JULIÁN MARTEL
LA BOLSA
A MI MADRE
PRIMERA
PARTE
- I -
El escenario
Una lluvia fina, un desmenuzamiento de
agua helada, abundante y tupida como la niebla, se descolgaba de un cielo de
alabastro, manchado allá abajo por un gran circulo de luz difusa. Desde la
mañana estaba cayendo, cayendo siempre, ora en forma de aguacero torrencial,
ora en la de sutil llovizna, muy entretenida, al parecer, en las múltiples
tareas de deslizarse por la tela tirante de los paraguas abiertos, para adornar
sus bordes recortados con flecos de cristal, y en fabricar su pasta color
chocolate, a un tiempo mismo resbaladiza y pegajosa, esparciéndola por calles y
aceras con una persistencia que dejaba adivinar sus deseos de no permanecer
ociosa en medio del trabajo general. Complacíase también en hacer apurar el
paso a los desprevenidos y en empañar el lustre de los coches y la nítida
transparencia de los escaparates, envolviéndolo todo en un velo gris cuya
densidad aumentaba con la distancia.
Soplando del sud-este, el viento hacía de
las suyas. Cortante y burlón, se paseaba por las calles en actitud
carnavalesca, arrojando a la cara de los transeúntes esas puñadas de lluvia que
producen en la piel el efecto de crueles alfilerazos, y silbando aires extraños
con toda la displicencia de un vago elegante que distrae su fastidio tarareando
algún trozo de su ópera favorita. Pero a lo mejor, y sin motivo justificado,
porque sí no más, encolerizábase de repente, y brusco y zumbante metíase en los
zaguanes, sin llamar, como dueño de casa, invadía los patios y se colaba de
rondón por la primera puerta franca que hallaba al paso, cerrándola tras de sí
con la furia de un marido bilioso que viene de afuera dispuesto a vengar los
contratiempos del día, en las costillas de su consorte.
Irritado sin duda por el mal recibimiento
que se le hacía, escurríase por cualquier rendija, se escapaba nuevamente a la
calle, y una vez allí, para desvanecer su mal humor, encaramábase a los
tendidos hilos del teléfono, y pasaba por ellos su arco invisible, haciéndolos
gemir como las cuerdas de un violín gigantesco. Terminada la fantástica sonata,
echábase a correr por las desiertas azoteas, arrancando una nota de cada
claraboya, una escala de cada chimenea.
Si encontraba al paso la bandera roja o
azul de un remate, se detenía un punto, como para tomar impulso, y luego la
arremetía furioso, la estrujaba, la sacudía, la tironeaba, como queriendo
arrancarla del asta a que estaba sujeta, irritado quizás, él, músico
desinteresado, artista vagabundo, contra la prosaica operación simbolizada por
aquel trapo flotante.
A ratos parecía calmarse, como si cansado
de hacer travesuras, quisiera darse un instante de reposo. Pero pronto volvía a
las andadas, más inquieto, más loco, más bullicioso que nunca. Hubiera podido
comparársele a esos calaveras valentones que recorren en pandilla los barrios
infames, armando jolgorios en que van confundidas la nota trágica con la
cómica, el atropello soez y sin motivo con la broma picante y moderada.
En la plaza de Mayo desembocaba iracundo,
rabioso, hecho un salvaje. Desfilaba por delante del Congreso, rozándolo apenas
sin buscar camorra a un enemigo que parecía huir, en una línea oblicua, como
avergonzado por la humildad de su aspecto o por la perfidia de sus propias
intenciones. Dábanle, además, sus tres puertas enrejadas cierta apariencia de
tumba vieja, y hubiera podido jurarse que el viento murmuraba al pasar: ¡pobre
libertad!...
¡Qué viento aquél tan caprichoso! ¡Cómo
se metamorfoseaba! ¿Pues no hacía el papel de protegido del Gobierno, de
elemento electoral, abalanzándose sobre la Aduana -sobre aquella Aduana maciza,
chata, cuadrada, de grosera arquitectura- y trepando por las escalerillas
pintadas de verde, no zamarreaba las persianas, haciéndolas sonar como matracas
en sus quicios inconmovibles, cual si quisiera llevárselo todo en un acceso de
rapacidad delirante?
Y de súbito ¡qué reacción! Convertido de
golpe en opositor intransigente, con qué empuje arremetía contra el palacio de
Gobierno ante el cual un piquete de batallón se preparaba a saludar con el
toque de orden la salida del presidente, viéndose brillar a la distancia la
franja blanca de las polainas de los soldados.
Después de larga gira por pasillos y
corredores, por antesalas y gabinetes, gira en que parecía ir preludiando
entusiastas discursos políticos, tenían que ver los bríos con que salía
envuelto en lluvia, para lanzarse sobre la mole obscura y elegante de la Bolsa
de Comercio, como si con las lágrimas que le hiciera derramar su pesquisa por
los antros administrativos, intentase barrer y limpiar de una sola vez toda la
escoria financiera...
¡Cuánto aparato! ¡Cuánto resoplido! Pero
¡ah, era el viento!... Allá salía otra vez a la ancha plaza, haciendo trepidar
los vidrios de los faroles y los cristales de las frágiles garitas. Agarraba
las palmeras, las doblaba, las hacía crujir y quejarse en el lenguaje trémulo
de sus hojas. Luego, jadeante y desesperado, volvía a transformarse en político
sin conciencia, y abofeteaba la pirámide gloriosa, haciendo, de paso, vacilar
en su pedestal a la estatua ecuestre...
Emprendíala en seguida con el Cabildo, el
cual, triste por la pérdida de su más bello ornamento, la torre, se levantaba
junto al ancho boquete de la avenida, semejante a la enorme osamenta de un
mameluco antediluviano. Allí entraba el señor sud-este, se paseaba,
vociferando, por las salas abandonadas, y a poco se le sentía salir rugiendo
como esos litigantes que por no tener cuñas, ven premiada su falta de
culpabilidad con una sentencia condenatoria...
De pronto los rugidos cesaban, se
amortiguaban, degeneraban en femenil lamento plañidero; y era al pie de las
columnas de la catedral donde iba a desvanecerse bañado en lluvia, alzando
antes una especie de ruego fervoroso en que parecía pedir un poco de compasión
para la patria saqueada y escarnecida bajo el manto de oropel que la
especulación y los abusos administrativos habían echado sobre sus espaldas,
manto que tarde o temprano debía caer para siempre, arrancando, como la túnica
de la leyenda, pedazos de su propia carne a los mismos que con él se cubrieran.
Oíase por todas partes el clamoreo
juguetón y travieso de los cornetines de los tranvías, que se cruzaban en gran
número haciendo mil cortes y recortes, en torno del óvalo imperfecto de la
plaza. A los cornetines contestaban de allá abajo, del lado de la estación
Central, el ruidoso estertor y el silbido penetrante de las máquinas de los
trenes. El río, confundido casi con el cielo, apenas si se distinguía.
A lo lejos, y por sobre el confuso
amontonamiento de edificios, las torres de San Ignacio y las de San Francisco
se desvanecían entre la bruma, como la silueta vaporosa de esos castillos
fantásticos que entrevemos en la ilusión de un sueño. Iban a dar las cuatro de
la tarde, es decir, era esa hora de inusitado movimiento, de agitación
incesante que cierra el diario trajín de los negocios, y en la que parece que
cada cual quisiera despachar en un instante la tarea descuidada de todo el día.
El corazón de las corrientes humanas que
circulaban por las calles centrales como circula la sangre en las venas, era la
Bolsa de Comercio. A lo largo de la cuadra de la Bolsa y en la línea que la
lluvia dejaba en seco, se veían esos parásitos de nuestra riqueza que la
inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas.
Turcos mugrientos, con sus feces rojos y
sus babuchas astrosas, sus caras impávidas y sus cargamentos de vistosas
baratijas; vendedores de oleografías groseramente coloreadas; charlatanes
ambulantes que se habían visto obligados a desarmar sus escaparates portátiles,
pero que no por eso dejaban de endilgar sus discursos estrambóticos a los
holgazanes y bobalicones que soportaban pacientemente la lluvia con tal de oír
hacer la apología de la maravillosa tinta simpática o la de la pasta para pegar
cristales; mendigos que estiraban sus manos mutiladas o mostraban las fístulas
repugnantes de sus piernas sin movimiento, para excitar la pública
conmiseración; bohemias idiotas, hermosísimas algunas, andrajosas todas, todas
rotosas y desgreñadas, llevando muchas de ellas en brazos niños lívidos;
helados, moribundos, aletargados por la acción de narcóticos criminalmente
suministrados, y a cuya vista nacía la duda de quién sería más repugnante y
monstruosa: si la madre embrutecida que a tales medios recurría para obtener
una limosna del que pasaba, o la autoridad que miraba indiferente, por inepcia
o descuido, aquel cuadro de la miseria más horrible, de esa miseria que recurre
al crimen para remediarse...
El grito agudo de los vendedores de
diarios se oía resonar por todos los ámbitos de la plaza. Sin hacer caso de la
lluvia, con sus papeles envueltos en sendos impermeables, correteaban
diseminados, se subían a los tranvías, cruzaban, gambeteando, la calle inundada
de coches y carros de todas formas y categorías, siempre alegres, siempre
bulliciosos, listos siempre a acudir al primer llamado. En fin, la plaza de
Mayo era, en aquel día y a aquella hora, un muestrario antitético y curioso de
todos los esplendores y de todas las miserias que informan la compleja y
agitada vida social de la grande Buenos Aires.
-Acerca más el coche a la vereda.
-No puedo, señor.
Y el cochero inglés, enfundado en su
blanco capote de goma, que le daba el aspecto de un hombre de mármol, señalaba,
inclinándose sobre la portezuela, el mundo de carruajes que llenaba la
plazoleta de la Bolsa. Aquello parecía una exposición al aire libre de cuanto
vehículo han adoptado la holgazanería y la actividad humanas para trasladarse
de un punto a otro. Cupés flamantes de gracioso porte, tirados por troncos de
rusos o anglo-normandos, que denunciaban la riqueza y buen gusto de sus felices
dueños; ligeras americanas, de un caballo, sencillas, bonitas, como las usa la
juventud elegante para pasear sus galas y su regocijo; tílburys desairados,
guasos, plebeyos, propiedad sin duda de esos activos comisionistas que no se
preocupan de la elegancia de su tren, sino de correr más aprisa que el tiempo;
carricoches de alquiler, cuyo aspecto alicaído y trasnochado estaba en
consonancia con las yuntas caricaturescas atadas a ellos; cabs extravagantes,
con su asiento atrás, alto como un trono y raro como la excentricidad inglesa a
que debe su origen, y otras muchas variedades de ese género vehículo que el
industrialismo contemporáneo va enriqueciendo de día en día con nuevos e
ingeniosos ejemplares, se interponían entre la vereda y el landolé del doctor
Glow.
Al oír la respuesta del cochero, abrió el
doctor la portezuela, bajó rápidamente, desplegó su paraguas, de puño de plata,
y cruzó, haciendo zig-zags, por entre aquel laberinto de carruajes, yendo a
detenerse en la acristalada puerta que da acceso al vestíbulo de la Bolsa. Allí
cerró el paraguas, examinó atentamente sus botines de charol, que encontró en
perfecto estado, se pasó la mano por el pecho como para estirar la tela del
sobretodo azul cruzado, que lo abrigaba, y, acomodándose la galera, sonrió con
aire de hombre que nada tiene que echar en cara al destino, no sin aspirar
antes, con visible fruición, el Hoyo de Monterrey, legítimo, que sostenía entre
sus blancos y apretados dientes.
Después de estos preliminares de hombre
elegante y buen mozo, echó a andar, sin hacer caso a las solapadas
insinuaciones de los vendedores de lotería, ni dignarse arrojar una mirada
sobre los muchos y diversos tipos que, por no ser socios de la Bolsa, se ven
obligados a hacer antesalas cuando algún asunto urgente los pone en
comunicación con los bolsistas. Aquel dichoso o desdichado vestíbulo es para
muchos el diente feroz de la trampa armada por los acreedores con el
disculpable propósito de dar caza a sus clientes malévolos u olvidadizos.
Pero el doctor nada tenía que temer a
este respecto. Siguió andando; tranquilo y risueño, paso a paso. Así cruzó la
galería que sigue al vestíbulo, flanqueada de escritorios llenos de ruido y
movimiento. Como la luz era muy escasa, Glow tuvo que fruncir los párpados para
distinguir a sus conocidos entre la chorretada de gente que inundaba la
galería. Saludando a unos, lanzando cuchufletas a otros, amable con todos,
llegó a la puerta del salón central. Allí se paró un momento, y fijó sus ojos,
de un azul profundo, en el vasto cuadro que tenía delante.
De todos los sitios en que se forman
agrupaciones humanas, ninguno que presente más ancho campo de observación al
curioso que el salón central de la Bolsa de Comercio. El traje nivelador le da,
a primera vista; cierto aspecto de homogeneidad que desaparece cuando la mirada
sagaz ahonda un poco en aquel mar revuelto en que se mezclan y confunden todas
las clases, desde la más alta hasta la más abyecta.
El fastuoso banquero, cuyo nombre, sólo
con ser mencionado, hace desfilar por la mente un mundo fantástico de millones,
estrecha con su mano pulida la grosera garra del chalán marrullero; el humilde
comisionista se codea familiarmente con el propietario acaudalado, a quien
adula según las reglas de la democracia en boga: el mozalbete recién iniciado
en la turbulenta vida de los negocios, pasea por todas partes sus miradas
codiciosas: el estafador desconocido, el aventurero procaz, roza el modesto
traje del simple dependiente con los estirados faldones de su levita
pretenciosa; el insulso petimetre ostenta su bigote rizado a tijera bajo la
mirada aguda del periodista burlón que prepara su crónica sensacional husmeando
todas las conversaciones y allegando todos los datos que, destilados en el
alambique de su cerebro vertiginoso, han de llevar después la buena nueva a los
afortunados, o el luto y la congoja al corazón de los maltratados por la
suerte; el especulador arrojado formula sus hipótesis paradojales ante las
caras atónitas de los corredores sin talento, que lo escuchan con más atención
que un griego a la pitia de Delfos: el anciano enriquecido por largos años de
duro trabajar, comenta, con la frialdad del egoísmo que dan los años y el éxito
tras rudos afanes alcanzado, esa crónica diaria de la Bolsa, muchas de cuyas
páginas están escritas con sangre; el usurero famélico gira y gira describiendo
círculos siniestros en torno de sus víctimas infelices...
Promiscuidad de tipos y promiscuidad de
idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán, mezclándose
impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles
del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología
criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al
ceceo susurrante de la rancia pronunciación española.
Un tímido resplandor penetraba por las
altas vidrieras, y después de juguetear en las doradas molduras del techo, iba
a embotarse en las paredes pintadas de color terracota, dejando al salón
envuelto en aristocrática penumbra. Reinaba allí esa misteriosa media luz que
las religiones, amigas siempre de rodearse de misterios, hacen predominar en
sus templos. Pero el carácter de solemnidad que tal circunstancia pudiera
imprimir al recinto, era frustrado por el continuo ir y venir de gente, y el
rumor de las conversaciones que se levantaba envuelto en el vaho de los
cigarros.
A través de las grandes y majestuosas
arcadas que unen al salón central con los laterales, se veía moverse una
muchedumbre compacta, numerosa, inquieta. Notábase mucha agitación en los
diversos grupos por entre los cuales se deslizaban de vez en cuando esas
figuras pálidas, trémulas, nerviosas, que sólo se ven en la Bolsa en los
últimos días de cada mes; figuras que suelen representar a los protagonistas de
tragedias íntimas, espantosas, no sospechadas. El doctor se abrió paso como
pudo, hasta que consiguió llegar a la reja que limita el recinto destinado a
las operaciones, vulgo rueda.
Agolpábase a aquella reja una multitud
ansiosa, estremecida por corrientes eléctricas. Se veían pescuezos estirados en
angustiosa expectativa, con la rigidez propia del jugador que espera la salida
de la carta que ha de decidir la partida; ojos desmesuradamente abiertos,
siguiendo con fijeza hipnótica los movimientos de la mano del apuntador, el
cual, subido sobre su tarima, anotaba las operaciones en las pizarras que,
negras, cuadradas, siniestras, se dibujaban como sombras en la pared del fondo.
En medio de ellas se destacaba la blanca
esfera del reloj, sereno e imperturbable como el ojo vigilante del destino; la
esfera de aquel reloj que era lo único que permanecía inalterable en aquel
lugar de donde la tranquilidad y la estabilidad de las cosas están desterradas
para siempre; la esfera de aquel reloj que había señalado tantas horas gratas y
tantas horas amargas, y que ahora miraba al doctor como diciéndole: "ya
veremos, amigo mío, ya veremos".
La rueda estaba muy animada. Salía de
ella un estrepitoso vocerío, una algarabía de mil demonios: voces atipladas,
roncas, sonoras, de tenor, de bajo, de barítono, voces de todos los volúmenes y
de todos los metales. Los corredores parecían unos energúmenos; más tenían el
aire de hombres enredados en una discusión de taberna, que el de comerciantes
en el momento de realizar sus operaciones. Y no sólo gritaban como unos locos,
sino que también gesticulaban y accionaban como si estuviesen por darse de
bofetadas.
Y, sin embargo, allí estaba la flor y
nata de la sociedad de Buenos Aires, mezclada, eso sí, con la escoria
disimulada del advenedicismo en moda. ¡Quién había de decir que aquellos
hombres que se desgañitaban vociferando con chabacana grosería, y cuyos
sombreros de elegante forma flotaban en la semioscuridad de la rueda, eran los
mismos que después, por la noche, amables y pulquérrimos, se inclinarían al
oído de una beldad para decirla, con suaves inflexiones de voz, y al compás de
una polka o una mazurca, esas mil cosas íntimas a las que tanto encanto da la
tibia atmósfera de un salón, o el recatado misterio de un gabinete perfumado!
Pero el doctor no observaba nada de esto.
Otros asuntos lo preocupaban. Echó a andar nuevamente, cambiando bromas con los
amigos que encontraba al paso, y recibiendo pellizcos y papirotazos en las
orejas con la sangre fría del hombre aclimatado en ese ambiente especial de la
Bolsa, donde por tan extraño modo andan confundidos lo trágico con lo cómico,
lo grotesco con lo dramático. Y el doctor les dirigía a todos, al pasar, con
amable acento, la misma invitación: "El jueves, en casa, ya saben, no
faltar." Volviéndose a derecha e izquierda, dando un sombrerazo aquí,
agitando la mano allá, Glow se aproximó a la puertecilla que da acceso a la
rueda. Un portero de levita azul y gorra galoneada le cerró el paso.
-Llame a Ernesto Lillo.
Hizo el portero de la mano una bocina y
se metió por entre el gentío pronunciando aquel nombre con voz que le hubiera
envidiado el mismísimo Tamagno, no por lo agradable, si no por lo fuerte.
Medio minuto después apareció ante el
doctor un joven como de veintitrés años, alto, rubio, de facciones
enérgicamente acentuadas, muy simpático. Vestía un sobretodo color gris-perla,
de corte elegantísimo, y en su corbata blanca, de seda, escintilaba un rico
prendedor de brillantes. Ligero bozo dorado iluminaba más bien que sombreaba el
labio superior de su boca grande pero bien formada, y en su cara pálida
brillaban dos ojos celestes, llenos de luz y de expresión. Llevaba el sombrero,
de ala angosta, con luto de fantasía, echado atrás a lo calavera, y un mechón
de pelo rubio le caía sobre la tersa y despejada frente. En su fina y pulida
mano apretaba un par de guantes color ladrillo.
Todo era simpático en Ernesto Lillo: la
soltura de sus modales, que se resentían de cierta indolencia de muy buen tono;
la energía, el vigor, la fuerza de su veintitrés afros, floreciendo dentro de
un temperamento robusto y nervioso, y particularmente un no sé qué de valor y
de nobleza que se desprendía, de toda su persona, haciéndola muy atrayente y
dándole ese a modo de poder sugestional que es el secreto del éxito de muchos
en la ingrata lucha por la vida. Llamábase, como queda dicho, Ernesto Lillo, y
era el corredor que ocupaba el Dr. Glow, a quien inspiraba ciega confianza el
hermoso muchacho, correspondiéndole éste con igual adhesión. Habíanse conocido
en el Club del Progreso, del cual ambos eran socios. Glow sabía que Ernesto
vivía de su trabajo, y se había propuesto protegerlo, fortaleciéndolo en este
propósito la circunstancia de haber llegado a su conocimiento un detalle
conmovedor de la vida íntima de su protegido: que Lillo mantenía, con el fruto
de sus comisiones, a su madre viuda y enferma.
-¿Qué dice ese D. Juan?
Para que el lector comprenda el sentido
de esta pregunta, debo saber que Ernesto tenía fama de ser afortunado en amores,
fama que, a la inversa de casi todas las famas, esta vez era perfectamente
justa.
-Ando de felicitaciones, doctor -dijo el
don Juan. -Imagínese que este mes, voy a ganar cerca de cinco mil pesos en
comisiones.
-Lo felicito, pero ya hablaremos de
eso... Ahora vaya y cómpreme dos mil acciones del...
Cuatro campanadas claras y distintas le
cortaron la palabra, cuatro campanadas de un sonido argentino particular,
porque cuando el reloj de la Bolsa canta la hora, tiene algo de esos relojes que
dan las doce de la noche en los cuentos de aparecidos.
-Ya no hay tiempo, son las cuatro -dijo
el corredor.
-No importa. Mañana a primera hora
cómpreme dos mil acciones del Crédito Real.
-Está bien... Pero apartémonos un poco,
para que no nos lleven por delante.
La advertencia no estaba de más. Por la
puertecilla de la rueda desbordábase una corriente bullanguera e impetuosa que
el doctor y Ernesto pudieron evitar parapetándose detrás de uno de los gruesos
pilares que sostienen las arcadas laterales.
-¡Alto ahí, caballeros!
Esta intimación, cuyo enérgico
significado formaba gracioso contraste con el tono en que fue pronunciada, hizo
volver a ambos amigos la cabeza.
-¡Oh! D. Miguelín, ¿qué hay de nuevo por
esos andurriales?
Delgado, vivaracho, elegante y resuelto,
Miguelín hizo una pirueta sobre sus talones; luego estiró el brazo en dirección
a las pizarras, y con alegre acento dijo:
-¡Miren!
-¿Qué cosa?
-La pizarra de la izquierda.
-Es inútil.
-¿Por qué?
-Porque desde aquí no se distinguen las
anotaciones.
-Es cierto, esto está muy obscuro...
¿Saben cuánto he ganado con mis títulos de las Catalinas?... Tres mil
seiscientos noventa y dos pesos.
-Has hecho el día -dijo con indiferencia
el doctor, rascando la punta de su charolado botín con el extremo del paraguas.
-Y tú ¿vendiste tus acciones del Banco
Nacional?, -preguntó Miguelín un poco desconcertado por la indiferencia del
doctor, a quien no podía hacer efecto la ganancia de su amigo, pues estaba
acostumbrado a ganar o perder cantidades mucho mayores que la mencionada por
Miguelín.
-Sí, hoy en la primera rueda.
-¿Ganando mucho?
-Pregúntaselo a éste, que ha sido el
corredor.
Glow señaló a Ernesto que acababa de
sacar, del bolsillo interior de su sobretodo, una cartera de cuero de Rusia.
-¡Negocio redondo!, -exclamó el don
Juan-. Eran 3500 acciones compradas a 267 y las hemos vendido a 315.
-¡Demonio!, eso es tener suerte! ¿De
manera que de ayer a hoy has pichuleado?...
-Saca la cuenta.
A esta indicación del doctor, Miguelín,
con un movimiento que le era habitual, empezó a morderse las uñas, fijando la
vista en el suelo.
Este Miguelín era un buen muchacho, muy
querido en la Bolsa, rico pero cauto y poco amigo de lanzarse a las grandes
empresas aventuradas. Jugaba al oro y a los títulos, más que por otra cosa, por
seguir la corriente, exagerando siempre las proporciones de sus jugadas a los
ojos de sus amigos, que seguramente le hubieran motejado de cobarde en caso de
reconocer la exigüidad de sus operaciones. Llamábase Miguel Riz, pero sus
íntimos le designaban familiarmente con el diminutivo de Miguelín.
-A ver... son... son...
-168.000 pesos justos.
-Eso es.
-Lo que añadido a los 120.000 que ganaste
el lunes con el oro, viene a sumar...
-¡La mar con todos sus peces!,
-interrumpió el doctor encogiéndose de hombros y echando atrás la cabeza.
-A la verdad que da gusto ver cómo se
gana el dinero en esta tierra de promisión,-dijo Ernesto mojando con la lengua
la punta de un lápiz niquelado, y trazando algunas cifras en el diminuto
cuadernillo de su cartera.
-Lo que más gusto da es ganarlo -observó
el doctor sonriendo.
-Ninguno mejor que tú lo sabe. Buenos
millones te ha dado esta Bolsa.
-No puedo quejarme, -y aquí el doctor
afectó una naturalidad que estaba muy lejos de ser sincera.
-Ni tú ni nadie. Si esto es una Jauja, un
Eldorado, un... ¡qué sé yo! ¿Quién es el que no está hoy rico, si basta salir a
la calle y caminar dos cuadras para que se le ofrezcan a uno mil negocios
pingües? La pobreza es un mito, un verdadero mito entre nosotros. Por eso los
ingleses que tan buen ojo tienen para descubrir filones, están trayendo sus
capitales con una confianza que nos honra. Los que me inspiran recelo son los
indios, que empiezan a invadirnos sordamente, y que si nos descuidamos acabarán
por monopolizarlo todo.
-Es lo que digo yo-. Y Glow habló pestes
de los judíos: "Ya son dueños de los mercados europeos, y si se empeñan lo
serán de los nuestros, completando así la conquista del mundo!"
-No, no hay que temerles tanto. El hecho
es que el país se va a las nubes. Nuestra tierra es riquísima, goza de ilimitado
crédito, se trabaja en ella; en fin, lo dicho, esto se va a las nubes.
-Y de la inmigración ¿qué me dices?
-¡Qué quieres que te diga, hombre!
150.000 inmigrantes al año significan algo. Pronto la cifra ascenderá a
300.000.
-Este año parece que va a llenarse esa
cifra.
-¿Y las sociedades anónimas? ¿Has visto
tú nunca una abundancia igual de ellas?
Alegre rumor de estrepitosas carcajadas
interrumpió el diálogo. Volviéronse los tres amigos y fijaron sus miradas
curiosas en un grupo de personas que cerca de ellos había. Las risas eran
producidas por la actitud tragicómica de un vejete de semblante cadavérico que,
envuelto en un cavour negro, gesticulaba agarrándose una oreja, mientras
arrojaba por la sumida boca espeluznante borbollón de atroces juramentos.
Existe entre la gente de Bolsa la
estudiantil costumbre de darse entre sí todo género de bromas, siendo
jurisprudencia establecida que no hay derecho a incomodarse, cosa, por otra
parte, que a ninguno conviene, pues con el pretexto de curarlo del feo vicio de
la necedad y retobamiento, todos hacen blanco en el que menos dispuesto se
muestra a tolerar las burlas, salvo rarísimas y formidables excepciones. Pero
en cambio se reconoce la facultad de devolver broma por broma, y tan es así,
que no hay parte alguna en que esté más en vigencia ni mejor interpretado
aquello de que "donde las dan las toman".
Por eso es la Bolsa una admirable escuela
para los tontos y los vanidosos. Quieras que no, allí se reforman los
caracteres más altivos, los temperamentos más ásperos se suavizan, el hombre se
hace más tolerante y más sociable. Esta saludable costumbre tiene por causa la
necesidad de reposo que sienten los nervios continuamente distendidos por
incesantes y profundas agitaciones.
La broma de que acababa de ser víctima el
vejete, consistía en caldear el regatón de un bastón, para luego aplicarlo a la
mano u oreja del primero que se encontrase al paso, lo cual debía producir la
sensación más agradable del mundo, según podía colegirse por los visajes y
aspavientos de la momia del cavour.
-Si estos diablos parecen chicos de
escuela a veces, -dijo Glow pudiendo apenas contenerla risa.
-Así es el hombre -arguyó Miguelín, que
solía alardear de filósofo escéptico. -Miren cómo alborotan todos esos
caballeros que después saldrán de aquí echándoselas de formales.
-¡Estás filosofando!, -dijo Ernesto con
aire de zumba. -Pero ya que tienes ganas de murmurar del prójimo, fíjate quién
está allí.
-¿Dónde?
-Allí, aquel de bigotes grandes y cara de
maniquí de sastrería, que le está metiendo partes y novedades al presidente del
Banco de Italia.
-Conozco a ese pájaro -dijo Miguelín
apoyándose en el brazo de un banco de nogal.
-¿Quién es?, -preguntó Glow.
-Hoy es nada menos que el dueño del sud
Cucurucho, y candidato, según parece, para diputado a la legislatura de Buenos
Aires.
-¿Ése?
-Sí ése. ¿Y sabes lo que era hace un año?
-¿Qué?
-¡Mozo de café! ¡Cuántas veces recuerdo
haberlo gritado porque no me despachaba pronto!
-¡Qué cosas se ven en esta dichosa
Bolsa!, -observó Ernesto.
-Eso no es nada -dijo Glow. -Miren con
disimulo a este señor muy alto y muy derecho que está a espaldas de nosotros.
-¿Al de la capa?
-No, al que está a su lado. Uno que lleva
un levitón hasta los talones.
-Ya lo veo. Es el dueño de aquel chalet
tan bonito que estuvimos contemplando el otro día. ¿Recuerdas?, -dijo Miguelín
a Ernesto en voz muy baja.
-¿Cuál?
-Aquél del camino de Palermo, hombre.
-¡Ah!, sí.
-Pues han de saber ustedes que ese
caballero, hoy nada menos que director de un sindicato, estuvo preso por estafa
en la cárcel de Montevideo, -dijo Glow arrojando la colilla de su habano.
-¡Es posible!
-Como que yo lo vi por mis propios ojos
en una visita que hice el otro verano a aquel establecimiento. Pero es preciso
confesar que estos tipos son escasos en nuestra Bolsa-, prosiguió el doctor
después de una pausa durante la cual Miguelín y Ernesto examinaron con una
mezcla de aversión y curiosidad al ex-presidario. -Yo no sé cómo la cámara
sindical abre las puertas de esta casa a ciertas personas.
-Es que ella no puede andar averiguando
los pelos y señales de todos los que solicitan ser socios de la Bolsa. ¡Son
tantos!
-Tienes razón. Más culpables son los que
los presentan.
-Ligerezas que algún día se corregirán.
-O que no se corregirán nunca.
Miguelín se puso un dedo en los labios.
Un señor muy erguido, ya entrado en años, de pelo ceniciento y ralo, alto, de
piernas larguísimas, tipo yankee, vestido con un sobretodo gris de anchas
solapas, pasó sonriendo plácidamente por junto a nuestros tres amigos y los
saludó con aire de impertinente protección.
-¡Qué facha!, -dijo Glow apuntalándose en
el paraguas y mirando al yankee. -Cualquiera diría que vale alguna cosa.
-¡Y vale, caramba si vale!, -exclamó
Miguelín.
-No lo conoces, cuando dices eso.
-Digo que vale... por todos los pillos
habidos y por haber! Mira qué colega has echado.
-Y Miguelín señalaba con el dedo a
Ernesto el bulto del yankee que aparecía y desaparecía entre los grupos
distantes.
-Psché, hay tantos como ése en la rueda,
-contestó Ernesto.
-Antes obtenía una porción de
proveedurías como por ejemplo aquélla del ejército, que hizo morir de hambre a
los pobres soldados de la frontera.
¿Qué trapisondas son las que hace hoy ese
ciudadano?, -interrogó Glow, que aunque sabía los malos antecedentes del
yankee, no estaba al corriente de todos los detalles en que se fundaban.
-Casi nada -dijo Ernesto con sorna.
-Imagínese que él es su corredor...
-¡Dios me libre!, -interrumpió Glow
haciendo un gesto de espanto.
-Amén. Pero lo pongo a usted en el triste,
tristísimo caso, para que resulte más clara mi explicación.
-Si es así, adelante.
-Pues como le iba diciendo, figúrese que
el caballero de que hablamos es su corredor. Usted, como es natural, no anda
siguiéndole los pasos, sino que procede como me hace el honor de proceder
conmigo, es decir, le deja cierta libertad de acción que él aprovecha de la
siguiente manera. Compra los títulos, o el oro, o lo que V. le mande comprar;
pero si resulta que se produce una suba favorable, en vez de correr a V. y
decirle: "Señor Glow, tome sus títulos, ya tiene una ganancia de
tanto", se los guarda para sí, y después de embucharse la diferencia
producto de su estafa, se presenta a V. y con cara muy compungida le dice:
"¡Ah, doctor! discúlpeme, pero ¡qué quiere!, no me atreví a comprarle los
títulos que me ordenó, porque me pareció que iban a bajar", o "a
subir", según V. juegue al alza o a la baja. Yo estoy acostumbrado a ver
estas cosas todos los días. Se hacen de mil maneras diferentes, y ha llegado a
suceder hasta que se alteren las anotaciones de las pizarras. Este delito, este
verdadero delito, se designa entre nosotros con una palabra demasiado suave
para calificarlo. Se llama gato.
-¿Gato una anotación falsa en la
pizarra?, -dijo el doctor con acento de protesta.-¡Eso es un crimen! ¡Cuánta
pobre gente se guía por las anotaciones! ¡De manera que la sección comercial de
los diarios suele no ser reproducción exacta del estado de la plaza?
-Es claro que no, porque los diarios lo
que hacen es copiar las anotaciones de las pizarras.
No eran desconocidas para Glow estas
artimañas de los corredores; pero encontraba más decente aparentar ignorarlas.
-También sucede -prosiguió Ernesto- que a
veces se ponen varios de acuerdo para hacer subir, o bajar, como les convenga,
el precio de las acciones o del oro, fingiendo hacer operaciones a precios que
estén en el orden de sus conveniencias. La semana pasada ocurrió un hecho digno
de contarse. Un cliente manda a un corredor de antecedentes dudosos, que le
compre mil acciones de la Territorial a un precio determinado. El corredor me
ve a mí, se me acerca, y me hace la siguiente proposición: "D. Fulano -me
dice- desea comprar tantas acciones de tal clase a tanto. Sé que V. tiene en su
poder ese número de acciones. ¿Quiere que hagamos una cosa?" -¿Cuál?, -le
pregunto. -"Finja vendérmelas a un punto más, y partimos la
diferencia." Como ustedes se imaginarán, mi contentación fue darle la
espalda. Pero media hora después vi anotadas en la pizarra mil acciones de las
que él quería comprar, al precio mismo que me propuso hiciéramos el negocio: a
un punto más de lo que valían. Aquel corredor había probablemente encontrado el
cómplice que necesitaba.
-No era difícil -observó Glow haciendo un
molinete con el paraguas.
-No crea doctor; en nuestra Bolsa, a
pesar de los abusos que en ella se cometen, y que nadie puede evitar, hay mucho
honor, tal vez más que en ninguna otra Bolsa del mundo. Hay en la rueda
personas que se levantarían la tapa de los sesos antes de cometerla menor
irregularidad.
-Allí viene el marqués. Háganse los que
no le ven, porque si nos ea capaz de venir a pedirme plata prestada, y ya me
tiene seco a pedidos, -dijo Miguelín tapándose la cara con el pañuelo.
Miguelín aludía sin duda a cierto joven
muy peripuesto y afiligranado que desfiló sin hacer alto en nuestros tres
personajes, dejando en pos de sí impregnada la atmósfera de olor a jazmín de
Guerlain.
-Lástima que sea apócrifo. Tiene tipo de
noble.
-¿Sabes que se casa?
-¿Con quién?
-Con una hija de Martiniano Laber, el
rico estanciero.
-Si la conozco. ¡Lástima de muchacha!
¡Tan bonita y caer en semejantes manos!
-A la verdad que da pena -dijo el doctor
sentándose en uno de esos bancos que hay adheridos a todas las paredes de la
Bolsa- da pena ver la facilidad con que estos aventureros encuentran aceptación
entre las muchachas porteñas. Ellas posponen a cualquier hijo del país cuando
se les presenta uno de esos caballeros de industria que al venir a nuestra
tierra se creen con los mismos derechos que los españoles en tiempo de 1a
conquista...
-Peor, mucho peor -apuntó Miguelín
cerrando los puños. -Es cierto que la inmigración en general nos reporta
grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el
viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería
ocuparse de seleccionar...
-¡Chist! ¡Atención!
Grave, majestuoso, balanceándose
suavemente al andar, la faz rubicunda teñida por aquel pincel a cuyo extremo
hay una botella de ginebra o cualquier otro artista espirituoso; cubierta la
cabeza por un galerín cuyas angostas alas hacían resaltar más de lo permitido
una nariz prominente, llena de grietas rojizas; envuelto en largo paletó con
cuello y bocamangas de pieles, don Anatolio Raselano avanzaba hacia el grupo
formado por nuestros tres amigos. Llegó hasta ellos, se detuvo un segundo,
saludó con un "buenas tardes, señores", y siguió adelante.
-¡Miren, que marcha triunfal!
Lo era en efecto. ¡Cómo se descubrían
todas las cabezas y se doblaban todas las cinturas! ¡Cómo se abría ancho paso
al vejete de la nariz pintarrajeada por el alcohol! Había cara que se volvía
hacia él y se iluminaba como esas flores que presentan su cáliz al incendio del
sol.
-¡Lo que es gozar del favor del
Gobierno!, -dijo el doctor mirando con aire melancólico aquellos homenajes
tributados a un borracho. -¡Cómo se conoce que es socio del...!
Aquí nombró a alguien, a un personaje
cuya elevada posición no puede ser comparada a ninguna otra, porque las supera
a todas.
-¿Éste es el mismo Roselano que intervino
en la famosa venta del ferrocarril de marras?
-El mismo -repuso Miguelín. -Dicen que
sacó un bocado igual al del gobernador y demás socios.
-¡Pobre patria; en qué manos has caído!,
-exclamó el doctor incorporándose. -Y miren lo que es el mundo. Todos esos que
tan amablemente lo van saludando ahora, son los primeros en hablar mal de él y
en criticar los abusos del Gobierno y sus favoritos. Hasta yo me he contagiado.
A pesar de mis simpatías por la oposición, no he tenido el menor inconveniente
en invitar a toda la gente situacionista para el baile del jueves. ¡Pero
fíjense en ese cuadro!
Glow tenía razón. Descubríanse las
cabezas con respeto al paso del hombre de la nariz colorada, más apenas pasaba,
las bocas buscaban los oídos, y los oídos escuchaban placenteros los dicterios
de las bocas.
En aquel momento Lillo dijo que tenía
mucho que hacer, y se separó de sus amigos. Miguelín no tardó en hacer otro
tanto, y ya el doctor se preparaba a marcharse en pos de él, cuando oyó que
alguien lo llamaba.
¿Avez vous vu monsieur Granulillo?
Glow se volvió. El que hablaba masticando
las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros, por cierto,
era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara
antipática y afeminada se observaba esa expresión de hipócrita humildad que la
costumbre de un largo servilismo ha hecho como el sello típico de la raza
judía. Tenía los ojos pequeños, estriados de filamentos rojos, que denuncian a
los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la
tribu de Ephraïm. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede
llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de la raza
aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Mackser y tenía el título de barón
que había comprado en Alemania creyendo que así daba importancia a su oscuro
apellido.
Iba acompañado de un joven, compatriota y
correligionario suyo, que ejercía el comercio de mujeres, abasteciendo los
serrallos porteños de todas las bellezas que proporcionan los mercados alemanes
y orientales. También escribía en un diario de la tarde en cuyas columnas
prestaba importantes servicios a los intereses judíos, consiguiendo muchas
veces dirigir la opinión en favor de éstos. Era, además, presidente de un club
de traficantes de carne humana, que tenía su local en las inmediaciones de una
comisaría, y al cual la policía no se había permitido molestar nunca. Pero la
profesión ostensible de aquel innoble personaje, era la de comerciante de
alhajas, que le servía para encubrir su infame tráfico y dar un pretexto
decente a sus continuos viajes al extranjero. Pálido, rubio, enclenque y de
reducida estatura, sabe Dios qué extraños lazos lo unían con el barón de
Mackser, al que parecía tratar con exagerados miramientos.
Como no conocía a Glow, el traficante de
carne humana se quedó a algunos pasos de distancia, esperando a que su amigo
acabase de hablar con el doctor. Guiñando los ojos, el barón preguntó a éste:
-¿Et comment allez vous, mon cher docteur?
Glow le dijo secamente que bien.
Claramente se notaban sus deseos de separarse del judío, que no lo dejaba,
hablándole en el único idioma común a los dos, en francés, porque el
descendiente de Judas no conocía el español, y Glow no entendía el alemán. No
ignoraba el doctor que aquel semita era un enviado de Rothschild, el banquero
inglés, que lo había mandado a Buenos Aires para que operase en el oro y
ejerciese presión sobre la plaza. Lo que el doctor no sabía era que Mackser
tenía la consiga de acaparar, de monopolizar, con ayuda de un fuerte sindicato
judío, a cuyo frente estaba él, las principales fuentes productoras del país.
El único argentino que lo secundaba y a veces hasta dirigía, no tardará en
aparecer, y quizás el lector haya previsto que no era otro que aquél por el
cual acababa de preguntar Mackser al doctor. Por fin el barón se despidió,
apresuradamente y fue a reunirse con el traficante de carne humana. Glow no
acertaba a explicarse esta brusca separación, cuando vio que se acercaba
pausadamente el célebre Carcaneli, llamado el rey de la Bolsa, el fénix de la
especulación, el genio sin segundo que avasallaba la plaza con un gesto, con
una operación, con un capricho, y que estaba destinado a morir loco y pobre en
un apartado rincón de Italia, acometido por el delirio de las grandezas y el de
las persecuciones, que le producía accesos furiosos durante los cuales se
imaginaba ser el eje a cuyo alrededor giraban los millones de todos los
mercados del mundo, y después la víctima perseguida por acreedores tan feroces
y despiadados como Shylock. Aun hoy se ve, en el centro de la Avenida, República,
el palacio extravagante que edificó en el apogeo de su fama y de su fortuna, y
que demostraba, por la rara disposición de su jardín estrambótico, muy cambiado
ahora, el desorden mental que empezaba a trastornarlo, acosado por la ambición
frenética de llegar a ser el árbitro de las finanzas argentinas, y trabajado
por una vida de desórdenes y placeres que debilitaban su cerebro devorado por
una fiebre que lentamente lo consumía. Era grande en todo. Generoso, bueno,
espléndido, amado de la juventud, a quien estimulaba y protegía.
¡Pobre Carcaneli! ¿Quién no lo recuerda?
Venido a América en el vientre de un vapor repleto de inmigrantes, había
desembarcado en Buenos Aires con sus zapatos herrados, su mezquino equipaje de
inmigrante engañado por las promesas de los agentes oficiales y trapisondistas,
y su pintoresco traje de pana rayada. Lo acompañaba un primo suyo, Fracucheli,
y juntos se pusieron a trabajar en calidad de peones de una empresa
ferrocarrilera, consiguiendo, en tres años de cruentas privaciones, reunir
entre los dos un corto capital que Carcaneli centuplicó rápidamente, gracias a
su talento audaz y a su prodigiosa actividad, llegando a dominar la Bolsa con
sus golpe, atrevidos de especulador improvisado, y conquistándose una posición
social muy en relación con sus méritos. Fracucheli se levantó con él y estaba a
punto de fundar un Banco por acciones, con un capital formidable.
-Mi buen Carcaneli ¿qué se cuenta de
nuevo?
-¿Huyó el Judas?
-Así parece, cuando te ha visto...
Carcaneli se echó a reír. Huirle, a él,
que no era ningún animal dañino. Se refería al barón de Mackser, su
antagonista, que con ayuda del sindicato que presidía lograba hacerle una de
esas guerras sordas, terribles, de que suele ser teatro la Bolsa, y en las
cuales los protagonistas se ensañan de un modo salvaje, aniquilándose,
destruyéndose mutuamente, hasta quedar uno u otro fuera de combate, es decir,
deshonrado o pobre, cuando no las dos cosas a la ver. Y el barón evitaba
siempre encontrarse con Carcaneli, temiendo sin un lance personal con el
italiano, que estala destinado a ser su víctima, suerte reservada a todo el que
tenga la mala fortuna de entrar en lucha con los judíos.
Carcaneli se reía, acariciándose las
chuletas norteamericanas, negras, cuidadosamente afeitadas al nivel de la boca.
Grueso y fornido, de regular estatura, ojos muy vivos, azules, sanguíneo,
fuerte, miraba al judío que no sabía dónde meterse y que acabó por desaparecer
detrás de la puerta de la oficina de liquidación, mientras el italiano,
despidiéndose de Glow, entró en la solitaria rueda y se paró delante de las
pizarras.
¡Si no se hubiera ido tan pronto! Glow
vio pasar, en medio de un estupor general que de improviso enmudeció todas las
bocas, la alta y gallarda figura del que entonces era el héroe de todas las
conversaciones, personaje casi legendario en los anales de la Bolsa,
estigmatizado por los unos, defendido por los otros, terror y asombro de los
más. Había surgido de repente manejando capitales fabulosos, tirando el oro a
todos los vientos, fundando casas de caridad, protegiendo las artes, aplastando
a los más opulentos con sus soberbias fastuosidades. Había sufrido, había
luchado en silencio, enriqueciéndose poco a poco, soportando con paciencia los
vejámenes hechos a su miseria por la sociedad. Y ahora, rico ya, se erguía él
solo contra la sociedad en masa, la desafiaba, se gozaba en producir inmensos
Kracks, arruinaba a amigos y enemigos, y sobre el tendal de víctimas inmoladas
por su mano vengadora, se levantaba él, con su hermosa figura altanera,
risueño, sereno, triunfante, invulnerable...
Cuando el doctor se vio solo en aquel
vasto salón que se iba despoblando poco a poco, sacó un habano, lo encendió,
empuñó el paraguas como se empuña una espada, y con el aire arrogante de un
oficial que marcha al frente de su compañía, se dirigió hacia la puerta,
cantando bajito:
-La donna è mobile
qual piuma
al vento,
muta d'accento
e di
pensiero...
- II -
Los entretelones
El estudio del doctor Glow estaba situado
en el segundo piso de uno de esos edificios tan comunes en nuestros barrios
centrales, construidos con el linceo propósito de sacar de la tierra el mayor
beneficio posible, sin tener para nada en cuenta el gusto arquitectónico ni los
preceptos higiénicos relacionados con la acción del aire y de la luz sobre el
organismo humano. Amontonar; en un espacio relativamente reducido, el mayor
número de habitaciones que se pueda, es el único objeto que preside a este
género de construcciones, por otra parte muy útiles, sobro todo si se atiende a
que ellas contribuyen a concentrar, durante las horas del trabajo, esa
población activa y movediza para la cual es la distancia uno de los más
enojosos inconvenientes.
Componíase, aquélla en que el doctor
tenía su estudio, de tres pisos idénticos, que daban, en su parte interior, a
un extenso patio embaldosado, cubierto por un gran techo de cristales opacos.
Los balconajes corridos, las largas filas de puertas iguales, simétricas,
numeradas, la total ausencia de adornos, la escasa luz, todo daba a aquel patio
el triste aspecto de un pabellón de cárcel penitenciaria. Una escalera de
mármol, en espiral, unía los pisos entre sí y con la calle.
Desde las once de la mañana hasta las
cinco de la tarde reinaba allí una animación extraordinaria. Era un desfile
continuo, un incesante ir y venir de gente de toda calaña, que corría de acá
para allá, entrando a los escritorios, subiendo y bajando a saltos 1a escalera,
agitada, bullente, febril, empujada por esa impaciencia que acosa al hombre
cuando va en pos de la engañosa fortuna. Las dos piezas que constituían el
estudio del doctor, estaban señaladas, respectivamente, con los números 74 y
76. Aunque ambas eran del mismo tamaño, y cada una estaba igualmente iluminada
por un balcón que daba sobre la calle de Cangallo (ventaja de que no gozaban
las demás piezas de la casa) diferían sensiblemente en el mueblaje.
Elegancia, lujo casi, había en la que
propiamente podía llamarse el bufete. Cubrían la pared del fondo dos estantes
de libros vistosamente encuadernados. El centro lo ocupaba un ancho
escritorio-ministro, sobre cuyo paño verde se destacaba un hermoso tintero de
bronce con el busto de Cicerón. Dos cómodos sofás de marroquí, y varios
sillones y sillas del mismo cuero, todo rico; todo de buen gusto, invitaban al
plácido descanso. Una estufa portátil, de bronce bruñido, entibiaba la
atmósfera. Cuatro planos topográficos iluminados, pendientes de las paredes, y
una blanda alfombra escarlata cubriendo el pavimento, completaban el
mobiliario, con más una caja de hierro que por poco se nos escapa a causa de
estar escondida en mi ángulo a donde apenas llegaba la luz.
La otra pieza, que se comunicaba con la
ya descrita, por una puerta interior siempre abierta, no tenía más muebles que
una mesita de pino, pintada de negro, que servía de escritorio a uno de esos
dependientillos con cara de fantoche que son los correveidile de todos los
bufetes; media docena de sillas ordinarias, alineadas a la pared, una prensa de
copiar y una gran percha con muchas ramificaciones. Pero ya que hemos examinado
la parte física del estudio de Glow, digamos algo sobre su fisonomía moral, si
se nos permite la expresión.
Hacía más de un año que aquel estudio no
lo era sino en el nombre. Desde que el doctor se había entregado en cuerpo y
alma a las especulaciones bursátiles, había hecho de modo que la clientela se
le fuese retirando poco a poco, y tanta mafia se dio para conseguirlo, que una
vez terminados, bien o mal, varios litigios pendientes, no se encargó de más
asuntos judiciales, y el que hasta entonces había sido el bufete de abogado se
transformó de la noche a la mañana en escritorio de hombre de negocios.
Pues si bien es cierto que aún estaban
allí los grandes estantes con sus apretadas filas de códigos y otras obras de
derecho y literatura, no lo es menos que en aquel ancho escritorio-ministro ya
no se escribía un solo alegato, ni reposaba un solo pliego de papel sellado
bajo las apretaderas de cristal, prismáticas, que ahora servían para impedir
que se volasen los muchos diarios cuya sección comercial constituía el único
caudal de lecturas del doctor Glow, antes tan abundantes y escogidas.
-¡No, nada de pleitos, nada de
embrollos!, -se había dicho cierta mañana el buen doctor, al meter la
cucharilla de estaño en la taza del espeso chocolate que sirven en el Café de
la Bolsa durante el invierno. Y desde entonces fue su estudio el punto de
reunión de una porción de gente elegante, embarcada, como él, en ese buque roto
de la especulación, cuyo seguro naufragio es tanto más doloroso, cuanto que
cada viajero se imagina, al poner el pie en su resbaladiza cubierta, marchar a
la conquista de un nuevo mundo. Toda, por supuesto, gente de tono: socios del
Club del Progreso, del Jockey Club, carreristas distinguidos, clientes del Café
de París, presidentes de sociedades anónimas, algún director de banco, algún
periodista.
A la tarde, de cuatro a cinco, empezaban
a caer por el estudio, como decían ellos en antítesis curiosa. El primero que
llegaba era Juan Gray, un jovenzuelo de aspecto enfermizo, que acababa de
recibir, al cumplir su mayor edad, la parte de herencia que le correspondía de
los bienes dejados por su padre, rico industrial muerto algunos años atrás.
Especulaba en la Bolsa, trabajo cómodo y aparentemente lucrativo, y le gustaba
tener en juego grandes cantidades, siendo su principal satisfacción que su
nombre figurase en los negocios gordos. Administraba los bienes de su madre,
que lo adoraba, y de quien tenía un poder general, porque es preciso advertir
que la señora, viéndose atacada de una afección crónica muy grave, había tenido
que irse a Europa por recomendación de los médicos, acompañada de otro hijo
suyo, Alberto, menor que Juan, y que con éste constituía toda la descendencia
de la señora de Gray.
Juan no era muy escrupuloso en la
administración de los bienes de su madre. Creyendo adelantarlos, los tenía
comprometidos en cuanto negocio Dios creó, y le servían, además, para pagar, en
caso de apuro, sus deudas de juego, que solían ser considerables, pues estaba
enviciado hasta el punto de que no contento con jugar en la Bolsa, arriesgaba
también grandes sumas en el baccarat del Club, en las carreras del hipódromo y
en los partidos de los frontones. Su pobre madre ignoraba todo esto, cosa muy
natural, porque Juan había observado siempre una conducta irreprochable, hasta
el día en que, emancipado por la ley, y ausente la señora de Buenos Aires, se
dejó arrastrar por el ejemplo de la juventud dorada, y queriendo competir con
ella, se prostituyó hasta el grado que hemos visto. Vivía con una bailarina
italiana, a la que había hecho retirar de las tablas, sosteniéndola en un tren
de lujo escandaloso.
Después de Gray solía aparecerse por el
estudio el caballerito León Riffi, cuyo nombre era una irrisión, porque así en
lo físico como en lo moral, más tenía de ratón que de león, salvo los bigotes y
el ingenio de que suelen hacer alarde los roedores. Aunque no había cumplido su
mayor edad (circunstancia que él ocultaba cuidadosamente), se creía una entidad
financiera, no dándose cuenta de que el caudal que en poco tiempo lo hiciera
ascender de tinterillo de un ministerio a propietario de algunas tierras y
acciones de Bancos y sociedades anónimas, no lo debía, como se imaginaba, a los
esfuerzos de su propio ingenio, sino a la época de sorprendente y falsa
abundancia que enriqueció hasta a los más cretinos en los últimos años que
precedieron al derrumbe de fines del 89.
Pertenecía Riffi a aquella juventud que
la Bolsa levantó como una espuma en el periodo de su apogeo, salpicando con
ella las mesas de las rotisseries, las carpetas de los clubs, los lechos de las
cortesanas, los paseos públicos, los teatros; juventud enriquecida en un día,
que ocupaba el primer puesto en todas partes, desterrando de los salones el
ingenio y la chispa verdadera, y eclipsando al mérito real con sus
fastuosidades insolentes. Una pincelada más: Riffi imitaba a Juan Gray, lo
copiaba, ansiando identificarse con él.
En pos de los dos muchachos llegaba
Germán Zolé, el ingeniero, que pretendía haber descubierto la cuadratura del
círculo, o, lo que es lo mismo, el medio seguro de no perder jamás un céntimo
en las jugadas de títulos. Era un hombrachón muy feo, narigón, flaco,
zanguilargo, de cabeza cuadrada, matemática, que a todas las cuestiones,
especialmente a las artísticas, pretendía resolverlas por el método de
eliminación. Presidía una sociedad constructora creada por su iniciativa.
Después de Zolé entraba Granulillo,
abogado sin clientela y ex-socio de Glow. Atraído también por el ambiente
embriagador de la Bolsa, había echado a pasear a sus litigantes, y era un
jugador audaz, sereno, valiente. Fresco y acicalado como una rosa, muy elegante
y presumido, nadie hubiera podido imaginar todo el arrojo, toda la energía,
todo el talento que se escondían detrás de aquel exterior delicado, femenil
casi; detrás de la amable sonrisa de sus finos labios purpúreos, sobre los
cuales el bigote castaño apenas se atrevía a insinuar una sombra ligera.
Director de un banco oficial y periodista ingenioso, conversador ameno y
temperamento artístico refinado, gozaba de generales simpatías, especialmente entre
las damas, cuya sociedad buscaba él siempre.
Pero (lo diremos claro) aparte del valor,
era de lo más vil que ha salido a la superficie terráquea. Podía, como César
Borgia, haber llegado a ser el primer capitán de su tiempo; pero, como él,
hubiera sido también el más corrompido de los gobernantes. En otras épocas
habría adoptado el estileto por arma: el estileto o el veneno. Venido al mundo
en el último tercio del siglo XIX, la intriga insidiosa, la falsía
admirablemente disimulada por una cultura parisiense, fueron sus armas. Cuando
trataba de conseguir algo que le interesase, de satisfacer un capricho, no se
paraba en barras, y echaba mano a todos los medios, buenos o malos, para lograr
su fin. Sus padres, al obligarlo a seguir la carrera de abogacía, erraron su
vocación, como la erró él mismo cuando creyó que había nacido para bolsista,
aunque, necesario es confesarlo, anduvo más acertado que sus padres. En
política ¿a qué altura no habría llegado?... Si algún día toma este rumbo,
prometemos narrar su historia, que no dejará de ser interesante.
Escribía en diversos diarios, y fingiendo
ocuparse de los intereses generales, nobilísima misión de la prensa, sus
artículos, finos y picantes, eran un arma más que esgrimía con propósitos
egoístas y nada sanos. Para que los lectores vayan dándose cuenta de sus
sentimientos, deben saber que Granulillo tenía un hermano, el cual rara vez iba
al estudio de Glow, pues el periodista, para proceder con entera libertad de
acción, lo había hecho formar parte de otro círculo. Este hermano, de menos
edad que él, había pasado su juventud trabajando como agricultor en un
establecimiento rural que después compró con los ahorros acumulados en varios
años de labor seria. Cuando el establecimiento florecía y prosperaba, el
periodista escribió a su hermano aconsejándole que abandonase un negocio tan
pesado y viniera a establecerse en Buenos Aires, "donde en un abrir y
cerrar de ojos" -decía la carta- "centuplicarás tu capital."
El agricultor tenía por su hermano una
especie de respeto supersticioso. Creyendo que sus consejos eran dictados por
el cariño y el talento, enajenó su granja y vino derecho a meterse en la boca
de lobo, léase la Bolsa. Ahora bien, Granulillo no había tenido en cuenta sino
dos cosas al inspirar a su hermano tan desastrosa resolución: apoderarse de la
mitad de su fortuna porque estaba arruinado, y poder contar con un elemento que
secundase ciegamente todos sus planes. Con el pretexto, pues, de que era ducho
en el laberinto de los negocios, se hizo habilitar por Lorenzo (nombre del ex
agricultor), y arrojó aquel dinero al gran tapete, convertido en esas fichas
que llevaban el nombre de títulos, acciones, tierras...
Pero no era esto lo peor. Si Granulillo,
que formaba parte de un sindicato cuyo objeto era hacer experimentar
oscilaciones al oro, preparaba, por ejemplo, una suba, llamaba a Lorenzo y le
aconsejaba que vendiese todo el oro que pudiera. El otro, inocente, vendía,
dando la voz de alarma, que era lo que Granulillo se proponía, porque en la
Bolsa, todos, al observar que Lorenzo se apresuraba a deshacerse de su oro,
decían: "Cuando éste vende, debe ser aconsejado por el hermano." El
oro bajaba un poco, y entonces Granulillo y su sindicato de judíos alemanes,
entre los cuales estaba el barón de Mackser, compraban grandes cantidades,
haciéndolo remontarse a las nubes. Lorenzo, a quien estas emboscadas de su
hermano iban arruinando insensiblemente, se desesperaba y le pedía cuentas de
su conducta, enojándose mucho a veces; ¡pero el periodista hacía unos
aspavientos!, ¡ponía una cara de inocente! Él estaba aterrado por aquello,
sucesos imprevistos que perjudicaban a su buen hermano; mas ¡qué hacerle!, así
era la Bolsa! ¡Fenómenos inexplicables que se repetían todos los días y cuya
causa era tan misterio! -"¿Pero tú no diriges el sindicato que acaba de
hacer subir el oro?", -le preguntaba Lorenzo estupefacto. Sí, era cierto,
él lo dirigía, pero en la apariencia, nada más que en la apariencia. ¡Allí
había manos ocultas quo le hacían traición! ¡Él averiguaría quiénes eran los
miserables! -"¿Y crees que yo también no pierdo?", - agregaba-
"¡Si me estoy arruinando!... ¡Y que tu, tú tan luego, mi buen hermano, mi
cínico, mi queridísimo hermano, vengas a aumentar mi pena con cargos semejantes!
¡Todos en este mundo estamos expuestos a equivocarnos!"- ¡Con qué tono lo
decía!... Resultado: Caín se las componía de tal manera, que acabala siempre
por hacerse compadecer de Abel, y un abrazo fraternal era el desenlace de
aquellas discusiones. ¿Conocéis ahora a Granulillo, abogado por fórmula,
periodista por calculo, director de Banco por conveniencia y bolsista por
ambición?
Pero el tipo más original de aquel
círculo se llamaba Daniel Fouchez, nombre supuesto que servía para ocultar uno
de los títulos más antiguos de Francia. Era marqués y había sido rico, aunque
no mucho; pero los desórdenes de su juventud y sus dispendiosas prodigalidades
dieron pronto al traste con una fortuna ya bastante mermada por los
despilfarros de diez generaciones de holgazanes, y llegó un día en que el
elegante parisién, frecuentador asiduo de los camarines de la Porte
Saint-Martín y del Odeón, y galanteador generoso de las muchachas alegres de
los boulevares, se encontró de buenas a primeras sin un franco en los
bolsillos, abandonado de sus amigos, con el crédito agotado y las ilusiones
moribundas. Un tiro lo resuelve todo. Él no se lo pegó. ¿Por qué? ¿Fue valor?
¿Fue cobardía? Ya porque su orgullo le impidiese dejar comprender su situación
a sus relaciones, ya porque fuese demasiado ignorante para conquistarse una
posición en el mundo científico o literario, el hecho es que se decidió venirse
a América, de incógnito, a probar fortuna, resolución que no se avenía mal con
su carácter un tanto emprendedor y aventurero.
Había oído hablar de Buenos Aires, de lo
fácil que era enriquecerse en esta bendita tierra que sus amigas las cocottes
alababan, enalteciendo la largueza de sus hijos, a quienes explotaban en
grande, y entusiasmado por aquellos relatos maravillosos, se dijo: "En
Buenos Aires está mi salvación. Vámonos a Buenos Aires." Una vez resuelto,
no quiso pedir cartas de recomendación a nadie gozándose interiormente en la
idea de los comentarios novelescos a que daría lugar su desaparición, en el
círculo de sus amigos y camaradas.
Cobró algún dinero que le debían, vendió
cuanto poseía en alhajas y objetos de arte, y un buen día salió en secreto de
París, sin decir adiós a sus relaciones, ni despedirse de un tío millonario a
cuya generosidad no había querido apelar nunca. Llevaba en su equipaje, entre
otras cosas indispensables, un... ¡teatro de títeres!... Apenas llegado a
Buenos Aires, alquiló, en las inmediaciones de la Recoleta, un terreno baldío
que encontró a propósito para levantar su barra Como Fouchez tenía un carácter
muy alegre, todo esto lo encontraba él muy divertido.
Allí pasó un año el ilustre, marqués,
encaramado en los bastidores de su teatro, manejando los hilos de los autómatas
y hablando con voz nasal y de falsete. Dio una serie de representaciones tan
peregrinas como La reina de las hadas, El fantasmón de las treinta barrigas,
Aladino o La lámpara maravillosa, Las aventuras de Polichinela, Don ¡que te
como!, El dragón de las siete cabezas, y otras muchas ingeniosas obras del
repertorio infantil.
Pero sucedió que un buen día, irritado
por el poco favor que le dispensaba el público microscópico, hizo las de Don
Quijote con el retablo de maese Pedro, y la emprendió a puñetazo limpio con
todos sus muñecos, pudiendo decirse sin metáfora en aquella ocasión que no
quedó títere con cabeza. La masacre fue espantosa. De una feroz puñada le
rompió la crisma a la delicada emperatriz Melisena, e hizo desaparecer, por el
mágico procedimiento de un puntapié admirablemente asestado, las dos jorobas
del travieso Polichinela, a quien esta vez no le valieron mañas. Plagiando a
Hércules, aniquiló en seguida al dragón de las siete cabeza, partió por el eje
a su alteza la reina Mab, sin respetar, en su calidad de marqués, la elevada
jerarquía de tan gran señora, y después de enjugar el sudor que hiciera correr
de su frente tan recia batalla, vendió el teatro con todos sus fantasmagóricos
telones.
Con su producto compró un carrito y se
hizo expendedor de helados, creyendo que el perfeccionamiento de este refresco
le daría pingües ganancias; pero también esta vez se equivocó lastimosamente, y
pronto tuvo que optar entre quedarse sin un medio o abandonar el oficio.
Prefiriendo, como es natural, lo último,
estableció un cambalache, caminó mucho, comió poco, vendió por 100 lo que
compraba por 10, y al cabo de poco tiempo se vio dueño de una suma nada
despreciable. Y fue entonces cuando se le ocurrió aquella bendita idea de
formar una gran empresa avisadora. Se asoció con un fuerte capitalista, a quien
sedujo el proyecto, empapeló a medio Buenos Aires, inventó unos carros de
mudanzas, de nueva forma, que tuvieron mucha aceptación, especuló en tierras,
le fue bien, y siguió subiendo, subiendo, hasta que se encontró con un capital
mayor que el derrochado en las correrías de su juventud.
Mas en lugar de establecer un negocio
seguro, aunque no tan lucrativo como deseaba, se arrojó al torbellino de las
aventuras bursátiles, viéndose pronto convertido en una de las potencias de la
Bolsa. La necesidad había desarrollado su ingenio, y el temor de volver a ser
su presa multiplicaba su actividad y sus esfuerzos. Era fundador de varias
sociedades anónimas y propietario de numerosas fincas que compraba y vendía
ganando diferencias considerables. Contaba, en la época en que se desarrollaron
los sucesos que vamos apuntando, de treinta a treinta y dos años, aunque le
daban mayor representación su barba negra, muy tupida, salpicada de algunas
canas, y un principio de obesidad que lo mortificaba mucho, porque era
presuntuoso como el que más. Llevaba el pelo cortado al rape; tenía negros los
ojos, la nariz aguileña, la voz suave, distinguido el porte, y hablaba el
español con bastante claridad, aunque su pronunciación gutural, unida a cierta
petulancia muy propia del carácter francés, denunciaban su origen. Glow lo
apreciaba mucho. Fouchez era su consejero, su amigo, su punto de apoyo en los
trances difíciles. Granulillo le inspiraba una vaga desconfianza, que no sentía
por el francés, y había contribuido mucho a esto el haber oído decir, no
recordaba a quién, que a través de la niebla que envolvía la vida privada de
Granulillo se dibujaba la figura de una mujer hermosísima que al mismo tiempo
mantenía relaciones indecorosas con un personaje altamente colocado. Esto,
interpretado de un modo desfavorable para Granulillo, y otras cosas raras que
Glow advirtiera en distintas ocasiones, hacían que el abogado abrigase algunos
recelos cuidadosamente disimulados. No tardaremos en saber si eran o no justos.
Una tarde,
al entrar Glow a su estudio, encontró reunida a casi toda la camarilla. El gran
Fouchez, tendido largo a largo en un sofá, aspiraba el humo de una pipa de
espuma de mar, oyendo con estoica paciencia la enrevesada perorata que el
ingeniero Zolé, formidable solista, le estaba endilgando hacía media hora.
Junto al balcón, de pie, con el sombrero puesto, el ramo de violetas en el
ojal, los guantes calados. Granulillo leía un diario de la tarde, mientras Juan
Gray, sentado al escritorio, borroneaba una carta para su amada la bailarina.
Sólo faltaba León Riffi.
-Caballeros, muy buenas tardes -dijo el
doctor con acento entrecortado, porque la escalera lo fatigaba mucho.
-Esperándote estábamos.
-¿Sí? Pues aquí me tienen a sus órdenes.
-Se trata de poner en ejecución una idea
del insigne Fouchez -dijo el joven Gray, suspendiendo la pluma sobre el papel.
La cara de Glow tomó la expresión del
interés más vivo.
-¿Y puede saberse cuál es esa idea?
Fouchez recogió las piernas, las puso
perpendiculares al pavimento, enderezó el cuerpo sobre aquel compás, y estiró
la mano con un movimiento lleno de naturalidad.
-Es la cosa más sencilla, la más sencilla
del mundo -dijo.
Y empezó a hablar con la mayor frescura
de una porción de cosas sorprendentes. Él tenía un proyecto, un grande, un
verdadero proyecto, de fácil, de facilísima ejecución. Las gentes demasiado
timoratas, podían, es cierto, oponerle algunas objeciones. ¡Oh!, pero él sabía
que estaba entre personas liberales, liberalísimas (y recargaba la palabra), en
cuyo claro entendimiento no tenían, no podían tener entrada ciertos
escrúpulos...
-Al grano, al grano -decía el doctor
impaciente.
-Bueno, sí, es mejor dejarse de hacer
salvedades hasta cierto punto ridículas entre nosotros. Al grano, al grano,
como V. dice con razón. Mi proyecto es éste: Se busca un campo, un campo
cualquiera, no muy extenso, pero que esté, eso sí, cerca, lo más cerca posible
de la capital. En seguida se manda poblar ese campo, quiero decir, se levanta en
él una gran ciudad...
-¡Pues no es nada lo del ojo!, -exclamó
Glow pasmado.
-Pero una ciudad ficticia, una...
-¡Una ciudad ficticia!
-Déjalo explicarse -dijo Granulillo a su
amigo, que iba de asombro en asombro.
El francés, después de aspirar una larga
bocanada de humo, volvió a tomar la palabra, arrojando por boca y narices una
serie de nubes cenicientas.
-Trataré de ser más claro. Se compra,
como decía, un campo inmediato a Buenos Aires, y en él se edifican casas, muchas
casas, de madera la mayor parte, de madera, eso es, salvo tres o cuatro, las
principales, que serán de material, de material... ¿Comprenez-vous?
El doctor dijo que sí con la cabeza.
-Todas hechas, es claro, hechas a la
ligera, muy a la ligera. Después ¿eh?, se levantan cimientos, cimientos de
otras, para dejar sospechar que forman el plantel de una future población
importante. En seguida, inmediatamente, ¿oye?, se contratan, por un mes o dos,
a quinientos o seiscientos vagos, a quienes se les hace desempeñar l'oficio de
panaderos, tenderos, almaceneros, zapateros, etc., y que irán a establecerlo
con sus negocios en algunos de los edificios a que he hecho alusión antes...
¿Comprenez-vous?, perfectamente. Esto dará a mi ciudad, a nuestra ciudad, cierto
aspecto de vida y movimiento, mucho movimiento que asegurará el éxito del
negocio, de nuestro negocio. Y un día, cuando todo esté organizado ¡plaf!... Se
anuncia, por todos los medios de publicidad de que se pueda echar mano, el
remate, el gran remate de la importante villa... ¡Equis!
-¿Y después?, -interrogó Glow con acento
indefinible, metiendo ambas manos en los bolsillos de su sobretodo y mirando aí
Fouchez de un modo particular.
-¿Después? ¡Vaya una pregunta! Después
nos embolsamos una suma de veinte veces mayor que los gastos que pueda
ocasionarnos este brillante...
-¡Robo!
Glow fue quien lo dijo, Glow mismo, en
cuyos ojos brillaba la chispa de la indignación más justa.
Si el pequeño busto de Cicerón que
adornaba el tintero de bronce, hubiera lanzado uno de esos magníficos
apóstrofes que tan celebre han hecho el nombre del ilustre romano, la
estupefacción de los cuatro interlocutores del doctor no habría sido más grande
que la reflejada en sus fisonomías al oír tan tremenda palabra. ¡Robo!
Granulillo se arrancó las violetas del
ojal y hundió en ellas la nariz, como si quisiera aturdirse con el perfume de
las flores. A Gray se le rompió la pluma en el momento crítico en que echaba la
firma al pie de la esquela. En cuanto a Zolé, miró al doctor con unos ojos que
demostraban sus deseos de hacer práctico en Glow su método de eliminación.
Fouchez casi dejó caer la pipa; mas fue el primero en reaccionar.
-Doctor, fíjese en lo que ha dicho, y
acuérdese de quiénes son las personas con quienes está hablando.
-Bueno, discúlpeme, he sido demasiado
severo -dijo el doctor, que era muy cortés, y en el que influía no poco el ser
Fouchez autor del proyecto, para sentirse aplacado. -Pero ¡qué quieren!,
hablándoles con toda sinceridad, el negocio me parece poco limpio, y en el
primer momento se me ha escapado una palabra que me apresuro a retirar. ¡No
hablemos más de la cosa!
El francés lo llamó aparte entonces. Se
retiraron a un rincón de la pieza, y empezaron a hablar en voz baja, con
acaloramiento reconcentrado el doctor, Fouchez con aire persuasivo.
-V. debe comprender, doctor, que este
género de negocios está a la orden del día. El dinero abunda hoy que es un
gusto, tanto que la gente no busca sino ocasión de gastarlo... Sí, doctor, no
mueva V. la cabeza, convénzase... Estas especulaciones, especulaciones como la
que le propongo, están admitidas, toleradas por todo el mundo, y parece, o
mejor, no parece sino es evidente, que hasta entre las personas más honorables,
las más honorables, se ha establecido una especie de emulación para ver quién
es el que más, el que mejor se ingenia en sacarle el dinero al prójimo... ¡y en
que se lo saquen!...
Siguió hablando con aquel estilo suyo
particular que consistía en repetir palabras y conceptos como si creyese que de
ese modo entenderían mejor lo que decía. No se sabe qué otras razones ni de qué
orden adujo para convencer al doctor; pero es lo cierto que cuando Fouchez
acabó de hablar, Glow sonreía con aire de hombre que acaba de ser convencido.
El doctor estaba dotado de loa
sentimientos más puros, y era refractario a todo lo que saliera del terreno
legal, abierto a las ideas honradas y generosas: pero el medio ambiente en que
respiraba había influido lastimosamente en él. Cada día iba dejando, sin darse
cuenta de ello, un nuevo jirón de su sentido moral en la peligrosa pendiente
por la que se deslizaba, aunque con esto no hacía más que seguir la corriente
general, pues en aquellos tiempos de fabulosa memoria, el convencionalismo
social permitía muchas cosas reñidas con la moral ordinaria. Glow era el tipo
común del especulador de entonces. Hombre sano en un principio, mareado luego
por una atmósfera corrompida, asimilado a ella después.
-Bien, señores, no sólo retiro la palabra
injuriosa que impremeditadamente se me escapó sino que acepto entrar en el
negocio.
Granulillo, que siendo el verdadero autor
del proyecto, no había querido aparecer como tal ante Glow, temiendo sus
escrúpulos dijo:
-Mañana mismo me pondré en actividad para
que se inicien cuanto antes los trabajos.
-Sí, es preciso hacerlo pronto -observó
Zolé, que durante la discusión había permanecido con un código en la mano,
fingiéndose absorto en la lectura.
-Esta misma noche voy a escribir un
artículo preparando el terreno para dar más tarde un bombo en regla a nuestra
heroica villa -dijo el director de Banco, acomodando el ramo de flores en el
ojal de su solapa de terciopelo, y contemplándolo con un arrobamiento que denunciaba
su galante procedencia.
-En cuanto a mí (Zolé, al decir esto, se
puso la mano abierta sobre el pecho, una mano tremenda), no pienso perder
oportunidad de anunciarla verbalmente por todas partes.
-¿Y qué cantidad aportará cada uno de nosotros
al negocio?, -interrogó Juan Gray, que estaba empeñado en la tarea de poner
pluma nueva al lapicero de marfil.
-Eso se verá -dijo Granulillo, sacándose
el sombrero y alisándose la onda del peinado. Por lo pronto lo que pueden hacer
es presentar una solicitud de descuento al Banco de que soy director, y yo me
encargo de hacerla despachar en dos días.
-¡Magnífica ocurrencia!
-Es natural, hay que aprovechar estos dos
meses que me quedan. En cuanto a los comerciantes que tienen solicitudes...
¡que se embromen! ¡Yo no se las despacho nunca!
-Doctor, una palabra.
Todos se volvieron hacia la puerta, en
cuyo dintel acababa de aparecer un jovencito pálido y enclenque, envuelto en
una larga capa negra. Era León Riffi, el ratón.
-Qué hay?, -le preguntó Glow, acercándose a él.
-Aquí le traigo al químico de que
hablamos ayer.
-¡Ah, sí!, con permiso...
Y paso a la otra pieza, donde había un
individuo vestido con la sencillez propia de un jornalero endomingado. Su
actitud humilde, su traje gris de paño ordinario pero muy aseado, todo
predisponía a creer que se estaba en presencia de un honrado y modesto
trabajador; pero a poco que se observase la movible expresión de su semblante,
cubierto de espesa y enmarañada barba negra, y el fulgor sombrío de sus ojos
inquietos, no podía menos de experimentar cierta desconfianza que en Glow se
manifestó vagamente al encontrarse sus ojos con los del desconocido.
-El señor es el fabricante de licores
químicos... El señor es el doctor Glow... Ya pueden entenderse...
Riffi, después de hacer esta
presentación, se retiró discretamente a la pieza vecina, dejando antes colgada
su capa en un cuerno de la percha.
-¿Es V. el que hace un chartreuse tan
rico como el auténtico?
-Sí, señor; mejor, mucho mejor que el
auténtico.
-¿Y qué es lo que le hace falta?
-Capital para comprar las máquinas y
plantear la fábrica.
-¿Trae alguna muestra de su preparación?
-No, doctor, pero si V, quiere, mañana le
mandaré una botellita, con eso V. ve que chartreuse como el mío no lo hay en el
mundo entero.
-¿Es suyo el secreto de la fabricación?
-Sí, doctor, pero por herencia. Me lo
reveló en España el prior de un convento, pocos minutos antes de expirar.
-¿Ha sido V. fraile?
-Nunca, doctor -repuso el químico riendo;
y espero no serlo jamás.
-¿Sería V. pariente, hermano tal vez de
aquel prior?
-No, nada de eso. Lo que sucedió fue que
estando yo de paso para Madrid, en un villorrio de los alrededores de Sevilla,
tuve ocasión de prestar al prior un servicio de importancia.
-¿Es V. francés?
-Sí y no. He nacido en Alemania pero...
-¡En Alemania V!
Glow, que había notado la pronunciación
genuinamente francesa del licorista, sospechando que se burlaba de él, estuvo a
punto de echarlo escaleras abajo.
-Sí. En Alemania; pero mis padres pasaron
a Francia siendo yo muy niño todavía. Por eso parezco francés.
La explicación no estaba mal. Lo que sí
tenía visos de novela era aquel cuento del prior moribundo, que al doctor se le
había atragantado.
-Está bien. Yo reflexionaré y veré si me
conviene o no habilitarlo.
-¡El negocio es magnífico!, -exclamó el
otro, que habiéndose desconcertado un poco durante el interrogatorio, creyó
distinguir un vislumbre de éxito en las últimas palabras del doctor.
-Imagínese -prosiguió con entusiasmo-
imagínese que el litro de chartreuse nos vendrá a costar quince o veinte
centavos. De manera que en cada litro ganaremos tres nacionales con ochenta y
cinco centavos, vendiendo a cuatro pesos el litro, que es su precio.
Glow empezó a olvidar la historia del
prior con la perspectiva de semejante ganancia.
-¿Pero es cierto lo que V. me dice?
El químico no pareció ofendido por la
pregunta.
-Creo que V. tiene informes de mí. El
señor Riffi, el doctor Granulillo y el sector Fouchez me conocen, saben quién
soy... Además, V. probará mi preparación, y verá si es o no buena.
-¿Todavía duda el conciliábulo?,
-preguntó Granulillo asomando la cabeza por la puerta.
-Hombre, ven, si esto es para dudar, ¡si
esto es asombroso!, -dijo el doctor.
Fouchez apareció detrás de Granulillo.
Éste hizo disimuladamente una seña al químico, seña que hubiera podido
traducirse por: ¿qué tal? El químico no contestó a la seña.
Entonces aquello tuvo que ver. Entre el
francés y Granulillo agarraron al pobre doctor y le pusieron la cabeza como
tarumba. Aquel negocio no tenía igual; era un portento, la piedra filosofal,
una mina inagotable. Ellos habían probado el licor. ¡Era delicioso, delicioso!
¡Y decir que podía fabricarse con poco menos que nada! Lo único que costaría un
poco sería la instalación de la fábrica, pero ¡qué importaba!, si después daría
resultados fabulosos, verdaderamente fabulosos -repetía el francés. Riffi y
Gray también intervinieron haciendo grandes elogios del químico y su
chartreuse. Zolé, el ingeniero, encontró un admirable pretexto para emplear su
método de eliminación, demostrando matemáticamente, y con mucho aparato y
manoteo, la excelencia de aquel invento prodigioso
-Pero ¿y las máquinas?, ¿dónde están las
máquinas?, -preguntaba Glow aturdido.
-En París. Allí es donde las hay mejores.
-¿Y quién ira a buscarlas?
-Yo, si a V. le parece -contestaba el químico.
-¡Pero necesito una garantía por los
dineros que le entregue para comprarlas!
-Yo seré el fiador -dijo Fouchez.
-¿Y por qué no quiere entrar V. en el
negocio?, -le preguntó el doctor.
-Porque no tendré capital disponible hasta después de fin de
mes, y el señor (designando al químico), está apurado por encontrar un socio
capitalista.
-Si V., doctor, no quiere serlo, buscaré
otro -dijo el francés nacido en Alemania.
No hubo más que hablar. Quedó convenido
que el químico enviaría al doctor una muestra de su preparación, y si ésta
resultaba buena, el fabricante saldría para Europa en el primer paquete, munido
de la cantidad indispensable (que él calculaba en cien mil pesos) para
proveerse de los elementos necesarios a la instalación de una gran fábrica.
Por fin el hombre se fue. Cuando salió,
Riffi y Fouchez, que parecían ser los mejor informados respecto a los
antecedentes del químico, se lo pintaron a Glow como un modelo de honradez y
competencia. Luego veremos qué pájaro era el tal químico.
-¿Saben que tengo una idea soberbia para
aumentar el premio de nuestra Sociedad Embaucadora?, -dijo Fouchez, cambiando
de conversación.
-¿Y es?
-Fingir que la sociedad compra, ¿eh?...
que la sociedad compra un lote, un lote importante de tierra, por valor (es una
suposición, se entiende), por valor de diez millones (imaginarios, por
supuesto, imaginarios), a la otra sociedad de la cual soy presidente. De esta
manera todo el mundo dirá: "La Sociedad Embaucadora ha comprado a la
Trapisondista tierras por valor de diez millones. ¡Compremos acciones de la
Sociedad Embaucadora!"
-¡Y al día siguiente se irán a las nubes!
Zolé movió la cabeza de un lado a otro en
señal de desaprobación. El ingeniero, antiguo constructor, entre otras cosas,
de sólidos puentes, al romper el suyo para dejarse caer en la catarata de los
negocios, era, como su amigo el doctor, un hombre honrado a carta cabal, y
aunque después había ido aturdiéndolo insensiblemente el torbellino que lo
arrastraba, solía tener momentos lúcidos en que hacía hincapié contra la
corriente cada vez más turbia, a cuyo impulso fueron tan pocos los que subieron
resistir.
Así es que cuando Fouchez con la cara
encendida de entusiasmo, dejó de hablar, el ingeniero sintió que algo se
sublevaba en su interior.
-Pero eso sería abusar de la buena fe de
los accionistas -dijo mirando de soslayo a Glow, como para pedirle su parecer.
Y los fondos de la sociedad ¿para qué se reservan sino para emplearlos en
negocios que la beneficien? Pues entonces, si es así, en lugar de hacer una
compra ficticia ¿por qué no hacemos una adquisición real?
Granulillo creyó prudente tomar la
palabra antes de que hablase Glow, que se preparaba a hacerlo.
-Un momento, no te apures (se tuteaban).
Es que Fouchez no se ha explicado lo bastante (aquí se encaró con el
ingeniero). V. sabe que las operaciones de títulos son las que mayores
ganancias dan hoy...
-Es cierto.
-Ahora bien, a nosotros -prosiguió Granulillo- a nosotros,
particularmente, y no en calidad de directores de la sociedad, nos hace falta
dinero para comprar títulos.
-¿Pero no tenemos más de cinco millones
invertidos en ellos?, -preguntó Glow acariciando el lomo de un infolio de la
biblioteca.
-Cuantos más compremos, mejor -dijo
Granulillo con aquella sonrisa que descubría la línea blanca de su dentadura de
mujer. -Me dirás que no tenemos derecho a disponer de los bienes de la
Embaucadora... ¡Santo y bueno! Pero sí podemos manejarlos de modo que gane la
sociedad y ganemos nosotros ¿debemos o no hacerlo?
-Los fondos de la sociedad son sagrados.
En ningún caso deben tocarse sino...
-¡Bah!, déjense de pamplinas. Nosotros,
como fundadores y miembros de la comisión directiva, tenemos prerrogativas...
-¡Deberes más sagrados que los mismos
accionistas, los cuales, confiados en nosotros, vienen a depositar su dinero en
nuestras manos! ¡Y que después salgamos haciéndoles una mala partida! ¡No,
hombre; es un mal proceder!
Glow, como el lector habrá observado, no
tenía pelos en la lengua para cantar verdades; sin embargo, era tarea difícil
vencer al periodista.
-No te enojes, caro amigo, no te enojes
-dijo éste, palmeando familiarmente la espalda del abogado-, ¡tienes una
facilidad para sulfurarte!
-Yo digo lo que siento.
-Pues si dices lo que sientes, contesta
con franqueza a una pregunta.
-Veamos esa pregunta.
-¿Crees que es lícito hacer por la
Embaucadora todo lo que pueda beneficiarla?
-Ya lo creo.
-Entonces permíteme que te diga que eres
un mazacote.
Glow se quedó perplejo ante esta salida
inesperada.
-¡Pero no eres tú el que me ha de comer,
angurriento!, -dijo reaccionando y siguiendo la broma.
Y eres un mazacote, porque no has
comprendido que lo propuesto por Fouchez dará importancia a la Embaucadora
aumentando el valor de las acciones.
Glow tenía talento, rectitud,
instrucción, pero era débil de carácter, y cedía con facilidad siempre que
discutía con un adversario más firme que él. Granulillo, que lo vio vacilar,
dio el golpe definitivo.
-Si no te gusta el negocio en la forma
que lo ha planteado Fouchez, hagamos una cosa: cómprenme Vv., en representación
y con fondos de la sociedad, mis terrenos de Flores; pero a fin de dar mayor
importancia a la operación, avalúenlos a un precio más alto del que tienen, y
repartámonos entre nosotros la diferencia que resulte entre el valor real y el
que le demos. Y cuando la noticia de esta fingida adquisición se desparrame por
la Bolsa, la gente dirá: La Sociedad Embaucadora ha comprado terrenos por tal
valor -¡Es exorbitante!, -observarán algunos. -Pero si los solares son
magníficos. -No importa-. Total: entre dimes y diretes, el resultado será que
vendrán a disputarse nuestras acciones. Conozco esa clase de asuntos... En esto
no hay nada de ilegal -añadió Granulillo, viendo que Zolé abría la boca para
decir algo- pues al paso que van las cosas, antes de poco tiempo los terrenos
valdrán, no digo el doble, diez veces más que lo que hoy representan.
Y lo creía como lo decía.
Un paréntesis. Granulillo había
formulado, en pocas palabras, todo el secreto, que ya no lo es para nadie, del
extraordinario precio que alcanzó la tierra en los famosos tiempos de la
especulación. Las sociedades anónimas y los sindicatos, ayudados por los
Bancos, que proporcionaban dinero a los especuladores, con perjuicio del
comercio serio para el cual no lo había, dieron, con propósitos culpables de
sus directorios, valor exorbitante a esa misma tierra que después lo perdería
hasta el punto en que la vemos hoy, porque suspendidos bruscamente los créditos
de los Bancos, amaneció un día en que faltó el dinero, llegaron los
vencimientos, no se pudieron obtener nuevos descuentos, y la bancarrota
necesariamente se produjo.
-¿Y para qué tantos enredos?, -preguntó
Glow, mirando alternativamente a Granulillo y a Fouchez, el cual encaramado
sobre un sillón, se preparaba a encender un pico de gas con pantalla de
porcelana, medida oportuna, porque la noche se venía encima.
-¡Vaya una pregunta!, -dijo el francés,
con un fósforo en una mano y la pantalla en la otra. Para ganar nosotros
primero, nosotros ¿eh?, y después, para que la Embaucadora adquiera
importancia, mucha importancia.
Y en tanto que el pico del gas, lleno de
aire, abría ruidosa y lentamente su llama azul en forma de abanico, Granulillo
desarrolló un nuevo plan de operaciones bursátiles. Dijo que caucionando a un
alto precio, en el Banco a cuyo directorio pertenecía, mil títulos de las
Catalinas, que habían comprado entre todos, adquirían un nuevo capital para
comprar más títulos todavía, "y a estos nuevos títulos comprados -añadió-
también podemos caucionarlos en otro Banco, para comprar más títulos aún.
Podemos repetir la operación al infinito, y cuando menos acordemos, al
encontrarnos con ganancias inmensas, retirar de los Bancos los títulos
caucionados, y..."
-¡Quién había de decir que hasta los
Bancos más serios expondrían sus capitales al azar, jugando su porvenir! Pero
tu idea es soberbia; yo, por mi parte, la acepto -dijo Glow.
Mientras los cuatro amigos cambiaban
ideas, Riffi y Gray sostenían animada conversación, cabalgando el primero en
una silla, con los pies apoyados en los peldaños y la espalda en la pared;
sentado el segundo sobre el escritorio-ministro, posición que le permitía
entregarse al inocente placer de balancear las piernas haciéndolas entrar y
salir por la abertura central del mueble. Hablaban de caballos, de studs que
proyectaban comprar a medias, de pérdidas y ganancias al juego, de mujeres, de
un escándalo promovido la noche anterior en una rôtisserie, con acompañamiento
de trompis y botellazos; de un duelo probable entre dos amigos comunes y de
otros asuntos por el estilo que forman el fondo de la conversación pintoresca y
superficial de cierta clase de jóvenes.
Bien se comprenderá que los dos
caballeritos que así entretenían su tiempo sin intervenir en la grave
conversación de los otros cuatro, ocupasen al lado de éstos un lugar muy
secundario. Eran, en efecto, algo como los rodajes menores de una máquina cuyos
principales resortes se llamaban Zolé, Glow, Fouchez y Granulillo. Tenían su
función propia que llenar, pero estaban subordinados a los movimientos
impulsores de estos cuatro resortes, de los cuales recibían el movimiento con
el automatismo propio de su rol completamente mecánico. Gray y Riffi se dejaban
conducir, porque estaban convencidos de que esto Entraba en el orden de sus conveniencias.
Sabían la influencia que los cuatro amigos ejercían en los negocios, y
queriendo estar al tanto de sus manipulaciones se hicieron introducir en el
círculo por intermedio de Granulillo, que era pariente lejano de la madre de
Gray. Esto les costó, es cierto, una sangría formidable, de aquéllas que sólo
saben hacer los directores de Banco hábiles como Granulillo; pero pronto se
resarcieron de tal quebranto con las ganancias obtenidas gracias a las
indicaciones del conciliábulo, ante el cual nunca se atrevían a manifestar su
opinión, tan atendible como cualquiera otra, porque no se les escuchaba ni
tenía en cuenta. Mas ellos pensaban: "¡qué se nos importa no tener
opinión, si ganamos mucho!" (En los negocios, como en política, existe la
adulación). Eran, eso sí, discretos, muy discretos, no por honradez, sino por
conveniencia. Otro rasgo: les gustaba poder decir en la Bolsa a sus camaradas:
Ayer estuve con el doctor Glow... -Fouchez me comunicó tal cosa (siempre
mintiendo)... -Granulillo, que me invitó a comer anoche... -¡Ese Zolé es una
pierna!
Después de haber hecho entrar al doctor
por el aro del diablo, como lo hacía entrar siempre, Granulillo generalizó la
conversación bajando el tema a la altura necesaria.
-¿Qué significaban esos papelitos azules
que pusiste en el sobre junto con la carta?, -preguntó a Gray.
-Son las entradas de Variedades. Como no
pienso comer hoy en casa, se las mando a Lucrecia para que vaya a esperarme al
teatro.
Lucrecia era el nombre de su querida, la
bailarina retirada.
-¿Es muy aficionada a variedades tu
querida?, -interrogó Granulillo con su sonrisa más irónica.
Gray no comprendió el equívoco.
-Sí, le gusta ir a reírse un rato con las
piruetas de sus antiguas compañeras. ¡Ah!, a propósito. Los invito a una comida
para el domingo. El que quiera puede llevar sus más y sus menos... Después del
Champagne se bailará, se jugará un poco...
Glow, que en este punto era, como todo
hombre verdaderamente enamorado de su mujer, un puritano, dijo que agradecía la
invitación, pero que no la aceptaba. Fouchez y Granulillo prometieron ir. De
Zolé, ni hay que hablar, a pesar de su método de eliminación, nadie recuerda
que se haya eliminado nunca en un caso de éstos. Era una buena pieza, con su
seriedad y todo.
Cuando cerró la noche, los seis amigos
bajaron la escalera entonando en coro un himno de agradecimiento a la grande,
generosa, opulenta, adorable Bolsa, dispensadora de todos los beneficios, cueva
de Alí-Babá y lámpara de Aladino, como decía el gran Fouchez, estableciendo,
sin querer, una relación de ideas con aquellos tiempos en que trabajaba de
titiritero, allá, en la barraca de la Recoleta, que ahora no se atrevía a
mirar, cuando, muy echado para atrás en su victoria descubierta, iba camino de
Palermo, arrastrado por su costosa yunta de magníficos rusos...
-¡Oh, la Bolsa!
- III -
El doctor Glow en su casa
-¿Está la señora?
-No, señor, todavía no ha vuelto.
-¿Salió con los niños?
-Sí, señor.
Y el portero, cuadrado militarmente, se
inclinó respetuoso ante su amo que empezó a subir lentamente la ancha escalera
de mármol del inmenso vestíbulo iluminado por tres grandes faroles de bronce y
cristal, cuyos numerosos picos lanzaban torrentes de luz que hacían
resplandecer como espejos las altas paredes pintadas al óleo y la abovedada
techumbre donde se entrelazaban mil primorosos arabescos que hubiera firmado
cualquiera de los artífices desconocidos que dieron forma material a ese sueño
de huríes que se llama la Alhambra.
Al poner Glow el pie en el último y
reluciente peldaño, se detuvo, con la mano apoyada en un hermoso jarrón de
alabastro que haciendo pendant a otro colocado enfrente, ostentaba una de esas
plantas japonesas, de grandes hojas obscuras y caprichosas, que tan bien se
acomodan con el refinamiento y la variedad propias de nuestro siglo
enciclopédico.
-Contento, satisfecho, el doctor arrojó
una mirada a su alrededor, y sus labios volvieron a dibujar la misma sonrisa
que se bosquejó en ellos a la entrada de la Bolsa. Pensaba que aquel palacio,
situado en el centro de la Avenida Alvear, en pleno barrio aristocrático, era
suyo, completamente suyo. Sólo quince días hacía que lo habitaba, y aún
conservaba fresca la impresión que produce en el hombre acostumbrado a llevar
una vida cómoda pero sin lujo, el repentino encumbramiento a las más altas
cimas de una opulencia improvisada.
Allí tenía él bajo sus ojos aquel
espléndido vestíbulo, con sus adornos costosos, sus muebles de cuero Cordú,
labrado, su percha con espejo y su mesa de maderas raras, en la que reposaban
dos gruesos volúmenes de las obras de Shakespeare, edición Hetzel. Allí estaba
el precioso mosaico de mil colores, que parecía una alfombra tendida para ser
hollada por el zapato blanco de una sultana.
-Es preciso que mañana mismo se coloquen
los candelabros al pie de la escalera -dijo el doctor con voz que retumbó
sordamente en el espacioso vestíbulo.
-Está bien, señor.
Con sus patillas abiertas, su levita
negra y su corbata roja, el portero parecía, en lo inmóvil, un hombre helado
por el frío al pie de la escalera.
El doctor levantó el tapiz morisco que
cubría una puerta, y entró a un salón en cuya lóbrega concavidad brillaron
tenuemente varios puntos y filetes de espejos y adornos al reflejar la luz del
vestíbulo.
-Juan.
-¿Señor?
-Sube.
Oyose en la escalera el chis-chás
impertinente de las botas del portero.
-Di que enciendan todas las luces de la
casa.
Después de dar esta orden, Glow se dejó
caer en el primer sillón que encontró a tientas en la oscuridad. A poco vio
entrar una sombra, oyó castañetear maderas, raspar fósforos, y de repente...
¡Oh!, ¡cómo brotó de aquel caos de
tinieblas aquel mundo maravilloso! El fámulo, encaramado en lo alto de su
escalerilla, encendía, una a una, las bujías de porcelana de la gran araña
central. Parecía, allá arriba, un dios de frac a cuya evocación iba surgiendo
un universo de preciosidades.
Era de ver la cara que el doctor ponía al
contemplar aquellos muebles riquísimos, con sus tejidos representando escenas
de guerreros antiguos; aquella alfombra de Obussón, de una sola pieza; aquellas
paredes forradas, como un estuche, en seda color rosa pálido; aquellos coronados
espesos que colgaban majestuosamente de las altas galerías; aquel techo en que
el pincel de un verdadero artista había trazado unos amorcillos a quienes la Du
Barry hubiera visto complacida abrir las alas en su mejor retrete; aquellos
bronces sostenidos en pedestales forrados en riquísimas telas; aquellos grandes
espejos, con sus dorados marcos de filigrana y sus jardineras al pie, llenas de
flores, como ofreciendo un premio a las hermosas que quisieran mirarse en su
cristal biselado; aquellas mil chucherías esparcidas en desorden por todas
partes: vitrinas de rara forma, conteniendo objetos de fantasía; atriles
caprichosos, con libros abiertos como misales unos, otros sosteniendo cuadritos
de mérito; taburetes de raso pintado a mano; y allá en el fondo, una gran
vidriera detrás de la cual se transparentaba otra sala envuelta en una penumbra
que le daba no sé qué de fantástico y vaporoso.
-Ahora el otro, enciende las luces del
otro.
El sirviente, cargado con su escalerilla
de mano, que abría en compás debajo de cada araña, iba iluminando sucesivamente
los salones, el comedor, la biblioteca, los dormitorios, seguido del doctor que
parecía no cansarse de admirar los esplendores acumulados en aquellas
habitaciones verdaderamente regias. Un cuento de la Scheherazade no lo hubiera
deslumbrado más.
Y cuando el palacio todo quedó
resplandeciendo bajo la inundación de luz que bajaba de cada pico; cuando,
arriba y abajo, en el primer piso y en el segundo, en los sótanos y en el
mirador, en el jardín y en los patios, el día artificial arrancó a la morada
del doctor la capa de sombras que la envolvía, embriagado, loco de gozo y de
vanidad, Glow empezó a vagar por entre todas aquellas suntuosidades,
contemplándose en cada espejo, extasiándose ante cada cuadro, parándose ante
cada mueble, mientras que por las puertas entornadas se veía aparecer a cada
momento, ora la cabecita rubia y curiosa de una sirvienta, ora la cara afeitada
del cochero inglés, ya el gorro blanco de un pinche de cocina, ya las correctas
patillas del portero, cuyas cejas formaban el acento circunflejo más
pronunciado que ha escrito el asombro en la fisonomía humana.
A través de los cristales de un balcón
mira Glow retorcerse las cintas oscuras de los caminos del jardín. Observa la
gruta gigantesca con su juego de aguas que un jardinero de blusa azul acaba de
poner en movimiento. Se recrea en la contemplación de la glorieta, cuya red de
madera será pronto envuelta por la madreselva que ya empieza a rodearla con sus
mil delgados brazos, cubiertos de hojas en forma de escudos, cual si se
prepararan a defenderla de los ataques, de algún formidable enemigo. De trecho
en trecho, un pilar de hierro, erguido como un centinela colocado en su puesto
para impedir el avance de la oscuridad, sostiene su globo de cristal opaco, que
difunde suave resplandor por el parque inglés chato, lleno de macizos de flores
sin más árboles que unas cuantas palmeras mecidas por el viento de la noche.
Después manchas negras donde la luz no penetra, alternando con reflejos de un
verde pálido y matices de un azul eléctrico. Y abajo, en la calle, del otro
lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de
gentes que se detienen azoradas ante aquella mansión que parece engalanarse
para una fiesta; bultos entre los cuales ve el doctor relumbrar como los de un
gato, dos ojos que quizás pertenecen a algún ser hambriento de ésos que vagan
por las noches en torno de los palacios de los ricos, con el puñal en el cinto,
la protesta en el corazón y el hambre y la envidia por instigadores y
consejeros.
Ante esta visión, Glow se vuelve con
disgusto. Está en el comedor, en el amplio comedor, tibio y abrigado por el
confortable fuego que brilla en el hogar de la gigantesca chimenea de nogal
admirablemente tallado. La mesa puesta, sobre cuyo mantel, de blancura
deslumbradora, chispean los cristales y la vajilla de plata, como escaparate de
joyería, y luce hermosísimo ramo de flores en el centro, alegra la vista
invitando a la próxima merienda.
El doctor arrima una silla a la chimenea
y presenta las palmas de las manos al fuego confortador. "Esto es
vivir", piensa, "así se comprende la vida." Y compara
mentalmente su situación actual con aquella infancia miserable, cuando su padre,
un inglés, muy severo, venido a América en persecución de una fortuna que no
logró alcanzar jamás (¡oh!, ¡eran otros tiempos!), lo obligaba a estudiar noche
y día, queriendo sacar de él un hombre de provecho. ¡Si viviese ahora! Pero
había muerto hacía muchos años, precisamente el mismo día en que Luis (éste era
el nombre del doctor) ingresara a la facultad de derecho. Solo en el mando,
porque su madre murió siendo él muy niño y no le quedaban más parientes, había
empezado a luchar en esa vida oscura y abnegada del estudiante pobre y
desconocido que se prepara en la sombra para salir a la luz, que suele ser la
de la gloria. Fue reporter de diarios, empleado de un ministerio, y, sobre
todo, estudiante aplicadísimo y de talento, de mucho talento, según lo probó el
día en que al recibir su diploma de doctor en leyes, resultó designado para
pronunciar el discurso de regla en la ceremonia de la colación de grados, honor
que, como es sabido, sólo se dispensa al alumno que más ha sobresalido durante
los cursos. ¡Con qué fruición íntima recuerda Glow en este momento, allí, en el
suntuoso comedor de su palacio, aquel zaquizamí de bohemio que le sirvió de
gabinete de trabajo!
¡Qué lucubración aquélla! Fue un desborde
de ciencia y de imaginación, una protesta viva y triunfante contra la rutina de
los discursos universitarios, una exposición atrevida de las teorías más nuevas
sobre ciertos puntos del derecho penal, en que la paradoja, campeando con las
galas de un brillante y original estilo, engañaba con los colores de la verdad,
hacía pensar por la profundidad de la filosofía y levantaba el espíritu en
vuelo poético alternando a veces con la sátira de Juvenal. Fue un triunfo, un
triunfo completo y merecido, que hizo estremecer el salón de conferencias bajo
los aplausos de maestros y condiscípulos, tributados en presencia de multitud
de hermosas damas que le enviaban como premio sus sonrisas más amables y sus
elocuentes miradas.
¡Y el despertar del día siguiente! ¡Aquel
abrazo dado en plena calle al vendedor de diarios que le estiraba la hoja
impresa, cuna de su gloria, donde su discurso, publicado en sitio de honor, era
acompañado de frases encomiásticas que ponían bien de relieve su nombre, hasta
entonces poco menos que inédito! A partir de ese día, su horizonte se fue despejando.
Entró a practicar en el estudio de un célebre abogado, del cual salió al poco
tiempo para abrir bufete aparte, contando, como contaba, con una clientela que
conocía su habilidad para dar a la ley interpretaciones endiabladas. Un
discurso de vez en cuando, pronunciado con cualquier motivo; un artículo de
diario con su firma al pie, escrito sobre cualquier cosa, pero siempre bien
escrito, buenas maneras; físico agradable, facilidad de palabra y natural tacto
social, le conquistaron las simpatías de todo el mundo, y lo hicieron
considerar como a un muchacho de muchas esperanzas. Frecuentó la sociedad, los
paseos, los teatros...
Y fue en una de aquellas noches clásicas
de Colón cuando, en el apogeo de su brillante fama, vio por primera vez a la
graciosa Margarita, la señalada por el destino para ser su inseparable
compañera. El doctor, al llegar a este punto de sus reflexiones retrospectivas,
cierra los ojos y recuerda el momento y la escena con sus detalles más
insignificantes.
Una sala enorme, llena de gente, con sus
filas de palcos como guirnaldas paralelas en que se entrelazan bustos
soberbios, brazos desnudos, descotes floridos, abanicos inquietos, ojos
asesinos, alhajas, terciopelos, blondas, toso animado, embriagador, incitante.
¡Y allá, en un palco grillé, desdeñosa y espléndida, ella, Margarita,
aguantando, sin pestañear, los asaltos que la juventud dorada le dirige
apuntándole sus binóculos como puntos de admiración escritos por todos los
ámbitos de la sala en honor de su belleza!
¿Quién es? ¿Cómo se llama? El flamante
doctor no tarda mucho en averiguarlo. Es la nieta de un guerrero de la
independencia, cuyo nombre tiene la resonancia de un título nobiliario. ¿Rica?
No, más bien pobre, pero con la fortuna suficiente para afrontar las exigencias
de su alta posición social. ¿Tiene familia? ¿Con quién vive? Con una tía, una
hermana de su padre, que la quiere como si fuese su hija. ¿Quién puede
presentársela?
-Yo -le dice el amigo a quien Luis ha
detenido en un pasillo para pedirle estos informes.
-¿Ahora mismo?
-Ahora mismo.
-En marcha, pues.
Entran a un antepalco donde dejan los
abrigos y los sombreros. Luego, una voz argentina, graciosísima, se deja oír:
-¿Eres tú, Ernesto?
-No, señorita, soy yo, somos nosotros
-dice el amigo oficioso, levantando la cortinilla roja del palco y entrando en
él, seguido de Luis.
-¡Ah!, disculpen Vv... Es que hace media
hora que mi primo fue a buscar unos bombones y todavía no ha vuelto.
¡Su primo! El doctor siente que se
crispan sus nervios, al oír nombrar aquel primo. Sigue una presentación, se
charla un poco, la señora que acompaña a Margarita ríe a más y mejor de las
salidas de Luis, que está feliz aquella noche: hay ofrecimientos de casa,
promesas de visita... Total: el doctor vuelve a la platea muy distinto de como
salió de ella. Le ha acontecido, en tan breve espacio de tiempo, algo que
todavía no está bien averiguado, si es la mayor de las desgracias o el mejor de
los bienes: se ha enamorado, pero loca, furiosamente, como un escolar, como un
necio... ¿y por qué no también como un sabio?
El doctor sonríe al recordar su repentino
enamoramiento de novela romántica. Y sin embargo, nada más real, nada más
positivo.
-Después recuerda los goces de amor
propio, infinitos, supremos, que le proporcionó su triunfo sobre aquel corazón
que nadie había conseguido rendir jamás. ¿Y las bodas? ¿Aquella noche que no
olvidará, no, mientras viva? El desfile del Buenos Aires de tono por los
salones de Margarita, el baile, las bromas de los amigos, la fuga en coche a lo
mejor de la fiesta...
Luego vinieron quince días de embriaguez,
de exaltación delirante, pasados allí, en un rincón de la campaña, escondidito
entre un jardín misterioso en el cual no se oía más que estallidos de besos
bajo el espléndido cielo azul, y desatada charla de pájaros que convertían
aquel paraíso en un extravagante manicomio ornitológico. Y en seguida, como un
telón que se corre, la vuelta a la ciudad, eu un tren rápido, expreso. Y otra
vez el bufete, y los discursos, y los artículos periodísticos, y mil planes
para el futuro, planes políticos especialmente. ¡Oh!, él haría carrera en
política. Sabía hacer hermosas frases, y aunque las frases hermosas no son ni
la honradez ni el patriotismo ¡cuán arriba llevan las hermosas frases! Su
mujer, además, que era ambiciosa, y que quizás, al casarse con él sabiendo que
era un joven de esperanzas, había soñado en impulsarlo a subir alto, muy alto
(esto el doctor ni lo sospechaba), también lo inducía a meterse en política. Y
no había elegido mal la pícara muchacha, porque de la generación de Glow, él
era quien más valía, quien iría más lejos; pero...
¡Se lo tragó la Bolsa!... ¡Lo atrajo, lo
absorbió con su inmenso aliento de abismo! Le presentó esos espejismos
engañadores por los cuales le mostraba al pobre de ayer nadando hoy en ríos de
oro. Al principio titubeó, tuvo escrúpulos. ¿Y si le iba mal? ¿Y si en vez de
ganar como los otros, perdía lo poco que había adquirido a costa de tantos y tantos
sacrificios? Pero ¡bah!, -se había dicho recordando a multitud de conocidos
suyos enriquecidos de la noche a la mañana por las especulaciones bursátiles.
-¡Si es imposible perder!
Y sin dudar ya más se lanzó a ese mar
revuelto cuyas olas le habían sido tan propicias. Margarita lo había combatido
de un modo feroz, por decirlo así. Pero ¡qué entienden las mujeres de estas
cosas! No logró convencerlo ni aquel día en que, con sus dos hijos en brazos
(dos preciosuras, frutos de sus amores) le preguntó si correría el peligro de
verlos expuestos al deshonor o a la miseria. "Tú -agregaba ella- has
nacido para desempeñar un papel más alto que el de bolsista. Tu misión no es la
de ir a atrofiarte con los cálculos financieros". Él, empecinado, no le
había hecho el honor de tomar en cuenta sus opiniones. La quería mucho,
muchísimo, pero las mujeres -se decía el doctor acercando las manos al fuego-
¡qué entienden las mujeres de estas cosas! ¡Fresco estaría yo si le hubiera
hecho caso! No me vería dueño de los diez millones que mañana, cuando me retire
de los negocios (siempre Glow pensaba hacerlo, sin llevarlo a efecto nunca), me
permitirán comprar la posición política que mejor me acomode!...
-¿Estás loco, Luis? ¿Todavía sigues en la
empresa de iluminar la casa diariamente, con escándalo de los vecinos que nos
tendrán por unos grandísimos deschavetados?... En fin, no pongas ese gesto. Si
te lo digo es porque...
-Pues yo ¿qué cargos no tendré derecho a
hacerle a una paseandera muy buena moza que conozco, cuyo marido viene de la
calle con deseos de darle un abrazo, y se encuentra con que anda calavereando
por esos mundos de Dios?
-¡Si vieras lo que he tenido que moverme
para conseguir un dichoso género que necesitaba! He pagado el día del modo más
superficial y aburrido... No, he dicho mal, aburrido no, porque las mujeres no
nos aburrimos nunca en estos trotes... De la "Ciudad de Londres" al
"Progreso", del "Progreso" a la casa de Carrau, y en
ninguna parte encontraba una tela de mi gusto. Al último salí del paso con un
género tornasolado que es de lo mejorcito que he visto en mi excursión. Estoy
deshecha. ¡Y pensar que el domingo es el baile, y todavía no hemos hablado ni
siquiera a los tapiceros!
De pie en la puerta del comedor, cuya
cortina cruzada parecía recogerse sola para darle paso; alta, blanca, con esa
blancura ligeramente sonrosada bajo la cual se adivina la sangre ardiente y
joven; de ojos negros, relampagueantes, ojos andaluces, enormes, luminosos,
fascinadores; el pelo ondeado, rebelde, sin reflejos, más negro, si cabe, que
los ojos, sosteniendo en sus olas de tinta una gorrita dorada que parecía
naufragar, como bajel de mástiles de oros, juguete de aquel mar que a cada
instante se desbordaba en forma de provocativo mechón sobre la angosta frente
griega, dando pretexto a una manecita ágil y regordetona para echarlo atrás con
un movimiento lleno de familiaridad cariñosa; envuelta en lujoso abrigo de
terciopelo bronceado, cuyos pliegues dejaban adivinar las formas incitantes de
un cuerpo llegado al apogeo de su espléndido desarrollo, alto el seno, la
garganta llena y turgente, escapándose en suave curva para ir a confundirse con
la piel de cisne arrollada al cuello como una víbora de nieve; Margarita,
mientras hablaba con volubilidad graciosísima, pugnaba por sacarse un largo
guante de piel de Suecia, el cual no quería, no, desprenderse de aquella mano
ni de aquel brazo cubierto de ligero vello, que al fin quedó desnudo hasta el
codo.
-Un beso.
-No.
-¿Por qué?
-Dos sí.
Y la soberbia mujer estiraba a Glow sus
húmedos labios, en los que palpitaba una música que rompió a tocar bajo los
bigotes del doctor.
-¡Vaya, juicio! ¿Sabes que afuera hace un
frío polar?
-Siéntate aquí, cerca del fuego.
Margarita tomó una silla y se sentó
delante de las brasas.
-¿Qué me cuentas de nuevo? -preguntó la
hermosa, desatando el lazo que unía bajo una de sus orejas las anchas cintas de
la gorra, y dejando al descubierto dos joyas sonrosadas que para valer mucho no
necesitaban los grandes solitarios prendidos a ellas.
-Mucho. Figúrate que me he hecho
fabricante de licores.
Y le contó la historia del químico
fabricante de chartreuse.
-Ten cuidado -le dijo Margarita, cuando
hubo concluido. -No entregues así no más dinero a un hombre que puede ser un
pillo.
-Fouchez me lo ha recomendado y...
-¡Fouchez, Fouchez, siempre sales con tu
Fouchez! -exclamó la dama, tirando la gorra sobre un sofá, como si hubiera sido
Fouchez. -Lo que es yo no puedo ver ni pintado a ese francés botarate.
-Si es excelente... Di que le tienes
aprensión, como se la tienes a Granulillo y a...
-Y a ese caballetere Gray y al tal Riffi,
y a todos los que te rodean, excepto Zolé, que es el mejor..., me parece...
-¿Y por qué esas prevenciones?
-No sé, no los puedo pasar, no me hace
feliz verte entre ellos. Temo que el día menos pensado te den un disgusto.
Glow, en su calidad de bolsista y hombre
de mundo, de doctor en derecho y ex periodista, pensó que las mujeres no deben
meter su cuchara en los asuntos formales, y en consecuencia, para evitar
discusiones que consideraba inútiles y enojosas, cambiando de conversación,
preguntó por los niños.
-¿Quieres verlos?
-Sí.
-¡Lorenza! -gritó Margarita, dirigiendo
la voz hacia la puerta por que había entrado.
-¿Señora? -respondió una voz lejana.
-Trae los chicos.
-Ya van, señora.
Fue primero un ruido sordo e
intermitente, parecido al que hacen las patas de los caballos cuando galopan en
un terreno blando y arenoso. Después pareció que la naturaleza del terreno
cambiaba, que de blando se tornaba en duro, pues el pataleo aumentó a un grado
tal, que la cristalería se vio obligada a producir un repiqueteo, como llamando
al orden.
Y de improviso, caballero en grueso
bastón que hacía encabritar a su antojo, la espada en alto, desnuda,
amenazadora, hizo irrupción en el comedor un general que no llegaría a la
altura de la mesa, con el floreado kepí echado atrás, la mirada fulgurante, y
el ademán resuelto del que se lanza al asalto dispuesto a vencer o a morir. Así
dio la vuelta a la habitación, y vino a desmontar junto a Glow, que premió los
bríos del militar con un beso en la frente.
-Milá, papá, que lilo, -dijo el héroe
alargando a Glow su espadín de empuñadura de nácar.
Preparábase el doctor a cogerlo, cuando
otro personaje se presentó en escena. Pero esta vez no fue un militar sino una
mamita, de estatura más menguada aún que el militar, la que con gravedad digna
de su misión, avanzó llevando en brazos una magnífica muñeca que a duras penas
podía sostener. Su amor de madre parecía darle fuerzas, sin embargo. Iban
vestidas casi de igual manera, pues ambas llevaban trajes de felpa azul,
ceñidos al cuerpo con anchos cinturones escoceses sujetos atrás por gigantescos
moños. Las dos eran rubias, aunque el pelo de la mamá, recogido por una cinta
roja en el medio de la cabeza, y suelto después en ondas de oro sobre la
espalda, era más fino y brillante que el de la hijita.
-Avance usted, señora, dijo el
improvisado abuelo, estirando el brazo para apoderarse de la muñeca, que la
mamita lo entregó no sin cierta desconfianza.
-¡Yo, yo plimelo!-exclamó el general
adelantando un paso con la impetuosidad propia de su heroísmo.
Glow lo miró con severidad.
-Las damas son antes que los caballeros.
-¿Y los Lapololes, como yo? -preguntó el
pergenio sin cejar, apoyándose con una mano en su espada, como si fuera un
cetro, y pasándose la otra por la naricita.
-Los Napoleones se callan la boca cuando
su papá se lo manda, y usan pañuelo para que nadie pueda tratarlos de mocosos.
El general sintió que se le acababan los
bríos. Mudo y cabizbajo fue a esconderse entre los pliegues del tapado de
Margarita.
Derrotado el militar, avanzó la mamita.
-¿Quién es esta niña tan juiciosa?
-Mi hiquita.
-Mi nieta entonces... ¿Y cómo se llama?
-Sala.
-¿Por qué se llama Sara?
-Polque lice Lolencha que es el nome de la
hica del pastelelo.
Para la chica no había dama de más fuste
que la hija del pastelero.
Glow y Margarita se echaron a reír de la
ocurrencia.
-Bueno, señora, tome V. su hija, y
cuídela mucho; pero si anda mal, ya sabe...
Y el doctor hacía con la mano un ademán
muy popular entre los niños.
-Ahora Vd., señor Napoleón.
El héroe salió de su escondite como
hubiera podido salir de un baluarte.
-A ver esa espada... ¡Amigas, es
tremenda! ¿Y para qué la quiere?
-Pa peliar -contestó Napoleón,
recuperando los bríos.
-¿Para pelear con quién?
-Con la patia.
-Por la patria -rectificó Margarita,
pudiendo apenas hablar, de risa.
-¿Quién te ha enseñado eso?
-Mamá.
-Tiene razón. No se debe desenvainar la
espada sino para defender a la patria. Ya te enseñaré cómo y cuándo debes
hacerlo... ¡Pero, cuidado, no te entusiasmes en falso! -exclamó el doctor, que
habiendo devuelto al militar su arma vio la punta de ésta muy próxima a uno de
sus ojos. Y ahora, a comer. ¡Basta de chacota!
Levantose Margarita y oprimió el botón
del timbre eléctrico que colgaba de la araña como una borla.
-¿Señora?
-La comida.
Cinco minutos después, el doctor, sentado
a la cabecera de la mesa, al lado de su mujer y de sus hijos, se sintió feliz,
tan feliz, que ya no podía serlo más. Habló del próximo baile que iba a dar
para inaugurar su palacio, de los preparativos que había que hacer, de los
invitados, cuya lista pensaba confeccionar al día siguiente. Dijo que incluiría
en ella al elemento oficial, y como Margarita se mostrase contraria a esta
idea, Glow dijo que así convenía a la buena marcha de sus negocios.
¡Come, come, insigne doctor, saborea
despacio los manjares que te presentan, porque los bolsistas como tú, sábelo
bien, no tienen nunca seguro el pan de mañana!...