daba por enterado. -Un día había caído en
el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el
pecho, una contusión en la rodilla. -El Dr. Quinche recetó un jarabe que debía
tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla. -Una hora después de su
partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero
había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle
friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda
la mano. Fue su última hazaña; el Dr. Quinche declaró al día siguiente que uno
de los dos, el en
[faltan dos
páginas]
insuperables:
hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos
dirigíamos frecuentes cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas
generalmente rimadas. -Lamarque versificaba con suma facilidad. -Recuerdo que
una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre "El sueño de
Aníbal", Lamarque, el único, presentó la suya en verso. -Para mí fue una
obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:
Despierta,
Aníbal, del letargo horrendo
Que aquí te
tiene encadenado y vuela
A vengar de
Duilio...
Lamarque me
enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores
maravillosos del "Orphée aux Enfers", que se daba entonces por
primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la
"Opinion Publique" tomaba siete octavas partes de la narración,
destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta
Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un
deseo inmoderado de gozar yo también de este espectáculo soberano me impedía
estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un
día que Gijena nos dio por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio:
"Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en
la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma",
no sé qué pasó por mí. -Me olvidé que el objeto primordial, retórico, obligado,
era vilipendiar a Nerón, ponerlo por el suelo en nombre de la moral más
elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese
ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. "Amor sonó la
lira", como habría dicho D J. C. Varela, y debuté por la pintura de un
incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos
víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las
obras de arte destruidas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la
atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las
hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. -Y allá en la altura, Nerón,
bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y
vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con
sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la
guirnalda siempre fresca... Insensiblemente pasé los límites verdosos de la
alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al
final, ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado
de mi composición. Gijena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a
pesar de las protestas de los compañeros que viendo aquel boccato, querían
gozarlo íntegro.
Por lo demás, forzoso me es declarar que
aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos
diarios manuscritos, cuya impresión nos tomaba noches enteras, en los que yo
escribía artículos literarios donde hablaba del "festín de las brisas y
los céfiros en el palacio de las selvas", y en los que Lamarque, F.
Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el
mismo efecto que en los pueblos del campo; turbaron la armonía y la paz,
agitaron y agriaron los ánimos y más de un ojo debió el oscuro ribete con que
apareció adornado, a las polémicas vehementes sostenidas por la prensa. Por mi
parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí
recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido,
sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha
fuera de su posición normal.
Un joven
romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las
preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡qué himnos cantara hoy al
periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!...
- XXIV -
Pasábamos
las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el
punto que hasta hace poco tiempo fue conocido por el nombre de "Chacarita
de los Colegiales" y que más tarde, al perder el último término de su
denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de Junio de
1880.
Pocos puntos hay más agradables en los
alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de
Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su
aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al
que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las
campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial,
no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en
1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros
límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire
puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad
juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros
dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso
con la municipalidad de Belgrano, especie de "Jarndyce contra Jarndyce"
del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se
perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en
absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio
de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente
clasificados. -Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas
ventajas.
Cuando
cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos
honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de
nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión
habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble
juego de la taba en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían
animosos nuestra persecución. -Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que,
como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos
este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, avant-gôut
de nuestros estudios económicos del futuro. -La dirección del cuadrúpedo estaba
entera y absolutamente confiada al que iba adelante; tarea grave y
trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la
necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para
evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la
cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de una manquera
tradicional. -El ciudadano colegial que ocupaba el anca, desempeñaba las
funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los
elementos necesarios para producir el movimiento. -Por lo demás, se procedía
siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental: se
sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía
el trote; si el compañero de adelante podía distraerse hasta el punto de menear
talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito espirante, y por fin, el
maximum, esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se
alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña
picana, dirigida con frecuencia hacia aquellos puntos que el animal, en su
inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su
individuo.
Se me dirá,
tal vez, que con semejantes elementos, era una verdadera insensatez arrostrar
las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que
los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a
aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso
de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que
tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos
a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general,
según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar
allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal
fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de
media hora de exhortaciones expresivas. -Llegados a campo abierto entre zanjas,
arroyos y alambrados, habíamos vencido; porque, echando pié a tierra,
abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita,
mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes,
rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. -Cuando
una hora más tarde, el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y
presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido
informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente,
se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía
corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.
- XXV -
¡Buena,
sana, alegre, vibrante aquella vida de campo! Nos levantábamos al alba; la
mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles,
frescos y contentos, el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con
horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros
sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita
estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir
la siesta, salir en busca de camuatis y, sobre todo, organizar con una
estrategia científica las expediciones contra los Vascos.
Los
"Vascos" eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la
dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. -Separaba las
jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes
cubiertos de una espesa planta baja y bravía.
Pasada la zanja, se extendía un alfalfar
de una media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas
parvas de pasto seco. Más allá, ¡el jardín de las Hespérides, los campos
Elíseos, el Edén, la Tierra Prometida! Allí, en pasmosa abundancia, crecían las
sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la caladura
previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el cucurbita
citrullus famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí
doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma
ingénita de tajadas, ¡los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de
exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! No tenían rivales en la
comarca y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia.
Las excursiones a otras chácaras nos habían siempre producido desengaños; la
nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía a todo momento y jamás vibró
en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la
Vega.
Pero debo confesar que los
"Vascos" no eran lo que en el lenguaje del mundo se llama personajes
de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura
capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas
de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus
brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una
debilidad suprema: amaban sus sandías, ¡adoraban sus melones! Dos veces ya los
hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una razzia en el cercado ajeno,
cuando un día...
Eran las tres de la tarde y el sol de
Enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, saltando subrepticiamente
por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1º. de
Caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la
región feliz de las frescas sandías. Llegados al foso, lo costeamos hasta
encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla,
puente de campaña no descubierto aún por el enemigo. Lanzamos una mirada
investigadora: ¡ni un vasco en el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se
dirigía a la izquierda, donde florecía el cantaloup, dos nos inclinamos a la
derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y
rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto
dejar madurar algunos días aún. La mía era inmensa, pero su mismo peso me
auguraba indecibles delicias.
Cargué con ella y cuando bajé los ojos
para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno... un grito,
uno solo, intenso, terrible, como el de Telémaco que petrificó el ejército de
Adrasto, rasgó mis oídos. -Tendí la mirada al campo de batalla: ya la
izquierda, representada por el compañero de los melones batía presurosa retirada.
De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi
dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del
pastoril instrumento cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de
encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que
penetran...
¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mi
sandía! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el
momento terrible, quedando como trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo,
¡cuán veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle de herrería creía
sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media
cuadra!
Un momento, cruzó mi espíritu la idea de
abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. -Los recuerdos clásicos me
autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que
regaban el camino de la retirada con las prendas de su apero; pensé... ¡No!
¡era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir: "¡me ha corrido el vasco
y me ha quitado la sandia!" ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con
él o sobre él!
Instintivamente había tomado la dirección
del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal, habría
llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal
del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. -¡Marché de cara al
sol! como el Byron de Núñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las
fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así, cincuenta
pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en
Dios, redoblé de ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me
reveló que había salvado el obstáculo; pero ¡oh dolor! ¡en el trayecto se me había
caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso!
Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el
salto? Lo deseaba, en la seguridad de que iría a hacer compañía a la sandía.
Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja,
apoyado en su tridente, empezó a injuriarme de una manera que revelaba su
educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas
circunstancias fue digna; sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un
cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de
mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a las casas y al vasco de
los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. -De nuevo en marcha
precipitada, ¡pero seguro ya del triunfo!...
Eran las tres y media de la tarde y el
sol de Enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, con la cara
incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los
zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama
y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la
velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a
retaguardia, armado de una horquilla.
- XXVI -
Viene a mi memoria, envuelto entre los
recuerdos de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo curiosísimo que
en aquellos tiempos felices, ignorantes aún de los encuentros grotescos que nos
proporcionaría el mundo, clasificábamos alternativamente con los nombres de
"el loco Larrea" o "el loro Larrea". Queda entendido que he
alterado su verdadero apellido, pues ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez
no le sería grato figurar en estas páginas, a la manera de un coleóptero de
museo. -Era riojano; aunque de gran estatura, su cuerpo, sea por falta de
armonía ingénita, sea por el corte de sus jacquets amplios, sin la menor curva
en la espalda, presentando una línea recta geométrica desde el cuello hasta el
ribete del faldón, ofrecía un conjunto tan desgraciado como insípido. -La cara
de Larrea era una obra maestra. -En primer lugar, aquel rostro sólo se
conservaba a costa de incesante lucha contra la cabellera, tupida y alborotada,
pero eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía de Larrea sin el
arco verdoso que coronaba su frente estrecha, precisamente en la línea
divisoria del pelo y el cutis libre. Era un depilatorio espeso, de insoportable
olor, que Larrea se aplicaba, con una constancia benedictina, todas las noches,
a fin de evitar los avances capilares de que he hecho mención. Pero Larrea
sostenía que esa pasta era completamente ineficaz, a lo que alguno de los
compañeros replicaba que era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de
calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer el ligerísimo duvet del
brazo de las damas, según cantaba el prospecto. Tal así, no se echa abajo un
bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los trigales. -La nariz de
Larrea presentaba esa forma arquitectónica que la envidia humana ha clasificado
de ñata más abajo, de Este a Oeste, abarcando los límites visibles, se
desenvolvía la boca de Larrea, siempre entreabierta, sin duda para dar
ventilación a sus dientes como teclas de piano viejo, en color y dimensión.
Larrea hablaba sin reposo, a todas horas,
con todo motivo, lo que le había valido el ya mencionado calificativo de loro.
Pero cuando llegó a la Chacarita, notamos, alarmados, que aquella facundia
inagotable había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los juegos, los
placeres comunes, no comía y pasaba todo el día tendido en su cama, en la que
nos parecía oír durante la noche suspiros enormes como resoplidos de buey.
¡Larrea amaba! Una tarde me confió que
había entregado su corazón a una beldad cruel que no quería apercibirse del
fuego que lo consumía. Me pidió que no me burlara de él, porque era un asunto
serio, que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado por mi cara de
confidente de tragedia, de aquellos únicamente admitidos en la escena para dar
la réplica corta y hábil que motiva una nueva tirada del héroe, Larrea llegó
hasta leerme versos. -Por fin, supe que el objeto de su pasión era una niña,
hija de una modesta familia que habitaba a veinte cuadras de la Chacarita. ¡Ya
lo creo! Era una chinita deliciosa de diez y ocho años, de carita fresca y
morena, de grandes ojos negros como el pelo, sin más defecto que aquel pescuezo
angosto y flaquito que parece ser el rasgo distintivo de nuestra raza indígena.
Todos la conocíamos y más de uno hacía frecuentes pasadas a pié y a caballo,
por delante de aquel rancho, animado por locas esperanzas.
Animé a Larrea cuanto pude, le di mis
consejos (porque los porteños éramos censés de ser tenorios consumados) y por
fin, me anunció un día que había hecho relación con la familia y que habían
organizado, de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile al que debíamos
concurrir siete u ocho de nosotros, siempre que nos hiciéramos preceder por
algunas libras de yerba y azúcar, algunas botellas de cerveza y ginebra, etc.
Larrea me abandonaba la elección de los convidados y me pedía los acompañara al
sitio de la fiesta, donde él se encontraría desde la primera hora.
Como se comprende, era necesario
escaparse.
Comuniqué la nueva a Eyzaguirre,
candidato nato a una partida semejante, avisé también al cojo Videla, uno de
los muchachos más buenos y traviesos que he conocido; y -como habíamos tenido
tiempo de prepararnos-, el sábado a las 9 de la noche, dejando cada uno en la
cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con
una peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha, a través de los
potreros, llenos de un loco entusiasmo y forjando conquistas a millares.
- XXVII -
Larrea estaba va allí. Ebrio de gozo,
radiante dentro de su jacquet rectilíneo, había tomado la dirección de la
fiesta y servía de bastonero con toda gravedad. Fuimos introducidos,
agasajados, y pronto, al compás de la orquesta, limitada a una guitarra y un
acordeón (los esfuerzos para obtener un órgano habían sido vanos) nos hundimos en
un océano de valses, polkas y mazurkas, pues las damas se negaban a una segunda
edición de la primera cuadrilla, que, a la verdad, había permitido al cojo
Videla desplegar calidades coreográficas desconocidas y que después supimos
habían sido inspiradas por una representación de Orfeo con que se había
regalado en una noche de escapada.
Después de cada pieza, obsequiábamos
naturalmente a las damas con un vaso de cerveza, acompañándolas con una
frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea irradiaba de contento; había
recitado sus versos, prometido otros y nos dejaba entrever que una cita flotaba
en lo posible. Un gaucho viejo, (¡lo veo aún!) con una larga barba canosa, el
sombrero en una mano y un vaso en la otra, gozaba como un bienaventurado desde la
puerta donde se apoyaba. -De tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals
o una polka y que, obedeciendo a las necesidades de la armonía, llevábamos
oprimidas a las compañeras, oíamos la voz alegre del viejo que repetía varias
veces:
-¡Que se vea luz, caballeros!
La fiesta estaba en su apogeo y el
italiano del acordeón, despreciando profundamente a su acompañante de la
guitarra, hacía maravillas de ejecución, bajo ritmos caprichosos y excéntricos
que llegaban vagamente a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos al
compás de una música interior, cuando, después de haber oído el galope de un
caballo, vimos aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita en la puerta
del rancho, con la fisonomía pálida que debía tener Daniel al entrar de una
manera tan intempestiva en la sala del festín de Baltasar.
-¡Muchachos, los han pillado! El celador
me ha dicho que los busque y que si dentro de media hora no están en el
dormitorio, va a dar cuenta al Vice-Rector.
Todo esto, entrecortado por la fatigosa
respiración. El buen compañero había robado uno de los caballos del quintero y
por hacernos un servicio se había puesto en camino por entre barriales
espantosos, pues los últimos días había llovido copiosamente. No había tiempo
que perder y era necesario ponernos en marcha sin demora. -El viejo nos ofreció
su caballo, cuyas formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis horas por
lo menos; se lo aceptamos agradecidos y tratamos de organizar la partida.
-Éramos siete en todo; dos treparon en ancas del compañero que nos había traído
el aviso, después de darle tiempo a que absorbiera una botella de cerveza
íntegra -y los otros cuatro procuramos arreglarnos sobre el caballo del viejo
que a todo trance pedía luz, como Goethe moribundo. -Larrea, por darse tono
delante de la chinita y sosteniendo que conocía una senda por donde nos
llevaría sin embarrarnos, tomó la dirección, colocándose gravemente en la cruz.
Detrás de él, un condiscípulo sumamente grueso, en seguida Eyzaguirre y allá, al
fondo, en el remoto extremo, precisamente en aquel plano inclinado que parece
una invitación a resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre, como un
mono de una reja.
Cuando emprendimos la marcha, el dueño de
casa, la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo, hasta el italiano
del acordeón, reían a carcajadas. Contestamos alegremente y fue en ese momento
que hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me alarmaron: aquel
caballo no tenía anca, sino un techo de media agua por lomo, de filoso
mojinete, ¡y Larrea poseía una mona gigantesca!
- XXVIII -
La noche era oscura y amenazaba llover;
encandilados aún, no sabíamos dónde estábamos, ni qué dirección habíamos
tomado; si nuestro raciocinio no hubiera sido alterado por causas conocidas, la
seguridad impasible con que Larrea dirigía la bestia, nos habría estremecido.
-Se me había encargado castigar, pues, según las tradiciones recibidas, el
foguista era siempre el del anca; hice presente que no había sujeto pasivo, por
cuanto mis golpes se perdían en el aire y propuse nos limitáramos, en las
circunstancias, al sistema del talón.
Aceptado el procedimiento, seguimos la
marcha en las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin descanso; aquel
animal tenía en la punta de la cola algo que me atraía. En mi desesperación, me
aferraba a Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía limitarme a
agarrarlo de la ropa, no encontrando plausible, como me lo declaró
terminantemente, que mis dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la
parte carnosa que la naturaleza había previsoramente superpuesto a sus
costillas. -El compañero gordo bufaba, oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y
éste, sin cesar de hablar, protestando que nadie conocía el camino como él,
aventuraba una que otra qua sobre la osteología de aquel animal.
No veíamos a dos dedos de distancia y los
compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda por la sencilla razón
de haber tomado el buen camino. -Habíamos conseguido -¡el cielo sabe a costa de
qué esfuerzos y sufrimientos!- hacer tomar el trote a nuestra montura, cuando
de pronto me sentí en el suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un
choque se había producido y jinetes y caballos habían venido por tierra.
-"¡No es nada, es un alambrado!"
Era la voz de Larrea, que estaba ya
montado y nos invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente el pobre
conductor, que nos anunció estar ahora seguro del camino, y, un tanto mohínos y
maltrechos, emprendimos de nuevo la marcha. -
No habíamos andado media cuadra, cuando
un grito sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba literalmente a
babuchas de Eyzaguirre, quien, a su vez, aplastaba al gordo, que, entre
gemidos, estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se debatía en el
barro y que un ligero examen posterior reveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos
caído en una zanja; el caballo, perdiendo el pié, se fue de boca, Larrea salió
por sobre las orejas como una flecha del canal de una arbaleta, el gordo siguió
la ley de la atracción y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso, me
arrastró a la confusa masa. Había por lo menos dos pies de barro; cuando salí y
Eyzaguirre y el gordo se pusieron en pié, nos precipitamos todos a sacar a
Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones de continuidad de su cara estaban
revocadas por un lodo espeso y negro. Fue necesario sacudirlo, lavarle el
rostro con la última botella de cerveza que el gordo no había soltado en la
catástrofe y sacarle el jacquet rectilíneo que pesaba dos arrobas.
Entonces emprendimos a tanteo, a pié y en el horror de la
profunda noche, aquella marcha legendaria, inaudita, en la que las zanjas eran
endriagos, las tunas vestiglos y los ruidos de los insectos nocturnos coros de
Korríganos y Kobolds. -Puck andaba por allí; nos parecía oír su risa silenciosa
entre las brumas, confundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspiés de la
errante caravana... El caballo había quedado en la zanja para siempre. ¡Adiós
las largas y melancólicas estadías en el palenque de la pulpería! ¡Adiós la
marcha vacilante de la noche, cuando su dueño oscilaba como un péndulo sobre el
recado! ¡Una ligera perturbación en la línea del pescuezo le había hecho
encontrar el reposo eterno! ¡Sea leve su recuerdo a la conciencia de Larrea!
Por fin, a las primeras claridades del
alba, al canto de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, el alma
agriada contra la pasión dantesca de Larrea, penetramos en nuestros cuartos y
nos ayudamos fraternalmente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de Eyzaguirre,
con una tenacidad irritante, se resistió al empuje colectivo y es fama que diez
horas más tarde solamente, soltó su presa, vencida por la operación cesárea.
- XXIX -
Como escribo sin plan y a medida que los
recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con
una clara persistencia. Me refiero al famoso 22 de Abril 186., en que crudos y
cocidos estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad, los cocidos por la causa
que los crudos hicieron triunfar en 1880 y recíprocamente. Yo era crudo y crudo
enragé. Primero, porque mis parientes los Varela, uno de los cuales, Horacio,
era como mi hermano mayor, tenían esa opinión, según leía de tiempo en tiempo
en la "Tribuna" -y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos
eran cocidos. -Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera
de pensar, pero como había tenido que sostener mis opiniones a moquetes más de
una vez, la convicción había concluido por arraigarse en mi espíritu.-
El día citado, había una excitación
fabulosa en el Colegio; después de muchas tentativas infructuosas, conseguimos
escaparnos dos o tres y nos instalamos en la calle Moreno. Fue allí donde
presencié por primera vez en mi vida un combate armado entre dos hombres, que
me hizo el mismo efecto que más tarde sentí en una corrida de toros, de la que
salió mal herido el primer espada. -Los dos combatientes eran hombres del
pueblo y estaban armados, uno de una daga formidable, mientras el otro manejaba
con suma habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos ver, tal era el
movimiento vertiginoso que le imprimía. -Mi primera intención fue huir; pero
tuve vergüenza, porque uno de mis compañeros, que tenía fama de bravo en el
Colegio, se había acercado, por el contrario, para presenciar más cómodamente
la lucha. -Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de la fuerza y el
hombre de la gran daga, dando un grito desgarrador, cayó al suelo con el
vientre abierto de un enorme tajo. -El heridor huyó; yo debía estar muy pálido,
porque recuerdo que durante un mes, el grito del caído vibró en mi oído.
Pronto nos mezclamos con unos hombres que
traían un pañuelo al cuello y que habían desalojado a un pequeño grupo de
cocidos que estaban cerca de la confitería del "Gallo". -Pero el
rumor de lo que pasaba dentro, nos hacía arder por penetrar en el recinto de la
Legislatura. ¡Imposible!
Entonces, de común acuerdo y
comprendiendo que era allí donde se desenvolvían las escenas más interesantes,
resolvimos reingresar al Colegio y llegar a la Legislatura por las azoteas. Lo
hicimos así y a favor del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos el
techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el patio de la Legislatura.
Al primero que vi, fue a Horacio Varela,
tranquilo, sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me conoció, me pidió
fuera inmediatamente a su casa a avisar a la familia que no volvería hasta
tarde, que no temieran, etc. -"Pero no puedo salir, Horacio; no me
dejan". La verdad era que había trabajado tanto por llegar a mi punto de
observación y esperaba que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables,
que lanzaba ese pretexto, harto plausible, para quedarme allí. -"¡Un
estudiante a quien no dejan salir, pobrecito! ¿Entonces VV. ya no saben escaparse?"
-Yo habría podido contestar que lo hacía con una frecuencia que me ponía a
cubierto de semejante reproche; pero preferí la acción y desaparecí. -Me escapé
con éxito, corrí a casa de Horacio, tranquilicé la familia, volví al Colegio y
jadeante, extenuado, ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde di
cuenta a Horacio de mi comisión. -En ese momento, un gran número de diputados
salieron al patio; muchos abrazaban a un hombre calvo, de muy buena cara, con
una gran barba negra, el cual, después, supe había sido miembro informante,
desplegando una serenidad de ánimo admirable. -Era el Dr. D. Manuel Arauz a
quien debíamos todos tener tanto cariño bajo el apodo afectuoso de "viejo
Laguna".
Cuando leo en la historia la narración
del entusiasmo ardiente de los estudiantes en la Politécnica y la Normal en
1815 y 1830, el arranque impetuoso de los estudiantes españoles en la guerra de
la Independencia, abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, a D. Juan
Porlier, al cura Merino etc., el heroísmo de los jóvenes alemanes en 1813 y
1814, brotando de los subterráneos de la Tugendbund para caer en los campos de
Leipzig, de la muerte gloriosa de Koerner, cuando leo esos rasgos, me los
explico perfectamente. -Hay en los claustros un ansia de acción indescriptible;
la savia hirviente de la juventud irrita la sangre, empuja, excita, enloquece.
Se sueña con grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la libertad.
También nosotros formamos parte de las
gloriosas filas del batallón Belgrano que fue a ofrecer su sangre y a pedir un
puesto en la vanguardia al General Mitre, al estallar la guerra del Paraguay.
Yo fui soldado del Dr. D. Miguel Villegas: era cuanto podía exigirse de mi
patriotismo, servir a las órdenes de un profesor de la Universidad, ¡que
enseñaba filosofía por Balmes y Gérusez!
- XXX -
Es tiempo ya de dar fin a esta charla,
que me ha hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida triste y monótona
que llevo. -Pero al concluir, me vienen al espíritu los últimos tiempos pasados
en la prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba a cantar en el
alma y se abría para nosotros de una manera instintiva, un mundo vago,
desconocido, del que no nos dábamos cuenta exacta, pero que nos atraía
secretamente. No nos lo confesábamos al principio unos a otros; la vida de
reclusión, las lecturas disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia,
de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes, nos inclinaban a
un escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no había nada sagrado.
-Éramos ateos en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las ideas de
Hobbes. -Las prácticas religiosas del Colegio no nos merecían siquiera el
homenaje de la controversia; las aceptábamos con suprema indiferencia.
En una confesión general, sin embargo,
tuve la veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesionario, dije
abiertamente al sacerdote que estaba tras la reja, que no creía una palabra de
esas cosas y que, por lo tanto, era de su deber no obligarme a mentir. El
confesor dio cuenta inmediatamente fui llamado, insistí y recogí por premio de
mi lealtad de conciencia, pasar en el encierro los tres días de comilonas y
huelga que sucedían a la comunión.
Al año siguiente, mis ideas se habían
hecho más prácticas; nos reunimos unos cuantos y confeccionamos una lista de
pecados abominables, estupendos, en que figuraba todo el repertorio de un libro
de examen de conciencia que nos habían dado para prepararnos. -Nos dieron unas
penitencias atroces, como ser levantados a media noche en invierno y salir
desnudos al claustro, arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora; esto,
durante tres meses. A buen seguro que, en caso de obediencia, la pulmonía
habría dado bien pronto cuenta de nosotros. -Pero aquí quiero hacer una
declaración sincera que pinta bien esos escepticismos primaverales. Llegado el
día de la comunión, que se hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado
a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a esperar mi turno.
Un resto de altivez intelectual, una
reacción violenta dentro de mí mismo, me hizo considerar una repugnante
apostasía de mis ideas y una burla indigna de la religión, aceptar aquello.
Así, cuando el sacerdote se inclinó sobre mí, le miré bien en los ojos y le
dije quedo: "paso, padre". Hizo un ligero movimiento de sorpresa;
pero cuando se reincorporó, yo ya me había dado vuelta y salido de la fila,
llevando el pañuelo en la boca, como si realmente hubiera recibido la hostia.
No me delató.
En ese acto, lo repito, había un fondo de
respeto por la fe ajena, por la religión misma. He evitado siempre en lo
posible entrar en las iglesias, porque, no teniendo la fortuna de creer, me
habría sido imposible, sin un esfuerzo insoportable e hipócrita, conservar una
actitud, más que respetuosa, recogida. En Italia mismo, donde las iglesias son
galerías artísticas (no he visto nunca una sala de baile mas elegante y lujosa
que S. Pablo en Roma) no penetraba en ellas durante las horas de oficio.
- XXXI -
Pero la juventud venía y con ella todas
las aspiraciones indefinibles. -La música me cautivaba profundamente. -Recuerdo
las largas tardes pasadas mirando tristemente las rejas de nuestras ventanas
que daban a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro Quiroga tocar
en la guitarra las vidalitas del interior, los tristes y monótonos cantos de la
campaña y las pocas piezas de música culta que conocía. Aún hoy me pasa algo
curioso que, en ciertos momentos, me lleva irresistiblemente a aquellos
tiempos. Una tarde, Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una marcha
lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y cariñoso al oído. Yo me había
colocado en el borde de la ventana, aprovechando la última luz del día, para
continuar la lectura de la "Conquista de Granada", de Florián, que me
tenía encantado. Había llegado en ese instante al momento en que Boabdil se
despide con los ojos arrasados en lágrimas, desde lo alto de una colina, de la
dulcísima ciudad de los mármoles y las fuentes, los amores y los perfumes. Me
pareció que la música que llegaba a mis oídos era la voz misma del infortunado
monarca y di a aquella melodía sollozante el nombre de "El adiós del rey
moro", que Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez que en un
libro encuentro una referencia al mísero fin de la dominación árabe en España,
los acordes de la marcha pesarosa cantan en mi memoria. -Así se explica esa
preferencia llena de misterio que algunos hombres sienten por ciertos trozos de
música, indiferentes para los demás. Los han oído por primera vez en un momento
especial, la impresión se ha confundido con todas las que entonces se grabaron
en el alma y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra que se
estremezca en un rincón de la memoria, despierta a todas aquellas con que está
ligada. Un hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él solo, toda la
historia de su vida moral, haciendo brotar del teclado una serie de melodías,
escalonadas en sus recuerdos...
- XXXII -
Sentíamos también necesidad de cariño;
las mujeres entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos y
fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle, desde nuestras altas
ventanas, por medio de una combinación de espejos, nos hacían soñar, nos
hundían en una preocupación vaga e incierta, que nos alejaba de los juegos
infantiles del gimnasio, de las viejas y pesadas bromas de costumbre. Las
amistades se habían estrechado y circunscrito y solíamos pasar las horas
muertas, haciéndonos confidencias ideales, fraguando planes para el porvenir,
estremeciéndonos a la idea de ser queridos como lo comprendíamos y por una
mujer como la que soñábamos. -Por primera vez en estas páginas, nombro a César
Paz, mi amigo querido, aquel que me confiaba sus esperanzas y oía las mías,
aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como el acero, elegante y
distinguido, aquel que más tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por
uno de esos caprichos absurdos del destino, ¡que arrancan del alma la blasfemia
profunda!...
¡Qué vida de agitación! ¡Qué pesado era
el libro en nuestros manos y qué envidia se levantaba en el corazón por el
estudiante libre de la Universidad, tan despreciado antes y que hoy veíamos
pasar, con el corazón sombrío, radiante en su elegancia, en sus trajes, en la
incomparable soltura de sus maneras!
Porque empezábamos tristemente a
conocernos. La mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras madres hacían
sacrificios de todo género por darnos educación. Muchas veces nuestras ropas
eran cosidas por sus propias manos y por muchos años hemos ostentado sacos como
bolsas y el clásico jacquet crecedero, aquel que, despreciando el efímero
presente, sólo tiene en vista el porvenir. -Pero ¿qué nos importaba? Éramos
filósofos descreídos y un tanto cínicos, nos revolcábamos en el gimnasio, y el
eterno botín de doble suela, ancho y largo, nos permitía correr como gamos en
el rescate. Usábamos el pelo largo y descuidado, teníamos, en fin, esa figura
desgraciada del muchachón de quince años, que empieza a salir de la infancia,
sin llegar a la virilidad. Éramos, con todo, felices y despreocupados.
- XXXIII -
Pero los diez y ocho años se acercaban.
Los días de salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo mejor
posible, abandonando muchas veces la empresa con desaliento, vencidos por la
exigüidad del guardarropa -¡Qué amarguras, qué sufrimientos, aquellos domingos
a la noche, cuando, al volver al Colegio, pasábamos frente a los teatros y
veíamos en el peristilo una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros,
los externos felices, bien vestidos, con sus guantes flamantes y saludando con
una gracia, para nosotros insuperable, a las bellas damas que venían al
espectáculo!
En cuanto a mí, recordaba bien que de los
ocho a los doce años, no había faltado casi una noche a la Opera; mi padre me
llevaba siempre consigo. Era, pues, un dilettanti de raza y tradición;
Tamberlik me había acariciado y la incomparable Mme. Lagrange, aquella artista
con un corazón a la Malibran, se había entretenido en hacerme charlar durante
los entreactos en su camarín, adonde solía llevarme mi hermano Jacinto. -Y hoy,
que era hombre, que podía apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado
a mi padre y que flotaban en mi memoria como una nube, ¡tenía que volverme
triste y solo al Colegio, dando la espalda al mundo de la luz!
Una noche no pude resistir al pasar
frente a Colón; vi entrar a un pariente amigo con su familia; comprendí que
tenía un palco donde meterme medio escondido y tomando mi entrada, penetré
bravamente, un poco pálido, por la convicción profunda de que todo el mundo me
observaba. -
El pariente tenía felizmente un palco
bajo y oscuro de la ochava; llamé, me resistí con energía a las sillas de
adelante y acurrucándome en el fondo, lancé una mirada investigadora a la
platea. Yo sabía que el Vice-Rector era un melómano decidido; en efecto, a poco
lo descubrí en las tertulias. De un lado, cierta irritación por su presencia,
mientras nos confinaba, en el claustro tan cruelmente, y de otro, el temor que
me descubriese, me agitaron un momento. Pero bien pronto todo eso desapareció y
la luz, la música, ese curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen
tono, la proximidad de una criatura idealmente bella, que estaba en el palco,
sus ojos dulces como un pedazo de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color
diáfano, transparente, sombreado a cada instante por un tenue velo de púrpura,
esa emanación exquisita de la pureza, de la inocencia y de la gracia, que
subyuga en todas las edades, todo, en un encanto misterioso, se apoderó de mí
por completo. Quince años han pasado sobre mi cabeza desde aquella noche,
quince años bien llenos y agitados; pasarán veinte más y no perderé ese
recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma la impresión fresca de las
primeras emociones puras de mi juventud. -Sonrío a veces al recordar mi idilio
adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado de sensibilidad
enfermiza, la necesidad imperiosa que sentía de hacer versos, mi desesperación
por no poder medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas con desaliento,
las cartas ideales, que jamás debían llegar a su destino, ¡en las que derramaba
todos mis sueños y esperanzas! La veía en todas partes, en todas la buscaba. Me
parecía inútil obtener su cariño; el mío me bastaba, me elevaba, me daba
intensidad al espíritu, fuerza a la voluntad, brillo a la imaginación, nobleza
al corazón. Cambié de carácter; fui dulce, afable, perdí la ironía amarga con
los compañeros, dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me corregía, me
mejoraba...
De nuevo sonrío a través de los años,
¡pero quisiera volver a esas horas incomparables, a esa explosión de la savia,
trepando al árbol al son de los cantos primaverales y desenvolviéndose en
hojas, en flores, en perfumes! ¡Quisiera volver a amar como amé entonces y como
sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste el pensamiento!...
Todo pasó en el rápido correr del tiempo;
pero la figura deliciosa, a la que los años han circundado de esa atmósfera
vaporosa que da Murillo a sus vírgenes, queda fija allá en el pasado, cerniéndose
al principio de la ruta, como una luz ideal...
- XXXIV -
Hay que caer a la tierra y recordar que,
de una u otra manera, tenía que entrar en el Colegio. -Poco antes del último
acto salí, corrí a la puerta que da sobre el atrio de S. Ignacio, me saqué el
paletot, golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién era, imité la
voz del Vice-Rector y una vez la puerta abierta, abatí la vela que el cerbero
traía en la mano con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla que dio
con él en tierra y, antes que volviera de la sorpresa, ya corría yo por esos
claustros como una exhalación.
Pero la hora había sonado para mí. Los
castigos me irritaban, las consejos me ponían en un estado de nervios
insoportable; no podía continuar en el Colegio. Pasaba los días enteros ideando
medios para escaparme, a veces con riesgo de la vida, como cuando nos
deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda flotante que los albañiles
dejaban durante la noche en el edificio que se construía entonces en la calle
Moreno. -Los exámenes estaban encima y no abría un libro. Había perdido la
emulación por completo; las glorias de clase me parecían ridículas y no habría
dado un paso por recuperar el puesto de honor al que estaba habituado y que
sentía escapárseme de entre las manos. -Al fin triunfé, y una mañana radiante
se me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos umbrales hubiera
entonces sacudido mi planta como el númida.
Y sin embargo ¡cuántas cosas dejaba allí
dentro! Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida,
con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías
explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos, reemplazan la
felicidad, ¡que mas tarde se sueña en vano!
Abandonaba el Colegio para siempre y
abriendo valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en medio de las
tormentas de la vida.
- XXXV -
Muchos años más tarde, volví a entrar un
día al Colegio; a mi turno, iba a sentarme en la mesa temible de los examinadores.
Al cruzar los claustros, al ver mi nombre al pie de algunos dibujos que aún se
mantenían fijos en la pared, con sus modestos cuadros negros; al pasar junto a
mi antiguo dormitorio, teatro de tantas y tan renombradas aventuras; al cruzar
frente a la puerta sombría del encierro, que por primera vez recibió una mirada
cariñosa de mis ojos; al ver el grupo de estudiantes, tímidos, callados, que en
un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi cara sus futuras
clasificaciones; al estrechar la mano de mis compañeros de hoy, mis maestros de
otro tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente que había sido mi
atmósfera de cinco años, sentí una impresión extraña, grata y dulce y una vaga
melancolía me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.
Me lancé a todos los viejos rincones
conocidos y al pasar, bajo las bóvedas del claustro, se levantaban mis
recuerdos, obedientes a una evocación simpática. -Aquí, me decía, el buen
Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos leía las elegías de Guilbert con un
entusiasmo sincero o nos recitaba la tirada de Theramenes sin mirar el libro;
aquí fue donde el profesor Rossetti, encantado de mi exposición, me predijo que
sería un ingeniero distinguido, si perseveraba en las matemáticas, para las que
había nacido; en aquel banco expuse a Puiggari mi deplorable conferencia sobre
el iodo, que destruyó todas sus esperanzas de verme convertido en un Lavoisier;
en este sitio memorable fui sostenido por M. Jacques, cuando, habiendo sido
llamado a dar examen de francés ante el Dr. Costa, Ministro de I. P., me tocó
en suerte traducir a primera vista el "Incendio de Moscou" de M. de
Ségur y me trabé en descomunal batalla con Larsen, sobre la significación de la
palabra tôle; aquí Jacques me dijo que era un imbécil, pero que tenía razón,
cuando sostuve ante él, en una discusión con un compañero, que este título de
un capítulo de La Bruyère, "Les Esprits forts", no debía traducirse
por "Los Espíritus fuertes"; en aquel rincón me batí una tarde con denuedo
contra un muchacho Arriaza, quien, si bien sacó del combate la nariz demolida y
con una forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en este escaño se
sentaba mi madre, me tomaba las manos, me acariciaba con sus ojos llenos de
lágrimas, me apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era necesario
separarnos, me dejaba su alma en un beso... y diez pesos en la mano, que yo
corría a convertir en cigarros en la portería; aquí fue donde el padre Agüero
pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una escapada -y a la luz de la
luna que entraba por los cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el
claustro helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con el mate en la
mano y tras la puerta entreabierta del dormitorio del anciano, contemplaba el
cuadro, poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto famoso donde fue
introducida por engaño la sirviente que traía la ropa limpia al mono Latorre,
sufriendo las expresivas galanterías de los circunstantes, mientras el referido
"mono", amarrado al pié de un lecho, ofrecía el espectáculo confuso
de un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...
-Los exámenes van a comenzar, Doctor.
Sólo a V. se espera.
-Voy al momento.
- XXXVI -
¡Ah! he aquí el cuarto de Eyzaguirre,
aquel informe maremagnum de que éramos pilotos expertos.
En esa ventana asamos una noche memorable
las aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas para nosotros y que
jamás figuraron en la mesa del refectorio; allí el salón de los exámenes
escritos, donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el enorme Ganot
distribuido por capítulos en todo el cuerpo y conociendo la topografía del
terreno como César los campos de Munda; la fuente me saluda, la fuente de pico
recto, la fuente que era necesario conquistar a puñetazos, porque el compañero
que esperaba interrumpía a menudo la absorción haciéndola intermitente, por
medio de la broma llamada del ternero mamón; aquí un condiscípulo querido de
todos nosotros, que temíamos no pasara en el examen escrito, nos dio una minuciosa
explicación de cómo había repartido sus fuerzas para el combate: en la nuca,
entre camisa y camiseta, los capítulos de "La Inteligencia", salvo la
"Razón", que, muy bien doblada, se ocultaba bajo el cuello, unida a
la corbata por un alfiler; entre el elástico del botín derecho, "La
Sensibilidad", formando pendant en el izquierdo "La teoría de las
facultades del alma"; en un falso bolsillo del pantalón, "La
Voluntad", excepto el "Libre Albedrío" que ocupaba un sitio
indigno de su importancia filosófica; y allí, sobre el estómago, a mano, como
puñal de misericordia, como recurso extremo, el "Discurso sobre el
método", que, bien manejado, es un Proteo multiforme, apto para satisfacer
el programa entero...
-Sr. Doctor, lo están esperando...
-Voy, voy al momento.
¡Cuánta sonrisa en aquellas caras
juveniles, si hubieran leído las cosas que ocupaban mi alma y dádose cuenta de
las impresiones bajo las cuales ocupaba mi silla de examinador!
Decían las cosas que en otro tiempo yo
había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado y se lanzaban
a cuerpo perdido en las partes de la bolilla que les eran conocidas, evitando
con una habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones no holladas por
sus ojos infantiles. ¡Con qué elasticidad el compañero de atrás hacía de mimbre
su cuerpo, alargaba el pescuezo como una jirafa y llamando en su auxilio la voz
más susurrante, soplaba con coraje! -Yo nada veía, nada quería ver. Mis
preguntas envolvían clara y precisa la respuesta cuando el discípulo era flojo,
y con una sonrisa animadora, impulsaba a desenvolver su charla graciosa y
ligera al que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. ¡Ciencia divina,
superficial, epicúrea, ciencia de un adolescente griego, explicando a su manera
infantil los mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño en la
región de la teoría, borrándose al mes siguiente, porque no tiene la mordiente
áspera de la experiencia propia!
Y así pasaba
ante mis ojos la filosofía y la historia, serena, olímpica, a la manera de
Hesíodo, saliendo de aquellos labios puros, como el reflejo de leyendas de
otros tiempos, en mundos distintos del que nos rodea. ¡Con qué placer, entre
mis examinandos, encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador de
Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las horas pasadas, pesaroso y
triste a las páginas de Zama! ¡Cómo sonaba en mi alma el entusiasmo por las
cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo discurso de Pedro el
Ermitaño, que yo había compuesto en la clase de retórica!... Los muchachos
sonreían y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador insuperable. ¡No
sabían que los habría abrazado a todos y que al más imbécil hubiera dado el
maximum con el alma contenta y la conciencia tranquila!
Más tarde, dictaba una cátedra de
historia en la Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, notaba en
las caras de mis discípulos, siempre cultos y atentos conmigo, una ligera
expresión de cansancio que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado
por el trabajo: a más de mi cátedra, dirigía el Correo, pasaba un par de horas
diarias en el Consejo de Educación y sobre todo, redactaba "El
Nacional", tarea ingrata, matadora si las hay. Así, solía llegar a clase
fatigado cuando el tema no era interesante, mi palabra salía pálida y difícil.
¡Pero la campana del Colegio nacional estaba allí! Desde el aula la oía
fácilmente y a sus primeros ecos, recordaba mis horas de estudiante, el ansioso
anhelo por salir de clase, miraba mis alumnos fatigados y cortaba familiarmente
la conferencia. En otras ocasiones, el eco de la campana me servía de excitante
y si alguna vez salieron mis discípulos contentos, ignoraban que lo debían al
vago sonido que me traía los más dulces recuerdos de mi infancia, mis
ambiciones de estudiante, mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria
del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la ciencia.
Sí, amar el estudio; a esa impresión
primera debemos todos los que en el Colegio nacional nos hemos educado, la
preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales.
Se pueden emprender los estudios superiores en cualquier edad; los
preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo se acepta en la
infancia, la dedicación absoluta del tiempo, el vigor de la memoria, nunca más
poderosa que en los primeros años, la emulación constante y la ingénita
curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el tecnicismo, el detalle; pero a la
menor concentración intelectual, los caracteres perdidos en el fondo de la
memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un palimpsesto ante un
reactivo que borra el último trazado. En una semana un hombre regularmente
dotado puede estudiar a fondo una cuestión de derecho; pero si no tiene una
preparación sólida, si no ha ejercitado su espíritu en los largos años de
bachillerato, la expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto. Falta
de ideas generales, mis amigos.
Yo diría al joven que tal vez lea estas
líneas paseándose en los mismos claustros donde trascurrieron cinco años de mi
vida, que los éxitos todos de la tierra arrancan de los horas pasadas sobre los
libros en los años primeros. Que esa química y física, esas proyecciones de
planos, esos millares de formulas áridas, ese latín rebelde y esa filosofía
preñada de jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su seno a cuerpo
perdido.
Bendigo mis años de colegio, y ya que he
trazado estos recuerdos, que la última palabra sea de gratitud para mis
maestros y de cariño para los compañeros que el azar de la vida ha dispersado a
todos los rumbos.