PAUL GROUSSAC
LA DIVISA PUNZO
PERSONAJES
MANUELA DE
ROSAS
MARÍA JOSEFA
DE EZCURRA.
ROSITA
FUENTES DE MAZA.
AGUSTINA
ROSAS DE MANSILLA.
MERCEDES
ROSAS DE RIVERA.
MERCEDES
FUENTES DE ORTIZ DE ROSAS.
JUANA SOSA.
MERCEDITAS
ARANA.
ÑA CARMELA,
SIRVIENTA DE MAZA.
JUAN MANUEL
DE ROSAS.
JAIME THOMPSON.
RAMÓN MAZA.
JOHN HENRY MANDEVILLE.
GENERAL
MANUEL CORVALÁN.
JACINTO R.
PEÑA.
.
BERNARDO
VICTORICA.
JUAN
NEPOMUCENO TERRERO.
CAPITÁN
ÁLVAREZ MONTES.
ENRIQUE
LAFUENTE.
MR. THOMAS
G. LOVE.
GENERAL
LUCIO MANSILLA.
GENERAL LA
MADRID.
CORONEL
FRANCISCO CRESPO.
JOVEN PASTOR
LACASA.
CORONEL
VICENTE GONZÁLEZ.
.
TÍO BENITO.
CAPITÁN
GAETÁN.
CABO CEJAS,
ASISTENTE.
LUZ DE SOUZA
DÍAZ.
TTE. DÍAZ,
OFICIAL DE GUARDIA EN PALERMO.
P. BIGUÁ,
BUFÓN DE ROSAS.
ABDÓN,
GAUCHO GUITARRISTA.
OFICIAL, DEL
NAVÍO INGLÉS "ACTEON".
PEDRO DE
ANGELIS.
(SÓLO EN EL
TEXTO.)
OFICIALES,
ORDENANZAS, SOLDADOS, ETC.
Prefacio
Hoy 12 de septiembre de 1923, día en que
me pongo a escribir unas líneas de prefacio para esta obra, cuya impresión toca
a su término, veo en un cartel que se anuncia para esta noche la 90ª
representación de La divisa punzó. Así las cosas, no creo que sea temerario
calcular -sin auxilio de la tabla de logaritmos- que la salida a luz del drama
impreso podrá coincidir, la semana próxima, con la centésima de sus
representaciones consecutivas, durante los dos meses y medio contados desde el
estreno (6 de julio último) por la compañía Quiroga, en el teatro Odeón, de
Buenos Aires. El feliz éxito teatral no es discutible, sin que, para afirmarlo,
sea necesario acudir a las exageraciones "reclamatorias" que le
pregonan como "un triunfo sin precedente". Por lo demás, para mostrar
que al autor no se te han subido a la cabeza los humos triunfales, y, sobre
todo, para cumplir el acto de estricta justicia debida a mis colaboradores, así
en la preparación escénica de la obra como en su ejecución, me es grato
reconocer la parte positiva que a unos y otros, respectivamente, les
corresponde.
La empresa Quiroga, desde luego, es
acreedora a mi agradecimiento por la acogida entusiasta -el término no es
excesivo- que sus directores tributaron a la pieza a raíz de la primera
lectura, dándose cuenta inmediata, con su experiencia profesional, del hondo
interés que para un público argentino presenta el asunto, y, como ellos dicen,
de su intensa "teatralidad". Sin pérdida de momento pusieron manos a
la "obra", con toda diligencia, no ahorrando gastos ni esfuerzos en
vista de la mejor preparación del drama y su más pronta realización escénica.
Por cierto que, a este respecto, Buenos Aires no es París, ni siquiera ofrece
los recursos "utileros" de Milán o Viena. Es tanto más meritorio
haber improvisado todo el complexo aparato escénico que este drama histórico
requiere -decoraciones, moblaje, indumentaria para un elenco de cuarenta
personajes, los mil detalles de mise en scène que huelga mencionar,
-lográndose, en pocas semanas de febril actividad, vencer las enormes dificultades
inherentes a la situación- desde la escasez de buenos actores nacionales hasta
la exigüidad del escenario, totalmente inadecuado a piezas de espectáculo,
-para realizar, como se ha hecho, una ejecución si no perfecta, por lo menos
excelente bajo muchos aspectos y en conjunto satisfactoria a juicio de los más
exigentes.
Otro factor concurrente para el éxito, y
por cierto de capital importancia, era el de la interpretación artística. Acabo
de aludir a la escasez de verdaderos actores nacionales aquí, donde la carrera
teatral ha sido, hasta hace pocos años, profesión exótica, faltando todos los
elementos para implantarla seriamente, desde la educación general de los
aspirantes hasta la preparatoria y técnica que se adquiere en los
conservatorios de declamación. En condiciones tales -y agregándose a ellas
ciertos vestigios aún subsistentes de la antigua preocupación social adversa a
esta carrera- no cabe esperar todavía la formación espontánea de un verdadero
gremio histriónico, análogo al existente en las naciones europeas. Es fuerza
contentarnos con que, del grupo de medianías anónimas, surja tal o cual
individualidad interesante, hija de una vocación irresistible, y tanto más
digna de aplauso cuanto que el medio en que regularmente actúa no es el más propio
para inculcarle sanas nociones estéticas. Este prefacio no es una crónica; ni
desempeño aquí funciones de crítico teatral. No me toca, pues, pasar revista a
los estimables actores que han estudiado con laudable celo sus respectivos
papeles -algunos bastante difíciles, en La divisa punzó,- desempeñándolos en
general con una buena voluntad y un acierto que el público ha sabido
recompensar. No dejaré, sin embargo, de destacar del grupo masculino al primer
actor, don Enrique Arellano, que ha creado con autoridad el importantísimo
papel de Rosas, poniendo en relieve los múltiples aspectos del complexo
personaje, y acentuando tan magistralmente la histórica figura, que no había de
tardar en desvanecerse la impresión desfavorable, que en el primer momento produjeron
ciertas deficiencias físicas del intérprete. En cuanto al papel de Manuela
Rosas, la otra protagonista del drama, sabíamos de antemano que al asumirlo la
señora de Quiroga, nos presentaría una fina y encantadora silueta del hada
buena de Palermo (luciendo con personal elegancia los ricos trajes de una gran
faiseuse parisiense); pero no esperábamos que su gracia natural y risueña del
primer acto se transformara, en el tercero, en un despliegue tal de patética
energía que, cada noche, arranca al público entusiastas aplausos, llegando
luego a su colmo la emoción general durante la tierna despedida del epílogo.
Con el concurso de tan valiosos elementos
es como La divisa punzó ha podido realizarse teatralmente en sus aspectos
esenciales, sino en su integralidad. Pero, en suma, aquéllos son factores
extrínsecos a la obra. En cambio, el factor verdaderamente intrínseco -si tiene
entrada la terminología didáctica en los dominios de las Musas- es el que
constituye el asunto mismo del drama. La víspera del estreno expliqué al
"reporter" de un importante diario de la tarde cómo, privado de mis
habituales lecturas con luz artificial por el debilitamiento de mi vista, me
había sido forzoso substituirlas con la composición mental -de literatura imaginativa,
por supuesto- a guisa de sucedáneo durante mis insomnios nocturnos. Era lógico
que en este devaneo me inclinara a la forma dramática, como más concreta y
fácilmente recordable, para escribir al día siguiente lo inventado en la
vigilia; y también que, una vez instalado en mi cerebro aquel "retablo de
Maese Pedro", me atrajera, desde luego, el drama histórico argentino, como
más afín a mis estudios. Así las cosas, paréceme hoy inevitable que, dentro del
marco local, se presentara a mi alcance inmediato la época de Rosas, que
conocía suficientemente por haberle dedicado un largo ensayo; y, dentro de
ella, el episodio célebre de la llamada "conjuración" de Maza, no
sólo por su intensidad trágica, sino también por corresponder a un momento
crítico de la dictadura. Tal sucedió, en efecto; y no de otro modo preludió a
su venida al mundo literario La divisa punzó.
Con respecto al procedimiento observado
en la preparación constructiva de la obra y a las circunstancias en que se
produjo su elaboración, nada encuentro más tópico que recordar los datos y
razones que formulé horas antes del estreno, y a los que la larga e inequívoca
aceptación del público confiere hoy una suerte de sanción o visto bueno
retrospectivo.
La primera precisión del asunto me
ocurrió en Buenos Aires, a fines del año 1921. Inmediatamente me puse a trazar
el scenario de la pieza, alrededor del complot de Maza como episodio central,
al mismo tiempo que completaba mi documentación con la consulta de ciertos
diarios de la época, cuyos extractos no figuraban en mis fichas. Sin más bagaje
que el cuaderno así formado, empecé en la manera arriba indicada la escritura
del texto, de primera intención, sin borrador, según tengo costumbre, dejando
en blanco una mitad de la página para las enmiendas y adiciones. Así se redactó
la obra entera, en su forma casi definitiva, durante el verano de 1922: el
primer acto, en Carhué; el segundo -lo mismo que el cuarto o epílogo- en Buenos
Aires, el tercero, en la estancia del sur de la provincia a que se refiere la
dedicatoria; y no deja de ser curioso, como efecto de contraste, que este acto,
el más sombrío y trágico de la pieza, se haya escrito al aire libre, en un
ambiente de flores, a la sombra de las enramadas que tamizaban sobre mi mesita
portátil los rayos del sol, entre el rumor de los follajes y los gritos de los
niños, más alegres que los gorjeos de los pájaros... Ya tengo indicado mi modus
operandi que consistía -y consiste todavía- en reproducir cada mañana en el
papel la escena representada por mis fantocci nocturnos, con gestos y diálogos
en el tablado ideal de mi reciente vigilia. De aquellas tinieblas sucesivas ha
salido a luz el drama que hoy imprimo.
Volviendo a mi tema de los factores
concurrentes al buen éxito de La divisa punzó, tan lejos estoy de querer
disimular o aminorar la parte que en él corresponde principalmente a la feliz
elección del asunto, que antes, sobreponiéndose el historiador al dramaturgo,
me sentiría inclinado a exagerarla. Todos los que de cerca me tratan, me han
visto y oído, siempre que se admitía la posibilidad de renovar mi experimento
teatral (tan tardío que parece extemporáneo), revelar mi escepticismo,
repitiendo: Non bis in idem. Aunque mi segunda pieza -hipotética- resultase
artísticamente superior a la primera, nunca jamás alcanzaría la suerte de
aquélla. Y la razón, que a veces omitía por evidente, es que no puede existir
para un público argentino, un sujeto teatral que, como fuente de interés y
palpitante emoción, se compare al drama histórico que pone en escena, como
protagonistas, a Rosas y su hija Manuela, durante el lapso climatérico de los
años 39 y 40. Comprenderá lo que aquí indico, sin necesidad de insistir, quien
haya presenciado y sentido, especialmente en las primeras representaciones de
La divisa punzó, el estremecimiento que por momentos sacudía al público entero
ante la potencia evocadora de ciertas escenas, en que la honda verdad humana de
la situación aparecía realzada por el intenso colorido de la realidad
histórica. Y declarado todo ello con franca y sincera ingenuidad, no afectaré
agregar, con una falsa modestia que fuera hipocresía, que en mi opinión la
estructura y el estilo de la pieza hayan tenido una parte insignificante en el
éxito... Pero lo que en esto haya de cierto, otros se han encargado de decirlo
con una autoridad benévola que nunca me correspondería usar en causa propia;
así que, sin una palabra más sobre este punto, paso a tocar otros menos
personales de la presente producción.
Al intitularla "drama
histórico", he pretendido definirla, sin pasar, según entiendo, un punto
más allá de su característica. Creo que La divisa punzó sea
"histórica" en la proporción extrema que admite una composición
teatral y cuyos límites, según ya dije, no podría exceder sin salir del dominio
artístico, degenerando en simple crónica dialogada. Bien seguro estoy de
haberme ceñido a la historia en esta pieza, más estrechamente que lo hicieran
en cualquiera de las suyas los grandes maestros del teatro histórico, desde
Shakespeare y Lope hasta Schiller y Hugo -sin que en esta comprobación pueda
caber la más lejana idea de un paralelo entre términos que no lo admiten-. El
consenso universal, por otra parte, se aviene más y más a no considerar en este
género teatral los datos y rasgos propiamente históricos más que como
materiales accesorios, destinados a realzar, ya la verdad y vida de los
caracteres, ya la pintura del ambiente local. A ese criterio me he conformado;
y si he procurado adaptar a mi obra dramática los conocimientos y resultados
adquiridos en mis anteriores estudios sobre Rosas y su época, es porque he
creído -y sigo creyendo- que esta sólida, aunque invisible, armazón documental
constituye la mejor condición y garantía de exactitud para la reconstrucción
artística del pasado. Pero dicho está que esta exactitud no es sino relativa y
no debe en ningún caso trabar la plena libertad evocadora del artista. Así,
para limitarme a los dos personajes centrales, si el modelado de una figura
histórica, tan acentuada y familiar a los espectadores como la del Restaurador,
tenía que ser el resumen y resultado concreto de cien rasgos auténticos y
significativos, dispersos en su biografía: no ocurre lo mismo con la evocación
de su hija Manuela, el numen templador de la tiranía, cuya imagen ha quedado
por siempre idealizada en la memoria de este pueblo. Con todo, gracias a lo
vago y flou de aquella personalidad juvenil (pues hasta después de los veinte
años poco se exteriorizó la acción de Manuelita en la política paterna) he
podido humanizar su gracia patricia, presentándola como sujeta ella también a
la fatalidad de la pasión que todo lo vence -omnia vincit amor -hasta
transformar en leona airada, cual otra Doña Sol, la mansa cordera de ayer, y
mostrarla, en esos minutos de orgasmo psíquico, capaz de alzarse ante el
déspota paterno para defender la vida del que ama.
En esta pintura episódica de la tiranía
he evitado el fácil recurso de los cuadros horríficos y reducido a su mínimum
la presentación de personajes odiosos que harto se conocen, aquí mismo, por referencias
de Maza, Love, Mandeville y otros testigos. Sólo aparece un instante el sayón
Gaetán, instrumento brutal del crimen, repugnante para el mismo tirano que lo
empleara. Era también inevitable la exhibición del traidor Martínez Fontes;
pero, cediendo a consideraciones sociales que se explican por sí solas, he
preferido cambiarle el nombre en la pieza, y no convertir el escenario en
picota de vergüenza para algún deudo, acaso sentado entre los espectadores.
Alguna vez hice tocar las dificultades de
la historia contemporánea, comparándola con esa selva pavorosa del Infierno
dantesco, compuesta de troncos que salpican con sangre la mano que intenta
herirlos. Mucho mayor, por cierto, aparece el impedimento, tratándose de la
viva y palpitante exhibición teatral... Y no necesito disculparme por haber
quitado todo viso antipático a ciertos deudos del tirano o familiares de su
casa, siendo así que este aspecto se conforma con la realidad. No calumniemos
la naturaleza humana, presentándola más perversa de lo que es, cuando las más
de las veces es sólo débil y pusilánime. Así he mostrado al inofensivo anciano
Corvalán, legendario "súfrelo todo" de Rosas, que lo hacía víctima de
sus groseros atropellos, mal rescatados por minutos de benevolencia. Buen administrador
militar bajo San Martín, y "generalizado" por el mismo Rosas, no fue
Corvalán un carácter ni un gran guerrero, empero, por su notoria honradez (de
la que tengo a la vista un curioso y auténtico comprobante, acusador de otro
palaciego), ya que no por sus talentos ni hazañas, merecerá el juicio
indulgente de la historia.
En el momento de ponerme a escribir el
texto de La divisa punzó, he tenido mis hesitaciones respecto del lenguaje o
estilo más adecuado para el diálogo, vacilando entre el castellano castizo y el
adulterado que aquí se usa, entre la gente culta que no ignora el español
correcto. Invenciblemente, al erguir, en el nocturno retablo que he descrito, a
mis fantoches imaginarios, hacíales emplear (siendo ellos argentinos, se
entiende) las formas y locuciones corrientes de nuestra jerga criolla.
Pareciome ver en ella una indicación imperativa a la que me he sometido, no
haciendo excepción sino en favor de Jaime Thompson, hijo de extranjero casi
educado en Europa, a quien suele remedar Manuela en los momentos patéticos.
-Consigno aquí, para los lectores o espectadores extraños, que nuestras
principales desviaciones lingüísticas consisten: para la fonética, en la
confusión andaluza de la z o c (ante e o i) con la s así como de la ll con la
y, pronunciadas en Buenos Aires como ge o gi francesas; y, para la analogía, en
la conjugación viciosa de los verbos en la segunda persona del singular, debida
a la substitución pecaminosa de tú por vos; de ahí las formas híbridas: querés,
poné, vení, etc., que son simples arcaísmos, encontrándose en los primeros
siglos del idioma, especialmente en el lenguaje rústico. Otras locuciones
(recién, no más, etc.), merecerían una discusión aparte, aun después del
estudio que les han dedicado lexicólogos tan avisados como Maspero, Menéndez
Pidal, Cuervo, Joret y otros. A pesar de lo dicho, en momentos de imprimir este
drama, y para no aparecer pagando también mi tributo a este trasnochado
"criollismo", tuve intención de presentar a los lectores del exterior
un texto expurgado: cuando reparé en ello, era ya tarde, hallándose muy
adelantada la impresión y distribuido el tipo de los primeros pliegos. Queda,
pues, el texto conforme a la representación, aunque restablecidos los pasajes
que hube de suprimir para someterme a las exigencias "procustianas"
del tiempo máximo que impone nuestro público.
No cerraré este prefacio sin expresar mi
agradecimiento por la benévola acogida que mi obra ha recibido del público, no
menos que de la crítica teatral, así argentina como extranjera. Me es
doblemente grato haber dado ocasión a que salieran a luz varios artículos tan
notables por su elevación de pensamiento y doctrina como por su belleza de
estilo, permitiéndome decir que tales manifestaciones de alta cultura literaria
honran más aún a sus autores que al favorecido por ellas. Y por cierto que no
dejaré de mencionar aparte -last not least- la preciosa ayuda que me ha
prestado, en este noviciado dramático, mi talentoso amigo don Joaquín de Vedia,
quien desde su primera lectura de La divisa punzó, puso espontánea e
incansablemente al servicio de la mejor adaptación teatral de la obra, el
inapreciable concurso de su experiencia y habilidad escénica.
P. G.
Buenos
Aires, 13 de septiembre de 1923.
Acto I
En casa de RAMÓN MAZA. -Una salita
sencilla pero decentemente puesta, a la moda de la época, con ciertos detalles
de elegancia en el moblaje de recién casados. Alfombra; sofá y sillones de
caoba forrados de crin; sillas doradas de esterilla; una mesa central y otras de
arrimo floreros con flores; un espejo de pared sobre una repisa; lámparas,
rinconeras con chucherías. Puerta en el fondo que da al zaguán, frente a otra
puerta simétrica que conduce al escritorio de Ramón Maza. Puerta a la izquierda
(todas las indicaciones corresponden a la derecha o izquierda del espectador)
que da a las habitaciones interiores. A la derecha, dos ventanas de reja volada
mirando al este. -La casa está situada en la calle de Las Piedras (acera
oeste), entre las del Restaurador y la de BELGRANO. Cuando se abre la ventana
penetran los rumores callejeros.
Escena I
ÑA CARMELA,
luego el TÍO BENITO; después CEJAS.
(ÑA CARMELA
es una mulatilla avispada y muy emperifollada; vestido de percal; grandes aros
de cobre dorado, collar de cuentas coloradas; moño punzó en la cabeza; sacude
los muebles, flojamente, atenta al tráfico de fuera. Habla a lo criollo usual,
como nacida en el país).
CARMELA.- ¡Ya las doce y nada todavía del
tío Benito y sus pasteles!... (Abre la ventana y entra una ráfaga de gritos
callejeros; "¡Aceituna, una!... ¡Ricos tamales federales!...
¡Alfajores!... ¡Pastelitos calientes!..." Al oír este grito, CARMELA corre
a la ventana, donde asoma por la reja la cabeza del negro BENITO.) ¡Al fin
apareció, tío Benito!...
BENITO.- (Con su risa ancha que muestra
la blanca dentadura, sobre el cutis de hollín.) Aquí estoy, pela fina; siempre
listo pala selvir a las buenas mozas. (El TÍO BENITO habla a lo africano de
comparsa carnavalesca.)
CARMELA.- Entre, tío Benito, no hay nadie
en casa...
(Entra el
TÍO BENITO, con su bandeja de pastelitos. Viste chaquetón de bayeta obscura con
enorme divisa; chiripá punzó y calzoncillos blancos de fleco; calza ojotas y
lleva encasquetado, sobre las motas de astracán, un sombrero de paja con ancho
cintillo rojo.)
Todos están fuera: la señora doña Rosita
en misa: ¡en San Juan y día del santo, hay para rato!... El comandante ha ido a
la quinta del señor don Manuel Vicente; hasta el asistente Cejas salió de
mañana para Flores, pero no tardará en volver.
BENITO.- Plimelo que todo, el negocio.
¿Cuántas me toma hoy? Y mile que son de lechupete...
CARMELA.- Le tomaré una docena. Tenemos
un convidado a comer. Un joven Tonson, o cosa así, pariente de doña Rosita, recién
llegado de Uropa.
BENITO.- Güeno, pues, le elijo los
mejores.
(CARMELA
recibe los pasteles en un plato y le da el dinero.)
Y ahora (Va
a cerrar la ventana.), ¿qué tenemos de nuevo en casa? Cuénteme ligelo, no sea
que nos solplendan...
CARMELA.- Anoche, nueva reunión aquí: los cinco de siempre con don
Ramón: don Jacinto Rodríguez Peña, don Enrique Lafuente, don Carlos Tejedor y
don Avelino Balcarce. Pero el amo tuvo que dejarlos luego, por un mensaje del
señor don Manuel Vicente, desde su quinta de la plaza Lorea. Sólo faltaba en la
reunión aquel otro nuevo, vestido de oficial, de noches pasadas, que le dicen
el paraguayo Álvarez Montes...
BENITO.- ¿Oía bien?
CARMELA.- No del todo; conversaban a
puertas cerradas y no muy fuerte. Pero luego se acaloraron, y como uno de ellos
me golpeara las manos pidiendo un vaso de agua, entré por este cuarto obscuro
(Enseña la puerta de la izquierda.), teniendo cuidado, al retirarme de dejar
abierta una "hendija" para oír mejor...
BENITO.- ¿Y qué sacó en limpio?
CARMELA.- No puedo explicarlo bien por no
haber oído el principio. Se trata de dar un golpe esta tarde. No sé qué golpe
será... pero han de entenderlo en la "seción". Lo que sí he pescado,
es que esta noche sale el patrón para el sud, dijo que a sublevar una fuerza...
BENITO.- Güeno es eso. Aunque no sea
mucho lo que ha pillado esta vez, segulo que el comisalio ha de sacal lo que
senifica. Y esta talde puede pasal pol la seción a lecibil la paga semanal.
CARMELA.- ¿Cómo cuánto se le hace que
será esta vez, tío Benito?
BENITO.- ¿Quién sabe? ¡Cuitiño es tan
agalao! Pero no menos de cincuenta...
CARMELA.- ¿Nada más? ¡Ay! que el platero
de Buen Orden me pide doscientos y tantos pesos por unas caravanas de oro que
tiene en la vidriera y me sacan los ojos...
BENITO.- Hijita, todo se andalá juntando
de a poco en una alcancía, como hago yo... Pero, estas muchachas, ¡todo es pala
pelifollo!... (En esto aparece el asistente CEJAS en el zaguán; se detiene unos
segundos para escuchar, pero TÍO BENITO, que lo ha visto, muda la conversación,
después de una guiñada a CARMELA.) (En voz alta.) Así, pues, ña Calmela; no
faltal esta noche al baile de San Juan en la Conceción, donde estalá la flol y
nata de las naciones; aunque pol su luto dicen que este año doña Manuela no
podlá asistil...
(CARMELA se
acerca al zaguán y vuelve.)
CARMELA.- Es el asistente que ha entrado
al escritorio del amo; esa mala sarna que nos viene espiando y no nos puede
pasar. Pero no hay cuidado, no ha oído nada.
BENITO.- (A media voz.) Si algo nuevo
solplende, avisal a la comisalía, ¡Y hasta mañana!
CEJAS.- (Entra teniendo en las manos unas
espuelas que está bruñendo. Vestuario de cuartel con el galón de cabo.) ¡Otra
vez aquí! (A TÍO BENITO.) Ya le tengo dicho, de orden del comandante, que no
pise del umbral adentro. ¡Vamos ligero, a la calle con su canasta! Y vos, ¡a la
cocina!
(Salen por
la puerta del zaguán; mientras el TÍO BENITO toma la calle, CARMELA se dirige al
interior, refunfuñando.)
CARMELA.- Tampoco es cosa de tratar como
perros a los pobres negros...
CEJAS.- ¡Bueno sería que algunos negros
aprendiesen del perro a ser fieles a sus amos! (Divisando un oficio puesto
sobre la mesa.) Oiga, Carmela, ¿a qué hora han traído este oficio?
CARMELA.- (Vuelve malhumorada.) ¡No sé!
Hará una hora. (Sale golpeando la puerta.)
CEJAS.- A la conguita, yo sé dónde le
aprieta la chancleta... Pero es de balde hijita: nunca me dio por el
candombe... (Contempla las espuelas de su jefe y sigue lustrándolas.) ¡Ya
relumbran como nuevas! ¡Si sospecharan estas espuelitas qué bonito galope van a
dar!... (Continúa su operación, tarareando en falsete, a lo gaucho.):
Cuando te
estoy mirando
niña, las
piernas,
se me ponen
los ojos
como
linternas
Escena II
RAMÓN MAZA,
CEJAS.
MAZA.- (Aparece en la puerta; viste
uniforme de diario. Cejas se cuadra.) ¿Ya estás de vuelta? ¿Hicistes todo como
te lo mandé?
CEJAS.- Todo, mi comandante. Está avisado
el caballerizo Otero, de Montserrat: su bayo estará ensillado desde la oración.
[En la quinta de Flores, tendrán en el corral, además del congo, un parejero
más y otros dos para mí.] Podremos emprender marcha al minuto.
MAZA.- Bien. No necesito repetirte,
Cejas, que nada debes chistar sobre estos preparativos, pues una palabra de más
podría perdernos...
CEJAS.- No necesita repetírmelo, mi
comandante. Pero debo avisarle que desconfío de la cocinera Carmela, a quien
varias veces he sorprendido en secreteos con el moreno pastelero, espía
conocido de la sección.
MAZA.- No me extraña la noticia: hace
días que sospecho este espionaje doméstico. Pero no es momento de remediarlo:
mejor será cuidarnos de ellos sin alerta. No atropelles, pues, a esa gente que
nos cree dormidos.
CEJAS.- Así haré, mi comandante. ¡Ah!
trajeron hace un rato este oficio del gobierno. (Le entrega un sobre lacrado de
negro.)
MAZA.- (Después de leer la nota de pocas
líneas y reflexionar unos segundos.) Oí: te vas a casa de don Jacinto Rodríguez
Peña, y le decís que necesito hablar con él urgentemente; que aquí lo espero.
CEJAS.- (Sale y vuelve desde el zaguán.)
Casualmente está entrando don Jacinto...
MAZA.- (A CEJAS.) Mejor: dejanos solos, y
velá porque no entren a interrumpirnos... no siendo don Jaime Thompson, que
come con nosotros...
Escena III
MAZA,
JACINTO PEÑA, se dan la mano.
MAZA.- Bien venido, Jacinto. Estaba
mandando a Cejas por usted, y supongo que lo trae algo relacionado con mi
propio llamado; pues en este día decisivo sólo un asunto puede preocuparnos.
PEÑA.- Me trae en efecto, el deseo de que
no ignore ninguna novedad relativa al complot. Esta mañana me buscó el amigo
Enrique Lafuente, cuyo concurso nos es tan precioso por estar adscrito a la
secretaría de Rosas. Como no me hallara, me dejó en casa unas líneas,
comunicándome que, a pesar de ser hoy día de fiesta, concurriría a Palermo para
terminar una copia urgente. Con esto ha querido avisarnos que no faltará
allá...
MAZA.- Perfectamente. He aquí ahora el
motivo de mi consulta. En mi ausencia, hace una hora, me llegó esta nota (La
lee.): "De orden de Su Excelencia el señor Gobernador, ruego a usted
quiera concurrir a la quinta de Palermo esta misma tarde... MANUEL
CORVALÁN." ¿Qué piensa usted que debo hacer? ¿Acudir a la cita, o
desoírla, a riesgo de precipitar el estallido?...
PEÑA.- (Después de unos segundos de
reflexión.) Ante todo, recapitulemos juntos las condiciones de nuestra empresa.
En ella, no sólo juega usted la vida, como todos nosotros, y por cierto que ha
de apreciarla indeciblemente en plena luna de miel;
(MAZA,
involuntariamente, cierra los ojos.)
sino que
mira comprometida la de un padre venerado, a quien ya vienen apuntando los
sicarios del tirano...
MAZA.- Tiene usted razón, Jacinto. Con
todo, y aunque hoy aparezco como el motor del golpe que se intentará esta
tarde, le consta que no he sido sino un adherente tardío...
PEÑA.- Bien, pues. Como tuvo usted que
dejarnos anoche en plena conferencia para acudir al llamado de su padre, le
resumiré en pocas palabras lo acordado en su ausencia. Sabe usted que con la
comisión argentina de Montevideo está convenido que esta tarde, a las 4, se
desprenderá de la corbeta bloqueadora Ariadne un bote tripulado por seis
marineros franceses y que trae otros tantos amigos nuestros, siendo materia
entendida que los extranjeros no tomarán parte en el ataque. A las 5 en punto,
el bote atracará en el ancón próximo al conocido sesteadero de Rosas. Ahora
bien: si debe o no efectuarse la intentona, nos lo avisará una señal de fuego
que queda a cargo del amigo Lafuente, como empleado del tirano y familiar de la
casa...
MAZA.- Ahora me explico su aviso de esta
mañana.
PEÑA.- La señal consistirá en cohetes
voladores disparados desde la torre de la ermita de San Benito: uno solo, si
conviene el desembarco; dos, si es inútil o peligroso. Logrado el golpe y
asegurada la persona del dictador, éste será entregado, sin atentar a su vida,
al comandante de dicha nave francesa, que lo transportará a lugar seguro
mientras se desarrollen los sucesos políticos y militares... Aquí entra usted
en escena, mi querido Ramón, con arreglo al plan de campaña elaborado en
Montevideo.
MAZA.- Nunca fui partidario del atentado
personal como medio de reforma política. Sin embargo, dados los visos
plausibles de la tentativa de Palermo, no cabe desconocer que su éxito
favorable acarrearía, sin efusión de sangre, una solución inmediata del
problema político.
PEÑA.- No es dudoso. [Aprehendido Rosas,
recaería naturalmente en su padre de usted, como presidente de la Junta, el
gobierno provisional para convocar a elecciones de verdad. Y entonces, después
de diez años de pruebas y sacrificios, quizá una designación feliz abriría a la
República la era de reparación a que es acreedora por su largo sufrimiento, ya
que no por su prudencia...]
MAZA.- Dios lo oiga, amigo. Entre tanto,
vuelvo al objeto de mi consulta y deseo oír su parecer...
PEÑA.- A ello voy... Lafuente está
persuadido de que Rosas tiene conocimiento de nuestro complot. Habrá sido
puesto sobre aviso por alguna vaga revelación de la policía, precisada, acaso
ayer, por la delegación de alguien próximo a nosotros. ¿Quién puede ser el
delator?
(MAZA le
mira fijamente.)
Leo en su
mirada el nombre que tengo en la punta de la lengua. Es el de Álvarez Montes,
que asistió a uno de nuestros conciliábulos, traído por el atolondrado de
Avelino Balcarce.
MAZA.- Yo desaprobé la ligereza de
Balcarce al introducir entre nosotros al tal Álvarez Montes, que se estrenó
pidiéndonos cinco mil pesos como gaje de su concurso...
PEÑA.- [Estaba usted probablemente en lo
cierto; el soldado leal venteaba al traidor. Feliz, mente, no asistió sino a
esa reunión, en la que, según lo establecido, todos llevábamos careta,
llamándonos por nombres convencionales. Ha sido también otro rasgo de prudencia
no citar a Álvarez Montes para nuestra conferencia de anoche, donde tomamos las
últimas disposiciones.] De ahí el que Rosas pueda estar enterado del complot,
aunque no de sus datos más esenciales, como ser la fecha exacta de la ejecución
y los nombres de los ejecutores. Al natural afán de arrancárselos ha de
responder este llamado urgente, siendo así que podía verlo mañana en la casa de
gobierno.
MAZA.- ¿Cómo piensa usted que,
conociéndome, pueda Rosas incurrir en tal torpeza?
PEÑA.- No dude usted que su antigua
perspicacia para conocer a los hombres se ha venido embotando por el trato
diario con serviles y cobardes. En todo caso, creo que el hecho de citarlo en
este día de fiesta a su quinta de Palermo, llena de parentela y visitas, aleja
toda idea de propósito violento. [Así, pues, para otro que no fuera Ramón Maza,
no habría riesgo inminente en la entrevista, bastando que el interrogado
considerase de buena guerra contestar con disimulo a quien pregunta con
perfidia.] Pero, entre el déspota que domina por el terror y el soldado que no
conoce el miedo, miro el choque tan inevitable, como fatales para usted sus
consecuencias... Sin desconocer, pues, qué factor importante podría significar
su presencia en Palermo, en el momento crítico, contemplo tan desastrosa la
eventualidad de su prisión, vale decir de su ausencia en el sud el día del
levantamiento general, que lejos de aconsejarle ese paso, estaría, al
contrario, porque anticipara esta tarde su marcha a Tapalqué...
MAZA.- Esto, no; me es indispensable
conocer primero el resultado de la intentona. De su éxito dependerá mi actitud
allá con el coronel Granada que, como usted sabe, me ha reemplazado en el mando
de la división. Además... (Su frente se anubla.), tengo que hacer mis últimos
arreglos con Rosita, para los días que dure mi ausencia...
PEÑA.- (Moviendo tristemente la cabeza.)
¡Pobre Rosita!... [No quisiera, amigo, agravar su angustia ni debilitar su
energía, que en esta hora solemne le hace falta toda entera... Pero, Ramón,
(Después de vacilar un momento.) ¿cómo ha podido usted casarse, asumir tal
responsabilidad casi la víspera de precipitarse la tragedia en que tenía
designado tan tremendo papel?... Perdóneme si toco con dedo indiscreto su
herida íntima...]
MAZA.- [Le explicaré, sin justificarla,
esta conducta mía que, en efecto, mirada desde afuera, mucho se asemeja a una
mala acción. Bien sabe usted cómo, a fines del año pasado, me encontré de golpe
relevado de mi mando en la frontera del sud. Ante suceso tan imprevisto, que
entorpecía mi carrera, cumplí un deber de lealtad exponiendo el caso a mi novia
Rosita. No sólo no logré conmover sus sentimientos, sino que apenas quiso
esperar a que se formalizara un establecimiento de campo que tengo emprendido.
Cedí al impulso del corazón, que no calcula. Nos casamos hace tres semanas: a
los pocos días vino a despertarme del embriagado sueño la cruel campanada de la
realidad, recordándome que otro compromiso solemne, el militar y el patriota
tenía contraído...] ¡Por suerte, Rosita sólo se da cuenta muy vaga del riesgo
que corre su frágil felicidad! ¡Para ella, mi proyectado viaje de esta noche es
a esos campos que estoy poblando en el sud... ¡Ahora, amigo, puede usted medir
cuánta debilidad interna se oculta a veces debajo de un exterior viril!...
PEÑA.- (Apretándole la mano.) Es usted un
héroe... ¡Pobre Rosita!...
MAZA.- Así y todo, debo agregar que de
otra parte, es de donde me llegan a lo íntimo del corazón las heridas más
punzantes que lo hacen sangrar.
PEÑA.- Ya entiendo: la situación de su
padre...
MAZA.- (Señal afirmativa.) Por el solo
hecho de habérsele interceptado unas cartas de Montevideo, en que mi cuñado
Valentín Alsina le pintaba sus anhelos de unitario emigrado, mi padre se ve
perseguido como afiliado a una conjuración de cuyos propósitos y medios nada
sabe, ¿oye usted? nada absolutamente. Anoche, una partida de la Sociedad
popular se juntó en la plaza Lorea para asaltar su quinta: intentó romper a
pedradas las puertas y ventanas, profiriendo gritos de muerte que son el
anuncio certero del crimen en incubación. ¿Se da usted cuenta de mi suprema
angustia? A mi padre, hace tres días que se le ofrece trasladarlo a Montevideo;
él se resiste, temiendo comprometerme; del propio modo que no quisiera yo
lanzarme a la revolución hasta saber que no puede descargarse en él la venganza
del tirano.
PEÑA.- Sí, Ramón: tiempos de hierro son
los que oprimen nuestra generación; y acaso será el mayor crimen de Rosas ante
la historia el haber perturbado las conciencias, sembrando la discordia en los
hogares...
MAZA.- ¿Qué mayor ejemplo de tales
conflictos, que el de mi propia casa? Rosita, mi mujer, tiene hoy el mismo
estrecho parentesco con el unitario Alsina y con el hijo del tirano; ¡sobre
ser, más que amiga, hermana de Manuelita Rosas!...
PEÑA.- Sí, en efecto; el caso es
característico... ¿Y por supuesto que nada hay que recelar de este trato
familiar?...
MAZA.- ¿Con Manuelita? Si es un dechado
de nobleza y lealtad: un argumento vivo contra la supuesta fatalidad de las
herencias paternas, pues ésta a ninguno de los suyos se parece... ¿Qué más le
diré? Manuela podría estar aquí presente y oírnos atacar al Restaurador, sin
que, a pesar de sufrir intensamente en su amor filial, le ocurriera el
pensamiento de delatarnos...
PEÑA.- Enhorabuena. Y, finalmente,
después de tanto deliberar, ¿quedamos en que usted...?
(Abre la
puerta del foro el asistente CEJAS, que se retira después de anunciar.)
CEJAS.- El señor don Jaime Thompson...
MAZA.- Que entre. (Se adelanta a recibirlo.)
Escena IV
Dichos,
THOMPSON.
(Éste viene
en traje de calle, moda inglesa; en el lado izquierdo de la solapa trae una
cinta punzó que puede pasar por divisa federal.)
MAZA.- Adelante, Jaime. Te encuentras con
un amigo.
(Apretones
de manos.)
THOMPSON.- (Mira el reloj de pared.)
Creo, Ramón, que me he adelantado un poco a la hora del almuerzo...
MAZA.- Estás aquí en tu casa. Rosita ha
ido a la misa de once en San Juan, pero no ha de tardar... ¿Quieres sentarte?
Nosotros quedamos en pie por comodidad.
THOMPSON.- Gracias, no quiero
interrumpirlos. Y ya que dispongo de algunos instantes libres, los aprovecharé,
si me permites, pasando a tu escritorio para formular una solicitud de
pasaporte al señor jefe de policía...
PEÑA.- ¿Cómo así? Llegado de Europa hace
ocho días, ¿pensaría ya en regresar?
THOMPSON.- Nada de eso. Se trata de un
pasaporte para Chilecito, donde tengo que realizar algunos estudios mineros;
pues sabrán ustedes -o no sabrán- que les está hablando todo un ingeniero de
minas.
PEÑA.- Pues, yo lo creía a usted dedicado
exclusivamente a la carrera diplomática... Y a propósito de diplomacia
(Enseñando con una sonrisa la cinta roja de THOMPSON.) sin que esto importe la
más leve intención de crítica, veo que no ha tardado usted en adaptarse a
nuestros hábitos...
THOMPSON.- (Con buen humor.) ¿Mi cinta
punzó? Diplomacia pura, en efecto. Lo que usted y muchos otros toman por una
divisa federal, muy parecida a la que sin duda guardan en el bolsillo, es
sencillamente la insignia de la orden belga de Leopoldo, otorgada a este pichón
de diplomático argentino por la hazaña, verdaderamente diplomática, de haber
asistido a la conclusión de un tratado comercial. Volviendo a mi carrera, es
cierto que, hasta hace algunos meses, he estado desempeñando las poco
recargadas funciones de segundo secretario -ad honorem- de nuestra legación en
Londres. Allí, gracias a la benevolencia del ministro don Manuel Moreno, amigo
de mi padre, pude dedicarme, durante años, en King's College, a los estudios
científicos de mi afición hasta recibir el año pasado el diploma de ingeniero
de minas.
PEÑA.- ¿No será precisamente en su país
donde espera ejercitar la profesión?
THOMPSON.- Pues no crea usted. Por lo
pronto, un grupo de capitalistas ingleses ha resuelto resucitar la difunta
sociedad rivadaviana de "Los minerables de Famatina". De ahí el que,
siempre por recomendación del ministro Moreno, se me propusiera, en condiciones
muy ventajosas, una misión de estudio de esas minas. Heme aquí, pues, en
vísperas de dejar sin gran sentimiento este tétrico Buenos Aires y partir para
Chilecito a desempeñar mi cometido... Y con esto los dejo a ustedes entregados
a su politiquería y discúlpenme que los haya interrumpido, hablándoles de lo
que sólo a mí puede interesar...
MAZA.- Pero, Jaime, creo interpretar el
parecer de Jacinto, diciéndote que no estás de más en nuestra conversación...
(PEÑA hace
una señal de asentimiento.)
THOMPSON.- (Dirigiéndose a PEÑA.)
Gracias, amigos míos, por su confianza; pero permítanme no aceptarla. [No es un
misterio para mí que está urdiéndose una conspiración cuyos lineamientos, si
bien conjeturales, andan en boca de la gente. No debo saber más.] Y permítanme
agregar, correspondiendo a su honrosa demostración, que tal vez se hayan
mostrado algo ligeros con ciertas adhesiones recientes... Conque ¡hasta
ahora!... No estaré más que algunos minutos, y supongo que todavía encontraré
aquí a mi amigo Peña... (Sale por la puerta del fondo.)
Escena V
MAZA, PEÑA.
PEÑA.- ¡Qué simpático sujeto!
MAZA.- Sí, y algo más, según sus
directores ingleses que colocan en el mismo nivel superior la personalidad
moral de Thompson, y su talento... ¡Qué signo de los tiempos, jacinto, el que
nosotros, sus amigos, estemos en el caso de deplorar su vuelta al país, y hacer
votos por su pronto regreso al extranjero! Y dígame: ¿supongo que a usted, lo
mismo que a mí, no se le habrá escapado la alusión contenida en su última
frase? (Con ira reconcentrada.) ¡Si ello fuera cierto, y que por obra de un
traidor se sacrificaran en vano nuestros amigos y corriera peligro la vida de
Enrique Lafuente, voto a Dios que el miserable no había de llevar al infierno
el castigo de su traición!
PEÑA.- Esperemos que eso no sucederá.
Entre tanto (Mirando el reloj.) ya van a dar las doce: creo que por ahora nada
más tenemos que decirnos. Y si está usted decidido a esperar aquí hasta la
noche...
MAZA.- No estoy decidido, y las últimas
palabras de Thompson aumentan mi perplejidad... (Se interrumpe para escuchar.
Hace un momento que viene llegando desde la calle un rumor de tropel de gente y
de tambor que bate marcha. Se acerca gradualmente. Ya se perciben gritos de
¡viva! y ¡muera! lanzados por una voz sola y repetidos por la muchedumbre
callejera. Ha abierto la ventana y mira por la reja volada.) ¿Qué algarada será
esa?
UNA VOZ.- ¡Viva el ilustre Restaurador de
las leyes, brigadier don Juan Manuel de Rosas!...
EL PUEBLO.- ¡Vivaaa!
OTRA VOZ.- ¡Viva su digna hija, doña Manuelita de Rosas y
Ezcurra!
EL PUEBLO.- ¡Vivaaa!
PEÑA.- (Que se ha acercado y mira
también.) Es una manifestación de la distinguida Sociedad popular que sale de
San Juan, amadrinada por el benemérito comisario Laguna, ¡Gracias a Dios que,
sin llegar hasta aquí dobla por la esquina del Restaurador!... Según parece, ha
venido escoltando el coche de Manuela Rosas, que sin duda salía de misa...
OTRA VOZ.- ¡Muera el pícaro viejo Maza,
renegado de la Santa Federación!...
EL PUEBLO.- ¡Mueraaa!
MAZA.- (Haciendo un gesto violento hacia
la calle.) Ganas me dan de dispersar a cintarazos a esa canalla...
LA VOZ DEL COMISARIO LAGUNA.- Amigos y
compañeros federales: me manifiesta la señorita Manuela que prefiere no oír hoy
sino vivas patrióticos. ¡Viva, pues, la Santa Federación!
EL PUEBLO.- ¡Vivaaa!
(Poco a poco
se va debilitando el rumor, y el tropel se aleja; pero antes de extinguirse, se
perciben los mismos gritos de antes, que se repiten: ¡Muera el viejo pícaro
Maza!...)
PEÑA.- (Desde la ventana.) El coche se
detiene aquí... ¡Toma! si trae también a Rosita con Manuela y la inseparable
María Josefa, que se reconoce a la cuadra por su monumental moño punzó... (Se
retiran cerrando la ventana.)
MAZA.- Esa indecente saturnal me ha
decidido. Iré a Palermo esta tarde para intentar, a cualquier riesgo, arrancar
a mi pobre padre de los colmillos de esa jauría...
PEÑA.- A fe que, pensándolo bien, puede
que sea lo más acertado... Si es que no sugiere otra cosa esta visita de
Manuela con su amable tía... Y a propósito, ¿no convendría prevenir a Thompson
de la visita, por si prefería no entrar en relación con la augusta familia
restauradora?
MAZA.- ¡Pero si Manuela y Jaime son
amigos de infancia!
Escena VI
Dichos;
MANUELA, ROSITA, MARÍA JOSEFA y luego THOMPSON.
(Las señoras
visten de negro; MANUELA y MARÍA JOSEFA, de luto, con manto; ROSITA, de
mantilla: todas con el moño federal, que ROSITA se quita al entrar. Tras ellas,
se ve pasar para adentro al negrito portador de la alfombra de ROSITA.)
MARÍA JOSEFA.- Unos minutos no más:
entrada por salida. ¡Qué hermosa manifestación! ¡Ojalá pudieran presenciarla
los salvajes de Montevideo que niegan la popularidad del Restaurador! (Saludos,
apretones de manos.)
MANUELA.- (Muy afable, a RAMÓN.)
¡Dichosos los ojos! Y también a usted, Peña, tan perdido...
(Éste saluda
con una fría inclinación.)
MAZA.- Eso dirán los míos... Pero lo que
es hoy, creo que tendrá usted ocasión de saciarse. Pienso ir a Palermo después
de comer, correspondiendo a una invitación del gobernador.
MANUELA.- ¡Cuánto me alegro! ¿No es
cierto, María Josefa, que es buena noticia para todos?
MARÍA JOSEFA.- Seguramente... (Entre
dientes.) Según y conforme...
MANUELA.- ¿Y por supuesto, con Rosita?...
Allá estará también su hermana Mercedes, aunque Juan quedó en el Salado.
MAZA.- (A ROSITA.) ¿Qué te parece?
ROSITA.- ¡De mil amores!... La tarde va a
estar espléndida con este tibio sol de junio. Iremos y volveremos a caballo,
sin darnos prisa...
MANUELA.- ¿Por qué no se vienen a comer
con nosotros? El coche es de cuatro asientos. Y ya saben que tatita no come
hasta las dos...
MAZA.- Muchas gracias, pero hoy me es
imposible: tenemos un convidado...
ROSITA.- [Y es un viejo amigo tuyo: tu
antiguo compañero de juegos y paseos en la estancia del Pino.]
MANUELA.- (Procurando disimular su
emoción.) Jaime Thompson, ¿verdad? Qué gusto tendré en verlo. Supe que había
vuelto de Europa hace unas semanas, y extrañamos no recibir su visita, ni en
casa ni en Palermo...
MARÍA JOSEFA.- De veras que ha tenido
tiempo sobrado; y más siendo hasta ayer empleado del gobierno...[31] Pero, ya
se ve: se nos vendrá hecho un inguilis mánguilis...
MANUELA.- (Sin parar atención en la
charla de su tía.) ¿Y dónde está el viajero?
MAZA.- (Dirigiéndose al fondo.) Estaba
escribiendo unas líneas... un pedido de pasaporte. Voy a ver si ha terminado.
(Al salir al zaguán, da con THOMPSON, que estaba por entrar.)
THOMPSON.- (Aparece con un pliego
cerrado, que luego dejará sobre la mesa.) Ya está mi nota al señor Victorica...
Y no me ha costado poco redactarla en medio de esa infernal batahola. ¿Qué era
eso, una revolución? (MAZA le hace señas de callar mientras entran al
proscenio.) ¡Oh, Manuela! ¡cuánto celebro el feliz encuentro! (Le da la mano y
después a MARÍA JOSEFA.) Y lo mismo le digo a usted, doña María Josefa.
MARÍA JOSEFA.- (Agridulce, mirándolo.) Y
vos siempre buen mozo, aunque tan agringado como te me habían pintado...
THOMPSON.- En cambio, usted nada ha
variado en cinco años. Y la supongo tan poco cambiada en lo moral como en lo
físico. Mis felicitaciones...
MARÍA JOSEFA.- Me encontrarás como me
conocistes: pan, pan, vino, vino...
MAZA.- (Entre dientes.) Y vinagre,
vinagre.
PEÑA.- (Se acerca a despedirse.) Estaba
saliendo cuando ustedes entraron... Señoras... (Da la mano.)
MAZA.- Te acompañaré para que me des esos
papeles... (A MANUELA.) Son dos cuadras; vuelvo al momento... (A ROSITA, que ha
ido con él hasta la puerta del zaguán, enseñando a MANUELA y THOMPSON que están
cambiando algunas palabras a media voz, y a quienes visiblemente estorba la
presencia de la tía.) Procura quitar de en medio al mamarracho: estos chicos se
desviven por cantar a solas su duettino...
ROSITA.- Descuidá: me encargo de eso.
(Salen RAMÓN y JACINTO, y ROSITA vuelve al proscenio.) Necesito pedirte un
favor, María Josefa. Tengo preparado un fiambre, y para no quedar mal con este
convidado de tono, quisiera que me enseñaras aquella salsa fría que tanto nos
gustó en tu casa. Ya me distes la receta, pero no me animo si no me la muestras
otra vez...
MARÍA JOSEFA.- Hija, con mucho gusto.
Vamos allá, vamos allá. (Deja sobre la mesa tapado, mantilla, abanico, mitones,
rosario, etc., mientras sigue hablando:) ¿Me permitirán dejarlos solos un
momento?
THOMPSON Y MANUELA.- (A dúo.) Sí, sí.
MARÍA JOSEFA.- (A ROSITA, al marcharse juntas.)
¿Tienes en la cocina todo lo necesario: grasa de chancho, hongos, zanahoria,
cebolla, puerros, perejil...? Vamos ligero que es tarde. ¡Ah! me olvidaba de lo
mejor: un vaso de vino blanco... de los nuestros, con preferencia de Mendoza o
La Rioja... Pero (volviéndose desde la puerta a los jóvenes, con algo de
sorna.) ¿no se resentirán si los dejamos solos unos minutos?
THOMPSON Y MANUELA.- (Juntos, mientras
ROSITA se ríe sin disimulo.) ¡No, no!
(Salen MARÍA
JOSEFA y ROSITA.)
Escena VII
THOMPSON,
MANUELITA ROSAS.
THOMPSON.- ¡Qué criatura tan simpática...
(Aparte, refiriéndose a ROSITA que ha salido con la tía MARÍA JOSEFA.) sobre
todo cuando se lleva a la otra! ¡Es tan graciosa, que resulta hasta bonita!
MANUELA.- ¿A quién se refiere usted?
THOMPSON.- ¿No le parece que ha de ser a
María Josefa?
MANUELA.- (Con reproche bondadoso.)
¡Pobre María Josefa! Sería crueldad poco digna de usted perseguir a una infeliz
vieja en quien penetran las burlas como los alfileres en un acerico, Pronto se
convencerá, Jaime, de que esos rasgos ridículos son todos de superficie y no
afectan el fondo, que es excelente. Es una penca espinosa llena de agua fresca
en su cogollo. ¡Si supiera usted cuánto la prefiero a otras tías más vistosas!...
A usted, que ha de ser siempre tan generoso como lo conocí, le bastará, para
que todo le perdone, desde sus tropezones de lenguaje hasta su exaltado
federalismo de pacotilla, saber que me quiere más que a nadie y a nada en el
mundo...
THOMPSON.- (Con acento sincero.) ¡Que sea
éste su mérito mayor y le valga en adelante para merecer mi profunda simpatía!
Pero, volviendo a Rosita Fuentes, ¿no es cierto que es una alma exquisita?
MANUELA.- Encantadora y digna seguramente
de la dicha más completa... y que quizá la suerte no le depare...
THOMPSON.- ¿Qué quiere usted decir?
¿Acaso Ramón Maza no posee todas las prendas de un caballero y de un excelente
esposo? ¿No la quiere entrañablemente?
MANUELA.- Ramón la quiere y la merece;
pero le sospecho embarcado en una aventura terrible, y que tal vez cueste a la
pobre Rosita más lágrimas que si fuera Ramón malo o desamorado.
(Después de
un silencio, THOMPSON muda la conversación.)
THOMPSON.- Somos algo parientes, y nos
vemos a menudo, en confianza fraternal. El ambiente de este hogar, joven y
risueño, me refresca el alma. ¿Me permitirá usted confiarle que, con Rosita
hablamos mucho de usted? Ayer me estuvo refiriendo la cariñosa solicitud con
que usted había rodeado a mi pobre madre, el año pasado, durante su última
enfermedad... Algo de ello sabía yo por cartas de la misma enferma; pero,
naturalmente, no podía estar informado de lo que siguió después... (Con
sencillez conmovida.) Sé ahora que usted la acompañó en sus últimos momentos y
que sus ojos fueron cerrados por esa blanca mano que le pido permiso para
besar. (Se inclina y le besa largamente la mano.)
MANUELA.- (Desviando el tema para ocultar
su emoción.) Igual cosa me pasa con Rosita respecto de usted. Le aprecia y quiere
realmente como a un hermano. Hace un rato, en el atrio de San Juan, a la salida
de misa, mientras María Josefa hacía su colecta de chismes parroquiales, Rosita
me contaba algunos detalles de su existencia en Inglaterra, tan interesantes y
honrosos que -se lo confío con algún rubor- estoy aquí, en realidad, yo,
Manuela Rosas, haciendo una visita a quien no se ha dignado hasta ahora,
hacérmela a mí...
THOMPSON.- ¡Oh! Manuelita, no me hable
usted así. Bien lo adivina usted, son consideraciones extrañas a su persona las
que me han hecho diferir el cumplimiento de esa obligación -ella, perdóneme la
franqueza- quizá no tenga de cómoda y grata sino la parte que, por adelantado,
estoy ahora disfrutando... Además (Con una pausa de vacilación.), no estaba yo seguro
de que la actitud de usted conmigo sería... lo que es: ¡tan extraños rumores me
llegaban allá...!
MANUELA.- ¿Rumores de qué género?
THOMPSON.- ¡Oh! nada ofensivo a su
persona. Pero algunos la describían como representando en Buenos Aires no sé
qué papel de infanta... ¡Hasta llegó a propalarse que figuraba usted en los
proyectos de la Junta legislativa como presunta heredera de la dictadura
paterna!...
MANUELA.- (Alzando los hombros.) ¿Y esa
ridiculez es todo lo que ha sabido de mí?
THOMPSON.- No; he sabido también que
entre los excesos y violencias de un poder sin freno, su influencia no dejaba
un instante de interponerse para atenuar en lo posible el peso de las
iniquidades, y poner un poco de bien junto a tanto mal... Con todo, confieso
que, hasta hoy, me he sentido renitente para cumplir con un deber que reconozco
imprescindible...
MANUELA.- (Con una punta de melancolía.)
¡Ay! demasiado me hago cargo de su desvío, quizá fundado en prejuicios o
informes exagerados y que no quiero discutir con usted... Pero en su interés
propio, comprenderá que esa visita oficial no puede diferirse más; y agrego,
guiada por motivos especiales, que le aconsejo aprovechar la bella tarde de hoy
para realizar un paseo a Palermo, el cual será, por cierto, en la más agradable
compañía que pudiera usted desear...
THOMPSON.- ¿Con Ramón y Rosita? No puede
imaginarse mejor, en efecto, y le doy las gracias por su insistencia...
MANUELA.- (Súbitamente alegrada.) Y
ahora, para no hablar sino de los gratos recuerdos de otro tiempo, ¿nada le
trae a la memoria la fecha de hoy, ni la fiesta que se celebra en la iglesia
vecina?
THOMPSON.- (Queda buscando unos segundos;
luego, golpeándose la frente.) ¿La fecha de hoy?... ¡Oh! qué abobado estaba!
¡Si no tengo recuerdo más presente y vivo! No agregue usted una palabra,
Manuelita, y déjeme volver solo por mi crédito comprometido. ¡El día de San
Juan del año 34! ¡Ha podido pasárseme por un momento la fecha del almanaque,
pero ese recuerdo nunca se ha separado de mí!... Hace cinco años, en tal día
como hoy, una niña primaveral y un tímido adolescente deletrearon juntos en el
libro del corazón, la primera página, la más dulce de todas porque es la más
pura.
MANUELA.- (Algo inquieta, sonriendo para
disimular.) Ahora voy temiendo que tenga usted demasiada memoria...
THOMPSON.- ¿Cómo olvidar las últimas y
exquisitas horas que juntos saboreamos en su estancia del Pino, donde vivía yo
mucho más que en la nuestra del Manantial? Era la víspera de mi regreso a
Buenos Aires, donde tenía que embarcarme para Inglaterra... Quiso la suerte que
disfrutáramos sin estorbo toda aquella tarde, que marcaba el término de tres
semanas de deliciosa intimidad. Brillaba un tibio y radiante sol de invierno,
como el de hoy. Nos dirigimos a caballo, solos, a un puesto donde sabíamos que
se había armado un baile campestre por la boda de una hija de su capataz...
MANUELA.- La Casilda, mi hermana de
crianza...
THOMPSON.- Nos mezclamos a esa gente
sencilla; hasta recuerdo que bailamos juntos un baile criollo, al son de la
guitarra y con sendas relaciones improvisadas.
MANUELA.- Un pericón en cuadro con los
novios. Y a fe que lo hacía usted muy bien, y me parecía elegante con su poncho
recogido y su pañuelo de seda al cuello...
THOMPSON.- ¿Y qué decir de usted, fresca
y pura como una flor, con su cabeza de camafeo, más perfumada que el clavel
rojo, único adorno que ese día llevaba en la sien?...
MANUELA.- (Desprende furtivamente su moño
y lo deja en la mesa; luego, cual hablando consigo misma.) Sí, aquellos
contactos eran sanos en su rusticidad; no como otros rozamientos arrabaleros y
nauseabundos que me he visto obligada a sufrir después...
THOMPSON.- (Evocando a media voz la
escena lejana, que MANUELA, con los ojos bajos, sigue con avidez.) Volvimos
algo tarde, en el breve crepúsculo; pero riendo y cantando a la par de los
pájaros que ya se recogían en los ramajes. Yo, de muy antes, conocía su gracia
intrépida de precoz amazona porteña; pero ese día, a ratos me quedaba atrás
para admirar su esbelta silueta en el ajustado vestidito claro, con sus trenzas
atadas de la punta y la boina punzó, cuyo reflejo palidecía un poco su delicado
perfil... Íbamos recorriendo así, al corto galope de campo, las dos leguas que
nos separaban del Pino, cuando de repente, al arrancar su caballo para trepar
la barranca del arroyo de Morales, se rompió una hebilla de la montura; y en
ese despoblado, con la noche cercana, no hubo más remedio que dejar el caballo
suelto y subir usted en ancas del mío para la legua que faltaba. El fresco
arreciaba; y como sintiera yo sus manos frías, la obligué a que las metiera
sobre mis hombros, bajo de mi poncho. A veces, para calentarlas, posaba sobre
una de ellas mi derecha libre, pareciéndome tener allí unas charreteras de
seda... Pero desde ese momento ya no nos hablamos con la soltura de antes; y
fue casi en silencio como, ya cerrada la noche, llegamos a su casa. Al saltar
al suelo, se desprendió el clavel de sus cabellos, y usted fue quien, más
ligera que yo, lo recogió para regalármelo. Helo aquí... (De su cartera saca un
sobrecito que contiene la flor seca.) Allá, en mi cuarto de Londres, en medio
del estudio nocturno, cada vez que me volvía la añoranza del pasado, extraía de
su relicario la flor marchita; y, de pronto, parecíame que trascendía en el
ambiente una fragancia sutil emanada del inmortal recuerdo... (Lentamente y
bajando la voz.) Es así, Manuela, cómo he olvidado aquel 24 de junio...
MANUELA.- (Profundamente conmovida.) Si
usted, en el bullicio de la gran metrópoli europea, no ha olvidado el idilio de
nuestra juventud, ¿qué mérito tengo yo en haber conservado su recuerdo,
volviendo cada año al sitio mismo donde ocurrió y subsiste intacto su marco de
frescura?... Así han pasado cinco años, con la mezcla de tristezas y alegrías
que componen la existencia más feliz; pero, sin duda, lo que menos ha cambiado,
es el sentimiento de quien los ha vivido en presencia de la inmutable
naturaleza...
(Silencio,
interrumpido por la entrada de MARÍA JOSEFA y ROSITA.)
Escena VIII
Dichos,
MARÍA JOSEFA, ROSITA, luego MAZA.
MARÍA JOSEFA.- ¿He tardado mucho?
THOMPSON.- Un siglo, que nos ha parecido
un minuto... No (Corrigiéndose al mirar a MANUELA.), quise decir lo
contrario...
MARÍA JOSEFA.- ¿Sí, eh? ¡Buen
farsante!... Pero, vamos, Manuelita, que ya son más de las doce y media...
(Mientras se ponen el manto, los guantes, etc., MARÍA JOSEFA refunfuña a media
voz, delante del espejo.) ¡Así, el boquirrubio como la mosquita muerta, muy
creídos están de que me la pegan! Falta saber cómo a Juan Manuel le sentarán
estos revuelos... ¿Ya estamos? ¡Hasta luego! ¡Au rebuar!
MANUELA.- (Que ya salía, vuelve sobre sus
pasos; a THOMPSON.) ¡Ah! Deme usted esa solicitud de pasaporte para que se la
haga tramitar.
THOMPSON.- (Se la da.) ¡Cuánta bondad!
MANUELA.- (Despidiéndose, con besos, de
ROSITA.) ¡Qué contenta estoy!
ROSITA.- Ya lo veo, Manuelita...
MAZA.- (En la puerta.) ¡Hasta luego!
MARÍA JOSEFA.- (Con ironía a THOMPSON, que se dispone a
acompañarlas hasta el carruaje.) No te incomodes por mí... Sin cumplimann...
THOMPSON.- Usted pronuncia el francés
como un nativo...
MARÍA JOSEFA.- (Que husmea la burla.) ¡Eh!...
THOMPSON.-
Formal... Como un
nativo... de la Coruña.
ROSITA.- (A RAMÓN.) ¡Qué preciosa pareja
harían!... Si esto pudiera cuajar, sería una dicha para todos nosotros, y acaso
para el país...
RAMÓN.- Muy difícil... Ni él querrá ser
yerno del Restaurador, ni ella aceptará jamás abandonar a su tatita...
(Vuelve
THOMPSON.)
Vamos a la
mesa, que va a dar la una y tenemos que estar en Palermo antes de las tres, si
no queremos volver de noche.... aunque hoy habrá luna casi llena. A propósito
(A ROSITA.) te propondría, para no perder tiempo en buscar caballo, que Jaime
fuera en tu zaino... ¿A no ser que te repugne ir en ancas, como cuando
novios?...
ROSITA.- (Afectando gazmoñería.) Sí,
mucho me repugna ir en ancas de este marido tan horroroso y antipático. Vamos
al comedor. (Toma el brazo a JAIME.)
RAMÓN.- (Que los sigue, quedando un poco
atrás.) Tu marido, pobre criatura... ¡Sabe, Dios cuánto tiempo te durará!...
Acto II
La quinta de ROSAS en Palermo, hacia 1839
(antes de la transformación operada durante su permanencia, que desde 1842 fue
allí casi estable). El escenario representa el patio trasero de la casa, lleno
de árboles y plantas de adorno; mesas volantes y asientos rústicos. Se yergue
en segundo término un corpulento ombú, cuyo ramaje, formando cenador, entolda
esta parte central de la escena. La espaciosa casa baja desarrolla casi de
perfil, a la izquierda del espectador, su galería de pilares a la que se accede
por unas gradas; de la fachada lateral que cuadra el frente y se pierde entre
bastidores, sólo queda visible una ventana, a unas dos varas del suelo. A la
derecha, la entrada de una glorieta entapizada de enredaderas; en el fondo,
perdida en la espesura, una ermita ruinosa, cuya torrecilla en cubo surge de la
arboleda; del mismo lado, en primer término, el arranque de la calle que
conduce al cuerpo de guardia y portón de entrada. Empieza el acto poco después
de las tres de la tarde (habiendo transcurrido menos de dos horas desde el
final del primer acto y terminará al anochecer, después del corto crepúsculo de
invierno, a la luz de los faroles encendidos en la galería y los follajes.
Escena I
TENIENTE
DÍAZ; GENERAL CORVALÁN; después el CAPITÁN ÁLVAREZ MONTES.
(El TENIENTE
DÍAZ, sentado en un banco cerca de la gradería, se pone de pie al ver llegar al
GENERAL CORVALÁN y, después de la venia, escucha sus órdenes.)
CORVALÁN.- Teniente Díaz: avise al
capitán Álvarez Montes, en el cuerpo de guardia, que le llama el general
Corvalán. Y puede usted quedar a comer allí. (Vase el TENIENTE DÍAZ, y CORVALÁN
queda paseándose en el escenario, meditabundo.) ¿Qué cosas van a suceder aquí
esta tarde?... (Se presenta el CAPITÁN ÁLVAREZ MONTES: traje de cuartel; hace
la venia y espera órdenes.) Capitán Álvarez Montes, aunque de hecho queda usted
relevado de este servicio por haber vuelto a tomarlo el teniente Díaz, que se
había ausentado en comisión, dispone Su Excelencia que no se aleje de la quinta
hasta segunda orden. (Mirando hacia la derecha.) ¡Toma! ¿Qué no es el
comandante Maza quien allí se apea, con su mujer y el joven Thompson?
ÁLVAREZ MONTES.- Ellos son, mi general.
(Hace ademán de retirarse hacia el fondo.)
CORVALÁN.- ¿Qué es eso? ¿No tiene usted
relación con Ramón Maza?
ÁLVAREZ MONTES.- (Algo corrido.) Como no
viene solo... Por discreción...
CORVALÁN.- ¡Dijeras por vergüenza,
bellaco!..
Escena II
Dichos,
MAZA, ROSITA, THOMPSON.
(Los recién
llegados se han desmontado entre bastidores; los hombres han conservado en la
mano su látigo. Saludos; venias de los militares.)
ROSITA.- Buenas tardes, general. (Después
de una fría inclinación a MARTÍNEZ presenta THOMPSON a CORVALÁN.) ¿No se
conocen? Mi amigo y pariente Jaime Thompson, el general Corvalán. ¿Todavía están
en la mesa?...
CORVALÁN.- Están terminando. Pero
ustedes... si gustan...
ROSITA.- ¿Qué te parece, Ramón?
MAZA.- Vos que sos de la casa, es natural
que entres. Yo he sido llamado por el Gobernador: quedaré aquí con Thompson,
esperando que aquél se levante de la mesa para anunciarle mi presencia.
CORVALÁN.- Si usted me permite, Rosita,
la acompañaré. Está en la sala su hermanita Mercedes, que no ha venido a la
mesa. (Suben las gradas y desaparecen por la galería.)
Escena III
Dichos,
menos CORVALÁN y ROSITA.
(Durante el
breve diálogo de MAZA y ÁLVAREZ MONTES, THOMPSON se mantiene alejado,
observando el sitio.)
MAZA.- (Con frialdad.) Algo me sorprende
encontrarlo aquí, capitán...
ÁLVAREZ MONTES.- (Sonriendo forzadamente.)
Lo mismo podría decir yo, comandante...
MAZA.- Yo vengo llamado por un oficio del
Gobernador...
ÁLVAREZ MONTES.- Y yo por orden del
edecán general. Desde anteayer estoy substituyendo al ayudante Díaz.
MAZA.- Bien; pero como no nos hizo saber
este cambio de servicio, después de la reunión a que asistió en casa... Y por
acá (Echando una sonda.) ¿no ha ocurrido novedad?...
ÁLVAREZ MONTES.- (Con deseo visible de no
prolongar el diálogo.) Nada comandante, que yo sepa, al menos...
MAZA.- (Con desconfianza.) Si nada sabe
usted... Está bien, capitán. No le detengo más.
(Se retira
ÁLVAREZ MONTES, haciendo una venia a MAZA y una ligera inclinación a THOMPSON.)
THOMPSON.- (Que le ha mirado alejarse.)
¿Es ese el nuevo afiliado a que de oídas me refería ayer? No me gusta; y
sentiría saberlo depositario de un secreto mío...
MAZA.- [¿Qué fundamento tienes para
hablar así?]
THOMPSON.- [¿Fundamento? Ninguno. Es una
simple impresión. Le encuentro un aspecto sospechoso; lo que en su estilo un
torero definiría: "un bicho de mirada sucia". Pero, ¿qué diantre los
ha inducido a anexarse ese individuo?]
MAZA.- (Con violencia.) ¡Eh! A mí tampoco
nunca me gustó; y menos hoy, que lo encuentro rondando las cercanías del
tirano... (Mirando hacia la izquierda.) Pero allá diviso al amigo Enrique
Lafuente, que sin duda me está buscando... Seguramente, como oficial de
secretaría, ha de estar al tanto de cualquier novedad.
THOMPSON.- (Disponiéndose a apartarse.)
Voy a dar un paseíto por la quinta mientras ustedes conversan de su asunto.
MAZA.- ¿Por qué no te quedas, Jaime?
Podría ser útil que conocieras la situación.
THOMPSON.- Te expliqué hace unas horas
mis motivos para abstenerme. Ahora tendría quizá otros más en apoyo de esta
actitud... Escucha. Si hoy o mañana llegaras a necesitar de un amigo para
secundarte en cualquier lance o proteger a Rosita: cuenta conmigo. Si, más
tarde, me encuentro aquí cuando despliegues la bandera liberal para combatir la
tiranía en el campo de batalla, estaré al lado tuyo. Pero no me pidas que entre
hoy en un complot a que tú mismo no has adherido con entusiasmo. No insistas
más. (Saluda a LAFUENTE, dándole un apretón de manos.) ¡Los dejo hablar a
solas, deseándoles buen éxito! (Se va.)
Escena IV
MAZA,
LAFUENTE.
(Después de
darse la mano se retiran hacia la izquierda.)
LAFUENTE.- (Con gravedad.) Al ver entrar
a Rosita en el comedor, comprendí que estabas aquí y me escabullí sin ser
notado. Hoy encontrarás al tirano desbordante de regocijo por [dos
acontecimientos a cual más fausto para él. Es el primero la noticia de haber
sido fusilado anteayer en el Arroyo del Medio -por su orden, naturalmente- el
ex gobernador de Santa Fe, don Domingo Cullen, acusado de inteligencia con la
escuadra francesa. El segundo motivo de regocijo, para el Restaurador, no es
otro que] la revelación de nuestro complot, con todos los detalles del día,
hora y forma de la tentativa.
MAZA.- ¡Qué desastre!...
LAFUENTE.- Sí, todo está perdido. Están
ya tomadas todas las medidas de defensa, y, como verás, con la parte de
bufonería mezclada a la tragedia que es característica de Rosas. Hemos sido
vendidos.
MAZA.- ¡Un traidor! No necesito que me lo
nombres...
LAFUENTE.- Acabo de verlo rondar por
aquí, sin duda tras de algún hilo más para su trama...
MAZA.- Perdé cuidado Enrique: te juro que
si de ésta escapo con vida, él no escapará de la justa expiación...
LAFUENTE.- Todo vendrá a su tiempo. Por
ahora, sólo pensemos, [antes que en el castigo del criminal,] en la salvación
de las amenazadas víctimas. Dentro de una hora, a no recibir aviso contrario,
nuestros amigos desembarcarán aquí cerca, dispuestos a apoderarse de la persona
del tirano, a quien supondrán descansando en su sesteadero. Ahora bien: gracias
a los informes suministrados por el traidor, he aquí lo que encontrarán. Los
desembarcados divisarán, en efecto el bulto de un hombre sentado entre el
follaje, vestido como el tirano y que no será sino uno de sus bufones: esta vez
le toca al idiota "Don Eusebio" servir de añagaza a nuestros
cazadores. Conforme a nuestro plan, el esperpento no corre en realidad peligro
alguno; pero esto, lo ignora su amo, que no ha vacilado un segundo en
sacrificar eventualmente al infeliz. Rosas prevenido, tendrá apostados unos
veinte soldados que, a un grito, rodearán a los asaltantes, con orden de hacer
fuego ante el menor conato de resistencia. Tal es el drama que se prepara.
Ahora bien: frustrada nuestra intentona, ¿cómo impedir la catástrofe?
(LAFUENTE, girando una mirada en derredor, ve, hacia el fondo, a ÁLVAREZ
MONTES, que se ha acercado con disimulo, hasta ocultarse tras el ombú para oír
la conversación. LAFUENTE, sin hablar, lo indica a MAZA que da un paso hacia el
espía.)
MAZA.- ¿No ves a ese miserable que se
atreve todavía?...
LAFUENTE.- Calma, Ramón, nada de alboroto
por ahora. (Dan vuelta al ombú. ÁLVAREZ MONTES ha desaparecido.) Tal vez
estuviera ahí por casualidad: creo que estaba de guardia... Pero ganemos este
reparo, donde nadie nos puede ver ni oír. (Se colocan contra el ala izquierda
del edificio, debajo de la ventana. Se ve a ÁLVAREZ MONTES doblar por el fondo
de la casa.)
MAZA.- ¿Y esa ventana?
LAFUENTE.- Cerrada, como ves, Por lo demás,
cabe en cuatro palabras lo que necesitas saber. No has olvidado que a las cinco
en punto nuestros amigos desembarcarán del bote francés, a no recibir desde
tierra una señal contraria. Esta señal convenida ya la conoces... (Asentimiento
de MAZA.)
(Mientras estaba hablando LAFUENTE, se ha visto la ventana
entreabrirse y aparecer la cabeza de ÁLVAREZ MONTES en la abertura. En este
momento MAZA, que ha alzado los ojos, nota la ventana entreabierta, y con un ademán
impone silencio a LAFUENTE. Después se sube vivamente en una silla para echar
una mirada al interior, donde no ve a nadie.)
MAZA.- Me parece que esta ventana no
estaba así. De todos modos volvamos al descampado y habla despacio, es más
seguro... (Vuelven a colocarse en medio del proscenio.)
LAFUENTE.- (A media voz, apenas
perceptible para el público.) Termino. ¿Quién, al minuto fijado, encenderá los
dos fuegos salvadores? Yo, sin duda, pues los tengo preparados y me encuentro
en el sitio. Pero algo podría acontecerme que me inutilizara...
MAZA.- Aquí estoy para substituirte.
LAFUENTE.- Por eso he querido informarte.
Los cohetes se encuentran en la capilla, tras del altar. Ahora separémonos.
Para alejar toda sospecha de mi presencia en el sitio, voy a despedirme ostensiblemente
de Corvalán. Subo a caballo, camino de la ciudad, y vuelvo sin ser visto a
ganar mi escondrijo de la ermita y esperar la hora. ¡Adiós!... (Se aleja
LAFUENTE hacia la galería, mientras se ve pasar en el fondo a ÁLVAREZ MONTES,
que de lo último nada ha podido pescar y se dirige hacia el cuerpo de guardia.)
Escena V
MAZA,
THOMPSON.
THOMPSON.- (Que llega del fondo.) ¿Ya
concluyó la conferencia?
(MAZA
asiente con la cabeza.)
Pues, señor,
este camino de sauces, hasta la lengua de agua y del barco varado, es un
encanto... [Por suerte, el monte ha quedado como lo conocí hace años, sin
embellecimientos de parque mal rozado...] ¡Pero cuánto tarda ahora en
"restaurarse" nuestro ilustre Restaurador!
MAZA.- Ha de ser por los convidados. Él
sigue siendo muy frugal... Allá veo salir al negro Adolfo, ordenanza favorito,
que sin duda viene por nosotros...
EL ORDENANZA.- (Baja las gradas,
dirigiéndose a Maza.) Manda decir Su Excelencia que si el señor coronel gusta
pasar a su salita particular...
MAZA.- Allá voy. (A THOMPSON.) Si quieres
que te anuncie...
THOMPSON.- No hay prisa. Aquí veo una
glorieta deliciosa para fumar un puro y digerir tu excelente comida...
MAZA.- No seas prosaico: confesá más bien
que vas a soñar con la Diana de este boscaje... ¡Hasta luego!
(Se siente
un tropel por la derecha.)
Pero no te
van a dejar tranquilo. Allá llega el ministro Mandeville con su fiel escudero,
Mr. Love, editor del British Packet... (Se va por la galería, guiado por EL
ORDENANZA.)
Escena VI
THOMPSON, en
la glorieta; luego MANDEVILLE, LOVE; después CORVALÁN.
THOMPSON.- (Se dirige a la glorieta y,
tendido en un sillón rústico, enciende un cigarro.) ¡Diana! Sí, el nombre
mitológico no sentaría mal a tanta gracia y esbeltez, si no trajera aparejada
la imagen de un Júpiter paterno tan bellaco y cerril...
(MANDEVILLE y LOVE entran por la derecha
después de dejar atados sus caballos al palenque -invisible para el
espectador-. Visten traje de montar a la inglesa, de esmerada corrección el
primero; el segundo, un si es no es grotesco con su calva absoluta coronando
una cara lampiña de clown. Por el acento, además de una que otra exclamación
inglesa sembrada en el diálogo, el público imaginará que los dos interlocutores
se expresan, naturalmente, en su lengua.)
MANDEVILLE.- (Habla con la pausa
impasible que se ha dado en llamar "flema británica".) Well, querido
Love, henos ya en la cueva del tigre de las Pampas -que no tiene tigres-. Este
galopecito de una legua, en el tibio ambiente, me ha sentado a maravilla.
(Pasando hacia la galería.) Parece que están todavía en la mesa: esperemos
aquí, charlando al aire libre... Debo confesarle a usted que, aparte de la
reserva que por mi puesto debo observar en mis relaciones con el Jefe del
Estado, me sentiría muy poco llamado a visitarlo en su casa, a no hacer los
honores de ella su hija Manuela.
LOVE.- Comparto su opinión, señor
ministro, respecto del grado muy diverso de simpatía que una y otra persona
inspiran. Pero, dicho esto... (Se interrumpe señalando la glorieta.) me parece
que alguien está sentado allí...
MANDEVILLE.- Ha de ser algún sesteador
criollo; alguien incapaz, en todo caso, de entender una palabra de inglés. Siga
usted...
LOVE.- Iba a caracterizar ese como
daltonismo que, a mi entender, afecta nuestra visión de las cosas argentinas,
achacándolo precisamente a la escasa simpatía que les tenemos. Quiero decir que
para apreciar este país con equidad completa, nos falta, como forasteros, el
indispensable elemento psicológico; entiéndase, todo lo que agrega al
conocimiento íntimo de las cosas, nuestro amor por ellas.
MANDEVILLE.- De acuerdo, excelente Love;
siempre que ese sentimiento de simpatía o antipatía no llegue a la pasión
suscitadora de ilusiones [y sí exprese un promedio de juicio parciales -e
imparciales-] sugeridos por otros tantos actos públicos. Aceptando, pues, la
parte de verdad contenida en su observación, me permito pensar que en mis
opiniones generales sobre el país -y en particular sobre el dictador, ya que de
él estamos tratando- se combinan en dosis razonable la relativa simpatía y la
razón crítica para que me atreva a tenerlas por aproximadamente justas. Para
mí, por ejemplo, Rosas no es una fiera, ni siquiera un monstruo integral a lo
Nerón o Calígula; sino un bárbaro, doblemente anormal por índole y por destino.
En su índole veo amalgamados los más contrarios elementos, y que todos
subsisten, si bien con actuación alternativa: estirpe noble, pero cargada de
vicios ancestrales, educación doméstica y escolar casi nula; instintos de
dominación criados sin freno en la campaña selvática, para luego prosperar y
conquistar absoluto predominio, gracias a este medio de convulsa anarquía
político-social. Lo que de tan varias influencias ha resultado, es lo que
vemos: un vistoso y vicioso ejemplar de déspota sudamericano, dotado de
complexión a la vez robusta y neurótica, cuya crueldad felina o brutal, según
el caso y la hora, alterna con rasgos súbitos de mansedumbre: un impulsivo de
actividad morbosa en quien, a los lúcidos intervalos suceden accesos de
verdadera demencia: un contraste chocante de urbano en la pampa y de rústico en
la ciudad, a quien, sin embargo, se haría agravio desconociendo que cruzan la
noche de su ignorancia relámpagos geniales. En suma, salvo error u omisión, veo
en Rosas el producto híbrido de una semicivilización, que, aquí mismo, no
hubiera, en tiempos regulares, dado mucho más de un gaucho malo enriquecido,
pero a quien las circunstancias anómalas y el pánico de sus conciudadanos han
encaramado a la dictadura, que él exigió con insistencia perversa, para
ejercerla sin freno ni control.
LOVE.- ¡Muy bien, señor ministro!
Encuentro el retrato muy vivo y sugerente, aunque quizá un tanto favorecido...
MANDEVILLE.- Se contenta usted con poco.
Acaso le sorprenda lo que al déspota concedo a trueque de lo que le quito. Pero
me es imposible no reconocer algunos rasgos de grandeza y altura de vistas,
entremezclados como hilos de oro en la burda trama de su desatinada o criminal
política. Así, lo que en su pobre cerebro, nutrido con fórmulas de gacetas
sectarias, él denomina federalismo y propaga a sangre y fuego, no es sino un
concepto rudimental del verdadero unitarismo, malogrado por el noble Rivadavia
y sus actuales discípulos. Es igualmente un impulso obscuro pero soberano hacia
la "Mayor Argentina", con una vaga reconstitución del virreinato, lo
que lo mueve instintivamente en su guerra a Bolivia y su resistencia al bloqueo
francés. Y por eso, su imposición sangrienta del "rosismo" en Buenos
Aires y las provincias, lógica en el fondo, si bárbara en los medios, saca del
suelo, como el gigante mitológico, una fuerza al parecer invencible, porque
brota del más profundo sentimiento popular, que es el de la patria.
LOVE.- De acuerdo; pero aquella fuerza,
si no invencible, por lo menos indiscutible, no es, en manos de Rosas, harto lo
vemos, lo que ella representa, sino su disfraz y parodia sangrienta. [Sea como
fuere, no dejará usted de concederme que cualquier designio así perseguido,
aunque tendiera a un bien problemático, resultaría malogrado por el vicio
incurable del instrumento. ¿Qué esperar de un ideal político que se exterioriza
con mascaradas callejeras y charrerías de trapos y cintillos, por entre
alaridos salvajes de muerte y exterminio?] Y cuenta que lo visto y sufrido
hasta ahora no es sino el preludio de lo que vendrá después [siendo fatal que
esa "mazorca", expresamente creada para el terror político, exija
cebarse más y más en el pillaje y el asesinato].
MANDEVILLE.- El pronóstico es siniestro;
felizmente basta cualquier accidente o deterioro imprevisto del instrumento
aquél para que cesen sus estragos... En todo caso, yo espero estar lejos cuando
se produzca tal paroxismo...
LOVE.- [Así lo preveo yo también, y con
sincero sentimiento personal de verle partir, señor ministro.
(Inclinación
amable del MINISTRO.)
Y, supuesto
que la indiscreción es la primera virtud del periodista, me permitiré
preguntarle si en la actual discusión del convenio entre los dos países sobre
tráfico de esclavos, ¿es cierto que se haya visto en el caso de soportar del
gobierno los desaires personales que se complace en denunciar la prensa
montevideana?]
MANDEVILLE.- [Hay en aquello mucha
exageración, cuando no mentira pura. Desde luego, está de más decir que con el
cultísimo ministro Arana, mis relaciones no han dejado un instante de ser
corteses, hasta cordiales. En lo tocante al dictador, que es a quien, sin duda,
alude su pregunta: siendo notoria su falta de civilidad, sería tan poco
razonable enojarse por su rudeza gauchesca como por el pataleo de un bagual: lo
que corresponde es no poner nuestro pie al alcance de su pisotón... Es lo que
espero ver definitivamente realizado en un año más, si mi gobierno atribuye a
la conclusión del tratado bastante importancia para ascender a su negociador] y
entonces le entregaré al ilustre Restaurador, sin rencor ni acrimonia, el
finiquito y descargo de todas sus groserías...
LOVE.- Por lo visto, señor ministro, la
diplomacia es una buena escuela de filosofía práctica...
MANDEVILLE.- Particularmente la nuestra,
que impone como regla a sus agentes de cualquier jerarquía el perseguir la
política de los resultados, posponiéndole, como futilezas accesorias, las
fórmulas protocolares y hasta las personales comodidades. [A usted que como
literato gusta del color local, le citaré un rasgo de mi aprendizaje
diplomático. Hace veinte años era yo vicecónsul en Ianina de Albania, cuando la
dominaba aquel terrible Alí Bajá, celebrado por Byron. Solía el viejo déspota
invitar a tal o cual de los agentes occidentales allá acreditados a uno de sus
almuerzos campestres. Éste consistía, sentados en el suelo los comensales, al
rededor de un cordero asado en su piel y condimentado con azafrán, en servirse
cada cual un pedazo de la pieza con su cuchillo y comerlo, chorreando la grasa
entre los dedos, como único cubierto. Recuerdo que a uno de esos festines
habíamos sido invitados el cónsul francés y yo, como representantes de los dos
países que a la sazón se disputaban las buenas gracias de Alí Bajá. Mi colega
parisiense, a la vista de ese manjar de cíclope, se declaró indispuesto, yo
repetí mi ración con heroico apetito. La consecuencia fue quedarme dueño del
sitio, en tanto que, a las pocas semanas volvía mi delicado rival a saborear
los finos menús parisienses. ¿No encuentra usted -con la variante del asado al
asador- cierta analogía entre aquella situación y la actual de los dos mismos
gobiernos europeos respecto del Alí Bajá pampeano?] Sea de ello lo que fuere,
salgo esta noche para Montevideo en nuestro buque de guerra Calliope, llamado
para discutir con el agente francés Martigny un punto relativo al bloqueo. No
tiene más objeto mi visita a Palermo que despedirme del ilustre Restaurador. Y
si le he pedido a usted que me hiciera agradable compañía, es porque, además de
alguna vislumbre sobre la situación presente, que -a mí para el gobierno inglés
y a usted para su periódico- puede igualmente interesarnos, sé que no envuelve
usted a la hija de Rosas en su antipatía por el rosismo.
LOVE.- (Súbitamente refocilado.) ¡Qué he
de envolver, señor ministro! Si me atrevo a confesarle -contando con su
indulgencia, porque sé que cojea del mismo pie- que no se me hace soportable la
tediosa permanencia en Buenos Aires sino por la contemplación, la fervorosa
admiración ¡ay platónica! de las porteñas. [Y por cierto que entre el fragante
ramillete se destaca Manuela Rosas, no por una soberana hermosura, como su tía
Agustina, pero sí por su exquisita elegancia y esa gracia que alguien dijo
"ser más bella que la beldad".]
MANDEVILLE.- ¡Bravo, mi excelente Love!
Veo que justifica usted su erótico apellido, según la teoría de Tristán
Shandy...
LOVE.- (Con buen humor.) Sí, poco más o
menos como justificara el suyo el coronel Masculino que, hace cinco años,
conquistó incomparable prestigio entre el bello sexo porteño, inventando
aquellos mostruosos peinetones -y creo que fuera la única hazaña...
"masculina" de ese guerrero de tocador.
MANDEVILLE.- ¡Oh, muy gracioso! ja, ja,
ja!...
THOMPSON.- (Haciendo eco desde su
escondite.) ¡Oh, yes, very funny, indeed!... (Se aleja por el fondo. MANDEVILLE queda
estupefacto, con la boca abierta.)
LOVE.- Creo que como resbalón diplomático
no se puede pedir más...
Escena VII
Dichos,
CORVALÁN.
CORVALÁN.- (Baja de la galería y, después
de los saludos, dirigiéndose a MANDEVILLE.) El señor Gobernador, informado de
la presencia del señor Ministro, me manda decirle que si gusta pasar a su
despacho...
MANDEVILLE.- Voy al instante. (Al irse
con CORVALÁN, le pregunta, indicándole a THOMPSON, a quien se divisa todavía
por entre la espesura.) Dígame general, ¿quién es ese joven que estaba sentado
allí?
CORVALÁN.- Es el señor don Jaime
Thompson, segundo secretario de nuestra legación en Londres...
MANDEVILLE.- (Entre inquieto y
satisfecho.) ¡Ah! tendré mucho gusto en conocerlo...
(CORVALÁN,
después de entregarlo a un edecán, en la galería, vuelve a la escena, a tiempo
que, por la derecha, entra el CORONEL CRESPO.)
Escena VIII
CORVALÁN,
LOVE, el CORONEL CRESPO, capitán del puerto.
CRESPO.- (De uniforme.) Muy buenos días
mi querido general... (Apretones de manos.)
CORVALÁN.- Mucho gusto de verle,
coronel... ¿No se conocen? El señor Love, redactor del British Packet, el
coronel Crespo, capitán del puerto... (CORVALÁN, mirando a Crespo, exclama.)
Pero, ¿qué veo... o no veo? ¡Presentarte así, todo afeitado! ¿Estás loco?
CRESPO.- (Golpeándose la frente.) ¡Qué cabeza la mía! Sabrás que
no pudiendo usar bigote natural porque me salen unos fogajes en las ternillas
de la nariz, me he resuelto a llevarlo postizo. Aquí lo tengo en el bolsillo,
pues se me caía al venir a galope. (Saca su bigote postizo.) ¡Cuánto te
agradezco la advertencia! Si tuviera un espejito...
LOVE.- (Sacando un espejo de bolsillo.)
Aquí tiene usted uno, coronel, muy chiquito... Pero, ya se ve, ¡para mi
pelambre!...
(CRESPO se
arregla, presentándole LOVE el espejo.)
CRESPO.- Un millón de gracias. Ustedes me
salvan de una catástrofe. Ahora puedo presentarme decentemente ante Su
Excelencia.
CORVALÁN.- (A media voz.) Que usa la cara
afeitada para diferenciarse de sus súbditos. (Con admiración chacotona.) ¡Estás
hecho un ogro federal!... Tengo orgullo en ir con vos. (Se alejan juntos.) ¡Ah!
mi viejo Pancho: ¡cuando pienso que para llegar a estas mojigangas hemos
cruzado la cordillera con San Martín!...
Escena IX
LOVE,
después MAZA y THOMPSON.
LOVE.- Yo me divierto soberanamente. (Se
dirige hacia la derecha, pero se detiene al ver llegar a MAZA por la galería y
a THOMPSON por el fondo; éstos se juntan al pie de las gradas.)
THOMPSON.- ¿Cómo te ha ido de
conferencia?
MAZA.- Muy bien, pero hasta ahora no ha pasado del introito,
íbamos llegando al grano cuando nos interrumpió el ministro Mandeville. [Hemos
quedado en conversar a solas un poco más tarde.] ¿Y vos, no querés acercarte?
Te aviso que el momento es propicio, pues el hombre está de excelente humor...
THOMPSON.- (Meneando la cabeza.) ¡Pobres
de los que le han dado motivo para tal regocijo!... No; prefiero esperar que
sea Manuela quien me indique el momento... Pero, estoy viendo ahí a un medio
compatriota. ¿No lo conoces bastante para presentarme?
MAZA.- ¿Cómo no? (Se acerca a LOVE, que
también da un paso hacia MAZA. Presentación.) El señor Love, el señor
Thompson... (Inclinaciones, very glad, etc.) y ahora los dejo un momento para
ir a decir una palabra a Rosita.
THOMPSON.- (Con buena gracia.) Debo
excusarme, así ante usted como ante el señor ministro Mandeville, por haber
sido involuntariamente indiscreto, hace unos minutos, escuchando su
conversación...
LOVE.- ¿Una charla al aire libre? No
podría haber indiscreción aunque el oyente no fuera discreto y sabemos que lo
es.
THOMPSON.- Demasiado amable. [Soy uno de
sus lectores asiduos, sir; y para que no lo tome como una simple fórmula de
cortesía (Saca de su bolsillo un periódico doblado.), he aquí la lectura con
que me deleitaba en esa glorieta cuando ustedes entraron... Y a fe que su
suelto de hoy sobre el beso -The Kiss- tiene toda la gracia festiva y sabor del
asunto.] Me gusta, pues, poder dirigirle en persona la pregunta de Almaviva a
Fígaro, el travieso patrón de los periodistas: "¿Qué es lo que le ha
dotado de una filosofía tan alegre?..."
LOVE.- Y le contestaré como el jocoso
barbero de Beaumarchais: "El hábito de la desgracia; me apresuro a reír de
todo, para no verme obligado a llorar..."
(Se siente
un tumulto de voces y risas, y se ve salir en la galería a los invitados que
acaban de comer.)
THOMPSON.- Ya viene derramándose la
"comilonitiva"; ¿no quiere que nos desviemos de la primera oleada? En
seguida nos mezclaremos a ella sin ser notados... (Se retiran a la glorieta.)
Escena X
Dichos; ROSAS, MANDEVILLE, CORVALÁN.
MAZA; los generales LUCIO MANSILLA y LA MADRID; los coroneles CRESPO y
GONZÁLEZ; MANUELA, MARÍA JOSEFA, ROSITA, AGUSTINA ROSAS DE MANSILLA, MERCEDES
R. DE RIVERA, MERCEDES FUENTES O. DE ROSAS, JUANA SOSA, MERCEDITAS ARANA; entre
las niñas, PASTORCITO LACASA y otros lechuguinos, personajes mudos o
tartamudos.
(Bajan de
dos en dos por la gradería y forman en el escenario grupos de tres o cuatro,
cuya cháchara llega al público por jirones intermitentes. ROSAS viste chaqueta
obscura, chaleco punzó y pantalón azul con franja colorada. Los militares, de
uniforme. Todos los hombres llevan la divisa y las señoras el moño federal.)
JUANA SOSA.- ¿De veras, che? ¡No me
digás! ¿Le dio bolsa al novio por haberse presentado a comer con una divisa de
media cuarta?
MERCEDITAS ARANA.- Lo que oís, che; y eso
que el pobrecito juraba no haberlo hecho por celo federal sino por miedo
cerval...
MARÍA JOSEFA.- (Que va de un grupo a
otro.) ¡Lindo moño punzó había yo de pegarle a ella en la cabeza y con
alquitrán, para enseñarle a ser gente!...
AGUSTINA ROSAS.- (En otro grupo.) ¿Crerán
ustedes que el bárbaro de Juan Manuel quiere prohibirnos llevar gorras
francesas, calificándolas de salvajes unitarias?
JUANA SOSA.- No puede ser; ¡sería lo
último!...
ROSAS.- (Ha entrado conversando con
MANDEVILLE.) Y aquí me tiene usted, señor Ministro, procurando, en este retiro
campestre, dar tregua unas horas a las fatigas del gobierno y olvidar las
calumnias de mis enemigos...
MANDEVILLE.- (Con ironía imperceptible.)
Confíe Vuestra Excelencia en que, a la larga, la opinión pública, así nacional
como extranjera, sólo le juzgará por sus actos. [Respecto de esta última, y
refiriéndome especialmente al gobierno francés, puedo adelantarle los más
favorables augurios, a pesar quizá de algunos gestos inconsiderados de sus
agentes en el Plata...] No dudo que en la próxima conferencia de Montevideo...
ROSAS.- A propósito de eso, mi querido
Ministro, ya que se marcha usted esta noche... (Se han apartado y siguen
conversando en voz baja.)
GENERAL LA MADRID.- (Cruza el escenario
arrastrando de víctima oyente a un subalterno.) Pero, lo más notable, capitán,
en ese combate nocturno de Tambo Nuevo, fue la acometida que, con mis tres
soldados, llevé al enemigo en número de doce hombres dormidos...
GENERAL MANSILLA.- (Decidor y vividor
escéptico, como más tarde el hijo, y capaz también, por cortos momentos, de dar
coces contra el aguijón.) Sin embargo, créame usted, coronel (A CRESPO.);
aquella hazaña muy auténtica de La Madrid, aunque nos la describa por vigésima
vez, presenta siempre alguna novedad, pues nunca la cuenta del mismo modo; por
lo que propondría llamarla "el combate del Tambo siempre nuevo..."
CORONEL GONZÁLEZ.- (En otro grupo a que
se agregan CRESPO, MANSILLA, etc.) ...Lo mismo que ese otro gacetero bachicha
de Ángelis. ¿Pa qué lo necesita el Restaurador, teniendo a Mariño? ¿No dicen
que fue lacayo del rey de Nápoles?
CRESPO.- No, hombre, ayo; ayo de los
hijos de Murat...
MANSILLA.- (Con sorna.) Es que González
confunde al rey de Nápoles con el Restaurador...
GONZÁLEZ.- Ayo, lacayo, lo mismo suena. (A
Crespo.) Y dígame, compañero, ¿criollo de dónde es ese Murate? ¿A la cuenta
será también bachicha?
CRESPO.- No, francés, y hace años que
murió, pasado por las armas...
GONZÁLEZ.- ¿Pasado por las armas?... ¿Que
también allá?... (Hace el gesto de la degollina, pasándose la mano de filo por
la garganta. Se alejan los dos.)
THOMPSON.- (Que está cerca, a MANSILLA.)
¿Quién es ese cernícalo?
MANSILLA.- (Soltando la carcajada.)
¿Cernícalo? Acertó usted, sin pensarlo, pues ese es el coronel don Vicente
González [federal de hacha y tiza, y confidente de Rosas], el mismo a quien le
dicen "El carancho del Monte".
THOMPSON.- ¡Dios nos asista!
(Vuelve
ROSAS con MANDEVILLE, que se separa, acercándose a las señoras.)
ROSAS.- (A CORVALÁN.) Dígame, Corvalán,
¿sabe usted dónde se ha metido la Niña?
CORVALÁN.- Excelentísimo Señor, acabo de
verla entrar en su salita, donde la esperaban una docena de mujeres de toda
edad y pelaje, que se habían colado sin tener audiencia de doña Manuela, para
abusar, como siempre, de su inagotable bondad.
ROSAS.- (Cuyo buen humor persiste y se
trasluce.) ¿Quiere hacerme el favor de llamarla por un minuto?
(Sale
CORVALÁN.)
Bueno ya sé
de antemano qué sangrías al bolsillo y qué zancadillas a la ley saldrán de
estas súplicas a la Niña... ¡Pero hoy, según van las cosas, que sea todo
enhorabuena!
(Entra
MANUELA seguida de CORVALÁN, que se reúne al vecino grupo.)
MANUELA.- ¿Quería algo, tatita?
ROSAS.- ¿Cómo me dijistes que el joven
Thompson vendría con Ramón y Rosita... y hasta ahora no se ha hecho presente
(Con punta de malicia.) aunque la cosa te importe poco...
MANUELA.- (Con vivo afán.) Yo se lo
buscaré, tatita... (Hace en voz baja una pregunta a CORVALÁN, quien le indica
la glorieta; a ella se dirige MANUELA, y al verla sale THOMPSON, quedando LOVE
de pie tras él. Saludos.) ¿Es así, Jaime, cómo se apresura a cumplir con
tatita?
THOMPSON.- No quería ser inoportuno, y
sólo esperaba una indicación suya. Estoy a sus órdenes, Manuela...
MANUELA.- (Acercándose a su padre.) Aquí
le traigo, tatita, a mi antiguo amigo Jaime Thompson, que desea presentarle sus
respetos...
THOMPSON.- (Con profundo saludo.)
Excelentísimo Señor: teniendo en cuenta sus graves ocupaciones, esperaba una
oportunidad...
ROSAS.- Sea usted bien venido en su
tierra y en esta casa, señor Thompson. (Le da la mano, hablando en tono
afable.)
MANUELA.- (Visiblemente contenta.) Y
ahora los dejo conversar, y vuelvo a mi audiencia de pobres y afligidos (Con
gracia.), previniéndole, tatita, que hoy me ha de conceder todo lo que le pida,
que será mi verbena de San Juan.
ROSAS.- (Con buen humor y haciendo un
gesto de amabilidad.) Bueno, Niña, se hará lo que se pueda... como en tiempo de
bloqueo. (Vase MANUELA.) No me he olvidado de usted, señor Thompson, a quien
conocí de niño, ni a su padre, que fue amigo mío y vecino de estancia. Tengo
verdadero gusto en recibirle en mi casa particular, y espero verlo pronto en mi
despacho de gobierno para que conversemos seriamente. Entretanto, ¿si quiere
que demos algunos pasos fuera de este cotorreo?... (Se alejan del bullicio sin
desaparecer.) ¿Y qué se dice allá de nuestras cosas, de nuestros trastornos, de
mi administración? (Continúan conversando fuera del alcance del público.)
AGUSTINA ROSAS.- (En el grupo central,
protestando con energía.) Pero hija, ¿estás delirando? ¡Comparar encaje de
bolillos con el encaje de aguja! ¡Entre el punto de Alencon y la más fina
blonda o guipure (Pronuncia: guipiur.) hay la distancia del cielo a la tierra!
LOVE.- (Desde su puesto, no muy
distante.) ¡Matemático!
AGUSTINA.- (Como picada por un alacrán.)
¿Cómo dice usted, mister?
LOVE.- (Algo corrido.) Dije
"matemático", para significar "exactísimo...
AGUSTINA.- (Sarcástica, mirando la calva
de LOVE.) Buen "mate" para "mático" será el suyo... (Risa
general a la que se asocian AGUSTINA y el mismo LOVE.)
LOVE.- (A media voz y sin mirar a su
rededor.) Esta encantadora Agustinita tiene boca tan linda que, pasando por sus
labios, resultan graciosas hasta las más insulsas... (Se ha dado vuelta hacia
su vecino, que resulta ser el GENERAL MANSILLA.) ¡Oh! (Para sí.) el marido...
Excuse me...
MANSILLA.- Siga usted, querido Love, no
hay plato roto mientras no le oiga mi mujer...
LOVE.- (Aparte, preparando su retirada.)
Decididamente, es el día de los tropezones...
(ROSAS ha
vuelto con THOMPSON, de quien se separa para acercarse al grupo donde está su
hermana MERCEDES DE RIVERA.)
MERCEDES.- (A MANDEVILLE.) ¿Siempre sigue
su afición al caballo, señor ministro?
MANDEVILLE.- (Con satisfacción.) Siempre,
señora, pero me gusta más montar por la mañana...
ROSAS.- (Con cara hilarante, anunciadora
de algún dicharacho.) ¡Lo que son los gustos! A mí... (Se inclina hacia su
hermana, murmurando el fin de la frase, que sólo perciben ella y su vecino LA
MADRID.)
MERCEDES.- Mirá, Juan Manuel, te estás
poniendo insufrible de grosero y malhablado: ¡sólo te faltan las botas de
potro! (Reparando en LA MADRID que se ríe a la par de ROSAS.) Y usted, adulón,
¿de qué se ríe?
LA MADRID.- (Cuya risa se ha congelado
súbitamente.) Merceditas... una broma inocente... (Volviéndose hacia ROSAS.) ¡y
qué graciosa!...
ROSAS.- Venga, compadre, y no se meta a
pelear con mi hermana Mercedes, pues le iría peor que con sus cuatro gallegos
dormidos.
LA MADRID.- ¡Eran doce, Excelentísimo
Señor!... (Se alejan por un momento.)
MARÍA JOSEFA.- (En otro grupo, a MERCEDES
ROSAS.) Dejáte de óperas y novelas europeas, literata. A mí, como buena
federal, nada de extranjis me acomoda, ya se trate de modas o de teatro. Ni en
vida de Encarnación quise saber nada de ese canto italiano. Figuráte ahora...
MERCEDES.- ¡Jesús, qué herejía!...
(Dirigiéndose al joven LACASA.) Lo vi anoche en el Victoria. ¿Ha oído usted
nada más divino que el aria final de La Sonnambula por la Piacentini?
LACASA.- ¡Sublime inspiración! [Sólo que
esa música de Bellini es demasiado profunda y sabia, sobre todo para nuestro
público...] Precisamente he ensayado transportar para guitarra aquella melodía,
simplificando un poco el complicado acompañamiento, y si tuviera aquí...
MERCEDES.- Pero tiene usted la guitarra
de Manuela. (A ésta, que está conversando en un grupo.) ¿No es cierto, Manuela,
que puedo pedir tu guitarra para Pastor?
MANUELA.- Con mucho gusto; ahora la hago
traer. (Da la orden a un sirviente.)
MERCEDES.- (Alzando los ojos al cielo.)
¡Ah! Al escuchar aquellas armonías, ¿qué alma romántica no se arroba en celeste
éxtasis?...
ROSITA.- (Se junta con RAMÓN, mientras
LACASA, a quien han traído la guitarra, empieza a tocar el aria de Amina con
expresión ultrasentimental.) ¿Cómo te ha ido con el pariente Juan Manuel?
MAZA.- Buen recibimiento; pero de nada
serio hemos hablado; quedamos en que seguiremos conversando dentro de un rato,
después que se vayan todas las visitas, inclusas, Manuela y sus tías.
ROSITA.- ¿Cómo, me dejarás volver sola,
casi a la oración?
MAZA.- Podrás ir en el coche de
Manuela... Será cosa de media hora...
ROSITA.- (Algo febril.) No sé por qué
siento inquietud...
MAZA.- No te aflijas, hijita mía, todo
marchará bien. (Se aproxima al auditorio, donde PASTOR empieza a tocar.)
ROSAS.- (Que ha vuelto en compañía de LA MADRID.) ¿Qué música de
entierro es esa? Nada de gimoteos en día tan hermoso. Tocános una pieza más
despabilada, Pastorcito, alguna tonada criolla...
LACASA.- (Interrumpiéndose despechado y
dejando sobre una mesa el instrumento.) Perdone, Su Excelencia; pero no sé
ninguna tonada de memoria...
ROSAS.- ¿No? ¡Vaya un músico! (A un
sirviente.) ¡A ver, que me traigan al payador "Audón", que ha de
estar por la cocina!...
MERCEDES.- (A LACASA.) Mientras traen de
la cocina al artista de Juan Manuel, ¿no quiere que demos un paseíto por la
quinta? Deseo oír su parecer sobre el último soneto que he compuesto...
LACASA.- ¡Ah, señora! su simpatía me
enternece: encuentro en usted un alma poética, hermana de la mía. (Desaparecen
en la espesura, mientras entra el gaucho ABDÓN.)
Escena XI
Dichos,
menos LACASA y MERCEDES; el payador ABDÓN.
ROSAS.- A ver, Audón, si nos destapas
alguna de tus tonadas nuevas para esta reunión tan distinguida...
ABDÓN.- (ABDÓN es el gaucho federal del año 40: alto sombrero
cónico, con cintillo punzó: poncho recogido, de boca punzó; al cuello, el
pañuelo de seda de igual color; chaqueta corta; chiripá; calzoncillos de fleco
cayendo sobre la bota de potro; espuelas nazarenas; ancho tirador y facón;
bigote federal unido a la patilla. Trae su guitarra en una mano y en la otra
una silla de suela. A una señal de ROSAS, se sienta, dejando su sombrero en el
suelo, empieza a afinar su instrumento y, después de un rasgueo, prorrumpe con
voz sobreaguda.)
¡Que viva
don Juan Manuel,
Ilustre
Restaurador...
ROSAS.- No, lo que es hoy, dejate de
sahumerios. Sacá más bien la décima que te encargué esta mañana...
ABDÓN.-
(Después de otro rasgueo, entona la décima.)
Cullen y
Berón de Astrada,
salvajes de
condición,
sacaron de
su traición
premio igual
en la patriada.
Berón en su
disparada
de Pago
Largo la erró.
Pues
"pago corto" le dio;
y Cullen que
por remedio
vino al
Arroyo del Medio,
en medio
arroyo quedó...
(Aplausos de
adulación.)
EL GENERAL MANSILLA.- (Ha escuchado,
fruncido el ceño, la "bocagansada", y luego interpela severamente al
cantor. Éste, antiguo soldado, se pone de pie y, hecha la venia, queda en
actitud reglamentaria.) Atienda el payador. Falta a la verdad quien afirme que
el gobernador Berón de Astrada fue muerto en la jornada de Pago Largo, al huir
del campo de batalla: sucumbió, peleando como bueno, en lo más recio del
entrevero. Puede sentarse.
ROSAS.- (Afectando no haber oído la
reprimenda.) Basta, Audón. Muy bien te ha salido la décima. Volvete "no
más" a la cocina y echate al garguero un vaso de caña a la salud de los
buenos federales... (Vase ABDÓN con sus arreos.). Y ahora, señoras y señores:
antes de marcharse, los invito a caminar una cuadra hasta la playa... (Todos se
alejan en grupos de dos o tres, yendo últimos, para cambiar impresiones, ROSAS
y MARÍA JOSEFA. Quedan en escena MANUELA y THOMPSON; éste, como en actitud de
despedirse, tiene en la mano su sombrero y su látigo, que ha sacado de la
glorieta.)
Escena XII
THOMPSON,
MANUELA, después el bufón BIGUÁ
THOMPSON.- Aprovecharé, Manuela, estos
minutos en que estamos solos para despedirme de usted, agradeciéndole todas sus
bondades, y por lo pronto, la molestia que se digna tomar con aquel pasaporte
mío...
MANUELA.- No se ocupe de eso: estará
despachado uno de estos días. Pero, ¡qué ceremonioso está usted... (Con una
sonrisa.) en Palermo, al menos! ¿Acaso no tenemos más que decirnos en estos
cortos momentos que preceden otra larga separación?
(Aparece
ROSAS en el camino de la playa, como habiendo vuelto al notar que MANUELA no
seguía a la comitiva; desaparece después de unos segundos de observación.)
THOMPSON.- Sí, Manuelita, pero porque
siento subírseme del corazón a los labios las palabras irrevocables, es por lo
que me detengo indeciso entre la vana fórmula que nada dice y la confesión
sincera, que quizás dijera por demás...
MANUELA.- ¿Por demás? ¿Por qué?
THOMPSON.- Le ruego, Manuela, que no me
ponga en el duro trance de lastimar sus más delicados sentimientos de mujer y
de hija... Y luego... hay ecos terribles o rasgos atroces del tumulto externo
que no deben penetrar hasta el santuario del alma virginal...
MANUELA.- (Con amargura.) ¡Oh! ¡Déjese de
escrúpulos! ¡En los tiempos presentes y con los hábitos reinantes, dada mi
obligada figuración en fiestas de toda laya, bien se imagina usted todo lo que
habré oído o entrevisto, a pesar mío y con rubor de mis candores juveniles! Si
nada impuro ¡gracias a Dios! ha penetrado en mi alma, mil contactos viles me
han rozado. Hábleme, pues, francamente, Jaime, sin recelo de ofenderme ni
sorprenderme, que al pasar por sus labios leales, cualesquiera alusiones a mi
estado o familia perderán todo dejo amargo o repugnante...
THOMPSON.- De aquellas alusiones,
Manuela, bien sabe usted que las que se alzan como obstáculos a nuestra
felicidad, son las que atañen a su padre...
MANUELA.- Obstáculos ¿de qué parte? ¿Se
refiere usted a los suscitados por él mismo o a los que sólo provienen de usted
por causa suya? [Prefiero que dejemos de lado los primeros, puesto que yo me
encargo de allanarlos, conveniendo o venciendo cualquier resistencia del
"tirano",como le dicen, aunque para mí nunca lo ha sido ni espero lo
será...]
[(THOMPSON
revela su desconfianza con un gesto casi imperceptible.)]
THOMPSON.- (Después de un silencio.) Pues bien, Manuela, debo confesarlo
honradamente: por inmenso que sea mi amor e inestimable el precio que doy al
suyo me sería imposible alcanzar la felicidad contra el grito de mi
conciencia...
MANUELA.- ¡Dios mío! ¿Qué quiere usted
decir?
THOMPSON.- (Continúa a media voz.)
Aceptando vínculos de estrecho parentesco y hasta obligaciones de íntimo
contacto con el que, por ley natural, usted quiere y respeta, y a quien yo
nunca podría querer ni respetar...
MANUELA.- No intentaré combatir sus
prevenciones. Me limito a preguntarle si corresponde, a un espíritu justo como
el suyo, aceptar como ciertas todas las denuncias de la prensa opositora?...
(Se ve
aparecer a ROSAS en el camino, medio oculto por el tronco del ombú, y dar en
voz baja una orden al mulato BIGUÁ, señalando a MANUELA.)
EL BUFÓN BIGUÁ.- (Vestido de clérigo
grotesco, se acerca al grupo.) Me manda Su excelencia el ilustre Restaurador,
para que le dé un beso a la Niña...
MANUELA.- (Con un grito ahogado.) ¡Oh!
¡Te atreves, mulato abyecto! Jaime, deme su látigo... (Se lo arranca.) ¡Tomá,
bufón inmundo! (Le cruza el rostro de un latigazo.)
BIGUÁ.- (Lloriqueando al retirarse.) Niña
Manuela, si he sido mandado por Su Excelencia... (Indicando con la cabeza a
ROSAS que de lejos ha presenciado la escena, y da un paso adelante con gesto
iracundo; pero luego se retira.)
MANUELA.- (Trémula de indignación.) ¡Andá
a contarle a Su Excelencia lo que te ha pasado!... ¡Oh! ¡Qué vergüenza, él
presente! (Oculta el rostro entre sus manos.) ¿Qué pensará usted de
nosotros?...
THOMPSON.- (Con gravedad triste que
atenúa la dureza de los términos.) Pienso que por la ley de la naturaleza, que
aquí agrava la desgracia de una casi orfandad, se halla usted en poder de
quien, con quererla ciegamente, no la comprende. Por lo demás, el incidente
repugnante nada me ha revelado que no supiera ya; y, respecto de quien lo ha
promovido (Con alguna vacilación.), me permito pensar que demostraría, antes
que orgánica perversidad, algo... como una aberración moral, más propia de la
inconsciencia que del cinismo. Pero (Oyendo el tropel de los paseantes.) ya
vienen a interrumpirnos. Separémonos, pura y abnegada víctima voluntaria, antes
que otra palabra más pueda sonar como un ataque a su culto filial. Perdóneme si
hoy he sido cruel. Volveremos a vernos. Antes de marcharme a las provincias,
iré a despedirme. (Largo apretón de manos.) Dios la bendiga. (Se aparta.)
Escena XIII
Dichos,
ROSAS y toda la comitiva, inclusive LACASA y MERCEDES ROSAS, aprestándose las
señoras a ponerse los abrigos para volver a la ciudad.
ROSAS.- (Echando afablemente a sus
huéspedes.) Siento mucho verme obligado a abreviar la agradable tertulia; pero
tengo que quedarme aquí un rato con mis oficiales. (A los grupos que se
disponen a despedirse.) No, voy a acompañarlos hasta el vestíbulo, donde, de
pasada, tomarán sus abrigos. (Salen todos por la galería.)
THOMPSON.- (Acercándose a MAZA.) Te
recomiendo, Ramón, la mayor prudencia con el bárbaro, y mucho cuidado si
vuelves de noche. ¿Estás armado, además de tu espada?
MAZA.- Tengo la pistola de dos tiros que
me trajistes de Londres...
THOMPSON.- Bueno; es un juguete de
bolsillo que voltea a un hombre a treinta pasos. (Danse la mano.) ¡Hasta luego!
MAZA.- (Acompañando a ROSITA.) No tengas
la menor inquietud, Rosita. Pero, si por cualquier inconveniente me demorara y
no me vieras llegar hasta las nueve, no quedes sola en casa. Te vas a lo de tus
hermanas Dolores o Justina; o, mejor aún, a casa de mi hermana Salomé, ya que
Guerrico está en el campo. (Se alejan por donde se encaminó toda la
concurrencia.)
Escena XIV
CORVALÁN;
luego ROSAS.
CORVALÁN.- (Entregado a sus reflexiones.)
¿Qué es lo que se prepara aquí, mientras allá, en el monte, el bruto de Eusebio
servirá de carnaza a los que desembarquen, para verse rodeados por nuestros
soldados? (Meneando la cabeza.) ¡Triste vejez la mía! Pero, ¿cómo romper mi
cadena si no la desata el tirano? (Se cuadra viendo venir a ROSAS por la
galería.)
ROSAS.- (Caviloso, con voz breve que
contrasta con su jovialidad anterior.) ¿Está todo expedito? ¿Eusebio en el
sesteadero, los hombres armados y apostados en el monte, prontos para aparecer
a la señal convenida?
CORVALÁN.- Todo está dispuesto,
Excelentísimo Señor...
ROSAS.- (Sacando su reloj.) Las cinco
menos cuarto; a las cinco en punto se dijo; y ya empieza a obscurecer. El
momento no deja de ser grave, Corvalán. Pero podrá usted dar testimonio de que
me ha vista ahora tan tranquilo como cuando, en tal día como hoy -el 24 de
junio del año 29,- firmamos con Lavalle esa ridícula convención de Cañuelas.
¡Tanta reconciliación y abrazo para encontrarnos otra vez en armas el uno
frente del otro (Mirando hacia el fondo.) Allá vuelve Ramón. Dígale que aquí le
espero, y a Álvarez Montes que se esté en la galería aguardando a que lo llame.
Dé orden de que no enciendan los faroles hasta cerrada la noche. ¡Ah! ¿cuántos
hombres han quedado en el cuerpo de guardia?
CORVALÁN.- Seis hombres, Excelentísimo
Señor.
ROSAS.- Bien, que permanezcan armados y
prontos para acudir a mi llamado. (Entra MAZA.) Y ahora déjenos solos. (Se
retira CORVALÁN.)
Escena XV
ROSAS, MAZA.
(MAZA se
queda a dos o tres pasos de ROSAS, inmóvil erguido, aunque no en posición
militar.)
ROSAS.- (Después de breve pausa le indica
una silla.) Puedes sentarte... Siéntese, comandante, si gusta... A pesar mío,
lo primero que vuelve a mis labios es el tratamiento familiar de antes; pero
debo defenderme contra todo retorno a la pasada confianza, para sólo emplear
aquí el estilo del superior, del juez...
MAZA.- (Actitud firme, pero no agresiva.)
Yo también, señor, prefiero que en esta entrevista no se use el tono amistoso
que me traería recuerdos de infancia y de primera juventud, cuando se
proclamaba usted el amigo agradecido de mi padre, en quien miraba, más que a un
leal partidario, al apoyo más eficaz de su política...
ROSAS.- Bien, pues. Cuando nos interrumpió
Mandeville, hace unos minutos, estaba empezando a desenvolver los hilos
maestros del complot urdido contra mi vida, en combinación con los salvajes
unitarios emigrados a Montevideo: conjuración de que es cabeza directiva el
doctor Maza, presidente de la Junta y principal ejecutor su hijo Ramón, aquí
presente.
MAZA.- (Empleando el estilo oficial.)
Señor Gobernador: contra mi padre no se han producido ni se producirán sino
delaciones calumniosas. Mi padre, como suegro de Valentín Alsina, mantiene,
naturalmente, correspondencia frecuente con él. Se ha limitado a censurar los
abusos y excesos del actual gobierno de Buenos Aires; nunca ha entrado en
conspiración alguna, y hasta ignora la existencia de cualquier trama urdida
contra la persona del señor Gobernador. Esta es la pura verdad, y si me
encuentro aquí ahora, defiriendo a un llamado del primer edecán, general
Corvalán, es porque siento amenazada por las turbas enfurecidas, y ocultamente
azuzadas, una noble existencia, que sería deber del gobernador Rosas, casi
tanto como mío, preservar y proteger. En cuanto a mí, nada revelaré de nuestros
planes [ni mucho menos denunciaré los nombres de sus presuntos autores o
ejecutores]. Lo que sí afirmo, bajo mi palabra de soldado, es que no existe, ni
ha existido jamás, complot contra la vida del general Rosas.
ROSAS.- Doble impostura. Su padre, el
doctor Maza, ha pretendido usar de su prestigio personal y de su autoridad
moral, como presidente de la Junta, para comprometer en el plan revolucionario a
algunos de sus miembros;
(Seña de
denegación muda, pero enérgica, de MAZA.)
y en lo que
a usted atañe, luego le exhibiré las pruebas de sus maniobras sediciosas como
ciudadano, y de su traición a la bandera, como militar.
MAZA.- (Que empieza a perder su
serenidad.) Doble calumnia, contesto a mi vez; no se funda en verdad ninguna de
estas imputaciones, y estoy pronto para confundir mañana a mis acusadores ante
el tribunal competente... En este estado de la discusión, pido a Vuestra
Excelencia permiso para no seguirla y retirarme. He venido aquí por una
invitación escrita emanada de Vuestra Excelencia, la que importa un
salvoconducto...
ROSAS.- No existe en la Provincia otro
tribunal competente que su Gobernador, legalmente investido de omnímodas
facultades. Por lo que toca a retirarse de aquí, sepa que no salvará libre el
portón de esta quinta sin orden mía: la que no será dada hasta haberse usted
Justificado de aquellas acusaciones. (ROSAS se vuelve hacia la galería y llama
golpeando las manos, según lo convenido; entre tanto se ve a MAZA tantear la
pistola que tiene en el bolsillo de la chaqueta.)
Escena XVI
Dichos y
ÁLVAREZ MONTES; después CORVALÁN.
(Aquél entra
sin mirar a MAZA y se cuadra a pocos pasos de ROSAS, quedando MAZA a la
derecha. La noche está cerrando y a poco se irán encendiendo algunos faroles de
la galería y del proscenio.)
ROSAS.- Capitán Álvarez Montes: bajo su
palabra de honor como oficial argentino, va usted a declarar lo que sepa
respecto de cierta conspiración tramada contra mi persona, y en cuya ejecución
está comprometido el teniente coronel don Ramón Maza, aquí presente...
(ÁLVAREZ
MONTES ha mantenido la mirada desviada de MAZA.)
MAZA.- (Con desprecio.) ¿Y podrá Vuestra
Excelencia prestar fe a la delación de un miserable espión que fingió afiliarse
a nuestro grupo para traicionarnos y en cuyas manos relucen todavía los dineros
de Judas?
ÁLVAREZ MONTES.- (Enderezándose bajo el
ultraje.) ¡Gracias a Dios que me insulta!... (En voz alta.) Excelentísimo
Señor: ratificaré en pocas palabras las revelaciones que con todos sus
pormenores tengo hechas ante Vuestra Excelencia. Sin ocuparme de las
ramificaciones del complot con el movimiento revolucionario del Sud, en cuya
ejecución tiene parte principal el teniente coronel Maza, aquí presente,
declaro que este mismo es uno de los afiliados en dicho complot, que debería
perpetrarse (Mirando su reloj.) dentro de pocos minutos, en un sitio vecino de
esta costa, por un qrupo de conjurados argentinos, conducidos en un bote
francés de la escuadra bloqueadora. El fin de los criminales es atentar
violentamente contra la vida del ilustre Restaurador, a quien se supone
descansando, a esta hora, en un sitio próximo y de todos conocido.
MAZA.- (Dando un paso hacia el delator.)
Esto último es una calumnia infame: nunca entró en el plan de los conjurados
atentar contra la vida del Gobernador, sino apoderarse de su persona y exigirle
hiciera renuncia de su tiránico poder...
ÁLVAREZ MONTES.- (Prosigue sin
inmutarse.) Todos los detalles del ataque premeditado, ya los conoce en gran
parte por mí, Vuestra Excelencia; y nada tengo que decir de los medios que para
frustrarlo ha discurrido su alta previsión. Lo único que ignoro, es la señal
convenida, que en caso de inconveniente imprevisto (El rostro de MAZA expresa
ahora una satisfacción intensa.) daría la alarma a los conjurados.
(Un reloj de pared, en la galería, da las
5. En ese instante se percibe el disparo de un cohete volador que, salido del
techo de la ermita, cruza la altura y estalla en las tinieblas ya casi
completas; después de un angustioso silencio de algunos segundos, sigue otro
disparo, que transforma en una exclamación de alegría la visible inquietud de
MAZA.)
MAZA.- (Sin poder contenerse.) ¡Salvados!
Esta era la señal convenida que este miserable, felizmente, ignoraba y que su
delación no ha podido estorbar...
ROSAS.- (Fuera de sí.) Corra, capitán,
con soldados del piquete y rodeen la capilla, tomando preso a cualquiera que se
encuentre allí o en los contornos...
(ÁLVAREZ
MONTES sale precipitadamente; a los pocos segundos, se ve, por el camino de la
derecha, acudir soldados que rodean la ermita, mientras aquél penetra adentro.)
¡Quiera Dios
que lleguen a tiempo y se pueda hacer inmediata justicia del criminal!
MAZA.- (En medio de la más dolorosa
ansiedad.) Dios no ha de oír votos tan impíos; y sí permitirá que escape ileso
el valiente que ha expuesto su vida para salvar la de sus hermanos...
(Minutos de
silencio ansioso. Vuelve ÁLVAREZ MONTES.)
ÁLVAREZ MONTES.- ¡Nadie! El culpable ha
tenido tiempo de huir: hemos oído el galope de un caballo, sin duda el suyo,
que salía del monte, camino de la ciudad. Pero (Dando unos pasos hacia ROSAS.)
conozco al prófugo, que vive cerca de Vuestra Excelencia, y a quien, hace una
hora, he visto en conversación secreta con Ramón Maza.
ROSAS.- ¡Su nombre!
(En el
momento en que ÁLVAREZ MONTES se prepara a pronunciar el nombre, mirando con
sarcástica sonrisa de triunfo a MAZA, queda petrificado al ver que éste ha
sacado su pistola y le apunta.)
MAZA.- (Dispara el tiro y cae ÁLVAREZ
MONTES.) ¡Infame delator, no has de consumar tu traición!
ROSAS.- (Al ver que MAZA ha quedado con
el arma en la mano, da un grito de terror.) ¡Ramón!...
MAZA.- (Con desprecio.) No se asuste,
señor general. No le está destinado el tiro que me queda.
(Han acudido
a la detonación CORVALÁN, un OFICIAL y algunos SOLDADOS.)
Escena XVII
Dichos;
CORVALÁN, OFICIAL y SOLDADOS, el TENIENTE DÍAZ; después DON EUSEBIO.
ROSAS.- (Recobrando su empaque
imperativo.) General Corvalán, reciba la espada del teniente coronel Maza (Así
se hace.) a quien conducirá preso a la ciudad, bajo la doble inculpación de
asesinato intentado contra mí y consumado contra un oficial de mi guardia...
MAZA.- (Con voz vibrante.) En presencia
vuestra, militares argentinos, protesto solemnemente contra la acusación de
tentativa de asesinato dirigida al Gobernador de la Provincia, y en prueba de
que es falsa, ved cómo tenía esta pistola un segundo tiro que descargo al aire.
CORVALÁN.- (Acercándose a MAZA.)
Comandante, ¿me da usted su palabra de que no intentará escaparse en el
trayecto hasta la ciudad?
MAZA.- Señor general, tiene usted mi
palabra.
ROSAS.- Con palabra y todo, Corvalán,
lleve una escolta para impedir cualquier tentativa de evasión...
MAZA.- (Con altivez indignada.) ¡Usted
desprecia la palabra de honor de un oficial argentino! Esto completa al comandante
de campaña que ostenta el grado de brigadier general, sin haber jamás hecho
maniobrar un batallón ni menos entrado con él en el combate. (ROSAS hace un
ademán imperativo y los SOLDADOS llevan a MAZA.)
ROSAS.- (A un OFICIAL, indicando en el
suelo el cuerpo de ÁLVAREZ MONTES.) Que se lleve a ese muerto o herido al
cuerpo de guardia para que lo examine el cirujano.
(Dos
SOLDADOS cumplen la orden, llevándose a ÁLVAREZ MONTES.)
Entre tanto, llámese al teniente Díaz que
mandó la partida emboscada; y que se presente después su Excelencia don Eusebio
de la Santa Federación.
(Se presenta
el TENIENTE DÍAZ.)
TENIENTE DÍAZ.- Excelentísimo Señor: sólo
tengo que comunicar a Vuestra Excelencia que a las cinco menos cuarto,
distribuidos mis hombres en el monte, no tardamos en divisar a la distancia, en
la semiobscuridad, un punto negro que debía ser el bote esperado, pudiendo
luego percibirse el compás de los remos que batían el agua. A poco, siendo las
cinco en punto, según vi en mi reloj, cruzó una luz por el aire, acompañada de
un estruendo: era un cohete volador disparado, al parecer, desde esta ermita
(La señala con la mano.); a los dos o tres segundos fue disparado otro cohete
desde el mismo punto. Después de un breve silencio, volvimos a sentir el ruido
de los remos, pero ya, en vez de seguir reforzándose, más y más débil, señal de
que el bote se alejaba. Corrí hacia la playa con algunos de los soldados, y
mandé hacer fuego sobre el bulto obscuro que apenas se divisaba. Nos
respondieron; si bien, visto el ningún efecto de sus fuegos, me di cuenta de
que, por la distancia creciente y la obscuridad, lo mismo pasaría con los
nuestros. Reuní a mis hombres y aquí estamos de vuelta, esperando las órdenes
de Vuestra Excelencia.
ROSAS.- (Despide al OFICIAL, ocultando su
despecho.) Está bien, teniente, puede retirarse.
(Vuelve EL
OFICIAL del cuerpo de guardia.)
EL OFICIAL.- Excelentísimo Señor: declara
el cirujano que la herida del capitán Álvarez Montes es grave, pero no
necesariamente mortal...
ROSAS.- (Con indiferencia.) Lo mismo da.
Mándese avisar a su padre, don Nicolás Álvarez Montes, para que venga a hacerse
cargo del herido, o del cadáver, y pase mañana a percibir en Tesorería la suma
asignada por el servicio extraordinario.
(Sale EL
OFICIAL.)
A pesar de
todo (Restregándose las manos.) la jornada ha sido buena... Hasta que cierre la
noche y sea hora de volver a la ciudad, quedaré aquí tomando algunos mates, a
la luz de la luna y al reparo de este ombú.
EL OFICIAL.- (Con respetuosa solicitud.)
¿Qué no teme Su Excelencia que le siente mal el relente de la oración?
ROSAS.- ¿Qué me va a hacer este fresco?
¿Soy acaso algún pueblero de alcorza? ¡Si habré pasado noches al raso en el
Colorado! Tráiganme el poncho puyo de mi compadre Ibarra y que venga Su
Excelencia don Eusebio. (Le traen un poncho que se pone sobre la chapona y se
sienta en un sillón de suela para tomar mate, al reparo del ombú. [Óyese una
batahola de gritos y carcajadas y aparece DON EUSEBIO, vestido con el mismo
traje de ROSAS, que en su cuerpo, raquítico y deforme, le convierte en una
caricatura del gobernador. Lo traen algunos SOLDADOS, entre empujones y
pellizcos, contra los que el bufón protesta con gruñidos y manotones grotescos
que aumentan la hilaridad.)]
DON EUSEBIO.- (A los SOLDADOS.) [¿Quieren
dejarme? (En un crescendo de injurias.) ¡Malevos! ¡Salvajes unitarios!
¡Franceses!]
ROSAS.- (Con fingido enojo.) [¿Quién se
atreve a faltarle al respeto a Su Excelencia? Tráiganle al punto su sillón
oficial.]
(Le traen
como asiento una cabeza de buey. En el acto de ir a sentarse en ella el bufón,
UN SOLDADO la retira y el infeliz cae con su redondez en el suelo. Gran
algazara. DON EUSEBIO se rasca la parte ofendida, entre las risotadas de los
circunstantes.)
(Que goza enormemente aunque trata de
contener la risa.) [No haga caso el señor Gobernador: no ha sido sino un error
de asiento... Va a ver cómo ya se instala sin accidente. (DON EUSEBIO se sienta
con grandes precauciones después de mirar atrás y a los lados.) Y ahora
(Tomando de mano de su ORDENANZA el mate cimarrón.) cuéntenos Su Excelencia
cómo le ha ido en el monte, y qué sustos le han pegado aquellos salvajes
unitarios con sus aliados los inmundos piratas franceses...]
DON EUSEBIO.- [(Abre la boca para
principiar su relato...)]