GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
LA CUEVA DE LA MORA
I
Frente al establecimiento de baños de
Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama,
se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los
fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y
memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que
valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.
De los muros no quedan más que algunos
ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al
foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas
de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que
arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre
cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como
por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que
sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por
hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya
arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos
el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las
horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas,
dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el
escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de
encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en
todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás
infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya
desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que
se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas
del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una
especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y
espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría
la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que
después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No
pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a
observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me
pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la
altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas
ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había
descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de
aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger
durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera
haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había
entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en
aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para
encender un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes; de
las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la
por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en
fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva,
objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación
recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado
en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me
dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe
usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El
ánima de quién?
-El ánima de la hija de un alcaide moro
que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir
vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.
Por la explicación de aquel buen hombre
vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo
suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como yo soy muy
amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del
pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los
mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.
II
Cuando el castillo del que ahora sólo
restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres,
de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la
roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río
Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó
herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de
renombre por su piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de
hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo
luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de sus
heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a
estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y
sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender
nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda
melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a
disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija
del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de
conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que
de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos,
y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando
los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las
barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos
para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra
absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y
compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer
con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la
fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos
creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían
hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada
la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada
empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al
logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que
al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los
consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de
sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros,
sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes,
repuestos del pánico de la sorpresa.
Y en efecto, sucedió así: el alcaide
allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba
puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que
por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal
nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el
castillo la morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida
como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en
movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras;
los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el
puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
Al castillo con razón podía llamarse
inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era
posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez
embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la
inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a
sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer
estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el
castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe,
ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta,
juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes: resolvieron dar
un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa
desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la
frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado
subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un
golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían
cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a
replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante que yacía en el
suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores
la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas.
Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse
como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y
comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
III
Cuando el caballero volvió en sí, tendió
a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero!
¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por
los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas
palabras
angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía
una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo
coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza
buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en
ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el
casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que
cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a
incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta
y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor
de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron
moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin
embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo,
donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a
morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan
duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le
ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser
cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La
mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la sangre, hizo un
movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el
agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la
saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la
cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen
por las noches a vagar por estos contornos.