Juan de Zabaleta
 

 

ERROR IV

Concurrieron a un convite, que hacía un amigo a muchos amigos, Solón y Periandro, dos hombres de muy venerado entendimiento. Empezóse la comida y hablaban todos; solamente Solón era el que callaba. Reparó Periandro, que era opuesto suyo, en aquel silencio y díjole en voz recatada al que estaba a su lado: "Solón calla de entendido o de bobo." Oyólo Solón y dijo, también en voz baja, volviendo un poco el rostro hacia ellos: "Los bobos no callan en los convites." Celébralo y admíralo Juan Estobeo.

DISCURSO

Los convites los inventó la amistad o para empezarse o para rehacerse. En ellos el cariño o se engendra o se alivia. En un banquete llama la amistad a la naturaleza humana a recrearla y entretenerla. Lo menos a que convida es al gusto de los manjares: éste no sirve sino de señuelo. Lo grande a que convoca es al dulcísimo sabor que hallan los hombres en el concurso de los amigos. Aquí van a divertirse los unos a los otros. El alterno decir y el alterno escuchar hace en todos un deleite continuado.

Irse a callar a un convite es una de las mayores frialdades que puede hacer un hombre, porque no sólo priva a los otros del gusto de verse ayudados en la conversación sino que los desanima para que lo digan, porque el que calla parece que se enfada de que los otros hablen y allí se teme mucho el enfadarse unos a otros. Dejar caer la cara sobre el trinchero y no servirse de la boca más que para comer es hacer un remedo muy parecido de una bestia en un pesebre. En los convites hay un plato que, con ningún dinero, lo puede hacer nadie en su casa estando solo, que es el gusto de la bulla festiva. Quien no come de este plato, coma en su casa. Una de las cosas que más nos diferencian de los brutos es convidarnos unos a otros. Los animales sin discurso, en cogiendo la presa, buscan el rincón. Coger un hombre el plato y meterse con él en su silencio es salirse del convite y desmentirse de hombre.

Si la gula es mala, el hablar en los convites es bueno. Que la gula es mala no tiene duda. Luego tampoco la tendrá que es bueno hablar en los convites, pues es contra la gula. Comer y hablar a un mismo tiempo no hay quien lo haga. Oír y comer a un tiempo mismo, lo hace cualquiera. Los que oyen y comen en un convite acaban primero aquella parte que les ha tocado de la vianda que está servida. En viendo que están algunos parados, introducen otro manjar los ministros; entonces les es preciso a los que hablan dejar casi entero el plato que tenían por hacerle lugar al que entra de nuevo: con que el que habla en un convite no sólo está más festivo sino más templado. Al que yo viere en un banquete no hablar y comer, le tendré por glotón; al que viere que ni come ni habla, le tendré por insensato. Yo confieso que se ha reñido más veces por hablar que por callar; pero también conozco que se han empezado más amistades hablando que callando. Muchas veces ha habido disgustos en los convites y muchas, también, han empezado a ser amigos en ellos los que no se conocían. Si el hablar tiene un riesgo, el callar tiene otro. Ninguna cosa hay tan cabal que no tenga alguna parte mala. El silencio, por la mayor parte, es bueno y es malo en alguna parte. La prudencia es quien la perfecciona. El hombre cuerdo ha de ser callado, pero no ha de ser mudo. La lengua es bien que se guarde, pero no que se ate. La moderación en el hablar tiene virtud de silencio. Nada hace superfluo la naturaleza. Si fuera bueno callar siempre, no le hubiera dado al hombre facultad de articular palabras. Vigor tiene de espada la lengua. No siempre la espada ofende. Buena es cuando defiende. No es mala cuando adorna. La lengua cuando ofende es perversa, cuando defiende es precisa y cuando deleita es gala. Culpable está dondequiera el que habla injurias, loable el que habla razones, amable el que dice donaires. A descansar de racionales van los hombres a los convites. Allí es discreción decir boberías blandas; prudencia es allí no tener prudencia. En la lengua está el sentido del gusto. Trampa es conocida en los banquetes recibir el agasajo por la lengua y negar en la lengua el agasajo. Por la lengua se recibe el sabor de los manjares; justo será que la lengua dé a los oídos el gusto de las palabras. Quien se queda con lo que debe siempre comete culpa. Culpa cometerá la lengua que no paga el gusto que debe. En la lengua está el sentido del gusto, pero no en toda la lengua; en un nervio que hay en medio della escondido se limita. En la lengua está la facultad de formar palabras, pero no en la lengua toda; el extremo anterior es el que las articula. En los convites ni ha de ser todo hablar ni todo comer, pero se ha de comer y se ha de hablar, pues ni es toda la lengua para hablar ni toda para comer.

 

 
 

 

ERROR V

Egnacio Metelo, romano, mató a su mujer porque la vio beber vino, y los jueces de aquella República no sólo no le castigaron, pero ni le reprehendieron, aprobando con el silencio la entereza, pareciéndoles que destas dos cosas se formaba un ejemplo provechoso para que ninguna mujer se atreviese a violar las leyes de la templanza. Refiérelo Tertuliano.

DISCURSO

Había ley en Roma para que ninguna mujer bebiese vino. Si una regla está torcida, lo que por ella se hace no sale derecho. Si una ley es mala, lo que por ella se obra sale errado. Mucho más dificultoso es adornar la patria de buenas leyes que dilatar sus términos con las armas, porque lo primero lo hace la razón y lo segundo la osadía. Más valientes debían de ser en aquel tiempo los romanos que entendidos, pues lo que ganaban con las armas lo echaban a perder con las leyes. El hombre sin entendimiento no es hombre, la ley sin razón no es ley. Mandarles a las mujeres que no beban vino o es quitarles el sustento o negarles la medicina. La ley no sólo ha de ser posible sino fácil, porque lo imposible no se puede hacer y lo dificultoso se hace con grande penalidad. Lo muy dificultoso tiene aspereza de imposible y lo imposible a nadie obliga. De tal temperatura puede ser el cuerpo de una mujer que no pueda pasar sin un poco de vino. La ley es una razón que está embebida en la naturaleza. La ley que a la naturaleza se opone no es de buena naturaleza para ley. El tiempo es el que perfecciona el mundo y él tiene derogada esta ley de los romanos. Ley que cuando está el mundo más perfecto no se usa della, sin duda era imperfección para el mundo. Un precepto parecido a esta ley, y aun más general que ella, dio en su Alcorán a los agarenos Mahoma; y siendo todo el Alcorán un montón de desatinos, sobresalió tanto éste que, con toda su barbaridad, le han conocido los sectarios y no le observan. Tiénenle en el libro pero no en el respeto. No hay entre todos ellos quien le guarde si no es el archivo. Todos beben públicamente el vino que se les antoja.

Cuando esta ley de Roma no fuera por la dificultad intolerable, era por el efecto insufrible. Una de las utilidades que produce la ley justa es la paz: ¿cómo podía ser buena ley la que introducía discordia doméstica? Pero doy que la ley fuese buena, ¿cómo podía tener por pena la muerte, siendo tan desiguales la pena y el delito? Y doy que fuese la vida el precio con que se pagaba su quebrantamiento, ¿quién hizo a este hombre ejecutor desta ley? Esto toca a los jueces; en los que no lo son, es delito distribuir las penas que las leyes imponen. No sólo no le era a él dada esta facultad, pero ni le podía ser dada. A nadie se le puede cometer que se dé la muerte a sí mismo ni a nadie se le puede mandar que ejecute en su esposa pena de muerte. El marido y la mujer componen un cuerpo. Cometer a un marido que mate a su mujer valdría tanto como mandarle que él a si mismo se quitase la vida. El matrimonio pudo hacer de dos uno: de uno no pueden hacer dos las leyes. La mujer convencida jurídicamente de adúltera pierde las prerrogativas de esposa; por esto ponen las leyes el cuchillo en las manos al marido. La que no cometió adulterio, esposa se queda. La que es esposa es una misma cosa con su marido. A nadie se le comete el castigo de su misma culpa ni a nadie el castigo de los delitos de su esposa, porque fuera hacerle juez de sí mismo. De suerte que Egnacio Metelo ni era ni podía ser juez de aquella causa, con que cometió un homicidio enormemente grave y malicioso. Pero cuando lo pudiera ser, y lo fuera, quedaran las leyes muy gustosas de que no las hubiera obedecido, habiendo tantas razones de buena atención para no obedecerlas. Dura y tremenda cosa es que el marido, por quien dejó una mujer a sus padres, que fueron en lo natural los autores de su vida, se la quite a ella. Fiera cosa es que el hombre, a quien una mujer se ha acogido y escogió por amparo y defensa, no sólo no la defienda y ampare sino que la dé la muerte. Es la mujer rama del árbol que forman marido y mujer para dar al mundo el fruto de los hijos. Mucho debe amar el árbol a la rama que le ayuda a llevar tan dulce fruto. En un casamiento emparientan dos linajes y se obliga al abrigo y tutela el uno del otro. ¿Con qué ánimo el marido, que está presidiado contra los accidentes de la humanidad en la parentela de una mujer, puede ofender la vida de aquella mujer a quien debe este presidio?

Es la mujer el sol de una familia. Ella la vivifica, ella la adorna, ella la ilustra. El sol dice que tiene una mancha; no será mucho que una mujer tenga una tacha. Loco y desagradecido sería quien por un defecto dejase de estimar al sol en mucho. Loco y desagradecido y aun más que desagradecido y loco sería quien, por un defecto, se volviese contra aquella vida a quien debe tantos beneficios.

Metelo erró contra innumerables razones; pero fue error dichoso, pues hubo otro error que le amparase. Llegó a los oídos de los jueces el caso, confiriéronle entre sí, parecióles celo de la observancia de las leyes y, aunque era celo mal ordenado, no sólo le dejaron sin castigo, pero ni le prendieron ni le reprehendieron. Con la omisión le dieron por libre y con el silencio le alabaron.

Los jueces no pudieron perdonar los delitos porque son ministros de voluntad ajena. Sirven a la suma razón; ella quiere que se castiguen; ¿cómo los pueden perdonar ellos? Sólo Dios puede y el príncipe en su nombre porque, cuando hizo la ley, no se quitó la potestad de alterar la ley. Esta licencia no la tienen los jueces que están pendiendo de aquella voluntad. Que este hombre cometió delito no tiene duda porque obró como juez, no siéndolo, y cuando lo fuera, excedió, porque aquel delito no era digno de muerte.

Si el arrebatamiento pareció generoso, ¿cómo sabían los jueces que fue en favor de la ley el arrebatamiento? ¿Tan pocas enemistades hay entre los maridos y las mujeres que no se podía presumir que aquellas heridas las dio la enemistad y no el amor de la justicia? Si este hombre tuviera amor a su mujer, aunque la viera delinquir y tuviera facultad para quitarle la vida, no se la quitara. El amante no ve los defectos del sujeto. Todo en él le parece donaire, todo le parece gracia. El amor a sofisterías hace las imperfecciones hermosas. No hay abogado que tan bien desparezca las culpas. No hay retórica que dé tan buen color a los errores. Si la aborrecía no le hacía falta la razón para matarla. El odio bastantemente incita. No ha menester el aborrecido para padecer, para morir, más culpa que su desgracia. La enemistad de las perfecciones hace delitos. Si la discordia no es nueva ni extraordinaria entre los casados, ¿cómo estos jueces no pensaron que podía ser causada aquella atrocidad de la discordia? Las más cosas desta vida no son lo que parecen. No pudo dejar de ser ignorancia dar por bueno aquel hecho, por sola la apariencia.

Todas estas razones atropellaron, por hacer un ejemplo terrible, para que ninguna mujer se atreviese a violar las leyes de la templanza. El ejemplo ya lo hicieron; pero también hicieron una consecuencia para que cualquier marido que estuviera mal con su mujer la pudiese matar sin el riesgo del castigo. Con fingirla delincuente, se ponía el homicida en salvo. El fruto que prometía el ejemplo era que las mujeres no bebiesen vino, no siendo el beberlo culpa o siendo culpa leve. El efecto que se podía temer de la consecuencia era que los maridos que estuviesen cansados de sus mujeres se valiesen de un título virtuoso para matarlas. Pues entre este ejemplo y esta consecuencia, ¡cuánto mejor era dejar un ejemplo, que importaba poco, que hacer una consecuencia que amenazaba mucho! Un comediante más fácilmente imita la persona de un hombre vulgar que la de un príncipe, porque está más cerca de su naturaleza. Los mortales mejor imitamos lo malo que lo bueno, por que es más conforme a la condición humana. ¿No podían estos jueces dudar que antes se seguiría la consecuencia por mala que el ejemplo por bueno? Con que parece que queda averiguado que, en el caso presente, la ley fue inadvertida, la muerte injusta el juicio errado, el ejemplo inútil y la consecuencia perniciosa.

 

 

 

 

 

 

ERROR VIII

En tiempo de Dionisio Siracusano hubo una mujer llamada Erina, natural de una isla cuyo nombre es Telos. Ésta era muy inclinada a los estudios y muy entregada a la poesía. No hacía otra cosa más que versos. Escribió un poema y muchos epigramas. En esto gastó su vida. Celébrala Propercio y acuérdala Ravisio Textor.

DISCURSO

No sé qué me diga de la poesía. Llamarla locura parece engaño, porque no se puede obrar sin grande entendimiento. Llamarla cordura es error conocido, porque hace a los hombres inútiles y desatentos. Trabajar mucho en no hacer nada, es desatino patente. Este desatino hacen los poetas, ¿cómo tendré ánimo para llamarlos cuerdos? Que grandes versos no se pueden hacer sin entendimiento grande es verdad infalible, y tan infalible verdad que los malos no se pueden hacer sin tenerle bueno. La prueba es fácil. Oigan en prosa a los malos poetas y los oirán hablar con muy buena razón. Pues si para ser poeta sin nombre es menester entendimiento más que ordinario, ¿qué entendimiento será menester para ser buen poeta?

No fuera tan culpable la poesía si se hiciera como se lee. Léese por ociosidad y ella no se hace sin grande ocupación. Quien no quiere hacer nada, lee un soneto; quien se determina a molerse, le hace. Entre cuantas obras hay del entendimiento, ninguna se apodera con tanta crueldad del hombre. Tanto es lo que se trabaja en esto que revienta de fatiga la humana capacidad y se sale de sí misma. En nada se echa tanto de ver que el escribir versos es locura como en esto, pues los hacen los hombres estando fuera de sí.

Que es mayor el trabajo de la poesía es tan indubitable que, si a alguno de los hombres doctos en teología o en la jurisprudencia, que hacen versos con mucha destreza y mucha gracia (que hay entre ellos muchos que los hacen), le dijesen a un mismo tiempo que respondiese por escrito a una duda gravísima de su facultad y que escribiese unas décimas a unas manos blancas, trabajaría mucho menos en responder a la duda, siendo obra loable, que en escribir las décimas, siendo obra vacía. Dichosos ellos, pues no hacen las décimas, sabiendo hacerlas, y desdichados de los versos, pues sabiendo ellos hacerlos, no los hacen.

No sé cómo no hay quien se avergüence de escribir versos, viendo que, si lo que dicen en ellos lo dijera hablando en prosa, le tuvieran todos por loco. La naturaleza siempre está opuesta a lo malo, nunca lo aplaude; si el antojo lo sigue, es sabiendo que yerra. La naturaleza está opuesta a la poesía. Vese claramente en que, para preguntar un hombre a un poeta si escribe algo, sin poder más consigo, se lo pregunta sonriéndose, como burlándose de lo que pregunta.

¡Oh, si yo fuera tan bien afortunado que, a la juventud de España, principalmente a la que está en las universidades, pudiera persuadir a que no se ocupase en ocio tan moledor y en tan desaprovechada fatiga! Que si yo fuera tan bien afortunado que se lo persuadiera de aquellos entendimientos que trabajan en hacer locuras, entregados del todo a lo útil en que allí se trabaja, sacara España gloriosas conveniencias.

No hay, en fin, sustancia en la poesía; nada de cuanto dice importa nada. Como música deleita, como ignorancia ofende. Las cadencias hacen gusto, las palabras hacen enfado. La necesidad de los números y de las consonancias obliga a introducir muchas voces o sobradas o forzadas o impropias. El oficio de la poesía es fingir lo que es o figurar lo que es, de tal manera que quede en otra especie. La mentira, de mentira a fuera, es nada. Nada es la poesía en apartándola de los números. Algunas veces quiere ser algo y, entonces, es algo malo, es sátira o lisonja. La sátira es murmuración y toda murmuración es vileza. Son los poetas satíricos unos testigos falsos que, donde no hay delito, lo ponen, y donde hay delito, ponen más delito. ¡Infame defecto! La lisonja es tan dañosa que hace de los entendidos bobos y de los bobos locos. El entendido, a quien alaban de lo que no tiene, bien sabe él que no tiene aquella perfección de que le alaben, pero se emboba de suerte con la dulzura del sonido que se alegra de que le alaben, como si la tuviera. El bobo, a quien la lisonja ensalza, cree cuanto le dice la lisonja y vuélvese loco. De manera que la poesía, si no alaba o vitupera, no es nada, y si alaba o vitupera, es perniciosa.

Juntemos, pues, ahora las propiedades de la poesía con los defectos y propensiones de una mujer y veremos lo que resulta. Miedo me da pensarlo. En la poesía no hay sustancia, en el entendimiento de una mujer tampoco: muy buena junta harán entendimiento de mujer y poesía. La necesidad de las proporciones obliga a poner en la poesía muchas palabras o impropias o forzadas o sobradas. La mujer, por su naturaleza, no sabe poner nada en su lugar; mírense cuál estarán sus palabras en las dificultades de la poesía. El oficio de la poesía es fingir, el ansia de la mujer es maquinar; darle por obligación la inclinación es acabar de echarla a perder. Cuando la poesía es sátira, es murmuración, es chisme. La mujer naturalmente es chismosa; si la añaden la vena de poeta, no parará de hacer sátiras con que ande chismando al mundo las faltas ajenas. Cuando la poesía es lisonja, es estrago de los entendimientos. Lisonja en labios de mujer hace más daño que lisonja; porque de un hombre se puede presumir que inventa las perfecciones que pinta, pero de una mujer, como es menor su capacidad, se piensa que pinta las perfecciones que halla. De donde se colige que, si la lisonja ordinaria hace de los entendidos bobos, y de los bobos locos, ésta hace locos de entrambos, porque entrambos la creen muy aprisa. De suerte que la mujer que es poeta jamás hace nada, porque deja de hacer lo que tiene obligación, y lo que hace, que son versos, no es nada. Habla más de lo que había de hablar, y con más defectos y superfluidades. Añade otra locura a su locura. De día y de noche está maquinando disparates que, sobre los que ella había de maquinar, hacen desatinadísimo tropel de quimeras. Si alguien la ofende, no cesa de hacerle sátiras. Si ha menester a alguien, le enloquece o le emboba a lisonjas. Esto hace una mujer que hace versos: ¡buena debe de andar su casa! Mas, ¿cómo ha de andar casa donde, en lugar de agujas, hay plumas y en lugar de almohadillas, cartapacios? Yo apostaré que una mujer déstas, las sábanas que rompe de noche buscando, a vuelcos, los conceptos, no las remienda de día por escribir los conceptos que buscó entre las sábanas y leérselos a sus conocidos. También apostaré que, si estando escribiendo ve que se le cae un hijo en la lumbre, por no levantar la pluma del papel, le socorre tarde o no le socorre. ¡Fuego de Dios en ella!

La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantos forman la naturaleza, porque no hay animal de tantas tachas que no sea bueno para algo, sola ella no es buena para cosa desta vida. Esto asentado, veamos ahora, por qué alaban a Erina, Propercio y Rabisio. Claro está que porque hacía versos. Por lo que ellos la alaban, si me fuera licito, la quemara yo viva. A1 que celebra a una mujer por poeta, Dios se la dé por mujer, para que conozca lo que celebra.