ALEJANDRO TAPIA Y RIVERA
LA PALMA DEL CACIQUE
- I -
Era el año de 1511, y gobernaba la isla
de Puerto Rico D. Juan Ponce de León, por otro nombre el Capitán del Higüey,
que tan luego como obtuvo del monarca su reposición, envió a España, acusándoles
de excesos, a su antecesor Juan Ceron y al alguacil mayor Miguel Díaz.
Habían formado los nuevos pobladores,
junto a Quebrada Margarita en la comarca del hoy llamado Pueblo Viejo, la villa
de Caparra, cuyos restos se ven en la actualidad entre las malezas, y que
debieran conservarse con exquisito esmero, por ser la primera piedra, que en
aquel lejano país, asentó nuestra raza. Una iglesia de mampostería de ignorada
arquitectura, alguna que otra casucha de barro y cañas, semejantes a las que en
el día se ven en la conocida aldea de Cangrejos y otras varias, basadas sobre
gruesos troncos, con piso y paredes de palma y techo de yaguas, iguales en todo
a muchas de las que hoy existen en los campos de aquel país, componían el
caserío de la villa. Había además una plaza en medio, y sus calles un si no es
rectas, estaban entapizadas de lozana yerba. En la plaza, veíase la morada del
gobernador Ponce, la más ventajosa en capacidad por ser la casa del rey y
consistorial al propio tiempo, ostentando en días festivos el estandarte
castellano. En igual estilo, si bien con menos proporciones habíase fundado, no
lejos del pueblo de la Aguada y hacia el Nordeste de la isla, la villa de
Sotomayor, en cuyas inmediaciones, ocurrieron algunos de los sucesos que van a referirse.
El gobernador Ponce, continuando el
sistema establecido en la isla Española, había procedido al repartimento de los
indios de Borinquen en encomiendas. Consistían estas, en poner cierto número de
indios al cuidado de cada uno de los conquistadores y pobladores según sus
hechos e influencia, reservando algunos al rey, pero este sistema sobre ser muy
perjudicial a los naturales, arruinó con el tiempo la población y cultivo de
los campos, por lo que el monarca, en más de una ocasión, trató de modificar y
aun de abolir, este sistema de repartimientos, tan debatido, y que a causa de
los opuestos intereses y pasiones inconciliables, ha sido la cuestión de más
importancia, durante la primera época de la historia moderna de aquel país.
Esta institución como su nombre lo indica, imponía tanto al encomendero como al
encomendado, deberes mutuos que jamás se cumplieron por parte de aquel, que
estaba obligado a alimentar a sus indios, cuidando de su salud y de su
educación civil y religiosa; al paso que el último debía ayudar a su señor en
las tareas y labores de sus cultivos y granjerías; pero el poblador exigía
demasiado de las fuerzas del indio, olvidando su doctrina y su alimento, y éste
exasperado o temeroso, se alzaba contra el encomendero, o le abandonaba
refugiándose en la aspereza de las montañas; sin que las repetidas
instrucciones del monarca, ni las evangélicas amonestaciones de los religiosos,
bastasen a contener tamaño mal, traspasando por una y otra parte, los límites
que la institución de encomiendas prefijaba, con daño notorio de la nueva
colonia.
Andaban con tal sistema muy descontentos
los indios, y los alarmantes síntomas que cundían por todas partes, anunciaban
una lucha, en que si bien los conquistadores lograron la victoria, no dejó de
sufrir gran menoscabo, la prosperidad inmediata, que la natural fertilidad y
riqueza del país les ofrecía.
Tales eran las circunstancias le la isla
de Borinquen al comenzar los sucesos que van a contarse en esta leyenda.
- II -
En un sereno día del mes de julio, el sol
derramaba su luz sobre la faz de la tierra, y la brisa tropical templaba un
tanto su ardoroso fuego. En las cercanías de Sotomayor se laboreaba una rica
mina de oro, de cuya existencia no quedan vestigios, si bien la tradición la
sitúa no lejos de la villa, en la vertiente de varias colinas. Veíanse en sus
lomas entre otros árboles, el castaño de América, el medicinal jigüero, el
mamey de sabroso fruto, y la palma de yaguas con su espada verde y aguda, que
descuella sobre sus elegantes ramas, sirviendo su punta de asiento a las
canoras avecillas, y el plátano cuyas anchas, sonantes y lánguidas ramas se
mecen suavemente doradas por la luz del día; todo esto en medio de pastos
frescos y abundosos en que se veían pacer algunas vacas mientras retozaban sus
terneras.
-¡Pobre Naguao! -decía un indio
contemplando el cadáver de un camarada tendido en tierra.
-¡Más valiera a ese infeliz -respondía
otro- el haber huido a los bosques! No se acordó de que el pez está más seguro
lejos de las redes, y hele ahí aplastado por un peñasco en esas odiosas minas.
-¡Qué importa! La tierra, amigo Taboa, no
da de balde esas riquezas que guarda en sus entrañas.
-Por lo que a mí hace -tornó a decir
éste- tan luego como pueda burlar la vigilancia, haré por dar seguro a mi vida
entre los árboles del bosque; allí con mi arco y mis flechas, mataré aves para
mi alimento, y cuando no, los árboles dan fruto y yo tengo brazos para
alcanzarlos.
-¡Y el infeliz Yoboan! Cuánto llorará al
saber que el más querido de los suyos, el único que quedaba de su familia, el
último de sus hermanos, su Naguao, ha emprendido el viaje a la otra tierra,
dejándole solo y triste como una roca en el mar.
-Dichoso él -replicó Taboa, acabando de
romper contra una piedra una enorme nuez de coco, y después de haber apurado
todo su sabroso líquido.- Va a vivir en esa tierra lozana y de muchas frutas y
flores, en donde no se trabaja, y se pasa la vida sin fatigas ni dolencias, en
donde no se envejece, ni alcanza el poderío del mal genio... ¡Y quién sabe lo
que acá nos aguarda! Trabajos, fatigas, cansancio... y todo esto solo por ese
oro, buscado con tanto afán y que no sirve más que para adornar el pecho de un
cacique o las orejas de alguna mujer en día de areyto
A tal punto llegaba el diálogo, cuando el
chasquido del látigo y la estentórea voz del mayoral, llamaban a las tareas a
los mineros.
Comenzaron estas, y cada cual emprendió
con actividad su faena. Entre los que cavaban la tierra en pos de la vena
metálica, había uno, cuyo rostro inundado de sudor expresaba profunda tristeza.
De vez en cuando brillaba en sus ojos una mirada siniestra, semejante al rojo
fulgor de un volcán en noche oscura.
Cuatro indios conducían el cadáver de
Naguao a una sepultura abierta al pie de un guanábano silvestre, que con sus
verdes hojas le servía de dosel. El cráneo del minero estaba hecho pedazos, y
su rostro desfigurado; sin embargo, el indio que cavaba, que no era otro que su
hermano Yoboan, le reconoció cuando le pasaron junto a él, y la dolorosa
sorpresa se mostró en su semblante. Dejó caer el azadón, cruzó los brazos y su
mirada extática siguió el cadáver de su pobre hermano.
Cruel fue esto momento para Yoboan, sus
pies no pudieron dar un solo paso, sus brazos no pudieron articular un
movimiento, su pecho no pudo lanzar una sola queja, y únicamente sus ojos,
fríos como un espectro, dieron salida a una lágrima.
Pero el látigo que hería su espalda, sacó
a Yoboan de éxtasis profundo, y volviendo la faz sorprendido, miró con ira al
que así lo castigaba. Entonces el mayoral levantó el látigo por segunda vez,
pero antes de que hubiese podido descargarle, el indio lo arrancó de su mano y
lo arrojó de sí una buena pieza.
-Ya estás vencido, cristiano -exclamó con
desdén.
Entonces el mayoral se lanzó sobre el
insolente, que así ultrajaba su autoridad, y momentánea, si bien esforzada
lucha, sucedió a lo que acabamos de contar.
No podía ser dudoso el éxito, atendida la
corpulenta contextura del salvaje, que parecía un Hércules. Cayeron ambos por
tierra y la lucha continuaba.
Parecía Yoboan uno de aquellos toros
fieros de las dehesas de Castilla, que se ceban en la victima palpitante aún, y
que ya moribunda, tan sólo opone la débil expresión de su agonía el temblor
nervioso que conmueve hasta la última fibra, y que revela los postreros
instantes de la existencia.
Alzose al cabo Yoboan: acababa de ahogar
a su enemigo entre sus brazos.
- III -
Observaban los indios mineros esta escena
con muda admiración.
¡A ellos!
gritó un mayoral que corría, aunque tarde, en ayuda de su camarada. Y oída esta
voz de alarma acudían todos en tropel gritando, ¡venganza!
Los indios, al presenciar el triunfo de
su camarada Yoboan, habían cobrado bríos, y armados de los picos y azadas de
sus labores, caían sobre sus contrarios dando suelta a su rencor.
Terrible era la pelea. Las armas se
chocaban y herían, y ancha brecha daba paso a la caliente sangre.
Un gozoso clamoreo anunció la llegada del
valiente Guarionex, que armado de su macana daba recios golpes...
Era regular y apuesta su figura; su edad
juvenil. -Su piel cobriza estaba, como la de los demás indios, ornada con
diversas figuras, y decoraba su frente la diadema de los caciques. Pendía de su
espalda la aljaba provista de agudas flechas, sobre la cual podía verse el
flexible arco; y su trenzada cabellera estaba realzada por vistosas plumas.
A la llegada de este campeón sucedió la
del valiente Salazar, cuyo mortal acero abría con cada mandoble una tumba.
De elevada estatura y robustos miembros,
moreno el rostro, a cuyas abultadas facciones daban expresión unos ojos de
mirada firme, negros como su cabello y espesa barba, ofrecía en su conjunto, el
exterior del hombre fuerte y animoso, cuya marcial energía, revelaba al
intrépido conquistador del nuevo mundo.
Vestía Diego de Salazar almilla de
velarte con calzón de lo mismo, listadas calzas y botín de piel, completando su
arreo el enorme sombrero, el escudo y la tizona fiera.
A vista de tan terrible adalid, la
multitud huía pavorosa, y no era extraño que su presencia infundiese tal
terror, puesto que ya los indígenas conocían su esfuerzo, y a su brazo se debió
en mucho la conquista y pacificación de Puerto Rico, porque a semejanza del
Cid, ganaba batallas sólo con su nombre.
Guarionex se las había con Salazar,
acosado por éste, que le acometía armado de superior manera, se batía en
retirada: atento no solo a los golpes que le iban dirigidos sino a contener con
la agilidad de un tigre, la embestida de los contrarios, evitaba de este modo
el exterminio de los suyos, que huían temerosos a las vecinas selvas.
Hubo un momento en que acometido
Guarionex por todas partes, pues era el que ofrecía más resistencia, estuvo a
punto de ser prisionero o muerto; su macana era inútil contra tantas armas;
pero en este instante debilitaron los contrarios el ataque, y tuvo ocasión de
ganar en dos saltos la distancia y la espesura, guardando su vida y libertad
para otros días. Preso o muerto, ¿qué sería de los suyos?
A la contienda sucedió el silencio, el
cansancio de los vencedores y un lago de sangre cubierto de restos humanos.
Entre estos, veíase lleno de heridas el
cadáver de Yoboan junto al de su hermano. Había dado su vida en cambio de una
lágrima consagrada a su memoria.
- IV -
A distancia de un cuarto de legua de
Sotomayor, pequeña villa fundada por el capitán del mismo apellido, no lejos de
la Aguada existía un bosque en una extensa llanura; cuadro que merece
describirse ya por lo agradable de su conjunto, ya porque en todas y en cada
una de sus partes, se mostraba la naturaleza tropical, con toda la exquisita
frescura y la vigorosa lozanía que la distinguen.
Circundaba el bosque un riachuelo, cuyos
cristales se quebraban sobre menudas guijas. En sus orillas las palmas,
cargadas de racimos, balanceaban su flexible tronco, al par que sus ramas se
mecían resonando; brindaban los naranjos con su fruto de oro, mientras
encantaban la vista las floridas hojas del helecho indígena; y sobre, el cedro,
el collor y el quiebra-hacha, levantábase erguida la orgullosa Seiba. Aquí y
allá las flores derramaban sus aromas, al paso que llenaban el aire de
armonías, el zumbador enamorado, el melodioso sinsonte, el bullicioso pitirre y
la calandria esquiva. -Mansión de los amores, hubiérase Venus regocijado al
verla, y en ella fijara su Eliseo, a poder elegirlo a voluntad.
Pero incompleto sería semejante cuadro, a
no figurar entre sus bellezas, esa alma que presta el hombre a todo cuanto le
rodea; por lo que vamos a ofrecer al lector una de aquellas escenas de la vida,
tanto más propia, cuanto que estarán íntimamente relacionados en ella, el
hombre y la naturaleza: esta con todas sus galas, aquel con toda la rudeza y
fogosidad de un corazón primitivo.
Las doncellas que acompañaban a Loarina,
hermana del cacique Agueinaba, complacidas en gran manera de los atractivos del
lugar, colocaron sus hamacas de silvestre maguey entre los árboles, a orillas
del arroyuelo, que, con su deliciosa frescura, a la dulce somnolencia
convidaba.
Bellas eran las indias que acompañaban a
la princesa, pero entre sus encantos y los de su señora, había la diferencia
que existe entre el rosado capullo y las hojas que lo rodean. Si en las
doncellas de Loarina resplandecían las gracias con todos sus fulgores, en la
última se unía al hechizo de estas, la altiva superioridad de una sultana.
Contaba apenas quince años, y advertíase
ya en su brillante encarnación, el precoz desarrollo de la vida en los países
de la zona tórrida. Su cutis, con el color propio de su raza, no estaba
destituido de aquella pureza inherente a lo muelle de sus costumbres. Deliciosa
era la expresión de sus facciones, negros sus ojos como la noche, y ardientes
como el sol que vieron por la vez primera, y su boca conjunto de deleites,
parecía, un hermoso ramo en que las rosas de sus labios, circundaban el mate
jazmín de sus menudos dientes. Sobre su espalda caía en perfumadas trenzas su
cabello negro, ceñido a la sien por la diadema de oro. De su nariz y orejas
pendían argollas del propio metal, y ornaban su garganta... nacaradas perlas.
Desnudo el seno, ostentaba dos orbes
voluptuosos, cubriendo en parte sus mórbidas formas una especie de túnica, que
partiendo de la cintura, terminaba en la nunca bien ponderada pierna, cuyos
suaves contornos se ofrecían a la vista codiciosa, como se ve alrededor de nube
cenicienta, la claridad de la luna. Por último, anillos de oro en que suplía la
profusión al arte, adornaban los redondos y pequeños dedos de su mano.
Ataviadas con gracia las jóvenes de su
séquito, vagaban por el bosque, ocupadas en juegos y danzas, a fin de
proporcionar pasatiempo a su pensativa señora.
Reclinada ésta en su hamaca, y
jugueteando una de sus manos con los cristales del riachuelo, abismábase en la
suave indolencia que presta un país abrasado, y balanceándose colgada de los
árboles, parecía la imagen de un tierno pensamiento, flotante como una aureola,
en la fantasía de alguna virgen. Entregada a cavilaciones, ya risueñas, ya
tristes, fijábanse sus ojos en todos los objetos que la rodeaban, sin que su
conmovido espíritu pudiese darse cuenta de ellos. Errante su alma, complacíase
ante la imagen del hombre adorado, y su alma fatigada veía sólo aridez en todo
lo que no fuese su amor. Mas si por desgracia, la idea de un afecto mal pagado
enlutaba su corazón, el furor y luego la tristeza empañaban el fulgor de su
mirada.
Apareció de repente por entre la
arboleda, un indio de gallarda estatura; su semblante era agradable en medio de
la tristeza que le encubría con su manto enlutado: su mirada era viva y
penetrante, y la dulzura o el furor, se expresaba con igual energía. Era
Guarionex.
Joven y robusto, teníanle por uno de los
más animosos e intrépidos de su tierra, cualidades que había mostrado de una
manera heroica, en las guerras contra los vecinos caribes, perpetuos enemigos
de Borinquen; y es fama que al esfuerzo de su brazo, se debió más de una vez la
paz o la alianza demandadas por aquellos, como una merced, en vista de la
fortaleza de tal caudillo. El combate y el amor hallaron a Guarionex siempre
pronto. Eran sus pasiones extremadas y violentas; y el amor, el odio, el valor
y la amistad generosa hicieron siempre latir con fuerza, la ardiente fibra de
su alma. En la edad media, en aquellos siglos de hierro, en que la manopla del
poderoso ahogaba sin piedad al desvalido, y en que destituida la sociedad de
todo apoyo en favor del débil, se creaban como una necesidad, las ilustres y
generosas congregaciones, de que hoy, sin objeto, sólo queda el vano título;
Guarionex, trasladado a Europa y educado a la usanza feudal, habría sido,
obedeciendo a su corazón apasionado y valiente, todo un noble y cumplido caballero.
Su lenguaje era poético como la
naturaleza que le había dado el ser, y sus palabras rudas, notoriamente con la
belleza y energía del pensamiento; resultando de aquí aquella sencillez en la
expresión, que realza las sublimes concepciones de toda imaginación apasionada.
Sus ideas no eran el concepto puro,
resultado de las especulaciones abstractas, no; eran la emanación inmediata de
las impresiones, sin linaje alguno de elaboración espontánea, franca y
enérgica.
No distaban mucho la villa de Sotomayor
los dominios del cacique, y aunque encomendado como sus vasallos, merced a su
nacimiento y dignidad, le eran guardadas ciertas consideraciones por parte de
los conquistadores, que conociendo su influjo entre los suyos, querían evitar
(por la mayor suma de tiempo, puesto que los naturales se mantenían sumisos) el
sangriento camino de la guerra.
Dotado de gracia y gentileza, y siendo de
los más poderosos señores del país, habría despertado la simpatía de la cacica
más rebelde; pero perdida de amores su alma por la cruel Loarina, podía aspirar
tan solo a la lenta y continua agonía de una existencia triste y solitaria;
como el vivir de envejecida seiba, abandonada de los pajarillos que su seno
albergó y que la festejaban con sus cantos.
Hubiérale amado la hermosa india, a no andar malparado su
espíritu a causa de la pasión que la inspirara cierto joven caballero español,
que al mirarla había introducido en su corazón la ponzoña, haciendo en él más
estragos que la flecha de Guarionex en un día de batalla. Tenga presente el
lector esto último, por si advierte en el desdeñado indio, el apesarado
continente y la tristísima expresión de sus ardientes ojos.
Acercose a Loarina, que saliendo le su
enajenación, se mostró sorprendida.
- V -
-Hermosa -dijo el cacique con alterada al
par que respetuosa voz- mi corazón da gracias al Cemí que me permite verte;
ojalá que, el pobre Guarionex se separe de ti más feliz de lo que es ahora.
El semblante de Loarina expresó cierta
turbación, que permitía entrever la lucha que había en su agitado pecho.
-Guarionex, sé bien venido -respondió con
mentida calma.
Natural era una lucha semejante en el
corazón de Loarina, que un tanto sensible en otro tiempo a los halagos del
Cacique, sentía rubor al conocer que su veleidad la impulsaba a amar a otro;
porque la hermosa salvaje no era la culta dama de nuestros tiempos.
Tal vez sentía aún inclinación hacia el
pobre indio, y al amar a un extranjero, apesarábase de preferir en su corazón
al hombre que malquería la los de su raza; pero entre un hombre hermoso
valiente y civilizado, con un prestigio a sus ojos cuasi divino, y el salvaje
pretendiente, toda vacilación se hacía imposible, y su corazón de mujer vivía
arrastrado por el dulce atractivo que había de llevarla al término cruel de ser
infiel e ingrata para con los suyos. Quizá el brillo de conquistador y su
tratamiento de amo en vez de hacérsele más odioso, acrecentaban no poco su
amor. Con todo, en nuestro humilde entender, juzgamos existía alguna cosa en su
alma, parecida al remordimiento, y por tanto, cada palabra del enamorado
Guarionex, debía hacerla sentir su aguijón punzante.
Escuchemos pues, a Guarionex.
-Tú eres, Loarina, hermosa y pura como la
azucena; pero ingrata con el tierno Zumbador que te festeja. ¿Por qué ha de
estar Guarionex privado de tu cariño? Ocho veces ha pasado ya la estación de
los truenos y de las lluvias, y en todo este tiempo he administrado justicia; a
la puerta de la choza en que nací, bajo el árbol de mis padres, o he guiado a
los míos a la guerra, pues bien, durante todo este tiempo era feliz, porque no
te conocía; el día tenía para mi luz y la noche descanso. Te vi, oh Loarina, y
desde entonces me sorprende siempre el alba, sin que mis ojos se hayan cerrado,
y al esconderse el sol me deja triste y despierto aún. Yo te amé y te amo,
Loarina hermosa; tú en un tiempo me escuchabas con gozo, y yo veía el cielo en
tu corazón; ahora huyes de mí y el mal genio me acompaña. -¿Dime qué hice yo
para merecer tanto desvío? Tórtola mía, ¿cual será el día en que suspiremos
juntos? ¿No te conmueve mi lloro? Pronto inundará los valles. Yo tengo corales
y perlas, que mis vasallos han sacado del mar, para ti son, mi bella; las
perlas son menos blancas que tus dientes, y los corales menos hechiceros que
tus labios. Tú seras mi preferida. Tan luego como el himeneo nos una, tendrás
corona y esclavas. Tengo oro y flores con que adornarte, y mis manos pondrán a
tus pies las aves cazadas con mi arco. -Dí, ¿porqué no me amas?
-Cacique, guarda tus perlas y tus flores
para otra; no puedo ser tuya. Dices que tendré esclavas, ¡ah! yo ya lo soy...
Dijo, y un suspiro desprendido de su
pecho, como un perfume de una flor, fue melancólico preludio de las lágrimas
que corrieron por su rostro.
No llores, oh bella -exclamó el salvaje,
comprendiendo mal la causa del angustioso llanto de su amada. ¿Lloras? ¿por
quién Loarina? Por mí: ¡oh! beldad de los cielos, ¡oh! rosa de los bosques, y
arrojándose a sus plantas besaba sus manos y sus pies, llorando también.
Las abrasadas lágrimas del cacique, eran
otras tantas gotas de sangre que el dolor había helado en su corazón, y al
correr por sus mejillas, dábanle al cabo un instante de ventura, y desahogaban
su alma como el trueno a la preñada nube.
-¡Ah! -exclamó- antes me sonreían tus
labios. ¡Mísero de mí! Había creído que mi cariño, constante como el carpintero
que roe con su pico los árboles para hacer su nido, llegaría al cabo a abrirme
paso hasta tu corazón; ¡pero fue vana mi esperanza!
-Guarionex, jamás fui desdeñosa contigo,
pero mi corazón...
-¡Dilo!
-Ama a otro... a pesar mío...
-¡Ah! -gritó el cacique- ¡amas a otro! Di
a quien, no sé si para aborrecerle o para amarle... ¡Oh! ¿Quién es ese feliz,
Loarina? Pero callas... ¡Oh! ¡sospecha!
El furor se pintó en su faz como el velo
de sangre que encubre al sol en día caluroso.
-¡Guarionex! -murmuró la india
prorrumpiendo en sollozos.
-Sí, un extranjero... un cristiano...
-decía el cacique con ahogada voz.
-¡Ah! soy muy desgraciada -dijo Loarina;
dio dos pasos hacia el cacique, mirole con compasiva ternura y se detuvo
suplicante.
-¡Eres desgraciada! ¿y yo?
Hubo un momento de silencio. Loarina al
par que víctima, del amor que el cristiano la inspirara era inocente verdugo
del corazón de Guarionex.
Jóvenes y amantes hasta el delirio, eran
ambos infelices, porque tan solo experimentaban las amarguras del amor, sin
gustar sus delicias. -Ella lánguida y encantadora como una azucena; él fuerte y
erguido como un roble. Entrambos lloraban y ninguno de ellos podía enjugar las
ajenas lágrimas.
Loraina se había dejado caer y puesta
entre las manos su cabeza, sollozaba.
Guarionex, de pie y clavado como una
estatua la miraba con inflamados ojos.
Al fin sacudió sus hombros, bajó la
cabeza, y emprendió lentamente su marcha sin volver el rostro una sola vez. Al
llegar al fin de la senda, estuvo algunos instantes pensativo, pero irguiendo
el cuello, como el que, acaba de adoptar una resolución enérgica, se lanzó a la
espesura murmurando algunas palabras: ¡quizá una maldición!
- VI -
En las altas horas de la noche paseábase
D. Cristóbal de Sotomayor, por las calles de la villa que había fundado, envuelto
en un tosco tabardo, que le ponía a cubierto del rocío, que tan copioso es en
las noches de los trópicos. Dormían los habitantes, y la noche serena, parecía
guardar su tranquilo sueño: el fresco ambiente susurraba entre los árboles, al
paso que la luna plateaba sus copas, y los pajizos techos del caserío; mudos
yacían los pajarillos, y de tarde en tarde se percibía el nocturno cantar del
gallo, en cuyas intermitencias resonaban los pasos de nuestro personaje, al
caminar por la empedrada senda, que a la verde campiña le guiaba.
Entregado a dulces meditaciones, a que se
prestaba lo apacible de la noche, perdíase su alma en los abismos de lo pasado,
propensión natural a todo aquel cuyo presente no satisface su corazón.
Complacíase su alma en recorrer hoja tras hoja, ese libro que se llama la vida,
con el mismo encanto, dulce y melancólico, que el avecilla recorre de uno en
otro todos los troncos en que ocultó su nido, pidiéndoles un consuelo, una
memoria. Sotomayor sentía desenvolverse ante su vista el cuadro de su juventud
primera, que al compás de los latidos de su pecho, le ofrecía el recuerdo de
sus amores, el fuego tormentoso al par que deleitable, la felicidad
incomprensible, los sinsabores ahuyentados por una sonrisa o por beso
celestial, aquel llanto que no surca la mejilla, porque como el manso
arroyuelo, hermosea el prado cual Cristalina sierpe, y fecundiza las flores con
su agua pura. Aquella fe, aquella idolatría ciega, el prestigio, el poder en la
mirada, en el acento de la mujer que se adora. ¡Ah! exclamaba, ¡si la vida
terminara al disiparse tanto amor!
Pensamientos de este género ocupaban a
Sotomayor, y al llegar a este punto, la ilusión tomaba cuerpo en una mujer,
aquella hechicera hija del Betis, fija en su mente y en su corazón, con sus
ojos de fuego, su boca de hurí y su andar de diosa...
La bendición de un sacerdote los hubiera
unido para siempre, a consentir el joven; pero deseaba la posesión de su amada
como una corona de gloria que premiase sus adquiridos méritos, y antes que dar
su nombre al tierno objeto de sus ansias, quería que este nombre estuviese
enlazado a grandes hechos.
Estas ideas, por otra parte, eran muy
naturales y propias en la juventud distinguida de su época, pues aún estaba en
pie el caballeresco edificio que levantó Enrique I de Alemania, y que aún no
había derribado con su implacable pluma, el más grande y singular de los
satíricos.
Libre la península ibérica del dominio
musulmán con la toma del baluarte granadino, el espíritu aventurero y belicoso
de los españoles, encontraba un nuevo terreno más vasto a su ejercicio, que el
que podía ofrecerles la Flandes y la Italia; así no es de extrañar que la
juventud ardorosa, acudiese en tropel a las tierras nuevamente halladas, en
donde mil empresas quiméricas se hacían lugar en las imaginaciones novelescas,
con la relación de extrañas aventuras, de grandes proezas y de doradas
regiones, en que los prodigios se mezclaban a lo vasto y desconocido de
aquellos países.
Nuestro caballero era uno de estos
hombres, y en verdad que no era la sed de oro lo que le llevaba tan lejos de su
patria. Ex-secretario del rey, descendiente de ilustre familia, habíalo electo
gobernador de la nueva isla, pero gracias al almirante D. Diego Colón, que le
había desatendido, se encontraba entonces en Puerto Rico, como teniente del
gobernador D. Juan Ponce de León, futuro adelantado de la Florida.
Era el gentil caballero, de esbelta
figura y elegantes maneras; tenía rubio el cabello, terminado en retorcida
punta el bigote juvenil, y al brillo de la luna, podían verse sus ojos azules y
expresivos. Un rico jubón de ceniciento vellorí, cuasi encubierto por el
tabardo de velarte que le resguardaba, en su cintura la espada guarnecida de
plata, bota pajiza con espuela, y por último, un sombrero adornado con vistosas
plumas, cuyo broche de diamantes relucía como una estrella, inclinado sobre una
de sus sienes, prestaban a su aspecto, el aire del joven aventurero de la
España de aquella época.
No había salido aún Sotomayor de la
población, cuando sintió que le oprimían fuertemente el hombro.
-Cristiano -le dijo una voz- ¿tienes
valor?
Volviose admirado de tal pregunta, y
llevó su mano a la espada, cual si quisiese dar una prueba por respuesta.
Detuvo su brazo el recién venido, diciéndole al mismo tiempo:
-Espera.
Observó Sotomayor a su antagonista: en la
ruda faz de este se veía pintado el furor.
-No te conozco -dijo el caballero.
-Ya me conocerás -replicó aquel.- Tú amas
a Loarina, y yo también la amo.
-Pudiera desengañarte, indio, pero
creerías que te temo, y mi altivez me ordena guardar silencio, y esperar hasta
ver qué exiges de mí.
-Ella te ama también, y esa es para mi
una muerte más terrible que la que dan vuestros truenos y todas vuestras armas.
-Y bien...
-Es menester que uno de los dos muera,
porque no puede haber más que un sol para una luna y mal pudiera albergarse en
un mismo nido dos pájaros rivales. Pues bien, quiero que me mates, porque es
mejor la ausencia eterna que esta vida de agonía. ¡Quiero morir! ¿Lo oyes? Pero
quiero morir contigo quiero matarte, oh cristiano, porque te aborrezco, y
cuando pienso en ti, siento por mis venas correr el fuego del rayo, y quisiera
tener su poder para acabar contigo, ¿lo oyes? Maldecida del Cemí sea la piragua
que te trajo a esta tierra. Quiero morir o matarte, odioso cristiano, ven, si
tienes valor, ven...
¡Cuánto rencor encerraban las palabras de
Guarionex, y cuánta angustia se mezclaba en su pecho a este rencor que le
abrasaba! Pudiera muy bien compararse esta mezcla de sentimientos, al gemido
del náufrago, que se deja oír por entre el bramido de las ondas, que su vida
combaten.
El joven Sotomayor había leído en las
palabras del indio todo su infortunio, compadecía su demencia, y a poder evitar
honrosamente una lucha a que ningún sentimiento le impulsaba, hubiéralo hecho;
empero su conmiseración sería tal vez mal interpretada, y su puntilloso
carácter no le permitía menoscabar en manera, alguna el influjo de los suyos,
en regiones tan apartadas.
-Indio, ¿aborreces la vida? -le dijo.-
Bien está; aunque no te profeso ni amor ni odio, quiero librarte con mi espada,
de unos días que te son tan funestos. Toma una espada y sígueme.
-No, mi macana me basta, con ella he
peleado en cien batallas, y ha derribado a muchos enemigos, tan fuertes como
tú.
-Partamos, pues, dijo el caballero, y
tomaron ambos la senda, que a las afueras de la villa conducía.
- VII -
Caminaban silenciosos el cacique y el
caballero. Las palabras habían hecho lugar a las armas, y la muerte de uno de
los contendientes, debía poner término a la causa de la querella.
Este duelo por parte de Guarionex era,
aunque injusto, consecuente, porque cuando el odio guía el brazo, el homicidio
es un resultado criminal, pero lógico. En este duelo no entraba por nada la
pueril vanidad, ni un honor mal entendido; por otra parte del cacique, era la
expresión de la cruel antipatía que le inspiraba el hombre que le había despojado
de un bien para él más estimado que su vida; por parte de nuestro joven
caballero, era hijo de la necesidad, no sólo de defender la suya, sino de
conservar puro entre los indígenas aquel buen nombre y reputación de que entre
ellos gozaban los conquistadores.
Llegado que hubieron a la llanura,
desenvainó Sotomayor la espada y aguardó a su contrario.
No tardaron en cruzarse las armas.
La claridad de la noche permitía ver
completamente la escena que iba a seguir, y cuyos únicos espectadores, eran el
cielo y los árboles de la comarca.
Reinaba el silencio, y solo el continuo y
monótono cantar de la chicharra y del coqui se dejaba oír a través del ruido de
las armas.
Guarionex peleaba con el furor del hombre
que aborrece, y desea acabar con su aniversario; Sotomayor comprendía, que por
exquisito que fuese el temple de su acero, y por ejercitado que estuviese su
brazo, había menester todo su esfuerzo para resistir a su terrible enemigo, a
quien los celos hacían valer por dos. Y en efecto, al verle manejar la fuerte
macana de collor cual si fuese un junco, y menudear golpes sin interrupción
alguna, se convendría forzosamente, en que sólo la vehemencia de la pasión, que
convierte en volcán el corazón humano, podía inspirar al irritado indio, que
aunque diestro en manejar su arma, así se curaba de la defensa como de
renunciar a su enojo. -Tan sólo atendía al ataque, y cada vez que descargaba el
arma parecía que la misma muerte la guiaba. Sus ojos brillaban como los del
tigre en la oscuridad de las selvas durante la noche, y a no ser invisible el
genio de la tumba, podría verse triste, imponente y silencioso junto a
Sotomayor.
Peleaba éste con bríos y tal vez le
ayudaba en sus quites la ceguedad de su contrario; sin embargo, había instantes
en que necesitaba de toda su destreza para disputar la vida a aquel salvaje,
que cual la cortante hoz, pugnaba por segarla en sus más floridos años.
No temía la muerte si esta era honrosa y
daba renombre, empero una muerte oscura, en lucha con un desconocido, con un
salvaje, muerte que no era útil al mundo ni a sí mismo, era para él
insoportable.
De repente la espada de Sotomayor se
deslizó a lo largo de la piel de indio, que al sentirse herido, redobló su
coraje; levantó su macana que descargó con tanta fuerza, que a encontrar la
espada hiciérala pedazos, y a caer sobre el caballero, borrara de una vez de su
corazón todos los anhelos de futura gloria; sin embargo de que rehuyó el
cuerpo, no pudo evitar que le descoyuntara un brazo, que a ser el derecho,
pasáralo del todo mal. El dolor le dio nuevo empuje.
Cansados estaban ya nuestros valientes e
indeciso se hacía el resultado de la contienda, cuando el salvaje ya
desesperanzado de morir o de acabar con un rival odioso, arrojó su macana a
luengos pasos, exclamando con desdén:
-Arma inútil, impotente para matar a un
cristiano.
Cruzose de brazos y con aquella
indiferencia ante la muerte, característica de los indios de América y propia
de un mártir, dijo:
-Mátame, pues soy tu rival.
-No -contestó el caballero tendiéndole
una mano- vive y sé mi amigo, valiente indio.
-Ya moriré -dijo el indio, sin
corresponder la afectuosa instancia del joven castellano- ya moriré, aunque la
muerte mía es un árbol que florece demasiado tarde -y dirigiéndose a Sotomayor
le dijo:
-No soy tu amigo, extranjero; no olvides
que me has robado lo que más amó mi corazón.
Y al terminar estas palabras partiose
dejando al caballero sorprendido de tan extravagante firmeza.
- VIII -
Habíase refugiado en los bosques gran
parte de los indios, huyendo de la dureza del trabajo a que les condenaban los
encomenderos; y en las intrincadas espesuras disponían el medio de una
insurrección, que estallando por partes, los volviese a su primitivo y feliz
estado.
No descuidaban los caciques, instigados
por Agueinaba y Guarionex, la manera de extinguir en el abatido ánimo de sus
vasallos, la fatal preocupación de que los dominadores eran inmortales; por
tanto, acordada, una convocación general de caciques, se verificó ésta en un
valle de los dominios de Agueinaba, circundado de altos y lejanos montes, al
rayar el alba de un hermoso día.
Presidía la asamblea el valeroso
Agueinaba Fuerte de miembros, de presencia venerable y con expresión de firmeza
y altivez en su rostro; su aspecto revelaba la inteligencia, aunque inculta,
amena y gigante, como las selvas siempre verdes, en que se meció su cuna.
Presidía la reunión, como hemos dicho, preferencia que de derecho le tocaba,
por ser principal señor de aquella isla.
Estaba sentado en una piedra enorme al
pie de un árbol añoso y corpulento. A sus lados los caciques, Guarionex, el más
querido, porque más que otro alguno, poseía una grande alma, y le era propio el
mérito de hacerse amar; el no menos animoso Broyoan, en cuyos dominios se dio
más tarde la batalla de Yagüeca, y que comprendían las inmediaciones del pueblo
de Añasco, a que dio nombre uno de los capitanes de la conquista que así se
llamaba; Aiamón, que tenía los suyos en las márgenes del Culebrinas, cerca de
la villa de Aguada; el intrépido Mabodamaca, derrotado poco después, en la
comarca de Aimaco por Salazar y los suyos después de un reñido combate de más
de tres horas, en las gargantas de la sierra, sin otra luz que la de las
estrellas; Mayagoex, en cuyas posesiones se fundó, en 1760, la que en el día se
llama villa de Mayagüez, cuyo estado floreciente la hace desaparecer como uña
de las primeras de la isla; el cacique Humacao, que se mantuvo rebelde por
muchos años, y Arezibo o Arazibo que tenía su cacicazgo en la parte que hoy
ocupa la villa, en la embocadura de aquel caudaloso río A más de éstos había
otros, cuyos nombres no han brillado en la conquista, y que omiten los
cronistas de aquella época. -Todos cual príncipes de la primera estirpe,
señores de tierras y vasallos, ostentaban en su frente la diadema, y en su
pecho el guarim o plancha de oro, emblema del cacicazgo y requisito
indispensable para tener asiento y usar de la palabra en aquel soberano
concurso.
En
el centro, sobre un pedestal de piedra, se elevaba el ídolo de Borinquen. Era
de figura humana, si bien bastante imperfecta; adornábanle con profusión las
piedras y los metales preciosos. La corona de oro representaba en él la
dignidad suprema, el poder; la serpiente enroscada en su cuerpo y ahogada por
su amo, la fuerza; la flecha que su diestra esgrimía, el castigo celeste.
El temor del castigo en esta vida era la
base de su fe, pues, sin embargo de creer en otra posterior; el incesto, el
hurto, el homicidio, la traición a sus caciques, la irreverencia para con el
Cemí, y todas aquellas acciones que el candor de sus costumbres repugnaba, eran
castigadas por su Dios en esta vida, según los indios con penalidades,
dolencias y una muerte cruel.
Alrededor del altar estaban los buhitis, agoreros y sacerdotes a un
tiempo; teocracia fuerte, que unida a los caciques, constituían un poder
fundado en derecho sobrenatural: pero como los buhitis eran también médicos, es
decir, depositarios de la escasa ciencia física de aquel pueblo y como es fácil
hacer creer a una sociedad ignorante, que las dolencias y su remedio son
voluntad de sus dioses, así como aquello que depende de leyes naturales, como
las cosechas, las lluvias y las pestes, o todo lo que es hijo de las pasiones y
los intereses como las alianzas y las guerras; he aquí que no dejando el Cemí a
las leyes naturales ni a la voluntad del hombre el uso de ninguno de sus
atributos; el indio de Borinquen todo lo esperaba o lo temía de su ídolo, y por
consiguiente la influencia de los Buhitis, era extrema. No lejos del Cemí,
estaba la multitud que presenciaba el acto, y aguardaba con avidez el resultado
de tan solemne conferencia que interesante en todas ocasiones, lo era entonces
más, en razón de los nuevos y extraordinarios casos que habían acontecido en su
país. -En efecto, algo extraño debía parecer a estos salvajes, que habían
vivido luengos siglos sin conocer otros hombres que los de su raza, ver caer
sobre su tierra una falange poderosa, que como llovida del cielo se encontraba
señora de la isla con usos y costumbres enteramente opuestos, con una aureola
de semidioses, y de cuya existencia jamás habían tenido ejemplo ni noticia.
Acontecimiento de gran tamaño era este, y bien debían impetrar de su dios, una
explicación de semejante hecho, y aun esperar con ansia la luz que les
iluminase en tanta oscuridad, o el terrible decreto que a eterno sufrimiento
les condenara.
No se ocultaba por otra parte, a los
Buhitis y Caciques, que su causa tenía otros enemigos, que sin armas
materiales, eran más temibles que los fuertes castellanos; la funesta
preocupación de la multitud que veía en estos, otros tantos seres inmortales;
su conocida superioridad en las armas y espíritu guerrero; y por último, la antigua
profecía de su Dios que les condenaba a ser exterminados algún día por una
gente extraña y poderosa. -He aquí porque contaban con el influjo supersticioso
del Cemí, y con la eficaz sutileza de los agoreros.
Dieron principio las ceremonias religiosas,
colocando en el altar algunos haces de leña, y encima, las ofrendas, que se
componían de aves recién muertas por los cazadores, y de las primicias de la
agricultura; hecho esto, esparcieron en el altar algunas resinas olorosas, y
después de derramar el Buhiti varias ditas del más exquisito vino de las
palmas, tomó en sus manos dos maderas secas, y frotándolas una contra otra, dio
fuego a la leña del altar. -Una densa y perfumada nube se elevó a los cielos,
cubriendo al ídolo con un manto misteriosos.
Oyose entonces un ruido semejante al eco
del trueno en la cavidad de las montañas.
Un terror supersticioso se apoderó de la
multitud.
-El Cemí va a hablar -gritó con fuerte
voz el Buhiti que presidía el sacrificio.
Al oír esto, los indios prosternados y
trémulos como el cervatillo al escuchar los rugidos del rey de los bosques,
aguardaban con ansiedad la palabra de su Dios.
-Silencio, hijos de la tierra -gritó una
voz que parecía salir de lo profundo de los abismos.
-El Cemí -prosiguió con profético acento-
padre de los dos genios, el del bien y el del mal, ¡¡está sañudo!!
Al cabo de algunos instantes continuó:
-Tiempo ha que el cielo está cubierto de
negras nubes, que vinieron por el camino del sol. ¡¡El soplo de Agueinaba las
ahuyentará!!
Un silencio profundo sucedió a estas
últimas palabras.
"El soplo de Agueinaba, las
ahuyentará": murmuraron todos con fanática convicción...
El Cemí había hablado.
Entonces ocupó su asiento Agueinaba, y
dijo con inspirado continente:
-Habéis oído, hijos míos, lo que el Cemí
os dice; ordena la guerra. Aún tienen las aves plumas para vuestras flechas, y
los árboles madera para vuestras macanas. "Tiempo ha que el cielo está
cubierto de negras nubes; el soplo de Agueinaba las ahuyentará."
-¡¡Guerra, guerra!! -exclamó todo el
concurso.
El genio de la muerte, repitió con
diabólica alegría estas palabras, por boca de los ecos.
Tú Aimanion -continuó Agueinaba- irás a
pedir auxilio a nuestros aliados los caribes.
Tú, Mabodamaca, formarás con presteza un
grueso ejército.
Tú, Broyoan, sobre Caparra.
Tú Guarionex, sobre Sotomayor.
Y vosotros todos amados caciques, llamad
a vuestros vasallos y reuníos conmigo. "El cielo está cubierto de negras
nubes, el soplo de Agueinaba las ahuyentará."
La multitud olvidando sus terrores, al
escuchar de su Cemí, unas palabras que llevaban la esperanza a su yerto
corazón, sintió nueva vida en su ser, e impulsada por el decreto sobrenatural
que les ordenaba hacer la guerra a los extranjeros, y las palabras fascinadoras
del jefe de los caciques, exclamó al oírle: "Agueinaba las
ahuyentará", levantando sus brazos, en muestras de confianza y aclamación.
- IX -
Antes de proseguir la narración, parece
oportuno referir un suceso interesante de la vida de Guarionex, que aunque sin
relación directa con esta historia, dará a conocer su carácter guerrero,
circunstancia apreciable en un país como el suyo, rodeado de enemigos, y cuya
calidad, a falta de otras, bastaría por sí sola a darle grande importancia
entre aquellos caciques.
Pocos años antes de la llegada de los
españoles a aquel país, heredaba Guarionex la corona de sus padres, y hallábase
accidentalmente en las tierras de Mayagoex, celebrando las bodas de una de sus
hermanas con este cacique. Las fiestas religiosas; los areytos, el batey las
cacerías en que ayudados de los perros mudos del país, recorrían los bosques,
en persecución del ligero jutía y del pequeño corí ocupaban alegremente a los
habitantes de la comarca.
Estaba situada la población principal del
cacicazgo en la embocadura del río. Componíase de un centenar de chozas, entre
las que descollaba alguna que otra vivienda de mayores dimensiones. Estaban
construidas, en su mayor parte, de barro y cañas, y cubiertas con el ramaje de
las palmas, formando un círculo, en cuyo centro se elevaba el palacio del
cacique, de rústica forma, con torres de la propia materia, y que sobresalía de
las demás casas como el pino en el bosque. Circundaba la población, a la usanza
indígena, un doble muro de troncos verticales rodeados de un foso, que era
necesario atravesar por puentes de madera.
Por ambos lados del lugar, se extendía la
costa, cuidadosamente cultivada, y en que la arboleda se ostentaba con
profusión, mientras que a la parte de tierra, tomaba arranque la cordillera,
que partiendo del cerro llamado la Mesa, se interna en el país. Alrededor de la
población estaban los jardines, en que las rosas y claveles servían de asiento
a la pintada mariposa, cuyos colores resplandecían a la clara luz del día
naciente, mientras que por la noche, revoloteaban en derredor los ligeros
cucuyos, cual si fuesen aladas estrellas.
En la margen del río, veíase el baño de
la cacica, cuyo recinto estaba encubierto por una cerca de verde majagua y
altos bambúes, que cual una cortina misteriosa, impedían el paso a miradas
indiscretas.
Sería medio día, cuando los moradores de
la costa divisaron en el horizonte, como una docena de velas; cual blancos
cisnes, se deslizaban velozmente por la superficie del mar. Eran los caribes,
que se preparaban al asalto.
Cundió la alarma en el contorno, y se
dispusieron a recibirlos.
El cacique Mayagoex estaba ausente, y en
su defecto Guarionex, después de enviarle un expreso con tan inesperada nueva;
reunió la escolta que había traído de sus estados, y que se componía de más de
cien gandules escogidos entre los más valientes y robustos de sus vasallos.
-Arengoles, manifestándoles el peligro en que se hallaban, puesto que los
voraces y perpetuos enemigos de Borinquen, violando los pactos, rompían las
hostilidades, para lanzarse sobre el país y destruirlo. "Es necesario,
añadió, que los vasallos de Guarionex, prueben que las flechas enemigas no les
arredran, y que ellos solos, bastan para vencer a sus contrarios cualquiera que
sea su número."
Después de revistar y arengar de este
modo a sus soldados, tomó una posición conveniente, no lejos del río tras un
pequeño cerro, y aguardó a las piraguas caribes, que estaban ya a un tiro de
flecha de la costa.
El crepúsculo iba a terminar, y el
silencio reinaba, cuando saltaron en tierra. -Guarionex salió a su encuentro, y
fue saludando con una descarga por parte de los invasores. Algunos de sus
soldados cayeron en tierra, heridos por las emponzoñadas flechas de los
caribes.
Feroces gritos de guerra resonaron por
todas partes, y la hueste Borineana, tan veloz como el rayo, se lanzó sobre
ellos.
La confusión y la muerte reinaban junto a
Guarionex, que semejante a un león, tan solo despojos dejaba en su carrera.
Atónitos los caribes con tal ataque, sin
poder hacer uso de sus mortíferos arcos, se veían obligados a sostener cuerpo a
cuerpo, una lucha, en que si bien la ventaja del número estaba de su parte,
tenían que combatir con los fuertes y aguerridos soldados de Guarionex, que
peleaban, no tanto por amor de gloria, cuanto por no caer en las garras del
enemigo, que condenaban al prisionero a ser víctima de su voracidad.
Encontráronse en medio de los combatientes, los caudillos de ambas
partes.
Era Jaureyvo de colosal estatura, y su
rostro expresaba la estúpida ferocidad de la hiena. Blandía su arma con tal
destreza, y era tan horrible su aspecto, que al verle huían despavoridos sus
contrarios.
Viole Guarionex y fuese contra él.
Durante algún tiempo dieron y recibieron sendos golpes con igual pujanza. -Pero
Guarionex fue desarmado, y entonces uno de los suyos, se lanzó a recibir el
terrible golpe que amenazaba a su señor. Cayó muerto a los pies de Jaureyvo;
pero el caudillo de Borinquen recobrando su arma, acometió con tal denuedo, que
presto sería vengada la muerte de su heroico vasallo. Asombrado el caribe en
vista de tanto furor, se retiraba paso a paso mientras que su enemigo le
perseguía sin cesar.
La contienda estaba suspensa, y la
multitud aguardaba confiada o temerosa, el resultado de este parcial combate.
Llegaron marchando los caciques a la
cerca que cubría el baño, ya descrito, y allí Jaureyvo, abriéndose paso con su
hercúleo cuerpo, a través de las ramas, que quebraba cual si fuesen menudos
hilos, se precipitó en el recinto de la hermosura, no sin que su adversario lo
siguiese en breve.
Un grito de sorpresa y de susto hirió sus
oídos, y las jóvenes indias que se bañaban, corrieron a refugiarse en la
opuesta orilla. Una de ellas permaneció en el río, sin tener fuerzas para huir,
parecía una sirena sorprendida en su cantar; náyade gentil, adormecida en
brazos de las aguas: era Loarina. -Guarionex la vio, y sintió en su pecho el
fuego de la dicha, y en su brazo el poder de la victoria.
- X -
No esperaba el cacique tal encuentro,
puesto que juzgaba, que las jóvenes estarían al abrigo de los muros; pero ellas
habían desechado todos sus temores, al pensar en que Guarionex era invencible.
No fue menor la admiración de Jaureyvo al
ver tan rica presa, y sus ojos brillaron con impuro fuego.
Volvieron en sí ambos contrarios, se
acometieron, y en breve la macana del Boricano derribó al caribe, y el doliente
clamor de los suyos, como un velo fúnebre, cubrió su último instante.
Desordenadas las huestes, huían en pos de las piraguas salvadoras.
La noche tendía su velo sobre el campo, y
las naves bogaban protegidas por las sombras, cuando anunciaron a Guarionex que
en aquellas iba una de las cacicas, robada por los caribes.
Guarionex, con un gesto, indicó a los
borincanos su mandato, y lanzose al mar seguido de los suyos.
"Nos conocen", decía
esgrimiendo su macana con una mano, mientras que con la otra cortaba las olas,
cual si fuese la quilla de un bajel. El instinto del amor le hacía suponer en
la joven robada a Loarina, su amada, la mujer por quien diera toda su sangre.
El cacique pensaba en ella, cuando sintió
en su cuerpo, el áspero y frío contacto del tiburón, y el doloroso grito de uno
de los indios, le hizo estremecer. Un ¡ay! más doloroso y débil que el primero
resonó en los oídos de los indios, que al volver los angustiados ojos, vieron a
su infeliz compañero, sepultarse en las olas para siempre.
El caudillo había menester toda su
influencia para alentar a los indios, que no teniendo su temple de alma, ni una
Loarina que les inspirase el necesario ánimo, cuasi lloraban de terror, y
esperaban con indecible angustia, el instante fatal, en que el monstruo de los
mares, pusiese término cruel a su existencia.
Por último, llegaron a las piraguas, que
le recibieron con descargas de flechas. -Los sollozos de una mujer resonaron en
el corazón del cacique como un aceto amigo. Dirigiéronse los Boricanos a la
nave de donde aquellos partían, dieron sobre ella, y no tardaron en tomarla,
después de una corta resistencia.
No era Loarina la robada, pero los
esfuerzos de Guarionex no fueron vanos, puesto que su hermana, la reciente
esposa de Mayagoex, le recibió en sus brazos.
Al llegar a la playa, fueron recibidos
con entusiastas aclamaciones, y Mayagoex salió a su encuentro.
Entonces el cacique, entregándole a su
esposa, le dijo:
-Toma esta perla, que no está bien fuera
de su concha.
Mayagoex le dio infinitas gracias, y
ambos caudillos se abrazaron.
- XI -
Después de suplicar alguna indulgencia a
los críticos rigorosos, por la digresión última, es oportuno que el lector se
traslade por segunda vez, al lugar y época de esta historia, para que anudada
nuevamente, pueda, si a bien lo tiene, seguirla hasta su fin.
Pocos días habían transcurrido desde que
los indios reunidos, decidieron hacer la guerra a los conquistadores.
Era medianoche, y los habitantes de Sotomayor dormían
profundamente, cuando Loarina con angustiado semblante y agitados pasos,
penetró en la estancia del joven Sotomayor, y con profunda emoción le dijo:
-Cristiano si amas la vida; huye...
-¡Huir! -respondió el caballero.
-¡Quieren matarte!
-¡Matarme!
-Sí, un horrendo motín se apresta. Los
asesinos acabarán con tu vida y la de los tuyos: los he oído. -Tiempo es ya de
que hacia aquí se dirijan. La muerte está junto a ti.
-Gracias, hermosa india, gracias por tu aviso, pero creo que tu
corazón exagera los peligros.
-¡Oh! no lo dudes, Sotomayor, no lo
dudes. Acabo de verlos: su saña es horrible. Bien pronto caerán como el rayo
sobre la ciudad, y moriréis todos. Su número es inmenso como las hojas de los
árboles. ¡Oh! Sotomayor, no seas ingrato, huye... yo te lo ruego... de
rodillas.
-Levántate, Loarina hermosa; no sabes
cuán grato sentimiento me inspira tu interés por mí, y que si mi corazón
pudiese olvidar al ángel que idolatra, creo que sería tuyo desde este momento;
pero ya ves que tu aviso es cuasi inútil, porque un caballero castellano no
sabe huir.
-¡Ah! ¡ingrato! ¿Y qué será de Loarina si
tú mueres? Sí, soy pérfida, soy infiel a los míos, porque te adoro, cristiano,
y quiero tu existencia, que es para mí la luz del día.
Mil voces de alarma sucedieron a las
últimas palabras de Loarina, y el caballero ciñó la espada, caló el sombrero y
se lanzó a la calle.
¡Qué espectáculo se ofreció a sus ojos!
Entregada a las llamas la población,
ardían sus techos de paja cual si fueran de yesca, y mil lenguas de fuego,
oscilaban a impulso de la nocturna brisa. Densas nubes de humo enrojecido se
perdían en el firmamento, mientras que las copas de los erguidos árboles,
desafiaban al incendio, y dominando estos cráteres ardientes, parecían otros
tantos volcanes coronados por la verde primavera.
Las campanas, el tumulto, el crujir de
las maderas, el estrépito de los techos al caer, y la confusa gritería de los
invasores, era una gran parte, a aumentar la confusión de los sorprendidos
ánimos.
Este caía anegado en su propia sangre,
aquel defendía con valor sus últimos momentos; uno pasaba de los brazos del
sueño, a los de la muerte; y otro huyendo de las llamas, pálido y consternado,
tropezaba en su carrera con el arma homicida.
En una de las calles peleaba Sotomayor
heroicamente; pero las flechas enemigas habían penetrado en su pecho, y en
breve llegaría el postrer instante de su vida. Su rostro estaba cubierto de
sudor y sangre...
-Dejadme a Sotomayor -gritaba Guarionex
acometiendo al desdichado joven.- ¡Te he cumplido mi palabra! -añadía con
sonrisa feroz.
Los esfuerzos del caballero eran
impotentes contra tantos enemigos, su brazo se abatía, y la sangre que corría
de sus heridas, agotaba no poco sus fuerzas. La espada cayó de su mano, y el
grito de una mujer, detuvo el brazo de Guarionex. Era la enamorada cacica, que
cual un ángel, trataba de proteger al caballero con sus alas amorosas.
Había caído en brazos del cacique, y sus
ojos suplicantes se habían cerrado: estaba desmayada. Los de Guarionex
expresaban, el amor, la desesperación...
Entonces el arma rencorosa y cruel de
otro cacique, derribó al caballero: su semblante mostraba el último reflejo de
una luz que va a apagarse, la hermosa y débil agonía del heroísmo.
Guarionex era generoso, y apartó la vista
de un enemigo, que ya no era temible; arrojó su macana, y tomando en brazos a
la débil Loarina, se alejó rápidamente.
El humo del incendio le ocultó con su
tesoro.
- XII -
Abatida
estaba en verdad la joven Loarina, desde que los brazos del cacique la
arrancaron del lugar de la contienda.
Habíala llevado a una gruta, situada en
la ladera de una verde colina. -Daban sombra a su entrada los mameyes y
guayabos; la matizada piña con su penacho verde, esparcía sus olores en torno
de sí, al paso que, brotando de una peña un raudal de agua pura, corría por el
verde césped, e iba a rendir tributo al vecino río, que despeñándose no lejos
de allí, formaba una cascada, cuyo estruendo continuo, despertaba la melancolía
y los dulces pensamientos.
Sentada la cacica a la puerta de la
gruta, no respondía una sola palabra, a las respetuosas que le dirigía Taboa,
el fiel vasallo de Guarionex. Dos días habían transcurrido, sin que sus labios
hubiesen gustado apenas el alimento que solícitas manos la ofrecían; ni sus
ojos se habían cerrado a aquel tranquilo y encantado sueño, que hacía su
delicia en otro tiempo.
En
actitud pensativa, la indecisión que reinaba en su espíritu, a causa de ignorar
la suerte del hombre a quien amaba más que a su mísera existencia, la reducía
al triste estado de anhelar la muerte como un bien inapreciable.
Guarionex, el cacique fatal que la
adoraba, no volvía.
-Había muerto, o tal vez las faenas de la
guerra, le impedían consagrarse a las varias y privadas sensaciones, de un amor
puro y desgraciado. -Quizás un sentimiento generoso, le prohibía turbar con su
presencia, un dolor sagrado aunque odioso para él, o más bien, los celos, le
ponían en el caso de evitar toda revelación por su parte, respecto del
sangriento fin del caballero, cuya circunstancia, le obligaría a presenciar con
la hiel en el alma, el silencioso correr de lágrimas, vertidas al recuerdo de
un rival afortunado.
Pero el cacique se ofrece a nuestra
vista, y toda conjetura es vana. -Su andar lento y vacilante, revela la
timidez, la indecisión.
-No quería verte, cruel -dijo el
enamorado con angustiosa voz, acercándose a ella; pero mi corazón me arrastra y
no puedo más. Cuando Loarina está triste y llora, Guarionex quiere estar a su
lado, triste y llorando también.
-¿Por qué me trajiste aquí? -dijo la
india.
-Para que seas mía -respondió el cacique.
Hubo un momento de silencio, al cabo del
cual preguntó Loarina con voz débil.
¿Vive Sotomayor?
El cacique no respondió.
-Ingrata -murmuró enseguida retorciéndose
los brazos.
Luego prosiguió: no me preguntes por mi rival,
por que es matarme; pregúntame si te amo, cruel. -Sí, te responderé, más que a
mí mismo. ¿Y cómo no amarte? ¿Hay algún día sin sol, o Loarina no es hermosa?
-Basta, basta, Guarionex. Amo a Sotomayor
y mi vida es suya: ¿por qué me arrancaste de su lado? Quiero morir o vivir con
él, ¿lo oyes?
-Pues bien, muere con él, pérfida,
síguele al sepulcro porque ya no existe -dijo el indio con el acento de la
amargura.
-¡Ha muerto! -dijo Loarina, con la
postración del estupor.
De repente dio a correr por la llanura;
con su cabello suelto y agitado por el viento, con su mirada fija, y el temblor
convulsivo de sus miembros, semejaba la imagen del delirio, acosada por la
hueste de los dolores humanos.
Guarionex corrió tras ella, y ya iba su
amada a lanzarse al torrente, cuando el cacique asiéndola del cabello con mano
fuerte, la detuvo a los bordes del abismo; parecía el último esfuerzo de la
virtud, arrancando al crimen una víctima.
- XIII -
La noche empezaba a esparcir sus sombras,
y los montes, los valles y los ríos se cubrían con su velo tenebroso. -Eran los
últimos momentos de un día, que al pasar a la nada, llevaba envuelto un
acontecimiento interesante para Borinquen. La jornada de Yagüeca, acababa de
decidir su porvenir.
Desesperado Guarionex, había peleado como un héroe: jamás flecha alguna
fue más certera; jamás su brazo combatió con más denuedo. Diezmados los suyos
por los golpes enemigos, huían despavoridos, o eran víctimas del acero
castellano. Necio fuera su empeño al oponer sus débiles flechas y macanas, al
acerado peto, y al brazo poderoso y ejercitado de los vencedores de Boabdil. El
indio de Borinquen tenía valor, pero en la impotencia de su estado, podía ser
una víctima no un héroe.
La noche era oscura, y sólo de vez en
cuando el relámpago iluminaba la tierra con su brillo siniestro, mientras que
el lejano trueno retumbaba sordamente.
Guarionex, herido y fatigado, caminaba al
acaso, trepaba cerros, cruzaba ríos, ya caía para volverse a levantar, ya
corría cual si huyese de sí propio; en todas partes veía su pesar. -Los campos
que le vieron nacer, y en que se habían deslizado las alegres tardes de su
infancia, el rumor de la corriente bulliciosa, los árboles que le alimentaron
con su fruto, los pajarillos en que probaba la destreza de su arco, la cabaña
en que moraron sus abuelos: todo le prestaba su voz triste y tormentosa.
"Oh graciosos bosquecillos, ya no seréis el asilo misterioso del amor, ni
el recreo de nuestros hijos: y vosotras cumbres elevadas, en adelante no
presenciaréis el culto de nuestro Cemí. ¡La raza de Agueinaba acabó para
siempre! Así decía con voz triste el afligido cacique; así llegó a sentarse
bajo la seiba que decoraba la puerta de su cabaña, permaneciendo allí algún
tiempo entregado a su aflicción. -En tanto se anubla más y más el cielo,
oscureciendo cuasi del todo la comarca; el relámpago y el trueno, que redobla
sus furores, se disputan el dominio del espacio; los vientos rujen como una
manada de leones y la lluvia no viene a calmar su bravura: es la tempestad de
un día caluroso de la zona tórrida. Al ver el dolorido cacique aquella furia de
la naturaleza tan en consonancia con el estado de su alma exclamó:
Ruge
tempestad, sí, ruge,
tu relámpago
siniestro
ilumine de
mi vida
el instante
postrimero.
De tu trueno
el bronco ruido
cual la voz
de mis lamentos,
entre las
nubes se pierde
que la luz
cubren del cielo.
¡Oh! ¡si
algunos de tus rayos
viniese
hacia mí benéfico
a
controvertir en cenizas
la
existencia que aborrezco!
Después de una breve pausa, levantose y
comenzó a alejarse lentamente; detúvose luego y continuó con tristísimo acento
su lastimosa endecha;
Risueños,
felices prados,
donde cual
güino ligero
trisqué
alegre, placentero
en mi
festiva niñez,
no formaré
con tus flores
el ramillete
querido
para
ofrecerlo rendido
a la ingrata
que adoré.
Selvas que
durante el día
me
brindasteis sombra amiga,
y en que,
alivio mi fatiga
en la noche
siempre halló;
ya en
vuestro dulce misterio
no guardará
mi alma ardiente
la queja
tierna y doliente
que un
triste amor le arrancó
________
Adiós, oh seiba querida
que coronas
mi mansión;
oh cabaña de
mis padres,
Guarionex te
dice adiós,
y al dejarte
para siempre
muerto lleva
el corazón;
adiós
Borinquen preciosa,
dulce,
tierra de mi amor...
¡sepúltala,
oh mar inmenso!
Adiós,
Borinquen, adiós.
________
Al llegar a la próxima ladera, lanzó una
última mirada a los objetos de su tierna despedida que quedaban ya envueltos en
las tinieblas de la tempestad. Algunos momentos después en la cumbre de
gigantesca montaña se dejó ver rodeada de precipicios a la luz de un relámpago
su contristada figura, en sus labios brillaba la amarga sonrisa. - Volvió a
lucir el relámpago y ay no estaba allí; tan solo iluminó el abismo.
- XIV -
El día estaba sereno. La montaña, que
acabamos de mencionar era gigantesca y coronada de rocas, que ocultaban su ceño
bajo la verde enredadera, al paso que un arroyo, procedente de las colinas
orientales, venía con majestuoso descenso, a ceñirla como una diadema de plata,
para caer en el cercano valle, y perderse entre las aguas de un pequeño lago,
que servía de espejo al cielo, y de baño a la diosa de la noche. Por la parte
del oeste un profundo abismo, en cuyo fondo se veían arbustos, malezas, piedras
y juncos, que entrelazadas, formaban un lecho de plano irregular; y finalmente,
por la parte del norte, traspuestos el valle y el lago, terminaban el cuadro
infinidad de montes, cuyas crestas a manera de escalones, se perdían en
lotananza besando las nubes.
En las cumbres del alto monte de que
acabamos de hablar, había un peñasco enorme, suspendido sobre el abismo, que
pronto a precipitarse, guardaba su actitud amenazadora, quizá desde la
creación; semejante a la roca suspendida en la puerta del infierno, para servir
de tortura y continuo susto, a aquel desdichado rey de la antigüedad. Junto a
ella estaba el cadáver del cacique, cubierto de sangre; contemplábanle
silenciosos y consternados algunos indios, resto de su poder perdido.
Agobiado por la angustia, destrozado en
su caída lanzó su alma a otro mundo, arrullada por el trueno. Junto a él, había
una fosa recién abierta, y en ella, algunas frutas y viandas destinadas a su
alimento durante el viaje, según la creencia de estas gentes. Sobre ellas
colocaron algunas ramas, formando un verde y mullido lecho, para que la muerte
pudiese reclinarse blandamente, y dormir tranquila con ese sueño eterno y sin
zozobras.
Hecho esto, cubrieron con el manto el
cadáver del cacique, y tomándole en brazos, se preparaban a enterrarle. -En su
rostro estaba pintado aún el pesar, ¡como si más poderoso que su vida, hubiera
de sobrevivirle!
¡Infeliz Guarionex! Todos los de su raza,
bajaron al sepulcro acompañados por la más amada de sus esposas: ¿quién se
prestaría a enterrarse viva con un cacique destronado?
A sepultarle iban sus doloridos vasallos,
cuando les detuvo la llegada de Loarina, acompañada del fiel Taboa.
-Deteneos -dijo aquella.- ¡Vosotros,
fieles vasallos del último de vuestros caciques, obedeced los mandatos de
aquella a quien tanto amó! Vengo a cumplir con nuestra antigua costumbre. -No
fui su esposa pero fui su amada. Esta vida que me agobia, a él la debo. Durante
sus días fui el sol que los alumbró. Las mujeres de su casa le han abandonado,
y yo debo ocupar su puesto. Solicito el honor de ser enterrada con el más
valiente, con el más joven y generoso de los caciques. -Y tú Guarionex, no
creas que hago sacrificio alguno; la vida que me salvaste de nada me sirve. -La
tuya fue triste, como un día nebuloso; el amor que debía endulzarla, la amargó.
-Al pie del sepulcro te ofrezco un corazón infiel; no era digno de ti, pero tú
lo anhelabas, y yo te lo entrego. -Dijo y los sollozos ahogaron su voz.
De rodillas, y abrazando a Guarionex le
bañaba con su llanto; hijo de un tardío amor no daba la vida, al que hubiera
muerto por verlo derramar.
Loarina, en la primavera de sus días,
bella como un astro, estrechaba contra su seno palpitante, el cadáver del
hombre que lozano en otro tiempo y marchito ahora, parecía una burla del
destino. Poseía al fin aquel amor que anhelaba con vehemencia, y tanta dicha,
no era bastante a reanimar su corazón helado. -¡Cuán indiferente es el
sepulcro!
Abrazados los dos amantes, bajaron a la
tumba; ¡Loarina era el alma de la muerte! Taboa se despidió de sus señores, y
la tierra los cubrió para siempre.
El sol que salía, presenció el himeneo, y
los pajarillos lo celebraron con sus cantos armoniosos .
Algunos años después nació al pie de la
roca una palma que respetó siempre el huracán. -Al ponerse el sol cada día, al
tender la noche su velo, se oyen algunas palabras, que parecen salir de su
elevado tronco; estas palabras pertenecen a un idioma desconocido. -Las voces
que las pronuncian, revelan la alternativa de un diálogo en que se percibe la
ternura y la tristeza; parecen hijas del dolor de un hombre, y del amor de una
mujer.
Si durante la noche, el viento brama, el
relámpago brilla, retumba el trueno, la lluvia cae a torrentes, se oyen de vez
en cuando, los acentos de un hombre, que llora su país natal.
Aquel árbol no da fruto: renuévase de
continuo: gallardéase al suave empuje de las brisas, dominando el contorno; en
sus ramas se mece la paloma, y la cotorra indiferente, precursora de la lluvia,
despliega al sol sus pintadas alas.
Aquel árbol se llama la "Palma del
cacique".