Miguel de Cervantes Saavedra


LA ENTRETENIDA

 

Personas que hablan en ella:

  • OCAÑA, lacayo
  • CRISTINA, fregona
  • Don ANTONIO
  • MARCELA, su hermana
  • Don FRANCISCO
  • CARDENIO
  • TORRENTE, su criado
  • MUÑOZ, escudero de Marcela
  • DOROTEA, [doncella de Marcela]
  • Don AMBROSIO
  • QUIÑONES, paje
  • ANASTASIO
  • MÚSICOS
  • Un BARBERO
  • Un ALGUACIL
  • [Un] CORCHETE
  • Don GIL, bastardo
  • CLAVIJO
  • Un CARTERO
  • Don Pedro Osorio, PADRE de [otra] Marcela

JORNADA PRIMERA


Salen OCAÑA, lacayo, con un mandil y harnero, y CRISTINA,
fregona


OCAÑA:               Mi sora Cristina, denmos.
CRISTINA:        ¿Qué hemos de dar, mi so Ocaña?
OCAÑA:           Dar en dulce, no en huraña,
                 ni en tan amargos extremos.
CRISTINA:            ¿Querría el sor que anduviese 
                 de pa y vereda contino?
OCAÑA:           No hay quien ande ese camino
                 que algún gusto no interese.
[CRISTINA]:          Siempre la melancolía
                 fue de la muerte parienta, 
                 y en la vida alegre asienta
                 el hablar de argentería.
                     Motes, cuentos, chistes, dichos,
                 pensamientos regalados,
                 muy buenos para pensados, 
                 y mejores para dichos.
OCAÑA:               Sé yo, Cristina, con quién
                 te burlas, y no es conmigo.
CRISTINA:        ¿Sabe, Ocaña, qué le digo?
OCAÑA:           ¿Qué dirás que me esté bien? 
CRISTINA:            Dígole que no malicie
                 con tan dañados intentos.
OCAÑA:           Pues a fe que en estos cuentos
                 ando por la superficie;
                     que, si llegase hasta el centro, 
                 ¡oh, qué diría de cosas!
CRISTINA:        Muchas, pero maliciosas.
OCAÑA:           Sálenme mil al encuentro
                     del corazón a la lengua.
CRISTINA:        No te pienso escuchar más. 
OCAÑA:           Vuelve, Cristina; ¿a dó vas?
CRISTINA:        Es el escucharte mengua,
                     y enfádanme tus ruindades
                 y tus modos de decir.
OCAÑA:           El que está para morir, 
                 siempre suele hablar verdades.
                     Yo estoy muriendo, y confieso
                 que quieres bien a Quiñones.
CRISTINA:        De tus malas intenciones
                 agora se vee el exceso; 
                     agora se echa de ver
                 que eres loco y laca...
OCAÑA:                                   Bueno;
                 pronuncia de lleno en lleno,
                 aunque el "yo" no es menester;
                     que el ser lacayo no ignoro, 
                 sin rodeos y sin cifras.
                 Y mal tu venganza cifras
                 en no guardar el decoro
                     que debes a ser fregona
                 de las más lindas que vi, 
                 entre Quiñones y mí,
                 ya cordera, y ya leona.
CRISTINA:            ¿Soy, por ventura, mujer
                 que he de avasallarme a un paje?
                 ¿O vengo yo de linaje 
                 de tan bajo proceder?
                     ¿No soy yo la que en mi flor,
                 por no querer ofendella,
                 presumo más de doncella,
                 que no el Cid de Campeador? 
                     ¿No soy yo de los Capoches
                 de Oviedo? ¿Hay más que mostrar?
OCAÑA:           Con todo, te has de quedar,
                 Cristina...
CRISTINA:                    ¿A qué?
OCAÑA:                                A buenas noches,
                     Eres muy solicitada 
                 y muy vista, y no está el toque
                 en que la flor no se toque,
                 si al serlo está aparejada.
                     Las flores en el campo están
                 sujetas a cualquier mano: 
                 a las del bajo villano
                 y a las del alto galán,
                     al arado y al pie duro
                 del labrador que le guía;
                 pero la flor que se cría 
                 tras el levantado muro
                     del recato, no la ofende
                 el cierzo murmurador,
                 ni la marchita el ardor
                 del que tocarla pretende. 
                     La mujer ha de ser buena,
                 y parecerlo, que es más.
CRISTINA:        Gran predicador estás;
                 mas tu dotrina condena
                     a tus lascivos intentos. 
OCAÑA:           Lavántasles testimonio:
                 que al blanco del matrimonio
                 asestan mis pensamientos.
CRISTINA:            A mucho te has atrevido.
                 Muestra; aquí está la cebada. 
                 

Dale el harnero.  [Vase] CRISTINA


OCAÑA:           Toma el harnero, agraviada
                 deste que de ti lo ha sido.
                     ¡Oh pajes, que sois halcones
                 destas duendas fregoniles,
                 de su salario alguaciles, 
                 de sus vivares hurones!
                     Lleváisos la media nata
                 deste común beneficio;
                 dais en ella rienda al vicio,
                 sin hallar ninguna ingrata: 
                     gozáis del justo botín
                 y de la limpia chinela,
                 y os reís del arandela
                 y del dorado chapín;
                     hacéis con modos süaves 
                 burla que os cuesta barata
                 de aquellas lunas de plata
                 que van pisando las graves.
                     ¡Qué presto Cristina vuelve
                 con la cebada y Quiñones! 
                 ¡Corazón, triste te pones!
                 ¡La sangre se me revuelve
                     en ver a estos dos tan juntos,
                 tan domésticos y afables!


[Sale] CRISTINA, con la cebada, y QUIÑONES, el
paje


CRISTINA:        No le mires ni le hables. 
                 Si le hablares, no sea en puntos
                     que te descubran celoso;
                 que hará mil suertes en ti.
QUIÑONES:        Aunque mozo, nunca fui,
                 ni soy, ni seré medroso. 
CRISTINA:            Advierte que está delante.
                 Tome, galán, la cebada.
OCAÑA:           ¿Bien medida?
CRISTINA:                        Y bien colmada.
OCAÑA:           ¿Midióla mi so galante?
CRISTINA:            No la midió sino el diablo, 
                 que tu mala lengua atiza.
OCAÑA:           Voyme a mi caballeriza,
                 por no ver este retablo
                     destas dos figuras juntas
                 que no se apartan jamás. 
QUIÑONES:        En tales malicias das,
                 que con una mil apuntas;
                     y que te engañas sé yo.
OCAÑA:           Y también sé yo muy bien
                 que a los dos estará bien 
                 el callar.
CRISTINA:                    Yo sé que no,
                     porque quien calla concede
                 con el mal que dél se dice.
OCAÑA:           Ninguno te dije o hice.
QUIÑONES:        Ni él decir o hacerle puede. 
OCAÑA:               Por vida suya, que abaje
                 el toldo; que, en mi conciencia,
                 que hay muy poca diferencia
                 entre un lacayo y un paje.
                     La longura de un caballo 
                 puede medirla a compás,
                 yo delante, y él detrás:
                 andallo, mi vida, andallo.


[Vase] OCAÑA


CRISTINA:            ¡Y que tú no tengas brío
                 para responderle! Creo 
                 que he de recobrar mi empleo
                 y volverme a lo que es mío.
QUIÑONES:            ¿Qué tengo de responder?
                 ¿Ciño espada? No la ciño.
                 Y más, que es mengua si riño 
                 con...
CRISTINA:                Quiñones, a placer:
                     que es Ocaña hombre de bien,
                 y espadachín además.


[Salen] don ANTONIO y su hermana MARCELA


D. [ANTONIO]:    ¡Porfïada, hermana, estás!
                 Quiero, mas no diré a quién. 
                     Tengo ausente mi alegría,
                 sin saber adónde yace,
                 y de aquesta ausencia nace
                 toda mi malencolía.
                     Hanla escondido, y no sé 
                 adónde, en cielo ni en tierra;
                 muévenme los celos guerra,
                 y dan alcance a mi fe,
                     no porque la menoscaben:
                 que, celos no averiguados, 
                 ministran a los cuidados
                 materia porque no acaben;
                     son la leña del gran fuego
                 que en el alma enciende amor,
                 viento con cuyo rigor 
                 se esparce o turba el sosiego.
QUIÑONES:            Aún no han echado de ver
                 que estamos aquí nosotros.
D. [ANTONIO]:    Dejadnos aquí vosotros.
CRISTINA:        Entra aquí el obedecer. 


[Vanse] QUIÑONES y CRISTINA


MARCELA:             ¿Siquiera no me dirás
                 el nombre desa tu dama?
D. [ANTONIO]:    Como te llamas, se llama.
MARCELA:         ¿Como yo?
D. [ANTONIO]:                Y aun tiene más:
                     que se te parece mucho. 
MARCELA:         (¡Válame Dios! ¿Qué es aquesto?  [Aparte]
                 ¿Si es amor éste de incesto?
                 Con varias sospechas lucho).
                     ¿Es hermosa?
D. [ANTONIO]:                      Como vos,
                 y está bien encarecido. 
MARCELA:         (El seso tiene perdido           [Aparte] 
                 mi hermano. ¡Válgale Dios!)


[Sale] Don FRANCISCO, amigo de Don ANTONIO


D. FRANCISCO:        ¿Andan hinchadas las olas
                 del mar de tu pensamiento?
D. [ANTONIO]:    Entraos en vuestro aposento; 
                 dejadnos, hermana, a solas;
                     retiraos, hermana mía.
MARCELA:         ¡Dios tus intentos mejore!


[Vase] MARCELA


D. [ANTONIO]:    ¿Traéis desdichas que llore,
                 o ya venturas que ría? 
D. FRANCISCO:        Promesas que se han cumplido
                 con dádivas, se han probado;
                 industrias se han intentado
                 del Sinón más entendido;
                     las diligencias que he hecho 
                 frisan con las imposibles;
                 linces ha habido invisibles,
                 y espías de trecho a trecho;
                     pero no puede mostrar
                 sagacidad o cautela 
                 dónde han llevado a Marcela;
                 cosa que es para admirar.
                     Solamente se imagina
                 que una noche la sacó
                 su padre, y se la llevó; 
                 pero adónde, no se atina.
D. [ANTONIO]:        ¿Si podrá la astrología
                 judiciaria declarallo?
D. FRANCISCO:    Yo no pienso interrogallo;
                 que tengo por fruslería 
                     la ciencia, no en cuanto a ciencia,
                 sino en cuanto al usar della
                 el simple que se entra en ella
                 sin estudio ni experiencia.
                     Si acaso Marcela fuera 
                 alguna joya perdida,
                 yo buscara otra salida,
                 que buena en esto la diera.
                     Santos hay auxiliadores
                 veinte, o más, o no sé cuántos; 
                 pero no querrán los santos
                 curarnos de mal de amores.
                     A la justa petición
                 siempre favorece el Cielo.
D. [ANTONIO]:    Pues, ¿no es muy justo mi celo? 
                 ¿No está muy puesto en razón?
                     ¿Busco yo a Marcela acaso
                 sino para ser mi esposa?
                 ¿Della pretendo otra cosa?
D. FRANCISCO:    O vámonos, o habla paso: 
                     que no sabes quién te escucha.
D. [ANTONIO]:    Vamos, amigo, y advierte
                 que fío mi vida y muerte
                 de tu discreción, que es mucha.


[Vanse] Don ANTONIO y Don FRANCISCO.  Entran CARDENIO, con
manteo 
y sotana, y tras él TORRENTE, capigorrón, comiendo un membrillo 
o cosa que se le parezca


CARDENIO:            Vuela mi estrecha y débil esperanza 
                 con flacas alas, y, aunque sube el vuelo
                 a la alta cumbre del hermoso cielo,
                 jamás el punto que pretende alcanza.
                     Yo vengo a ser perfecta semejanza
                 de aquel mancebo que de Creta el suelo 
                 dejó, y, contrario de su padre al celo,
                 a la región del cielo se abalanza.
                     Caerán mis atrevidos pensamientos,
                 del amoroso incendio derretidos,
                 en el mar del temor turbado y frío; 
                     pero no llevarán cursos violentos,
                 del tiempo y de la muerte prevenidos,
                 al lugar del olvido el nombre mío.

                     ¿Comes? Buena pro te haga;
                 la misma hambre te tome. 
TORRENTE:        No puede decir que come
                 el que masca y no lo traga.
                     No se me vaya a la mano,
                 que désta, si acaso es culpa,
                 ser me sirve de disculpa 
                 el membrillo toledano.
                     Sé cierto que decir puedo,
                 y mil veces referillo:
                 espada, mujer, membrillo,
                 a toda ley, de Toledo. 
                     Las acciones naturales
                 son forzosas, y el comer,
                 una dellas viene a ser,
                 y de las más principales;
                     y esto aquí de molde viene, 
                 y es una advertencia llana:
                 come el rico cuando ha gana,
                 y el pobre, cuando lo tiene.
CARDENIO:            Con todo, me darás gusto
                 de que en la calle no comas. 
TORRENTE:        Si estas niñerías tomas
                 por deshonra o por disgusto,
                     yo me aturaré la boca
                 con cal y arena a pisón.
CARDENIO:        Sé que tienes discreción. 
TORRENTE:        ¡Y golosina no poca!
CARDENIO:            Sabes lo que nunca supo
                 el diablo.
TORRENTE:                    Y aun soy peor.
CARDENIO:        ¿Vuelves a comer, traidor?
TORRENTE:        Ya no como, sino chupo. 


[Sale] MUÑOZ, escudero de MARCELA


                     Pero ves dónde parece
                 tu Santelmo.
CARDENIO:                      Así es verdad,
                 puesto que mi tempestad
                 nunca mengua y siempre crece.
                     En estas benditas manos 
                 tengo mi remedio puesto.
MUÑOZ:           Vos veréis cómo echo el resto
                 en daros consejos sanos.
                     Advertid, hijo, que son
                 las canas el fundamento 
                 y la basa a do hace asiento
                 la agudeza y discreción.
                     En la mucha edad se muestra
                 que asiste toda advertencia
                 porque tiene a la experiencia 
                 por consejera y maestra;
                     y estas canas no han nacido
                 en aqueste rostro acaso.
CARDENIO:        Hablad, señor Muñoz, paso,
                 que ya os tengo conocido, 
                     y sé que sabéis cortar,
                 colgado del aire, un pelo.
MUÑOZ:           Así me ayude a mí el cielo
                 como os pienso de ayudar;
                     porque el premio es el que aviva 
                 al más torpe ingenio y rudo.
CARDENIO:        Si es premio este pobre escudo,
                 vuestra merced le reciba
                     con aquella voluntad
                 sana con que yo le ofrezco. 
MUÑOZ:           ¡Oh señor, que no merezco
                 tanta liberalidad!
TORRENTE:            Tomóle, besóle y diole
                 quizá perpetua clausura;
                 del oro la color pura 
                 sin duda que enamoróle,
                     porque tiene una virtud
                 de alegrar el corazón,
                 y la avara condición
                 vive con la senetud. 
                     Pero, ¿a qué pecho no doma
                 la hambre del oro?
MUÑOZ:                               Escucha,
                 y con advertencia mucha,
                 hijo, este consejo toma.
                     De Marcela no hay pensar 
                 que es de tan tiernos aceros,
                 que la han de ablandar terceros,
                 ni rogar, ni porfïar,
                     ni lágrimas, ni suspiros,
                 ni voluntad verdadera: 
                 que son con ella de cera
                 de amor los más fuertes tiros.
                     A las olas que se atreven
                 a embestirla por amar,
                 se muestra roca en la mar, 
                 que la tocan y no mueven.
                     Esto con Marcela pasa.
CARDENIO:        No me acobardes y espantes.
TORRENTE:        ¡Oh, cuántos destos diamantes
                 he visto volver de masa! 
                     ¡Cuántas he visto rendidas
                 a un billete trasnochado!
                 ¡Cuántas, sin darlas, han dado
                 de ganadas en perdidas!
                     ¡Cuántas siguen sus antojos 
                 en mitad de su recato!
                 ¡Cuántas en el dulce trato
                 tropiezan, y aun dan de ojos!
MUÑOZ:               Pues ni Marcela tropieza
                 ni cae.
TORRENTE:                ¡Gran milagro!
CARDENIO:                               Calla;
                 que es extremo que se halla
                 hoy en la naturaleza,
                     y el señor Muñoz bien sabe
                 lo que dice.
MUÑOZ:                         Yo estoy cierto
                 que, aún más bien del que os advierto, 
                 todo en mi señora cabe.
                     Pero vengamos al punto
                 de lo que quiero decir.
CARDENIO:        Hasta acabarle de oír,
                 estoy, Torrente, difunto. 


MUÑOZ:               Es el caso que está en Lima
                 un hermano de su padre
                 de Marcela, caballero
                 de ilustre y claro linaje.
                 De los bienes de fortuna 
                 dicen que le cupo parte
                 tanta, que, entre los más ricos,
                 suelen por rico nombrarle.
                 Tiene un hijo que se llama
                 don Silvestre de Almendárez, 
                 el cual con doña Marcela,
                 aunque prima, ha de casarse.
                 Cada flota le esperamos;
                 mas, si en esta que se sabe
                 que ha llegado a salvamento 
                 no viene, echado ha buen lance.
                 Fíngete tú don Silvestre,
                 que yo te daré bastantes
                 relaciones con que muestres
                 ser él mismo; y serán tales, 
                 que, por más que te pregunten,
                 podrás responder con arte,
                 que, acreditando el engaño,
                 tus mentiras sean verdades.
                 Aposentaránte en casa, 
                 haránte gasajos grandes,
                 y tú dentro, una por una,
                 podrás ver cómo te vales.
CARDENIO:        Está bien; pero si acaso
                 en aquesta flota traen 
                 cartas dese don Silvestre,
                 y de que no viene saben,
                 yo dentro en casa, ¿qué haré?
                 ¿Cómo podrá acreditarse
                 tan conocida mentira 
                 para que pase adelante?
MUÑOZ:           Dirás que, después de escritas
                 y dadas, quiso tu madre
                 que te vinieses a España,
                 aunque a hurto de tu padre; 
                 que ella, deseando verse
                 con nietos en quien dilate
                 su nombre y posteridad,
                 no quiso que más tardases.
                 Y este venirte a escondidas 
                 podrá, señor, escusarte
                 de no venir con riquezas
                 que el ser quien eres señalen;
                 mas no dejes de traer
                 algunas piedras bezares, 
                 y algunas sartas de perlas,
                 y papagayos que hablen.
CARDENIO:        En eso yo daré trazas
                 que dese aprieto me saquen,
                 y tales, que satisfagan. 
TORRENTE:        Todo aquesto es disparate.
CARDENIO:        La memoria sea cumplida,
                 y los puntos importantes
                 que en este nuevo edificio
                 han de ser fundamentales, 
                 vengan especificados,
                 de modo que me declaren
                 por el mismo don Silvestre.
MUÑOZ:           Ven por ellos esta tarde.
CARDENIO:        Volverá este mi crïado. 
TORRENTE:        Volveré, si a Dios le place;
                 que, sin su ayuda, no puedo,
                 ni estornudar, ni mudarme.
MUÑOZ:           Señor, si acaso, si a dicha,
                 si por buena suerte traes 
                 otro escudillo, bien puedes
                 con liberal mano darle:
                 que es invierno, y no hay bayeta,
                 y no será bien que pase
                 frío el que al incendio tuyo 
                 procura refrigerarle.
CARDENIO:        No le traigo, en mi conciencia;
                 pero yo haré que se os saque
                 un vestido de bayeta,
                 y a mi cuenta le hará el sastre. 
MUÑOZ:           Venderéle, ¡vive Roque!
                 No consentiré se ensanche
                 Marcela con mis trofeos,
                 que cuestan gotas de sangre.
                 Vístame la que quisiere 
                 que polido la acompañe:
                 que gastar yo mi bayeta
                 en servicio ajeno, ¡tate!
                 Y voyme, porque conviene
                 que la memoria se estampe 
                 que fortifique este embuste.
                 Y a Dios quedéis.
CARDENIO:                          Él os guarde.
MUÑOZ:           Mire que no se le olvide
                 lo de la bayeta y sastre:
                 que en este punto consisten 
                 sus gustos o sus pesares.


[Vase] MUÑOZ


CARDENIO:        ¡Gran principio a mi quimera!
TORRENTE:        Llámala, señor, dislate;
                 torre fundada en palillos,
                 como casica de naipes. 
                 Dime: ¿dónde están las perlas?
                 ¿Dónde las piedras bezares?
                 ¿Adónde las catalnicas
                 o los papagayos grandes?
                 ¿Dónde la prática de Indias, 
                 de los puertos y los mares
                 que se toman y navegan?
                 ¿Dónde la bayeta y sastre?
                 Si quieres que tus negocios
                 en felice punto paren, 
                 lleva, y esto te aconsejo,
                 siempre la verdad delante.
                 Capigorrista soy tuyo,
                 y como padezco hambre,
                 tengo sotil el ingenio, 
                 y en dar consejos soy sacre.
CARDENIO:        Yo me remito a la lista
                 de Muñoz; tú no desmayes,
                 que en las empresas de amor,
                 tal vez se ha visto que valen 
                 el ingenio y la ventura
                 más que las riquezas grandes.
TORRENTE:        Deste laberinto, el cielo
                 con las narices nos saque.


[Vanse.  Salen] MARCELA y DOROTEA, su doncella


DOROTEA:             Dime, señora: ¿qué muestra 
                 te ha dado tu hermano [t]al,
                 que sea indicio y señal
                 de alguna intención siniestra?
                     No puedo darme a entender
                 que te ama viciosamente, 
                 aunque es caso contingente.
MARCELA:         ¡Y cómo si puede ser!
                     ¿Ya no se sabe que Amón
                 amó a su hermana Tamar?
                 ¿Y no nos vienen a dar 
                 Mirra y su padre ocasión
                     de temer estos incestos?
DOROTEA:         Con todo, señora, creo
                 que encamina su deseo
                 por términos más compuestos, 
                     y esto tengo por verdad.
MARCELA:         Mi querida Dorotea,
                 plega al Cielo que así sea;
                 Él rija su voluntad.
                     De contino trae en la boca 
                 mi nombre, a hurto me mira,
                 gime a solas y suspira,
                 las manos me besa y toca;
                     y da por disculpa desto,
                 que me parezco a su dama, 
                 que de mi nombre se llama.
DOROTEA:         ¿Hase, a dicha, descompuesto
                     a hacer más de lo que dices?
MARCELA:         No, por cierto; ni querría.
DOROTEA:         Pues desto, señora mía, 
                 no es bien que te escandalices;
                     pues podrá ser que su dama
                 se llame, señora, así,
                 y que se parezca a ti,
                 si de hermosa tiene fama. 


[Sale] Don ANTONIO, hermano de MARCELA


MARCELA:             Mira do viene suspenso;
                 tanto, que no echa de ver
                 que aquí estamos. De su ser
                 que está trastrocado pienso.
                     Escuchémosle, y advierte 
                 cómo de Marcela trata.
D. [ANTONIO]:    Es tu ausencia la que mata;
                 no el desdén, aunque es tan fuerte.

                     ¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!
                 ¡Cuán lejos debió estar de conocerte 
                 el que al furor de la invencible muerte
                 igualó tu poder y tu violencia!
                     Que, cuando con mayor rigor sentencia,
                 ¿qué puede más su limitada suerte
                 que deshacer la liga y nudo fuerte 
                 que a cuerpo y alma tiene inconveniencia?
                     Tu duro alfanje a mayor mal se estiende,
                 pues un espíritu en dos mitades parte.
                 ¡Oh milagros de amor, que nadie entiende!
                     Que, del lugar de do mi alma parte, 
                 dejando su mitad con quien la enciende,
                 consigo traiga la más frágil parte.

                     ¡Oh Marcela fugitiva
                 y sorda al lamento mío!
                 ¿Cómo quiere tu desvío 
                 que ausente muriendo viva?
                     ¿Dónde te ascondes? ¿Qué clima,
                 inhabitable te encierra?
                 ¿Cómo a tu paz no da guerra
                 el dolor que me lastima? 
                     ¡Téngote siempre delante,
                 y no te puedo alcanzar!
MARCELA:         Para temer y pensar,
                 ¿esto no es causa bastante?
DOROTEA:             Sí, por cierto. Nunca estés 
                 sola, si fuere posible;
                 de que aspire a lo imposible,
                 jamás ocasión le des;
                     rómpase en tu honestidad,
                 en tu advertencia y recato, 
                 la fuerza de su mal trato,
                 que nace de ociosidad.
                     Y vámonos, no nos vea;
                 dé a solas rienda a su intento.
MARCELA:         Yo estoy en tu pensamiento, 
                 que es muy bueno, Dorotea.


[Vanse] MARCELA y DOROTEA.  Sale OCAÑA, de lacayo, con una 
varilla de membrillo y unos antojos de caballo en la mano, 
y pónese atento a escuchar a su amo


D. [ANTONIO]:        Amor, que lo imposible facilitas
                 con poderosa fuerza blandamente,
                 allanando las cumbres:
                 ¿por qué las nubes de mi sol no quitas? 
                 ¿Por qué no muestras por algún Oriente
                 las dos hermosas cumbres
                 que dan rayos al sol, luz a tus ojos,
                 por quien te rinde el mundo sus despojos?


                     ¿Qué quieres, Ocaña?
OCAÑA:                                    Quiero 
                 herrar el bayo, señor,
                 y no acierta el herrador
                 a herralle si no hay dinero.
                     Débense cuatro herraduras
                 y un brebajo; mira, pues, 
                 si andarán aquellos pies,
                 siendo tus manos tan duras.
                     Y vengo por seis raciones
                 que me deben: que amohína
                 ver que sobren a Cristina 
                 y resobren a Quiñones,
                     y que falten para mí,
                 que sirvo mejor que todos,
                 de tres y de cuatro modos.
D. [ANTONIO]:    Confieso que ello es así, 
                     Ocaña amigo, y sabed
                 que todo se os pagará.
                 Y andad con Dios.
OCAÑA:                             Siempre está
                 conmigo vuestra merced
                     riguroso por el cabo. 
D. [ANTONIO]:    ¿En qué modo?
OCAÑA:                        ¿Yo no veo
                 que, cual si fuera guineo,
                 bezudo y bozal esclavo,
                     apenas entro en la sala
                 por alguna niñería, 
                 cuando cualquiera me envía,
                 si no en buena, en hora mala?
                     A nadie se le trasluce,
                 por más que yo lo procuro,
                 el ingenio lucio y puro 
                 que en este lacayo luce.
                     Anda conmigo al revés
                 fortuna poco discreta:
                 que, si tú fueras poeta,
                 quizá fuera yo marqués, 
                     o, por lo menos, ya fuera,
                 tu consejero y privado;
                 pero de mi corto hado
                 tamaño bien no se espera.
                     Hay poetas tan divinos, 
                 de poder tan singular,
                 que puedan títulos dar
                 como condes palatinos;
                     y aun, si lo toman despacio,
                 en tiempo y caso oportuno, 
                 no habrá lacayo ninguno
                 que no casen en palacio
                     con doncellas de la reina,
                 de valor único y solo:
                 que, por la gracia de Apolo, 
                 esta gracia en ellos reina.
                     Pero yo nací, sin duda,
                 para la caballeriza,
                 haciendo en mis dichas riza
                 mi suerte, que no se muda. 
                     El discreto es concordancia
                 que engendra la habilidad;
                 el necio, disparidad
                 que no hace consonancia.
                     Del cuerpo por los sentidos 
                 obra el alma, y, cuales son,
                 o muestra su perfección,
                 o términos abatidos.
                     De aquesto quiero inferir
                 que tan sotil cuerpo tengo, 
                 que en un instante prevengo
                 lo que he de hacer y decir.
                     Lacayo soy, Dios mediante;
                 pero lacayo discreto,
                 y, a pocos lances, prometo 
                 ser para marqués bastante,
                     como aquel de Marinán,
                 de dinare, e più dinare,
                 si la suerte no estorbare
                 este bien que no me dan. 
D. [ANTONIO]:        ¡Alto! Vos habéis hablado
                 de modo que me obligáis
                 a que de humilde subáis
                 a más eminente estado,
                     siendo al primero escalón 
                 servirme de consejero;
                 y así, amigo Ocaña, quiero
                 mostraros mi corazón,
                     para que, viendo patentes
                 las ansias que en él se anidan, 
                 ellas a tu ingenio pidan
                 los remedios suficientes:
                     que tal vez una dolencia
                 casi incurable la sana
                 de una vejezuela cana 
                 una fácil experiencia.
OCAÑA:               Dime tu mal, mi señor,
                 y verás cómo en tantico
                 tantos remedios aplico,
                 que sanes con el menor. 
                     Y si, por ventura, es
                 el ciego el que te atormenta,
                 puedes, señor, hacer cuenta
                 de que ya sano te ves,
                     porque no se ha de tomar 
                 conmigo el dios ceguezuelo.
D. [ANTONIO]:    Que no estás en ti recelo.
OCAÑA:           ¿Pues en quién había de estar?
                     Que, a no tomarme del vino,
                 por costumbre o por conhorte, 
                 no hubiera en toda la corte
                 otro Catón Censorino
                     como yo.
D. [ANTONIO]:                 Ya desvarías.
                 Vuélvete, Ocaña, a tu establo.


[Vase] Don ANTONIO


OCAÑA:           Aunque más sentencias hablo 
                 y elevadas fantasías,
                     se me trasluce y figura,
                 conjeturo, pienso y hallo,
                 ....................[-allo]
                 ha de ser mi sepultura.
                     Y está muy puesto en razón: 
                 que, el que quiere porfïar
                 contra su estrella, ha de dar
                 coces contra el aguijón.
                     Cristinica estará agora
                 en la plaza; allá me impele 
                 aquella fuerza que suele,
                 que dentro del alma mora.
                     Búscola como a mi centro,
                 y, si la encontrase yo,
                 nunca jugador echó 
                 tan rico y gustoso encuentro.
                     Deste gusto no me prive
                 Amor, que en mi ayuda llamo,
                 y siquiera, con mi amo,
                 ni más medre ni más prive. 


[Vase] OCAÑA.  Salen Don AMBROSIO, caballero, y CRISTINA, 
con un billete en la mano


CRISTINA:            Hasta ponerle yo en parte
                 donde le vea, harélo;
                 pero en lo demás recelo
                 que no podré contentarte.
D. AMBROSIO:         Haz, amiga, que le lea: 
                 que en sólo aquesto consiste
                 la alegría deste triste.
CRISTINA:        Digo que haré que le vea.
                     Quizá, por curiosidad,
                 querrá leerle Marcela: 
                 que se ha de usar de cautela
                 con su mucha honestidad.
                     No desplegaré la boca
                 para decirla palabra:
                 que en sus entrañas no labra 
                 fuerza de amor, mucha o poca.
D. AMBROSIO:         ¿Regálala, por ventura,
                 don Antonio?
CRISTINA:                      Como a hermana.
D. AMBROSIO:     De ser su intención tan sana,
                 no sé yo quién lo asegura. 
                     ¡Oh padre mal advertido!
CRISTINA:        No le tiene.
D. AMBROSIO:                    Sí le tiene;
                 pero a mí no me conviene
                 el darme por entendido.
                     De las cosas que sospecho 
                 y de las que son tan graves,
                 tenga la lengua las llaves,
                 y no las arroje el pecho.
CRISTINA:            Vete, señor, que allí asoma
                 un paje de casa.
D. AMBROSIO:                       Amiga, 
                 por tu industria y tu fatiga,
                 este pobre premio toma.
                     Y prométete de mí
                 montes de oro, que bien puedes.
CRISTINA:        La menor de tus mercedes 
                 suele ser un Potosí.


Dale una cajita pintada.  Vase AMBROSIO, y entra
QUIÑONES


QUIÑONES:            ¿Quién era, Cristina, el lindo
                 que con tanta sumisión
                 debió encajar su razón?
                 "Tuyo soy, y a ti me rindo."
                     ¡Vive el Dador de los cielos,
                 que es la fregona bonita!
                 Ordena, manda, pon, quita;
                 ta, ta, también pide celos.
CRISTINA:            El so paje, por su entono, 
                 que primero se tarace
                 la lengua, que otra vez trace
                 palabras, y no en mi abono.
                     ¿Hásenos vuelto otro Ocaña?
                 ¡Celos y más celos!
QUIÑONES:                             Calle, 
                 y advierta que está en la calle.
CRISTINA:        ¡Ay! Por mi fe, que se ensaña
                     el mancebito frión.
QUIÑONES:        Cristina, menos gallarda;
                 que esa gallardía aguarda... 
CRISTINA:        ¿Qué, mi rufo?
QUIÑONES:                        Un bofetón.
CRISTINA:            ¿En mi cara?
QUIÑONES:                          En la del cura
                 le diera, a venir a mano.
CRISTINA:        ¿Y que alzarás tú la mano
                 contra tanta hermosura 
                     como pusieron los cielos
                 en mis mejillas rosadas?
QUIÑONES:        Siempre son desatinadas
                 las venganzas de los celos.
                     Ocaña es éste. Camina, 
                 y escóndete entre la gente.


[Vanse] QUIÑONES y CRISTINA, y sale
OCAÑA


OCAÑA:           Partió mi sol de su Oriente,
                 y al ocaso se encamina,
                     y tras sí lleva la sombra
                 que le sirve de arrebol. 
                 Para mí no es este sol,
                 sino niebla que me asombra.
                     Plega a Dios, humilde paje,
                 asombro de mi esperanza,
                 que ni valgas por privanza, 
                 ni te estimen por linaje;
                     sirvas a un catar[r]ibera,
                 que te dé corta ración;
                 sea tu estado un bodegón;
                 no te dé luto, aunque muera; 
                     y cuando el cielo te adiestre
                 a servir a un titulado,
                 tu enemigo declarado
                 el maestresala se muestre.
                     De las hachas no te valgas, 
                 ni de relieves veas gozo,
                 y nunca te salga el bozo,
                 porque de paje no salgas.
                     Póngante infames renombres;
                 juegues; pierdas la ración, 
                 que es la mayor maldición
                 que pueden darte los hombres.


[Vase] OCAÑA.  Sale MUÑOZ


MUÑOZ:               Despierto y durmiendo, estoy
                 pensando siempre y soñando
                 cuándo ha de llegar el cuándo 
                 mude el pellejo en que estoy;
                     cuándo querrá aquel planeta
                 que sobre mí predomina,
                 que remedien mi rüina
                 el gran sastre y la bayeta. 
                     Diles la memoria, y diles,
                 previniendo mil barruntos,
                 de los más sotiles puntos
                 las respuestas más sotiles;
                     pero, con todo, me pesa 
                 de haberme empeñado así,
                 porque tengo para mí
                 ser de peligro la empresa.


[Salen] Don ANTONIO y TORRENTE en hábito de
peregrino


D. [ANTONIO]:        Mucho más es melindre que advertencia,
                 y hase tenido confianza poca 
                 de quien yo soy. Por Dios, que estoy corrido.
MUÑOZ:           ¡Válgate el diablo! ¿Qué disfraz es éste?
                 Esto no puse yo en la lista.
TORRENTE:                                       Digo
                 que el señor don Silvestre de Almendárez
                 no pudo más. El caso fue forzoso, 
                 y la borrasca tal, que nos convino
                 alijar el navío, y echar cuanto
                 en su anchísimo vientre recogía
                 al mar, que se sorbió como dos huevos
                 catorce mil tejuelos de oro puro. 
                 Al cielo las promesas y oraciones
                 volaban más espesas que las nubes,
                 que la cara del sol cubrían entonces;
                 entre las cuales oraciones, una
                 envió don Silvestre al sumo alcázar 
                 con tan vivos y tiernos sentimientos,
                 que penetró los cascos de los cielos.
                 Conteníase en ella que de Roma
                 aquello que se llama Siete Iglesias
                 andaría descalzo peregrino, 
                 si Dios de aquel peligro le sacaba.
                 Añadió a su promesa mi persona;
                 añadidura inútil, aunque buena
                 en parte, pues que soy su amparo y báculo.
                 En fin: salimos mondos y desnudos 
                 a tierra, ni sé adónde, ni sé cómo,
                 habiéndose engullido el mar primero
                 hasta una catalnica que traíamos,
                 de habilidad tan rara, y tan discreta,
                 que, si no era el hablar, no le faltaba 
                 otra cosa ninguna.
D. [ANTONIO]:                       Bien, por cierto,
                 la habéis encarecido; aunque yo pienso
                 que catalnicas mudas valen poco.
TORRENTE:        Por señas nos decía todo cuanto
                 quería que entendiésemos.
MUÑOZ:                                       ¡Milagro! 
TORRENTE:        De perlas, ¡qué de cajas arrojamos;
                 tamañas como nueces, de buen tomo,
                 blancas como la nieve aún no pisada!;
                 de esmeraldas, las peñas como cubas,
                 digo, como toneles, y aun más grandes; 
                 piedras bezares, pues dos grandes sacos;
                 anís y cochinilla, fue sin número.
MUÑOZ:           Entre esas zarandajas, ¿por ventura
                 fue bayeta al mar?
TORRENTE:                          ¡Y el sastre y todo!
MUÑOZ:           A malísimo viento va esta parva; 
                 no me cuadra ni esquina esta tormenta,
                 puesto que viene bien para el embuste.
D. [ANTONIO]:    ¿En qué paraje sucedió el naufragio?
TORRENTE:        Estaba yo durmiendo en aquel trance,
                 y no pude del paje ver el rostro. 
D. [ANTONIO]:    Paraje dije; pero no me espanto,
                 que aun hasta aquí os conturba la borrasca,
                 ni que en ella os durmiésedes; que el miedo
                 tal vez suele causar sueño profundo.
TORRENTE:        No quiso mi señor, ni por semejas, 
                 de cuatro mil y más ofrecimientos
                 que de darle dineros se le hicieron,
                 recebir sino aquellos que bastasen
                 a no pedir limosna en su viaje;
                 pero no supo bien hacer la cuenta, 
                 porque ya casi todos son gastados.
MUÑOZ:           ¡Válgate Satanás, qué bien lo enredas!
TORRENTE:        La primera estación fue a Guadalupe,
                 y a la imagen de Illescas la segunda,
                 y la tercera ha sido a la de Atocha; 
                 a hurto quiso verte, y esta tarde
                 quiere partirse a Roma; agora queda
                 en San Ginés hincado de hinojos,
                 arrojando del pecho mil suspiros,
                 vertiendo de sus ojos tiernas lágrimas, 
                 pidiendo a Dios que le encamine y guíe
                 en el viaje santo prometido.
                 Yo, señor, soy ternísimo de plantas,
                 a quien callos durísimos enclavan,
                 de tan largo camino procedidos; 
                 querría que se diese alguna traza
                 de que por quince días descansásemos,
                 para tomar aliento y refrigerio
                 en el nuevo camino que se espera.
                 Además, que también [él] es ternísimo, 
                 y podría el cansancio fatigalle,
                 de modo que el camino con la vida
                 se acabase en un punto: caso triste
                 si tal viniese a ser, por el tremendo
                 dolor que sintiría mi señora 
                 doña Ana de Brïones, madre suya.
D. [ANTONIO]:    Vamos, que yo pondré remedio en todo.
TORRENTE:        No hay decir, señor, que yo te he visto,
                 porque me ha de matar si es que tal sabe.
                 ¡Oh pecador de mí!, ¡Éste es que viene! 
                 ¡En la red me ha cogido! ¡Negativa,
                 señor; si no, yo muero!
D. [ANTONIO]:                             No hayas miedo.


[Sale] CARDENIO, como peregrino


                 Mi señor don Silvestre de Almendárez,
                 ¿para qué es encubriros de quien tiene
                 tantas obligaciones de serviros? 
CARDENIO:        ¡Oh traidor, malnacido! Por Dios vivo,
                 que os engaña, señor, este embustero:
                 que yo no soy aquese don Silvestre
                 que dices de Almendárez, sino un pobre
                 peregrino, y tan pobre.
TORRENTE:                              ¿Qué me miras? 
                 Yo no le he dicho nada; y si lo he dicho,
                 digo que miento una y cien mil veces.


[Aparte, a Don ANTONIO]


                 (¡Vive Dios!, que es el mismo que te digo.
                 Apriétale, y conjúrale, y confiese.)
D. [ANTONIO]:    ¡Por Dios, primo y señor, que es caso fuerte 
                 negarme esta verdad! ¿Qué importa venga[s]
                 rico o pobre a tu casa, que es la mía?
TORRENTE:        ¡Eso es lo que yo digo, pesia al mundo!
D. [ANTONIO]:    ¿Mandabas tú a los vientos, o pudiste
                 del proceloso mar las altas olas 
                 sosegar algún tanto? ¿No es locura
                 hacer caso de honra los sucesos
                 varios de la fortuna, siempre instable,
                 o, por mejor decir, del cielo firme?
TORRENTE:        ¡Ea, señor, que ya pasa de raya 
                 tan grande pertinacia! ¡Vive Roque,
                 señor, que es don Silvestre de Almendárez,
                 vuestro primo y cuñado, el peregrino,
                 y mi amo, que es más!
CARDENIO:                               Pues tú lo dices,
                 no quiero más negarlo, pues no importa. 
                 Dadme, señor, las manos.
D. [ANTONIO]:                              Doy los brazos,
                 y el alma en su lugar, querido primo.
CARDENIO:        Tomad los míos, que, entre aquestos brazos,
                 también os doy mi alma.


[A TORRENTE]

                                           ( En recompensa,
                 no te la cubrirá pelo, si puedo.)
TORRENTE:        Que no temo amenazas mal nacidas,
                 porque esto es lo que importa a nuestro hecho.
MUÑOZ:           ¿Y cómo?
D. [ANTONIO]:                No hayáis miedo que se os toque
                 al pelo de la ropa por lo dicho.
TORRENTE:        Mi señor es discreto, y verá presto 
                 de cuán poca importancia era el silencio,
                 en semejante caso.
D. [ANTONIO]:                        Señor primo,
                 vamos a casa, y sepa vuestra esposa
                 vuestra buena venida y deseada.
CARDENIO:        Siempre he de obedecer.
MUÑOZ:                                  ¡Qué bien trazada 
                 quimera! Si ella llega a colmo, espero
                 un Potosí de barras y dinero.
TORRENTE:        ¿Qué os parece, Muñoz?
MUÑOZ:                                  Que me parece
                 que es verdad cuanto ha dicho, y que lo veo.
TORRENTE:        ¡Y cómo que es verdad! Sin que le falte 
                 un átomo, una tilde, una meaja.


[Vanse] don ANTONIO, CARDENIO y TORRENTE


MUÑOZ:           Términos tienen estos socarrones
                 de hacerme a mí entender que la borrasca
                 y el alijo de ropa es verdadero.
                 Ahora bien: veremos lo que pasa, 
                 que, una por una, los dos ya están en casa.



FIN DE LA PRIMERA JORNADA


 

 

JORNADA SEGUNDA

 

 




Salen MARCELA y DOROTEA, con una almohadilla, y
CRISTINA


MARCELA:               Andas con vergüenza poca,
                   Cristina, muy inquïeta,
                   y, con puntos de discreta,
                   das mil puntadas de loca. 
                       Sabed, señora, una cosa:
                   que, entre las prendas de honor,
                   es tenida por mejor
                   la honesta que la hermosa.
CRISTINA:              (Señora me llama. ¡Malo!;  [Aparte]
                   que ya sé por experiencia
                   que no hay dos dedos de ausencia
                   desta cortesía a un palo.)
MARCELA:               ¿Qué murmuras, desatada,
                   maliciosa y atrevida? 
CRISTINA:          Nunca murmuré en mi vida.
MARCELA:           ¿Qué dices?
CRISTINA:                        No digo nada.
                       ¡Tenga el Señor en el cielo
                   a mi señora la vieja!
MARCELA:           Desas plegarias te deja. 
CRISTINA:          Pronúncialas mi buen celo.
                       Si ella fuera viva, sé
                   que otro gallo me cantara,
                   y que ninguna no osara
                   reñirme; no, en buena fe. 


                       ¡Tristes de las mozas
                   a quien trujo el cielo
                   por casas ajenas
                   a servir a dueños,
                   que, entre mil, no salen 
                   cuatro apenas buenos,
                   que los más son torpes
                   y de antojos feos!
                   ¿Pues qué, si la triste
                   acierta a dar celos 
                   al ama, que piensa
                   que le hace tuerto?
                   Ajenas ofensas
                   pagan sus cabellos,
                   oyen sus oídos 
                   siempre vituperios,
                   parece la casa
                   un confuso infierno:
                   que los celos siempre
                   fueron vocingleros. 
                   La tierna fregona,
                   con silencio y miedo,
                   pasa sus desdichas,
                   malogra requiebros,
                   porque jamás llega 
                   a felice puerto
                   su cargada nave
                   de malos empleos.
                   Pero, ya que falte
                   este detrimento, 
                   sobran los del ama,
                   que no tienen cuento:
                   "Ven acá, suciona.
                   ¿Dónde está el pañuelo?
                   La escoba te hurtaron 
                   y un plato pequeño.
                   Buen salario ganas;
                   dél pagarme pienso,
                   porque despabiles
                   los ojos y el seso. 
                   Vas, y nunca vuelves,
                   y tienes bureo
                   con Sancho en la calle,
                   con Mingo y con Pedro.
                   Eres, en fin, pu... 
                   El `ta' diré quedo,
                   porque de cristiana
                   sabes que me precio."
                   Otra vez repito,
                   con cansado aliento, 
                   con lágrimas tristes
                   y suspiros tiernos:
                   ¡triste de la moza
                   a quien trujo el cielo
                   por casas ajenas! 
DOROTEA:           Señoras, ¿qué es esto?
                   Cristinica, amiga,
                   dime: ¿con qué viento
                   esta polvareda
                   has alzado al cielo? 
MARCELA:           La desenvoltura
                   es un viento cierzo
                   que del rostro ahuyenta
                   la vergüenza y miedo.
                   Pero yo haré, 
                   si es que acaso puedo,
                   si ella no se emienda,
                   lo que callar quiero.


[Sale] QUIÑONES, el paje


QUIÑONES:              Don Antonio, mi señor,
                   entra con dos peregrinos. 


[Salen] Don ANTONIO, CARDENIO, TORRENTE y
MUÑOZ


D. [ANTONIO]:      ¿Vuestros intentos divinos
                   fueran disculpa al rigor
                       del no vernos?
CARDENIO:                                 Así es;
                   pero yo, señor, holgara
                   que esta deuda se pagara 
                   de espacio, y fuera después
                       de mi peregrinación,
                   que no se puede excusar.
D. [ANTONIO]:      Fácilmente habéis de hallar
                   en mi voluntad perdón. 
CARDENIO:              ¿Es mi señora y mi prima?
D. [ANTONIO]:      La misma.
CARDENIO:                     ¡Oh mi señora,
                   rico archivo donde mora
                   de la belleza la prima!
                       No me niegues estos pies, 
                   pues no merezco esas manos.
DOROTEA:           Peregrinos cortesanos
                   son éstos.
D. [ANTONIO]:                   No tan cortés,
                       señor primo, que mi hermana
                   está del caso suspensa. 
MUÑOZ:             (La traza de lo que él piensa [Aparte]
                   es más cortés que no sana.)
MARCELA:               Señor, para que me muestre
                   con el respeto debido
                   a quien sois, el nombre os pido. 
CARDENIO:          Vuestro primo don Silvestre
                       de Almendárez; vuestro esposo,
                   o el que lo tiene de ser.
MARCELA:           Mudaré de proceder
                   con un huésped tan famoso: 
                       los brazos habré de daros,
                   que no los pies, primo mío.
MUÑOZ:             (Destos principios yo fío    [Aparte]
                   que son más dulces que caros.
CARDENIO:              No fue huracán el que pudo 
                   desbaratar nuestra flota,
                   ni torció nuestra derrota
                   el mar insolente y crudo;
                       no fue del tope a la quilla
                   mi pobre navío abierto, 
                   pues he llegado a tal puerto,
                   y pongo el pie en tal orilla;
                       no mi[s] riquezas sorbieron
                   las aguas que las tragaron,
                   pues más rico me dejaron 
                   con el bien que en vos me dieron.
                       Hoy se aumenta mi riqueza,
                   pues con nueva vida y ser,
                   peregrino llego a ver
                   la imagen de tu belleza. 


[Sale] OCAÑA


OCAÑA:                 Desta común alegría
                   alguna parte quizá
                   mi tristeza alcanzará,
                   que está como estar solía.
                       Desde aquí quiero mirarte, 
                   si es que te dejas mirar,
                   de mi suerte amargo azar,
                   de mi bien el todo y parte.
                       Puesto en aqueste rincón,
                   como lacayo sin suerte, 
                   veré quizá de mi muerte
                   alguna resurrección.
MARCELA:               La desventura mayor,
                   más espantosa y temida,
                   es la de perder la vida. 
D. [ANTONIO]:      Primero es la del honor.
MARCELA:               Ansí es; y pues vos, primo,
                   con honra y vida venís,
                   mal haréis si mal sentís
                   del mal que por bien yo estimo. 
                       Y en llegar adonde os veis,
                   habéis de tener por cierto
                   que habéis arribado a un puerto
                   adonde restauraréis
                       las riquezas arrojadas 
                   al mar, siempre codicioso.
CARDENIO:          Tendrá el que fuere tu esposo
                   las venturas confirmadas.
TORRENTE:              ¿Doncella acaso es de casa?
CRISTINA:          No soy sino de la calle. 
TORRENTE:          Eso no; que aquese talle
                   a los de palacio pasa.
                       ¿Sirve en ella?
CRISTINA:                               Soy servida.
TORRENTE:          La respuesta ha sido aguda.
OCAÑA:             Ten, pulcra, la lengua muda; 
                   no la descosas, perdida.
TORRENTE:              ¿El nombre?
CRISTINA:                             Cristina.
TORRENTE:                                          Bueno;
                   que es dulce, con ser de rumbo. 
                   ¿Túmbase?
CRISTINA:                       Yo no me tumbo.
                   Basta; que tiene barreno 
                       el indianazo gascón.
TORRENTE:          Yo, señora, como ves,
                   soy crïollo perulés,
                   aunque tiro a borgoñón.
D. [ANTONIO]:          Reposaréis, primo mío, 
                   y después saber querría
                   del buen estar de mi tía,
                   de vuestro padre y mi tío.
OCAÑA:                 ¡Oh peregrino traidor,
                   cómo la miras! ¡Oh falsa, 
                   cómo le vas dando salsa
                   al gusto de su sabor!


TORRENTE:              Pluguiera a Dios que nunca aquí viniera; 
                   o, ya que vine aquí, que nunca amara;
                   o, ya que amé, que amor se me mostrara, 
                   de acero no, sino de blanda cera...


CARDENIO:              Depositario fue el mar
                   de tus cartas y presentes.
OCAÑA:             (¡El alma tengo en los dientes!  [Aparte]
                   ¡Casi estoy para espirar!) 


TORRENTE:              ...O que de aquesta fregonil guerrera, 
                   de los dos soles de su hermosa cara,
                   no tan agudas flechas me arrojara,
                   o menos linda y más humana fuera.


MARCELA:               Entrad, señor, do podáis 
                   mudar vestido decente.
CARDENIO:          Mi promesa no consiente
                   que esa merced me hagáis.


TORRENTE:              Éstas sí son borrascas no fingidas, 
                   de quien no espero verdadera calma, 
                   sino naufragios de más duro aprieto.


CARDENIO:              No puedo mudar de traje
                   por un tiempo limitado:
                   que esta pobreza ha causado
                   la tormenta del viaje. 


TORRENTE:              ¡Oh, tú, reparador de nuestras vidas, 
                   Amor, cura las ansias de mi alma,
                   que no pueden caber en un soneto!
D.[ANTONIO]:           A no ser tan perfecto,
                   primo, vuestro designio, yo hiciera 
                   que por otra persona se cumpliera.


[Vanse] MARCELA, Don ANTONIO, DOROTEA, CRISTINA y CARDENIO. 
Quedan en el teatro MUÑOZ, TORRENTE y OCAÑA


MUÑOZ:                 No me habléi[s], Torrente hermano,
                   que nos escuchan, y siento
                   que en nuestro famoso intento
                   el callar es lo más sano. 


[Vase] MUÑOZ


OCAÑA:                 Si a mí el ojo no me miente,
                   sé con gran certinidad
                   que vuestra paternidad
                   tiene el alma algo doliente.
                       [Es] C[r]istinica un harpón, 
                   es un virote, una jara
                   que el ciego arquero dispara,
                   y traspasa el corazón.
                       Es un incendio, es un rayo.
                   ¿Cómo un rayo? Dos y tres. 
TORRENTE:          Y vuesa merced, ¿quién es?
OCAÑA:             Soy desta casa el lacayo;
                       y, aunque en la caballeriza
                   me arrincono, el amor ciego,
                   con su hielo y con su fuego, 
                   me consume y martiriza.
                       Entre el harnero y pesebre,
                   entre la paja y cebada,
                   de noche y de madrugada,
                   me embiste de amor la fiebre. 
TORRENTE:              ¿Y es Cristina la ocasión
                   de tan grande encendimiento?
OCAÑA:             No sé quién es; sé que siento
                   el alma hecha un carbón.
TORRENTE:              Si es Cristina, pondré pausa 
                   en ciertos recién nacidos
                   pensamientos atrevidos
                   que su memoria me causa.
                       No pienso en manera alguna
                   seros rival: que sería 
                   género de villanía
                   que al ser quien yo soy repugna.
                       Honestísimo decoro
                   se guardará en esta casa,
                   puesto que me arda la brasa 
                   desta niña a quien adoro.
                       Quebrantaré en la pared
                   mis pensamientos primeros,
                   con gusto de conoceros
                   para haceros merced. 
                       Porque no han de naufragar
                   siempre las flotas: que alguna
                   tendrá próspera fortuna
                   para podérnosla dar.





OCAÑA:               Beso tus pies, peregrino, 
                 único, raro y bastante
                 a ablandar en un instante
                 un corazón diamantino.
                     Yo, en quien nacieron barruntos
                 de celos cuando te vi, 
                 a tus pies los pongo aquí,
                 semivivos y aun difuntos.
TORRENTE:            Alzaos, señor; no hagáis
                 sumisión tan indecente,
                 que humillaré yo mi frente 
                 si es que la vuestra no alzáis.
                     Dadme los brazos de amigo,
                 que lo hemos de ser los dos
                 gran tiempo, si quiere Dios,
                 que es de mi intención testigo. 
OCAÑA:               Como tú, señor, me abones
                 con tu amistad peregrina,
                 doy por cordera a Cristina
                 y por cabrito a Quiñones.
TORRENTE:            Por verte con gusto, voy 
                 alegre, así Dios me salve.
OCAÑA:           (Para éstas, que yo os calve,  [Aparte]
                 o no seré yo quien soy.)


[Vanse] TORRENTE y OCAÑA.  [Sale] Don
AMBROSIO


D. AMBROSIO:         Por ti, virgen hermosa, esparce ufano,
                 contra el rigor con que amenaza el cielo, 
                 entre los surcos del labrado suelo,
                 el pobre labrador el rico grano.
                     Por ti surca las aguas del mar cano
                 el mercader en débil leño a vuelo;
                 y, en el rigor del sol como del yelo, 
                 pisa alegre el soldado el risco y llano.
                     Por ti infinitas veces, ya perdida
                 la fuerza del que busca y del que ruega,
                 se cobra y se promete la vitoria.
                     Por ti, báculo fuerte de la vida, 
                 tal vez se aspira a lo imposible, y llega
                 el deseo a las puertas de la gloria.
                     ¡Oh esperanza notoria,
                 amiga de alentar los desmayados,
                 aunque estén en miserias sepultados! 


[Sale] CRISTINA


CRISTINA:            Habrá fiesta y regodeo,
                 y la parentela toda
                 vendrá, sin duda, a la boda.
D. AMBROSIO:     Mi norte descubro y veo.
                     ¡Oh dulcísima Cristina! 
CRISTINA:        De alcorza debo de ser.
D. AMBROSIO:     Tribunal do se ha de ver
                 lo que el Amor determina
                     en mi contra o mi provecho.
CRISTINA:        ¡Extraña salutación! 
D. AMBROSIO:     La lengua da la razón
                 como la saca del pecho.
                     Pero vengamos al punto.
                 Mi esperanza, ¿cómo está?
                 ¿Ha de morir? ¿Vivirá? 
                 ¿Contaréme por difunto?
                     ¿Dificúltase la empresa?
                 ¡Presto, que me vuelvo loco!
CRISTINA:        Idos, señor, poco a poco,
                 que preguntáis muy apriesa. 
D. AMBROSIO:         Más apriesa me consume
                 el vivo incendio de amor.
CRISTINA:        En sólo un punto el rigor
                 suyo se abrevia y resume,
                     y es que puedes ya contar 
                 a Marcela por casada.
                 Ya no es suya: ya está dada
                 a quien la sabrá estimar.
D. AMBROSIO:         No me digas el esposo,
                 que, sin duda, es don Antonio. 
CRISTINA:        Levantas un testimonio
                 que pasa de mentiroso.
                     ¿Con su hermana?
D. AMBROSIO:                          ¡Ah Cristinica!
                 ¿Qué es eso? ¿Cubierta y pala
                 con que una obra tan mala 
                 se apoya y se fortifica?
CRISTINA:            Que es con su primo.
D. AMBROSIO:                            ¿Qué es esto,
                 cielo siempre soberano?
                 ¿Hoy primo el que ayer fue hermano?
                 ¿Cámbiase un hombre tan presto? 
CRISTINA:            Digo que es un peregrino,
                 primo suyo y perulero,
                 de tan soberbio dinero,
                 que de las Indias nos vino.
                     De oro más de cien mil tejos 
                 se sorbió el mar como un huevo,
                 deste peregrino nuevo,
                 que no está de ti muy lejos,
                     porque vesle allí dó asoma.
D. AMBROSIO:     ¡Y que esto en el mundo pase! 
CRISTINA:        Puesto que antes que se case,
                 entiendo que ha de ir a Roma.


[Salen] CARDENIO, TORRENTE y MUÑOZ


D. AMBROSIO:         Embustero y perulero,
                 atrevido e insolente,
                 ¿por qué te haces pariente 
                 de la vida por quien muero?
TORRENTE:            Descornado se ha la flor;
                 perecemos.
MUÑOZ:                       Malo es esto;
                 la traza se ha descompuesto
                 al primer paso.
CARDENIO:                          Señor, 
                     no te entiendo, ni imagino
                 por qué tan acelerado
                 la maldita has desatado
                 contra un noble peregrino.
MUÑOZ:               Quien dijere que yo di 
                 lista a nadie, mentirá
                 cuantas veces lo dirá.
                 No sino lléguense a mí,
                     que fabrico en ningún modo
                 castillos mal prevenidos. 
TORRENTE:        (Antes de ser convencidos,  [Aparte]
                 éste lo ha de decir todo.
                     ¡Oh levantadas quimeras
                 en el aire, cual yo dije!)
D. AMBROSIO:     Por el Cielo que nos rige, 
                 que si acaso perseveras
                     en el embuste que intentas,
                 primero que en algo aciertes,
                 ha de ser una y mil muertes
                 el remate de tus cuentas. 
                     Vuélvete a tu Potosí,
                 deja lograr mi porfía.
CARDENIO:        Aquéste ya desvaría.
TORRENTE:        Así me parece a mí.
CRISTINA:            Don Francisco y mi señor 
                 son éstos. ¡Pies, a correr!


[Vase] CRISTINA.  Salen Don FRANCISCO y Don
ANTONIO


D. FRANCISCO:    Todo aqueso puede ser:
                 que a más obliga el rigor
                     de un celoso, si es honrado,
                 como el padre de Marcela. 
D. AMBROSIO:     Éste es el que urdió la tela
                 que tan cara me ha costado.
                     ¿Qué rigor de estrella ha sido,
                 señor don Antonio, aquel
                 que de piadoso en crüel 
                 contra mí os ha convertido?
                     ¿Y qué peregrino es éste,
                 tan medido a vuestro intento,
                 que queréis que su contento
                 a mí la vida me cueste? 
                     Mía es Marcela, si el cielo
                 quisiere y si vos queréis:
                 que en vuestra industria tenéis
                 de mi mal todo el consuelo.
                     No es desigual mi linaje 
                 del suyo, y su padre creo
                 que deste igual himeneo
                 no ha de recebir ultraje.
                     Si él la escondió en vuestra casa
                 por quitármela delante, 
                 ved, si acaso sois amante,
                 lo que el alma ausente pasa.
D. FRANCISCO:        Éste habla de Marcela
                 Osorio, y no de tu hermana.
D. [ANTONIO]:    La presumpción está llana, 
                 gran mal mi alma recela.
                     Desta vana presumpción
                 y mal formados antojos
                 os han de dar vuestros ojos
                 la justa satisfación. 
                     Veníos conmigo, y veréis
                 en el engaño en que estáis.
D. AMBROSIO:     Si a Marcela me lleváis,
                 al cielo me llevaréis.


[Vase] Don ANTONIO, Don FRANCISCO y Don AMBROSIO. Quedan en 
el teatro MUÑOZ, TORRENTE y CARDENIO


CARDENIO:            ¡Ah Muñoz, con cuán pequeña 
                 ocasión habéis temblado!
MUÑOZ:           Temo de verme brumado,
                 y molido como alheña;
                     temo que mis trazas den,
                 mis embustes y quimeras, 
                 con mi cuerpo en las galeras,
                 que no le estará muy bien.
TORRENTE:            ¿Sin apretaros la cuerda
                 os descoséis? ¡Mala cosa!
MUÑOZ:           La conciencia temerosa, 
                 de los castigos se acuerda.
                     Pero desde aquí adelante
                 pienso ser mártir, y pienso
                 que paga a la culpa censo
                 con temor el más constante. 
                     Pésame que fue la lista
                 de mi letra y de mi mano,
                 y este temor, que no es vano,
                 todas mis fuerzas conquista.
TORRENTE:            Vamos a ver en qué para 
                 el comenzado desastre.
MUÑOZ:           Aquella bayeta y sastre
                 nunca el cielo lo depara.


[Vanse] todos.  Salen MARCELA y DOROTEA


MARCELA:             Este primo no me agrada,
                 dulce amiga Dorotea. 
                 ¡Plegue a Dios que por bien sea
                 su venida no esperada!
DOROTEA:             Como le ves mal vestido,
                 no te parece galán.
MARCELA:         Las galas no siempre dan 
                 aire y brío, ni el vestido.
                     Desmayado me parece,
                 aunque atrevido tal vez.
DOROTEA:         De su causa eres jüez.
MARCELA:         Basta; poco me apetece. 
DOROTEA:             Parece que se ha templado
                 tu hermano en su pensamiento.
MARCELA:         Todavía, a lo que siento,
                 anda un poco apasionado;
                     no se le cae de la boca 
                 mi nombre, y aun todavía
                 descubre una fantasía
                 que en lascivos puntos toca;
                     mas yo no le doy lugar
                 de que esté a solas conmigo. 
DOROTEA:         Eso es lo que yo te digo,
                 y lo que has de procurar.


Aquí han de [salir] Don ANTONIO, Don FRANCISCO,
CARDENIO, TORRENTE y MUÑOZ


D. [ANTONIO]:        Mirad, señor, destas dos,
                 cuál es la Marcela hermosa
                 que con fuerza poderosa 
                 os tiene fuera de vos.
D. AMBROSIO:         Ésta le parece en algo,
                 y no es ella; mas ya veo,
                 sin duda, que es devaneo,
                 y que de sentido salgo. 
                     Téngame Amor de su mano,
                 y los cielos, si me ofenden.
MARCELA:         ¿O me compran o me venden?
                 Decidme qué es esto, hermano.


D. AMBROSIO:         No es otra cosa alguna, 
                 sino que la belleza
                 incomparable y sola
                 de otra que tiene el proprio nombre vuestro,
                 su donaire, su gracia,
                 su honesta compostura, 
                 su ingenio, su linaje,
                 se llevaron tras sí mis pensamientos.
                 Améla honestamente,
                 adoréla rendido,
                 solicitéla mudo, 
                 aunque los ojos son parleros siempre.
                 Su padre, recatado,
                 por algún su desinio,
                 o por mi desventura,
                 llevóla, y no sé adónde.
D. [ANTONIO]:    Ésta es mi historia. 
D. AMBROSIO:     No con más diligencia
                 la diosa de las mieses
                 buscó a su hija amada
                 hasta los escondrijos del infierno,
                 como yo la he buscado 
                 por cuanto las sospechas
                 han podido llevarme,
                 pensativo, solícito y ansioso.
                 En esto, a mis oídos
                 el nombre de Marcela 
                 llegó, y vuestra hermosura;
                 pero no el sobrenombre de Almendárez.
                 Creí que don Antonio,
                 vuestro querido hermano,
                 por o[r]den de su padre 
                 de la Marcela Osorio, que yo busco,
                 en casa la tenía,
                 y, mal considerado,
                 y con los celos ciego,
                 hice los disparates que habéis visto. 
D. FRANCISCO:        ¿Éstas no son lanzadas
                 que te pasan el alma?
D. [ANTONIO]:    Y aun rayos que la embisten,
                 la hieren, desmenuzan y quebrantan.
DOROTEA:         Apostaré, señora, 
                 que es ésta la Marcela
                 por quien tu hermano gime,
                 suspira y con angustia se lamenta.
TORRENTE:        Un canto pesadísimo,
                 una montaña dura, 
                 una máquina inmensa,
                 de acero un monte dilatado y grave,
                 de sobre el pecho quito.
MUÑOZ:           Y yo de sobre el alma
                 una carcoma aguda. 
                 ¡Maldito seas de Dios, amante simple!
                 ¡Qué confusos nos tuvo
                 aqueste mentecato!
                 ¡Con cuán pocos indicios
                 trocó las dos Marcelas el cuitado! 
                 Ya pensé que mi lista
                 andaba por la casa
                 de mano en mano. ¡Ay duro
                 trance, no imaginado y repentino!


D. FRANCISCO:        Pues en esta Marcela veis patente 
                 de vuestro pensamiento el desengaño,
                 mostraos, señor, más cauto y más prudente
                 otra vez que os acose vuestro engaño,
                 y volved a buscar más diligente
                 la causa original de vuestro daño. 
                 D. Ambrosio Tiene cualquiera enamorada culpa
                 fácil y compasiva la disculpa.
                     Erré; mas no es el yerro de tal suerte
                 que perdón no merezca.
CARDENIO:                               Yo imagino
                 que ministró ocasión al atreverte 
                 este pobre sayal de peregrino.
D. [ANTONIO]:    La rabia de los celos es tan fuerte,
                 que fuerza a hacer cualquiera desatino.
                 Sélo yo bien, que ya me vi celoso,
                 atrevido, arrojado y malicioso. 
D. AMBROSIO:         En siglos prolongados tu ventura
                 goces, ¡oh peregrino!, y tus bisnietos
                 te lleven a la honrada sepultura
                 sobre sus hombros, para el caso electos;
                 no menoscabe el tiempo la hermosura 
                 de tu Marcela; celos indiscretos
                 no perturben tu paz en tanto cuanto
                 de vida os diere aliento el Cielo santo.
                     Yo vuelvo a renovar mi pena antigua,
                 buscando aquélla que me encubre el cielo, 
                 y, mientras dónde está no se averigua,
                 un Sísifo seré nuevo en el suelo.
                 De noche, como sombra o estantigua,
                 llena la vista de inmortal desvelo,
                 por ver el fin de mis trabajos largos, 
                 un lince habré de ser con ojos de Argos.


[Vase] Don AMBROSIO


MARCELA:             Desesperado se parte.
D. [ANTONIO]:    Yo sin esperanza quedo,
                 dulce Marcela, de hallarte.
TORRENTE:        De mí se ha arredrado el miedo. 
MUÑOZ:           En mí ya no tiene parte;
                     pero, con todo, quisiera
                 que la lista se rompiera
                 que di escrita de mi mano:
                 que cualquier susto, aunque vano, 
                 la mala conciencia altera.
D. FRANCISCO:        Haz cuenta, amigo, que envías,
                 en este amante curioso,
                 a buscar tu gloria espías.
D. [ANTONIO]:    Con todo, estoy temeroso: 
                 que son tiernas sus porfías,
                     y muchas, que es lo peor.
D. FRANCISCO:    Yo lo tengo por mejor:
                 que este anzuelo ha de sacar
                 del profundo de la mar 
                 la perla que escondió Amor.


[Vanse] Don FRANCISCO y Don ANTONIO


CARDENIO:            ¿No ha sido extremado el cuento,
                 señora prima?
MARCELA:                     Sí ha sido;
                 aunque dél me ha parecido
                 ir mi hermano descontento, 
                 pensativo y desabrido.
                     Y es la causa que la dama
                 que aquél busca, adora y ama
                 como quiere Amor tirano,
                 es la misma que mi hermano 
                 quiere, busca, nombra y llama.
                     Y yo, simple, imaginaba
                 ser yo la hermosa Marcela
                 a quien mi hermano llamaba,
                 y con malicia y cautela 
                 a las manos le miraba,
                     a los ojos y a la boca,
                 y con no advertencia poca
                 ponderaba sus razones,
                 sus movimientos y acciones. 
DOROTEA:         Curiosidad simple y loca.
                     Pídele perdón.
MARCELA:                           No quiero,
                 pues nunca arraigó en mi pecho
                 el pensamiento primero.
CARDENIO:        Y más, que te ha satisfecho 
                 tan llano y tan por entero.


MUÑOZ:               ¿Hemos de hacer la visita
                 de mi señora doña Ana?
MARCELA:         Todavía es de mañana,
                 y el frío la gana quita 
                     de hacer visitas agora.
                 Ven, amiga Dorotea;
                 vamos donde el sol nos vea.
DOROTEA:         ¡Y cómo que iré, señora!
                     ¡Que tirito, ti, ti, ti! 
                 ¡Insufrible frío hace!


[Vanse] MARCELA y DOROTEA


TORRENTE:        El tuyo a mí me desplace.
                 ¿Para qué veniste aquí,
                     Cardenio, si te has de estar
                 como una estatua sin lengua? 
                 Allá voy, y no hago mengua.
                 ¿Piensas que se te ha de entrar
                     la ventura por la puerta,
                 y arrojársete en la cama?
CARDENIO:        A mi yelo y a mi llama 
                 ningún medio las concierta.
                     Cuando de Marcela ausente
                 algún breve espacio estoy,
                 ardo de atrevido, y doy
                 en pensar que soy valiente; 
                     pero apenas me da el cielo
                 lugar para a solas vella,
                 cuando estoy, estando ante ella,
                 frío mucho más que el yelo.
TORRENTE:            Con ese yelo no habrá 
                 ostugo que nos alcance.
MUÑOZ:           Cierto que yo he echado un lance
                 que a los ojos me saldrá,
                     si a las espaldas no sale
                 primero. ¡Oh viejo imprudente! 
                 Bien merecéis, inocente,
                 que se evapore y exhale
                     el alma con el más chico
                 temor que te sobresalte.
CARDENIO:        Cuando yo, Muñoz, os falte, 
                 cuando yo no os haga rico,
                     jamás del Pirú me venga
                 el mi esperado tesoro.
MUÑOZ:           ¡Que no me vuelva yo moro,
                 y que yo paciencia tenga 
                     para escuchar lo que escucho!
                 ¿Dónde está el oro, señores
                 socarrones, embaidores?
TORRENTE:        Muñoz, que ha de venir mucho.
MUÑOZ:               ¿De qué Pirú ha de venir, 
                 de qué Méjico o qué Charcas?
TORRENTE:        Cuatro cofres y seis arcas
                 puedes desde luego abrir
                     para echar cuatro mil barras,
                 y aun son pocas las que digo. 
MUÑOZ:           Tente; que Dios sea contigo,
                 Torrente, que te desgarras.
                     Con el sastre y la bayeta
                 estaría yo contento.
TORRENTE:        Sastres pasarán de ciento. 
MUÑOZ:           La bayeta es la que aprieta
                     al deseo de tenella.
TORRENTE:        Déjenme los dos aquí,
                 que viene Cristina allí,
                 y me importa hablar con ella. 


Vanse MUÑOZ y CARDENIO.  [Sale] CRISTINA


                     ¿Que es posible, flor y fruto
                 del árbol lindo de amor,
                 que ha de andar por tu rigor
                 siempre mi alma con luto?
                     ¿Que es posible que un potente 
                 indiano no te remate
                 ni que a tu dureza mate
                 la blandura de Torrente?


[Sale] OCAÑA en calzas y en camisa, con un mandil delante, 
y con un harnero y una almohaza; entra puesto el dedo en la 
boca, con pasos tímidos, y escóndese detrás de un tapiz, 
de modo que se le parezcan los pies no más


                     ¿Que es posible que no precies
                 los montones de oro fino, 
                 y por un lacayo indino
                 un perulero desprecies?
                     ¿Que no quieras ser llevada
                 en hombros como cacique?
                 ¿Que huigas de verte a pique 
                 de ser reina coronada?
                     ¿Que, por las faltas de España,
                 que siempre suelen sobrar,
                 no quieras ir a gozar
                 del gran país de Cucaña? 
                     ¿Que te tenga avasallada
                 un lacayo de tal modo,
                 que por él dejes el todo,
                 y te acojas al nonada?
                     ¿Que a un borracho te sujetes, 
                 que cuela tan sin estorbos,
                 que unos sorbos y otros sorbos
                 son sus briznas y luquetes?
                     ¡Oh mujeres, que tenéis
                 condición de escarabajo! 
CRISTINA:        Hablad, Torrrente, más bajo,
                 si por ventura podéis;
                     que dicen que las paredes
                 a veces tienen oídos.
TORRENTE:        Los tuyos tienes tapidos 
                 a la voz de mis mercedes.
                     Deja aquese socarrón,
                 que tu deshonra procura,
                 y fabrica tu ventura
                 con tu mucha discreción. 
CRISTINA:            Pues, ¿quiérole yo, mezquina,
                 o, por ventura, hago caso
                 yo de buzaque?
TORRENTE:                         Hablad paso;
                 moderad la voz, Cristina,
                     que no sabéis quién os oye, 
                 y haced con prudencia diestra
                 que la humilde suerte vuestra
                 con la que tengo se apoye,
                     y veréisos encumbrada
                 sobre el cerco de la luna. 
CRISTINA:        Esa próspera fortuna
                 para mí no está guardada,
                     que soy una pecadora
                 inútil, una mozuela
                 de mantellina y chinela, 
                 no buena para señora;
                     y más, estando abatida
                 y murmurada de Ocaña.
TORRENTE:        Muéveme ese llanto a saña;
                 perderá Ocaña la vida. 
CRISTINA:            Con sólo media docena
                 de palos que tú le des,
                 rendida vendré a tus pies.
TORRENTE:        Blanda y moderada pena
                     a tanta culpa le das; 
                 mejor fuera que la lengua
                 que se desmandó en tu mengua
                 se le cortara, y aun más.
CRISTINA:            Palos bastan; vete en paz.
TORRENTE:        El cielo quede contigo. 
CRISTINA:        Procura hacer lo que digo,
                 secreto, astuto y sagaz.


[Vase] TORRENTE


                     ¡Ay Jesús! ¿Quién está aquí?
                 ¿Qué pies son éstos, cuitada?


Sale OCAÑA


OCAÑA:           Cacica en hombros llevada 
                 desde Lima a Potosí:
                     yo soy, vesme aquí presente,
                 hecho estafermo sufrible
                 a tu rancor tan terrible
                 y a los palos de Torrente. 
                     Pocos son media docena;
                 la piedad en ti florece:
                 que mi culpa bien merece
                 cuatrodoblada la pena.
                     Mas yo no tengo por culpa 
                 el amarte y avisarte
                 que de aquello has de guardarte
                 que te obligue a dar disculpa.
CRISTINA:            Por vida tuya, lacayo
                 el más discreto de España, 
                 que todo ha sido maraña
                 burlona y de alegre ensayo;
                     porque pensaba avisarte
                 en viéndote.
OCAÑA:                          Una por una,
                 tú estarás sobre la Luna, 
                 sobre el Sol y aun sobre Marte;
                     yo, mísero, apaleado,
                 tendido por ese suelo.
CRISTINA:        Nunca tal permita el cielo.
OCAÑA:           Tú misma me has condenado. 
CRISTINA:            Ya te he dicho la verdad:
                 que burlaba; y esto baste.
OCAÑA:           Pues, ¿por qué, di, le intimaste
                 secreto y sagacidad?
CRISTINA:            Porque, advirtiéndote a ti 
                 del caso, y estando alerta,
                 fuese la burla más cierta
                 y más buena.
OCAÑA:                        Fuera ansí,
                     cuando tú no confirmaras
                 con lágrimas tu deseo. 
CRISTINA:        Luego, ¿no me crees?
OCAÑA:                                 Sí creo;
                 mas reparo.
CRISTINA:                    ¿En qué reparas?
OCAÑA:               En las lágrimas, y en ver
                 que no son burlas risueñas
                 las que descubren por señas 
                 matar, rajar y hender.
                     Pero tú forja en tu fragua
                 tus embustes, que yo espero
                 que ha de ver el mundo entero
                 el que lleva el gato al agua. 
                     Entra y dame la cebada,
                 o darásmela después.
                 "¡Rendida vendré a tus pies!"
CRISTINA:        ¿Esa razón no te agrada?
                     Pero él no verá cumplida 
                 tal promesa en vida suya.
OCAÑA:           ¿Tomara yo alguna tuya,
                 puesto que fuera fingida?
CRISTINA:            No seas tan ignorante;
                 muestra, que yo volveré. 


Dale el harnero


                 Con esto me quitaré
                 dos importunos delante.


[Vase] CRISTINA


OCAÑA:               Que de un lacá- la fuerza poderó-,
                 hecha a machamartí- con el trabá-,
                 de una fregó- le rinda el estropá-, 
                 es de los cie- no vista maldició-.
                     Amor el ar- en sus pulgares to-,
                 sacó una fle- de su pulí- carcá-,
                 encaró al co-, y diome una flechá,
                 que el alma to- y el corazón me do-. 
                     Así rendí-, forzado estoy a cre-
                 cualquier mentí- de aquesta helada pu-,
                 que blandamen- me satisface y hie-.
                     ¡Oh de Cupí- la antigua fuerza y du-,
                 cuánto en el ros- de una fregona pue-, 
                 y más si la sopil se muestra cru-!


FIN DE LA SEGUNDA JORNADA



      

 

 

TERCERA JORNADA

 

 




[Sale] Don ANTONIO


D. [ANTONIO]:        En la sazón del erizado invierno,
                 desnudo el árbol de su flor y fruto,
                 cambia en un pardo desabrido luto
                 las esmeraldas del vestido tierno. 
                     Mas, aunque vuela el tiempo casi eterno,
                 vuelve a cobrar el general tributo,
                 y al árbol seco, y de su humor enjuto,
                 halla con muestras de verdor interno.
                     Torna el pasado tiempo al mismo instante 
                 y punto que pasó; que no lo arrasa
                 todo, pues tiemplan su rigor los cielos.
                     Pero no le sucede así al amante,
                 que habrá de perecer si una vez pasa
                 por él la infernal rabia de los celos. 


[Sale] Don FRANCISCO


D. FRANCISCO:        Siempre han de herir los vientos,
                 amigo, en cualquier sazón
                 los ayes de tu pasión,
                 los ecos de tus lamentos.
D. [ANTONIO]:        Si acaso quiero entonar 
                 alguna voz de alegría,
                 siento que la lengua mía
                 se me pega al paladar.
                     A mi angustia, a mi dolencia
                 no dan alivio los cielos: 
                 que no le tienen los celos,
                 ni le consiente la ausencia.
D. FRANCISCO:        No hay extremo sin su medio,
                 ni es eterna humana suerte:
                 sólo no tiene la muerte 
                 en la vida algún remedio.
                     Naturaleza compuso
                 la suerte de los mortales
                 entre bienes y entre males,
                 como nos lo muestra el uso. 
                     Esta verdad sé bien yo,
                 sin que en probarla porfíe:
                 ayer lloraba el que hoy ríe,
                 y hoy llora el que ayer rió.
D. [ANTONIO]:        ¡Oh, qué filósofo vienes, 
                 don Francisco!
D. FRANCISCO:                    Yo confieso
                 que lo soy por el progreso
                 de tus males y tus bienes.
                     Dame los brazos y albricias.
D. [ANTONIO]:    Los brazos veslos aquí, 
                 y las albricias de mí
                 llevarás, si las codicias;
                     pero yo no sé de qué
                 me las pides.
D. FRANCISCO:                   Yo las pido
                 de que el Amor ha entendido 
                 los quilates de tu fe,
                     y te la quiero premiar
                 con entregarte a Marcela.
D. [ANTONIO]:    Sé que es burla, y llevaréla
                 con tu gusto y mi pesar; 
                     pero no sé qué te mueve
                 a hacer burla de un amigo
                 tal como yo.
D. FRANCISCO:                   Verdad digo,
                 y escucha, que seré breve.


                     Su padre de Marcela... 
D. [ANTONIO]:    ¡Oh nombres cordialísimos
                 de Marcela y su padre!
D. FRANCISCO:    Escucha: no seas tonto.
D. [ANTONIO]:    Escucho y soylo.
D. FRANCISCO:                      Es[t]a mañana, estando
                 en misa en San Jerónimo, 
                 al salir de la iglesia
                 me tomó por la mano.
D. ANTONIO:                           ¡Oh dulce toque!
D. FRANCISCO:    ¿Qué toque dulce puede
                 dar la mano de un viejo?
                 Traslúceseme, amigo, 
                 que así estáis vos en vos, como en el cuento.
D. [ANTONIO]:    Luego, ¿no fue Marcela
                 la que os tocó la mano?
D. FRANCISCO:    Que no, sino su padre.
D. ANTONIO:      No entendí bien. Seguid, que estoy suspenso. 
D. FRANCISCO:    Las pacíficas plantas
                 de las olivas verdes
                 fueron testigos ciertos
                 destas palabras que deciros quiero.
D. [ANTONIO]:    ¡Oh santísimos orbes 
                 de todas las esferas,
                 a quien inteligencias
                 supernas rigen, mueven y gobiernan!
                 Haced que estas razones
                 en mi provecho sean; 
                 lleguen a mis oídos,
                 siquiera esta vez sola, alegres nuevas.
D. FRANCISCO:    ¡Por vida juro! ¡Muérdome
                 la lengua! ¡Voto a Chito,
                 que estoy por...! ¡Lleve el diablo 
                 a cuantos alfeñiques hay amantes!
                 ¡Que un hombre con sus barbas,
                 y con su espada al lado,
                 que puede alzar en peso
                 un tercio de once arrobas de sardinas, 
                 llore, gima y se muestre
                 más manso y más humilde
                 que un santo capuchino
                 al desdén que le da su carilinda...!
D. [ANTONIO]:    Paréntesis es éste 
                 que se lleva colgada
                 de cada razón suya
                 mi alma aquí y allí.
D. FRANCISCO:                          Pues otro queda.
                 Pidióle a una fregona
                 un amante alcorzado 
                 le diese de su ama
                 un palillo de dientes, y ofrecióle
                 por él cuatro doblones;
                 y la muchacha boba
                 trújole de su amo, 
                 que era viejo y sin muelas, el palillo.
                 Él dio lo prometido,
                 y, engastándole en oro,
                 se lo colgó del cuello,
                 cual si fuera reliquia de algún santo. 
                 Gemía ante él de hinojos,
                 y al palo seco y suyo
                 plegarias envïaba
                 que en su empresa dudosa le ayudase.
                 ¿Y el otro presumido, 
                 que va a las embusteras
                 del cedacillo y habas,
                 y da crédito firme a disparates?
                 ¡Cuerpo del mundo todo!
                 Descubra el hombre siempre 
                 tal valor y tal brío,
                 que le muestren varón a todo trance.
                 No se ande con esferas,
                 con globos y con máquinas
                 de inteligencias puras; 
                 atienda, espere, escuche, advierta y mire,
                 o lo que en daño suyo,
                 o en su pro, sus amigos
                 quisieren descubrirle.
D. [ANTONIO]:    Atiendo, espero, escucho, advierto y miro. 
D. FRANCISCO:    Digo, pues, que don Pedro,
                 el padre de Marcela,
                 me dijo estas palabras...
D. [ANTONIO]:    ¿Es mucho que te diga que apresures
                 la comenzada plática, 
                 de cuyo fin depende
                 o mi vida o mi muerte?
D. FRANCISCO:    Díjome, en fin...
D. [ANTONIO]:                     ¡Primero vendrá el mío!
D. FRANCISCO:    ¡Colérico, enfadoso
                 está!
D. [ANTONIO]:          ¡Cuerpo del mundo! 
                 Acaba, don Francisco,
                 que está pendiente el alma de tu boca.
D. FRANCISCO:    Dijo que yo sea parte,
                 como que él nada entiende,
                 que a Marcela, su hija, 
                 se la demandes por mujer.
D. [ANTONIO]:                             ¿Qué escucho?
                 ¿Búrlaste, amigo, o quieres
                 con falsas esperanzas
                 entretener las mías?
D. FRANCISCO:    No burlo, juro a Dios: verdad te digo. 
D. [ANTONIO]:    Dame esos pies.
D. FRANCISCO:                    Levanta.
D. [ANTONIO]:    Y pídeme en albricias
                 el alma, y te la diera,
                 si ya a Marcela dado no la hubiera.
                 Mas dime, dulce amigo: 
                 ¿tocaste, por ventura,
                 el cuerpo de don Pedro?
                 ¿Viste si era fantasma o no?
D. FRANCISCO:                                  Perdido
                 estás desa cabeza.
D. [ANTONIO]:    ¿Que era don Pedro Osorio, 
                 el padre de Marcela?
D. FRANCISCO:    El mismo.
D. [ANTONIO]:             ¡El mismo!
D. FRANCISCO:                        El mismo. ¿Qué es aquesto?
D. [ANTONIO]:    A tanta desventura
                 está el corazón hecho,
                 que no puede dar crédito 
                 a las dichosas nuevas que le intimas;
                 pero habrá de creerte,
                 en fe que tú las dices:
                 que el buen amigo vemos
                 que es pedazo del alma de su amigo. 
D. FRANCISCO:    Busca a don Pedro Osorio,
                 y pídele a su hija
                 por legítima esposa.
D. ANTONIO:      ¿Dónde la tiene?
D. FRANCISCO:                      En Santa Cruz la tiene:
                 un monesterio santo, 
                 que está puesto muy cerca
                 de Torrejón y Cubas,
                 orden del rico capitán de pobres.
D. [ANTONIO]:    ¿Qué le movió llevarla
                 a tanto encerramiento? 
D. FRANCISCO:    No me metí en dibujos,
                 no le pregunté nada; sólo estuve
                 atento a su demanda,
                 y, con la ligereza
                 posible, vine a darte 
                 la dulce que has oído alegre nueva.
                 

[Salen] MARCELA y CRISTINA


MARCELA:             Llega, Cristina, y dile
                 lo que quieres.
CRISTINA:                        Ocúpame
                 el rostro la vergüenza,
                 y enmudece la lengua.
MARCELA:                               ¡Qué melindres! 
                 Tomarte has con un toro
                 y con un hombre armado,
                 ¿y de mi hermano tiemblas?
D. [ANTONIO]:                                 Pues, hermana,
                 ¿queréis alguna cosa?
                 ¿Mandáis que os sirva en algo? 
                 Pedid a vuestro gusto,
                 que estoy en ocasión de hacer mercedes.
MARCELA:         En nombre de Cristina,
                 os pido deis licencia
                 para que aquesta noche 
                 os hagan una fiesta los de casa;
                 Muñoz y Dorotea,
                 Torrente con Ocaña.
CRISTINA:        Y nuestro buen vecino
                 el barbero también, y la barbera, 
                 que canta por el cielo
                 y baila por la tierra,
                 con otro oficial suyo,
                 nos tienen de ayudar; dígalo todo.
MARCELA:         Dígolo todo, y digo, 
                 hermano, que yo gusto
                 que esta fiesta se haga.
D. [ANTONIO]:    Digo que soy contento, y doy licencia
                 para que el cielo rompa
                 en diferentes lenguas 
                 y en fiestas diferentes
                 las cataratas del placer, y salga
                 a playa mi contento.
D. FRANCISCO:    Y aun, a ser necesario,
                 haré yo mi figura. 
[D. ANTONIO]:    Y aun yo, que soy valiente recitante.
CRISTINA:        Mil años, señor, vivas;
                 mil regocijos buenos
                 el corazón te ocupen.
                 Hacerme tengo rajas esta noche. 
D. [ANTONIO]:    El término decente
                 de honestidad se guarde,
                 Cristina.
CRISTINA:                    ¡Bueno es eso!
                 Bailaremos a fuer de palaciegos.
D. [ANTONIO]:    Vamos, amigo.
D. FRANCISCO:                     Vamos; 
                 aunque don Pedro agora
                 no está en Madrid.
D. [ANTONIO]:                         ¿Pues, dónde?
D. FRANCISCO:    A Santa Cruz es ido,
                 y volverá mañana.
D. [ANTONIO]:    Vamos a dar al cielo 
                 gracias porque ha mirado mi buen celo.


[Vanse] Don FRANCISCO y Don ANTONIO


MARCELA:             Mira, Cristina, que sea
                 el baile y el entremés
                 discreto, alegre y cortés,
                 sin que haya en él cosa fea. 
CRISTINA:            Hale compuesto Torrente
                 y Muñoz, y es la maraña
                 casi la mitad de Ocaña,
                 que es un poeta valiente.
                     El baile te sé decir 
                 que llegará a lo posible
                 en ser dulce y apacible,
                 pues tiene que ver y oír:
                     que ha de ser baile cantado,
                 al modo y uso moderno; 
                 tiene de lo grave y tierno,
                 de lo melifluo y flautado.
                     Es lacayuno y pajil
                 el entremés, y me admira
                 de verle una tiramira 
                 que tiene de fregonil.
MARCELA:             La fiesta será estremada.
CRISTINA:        Basta que agradable sea.
MARCELA:         ¿Sabe el dicho Dorotea?
CRISTINA:        Ninguno no ignora nada 
                     de lo que a su parte toca.
                 Dame, señora, lugar,
                 que nos hemos de ensayar.
MARCELA:         Vamos.
CRISTINA:                De gusto voy loca.


[Vanse].  Salen TORRENTE y OCAÑA, cada uno con un garrote
debajo del brazo


TORRENTE:            Señor Ocaña, a esta parte, 
                 que está más llano el camino.
OCAÑA:           Por esta vez, peregrino
                 traidor, no pienso de honrarte
                     con darte el lado derecho,
                 porque he de tomar el tuyo. 
                 Desas ceremonias huyo,
                 lánguidas y sin provecho;
                     adondequiera voy bien,
                 al diestro o siniestro lado,
                 y no quiero, acomodado, 
                 que otros lugares nos den
                     del que me cupiere acaso,
                 y sé yo, señor Torrente,
                 que tiene de lo imprudente
                 hacer destas cosas caso. 
TORRENTE:            ¿Es daga aquese garrote,
                 señor Ocaña?
OCAÑA:                         Es un palo
                 que por martas lo señalo
                 para ablandar un cogote.
                     ¿Y es puñal aquese vuestro? 
TORRENTE:        Es una penca verduga
                 que las espaldas arruga
                 del maldiciente más diestro.
OCAÑA:               Luego, ¿vais a castigar
                 algún maldiciente?
TORRENTE:                             Sí. 
OCAÑA:           Pues no pasemos de aquí,
                 que yo también he de dar
                     doce palos a un bellaco,
                 socarrón, traidor, y miente.
TORRENTE:        Si lo dices por Torrente, 
                 daré destierro a este saco,
                     y haré en calzas y en jubón,
                 ya con el palo o sin él,
                 que confieses ser tú aquel
                 desmentido y socarrón. 
OCAÑA:               Tente, Torrente; ¿estás loco?,
                 ten tus cóleras a raya,
                 si quieres que yo me vaya
                 en las mías poco a poco.
                     ¿Han de fenecer aquí, 
                 por gustos de mozas viles,
                 dos Héctores, dos Aquiles?
TORRENTE:        Mueran. ¿Qué se me da a mí?
OCAÑA:               ¡Vive Dios!, que Cristinilla
                 me mandó te apalease; 
                 a lo menos, te reglase
                 la una y otra mejilla
                     con una navaja aguda:
                 que es, si en ello mirar quieres,
                 entre las crudas mujeres, 
                 la más insolente y cruda.
                     Lo mismo a mí me mandó
                 que a ti.
TORRENTE:                    Sin duda, ansí es.
OCAÑA:           ¿Y saldrá con su interés?
TORRENTE:        Amigo Ocaña, eso no. 
                     Vivamos para beber,
                 pues para beber vivimos,
                 y estos dijes y estos mimos
                 con otros se han de entender
                     de más tiernas intenciones 
                 y de más sufribles lomos;
                 no con nosotros, que somos
                 malos sobre socarrones.
                     Disimula; vesla allí
                 donde viene; disimula. 
OCAÑA:           Ésta es la más mala mula
                 que en mi vida rasqué o vi.
TORRENTE:            Contemporicémosla.
                 Quizá mudará el rigor:
                 que su mudanza en mejor 
                 se ha de poner en quizá.


[Sale] CRISTINA


CRISTINA:            Apostaré que están hechos
                 pedazos mis dos amantes,
                 que revientan de arrogantes
                 y de coléricos pechos. 
                     Pero allí están sosegados
                 más que en misa. ¿Cómo es esto?
                 Aún no se habrán descompuesto,
                 que son rufos recatados.
TORRENTE:            Señora Cristina mía... 
CRISTINA:        ¿Tuya? ¡Bueno!
TORRENTE:                        Pues, ¿que no?
CRISTINA:        ¿Quién a ti a Cristina dio?
TORRENTE:        El dinero y la porfía.
CRISTINA:            ¿Qué dinero?
TORRENTE:                          Aquél que pienso
                 darte en llegando la flota, 
                 si no es que, de puro rota,
                 da al mar el usado censo.
CRISTINA:            ¿Tú no me das algo, Ocaña?
OCAÑA:           Cristina, ¿yo no te he dado,
                 como poeta rodado, 
                 del entremés la maraña?
                     ¿Hay día que no te cebe
                 con dos cuartos y aun con tres?
CRISTINA:        Si es que sale el entremés
                 tal que mi señor le apruebe, 
                     yo me daré por pagada
                 y satisfecha, que es más.
TORRENTE:        Cristina, ¿no nos dirás,
                 si es que el caso no te enfada,
                     a cuál de los dos más quieres? 
CRISTINA:        Es injusta petición,
                 y aquesa declaración
                 no la han de hacer las mujeres
                     como yo; mas, si gustáis
                 que por señas os lo diga, 
                 haré lo que a más me obliga
                 el amor que me mostráis.
                     Muestra si traes un pañuelo,
                 Ocaña.
OCAÑA:                    Sí traigo, y roto,
                 y te le ofrezco devoto 
                 con sano y humilde celo.
CRISTINA:            Toma este mío, Torrente,
                 y con esto he declarado
                 lo que me habéis preguntado
                 honesta y discretamente. 
                     Y adiós; y venid, que es hora
                 de ensayar el entremés.


[Vase] CRISTINA


TORRENTE:        Si no te aclaras después,
                 más confuso estoy agora
                     que antes de hacer la pregunta. 
OCAÑA:           Pues yo me aplico la palma,
                 que en mi provecho mi alma
                 estas razones apunta:
                     a ti dio, sin darle nada,
                 y, sin darme, a mí, tomó; 
                 con el darte, te pagó;
                 llevando, queda obligada
                     al pago que recibió.
TORRENTE:        A quien toman lo que tiene,
                 dan muestra que se aborrece; 
                 y en el dar, claro parece
                     que más amor se contiene,
                 pues con las dádivas crece.
OCAÑA:           La verdad desta cuestión
                 quede a la mosquetería, 
                     que tal hay que en él se cría
                 el ingenio de un Platón.
                 Estos capipardos son
                 poetas casi los más,
                     y tal vez alguno oirás 
                 que a socapa dice cosas
                 que parece, de curiosas,
                 que las dicta Barrabás.


[Vanse] TORRENTE y OCAÑA.  Salen Don ANTONIO, 
Don FRANCISCO, CARDENIO y MARCELA, y MUÑOZ


D. [ANTONIO]:        Quiera Dios que la fiesta corresponda
                 al buen deseo de los recitantes. 
MUÑOZ:           Será maravillosa, porque danza
                 nuestro vecino el barberito, ¡y cómo!


Asómase a la puerta del teatro CRISTINA, y
dice

CRISTINA:        Pónganse todos bien, que ya salimos.
MARCELA:         ¿Han venido los músicos?
CRISTINA:                                  Ya tiemplan.


[Vase] CRISTINA.  Salen OCAÑA y TORRENTE, como 
lacayos embozados


TORRENTE:        Paréceme que vas algo dañado, 
                 Ocaña.
OCAÑA:                  Cuando voy desta manera,
                 va el juïcio en su punto. Tú no sabes
                 cómo el calor vinático despierta
                 los espíritus muertos y dormidos.
                 De suerte voy que pelearé con ciento, 
                 sin volver el pie atrás una semínima.
CARDENIO:        No es muy mala la entrada.
MUÑOZ:                                       ¿Cómo mala?
                 Digo que es la mejor cosa del mundo.
                 Yo soy su medio autor.
TORRENTE:                               Ocaña, ¿es éste
                 el zagüán de la fiesta?
OCAÑA:                                   No diviso;
                 que tengo las lumbreras algo turbias
                 Adonde oyeres música, repara.
TORRENTE:        Escucha, que aquí sale[n] Cristina
                 y Dorotea.
OCAÑA:                       Cáigome de sueño.


Salen DOROTEA y CRISTINA como fregonas


DOROTEA:         Aquesta tarde, Cristinica amiga, 
                 pienso bailar hasta molerme el alma.
CRISTINA:        Y yo, hasta reventar he de brincarme.
                 ¡Cómo tarda Aguedilla, la del sastre!
DOROTEA:         ¿Díjote que vendría?
CRISTINA:                               Y Julianilla,
                 la del entallador, con Sabinica, 
                 que sirve a la beata en Cantarranas.
DOROTEA:         Todas son bailadoras de lo fino.
                 En fregando, vendrán.
CRISTINA:                                Como nosotras,
                 que lo dejamos todo hecho de perlas.
                 De la cena no curo: que mi amo 
                 dos huevos frescos sorbe, y a Dios gracias.
DOROTEA:         El mío nunca cena; que es asmático,
                 y con dos bocadillos de conserva
                 que toma, se santigua y se va al lecho.
CRISTINA:        Y tu ama, ¿qué hace? ¿No se acuesta? 
DOROTEA:         No toméis menos; puesta de rodillas
                 dentro de un oratorio, papa santos
                 dos horas más allá de los maitines.
CRISTINA:        También es mi señora una bendita,
                 y, por nuestra desgracia, ellas son santas. 
DOROTEA:         Pues, ¿no es mejor, amiga, que lo sean?
CRISTINA:        No; ni con cien mil leguas. Si ellas fueran
                 resbaladoras de carcaño, acaso
                 tropezaran aquí, y allí rodaran;
                 y, sabiendo nosotras sus melindres, 
                 tuviéramos la nuestra sobre el hito:
                 ellas fueran las mozas, y nosotras
                 fuéramos las patronas a baqueta,
                 como dice il toscano.
DOROTEA:                                Verdad dices;
                 que el ama de quien sabe su crïada 
                 tiernas fragilidades, no se atreve,
                 ni aun es bien que se atreva, a darle voces,
                 ni a reñir sus descuidos, temerosa
                 que no salgan a plaza sus holguras.
CRISTINA:        ¿Has visto qué calzado trae Lorenza, 
                 la que sirve al letrado boquituerto?
                 ¿Quién se le dio, si sabes?
DOROTEA:                                      Un su primo
                 donado, que es un santo.
CRISTINA:                                  ¡Ay Dorotea,
                 cómo los canonizas!
DOROTEA:                                Oye, hermana,
                 que los músicos suenan, y el barbero, 
                 gran bailarín, es éste que aquí sale.
MUÑOZ:           ¡Vive el cielo!, que es cosa de los cielos
                 el entremés.
OCAÑA:                          Aquel viejo me enfada;
                 que le he da dar, pondré, una bofetada.


[Salen] los MÚSICOS y el BARBERO, danzando al son deste
romance


[MÚSICOS]:           De los danzantes la prima 
                 es este barbero nuestro,
                 en el compás acertado,
                 y en las mudanzas ligero.
                 Puede danzar ante el rey,
                 y aqueso será lo menos, 
                 pues alas lleva en los pies
                 y azogue dentro del cuerpo.
                 Anda, aguija, salta y corre
                 aquí y allí como un trueno,
                 adóranle las fregonas, 
                 respétanle los mancebos.
OCAÑA:           Oíganme, pido atención;
                 no gusto destos paseos,
                 deste dar coces al aire
                 y puntapiés a los vientos. 
                 Toquen unas seguidillas,
                 y entendámonos; y advierto
                 que se juegue limpiamente,
                 y sepan que no me duermo.
MUÑOZ:           ¿Hay tal Ocaña en el mundo? 
                 ¿Hay tal lacayo en el cielo?
BARBERO:         Alto, pues; vayan seguidas.
CRISTINA:        Sí, amigo, porque bailemos.


MÚSICOS:             Madre, la mi madre,
                 guardas me ponéis; 
                 que si yo no me guardo,
                 mal me guardaréis.

TORRENTE:            Esto sí, ¡cuerpo del mundo!,
                 que tiene de lo moderno,
                 de lo dulce, de lo lindo, 
                 de lo agradable y lo tierno.


MÚSICOS:             Dicen que está escrito,
                 y con gran razón,
                 que es la privación
                 causa de apetito. 
                 Crece en infinito
                 encerrado amor;
                 por eso es mejor
                 que no me encerréis:
                 que si yo no me guardo
                 mal me guardaréis.

OCAÑA:               Ya les he dicho que bailen
                 a lo templado y honesto:
                 que no gusto que se beban
                 de las niñas el aliento.
BARBERO:         ¡Por vida del so lacayo, 
                 que nos deje, que aquí haremos
                 lo que más nos diere gusto!
OCAÑA:           Bailen: después nos veremos.



MÚSICOS:             Es de tal manera
                 la fuerza amorosa 
                 que a la más hermosa
                 vuelve en quimera.
                 El pecho de cera,
                 de fuego la gana,
                 las manos de lana, 
                 de fieltro los pies:
                 que si yo no me guardo,
                 mal me guardaréis.


TORRENTE:            Tampoco a mí me contentan
                 estas vueltas ni floreos:
                 que se requiebran bailando, 
                 pues son requiebros los quiebros.
MÚSICOS:         Señores lacayos, vayan
                 y monden la haza, y déjennos.
OCAÑA:           Musiquillo de mohatra,
                 canta y calla, que queremos 
                 estar aquí a tu pesar.
MÚSICOS:         Está bien dicho; cantemos.

                     Que tiene costumbre
                 de ser amorosa,
                 como mariposa 
                 se va tras su lumbre,
                 aunque muchedumbre
                 de guardas le pongan,
                 y aunque más propongan
                 de hacer lo que hacéis: 
                 que si yo no me guardo,
                 mal me guardaréis.

TORRENTE:            Varilla de volver tripas,
                 no hagas tantos meneos;
                 lagartija almidonada,
                 baila a lo grave y compuesto. 
DOROTEA:         Bodegón con pies, camine,
                 que aquí no le conocemos;
                 calle o pase, porque olisca
                 a lacayo y a gallego.
MUÑOZ:           Éstas sí que son matracas, 
                 que tienen del caballero,
                 de lo ilustre y de lo lindo,
                 de lo propio y lo risueño.
OCAÑA:           Bailar quiero con Cristina.
TORRENTE:        No con mi consentimiento. 
                 ¿No se acuerda el sor Ocaña
                 que a mí me dio su pañuelo,
                 y que, en fe de ser su cuyo,
                 sobre ella dominio tengo,
                 y que los rayos del sol 
                 no la han de tocar, si puedo?
OCAÑA:           ¿Y no sabe el so Torrente
                 que soy aquel que merezco
                 bailar con un arzobispo,
                 aunque sea el [de] Toledo? 
CARDENIO:        ¿No pasa el baile adelante?
OCAÑA:           No; que ha de pasar primero
                 de Ocaña la valentía,
                 su venganza y su denuedo.
TORRENTE:        ¡Ay narices derribadas 
                 y tendidas por el suelo!
                 Pero toma esta respuesta:
                 de Tarpeya mira Nero.
MUÑOZ:           Diole. ¡Mal haya la farsa
                 y el autor suyo primero! 
                 Pero yo no di esta traza,
                 ni escribí tal en mis versos.
BARBERO:         ¡Pasado de parte a parte
                 está el pobre Ocaña!
MARCELA:                               ¡Ay cielos!
BARBERO:         Yo les tomaré la sangre, 
                 que para esto soy barbero.
DOROTEA:         ¡Mi señora se desmaya!
D. [ANTONIO]:    Yo tengo la culpa desto,
                 pues que sabía que Ocaña
                 es buzaque en todo tiempo. 
BARBERO:         ¡Paños, estopas, aguijen;
                 tráiganme claras de huevos!
CARDENIO:        ¡Huye, traidor enemigo;
                 huye, traidor, que le has muerto!
TORRENTE:        Mire si halla mis narices, 
                 porque sin ellas no pienso
                 salir un paso de casa.
CARDENIO:        ¡Sal, que le has muerto!
TORRENTE:                                 ¡No quiero!
DOROTEA:         ¡Ay, sin ventura, señora!
D. [ANTONIO]:    Las dos llevadla allá dentro. 
                 Miren quién llama a esa puerta.
                 ¡Y la rompen! ¿Qué es aquesto?
D. FRANCISCO:    Yo pondré que es la justicia,
                 que a los llantos lastimeros
                 destas muchachas acude. 
CRISTINA:        Aqueso tengo yo bueno:
                 que no lloraré una lágrima
                 si viese a mi padre muerto;
                 y más, viéndome vengada
                 destos dos amantes ciegos, 
                 importunos, maldicientes,
                 socarrones, sacrílegos,
                 pobres, sobre todo, y ruines:
                 ¡mirad qué extremos extremos!


[Salen] un ALGUACIL y un CORCHETE


ALGUACIL:        ¿Qué guitarra es aquésta? 
CORCHETE:        Aquí hay sangre. ¿Qué es aquesto?
TORRENTE:        Yo soy, que estoy sin narices.
OCAÑA:           Y yo, que estoy casi muerto.
ALGUACIL:        No se me vaya ninguno;
                 cierren esas puertas luego. 
MUÑOZ:           De aquí habremos d[e] ir...
DOROTEA:                                      ¿Adónde?
MUÑOZ:           A la cárcel, por lo menos.
D. [ANTONIO]:    ¿No la habéis echado el agua?
DOROTEA:         Ya vuelve en sí.
CORCHETE:                          ¿Qué haremos?
                 ¿Han de ir a la cárcel todos? 
ALGUACIL:        El caso sabré primero.
TORRENTE:        ¡Que tengo de ir a Turpia!
OCAÑA:           ¡Que esté tan cerca mi entierro!
                 ¡Mete la tienta, cuitado,
                 con más blandura y más tiento! 
BARBERO:         Más de dos palmos le cuela.
OCAÑA:           Si yo cuatro azumbres cuelo,
                 no es bien se mire conmigo
                 en dos varas más o menos.
CORCHETE:        Veamos estas narices. 
TORRENTE:        Paso, detente, reniego
                 de tus pies y de tus patas:
                 que las pisas, y tendremos
                 que enderezarlas si acaso
                 quedan chatas.
CORCHETE:                        Yo no veo 
                 en el suelo tus narices.
TORRENTE:        Verdad, porque aquí las tengo.
MUÑOZ:           ¡Milagro, milagro, y grande!
OCAÑA:           Tú, compasivo barbero,
                 por lo hueco de una bota 
                 entraste la tienta a tiento.
D. [ANTONIO]:    Luego, ¿todo esto es fingido?
OCAÑA:           Sí, señor.
D. [ANTONIO]:                ¡Por Dios del cielo!,
                 que estoy por hacer que salga
                 lo que es fingido por cierto. 
                 ¡Desnudar, donde hay mujeres,
                 espadas!
TORRENTE:                    ¡Ah, señor bueno,
                 qué mal sientes de sus bríos!
D. [ANTONIO]:    Digo que sois majadero.
ALGUACIL:        Luego, ¿todo aquesto es burla? 
OCAÑA:           Todo aquesto es burla luego,
                 pero después serán veras.
CARDENIO:        ¡Qué buen relente tenemos!
D. FRANCISCO:    El picón, por Dios bendito,
                 que ha sido de los más buenos 
                 que he visto hacer en mi vida.
DOROTEA:         ¿Bailaremos más?
CRISTINA:                          Bailemos.
MARCELA:         No, porque aún no estoy en mí
                 del sobresalto, y deseo
                 reparar el accidente 
                 que me ha puesto en recio extremo.
D. [ANTONIO]:    Entraos, hermana.
MARCELA:                           Vení
                 conmigo vosotras.
TORRENTE:                          Demos
                 sobresaltado remate
                 al principio de sosiego. 


[Vanse] CRISTINA, MARCELA y DOROTEA


ALGUACIL:        De que todo sea comedia,
                 y no tragedia, me alegro;
                 y así, a mi ronda, señores,
                 con vuestra licencia, vuelvo.


[Vanse] el ALGUACIL y el CORCHETE


CARDENIO:        Ocaña y Torrente, digo 
                 que el asunto fue discreto
                 del picón, y que se hizo
                 con propiedad en extremo.
MUÑOZ:           El principio todo es mío,
                 pero no lo fue el progreso; 
                 el perulero y Ocaña
                 tienen el diablo en el cuerpo.
OCAÑA:           Miren la herida por quien
                 metió la tienta el barbero,
                 que, mientras es más profunda, 
                 más vida y bien me prometo.
                 

Enseña una bota de vino


TORRENTE:        Preguntar quiero otra vez,
                 mis señores mosqueteros,
                 quién ha de llevar la gala
                 de los trocados pañuelos. 
                 Pensadlo para otra vez,
                 que en este sitio saldremos
                 con preguntas más agudas,
                 con entremeses más buenos.
                 Y advertid que soy Torrente, 
                 perulero por lo menos,
                 y os daré selvas de plata
                 y mil montes de oro llenos.
OCAÑA:           Hermanos, yo soy Ocaña,
                 lacayo, mas no gallego; 
                 sé brindar y sé gastar
                 con amigos cuanto tengo.


[Vanse] todos.  [Salen] Don SILVESTRE de Almendárez, el
verdadero, con una gran cadena de oro, o que le parezca, y CLAVIJO, su
compañero


D. SILVESTRE:        Si no llega al retrato su hermosura,
                 y della ha declinado alguna parte,
                 podrá buscar en otra su ventura. 
CLAVIJO:             Señor, lo que yo puedo aconsejarte
                 es que procures que la vista sea
                 la que desta verdad ha de informarte;
                     y si tu prima acaso fuere fea,
                 no faltarán excusas con que impidas 
                 el lazo que se teme y se desea:
                     que, a darle el matrimonio por dos vidas,
                 las glorias que no diera la primera,
                 fueran en la segunda prevenidas.
                     Un nudo solo dado a la ligera, 
                 aprieta, est[r]echa y liga de tal suerte,
                 que dura hasta la hora postrimera.
                     No fue de Gordïano el lazo fuerte
                 tan duro de romper como este ñudo,
                 que sólo se desata con la muerte. 
                     Mancebo eres, pero muy sesudo,
                 y así, de que has de hacer como discreto
                 tan confiado estoy, que en nada dudo.
D. SILVESTRE:    De seguir tus consejos te prometo.


                     Ésta es buena coyuntura, 
                 porque imagino que es ésta
                 mi prima.
CLAVIJO:                     Como es hoy fiesta,
                 saldrá a misa.
D. SILVESTRE:                      ¡Gran ventura!
                     De mi primo ésta es la casa.
                 Ella es; no hay qué dudar. 
CLAVIJO:         Toda la puedes mirar,
                 si es que descubierta pasa.


Salen MARCELA y DOROTEA, con mantos, y detrás
QUIÑONES, con una almohada de terciopelo, y MUÑOZ, que 
lleva a MARCELA de la mano


MARCELA:             Delantero cargó Ocaña,
                 Muñoz, en el entremés.
MUÑOZ:           ¿No sabes, señora, que es 
                 el mayor cuero de España?
MARCELA:             Desenvainar las espadas,
                 me dio pena.
MUÑOZ:                          Aquellas monas
                 nunca las sacan tizonas,
                 porque todas son coladas. 
                     Embebe como esponja
                 vino Ocaña, y aun Torrente
                 bebe como hombre valiente,
                 sin melindre y sin lisonja.
MARCELA:             ¿Don Silvestre queda en casa? 
DOROTEA:         Sí, señora; y acostado.
MARCELA:         Mi primo es tan regalado,
                 que ya de lo honesto pasa.
                     ¿Traes, Dorotea, las Horas?
DOROTEA:         Sí, señora.
MUÑOZ:                         El corazón 
                 me dice que hoy el sermón
                 tiene de durar tres horas.


Al pasar, don SILVESTRE y CLAVIJO hacen a MARCELA una gran 
reverencia, y ella, ni más ni menos


                     Pero yo le oiré de modo
                 que fastidio no me pille.
MARCELA:         Luego, ¿no pensáis oílle? 
MUÑOZ:           Alguna parte, no todo.


[Vanse] MARCELA, MUÑOZ, DOROTEA y
QUIÑONES


D. SILVESTRE:        Ésta es Marcela, mi prima,
                 y el retrato le parece.
CLAVIJO:         Por cierto que ella merece
                 ser tenida por la prima 
                     de hermosura y gentileza,
                 y estaría en perfección
                 grande, si su discreción
                 llega donde su belleza.
D. SILVESTRE:        Primo y don Silvestre dijo, 
                 y que quedaba acostado,
                 y que era muy regalado:
                 ¿qué infieres desto, Clavijo?
CLAVIJO:             De lo que pueda inferir,
                 ingenio no se resuelve; 
                 mas el escudero vuelve,
                 que nos lo podrá decir.


Vuelve MUÑOZ


MUÑOZ:               Viejo en pie, largo sermón,
                 temblores de puro frío,
                 y el estómago vacío, 
                 no llaman la devoción.
                     Aquí, al sol estaré, en tanto
                 que se quiebra la cabeza
                 este fraile, rica pieza,
                 que todos tienen por santo. 
CLAVIJO:             Díganos, señor galán:
                 ¿quién es aquesta señora
                 que entró de la mano ahora?
MUÑOZ:           ¿Adónde?
CLAVIJO:                     En San Sebastián.
MUÑOZ:               Es Marcela de Almendárez, 
                 doncella la más garrida
                 que vive en toda la corte,
                 más honesta y recogida.
                 Es su hermano don Antonio
                 de Almendárez. Tiene en Indias 
                 un hermano de su padre,
                 rico a las mil maravillas,
                 un hijo del cual en casa
                 se huelga a pierna tendida,
                 esperando si de Roma 
                 el Padre Santo le envía
                 licencia para casarse
                 con Marcela, que es su prima.
D. SILVESTRE:    ¿Y llámase?
MUÑOZ:                       Don Silvestre
                 de Almendárez, y es de Lima, 
                 y a nuestra casa llegó,
                 puedo decir, en camisa,
                 porque en una gran tormenta
                 echó al mar dos mil valijas
                 llenas de tejuelos de oro 
                 finísimo y plata fina,
                 y entre ellas fue mi bayeta,
                 que fue oída y no fue vista.
CLAVIJO:         ¡Válame Dios! ¡Grave caso!
MUÑOZ:           Éste que viene podría 
                 contaros el caso grave
                 con más luenga narrativa:
                 que se halló presente a todo,
                 con gran dolor de su anima.
D. SILVESTRE:    Ánima, querréis decir. 
MUÑOZ:           No me importa a mí una guinda
                 pronunciar con dinguindujes.


[Sale] TORRENTE


TORRENTE:        Muñoz, ¿en qué está la misa?
MUÑOZ:           En el misal: ahora empieza.
TORRENTE:        ¿Pasó por aquí Cristina? 
MUÑOZ:           Entre la cruz creo que andáis,
                 Torrente, y la agua bendita.
                 Bastan las de vuestro ojos,
                 sin buscar ajenas niñas;
                 que es Ocaña apitonado 
                 y sabe mucho de esgrima.
TORRENTE:        En este caso y en otros,
                 ¿mondo yo, por dicha, níspolas?
                 Y, cuando no, su cabeza
                 tiene de guardar la mía. 


[Sale] un CARTERO destos que andan por la corte dando las 
cartas del correo


CARTERO:         ¿Don Antonio de Almendárez,
                 saben dónde vive, a dicha,
                 señores?
MUÑOZ:                       Hombre de bien,
                 a la vuelta, en una esquina.
                 ¿Son de Roma?
CARTERO:                         Sí, señor. 
MUÑOZ:           La dispensación sería
                 que aguarda el gran peregrino
                 y la en beldad peregrina.
                 ¿Cuánto es el porte?
CARTERO:                               Un escudo.
MUÑOZ:           ¡Hoste, puto! Vaya y diga 
                 al mayordomo de casa
                 que le pague y la reciba.


[Vase] el CARTERO


TORRENTE:        Agora sí que tendremos
                 gusto abierto y rica jira,
                 regodeos hasta el tope, 
                 lautas y limpias comidas.
                 Mudaremos este pelo
                 de sayal con cebollinas
                 martas.
MUÑOZ:                    Procurad que sean
                 ajunas, que sean más finas. 

              
                     Con tantos gustos, sin duda,
                 que olvidaréis la tormenta
                 que pasastes, que, a mi cuenta,
                 debió ser en la Bermuda:
                     que siempre en aquel paraje 
                 hay huracanes malignos.
TORRENTE:        Tanto, que de peregrinos
                 hicimos pleito homenaje
                     yo y mi señor don Silvestre;
                 mas yo tengo por lunático 
                 quien sube en caballo acuático,
                 cuando le tiene terrestre.
                     A la sorda y a la muda
                 íbamos muy sin placer,
                 cuando llegamos a ver 
                 la venta de la Barbuda;
                     pero tenía cerradas
                 las puertas, si viene a mano,
                 y no hay fïarse cristiano
                 de viejas que son barbadas. 
D. SILVESTRE:        Y la canal de Bahama,
                 ¿pasóse sin detrimento?
TORRENTE:        Otra canal yo no siento
                 que aquesta por do derrama
                     sus dulces licores Baco. 
CLAVIJO:         ¿Dónde se alijó el navío?
TORRENTE:        No le alijó el señor mío,
                 que le tuvo por bellaco;
                     y más, que espera tener
                 hijos en su prima hermosa. 
MUÑOZ:           La respuesta, aunque graciosa,
                 nos ha de echar a perder.
D. SILVESTRE:        ¿En el golfo de las Yeguas
                 sería el trance crüel?
TORRENTE:        Creo que pasamos dél 
                 desvïados cuatro leguas.
CLAVIJO:             ¿Y dónde se tomó tierra?
TORRENTE:        En el suelo.
D. SILVESTRE:                 Dice bien.
MUÑOZ:           Vuesas mercedes nos den
                 licencia.
D. SILVESTRE:               Donaire encierra 
                     el peregrino, en verdad:
                 que, si aspirara a piloto,
                 que yo le diera mi voto
                 con poca dificultad,
                     porque describe los puertos 
                 y los golfos bravamente.
MUÑOZ:           Es estimado Torrente
                 de los pilotos más ciertos
                     que encierra Guadalcanal,
                 Alanís, Jerez, Cazalla. 
TORRENTE:        Baco en sus Indias se halla,
                 pasando por mi canal.
MUÑOZ:               Si la plática no atajo
                 en ocasión oportuna,
                 vos os veis, sin duda alguna, 
                 Torrente amigo, en trabajo.


[Vanse] TORRENTE y MUÑOZ.  Salen Don ANTONIO, Don
FRANCISCO y Don AMBROSIO (trae un papel en la mano)


D. AMBROSIO:         Si desto albricias no dais,
                 o esta verdad no creéis,
                 ni de mi mal os doléis,
                 ni de mi bien os holgáis. 
                     Tras la noche triste mía,
                 amarga, lóbrega, escura,
                 hizo salir la ventura
                 claro sol y alegre día.
                     Por las levantadas cumbres 
                 de imposibles que temí,
                 mi luz clara salir vi
                 llena de piadosas lumbres,
                     que como nortes me guían
                 al puerto con dulces modos, 
                 y de los peligros todos
                 del mar de amor me desvían.
                     Ya Marcela ha parecido,
                 y con esa letra y firma
                 todos mis bienes confirma; 
                 ya, cual veis, soy su marido.
D. [ANTONIO]:        ¿Sabéis vos que ésta es su mano
                 y firma?
D. AMBROSIO:               Sin duda alguna.
D. [ANTONIO]:    Con tan próspera fortuna,
                 bien es que os mostréis ufano; 
                     pero de su padre sé
                 que la casa en otra parte.
D. AMBROSIO:     Él ni nadie será parte
                 a que se rompa la fe
                     que con sangre vien[e] escrita 
                 en ese papel que veis.
D. [ANTONIO]:    Haga Amor que la gocéis
                 luengo tiempo en paz bendita.
                     Tomad, y hágaos buen provecho
                 vuestra ventura extremada. 
D. FRANCISCO:    La mujer determinada
                 pone a todo trance el pecho.
                     Pero veis aquí do viene,
                 el padre de vuestra esposa.
D. AMBROSIO:     Esperarle aquí no es cosa 
                 que a mis designios conviene.


[Sale] el PADRE de Marcela, y vase AMBROSIO, y entra también
OCAÑA


PADRE:               Como fue demanda honesta
                 la que os hice, vengo a ver
                 si vino a corresponder
                 con mi intención la respuesta, 
                     que ya en público la pido:
                 que no quiero que rodeos
                 encubran que mis deseos
                 no son de padre advertido.
                     Daré al señor don Antonio..., 
                 deste modo lo diré,
                 ...mi alma, pues le daré
                 a mi hija en matrimonio.
                     En ella le daré esposa
                 bien nacida, cual se sabe, 
                 y aun estremo adonde cabe
                 el mayor de ser hermosa;
                     una niña a quien apenas
                 el sol ni el viento han tocado;
                 un armiño aprisionado 
                 con religiosas cadenas;
                     una que son sus cuidados
                 de simple y tierna doncella;
                 y ofrezco en dote con ella
                 de renta dos mil ducados. 
D. [ANTONIO]:        Con mucho gusto, señor
                 don Pedro Osorio, hiciera
                 lo que tan bien me estuviera,
                 mirando a vuestro valor;
                     mas la señora Marcela 
                 ha ganado por la mano
                 a vuestro intento tan sano,
                 que en honrarla se desvela:
                     ella se ha escogido esposo,
                 que es el que salió de aquí. 
PADRE:           ¿Mi hija Marcela?
D. FRANCISCO:                       Sí.
PADRE:           Padre triste, viejo astroso,
                     ¿qué escuchas? ¿Cómo es aquesto?
D. FRANCISCO:    Una cédula le ha dado
                 de su mano, donde ha echado 
                 de lo que es amor el resto.
PADRE:               ¿Será falsa?
D. FRANCISCO:                      Podría ser;
                 pero imagino que no.
PADRE:           Pues, ¿para qué os la mostró?
D. [ANTONIO]:    Turba el sentido el placer. 


[PADRE]:             Primero que él la vea,
                 primero que él la toque,
                 primero que la goce,
                 ha de perder la vida, o yo la mía.
                 ¡Que venga un embustero, 
                 con sus manos lavadas,
                 y no limpias por esto,
                 y el alma os robe y saque de las carnes...!
                 Mitades son del alma
                 los hijos; mas las hijas 
                 son mitad más entera,
                 por cuyo honor el padre ha de ser lince.
OCAÑA:           Por Cristo benditísimo,
                 que la razón le sobra
                 por cima los tejados 
                 a este pobre señor, de quien me duelo.
                 ¡Que aquestos pisaverdes,
                 aquestos tiquimiquis
                 de encrespados copetes,
                 se anden a pescar bobas con embustes...! 
D. [ANTONIO]:    Majadero, ¿qué es esto?
OCAÑA:           Yo callo y me arrepiento
                 de lo dicho.
D. [ANTONIO]:                   Mostrenco,
                 ¿de cuándo acá os metéis vos en docena?
OCAÑA:           ¡Que no pueda hacer baza 
                 yo con este mi amo,
                 y, si a las discreciones
                 jugamos, quince y falta puedo darle...!
PADRE:           No os quiero pedir nada,
                 ni es razón que os la pida, 
                 hijo, que, si lo fuérades,
                 remozara mis canas y mis días.
                 ¡Hijas inobedientes,
                 que al curso de los años
                 anticipáis el gusto, 
                 destrúyaos Dios, los cielos os maldigan!


[Vase] el PADRE


D. [ANTONIO]:    ¡Mi gozo está en el pozo!
D. FRANCISCO:    ¿Y si es falsa la cédula?
D. [ANTONIO]:    Aunque lo sea, amigo,
                 ya el honor titubea de Marcela. 
                 Cuanto más, que se sabe
                 que es bueno don Ambrosio,
                 y no levantaría
                 tan grande testimonio.
D. FRANCISCO:    Así lo creo.
D. [ANTONIO]:                Doncella de escritorios, 
                 de públicas audiencias,
                 de pruebas y testigos,
                 no es para mí.
OCAÑA:                         ¡Sentencia aristotélica!


[Salen] TORRENTE y CARDENIO


TORRENTE:            ¿A cuándo, cuitado, aguardas?
                 ¿Qué diligencias has hecho 
                 que te sean de provecho?
                 ¿A qué esperas? ¿A qué tardas?
                     Lugar tienes y ocasión
                 para rogar y fingir.
CARDENIO:        Yo tengo para morir, 
                 no para hablar, corazón.
TORRENTE:            Tu silencio ha de ser causa
                 de toda tu desventura.
CARDENIO:        Su honestidad y hermosura
                 ponen en mi intento pausa. 
                     Al cabo habré de morir
                 callando.
TORRENTE:                  ¡Qué simple amante!
CARDENIO:        Medroso, mas no ignorante.
TORRENTE:        Todo lo puedes decir.


[Salen] MARCELA, DOROTEA, MUÑOZ, CRISTINA, y
QUIÑONES


MARCELA:             La torpeza en vos se halla; 
                 caminad, que os valga Dios.
OCAÑA:           Uno a uno, dos a dos,
                 juntado se ha gran batalla.


[Salen] SILVESTRE y CLAVIJO


D. SILVESTRE:        ¿Un don Silvestre está aquí
                 que tiene por sobrenombre 
                 Almendárez?
CARDENIO:                    Gentilhombre,
                 yo soy. ¿Qué queréis de mí?
D. SILVESTRE:        Dadme, señor, vuestros pies,
                 que soy grande servidor
                 de vuestro padre.
CARDENIO:                          Señor, 
                 cortés, mas no tan cortés.
D. SILVESTRE:        Diez mil pesos ensayados,
                 con vos, me escribe mi padre,
                 me envía, y tres mil mi madre.
TORRENTE:        Pesos serán bien pesados. 
                     Catorce mil se tragó
                 el mar, como soy testigo.
D. SILVESTRE:    Trece mil son los que digo.
TORRENTE:        Catorce mil digo yo.
CARDENIO:            Es verdad; yo recebí, 
                 señor, todo ese dinero;
                 pero el mar...
CLAVIJO:                      Aquí no hay pero.
D. SILVESTRE:    Yo responderé por mí;
                     callad vos. También me envía
                 de vuestra prima un retrato. 
TORRENTE:        Sorbiósele el mar ingrato
                 sin guardarle cortesía.
                     Pensamos que se amansara
                 tocándole su figura,
                 y por respeto y mesura 
                 en su lecho se acostara;
                     pero fue tan mal mirado,
                 que alzó montes sobre montes,
                 y escondió los horizontes
                 y aun la faz del sol dorado. 
MARCELA:             No era reliquia el retrato.
CLAVIJO:         No; pero si él le arrojara
                 con devoción, se mostrara
                 manso el mar y el cielo grato.
TORRENTE:            Todo esto en la memoria 
                 no está, Muñoz, que nos diste,
                 y si nos caen en el chiste,
                 nuestra desdicha es notoria.
D. SILVESTRE:        ¿Vuesa merced tiene, acaso,
                 otro hermano?
CARDENIO:                        Sí, señor. 
MUÑOZ:           No, señor. ¡Oh grande error!
                 ¡Mil sustos de muerte paso!
CLAVIJO:             ¿Cómo se llama?
TORRENTE:                               Don Juan
                 de Almendárez.
D. SILVESTRE:                    ¿Qué ed[a]d tiene?
TORRENTE:        Aquella que le conviene. 
OCAÑA:           Examinándoles van,
                     y yo no sé para qué.
D. SILVESTRE:    ¿Tocaron en la Bermuda?
TORRENTE:        Ya he dicho desa Barbuda
                 otra vez lo que yo sé. 
D. SILVESTRE:        No ingenio, mas ignorancia,
                 es fabricar la maldad,
                 de quien está la verdad,
                 no dos dedos de distancia.
                     Yo soy, señor don Antonio, 
                 vuestro primo verdadero,
                 y de ser éste embustero
                 darán claro testimonio
                     mis papeles y el retrato
                 de mi señora Marcela. 
MUÑOZ:           ¡El alma se me revela!
                 ¡Si hoy no me muero, me mato!
D. SILVESTRE:        Dadme, señora, esos pies
                 por vuestro primo y esposo.
D. FRANCISCO:    ¡Éste es caso prodigioso! 
MARCELA:         Cortés, mas no tan cortés.
TORRENTE:            Tres días ha, desventurado,
                 que, por no querer hablar,
                 te has de ver, a bien librar,
                 en galeras y azotado. 
                     Embistiérasla, malino,
                 y no aguardaras a verte
                 en la desdichada suerte
                 y en el traje peregrino.
D. FRANCISCO:        ¿Quién eres?
CARDENIO:                         Un estudiante. 
TORRENTE:        Y yo su capigorrón,
                 que tengo de socarrón
                 harto más que de ignorante.
CARDENIO:            Solicitóme el amor
                 a entrar en esta conquista 
                 a la sombra de una lista...
TORRENTE:        Que la escribió este traidor
                     de Muñoz.
MUÑOZ:                         ¡Dios sea conmigo!
                 ¡Llegó de Muñoz el fin!
D. [ANTONIO]:    ¡Ah escudero viejo y ruin! 
OCAÑA:           Eso pido y eso digo.
CARDENIO:            Estos soles sobrehumanos,
                 por quien mi mal crece y mengua,
                 pusieron freno a mi lengua,
                 como esposas a mis manos. 
                     En los rayos de sus ojos
                 se despuntaban los míos,
                 y nunca mis desvaríos
                 llegaron a darla enojos.
                     Si me queréis castigar, 
                 primero advertid, señores,
                 que los yerros por amores
                 son dignos de perdonar.
D. [ANTONIO]:        En albricias, el perdón
                 te diera, mas ten aviso 
                 que el Pontífice no quiso
                 conceder dispensación
                     entre mi primo y mi hermana.
MARCELA:         Casamientos de parientes
                 tienen mil inconvenientes. 
CLAVIJO:         El favor todo lo allana.
                     Yo iré a Roma, y la traeré.
D. SILVESTRE:    Yo, aunque primo verdadero,
                 ni quedarme en casa quiero,
                 ni poner en ella el pie: 
                     que la honra de mi prima
                 ha de ir contino adelante,
                 sin que haya otro estudiante
                 que la asombre o que la oprima.
CRISTINA:            ¿No ha de haber un casamiento 
                 en esta casa jamás?
OCAÑA:           Tú, Cristina, le harás,
                 si te ajustas a mi intento.
CRISTINA:            Yo me ajusto al de Quiñones.
QUIÑONES:        Pues yo no me ajusto al tuyo. 
CRISTINA:        ¿Tú, para no ser mi cuyo,
                 hallas razón?
QUIÑONES:                        Y razones.
CRISTINA:            Ocaña, si me deseas,
                 vesme aquí.
OCAÑA:                       No es mi linaje
                 tal, que lo que arroja un paje 
                 escoja yo, ni tal creas.
TORRENTE:            A no estar temiendo aquí
                 la penca de algún verdugo,
                 ese arrojado mendrugo
                 le tomara para mí. 
CRISTINA:            ¡Malos años y mal mes!
TORRENTE:        Acordársete debía,
                 facinorosa arpía,
                 del pañuelo y entremés.
MARCELA:             Con licencia de mi hermano 
                 y de mi primo, yo quiero
                 sentenciar al escudero
                 y al gran embustero indiano.
                     Trocará la mano el juego
                 a cuyas leyes me arrimo: 
                 quedarse ha en casa mi primo,
                 y él se salga della luego.
                     Lleve su vergüenza a cuestas,
                 que es la venganza mayor
                 que puede tomar Amor 
                 de invenciones como aquéstas.
                     A Muñoz le doy la pena
                 que da el arrepentimiento
                 y el destierro.
MUÑOZ:                           Yo bien siento
                 ser ángel el que condena. 
                     Mi alma no se alboroza
                 con sentencia que es tan pía,
                 pues ve que yo merecía
                 azotes, si no coroza.
OCAÑA:               Bien haya la lacayuna 
                 humilde y valiente raza,
                 pues que traiciones no traza
                 para subir su fortuna.
                     Junto a la caballeriza,
                 y al olor de su caballo, 
                 con sus bríndez, siento y hallo
                 que sus gustos soleniza.
CRISTINA:            De Quiñones desechada,
                 y de Ocaña no escogida,
                 aún no he de quedar perdida, 
                 porque espero ser ganada.
                     Hace quien se desespera
                 un grandísimo pecado,
                 y es refrán muy bien pensado
                 que tal vendrá que tal quiera. 
DOROTEA:             Yo sola soy sin ventura.
                 Es tan corto el hado mío,
                 que no ha alcanzado mi brío
                 lo que impide la hermosura.
                     Nunca he sido requebrada, 
                 ni sé amor a lo que sabe;
                 mas esto y mucho más cabe
                 en la ventura quebrada.
TORRENTE:            Siento en aqueste desastre
                 sólo el perder a Cristina. 
MUÑOZ:           Camina, Muñoz, camina,
                 pobre, sin bayeta y sastre.


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DOROTEA:             Sin Marcela, don Antonio,
                 se entra amargo el corazón.


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D. SILVESTRE:    Y yo sin dispensación. 


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CRISTINA:        Cristina sin matrimonio.


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CLAVIJO:             Yo seguiré de mi amigo
                 los pasos, medio contento.


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D. FRANCISCO:    Yo alabaré el pensamiento
                 de don Antonio, a quien sigo. 


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MARCELA:             Yo quedaré en mi entereza,
                 no procurando imposibles,
                 sino casos convenibles
                 a nuestra naturaleza.


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OCAÑA:               Esto en este cuento pasa: 
                 los unos por no querer,
                 los otros por no poder,
                 al fin ninguno se casa.
                     Desta verdad conocida
                 pido me den testimonio: 
                 que acaba sin matrimonio
                 la comedia Entretenida.


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FIN DE LA COMEDIA