Stefan Zweig Una
partida de ajedrez A bordo del transatlántico que a
medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la habitual acucia y el
ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y se abrían paso a codazos
los allegados que acompañaban a los viajeros; los mensajeros de telégrafos,
con las gorras terciadas, recorrían los salones como flechas, gritando tal o
cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores; por las escaleras
subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto que la orquesta
tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show. Un
poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el
puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos
de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y
fotografiado, al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró
hacia aquel lado y sonrió: - Llevan ustedes un tipo raro a
bordo, a ese Czentovic. Debo haber revelado con un gesto harta
ignorancia ante esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa
de explicación: - Mirko Czentovic es el campeón mundial
de ajedrez. Acaba de recorrer los Estados Unidos, de este a oeste,
interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la Argentina, en procura de
nuevos triunfos. Entonces recordé efectivamente el
nombre del joven campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera
meteórica; mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en
condiciones de completarlos con toda una serie de anécdotas. Aproximadamente un año atrás, Czentovic
se había colocado de repente a la altura de los más expertos maestros
consagrados del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower,
Lasker, Bogoljubow; desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922
del niño prodigio de siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de
un jugador absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado
una sensación tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no
parecían augurarle una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el
secreto y difundirse la noticia de que el flamante maestro del ajedrez era
incapaz, en su vida privada, de escribir una frase sin faltas de ortografía, en
el idioma en que fuese, y, según el decir burlón y rencoroso de uno de sus
colegas, "su ignorancia era en todas las materias igualmente
universal". Era hijo de un paupérrimo remero del Danubio del mediodía
eslavo, cuya barca fue echada a pique una noche por una lancha a vapor
cargada de cereales. El entonces niño de doce años fue recogido a la muerte
de su padre en un acto de piedad por el párroco del apartado lugar, y el buen
sacerdote se esforzó honradamente para compensar a fuerza de paciencia lo que
el niño, avaro de palabras, apático y de ancha frente, no era capaz de
aprender en la escuela de la aldea. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos.
Mirko siempre miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le
habían explicado cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de
fuerza retentiva aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad
de catorce años tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer
algún cálculo, y la lectura de un libro o del diario significaba aún para el
mozo mayorcito un esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía
tildarse a Mirko de reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le
encomendaba, iba a buscar agua, hachaba leña, ayudaba en las faenas del
campo, ponía en orden la cocina y cumplía puntualmente, aunque con una
lentitud desesperante, todo servicio que se le pedía. El rasgo del terco
muchacho que más exasperaba al cura era su indiferencia absoluta y total. No
hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no
jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento. En
cuanto Mirko había terminado con los quehaceres de la casa, se quedaba
sentado, impasible, con la mirada vacía como la de los borregos en el campo
de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés en las cosas que ocurrían a
su derredor. Al anochecer, cuando el párroco, fumando su larga pipa de
campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el sargento
de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía sentado junto a él, mudo,
mirando bajo los pesados párpados el tablero a cuadros, al parecer soñoliento
e indiferente. Una tarde de invierno, mientras los
contrincantes estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle
pueblerina, más cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la
gorra espolvoreada de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre
estaba agonizando y rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de
impartirle la extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de
despedida, el sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de
beber su vaso de cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo
sus pesadas botas de montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija
e inconmovible sobre el tablero, donde habían quedado las piezas de la
partida inconclusa. - ¡Ea!,
¿quieres terminarla? - bromeó,
absolutamente. convencido de que el amodorrado niño no sabría mover
debidamente ni una sola pieza sobre el tablero. Pero el muchacho levantó
tímido la cabeza, la inclinó luego y ocupó el asiento del cura. Al cabo de
catorce jugadas, el sargento quedó vencido y hubo de reconocer, además, que
su derrota no era debida a un movimiento descuidado o negligente. Una segunda
partida terminó de idéntica manera. - ¡Burra
de Balaam! - exclamó sorprendido el cura cuando a su regreso el sargento le
refirió la novedad -. Hace cinco mil años - explicó al sargento, menos
versado en el texto bíblico - se había producido un milagro similar, cuando
un ser mudo halló de pronto el lenguaje de la sabiduría. A pesar de la hora avanzada, el bueno
del cura no pudo menos de retar a su casi analfabeto fámulo a un duelo. Y he
aquí que Mirko le venció a él también con toda facilidad. Jugaba de un modo
tenaz, lento, inconmovible, sin levantar una sola vez la ancha frente
inclinada sobre el tablero. Pero jugaba con imperturbable seguridad; en los
días siguientes, ni el gendarme ni el cura fueron capaces de ganarle una sola
partida. El sacerdote, que estaba en mejores condiciones que cualquier otro
para juzgar del retraso de su pupilo en todos los demás aspectos, quiso
cerciorarse por último hasta qué punto ese singular talento exclusivo
resistiría una prueba más rigurosa. Mandó a Mirko al peluquero del pueblo
para que éste le cortase sus desgreñados cabellos de color pajizo, a fin de
dejarle un tanto más presentable, y luego le llevó en su trineo a la pequeña
villa vecina, donde en el café de la plaza mayor había un grupo de jugadores
de ajedrez más empedernidos que él, y a los que, a pesar de varias
tentativas, jamás había podido vencer. No fue menudo el asombro de la
tertulia local, cuando a empellones, el cura hizo pasar a un niño como de
quince años, rubio y de mejillas coloradas, enfundado en una piel de cordero
vuelta al revés y que calzaba pesadas botas altas. El niño se quedó
avergonzado y perplejo en un rincón, sin levantar la mirada hasta que se le
llamó a una de las mesas de ajedrez. Mirko, que en casa del cura nunca había
visto la llamada defensa siciliana, quedó derrotado en la primera partida. La
segunda se la disputó el mejor jugador de aquel circulo, y empataron. De
entonces en adelante, Mirko ganó todas las partidas, una tras otra. Ahora bien, en una pequeña ciudad de
provincia yugoslava rarísimas veces ocurren sucesos emocionantes, por cuya
causa aquella primera aparición de ese campeón labriego se convirtió para los
notables reunidos en un suceso cabal. Se decidió por unanimidad que el niño
prodigio quedase, a todo trance, en la ciudad, por lo menos hasta el día
siguiente, a fin de que se pudiera congregar a los demás integrantes del
círculo de ajedrez, y, sobre todo, informar en su castillo al anciano conde
Simiczic, un ajedrecista fanático. El cura, que miraba a su pupilo con un orgullo
muy flamante, no quiso, sin embargo, descuidar su obligado oficio dominical,
a pesar de la alegría de descubridor que le embargaba, y se declaró dispuesto
a dejar a Mirko para que fuese sometido a una nueva prueba. El joven
Czentovic fue alojado por cuenta del círculo de ajedrez en el hotel de la
villa, donde aquella noche vio por primera vez en su vida un cuarto de baño.
A la tarde del domingo siguiente, el salón del café estaba repleto de gente.
Mirko, sentado durante cuatro horas, inmóvil, frente al tablero de ajedrez,
venció uno tras otro a los jugadores, sin decir una sola palabra y sin
levantar siquiera una vez la cabeza. Por último, alguien propuso que se
jugasen unas partidas simultáneas. Se necesitaba un largo rato para hacer
comprender al ignorante que en una sesión de simultáneas él solo debía jugar
a un mismo tiempo contra varios adversarios. Pero en cuanto Mirko se dio
cuenta de lo que se trataba, se adaptó inmediatamente a la tarea, y pasando
lentamente con sus pesadas botas, de una mesa a la otra, terminó ganando
siete de las ocho partidas. Acto seguido se originaron grandes
deliberaciones. Aun cuando, en un sentido más estricto, el nuevo campeón no
era hijo de la ciudad, el orgullo local se había inflamado. Acaso la pequeña
ciudad, de cuya existencia difícilmente se había tomado nota hasta ese
entonces, estaba en vísperas de alcanzar el honor de que uno de sus hijos
recorriese el mundo hecho un hombre famoso. Un agente apellidado Koller, el
mismo que de ordinario se limitaba a contratar cancionistas para el cabaret
de la guarnición local, se declaró dispuesto - con la sola condición de que
se sufragasen los gastos de pensión por espacio de un año - a cuidar de que
el mozo fuese perfeccionado profesionalmente en el arte del ajedrez por un excelente
maestro de su conocimiento, radicado en Viena. El conde Simiczic, que en
sesenta años de cotidianas partidas de ajedrez jamás se había enfrentado con
un contrincante tan extraordinario, se comprometió en el acto a pagar la suma
necesaria. Ese día se inició, pues, la asombrosa carrera del hijo del remero.
Al cabo de medio año, Mirko dominaba
todos los secretos de la técnica ajedrecística, pero, a decir verdad, con una
extraña particularidad, que más tarde fue objeto de atenta observación y numerosas
bromas por parte de los entendidos en la materia. Ha de saberse que Czentovic
nunca logró jugar una sola partida de memoria, o, por emplear el término
técnico, a ciegas. Carecía en absoluto de la facultad de proyectar el tablero
de ajedrez sobre el campo ilimitado de la fantasía. Necesitaba tener a la
vista siempre el tablero, palpablemente, con sus sesenta y cuatro escaques
blancos y negros y las treinta y dos piezas; aun en la época de su fama
mundial llevaba constantemente consigo un pequeño tablero plegable, de
bolsillo, para reproducir ante sus ojos las distintas posiciones, cuando se
trataba de reconstruir para él una partida de campeón y de resolver algún
problema. Ese defecto, insignificante de por sí, revelaba una ausencia de
fuerza imaginativa que se discutía en los círculos respectivos con el mismo
apasionamiento que los músicos revelarían, por supuesto, en el caso de un
virtuoso o director de orquesta sobresaliente, que fuese incapaz de
interpretar o dirigir una obra sin tener la partitura correspondiente a la
vista. Mas aquella rara peculiaridad de Mirko no retardó en absoluto su
estupenda carrera. A los diecisiete años ya había ganado una docena de
premios de ajedrez; a los dieciocho, el campeonato húngaro, y a los veinte,
por fin, el campeonato mundial. Los campeones más atrevidos, cada uno de los
cuales le superaba infinitamente en dotes intelectuales, en fantasía y
audacia, sucumbían a su lógica fría y tenaz, igual que Napoleón al pesado
Kutuzow, o Aníbal a Fabio Cunctator, quien, al decir de Livio, también había
demostrado en su juventud esos rasgos llamativos de pachorra e imbecilidad.
Fue así como se introdujo en la ilustre galería de los campeones de ajedrez -
que reúne en sus filas los más distintos tipos de superioridad intelectual:
filósofos, matemáticos, naturalezas calculadoras, imaginativas y a menudo
creadoras - el primer personaje absolutamente ajeno al mundo espiritual, un
mozo aldeano, pesado, silencioso, a quien ni aun el periodista más avezado
lograba arrancar una sola palabra que hubiera podido dar pábulo a la
publicidad. Es verdad que los dichos agudos que la cortedad de espíritu de
Czentovic escatimó, pronto quedaron sustituidos con creces por anécdotas
relativas a su persona. Porque en el instante en que Mirko se levantaba de la
mesa de ajedrez, donde era maestro sin igual, se transformaba
irremisiblemente en una figura grotesca, poco menos que cómica; pese a su
solemne traje negro, su pomposa corbata y el alfiler con una perla algo
llamativa y sus uñas trabajosamente lustradas, seguía siendo por sus modales
el mismo torpe campesino que en la aldea había fregado la habitación del
cura. Su modo desmañado y casi desvergonzado de convertir su talento y su
fama en dinero, satisfaciendo una codicia mezquina y hasta ordinaria a veces,
ora divertía, ora indignaba a sus colegas. Viajaba de ciudad en ciudad,
hospedándose siempre en los hoteles más económicos; jugaba en los clubs más
míseros, con tal que se le pagasen sus honorarios; se dejaba retratar para
servir de propaganda a una marca de jabón, y, sin importarle la burla de sus
competidores, quienes sabían exactamente que no era capaz de escribir tres
frases en forma correcta, incluso vendió su nombre para una "Filosofía
del ajedrez" que en realidad había escrito un insignificante estudiante
galitziano para un editor poco escrupuloso. Como todas las naturalezas
tenaces, carecía en absoluto del sentido del ridículo; desde que había
logrado el triunfo en el torneo mundial, se consideraba el personaje más
importante de la tierra, y la noción de haber vencido con sus propias armas a
todos aquellos que hablaban y escribían tan brillante y espiritualmente, así
como, sobre todo, el hecho palpable de ganar más que ellos, transformó su
primitiva inseguridad en una arrogancia fría y, por lo general, torpemente
manifiesta. - Pero, ¿cómo
no había de engreír tan repentina gloria a una cabeza huera? - concluyó mi
compañero, que acababa precisamente de relatarme algunas muestras palmarias
de la infantil prepotencia de Czentovic -. El vértigo de la vanidad ¿cómo
no iba a hacer presa en el campesino del Banato, quien, con sus veintiún
años, de pronto, moviendo los trebejos sobre un tablero de madera, ganaba más
en una semana que, allá lejos, todo su pueblo en un año, derribando árboles y
realizando las faenas más duras y pesadas? Y luego, ¿no
es asombrosamente fácil considerarse un gran hombre, cuando uno vive libre de
la más remota idea de que alguna vez hayan existido un Rembradt, un
Beethoven, un Dante, un Napoleón? En el cerebro tapiado de ese mozo cabe una
sola cosa y es que desde hace meses no ha perdido ninguna partida de ajedrez,
y puesto que no sospecha que aparte del ajedrez y del dinero existen otros
valores en el mundo, le sobran razones para sentirse encantado de sí mismo. Estas noticias de mi amigo no podían
menos de despertar mi más viva curiosidad. Todas las especies de
monomaníacos, exclaustrados en una sola idea, me han interesado desde un
principio, pues cuanto más se limita un individuo, tanto más cerca se halla,
por otra parte, del infinito; dado que esos seres aparentemente distantes del
mundo, se construyen, cada cual en su materia y a la manera de los térmites,
una extraña síntesis del mundo, absolutamente sin igual. No disimulé, pues,
mi propósito de estudiar más de cerca, durante los doce días de viaje hasta
Río, aquel espécimen singular de la unilateralidad. Pero mi amigo me previno: - Será usted poco afortunado en este
caso. Que yo sepa, nadie ha logrado hasta ahora entresacarle a Czentovic un
mínimo de material psicológico. Detrás de toda su abismal limitación de
alcances, oculta ese campesino ducho la gran astucia de no ponerse nunca en
evidencia, lo cual consigue mediante la sencilla técnica de evitar toda
conversación que no sea con compatriotas de su ambiente, cuya compañía busca
en fondines modestos. Cuando advierte una persona culta, se encierra en su
concha de caracol. He aquí por qué nadie puede vanagloriarse de haberle oído
decir una necedad o de haber medido la profundidad, que se dice ilimitada, de
su ignorancia. Mi compañero, en efecto, estaba en lo
cierto. Durante los tres primeros días del viaje resultó absolutamente
imposible acercarse a Czentovic sin recurrir a la indiscreción grosera que,
al fin y al cabo, no es característica mía. Es verdad que a veces se paseaba
por la cubierta, pero siempre lo hacía con las manos sobre la espalda, en la
actitud orgullosamente ensimismada del Napoleón del famoso retrato; sus
vueltas peripatéticas por la cubierta eran, además, tan rápidas e
imprevistas, que para alcanzarle uno habría tenido que correr en pos de él.
En cambio, nunca se dejó ver en los salones, el bar, la sala de fumar. Según
supe por el camarero, a raíz de una conversación íntima, pasaba la mayor
parte del día en su camarote, ensayando o reconstruyendo partidas de ajedrez
sobre un tablero enorme. Al cabo de tres días empezó a
fastidiarme realmente el hecho de que su técnica defensiva fuese más hábil
que mi voluntad de acercarme a él. En mí vida había tenido oportunidad hasta
entonces de trabar conocimiento personal con un campeón de ajedrez, y cuanto
más me esforzaba en esa ocasión por concebir tal tipo de hombre, tanto más
inconcebible se me antojaba una actividad mental que durante una vida entera
gira exclusivamente en torno a un tablero de sesenta y cuatro casillas negras
y blancas. Conocía, huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción
misteriosa del "juego de reyes", el único entre todos los ideados
por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga
sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente
dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual. ¿Pero
no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de
juego al ajedrez? ¿No es también una
ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como
el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos
los contrastes: antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición,
y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el
espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones;
desarrollándose de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce
a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una
arquitectura sin sustancia, y, no obstante, evidentemente más duradero en su
existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio
de todos los pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la
tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma? ¿Dónde
empieza, dónde termina? Cualquier niño puede aprender sus primeras reglas,
cualquier chapucero puede ensayarse en él; y, sin embargo, llega a producir,
dentro de ese cuadrado de invariable estrechez, una especie peculiar de
maestros que no tienen comparación con los de ninguna otra, hombres con un
talento exclusivo para el ajedrez, genios específicos, en quienes la visión,
la paciencia y la técnica obran en una conjunción de igual modo determinada
que en los matemáticos, escritores y músicos, aunque, eso sí, con distinta
función y armonía. En tiempos pasados, de pasión fisionómica, tal vez un Gall
hubiera realizado la disección de los cerebros de tales campeones, para
averiguar si en la masa gris de esos genios del ajedrez se halla más
intensamente marcada que en otras cabezas una sinuosidad determinada, una
especie de músculo del ajedrez, una protuberancia ajedrecística. Cuánto más
hubiera entusiasmado a semejante frenólogo el caso de un Czentovic, en que
ese genio específico aparece incrustado en una desidia intelectual absoluta,
como una sola veta de oro en una tonelada de roca. Siempre he comprendido, en
principio, que un juego tan impar y tan genial debía producir sus maestros
específicos, pero cuán difícil y aun imposible resulta imaginarse la vida de
un hombre intelectualmente activo, para quien el mundo se reduce de un modo
exclusivo a la estrecha vía entre blanco y negro, que busca los triunfos de
su existencia en un nuevo ir y venir, adelantar y retrotraer de treinta y dos
figuras; la vida de un individuo para quien el abrir el juego con un caballo
en vez de hacerlo con un peón ya significa una hazaña y un miserable
rinconcito de inmortalidad en dos líneas de un tratado de ajedrez; de un
hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en el transcurso
de diez, de veinte, de treinta y aun de cuarenta años, una y otra vez, toda
la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de madera
sobre un tablero de madera. Y entonces, por primera vez, uno de
esos genios raros o uno de esos locos enigmáticos se hallaba muy cerca de mí,
en el espacio, en el mismo barco, cinco camarotes por medio; y yo, desdichado
de mí, en quien la curiosidad en materia espiritual siempre termina por tomar
la forma de una especie de pasión, ¿no
seria capaz de allegarme a él? Comencé a pensar en los ardides más absurdos:
ora pensaba en despertar su vanidad, simulando una pretendida entrevista para
un diario importante, ora quería hacerle caer en las redes de la codicia y
proponerle un torneo lucrativo en Escocia. Pero finalmente recordé que la
técnica más eficaz de los cazadores para atraer al gallo montés consiste en
imitar su grito de celo, y, en efecto, ¿qué
otra cosa ofrecía mayores probabilidades de merecer la atención de un campeón
de ajedrez que un par de personas entregadas a ese juego? Ahora bien, en ningún momento de mi
vida he sido un cabal artista del ajedrez, y ello por la simple razón de que
jamás le atribuía importancia y sólo le dedicaba una que otra vez un corto
tiempo para distraerme. Cuando me coloco por una hora frente al tablero, de
ningún modo lo hago para esforzarme sino, al contrario, para descansar del
esfuerzo intelectual. "Juego" al ajedrez en el sentido más acabado
de la palabra, mientras los demás, los auténticos jugadores, "serian"
al ajedrez, para introducir una nueva palabra atrevida en el idioma alemán
que Hitler me ha vedado. Pues bien, el ajedrez, lo mismo que el
amor, requiere indefectiblemente un compañero, y en aquel instante aún no
sabía si, además de nosotros, había otros aficionados a bordo. Para sacarlos
con halagos de sus cuevas, armé una trampa primitiva en el salón de fumar,
sentándome con mi esposa, a modo de reclamo, frente a un tablero, a pesar de
que ella es menos experta aún que yo en ese juego. Y, en efecto, no habíamos
realizado todavía seis jugadas, cuando ya alguien se detuvo al pasar y otro
más pidió permiso para vernos jugar; por último apareció también el deseado
compañero que me propuso una partida. Llamábase McConnor y era un ingeniero
de minas escocés que, según me enteré, había ganado una gran fortuna
perforando el suelo de California en busca de petróleo. Físicamente era un
hombre fornido, con recias mandíbulas casi cuadradas y duras, dientes fuertes
y una tez sanguínea, cuyo pronunciado tono rojizo se debía, seguramente,
cuando menos en parte, a abundantes libaciones de whisky. Por desgracia
manifestábase también, durante el juego, que los hombros excepcionalmente
anchos correspondían a un ímpetu casi atlético que formaba parte del carácter
del tal míster McConnor, un individuo de esa clase de triunfadores seguros de
sí mismos, que consideran hasta la derrota en el juego más baladí como una
afrenta a su propio concepto personal. Acostumbrado a imponerse sin
contemplaciones en la vida, mimado por éxitos reales, ese macizo self
made-man estaba inconmoviblemente persuadido de su superioridad, a tal
punto que cualquier resistencia le excitaba como una sublevación
inconveniente, casi como una ofensa. Cuando perdió la primera partida,
volvióse gruñón y comenzó a declarar circunstanciada y dictatorialmente que
ella sólo podía ser consecuencia de un descuido momentáneo. Al sufrir el
tercer revés, culpó al ruido que llegaba desde el salón vecino; y no perdió
una sola partida sin exigir inmediatamente el desquite. Al comienzo me
divirtió ese encarnizamiento ambicioso, pero luego ya sólo lo acepté como
inevitable fenómeno secundario, al que hube de conformarme en aras de mi
verdadero propósito: el de atraer a nuestra mesa al campeón mundial. Al tercer día lo logré, o, cuando
menos, lo logré a medias. Ya sea que Czentovic nos había observado a través
del ojo de buey, desde la cubierta de paseo, ya sea que honraba por mera
casualidad al salón de fumar con su presencia, lo cierto es que en cuanto vio
a unos legos entregados a su arte, se acercó instintivamente un paso y
guardando la debida distancia echó una mirada escrutadora sobre nuestro tablero.
En ese momento le tocaba a McConnor mover una pieza. Ese solo movimiento
pareció suficiente para demostrar a Czentovic que nuestros esfuerzos de
aficionados no eran dignos de la ulterior atención de un maestro. Con la
misma naturalidad con que nosotros apartamos, en una librería, una mala
novela policíaca que se nos ofrezca, sin siquiera empezar a hojearla, alejóse
él de nuestra mesa y abandonó el salón de fumar. "Nos probó y nos encontró
demasiado insignificantes", pensé, un tanto disgustado por esa mirada
fría, despectiva, y para abrir, como quien dice, una válvula de escape a mi
mal humor, dije a McConnor: - Su jugada no parece haber
entusiasmado mayormente al maestro. - ¿A
qué maestro? Le expliqué que el caballero que
acababa de pasar a nuestro lado y que había observado nuestro juego con
mirada de desaprobación, era Czentovic, el campeón mundial de ajedrez.
Agregué que ambos sobreviviríamos a su ilustre desprecio y nos conformaríamos
sin sentirnos heridos en el alma, ya que, al fin y al cabo, "los pobres
deben cocinar con agua". Pero ante mi sorpresa, esa comunicación hecha
al desgaire, produjo en McConnor un efecto absolutamente inesperado. Se
excitó en seguida, se olvidó de nuestro juego, y su amor propio empezó, como
quien dice, a latir de una manera audible. No había tenido la menor idea de
que Czentovic se hallase a bordo, y en cuanto lo supo, afirmó que el campeón
debía jugar con él, costase lo que costase. En su vida había jugado contra un
campeón mundial, exceptuando un caso en que junto con otros cuarenta
contrincantes intervino en una sesión de partidas simultáneas. Ya eso había
sido, según él, terriblemente excitante y poco faltó en aquella oportunidad
para que ganara. Me preguntó si conocía personalmente al campeón. Y como le
contestara negativamente, me rogó que le abordase e invitase a nuestra mesa.
Me negué, aduciendo que, según tenía entendido, Czentovic no era accesible a
nuevas relaciones. Además, ¿qué atractivo podía
tener para un campeón mundial el enfrentarse con jugadores de tercer orden
como lo éramos nosotros? Mejor no hubiera empleado esa expresión
de jugadores de tercer orden al dirigirme a un hombre tan soberbio como
McConnor. Se recostó disgustado y declaró con brusquedad que, por su parte no
podía creer que Czentovic rechazaría la cortés invitación de un caballero. El
ya se cuidaría de eso. Respondiendo a su pedido, le esbocé una descripción de
la persona del campeón mundial, y al momento se lanzó, abandonando
indiferente nuestro tablero y con incontenible impaciencia, en pos de
Czentovic, buscándolo por la cubierta de paseo. Noté de nuevo que era
imposible detener al dueño de aquellos hombros tan anchos, en cuanto y tan
pronto había orientado su voluntad hacia un objetivo determinado. Esperé, bastante intrigado. Al cabo de unos
diez minutos, McConnor volvió, de no muy buen talante, al parecer. - ¿Y?
- pregunté. - Tenía usted razón - contestó un si es
no es indignado -. No es lo que se llama un hombre agradable. Me presenté. Le
expliqué quién soy. Ni siquiera me tendió la mano. Traté de explicarle cuán
orgullosos y honrados nos sentiríamos todos sus compañeros de viaje si jugara
unas partidas simultáneas con nosotros. Pero no se inmutó. Sólo dijo que lo
sentía, pero que estaba comprometido por un contrato con su agente, y que ese
contrato le vedaba expresamente jugar durante toda su gira sin cobrar
honorarios. Que su tarifa mínima eran doscientos cincuenta dólares por
partida. Me eché a reír: - Nunca se me hubiera ocurrido pensar
que la tarea de mover unas piezas de ciertos escaques negros a otros blancos
pudiera llegar a constituir un negocio tan lucrativo. Espero que usted se
habrá despedido con la misma cortesía con que se presentó. Pero McConnor permaneció inmutablemente
serio. - Concertamos un encuentro para mañana,
a las tres de la tarde. Aquí, en el salón de fumar. Espero que no nos
dejaremos derrotar tan fácilmente. - ¿Cómo?
¿Usted le concedió los doscientos
cincuenta dólares? - exclamé grandemente sorprendido. - ¿Por
qué no? C'est son métier. Si
sufriera dolor de muelas y hubiese casualmente un dentista entre los
pasajeros, tampoco pretendería que me arrancase la muela a título gratuito.
Al hombre lo asiste toda la razón del mundo cuando fija esos precios; en
todos los oficios, los más entendidos son a la vez los mejores comerciantes.
En cuanto a mí se refiere, cuanto más caro un negocio, tanto mejor. Prefiero
pagar lo que sea antes de admitir que un señor Czentovic me conceda una
merced y yo termine por tener que darle las gracias. Mirándolo bien, ¿cuántas
veces he perdido más de doscientos cincuenta dólares en una tarde en nuestro
club?, y eso sin jugar contra un campeón mundial. Para jugadores de
"tercer orden" no es vergonzoso quedar vencidos por un Czentovic. Observé con cierto placer cuán
profundamente mi inocente calificación de "jugadores de tercer
orden" había herido el amor propio de McConnor. Pero, puesto que estaba
en su ánimo el pagar tan caro su gusto, nada podía objetar contra su orgullo
descarriado, que en última instancia había de facilitarme el conocimiento del
objeto de mi curiosidad. Informamos rápidamente sobre el inminente suceso a
los cuatro o cinco caballeros que hasta entonces habían hecho profesión de fe
de su afición al ajedrez, y a fin de evitar en lo posible que nos molestasen
los demás pasajeros con su ir y venir, mandamos reservar de antemano, no sólo
nuestra mesa, sino también las mesas vecinas. Al día siguiente nuestro grupito se
reunió puntualmente a la hora convenida. El asiento del medio, frente al del
maestro, quedaba, desde luego, destinado a McConnor, quien, para aliviar su
nerviosidad, encendía pesados cigarros, uno tras otro, y miraba a cada rato,
inquieto, el reloj. Pero el campeón mundial - según yo barruntaba después de
las referencias que me había dado mi amigo - nos hizo esperar diez minutos
largos, lo que, por supuesto, dio mayor aplomo a su aparición. Se acercó,
tranquilo y grave, a la mesa. Sin presentarse - "vosotros sabéis quién
soy, y a mí no me interesa saber quiénes sois", parecía significar esa
grosería - inició con sequedad de profesional las disposiciones del caso. En
vista de que por falta de suficientes tableros era imposible llevar a cabo
una sesión de simultáneas, propuso que todos juntos jugásemos contra él.
Después de cada movimiento, se retiraría a otra mesa en el extremo del salón
para no molestar nuestras deliberaciones. Una vez realizadas nuestras jugadas
de réplica, golpearíamos con una cuchara contra una copa, ya que,
lamentablemente, no había una campanilla de mesa a mano. Además propuso que
se fijara un límite máximo de diez minutos para cada jugada, siempre que
nosotros no prefiriéramos otras disposiciones. Huelga decir que aceptamos,
hechos unos estudiantillos cohibidos, todo cuanto nos proponía. En el sorteo
de los colores, le tocaron a Czentovic las piezas negras; hizo, de pie
todavía, su primer movimiento respondiendo a nuestra apertura y se dirigió
inmediatamente al lugar de espera que él mismo había designado y donde,
negligentemente recostado, hojeó una revista ilustrada. Los pormenores del partido ofrecieron
poco interés. Terminó, naturalmente, como tenía que terminar, es decir, con
nuestra derrota absoluta, la cual se produjo ya después del vigesimocuarto
movimiento. El hecho de que un campeón mundial derrotase con toda facilidad a
media docena de jugadores mediocres y aun menos que mediocres, era de por sí
poco sorprendente; lo único que en realidad nos molestaba a todos era el modo
prepotente y demasiado manifiesto con que Czentovic nos hacía sentir la
facilidad con que nos había ganado. Cada vez que llegaba su turno, echaba
sólo una mirada aparentemente fugaz sobre el tablero, midiéndonos con otra
displicente, como si a nuestra vez tampoco hubiéramos sido más que inertes
figuras de madera. Ese gesto impertinente hacía pensar, sin querer, en el
modo con que se tira un hueso a un perro sarnoso, apartando la vista. A mi
ver, hubiera podido llamar nuestra atención con un mínimo de tacto, sobre
algún error y animarnos con una palabra gentil. Pero ese inhumano autómata
ajedrecista no pronunció tampoco una sola sílaba una vez terminada la
partida, sino que esperó, inmóvil, frente a la mesa, luego de darnos el
"mate", por si deseábamos jugar una segunda partida con él.
Indefenso, como siempre se queda uno ante la grosería insensible, por mi
parte ya me había levantado para demostrar con ese movimiento que, concluido
ése que se reducía a un negocio valorado en dólares, daba por terminado
también el placer de nuestra relación, cuando, con gran disgusto mío,
McConnor dijo con voz completamente ronca: - ¡Desquite!
Su tono provocativo me sobresaltó o
poco menos. En ese momento McConnor daba más la impresión de un boxeador a
punto de descargar una lluvia de golpes que de un caballero atento. Ya sea a
causa del tratamiento desagradable que nos había dado Czentovic, o de su amor
propio patológicamente excitable, lo cierto es que los modales de McConnor
habían cambiado totalmente. Su rostro se había vuelto encarnado, las ventanas
de su nariz se dilataban bajo una fuerza interior, transpiró visiblemente y
de sus labios apretados partió una marcada arruga hasta la barbilla que
adelantaba con gesto belicoso. Descubrí con desasosiego, en sus ojos, la
vibración de la pasión indómita que, por lo común, sólo ataca a la gente
frente a la mesa de ruleta cuando a la sexta o séptima jugada, para las
cuales cada vez se ha doblado la puesta, no aparece el color esperado. En ese
instante comprendí que ese fanático jugaría contra Czentovic, aunque le
costara toda su fortuna, que jugaría y volvería a jugar a simple y a doble hasta
ganar siquiera una sola partida. A condición de que no se cansase, Czentovic
había encontrado en McConnor una mina de oro de la que, hasta la llegada a
Buenos Aires, podía extraer unos cuantos miles de dólares. Czentovic no se inmutó. - Acepto contestó cortésmente -. Los
señores jugarán ahora con las piezas negras. Las alternativas del segundo encuentro
no fueron mayormente distintas, salvo que unos cuantos curiosos no sólo
ampliaron nuestro círculo sino que además le prestaban mayor animación.
McConnor miraba el tablero con tal fijeza que daba la impresión de querer
magnetizar las piezas, de impregnarlas de su voluntad a fin de que ganasen.
Era evidente que hubiese sacrificado con gusto hasta mil dólares por el
placer de gritar "¡mate!" al
impasible adversario. Algo de su excitación encarnizada nos contagió de
extraño modo y contra nuestra voluntad. Se discutían los distintos
movimientos con mucha más pasión que antes; a último momento siempre el uno
retenía al otro, antes de ponernos de acuerdo en dar la señal convenida para
que Czentovic volviese a la mesa. Llegábamos poco a poco a la decimoséptima
jugada cuando, ante nuestra propia sorpresa, se produjo una situación que
parecía asombrosamente favorable, ya que habíamos conseguido llevar el peón
de la línea c al penúltimo escaque, c2; sólo nos hacía falta adelantarlo a c1
para coronarlo. Sin embargo, esa ventaja demasiado evidente no nos dejó muy
ufanos, y barruntábamos que aun cuando la habíamos logrado aparentemente,
acaso constituía una trampa que, con toda intención, nos había preparado
Czentovic quien, de más está decirlo, abarcaba la situación con mucha mayor
exactitud. Pero, a pesar de las afanosas búsquedas y discusiones, no logramos
descubrir la supuesta maniobra secreta. Por fin, al término casi del tiempo
establecido para cada movimiento, decidimos arriesgar la jugada. Ya McConnor
tenía el peón entre los dedos para correrlo hasta la última casilla, cuando
se sintió de pronto tomado del brazo y alguien musitó con voz vehemente: - ¡No!
¡Por el amor de Dios! Todos volvimos la cabeza
instintivamente. Un caballero, como de cuarenta y cinco años de edad, cuyo
rostro fino y severo ya antes había llamado mi atención en el puente de paseo
por su extraña palidez casi azulada, parecía haberse acercado a nosotros en
los últimos minutos, cuando dedicábamos todo nuestro cuidado al juego.
Notando nuestras miradas, agregó precipitadamente: - Si ustedes le toman ahora la dama, él
replicará en seguida con el alfil y ustedes retirarán el caballo. Pero
entretanto él corre su peón libre a d7, amenaza la torre y aunque digan jaque
con el caballo, ustedes perderán y a los nueve o diez movimientos quedarán
vencidos. Es casi la misma situación que Alekhine planteó en 1922, en el gran
torneo de Pistoja, contra Bogoljubow. McConnor soltó, asombrado, la pieza y
miró de hito en hito, y no menos sorprendido que todos los demás, a aquel
hombre que había aparecido inesperadamente como un ángel salvador. Un
individuo capaz de calcular un jaque mate anticipándose a nueve jugadas, no
podía ser sino un entendedor consumado y, acaso, hasta un competidor que
viajaba para jugar en el mismo campeonato y cuya llegada e intervención
precisamente en tan crítico instante tenía algo de sobrenatural. El primero
en recobrarse fue McConnor, quien susurró agitado: - ¿Qué
aconsejaría usted? - No avanzar en seguida, sino eludir
primero. Sobre todo, apartar el rey de la amenazada línea g8, llevándole a
h7. Lo más probable es que entonces desviará el ataque hacia el flanco
opuesto. Pero en tal caso usted replicará con la torre moviéndola de c8 a c4;
eso le costará, en dos movimientos, un peón y con ello la superioridad.
Quedará así un peón libre contra otro peón libre, si usted juega bien en la
defensa, lograría todavía un empate. Es todo lo que puede conseguirse. Nos quedamos de nuevo absortos. Tanto
la precisión como la rapidez de su cálculo tenía algo de desconcertante; daba
la impresión de leer los movimientos en un libro impreso. Con todo, la
inesperada posibilidad de lograr, gracias a su intervención, el empate de
nuestra partida contra un campeón mundial, tuvo el efecto de encantamiento.
Todos nos apartamos a un mismo tiempo, para ofrecerle una visión más
despejada del tablero. Una vez más McConnor preguntó: - ¿De
manera que el rey de g8 a h7? - ¡Así
es! ¡Eludir en primer
término! McConnor obedeció y dimos la señal,
golpeando contra una copa. Czentovic se acercó con su habitual paso
indiferente a nuestra mesa y apreció con una sola mirada la jugada contraria.
Luego movió el peón sobre el ala del rey de h2 a h4, exactamente tal como
nuestro salvador desconocido lo había predicho. Entonces, éste murmuró
exaltado: - ¡Avance
con la torre, adelante la torre c8 a c4, así tendrá que cubrir primero el
peón! Pero no le servirá para nada. Usted, sin prestar atención a su peón
libre, mueva el caballo de c3 a d5, y con eso se restablecerá el equilibrio.
Ahora, en vez de defenderse, tiene que ejercer presión hacia adelante. No comprendimos lo que insinuaba. Nos
sonaba a chino cuanto decía. Pero sometido ya a su hechizo, McConnor procedió
sin reflexionar según las indicaciones del desconocido. Nuevamente llamamos a
Czentovic, golpeando contra una copa. Por primera vez no se decidió al
instante, sino que miró intensamente el tablero. Sus cejas se fruncían sin él
quererlo. Luego ejecutó cabalmente el movimiento que el desconocido había
pronosticado, y se dio vuelta con ademán de retirarse. Pero antes de
marcharse ocurrió algo nuevo e inesperado. Czentovic levantó la mirada y
repasó nuestro grupo. Quería, evidentemente, averiguar quién le ofrecía de
repente tan tenaz resistencia. A partir de ese momento, nuestra
excitación aumentó hasta lo indecible. Antes habíamos jugado sin esperanzas
ciertas, mientras que ahora la idea de humillar la fría arrogancia de Czentovic
aceleraba con ardor nuestro pulso. Pero ya nuestro flamante colaborador había
dispuesto la jugada siguiente; podíamos - mis dedos temblaban mientras
golpeaba la copa con la cucharita - volver a llamar a Czentovic. Entonces fue
cuando obtuvimos nuestro primer triunfo. Hasta entonces Czentovic siempre
había jugado de pie; ahora titubeaba, y acabó por sentarse. Lo hizo pausada y
lentamente, pero el mismo hecho de sentarse ya bastaba para anular,
físicamente, la anterior diferencia, aquella de arriba a abajo entre él y
nosotros. Le habíamos obligado a situarse, cuando menos en el espacio, a un
mismo nivel con nosotros. Reflexionó largo tiempo, con los ojos inmóviles
clavados en el tablero, de manera que apenas se podían distinguir sus pupilas
bajo los pesados párpados, y durante la laboriosa reflexión iba abriéndosela
paulatinamente la boca, con lo que su cara redonda adquirió un aspecto un
tanto simplón. Czentovic meditó unos minutos, luego hizo su jugada y se
levantó. En seguida nuestro nuevo amigo musitó: - Fue un movimiento para ganar tiempo.
Bien pensado. Pero no hay que contestarlo. Hay que forzar el cambio; el
trueque es indispensable; así lograremos tablas, y ni Dios podrá ayudarle. McConnor obedeció. Los Próximos
movimientos fueron para los dos - nosotros hacía rato ya que habíamos quedado
relegados al papel de meros figurantes - un ir y venir que no sabíamos
explicarnos. Después de siete jugadas, más o menos, y al cabo de prolongada
vacilación, Czentovic levantó la cabeza y declaró: - ¡Tablas!
Durante un instante reinó un silencio
absoluto. Se oían de pronto, el rumor de las olas y la música de jazz en el
receptor de radio del salón, se percibía cada paso desde la cubierta de paseo
y el tenue susurro del viento que se colaba por las rendijas de las ventanas.
Todos reteníamos la respiración; aquello se había producido demasiado
repentinamente y todos estábamos poco menos que aturdidos por la realidad del
hecho increíble de que aquel desconocido impusiese su voluntad al campeón
mundial en una partida a medias perdida ya. McConnor se reclinó con un
movimiento brusco, y la respiración retenida se exhaló con un audible "¡ah!"
de felicidad de sus labios. Yo, a mi vez, observé a Czentovic. Ya durante los
últimos movimientos creí notar en su rostro una mayor palidez. Pero supo
dominarse perfectamente. Se mantuvo en su rigidez de aparente indiferencia y
sólo preguntó displicente, mientras quitaba con movimiento tranquilo las
piezas del tablero: - ¿Los
señores desean una tercera partida todavía? Formuló la pregunta de un modo
netamente convencional, puramente comercial. Lo sorprendente fue que en esa
oportunidad no se dirigiese a McConnor, sino que clavase la mirada penetrante
y fija en la de nuestro salvador. Tal como el caballo distingue el mejor jinete
por el modo de sentarse más aplomado, Czentovic debía haber reconocido en las
últimas jugadas a su verdadero, su auténtico contrincante. Todos seguimos
instintivamente su mirada y nos fijamos atentos en el semblante del
desconocido. Pero antes de que éste hubiera podido reflexionar y menos aún
contestar, McConnor gritaba ya triunfalmente en su ambiciosa excitación: - ¡Naturalmente!
Pero esta vez usted debe jugar solo contra él. ¡Usted
solo contra Czentovic! En ese momento sucedió algo
imprevisible. El desconocido, que había quedado mirando fija y extrañamente
el tablero de ajedrez limpio ya de piezas, se sobresaltó al notar todas las
miradas fijas en él y que se le hablaba con tanto entusiasmo. Su rostro
denotó súbita confusión: - De ninguna manera..., caballero -
tartamudeó, visiblemente cohibido -. Es absolutamente imposible... No hay ni
qué hablar de eso... Hace veinte, más, veinticinco años, que no he vuelto a
sentarme frente a un tablero de ajedrez... Y sólo ahora me doy cuenta de mi
comportamiento incorrecto al intervenir en su juego sin el permiso de
ustedes. Perdonen... que no molestaré más. Antes de que nos recobráramos de
nuestra sorpresa, ya se había retirado y abandonado el salón. - Pero esto no puede ser... - vociferó el
temperamental McConnor, dando un puñetazo -. No es posible que ese señor no
haya jugado al ajedrez en veinticinco años. Si sabe calcular anticipadamente
cinco o seis movimientos y sus correspondientes réplicas. Nadie puede hacer
eso sin tener mucha práctica. Es absolutamente imposible, ¿verdad?
Con esa última pregunta, McConnor se
había dirigido, sin darse cuenta, a Czentovic. Pero el campeón mundial
mantuvo su inalterable frialdad. - No puedo juzgar al respecto. De todos
modos, ese caballero juega de una manera un tanto sorprendente e interesante;
por eso le di premeditadamente una oportunidad. Levantándose al mismo tiempo con toda
displicencia, agregó muy seco: - Si el señor o los señores desean otra
partida para mañana, estaré a sus órdenes desde las tres de la tarde. No pudimos menos de sonreír levemente.
Todos sabíamos que Czentovic había estado lejos de querer brindar
generosamente una oportunidad a nuestro salvador desconocido y que aquella
observación no era más que una ingenua excusa para disimular su fracaso. Pero
ella acrecentó nuestro deseo de ver humillada una arrogancia tan
inconmovible. Un ambicioso y desorbitado afán de lucha invadió de pronto a
los pacíficos y despreocupados pasajeros, porque nos fascinaba del modo más
provocativo la idea de que precisamente en el buque en que viajábamos y en
medio del océano pudiera arrebatársela la palma al campeón mundial de
ajedrez, un acontecimiento que todas las agencias telegráficas irradiarían
inmediatamente sobre el globo entero. A ello se agregaba todavía el encanto
de lo misterioso que emanaba de la inesperada intervención de nuestro
salvador, precisamente en el momento crítico, y el contraste de su humildad
casi temerosa con el inconmovible amor propio del profesional. ¿Quién
era aquel desconocido? ¿Reveló el azar aquí
un genio del ajedrez que no se había descubierto todavía? ¿O
nos ocultó su nombre un maestro famoso por alguna razón impenetrable?
Discutíamos todas esas posibilidades con el mayor calor; ni aun las hipótesis
más atrevidas nos parecían bastante osadas para armonizar la timidez
misteriosa y la sorprendente confesión del desconocido, con su arte y
habilidad innegables. En un punto, sin embargo, todos estábamos de acuerdo:
no renunciar bajo ningún concepto al espectáculo de un nuevo encuentro.
Decidimos agotar los medios para inducir a nuestro salvador a que al día
siguiente jugase un partido contra Czentovic, y McConnor se comprometió a
correr con el riesgo económico correspondiente. Como entretanto supimos por
un camarero que el desconocido era austríaco, se me encargó a mí para que,
como compatriota, le sometiese nuestro pedido. No tardé mucho en encontrar en la
cubierta de paseo al que tan rápidamente se había retirado. Estaba tendido en
un sillón de tijera, leyendo. Antes de acercarme a él, me quedé un rato
contemplándolo. La cabeza, de rasgos marcados, descansaba con gesto de leve
cansancio sobre una almohada; nuevamente me sorprendió en particular la
extrema palidez de aquella cara relativamente joven, en cuyas sienes resaltaban
unos cabellos de deslumbrante blancura; tuve, no sé por qué, la sensación de
que aquel hombre debía haber envejecido de golpe. Apenas me aproximé a él, se
levantó y se presentó dándome a conocer su apellido, que era el de una
antigua familia austríaca honrosamente conceptuada. Recordé que un caballero
de ese apellido había pertenecido al círculo íntimo de los amigos de Schubert
y que un médico de cabecera del anciano emperador era miembro de la misma
familia. Cuando transmití al doctor B. nuestra solicitud en el sentido que
aceptase el reto de Czentovic, quedó visiblemente perplejo. Ello era que no
tenía la menor noción de que en aquel partido se había enfrentado,
gloriosamente, con un campeón mundial y, por añadidura, con el a la sazón más
afortunado. Esa noticia parecía impresionarle por alguna razón determinada,
pues una y otra vez preguntaba si estaba seguro de que se trataba de un
campeón mundial reconocido. Me di cuenta prontamente de que esa circunstancia
facilitaba mi misión, pero atento a su delicadeza, creí oportuno callar por
el momento que el riesgo material de una eventual derrota correría por cuenta
de McConnor. Después de un titubeo prolongado, el doctor B. se declaró
dispuesto, por fin, a llevar a cabo esa partida, pero no sin haber pedido expresamente
que advirtiese nuevamente a los demás señores que no depositaran esperanzas
demasiado vivas en su capacidad. - Porque - agregó con una sonrisa
pensativa - ignoro realmente si sé jugar, como es debido, una partida de
ajedrez según todas las reglas. Créame usted, no era falsa modestia cuando
dije que no he vuelto a tocar una pieza de ajedrez desde mis tiempos de
estudiante secundario, es decir, desde hace más de veinte años. Y aun en
aquellos tiempos sólo pasaba por jugador discreto. Dijo eso en un tono tan natural, que no
pude dar pábulo a la menor duda respecto de su sinceridad. Sin embargo, no
pude menos de expresar mi admiración por la exactitud con que recordaba cada
combinación de los más distintos maestros. Debía haberse dedicado mucho al ajedrez,
por lo menos en teoría. El doctor B. volvió a sonreír de aquella manera
extrañamente soñadora. - ¿Que
si me había dedicado mucho al ajedrez?... Dios sabe que lo he hecho. Pero eso
ocurrió en circunstancias muy particulares, más aún, absolutamente sin igual.
Es una historia asaz complicada, que podría pasar muy bien por una pequeña
contribución a la caracterización de nuestra deliciosa y decisiva época. Si
usted tiene media hora de paciencia... Señaló una silla de tijera al lado de
la suya. Acepté gustoso su invitación. Estábamos sin vecinos. El doctor B. se
quitó los lentes que usaba para leer, los dejó a un lado y empezó: - «Ha tenido usted la gentileza de
manifestar que como vienés recordaba mi apellido. Pero sospecho que nunca
habrá oído hablar del bufete de abogado que al principio dirigía junto con mi
padre y luego solo, pues no solíamos defender causas a las cuales se diera
publicidad en los diarios, y evitábamos, por principio, aumentar el número de
nuestros clientes. En realidad, el nuestro no era tampoco un verdadero
estudio de abogados sino que nos limitábamos a la asesoría jurídica y sobre
todo a la administración de bienes de los grandes conventos, con los cuales
mi padre estaba relacionado como ex diputado del partido clerical. Además -
hoy que la monarquía pertenece al dominio de la historia, ya puede hablarse
de eso - se nos había confiado la administración de los fondos de algunos
miembros de la familia imperial. Esa relación con la corte y el clero - un
tío mío era médico de cabecera del emperador, y otro, abad de Seitenstetten -
se remontaba ya a dos generaciones atrás; sólo teníamos que conservarla.
Nuestra actividad era tranquila, casi diría silenciosa y se nos la confiaba
en virtud de esa confianza heredada. En realidad no requería mucho más que la
discreción y confianza más absolutas, dos condiciones que mi difunto padre
poseía en grado sumo. El, en efecto, logró conservarles a sus clientes,
gracias a su prudencia, considerables fortunas, tanto en los años de la
inflación como en los de la revolución. Cuando más tarde Hitler se adueñó del
poder en Alemania e inició sus asaltos contra la propiedad de la Iglesia y de
los monasterios, intervinimos también allende la frontera en distintas
negociaciones y transacciones para salvar, al menos, los bienes muebles de la
confiscación, y sabíamos más con respecto a ciertas negociaciones políticas
secretas de la curia y la corte de lo que jamás llegará a conocimiento del
público. Pero precisamente el aspecto poco llamativo de nuestro estudio - ni
siquiera teníamos chapa en la puerta - así como la precaución consistente en
el evitar ambos manifiestamente todos los círculos monárquicos de Viena,
brindaron la mayor seguridad contra investigaciones indiscretas. De hecho, en
todos esos años, ninguna autoridad jamás sospechó en Austria que los correos
secretos de la casa imperial siempre entregaban y retiraban su
correspondencia más importante, ni más ni menos que en nuestro insignificante
estudio instalado en un cuarto piso. »Pues bien, mucho antes de armar sus
ejércitos, el nacionalsocialismo había comenzado a organizar en los países
vecinos otro ejército no menos peligroso y disciplinado: la legión de los
infortunados, de los relegados, de los humillados. En cada oficina, en cada
empresa, se habían anidado las llamadas "células"; en todo lugar,
hasta en las habitaciones privadas de Dollfuss y Schuschnigg, estaban
colocados sus escuchas y espías. Tenían su representante hasta en nuestro
modestísimo escritorio, como por desgracia llegué a saber demasiado tarde. Es
verdad que no era sino un escribiente miserable, sin talento alguno, que por
recomendación de un cura había empleado para dar a nuestro estudio,
exteriormente, el aspecto de una oficina regular; en realidad sólo lo
empleábamos para recados inocentes, le dejábamos atender el teléfono y
ordenar las actas, es decir, aquellas actas que eran indiferentes e
insignificantes en absoluto. Jamás se le permitió abrir las cartas; todas las
cartas importantes las escribía yo personalmente a máquina, sin dejar copia;
yo mismo llevaba cualquier documento de valor a mi casa, y las conversaciones
secretas las realizaba exclusivamente en el priorato del monasterio o en el
consultorio de mi tío. Gracias a esas medidas de precaución aquel espía no
llegó a descubrir ninguno de los sucesos verdaderos; pero a raíz de alguna
casualidad desdichada, el ambicioso individuo debió haberse dado cuenta de
que inspiraba desconfianza y que a sus espaldas ocurrían cosas harto
interesantes. Es posible que en mi ausencia algún correo haya hablado
imprudentemente de "Su Majestad" en vez de emplear el convencional
"barón Fern", como también puede ser que el malandrín haya abierto
alguna carta sin mi autorización; de todos modos, y antes de que yo pudiera
sospechar algo, se hizo dar órdenes desde Munich o Berlín para vigilarnos.
Sólo mucho más tarde, cuando ya hacía tiempo que estaba preso, recordé que en
los últimos meses su primitiva desidia para el trabajo se había transformado
en repentina aplicación, y que vanas veces se ofreció casi importunamente a
llevar mi correspondencia al correo. No puedo absolverme, pues, de cierta
imprudencia, pero, ¿acaso el hitlerísmo
no ganó la partida venciendo aún a los diplomáticos y militares más avezados
del mundo? Recibí una prueba palpable del cuidado y cariño con que la
Gestapo, desde tiempo atrás, venía dedicando su atención a mi persona, cuando
la misma tarde en que Schuschnigg renunció, y un día antes de que Hitler
entrara en Viena, me detuvieron los hombres de la S.S. Felizmente había
logrado quemar los papeles más importantes, no bien oí en la radio el
discurso de despedida de Schuschnigg; y los documentos restantes con los
indispensables comprobantes de los valores depositados en el extranjero y
pertenecientes a los conventos y dos archiduques, los mandé, literalmente a
último momento, antes que derribaran mi puerta, escondidos en un cesto de
ropa con mi vieja ama de casa, mujer de toda confianza, al domicilio de mi
tío.» El doctor B. se interrumpió para
encender un cigarro. A su viva luz observé nuevamente el tic nervioso que se
traducía en un movimiento convulsivo de la comisura izquierda de su boca, y
que ya antes había llamado mi atención y, según pude comprobar, se repetía a
intervalos bastante regulares de algunos minutos. No era más que un
movimiento fugaz, poco más intenso que el tomar aliento, pero que marcaba
todo el rostro con una inquietud extraña. - «Usted creerá tal vez que ahora voy a
hablarle del campo de concentración al que se llevó a todos los que habían
guardado fidelidad a nuestra vieja Austria; de las humillaciones, martirios y
torturas que allí sufriría. Pero no ocurrió nada de eso. Me destinaron a otra
categoría de presidio. No me llevaron junto con los desdichados en quienes se
ensañaba un resentimiento represado desde mucho tiempo atrás, humillándolos
física y psíquicamente, sino que me incorporaron a aquel otro grupo reducido
al que los nacionalsocialistas pensaban arrancar dinero o informaciones
importantes. Desde luego, mi modesta persona le era perfectamente indiferente
a la Gestapo. Esta debía haberse enterado, sin embargo, de que éramos los
testaferros, administradores y hombres de confianza de sus enemigos más
tenaces, y lo que querían arrancarme a la fuerza, eran pruebas, pruebas
contra los conventos a los que querían acusar de transferencias de fortunas,
pruebas contra la familia imperial y todos los que en Austria se habían
empeñado y sacrificado en favor de la monarquía. Sospechaban - y ciertamente,
no sin razón - que grandes partes de los fondos que habían pasado por
nuestras manos se mantenían ocultas e inaccesibles a su voracidad. Por eso me
detuvieron desde el primer día, para obligarme con sus medios probados a
revelar tales secretos. A la gente de mi condición, a la que importaba
sonsacar informaciones valiosas o dinero, no se la pasaba, pues, al campo de
concentración, sino que se le daba otra clase de tratamiento. Quizá usted
recuerde todavía que tanto nuestro canciller como el barón Rothschild, a
cuyos parientes esperaban arrancar unos cuantos millones, no fueron guardados
en ningún momento tras los alambrados de púa de algún campo de concentración,
sino que, ofreciéndoles aparentes privilegios, se les llevó a un hotel, más
exactamente al Hotel Metropol, que era al mismo tiempo el cuartel general de
la Gestapo, y donde se destinaba a cada uno una habitación aparte. Yo, con
ser hombre tan insignificante, fui, sin embargo, objeto de la misma
distinción. »Una habitación individual en un
hotel..., eso suena a tratamiento muy humano, ¿verdad?
Pero puede usted creerme que en realidad no se nos daba un trato más humano
sino que, simplemente, se nos aplicaba un método más refinado. A los
"prominentes" no se les enjaulaba de a veinte hombres, en una
barraca helada; se les alojaba en una habitación de hotel, individual, dotada
de regular calefacción, porque la presión mediante la cual se quería
arrancarnos el informe necesario debía tener características más sutiles que
los golpes y torturas corporales; se nos aplicaba el aislamiento más refinado
que imaginarse pueda. Nada se nos hizo, solo que se nos situó dentro de la
nada absoluta, porque, según es notorio, ninguna cosa del mundo ejerce tanta
presión sobre el alma humana como la nada. Encerrando a cada uno de nosotros
individualmente en un vacío absoluto, en una habitación cerrada
herméticamente al mundo exterior, esa presión debía producirse, no
exteriormente por obra de golpes o del frío, sino interiormente, para
despegar al final nuestros labios por fuerza. A primera vista, la habitación
que me había sido designada no parecía incómoda en absoluto. Tenía puerta,
mesa, cama, silla, lavabo y una ventana con reja. Pero la puerta quedaba
cerrada día y noche; en la mesa no debía depositarse ningún libro, ningún
diario, ni una hoja de papel, ni tampoco un lápiz. La ventana daba sobre una
pared lisa: en torno a mi conciencia y a mi propio cuerpo, habíase creado la
nada absoluta. Se me habían quitado todos los objetos: el reloj, para que no
tuviera noción del tiempo, el lápiz, para que no pudiera escribir nada, el
cortaplumas, para que no pudiera abrirme las venas; se me negó, incluso, el
más débil narcótico, tal como un cigarrillo. Con excepción del centinela,
sobre quien pesaba prohibición de hablarme o de contestarme ni a una sola
pregunta, jamás veía una cara humana; jamás oía una voz de hombre, y de la
noche a la mañana, de la mañana a la noche, ninguno de los sentidos recibía
el menor alimento, y me quedaba inexorablemente solo conmigo mismo, con mi
cuerpo y las cuatro o cinco cosas mudas: el lavabo, la ventana, la mesa, la
cama; vivía como un buzo bajo una campana de vidrio en el océano negro de ese
silencio, más aún, como un buzo que ya barrunta que la cuerda que le comunica
con la superficie se ha roto y que nunca se podrá rescatarle de la silente
profundidad. No había nada que hacer, que oír, ni ver; por todos lados me
rodeaba ininterrumpidamente la nada, el vacío absoluto, carente de espacio y
de tiempo. Me paseaba arriba y abajo y conmigo iban los pensamientos, arriba
y abajo. Pero aun las ideas, por más insustanciales que parezcan, necesitan
un punto de apoyo; de lo contrario empiezan a girar insensatas en derredor de
sí mismas; ellas tampoco soportan la nada. De la mañana a la noche esperaba
alguna cosa, pero nada acontecía. Volvía a esperar y a esperar de nuevo. Nada,
sin embargo, sucedía. Esperaba, esperaba, pensaba, pensaba hasta que me
dolían las sienes. Me quedaba solo. Solo, solo. »Así pasaron quince días que viví fuera
del tiempo, fuera del mundo. Si entonces hubiera estallado una guerra, yo no
me habría enterado; mi mundo se componía únicamente de una mesa, una puerta,
una cama, un lavabo, una pared y una ventana; siempre clavaba la mirada en el
mismo papel pintado de la misma pared; cada línea de su dibujo de zigzag se
grabó como a buril acerado en el pliegue más íntimo de mi cerebro, a fuerza
de tanto mirarlo fijamente. Por fin comenzaron los interrogatorios. Se solía
llamarnos repentinamente, sin que supiéramos bien si era de día o de noche.
Nos llamaban, nos conducían a través de varios pasillos y no sabíamos adónde;
luego debíamos esperar en algún sitio, que tampoco sabíamos qué era, y de
pronto nos encontrábamos frente a una mesa en torno a la cual se hallaban
sentados unos cuantos individuos uniformados. Sobre esa mesa se apilaba un
montón de papeles, expedientes cuyo contenido no se conocía. Comenzaban las
preguntas, las falsas y las verdaderas, las claras y las intencionadas, las
imprevistas y las taimadas; y mientras se contestaba, malévolos dedos
extraños hojeaban aquellos papeles, de los que no se sabía a qué se referían,
y anotaban algo en un protocolo, y no se sabía qué escribían. Pero lo más
terrible de esos interrogatorios era, para mí, el que no se podía adivinar ni
calcular lo que los agentes de la Gestapo sabían efectivamente en cuanto a lo
que había ocurrido en mi estudio y lo que querían arrancarme a modo de
obligada confesión. Ya le dije a usted que los documentos verdaderamente
comprometedores los había remitido a último momento a mi tío, por intermedio
de mi ama de llaves. Pero ¿los había recibido? ¿O
no habían llegado a sus manos? ¿Y
qué y cuánto había revelado aquel escribiente? ¿Qué
cartas había interceptado, cuántas informaciones habían arrancado, acaso, en
el ínterin en los monasterios alemanes que representábamos, a algún sacerdote
poco hábil? Preguntaban y preguntaban. Querían saber qué valores había
comprado por cuenta de este o aquel convento, en qué banco los había
depositado, si conocía o no a Fulano, si había recibido cartas desde Suiza o
desde Steenockerzeele. Y como nunca pude barruntar cuánto habían averiguado
ya por otros conductos, cada contestación se transformaba en tremenda
responsabilidad. Si admitía algo que ellos ignoraban, era muy fácil que con
ello comprometiese injustamente a una persona. Si negaba demasiado, me perjudicaba
personalmente. »Pero los interrogatorios no eran lo
peor todavía. Más terrible aún era el retorno de la inquisición a mi nada, a
la misma habitación, la misma cama, la misma mesa, el mismo lavabo, los
mismos papeles pintados. Porque apenas quedaba a solas conmigo mismo, trataba
de reconstruir las contestaciones que habrían sido más prudentes y lo que
debería decir la próxima vez para anular la sospecha que acaso había
despertado con una observación imprudente. Reflexionaba, pensaba, estudiaba,
revisaba una por una las palabras de la declaración que acababa de prestar
ante el juez de instrucción, recapitulaba cada pregunta que se me había
formulado, y cada una de mis réplicas; trataba de considerar qué parte habían
protocolizado y sabía, sin embargo, que jamás lograría calcularlo ni
averiguarlo. Pero esos pensamientos, una vez puestos en marcha en el espacio
vacío, no se cansaban de dar vueltas en la imaginación, vueltas y más
vueltas, siempre en distintas combinaciones, ininterrumpidamente, hasta en los
sueños. Después de cada interrogatorio por la Gestapo, mis propios
pensamientos se hacían cargo no menos inexorablemente de la tortura del
preguntar, averiguar, y acaso, martirizaban más cruelmente aún, porque
aquellos interrogatorios siquiera terminaban al cabo de una hora, mientras
que éstos no cesaban nunca, debido a la tortura perversa de la soledad. Y
siempre en mi derredor la mesa, la cama, el armario, los papeles pintados, la
ventana; ninguna distracción, ningún libro, ningún diario, ninguna cosa
extraña, ningún lápiz para apuntar algo, ningún fósforo para jugar con él...,
nada, nada, nada. Entonces comprendí cuán diabólicamente ingenioso, cuán
brutalmente ideado desde el punto de vista psicológico era ese sistema de las
habitaciones de hotel. Es posible que en el campo de concentración habría
tenido que acarrear piedras hasta sangrarme las manos y sentir helarse mis
pies dentro de los zapatos; habría sido apilado con dos docenas de hombres en
medio del hedor y del frío. Pero hubiera visto caras, hubiera podido mirar un
campo, un carro, un árbol, una estrella, algo, cualquier cosa, mientras que
en aquella habitación persistía invariablemente lo mismo en torno mío,
siempre lo mismo, ese espantoso "lo mismo". Allí no había nada
capaz de distraerme de mis ideas, de mis manías, de mi enfermizo recapitular.
Y ése era precisamente el propósito... Yo debía engullir mis pensamientos,
ellos debían ahogarme hasta que por último no podría sino escupirlos,
confesarlos, diciendo todo lo que los agentes querían, entregar por fin, no
sólo las indicaciones, sino también los hombres. Noté que poco a poco mis
nervios comenzaban a resentirse bajo esa presión espantosa, y consciente del
peligro, procuré mantenerlos tensos al extremo, buscando o inventando alguna
distracción. Para ocuparme de alguna manera, empecé a recitar o a reconstruir
todo lo que alguna vez había aprendido de memoria: el himno nacional, las
rimas de los juegos infantiles, el Homero del colegio superior, los párrafos
del código civil. Luego me esforzaba por calcular, sumar y dividir
cualesquiera cantidades, pero mi memoria carecía en el vacío de fuerza de
retención. Me resultaba imposible concentrarme en cosa alguna. Siempre
surgía, intervenía, se entremetía la misma idea: ¿Qué
saben, qué ignoran? ¿Qué dije ayer, qué
debería decir la próxima vez? »Ese estado, en verdad indescriptible,
duró cuatro meses. Pues bien... Cuatro meses, eso se dice fácilmente, se
escribe con once letras. Se dice fácilmente: cuatro meses.... cuatro sílabas.
Los labios articulan ligeramente, en un cuarto de segundo, el sonido: ¡Cuatro
meses! Pero nadie puede describir, puede medir, puede meter por los ojos a
otro ni a sí mismo el tiempo que dura el tiempo en lo inespacial o
intemporal; y a nadie puede explicársele cómo roe y carcome esa nada y nada y
nada en torno a uno, esa inacabable soledad con mesa y cama y lavabo y papel
pintado, ese eterno silencio... Siempre el mismo centinela que alcanza la
comida sin mirarle a uno, siempre los mismos pensamientos que giran en la
nada alrededor de un solo tópico hasta confundir al que los concibe. Advertí,
alarmado, pequeños indicios de que mi cerebro empezaba a trastornarse. Al
principio había conservado todavía durante los interrogatorios la claridad
interior, había declarado serena y deliberadamente; funcionaba todavía aquel
pensamiento doble en lo que debía decir y en lo que debía callar. Luego ya
sólo lograba articular tartamudeando hasta las frases más sencillas, porque
mientras respondía, miraba hipnotizado la pluma que corría protocolizando
sobre el papel, como si hubiera querido correr detrás de mis propias
palabras. Noté que mis fuerzas flaqueaban, comprendí que se aproximaba más y
más el momento en que para salvarme diría todo cuanto sabía y quizá más aún,
en que, para librarme del estrangulamiento de aquella nada, traicionaría a
doce personas y su secreto, sin procurarme con ello más que una tranquilidad
fugaz como un parpadeo. Cierta tarde, efectivamente, ya había llegado a ese
punto. En ese momento de sofocación el guardián me trajo, por casualidad, la
comida y yo le grité: »¡Lléveme
para ir a declarar! Diré todo. Todo lo diré. Diré dónde se hallan los
papeles, dónde se encuentra el dinero. Lo diré todo, todo. »Por fortuna, no me oyó. También puede
ser que no haya querido oírme. »Cuando la desesperación llegaba así a
su colmo, ocurrió algo inesperado que me salvó siquiera por algún tiempo. Era
a fines de julio; un día nublado, oscuro, lluvioso. Recuerdo esos pormenores
exactamente, porque la lluvia tamborileaba contra las ventanas del pasillo
por el que se me condujo al interrogatorio. Debía esperar en una antecámara.
Siempre había que esperar antes de pasar a declarar. Esas esperas formaban
parte de la técnica del interrogatorio. Primero se desgarraban los nervios
del individuo, llamándole y sacándole en medio de la noche de su habitación;
y cuando uno se había dispuesto interiormente para hacer frente a las
preguntas, cuando ya se habían preparado la voluntad y la inteligencia para
resistir, le obligaban a uno a esperar, le imponían hábilmente una espera sin
sentido, de dos y tres horas, a fin de cansar el cuerpo y doblegar el alma
antes de proceder a la inquisición. Ese jueves 27 de julio se me hizo esperar
más de la cuenta, mucho más que de costumbre. Llevaba ya dos horas enteras de
pie en la antecámara. Esa fecha también la recuerdo con exactitud por una
razón determinada, pues en esa antecámara donde - por supuesto, sin permiso
de sentarme - tenía que aguantar dos horas de pie, colgaba un calendario en
la pared. No podré explicarle cómo con mi hambre de algo impreso, de algo
escrito, miré y me fijé en ese número, en ese término "27 de
julio"; lo absorbí, como quien dice, lo engullí cerebralmente. »Y luego volví a esperar y aguardar,
miraba fijamente la puerta, ansioso de que por fin se abriese, y al mismo
tiempo me inquietaba pensando qué irían a preguntarme ahora mis inquisidores,
aun cuando sabía perfectamente que me preguntarían cosas muy distintas de
todo aquello que iba dispuesto y preparado a contestar. Pero a pesar de todo,
aquel martirio de la espera y del permanecer de pie constituía a la vez un
alivio, un placer, porque aquel lugar, con todo, era al menos distinto de mi
habitación. Era un poco mayor, tenía dos ventanas en lugar de una sola; no
había allí cama, ni lavabo, ni la rajadura en el alféizar que había
contemplado millones de veces. La puerta estaba pintada de otro color, había
una silla distinta junto a la pared, y a la izquierda un archivo con
expedientes y un guardarropa con algunas perchas de las que colgaban tres o
cuatro mojados abrigos de militares, los abrigos de mis verdugos. Tenía,
pues, algo nuevo, algo diferente que contemplar, algo distinto, por fin, en
que posar mis ojos hambrientos, que se clavaban ávidos en cada minucia.
Observé cada pliegue de esas capas, me fijé, por ejemplo, en una gota que
prendía de uno de los cuellos mojados y, por más ridículo que ello parezca,
esperaba con una excitación inmensa para ver si esa gota terminaría por caer
a lo largo del pliegue o si resistiría más tiempo todavía la fuerza de
gravedad, permaneciendo en su lugar. Sí, me quedé mirando esa gota fijamente,
durante algunos minutos y con la respiración contenida, como si mi vida
dependiera de esa observación. Después, cuando finalmente se había deslizado,
volví a contar los botones de los abrigos, ocho en el primero, ocho en el
segundo, diez en el tercero. Luego comparé las guarniciones. Mis ojos
hambrientos tocaban, acariciaban, apresaban todas esas pequeñeces ridículas y
carentes en absoluto de importancia, con una avidez que soy incapaz de
describir. De pronto, mi mirada quedó fija, como irresistiblemente atraída,
en algo. Había observado que el bolsillo de uno de aquellos abrigos estaba un
tanto abultado. Me acerqué más y creí adivinar en el rectángulo de la deformación
lo que contenía aquel bolsillo ensanchado ¡un
libro! Se me aflojaron las rodillas. Empecé a temblar. ¡Un
libro! Durante cuatro meses no había tenido un libro en mis manos, y en
aquella circunstancia tenía algo embriagador y a la vez casi hipnótico la mera
idea de un libro en el cual se podían ver palabras puestas en ordenadas
filas, líneas, páginas, un libro en el que se podía leer, cuyo texto podía
seguirse, del que el cerebro podía tomar para su uso propio ideas nuevas y
ajenas que distraían. Hechizados, mis ojos quedaron fijos en el pequeño
abultamiento que aquel libro formaba en ese bolsillo, pareciendo arder en ese
cuadrado insignificante como si fuesen a quemar el abrigo. Por último no pude
dominar mi afán; sin darme cuenta, me acerqué. La sola idea de poder palpar
un libro a través del paño del abrigo crispó los nervios de mis dedos hasta
las uñas. Sin saberlo casi, me arrimé más y más. Afortunadamente, el
centinela no prestó atención a mi actitud, por supuesto extraña; acaso
también le parecía natural que después de dos horas de estar de pie, un
hombre procurase apoyarse contra una pared. Ya me había colocado cerca del
abrigo, cruzados los brazos intencionalmente sobre la espalda, a fin de poder
tocar aquella prenda sin despertar sospechas. Toqué el género y, realmente, a
través del mismo palpé un objeto rectangular, flexible, y que crujía
suavemente... ¡un libro! ¡Un
libro! Y me atravesó como un tiro la idea: ¡roba
ese libro! Quizá lo consigas y entonces podrás llevártelo, esconderlo en tu
habitación y ¡leerlo, leer, por
fin volver a leer una vez! Tan pronto como la idea se hubo posesionado de mí,
obró a modo de un veneno fuerte; de repente, mis oídos empezaron a zumbar, y
el corazón, a golpear con vehemencia, mis manos quedaron heladas y no me obedecían
más. Pero luego del primer aturdimiento, me arrimé silenciosa y cautamente, y
sin perder de vista al centinela, poniéndome cada vez más cerca del abrigo,
empujé el libro con los dedos escondidos sobre la espalda hasta hacerlo
sobresalir del borde del bolsillo. Luego un gesto, un movimiento apenas
perceptible, cuidadoso, y de pronto tenía en la mano un librito, no muy
voluminoso por cierto. Sólo entonces me espantó mi acción. Pero ya no podía
volver sobre mis pasos, y se presentaba la duda: ¿dónde
meterlo? Guardé el libro sobre la espalda, metido dentro del pantalón, a la
altura del cinturón, y luego lo corrí poco a poco hacia adelante, hasta la
cadera, para sostenerlo mientras caminaba con la mano firme y militarmente
apretada contra la costura. Entonces pasé por la primera prueba. Me aparté
del guardarropa, un paso, dos pasos, tres pasos. Todo marchaba bien. Era,
efectivamente, posible sostener el libro con sólo apretar la mano fuertemente
contra la costura, mientras caminaba. »Se me hizo pasar a la habitación
contigua, para el interrogatorio. Requería de mi parte mayor esfuerzo que
nunca, porque durante todo el tiempo de mi exposición concentraba mi energía,
en realidad, no sobre lo que decía, sino antes bien, sobre la precaución de
sostener el libro sin despertar sospechas. Por fortuna, esa vez se me
formularon pocas preguntas y conseguí transportar mi libro con toda felicidad
a mi habitación. No le entretendré con todos los pormenores; no le distraeré
para contarle el momento de zozobra que pasé cuando en el pasillo se deslizó
el libro una vez peligrosamente del pantalón y tuve que simular un fuerte
acceso de tos para agacharme y poder restituir mi tesoro, sin inconveniente,
a su lugar, a la altura del cinturón. Pero ¡qué
segundo, en cambio, aquel en que me reintegré a mi infierno, solo por fin y
ya no solo! »Usted supondrá, posiblemente, que
sacaría el libro inmediatamente para contemplarlo y leerlo. ¡Nada
de eso! Quería saborear el placer previo de saberme en posesión de un libro;
el deleite artificialmente prolongado y que excitaba maravillosamente mis
nervios, el gusto de soñar y pensar qué clase de libro habría preferido que
fuese el que acababa de robar. Un libro, claro está, de letra muy menuda, eso
en primer término, un libro que contuviese muchas letras, cuantas más, mejor;
muchas, muchísimas páginas, para que fuese todo lo más largo posible el
tiempo que emplearía en leerlo. Y luego deseaba que fuese una obra que me
exigiese un esfuerzo intelectual, nada superficial, nada fácil, sino algo que
se podía aprender, aprender de memoria, poesías, preferentemente - ¡qué
sueño atrevido! -, un libro de Goethe o de Homero. Pero al final no pude
resistir más tiempo a mi avidez, a mi curiosidad. Tirado en la cama, de tal
modo que el centinela no pudiese descubrirme si acaso abría la puerta
repentinamente, saqué el tomo temblando de entre las ropas. »El primer vistazo me deparó un
desengaño, más aún, una especie de amarguísimo disgusto: aquel libro
conseguido a costa de tan gran peligro, guardado con tan ardiente esperanza,
no era sino un compendio de ajedrez, un compendio de ciento cincuenta
partidas de campeones. Si no me hubiera encontrado encerrado y enjaulado, en
el primer arrebato de furia hubiese arrojado el libro por la ventana abierta,
pues ¿qué iba a hacer yo
con aquella cosa tan absurda? En la escuela secundaria había probado alguna
vez, como la mayoría de los estudiantes, mi habilidad frente a un tablero de
ajedrez para vencer el tedio. Pero ¿qué
podía hacer en aquellas circunstancias con esa nadería teórica? No se puede
jugar al ajedrez sin un contrincante y menos aún sin piezas y sin tablero.
Hojeé el libro de mal talante, pero con la secreta esperanza, de encontrar,
pese a todo, algo que pudiese leer, un prefacio, una indicación, pero no hallé
más que los esquemas cuadrados de las distintas partidas y al pie de los
mismos unos signos que al principio me resultaban incomprensibles: a1-a2,
f1-g3, etc. Todo eso se me antojaba una especie de álgebra, cuya clave
ignoraba y no hallaba de pronto. Sólo poco a poco fui descubriendo que las
letras a b c indicaban las filas verticales, mientras que las cifras del 1 al
8 correspondían a las filas horizontales, determinando las combinaciones
respectivas la situación en que se hallaban las distintas figuras. Con ello,
esos esquemas puramente gráficos adquirían siquiera un lenguaje. Tal vez,
reflexioné, podré construir en mi encierro una suerte de tablero, procurando
entonces la reconstrucción de esas partidas; y se me ocurrió que era una
señal de la Providencia el que mi cubrecama estuviese hecho de un género a
grandes cuadros. Doblándolo en forma conveniente, podía combinar, con un poco
de paciencia, las sesenta y cuatro casillas que me hacían falta. Comencé,
pues, por esconder el librito debajo del elástico, arrancando sólo la primera
hoja que hacía las veces de cubierta. Luego, y con ayuda de migas de pan que
fui ahorrando de mis comidas, formé - aunque desde luego de un modo
risiblemente grosero - las diferentes piezas, del ajedrez, reyes, reinas,
etc. Al cabo de infinitos esfuerzos pude por fin tratar de reconstruir en el
cubrecama a cuadro las posiciones señaladas en el manual de ajedrez. Pero
cuando quería jugar toda una partida, fracasaba al principio con mis
ridículas figuras de miga de pan, la mitad de las cuales había oscurecido,
para distinguirlas, cubriéndolas de polvo. En los primeros días me confundía
invariablemente; tenía que reiniciar cada partida diez, veinte y aun
cincuenta veces. Pero ¿había en el mundo
quien dispusiera de tanto tiempo sin aprovechar e inútil, como yo, el esclavo
de la nada; quien tuviese a su disposición tanta avidez inconmensurable y
tanta paciencia? Al cabo de seis días jugué la primera partida
intachablemente; ocho días después ya ni siquiera me hacían falta las migas
sobre el cubrecama para representarme las posiciones señaladas en el tratado
de ajedrez, y otros ocho días después no necesitaba ya tampoco el cubrecama a
cuadros, ya que detrás de mi frente los al principio abstractos signos del
libro a1, a2, c7, c8 se habían transformado en posiciones plásticas y
visuales. La transformación se había operado acabadamente: había proyectado
el tablero de ajedrez con todas sus piezas hacia adentro, y gracias a
aquellas fórmulas abarcaba de un vistazo toda la posición respectiva, tal
como a un músico experto le basta mirar simplemente la partitura para oír
todas las voces y percibir su armonía. Al cabo de otros quince días más
estaba en condiciones de jugar sin ninguna dificultad cualquier partida del
libro, reproducirla de memoria o - para emplear el término técnico - a
ciegas; sólo entonces empecé a comprender el inmenso beneficio que me había
conquistado con aquel hurto atrevido. Porque de pronto tenía una ocupación,
un quehacer sin sentido, inútil, si usted quiere, pero con todo, algo que
anulaba la nada en mi derredor. Las ciento cincuenta partidas magistrales
constituían para mí un arma maravillosa contra la aplastante monotonía del
espacio y del tiempo. Para conservar intacto el encanto de la nueva
ocupación, repartí de entonces en adelante las jornadas, imponiéndome como
deber dos partidas por la mañana, dos partidas por la tarde y un rápido
repaso al anochecer. Con ello adquirían mis días un contenido, mientras que
hasta entonces se habían prolongado vacuamente; tenía algo que hacer sin
cansarme; porque el juego del ajedrez posee la magnífica ventaja de no agotar
el cerebro, pese al esfuerzo mental más intenso, pues reduce el empleo de las
energías espirituales a un campo estrechamente limitado, aguzando más bien la
agilidad y elasticidad de la mente. Poco a poco la reconstrucción de las
partidas de maestros que primero efectuaba de un modo totalmente mecánico,
fue causándome un interés artístico, placentero. Llegué a conocer las
finezas, las agudezas y perfidias del ataque y de la defensa; comprendí la
técnica de la previsión, combinación y réplica, y pronto descubrí también la
nota personal de cada campeón, las características de su conducción
individual, que pueden distinguirse tan indefectiblemente como puede
reconocerse el autor de un poema a través de la lectura de unos pocos versos.
Lo que había comenzado como actividad destinada únicamente a pasatiempo, se
convirtió en deleite, y las figuras de los grandes estrategas ajedrecistas
como Alekhine, Lasker, Bogoljubow, Tartakower entraron como estimados
camaradas en mi soledad. Una variación infinita animaba diariamente la muda
celda, y la regularidad de mis ejercicios, sobre todo, devolvió la ya
conmovida seguridad a mis facultades intelectuales; sentí mi cerebro renovado
y hasta reaguzado, por así decirlo, gracias a esa constante disciplina
mental. Los interrogatorios, en primer término, me probaban que pensaba más
clara y concisamente; en el tablero de ajedrez me había perfeccionado, sin
pensarlo ni saberlo, en la defensa contra coartadas, amenazas falsas y
subterfugios encubiertos; a partir de entonces ya no ofrecía ningún instante
más de debilidad frente a mis inquisiciones e incluso tenía la sensación de
que los agentes de la Gestapo empezaban a considerarme con cierto respeto. Es
posible que en secreto se preguntasen, viendo sucumbir a todos los demás, de
qué fuentes ocultas únicamente yo sacaba fuerzas para tan inmutable
resistencia. »Aquel período de mi felicidad, durante
el cual jugaba diariamente por sistema y una tras otra las ciento cincuenta
partidas de mi libro, se extendió sobre cosa de dos meses y medio a tres
meses. De pronto llegué inesperadamente a un punto muerto. Sin más ni más
volví a encontrarme ante la nada. Es que cuando había jugado de veinte a
treinta veces una cualquiera de aquellas partidas, perdía naturalmente el
atractivo de la novedad, de la sorpresa y quedaba agotada su anterior fuerza
de excitación tan estimulante. ¿Qué
sentido tenía el repetir una y otra vez unas partidas que ya sabía de
memoria, jugada por jugada? Apenas efectuaba el primer movimiento de
apertura, su desarrollo ulterior se sucedía casi automáticamente en mi mente,
y no se presentaban más sorpresas, alternativas ni problemas. Para ocuparme,
es decir, para procurarme el esfuerzo y la distracción intelectuales que ya
se me habían tornado indispensables, hubiera necesitado otro libro que
reprodujera otras partidas. Pero como quedaba absolutamente fuera de lo
posible el conseguirlo, me quedó un solo camino en ese laberinto curioso: debía
inventar partidas nuevas en reemplazo de las que ya conocía. Tenía que tratar
de jugar conmigo mismo, más exactamente, contra mí mismo. »No sé hasta qué grado usted habrá
reflexionado alguna vez sobre la situación espiritual que ofrece ese juego de
los juegos. Sin embargo, la más fugaz reflexión habrá de bastar para poner en
evidencia que en el ajedrez, que es un juego cabal, independiente en absoluto
del azar, significaría un absurdo el querer jugar contra sí mismo. En el
fondo, el atractivo del ajedrez descansa únicamente en el hecho de que su
estrategia se desarrolla de distinto modo en dos cerebros; que en esa guerra
espiritual, el negro ignora las maniobras e intenciones del blanco, aunque
trata continuamente de adivinarlas y malbaratarlas, mientras que el blanco, a
su vez, procura adelantarse y frustrar los propósitos inconfesos del negro.
Ahora bien, si el negro y el blanco quedaran representados por una y la misma
persona, se produciría la contradictoria situación de que un cerebro debería
al mismo tiempo saber algo e ignorarlo. Sería necesario que jugando en
función del blanco, pudiese olvidar totalmente, como siguiendo una orden, lo
que un minuto antes había querido e intentado representando el contrincante
negro. Semejante pensamiento doble supondría en realidad una división
absoluta de la conciencia, un abrir y cerrar a discreción de un como
obturador del cerebro, similar al de un aparato mecánico; querer jugar contra
sí mismo significa, pues, en materia de ajedrez, igual paradoja que saltar
sobre la propia sombra. »Pero, para abreviar, he aquí que
durante meses procuraba en mi desesperación ese imposible, ese absurdo. No me
quedaba otra alternativa que ese contrasentido, para no caer víctima de la locura
pura o de un total marasmo intelectual. Una situación angustiosa me obligaba
a procurar, cuando menos, esa escisión en blanco y negro, para no quedar
apretado por aquella horrible nada reinante en torno mío.» El doctor B. se reclinó en su sillón y cerró
sus ojos por un momento. Parecía querer alejar por fuerza un recuerdo que le
azoraba. Nuevamente se produjo en la comisura izquierda de su boca ese
extraño y brusco movimiento que no sabía dominar. Luego se volvió a enderezar
un poco en su asiento. - «Bien; hasta aquí, espero, le habré
explicado todo de una manera más o menos comprensible. Pero, por desgracia,
estoy lejos de tener la certeza de poder expresar lo demás con parecida
exactitud. Porque mi nueva ocupación requería una aplicación tan absoluta del
cerebro que tornaba imposible toda autofiscalización simultánea. No era
posible desdoblar la personalidad y, además, observarla. Repito que, en mi
concepto, era un absurdo querer jugar al ajedrez consigo mismo; pero aun ese
absurdo implicaba siquiera una probabilidad mínima a condición de disponer de
un real tablero de ajedrez, porque el tal admite con su realidad cierta
distancia, una como quien dice extraterritorialización material. Frente a un
verdadero tablero con reales piezas puede aplicarse la reflexión; puede uno
colocarse físicamente ora a un lado de la mesa, ora al lado opuesto,
abarcando así la situación tan pronto desde el punto de vista de las piezas
negras como desde el de las blancas. Pero obligado como estaba a proyectar
esas luchas conmigo o contra mí mismo, como usted prefiera, en un espacio
imaginario, tenía que retener firmemente en mi imaginación la posición
respectiva de las piezas en los sesenta y cuatro escaques, y calcular,
además, al mismo tiempo, los posibles movimientos ulteriores de ambos bandos.
Más aún - sé cuán absurdamente debe impresionar todo eso - debía imaginar
todos esos movimientos y las posiciones resultantes de ellos, no sólo de
manera doble y triple, sino aun seis, ocho y hasta doce veces, de seis, ocho,
doce maneras; debía imaginarlos con la fantasía del blanco y con la del
negro, anticipándome mentalmente siempre cuatro o cinco jugadas. En ese juego
realizado en el espacio abstracto de la fantasía - perdone que pretenda de
usted que imagine y reflexione sobre ese contrasentido - debía calcular de
antemano cuatro o cinco jugadas que efectuaría como jugador blanco y otras
tantas que llevaría a cabo como jugador negro; es decir, que debía combinar
por adelantado todas las situaciones que iban a resultar y combinarlas, por
así decirlo, con dos cerebros, con el cerebro blanco y el cerebro negro. Pero
aun esa autoescisión no significaba el aspecto más peligroso de mi
experimento fantástico. Lo peor era que la invención autárquica de partidos,
tuviera por consecuencia el que perdiese pie y resbalase hacia un abismo
infinito. La mera reconstrucción de las partidas magistrales que había
llevado a cabo en las semanas anteriores, no había constituido más que un
esfuerzo reproductivo, la simple recapitulación de una materia existente, y
como tal no cansaba más que, por ejemplo, el aprender de memoria unos cuantos
poemas o los incisos de una ley. Era una tarea limitada, disciplinada y, por
consiguiente, un excelente ejercicio mental. Las dos partidas que solía jugar
a la mañana, y las dos que jugaba a la tarde, representaban un deber
determinado que cumplía sin la menor excitación nerviosa; suplían una
actividad normal y, además, el libro no dejaba de ofrecerme algún apoyo
cuando en el transcurso de alguna partida me equivocaba o no sabía seguir
adelante. Esa actividad había sido bienhechora y balsámica para mis nervios
agotados, porque la reconstrucción de partidas extrañas no me incluía
personalmente en el juego; me era indiferente que ganasen las blancas o las
negras, puesto que eran Alekhine o Bogoljubow quienes luchaban por la palma
del campeón, y mi propia persona, mi inteligencia, mi alma, sólo disfrutaban
en calidad de espectadoras, como conocedoras de las peripecias y bellezas de
aquellas partidas. Pero a partir del momento en que procuraba jugar contra mi
mismo, empecé inconscientemente a provocarme. Cada uno de mis dos
"yo", el blanco y el negro, debían competir uno contra el otro, y
cada uno de ellos adquiría por su parte una ambición, un afán de ganar, de vencer;
como yo negro me ponía nervioso después de cada jugada, ansioso de saber qué
haría ahora el yo blanco. Cada uno de mis yo se exaltaba cuando el otro
cometía un error y se exasperaba simultáneamente por la propia torpeza. »Todo parece un desatino, y realmente,
semejante esquizofrenia con su peligrosa dosis de excitación sería
inimaginable en un hombre normal y en condiciones normales. Pero no olvide
usted que yo había sido brutalmente arrancado de toda normalidad, que era un
prisionero, encerrado sin culpa, martirizado desde hacía meses, sometido
refinadamente a la tortura de la soledad; un hombre que desde hacía tiempo
deseaba descargar su acopio de furia contra cualquier cosa. Y como no tenía
más que ese juego insensato contra mí mismo, mi rabia, mi afán de venganza,
se abalanzaron fanáticamente sobre ese juego. Algo en mi interior quería
tener razón, y sólo me quedaba ese otro yo dentro de mí para combatirlo; de
esa suerte me exaltaba durante el juego hasta llegar a una excitación casi
mecánica. Al principio reflexionaba todavía tranquila y serenamente,
intercalaba pausas entre una partida y la siguiente a fin de reponerme del
esfuerzo; pero, poco a poco, mis nervios alterados ya no me permitían tales
esperas. Apenas mi yo blanco había movido una pieza, mi yo negro avanzaba
febrilmente; apenas terminaba mi partida, me retaba a la siguiente, puesto
que cada vez uno de mis dos yo ajedrecistas había quedado vencido, pidiendo
el desquite. Nunca sabré decir, ni aun aproximadamente, cuántas partidas
jugué en esos últimos meses de mi encierro, contra mí mismo, a causa de esa
insaciabilidad loca. Habrán sido mil, tal vez más. Fue una locura que no pude
resistir; de la mañana a la noche no pensaba más que en peones y alfiles,
torres y reyes en a y b y c, en jaque y mate, hundiéndome con todo mi ser y
sentir en el tablero a cuadros. La alegría de jugar se había transformado en
pasión del juego, la pasión del juego en necesidad de jugar, en manía, en
frenesí que se posesionó, no sólo de mis horas de vigilia, sino poco a poco
también de mi sueño. No podía pensar ya sino en términos de ajedrez, en
movimientos y problemas de ajedrez; a veces me despertaba con la frente
húmeda y me daba cuenta de que en mis sueños, inconscientemente desde luego,
debía haber seguido jugando. Cuando soñaba con personas, ello ocurría sin
excepción refiriéndolas a movimientos de alfil, de torre, al avance o
retroceso del caballo. Incluso cuando se me llamaba para declarar, no me era
posible pensar de un modo preciso en mi responsabilidad; tengo la idea de que
en los últimos interrogatorios debo haberme expresado de manera harto
confusa, porque los funcionarios se miraban a veces visiblemente extrañados.
Pero mientras ellos preguntaban y deliberaban, yo, en mi pasión desdichada,
sólo esperaba en realidad que se me condujera nuevamente a mi encierro para
proseguir mi juego, mi juego demente, otra partida y otra y otra más. Cada
interrupción me resultaba a la postre un trastorno; el cuarto de hora que
necesitaba el guardia para poner mi habitación en orden, y aun los dos
minutos que tardaba en entregarme las comidas martirizaban mi febril
impaciencia; a veces, la escudilla con la comida quedaba hasta la noche sin
que yo la tocara, porque jugando, jugando, me había olvidado de comer. Lo
único que sentía físicamente era una sed terrible; debe haber sido
consecuencia de la fiebre de aquella manera de pensar y jugar sin
interrupción. Vaciaba la botella en dos grandes sorbos y pedía al guardia más
agua. Me la traía y, no obstante, al momento volvía a sentir la lengua reseca
en la boca. Por último, mi excitación durante el juego - y ya no hacía otra
cosa de la mañana a la noche - alcanzó tal grado que me resultaba imposible
quedarme sentado un solo instante; reflexionando sobre las partidas caminaba
sin cesar arriba y abajo, cada vez más rápidamente, siempre arriba y abajo y
siempre más impetuoso cuanto más me aproximaba a la decisión; el afán de
ganar, de triunfar, de vencerme a mí mismo se trocó paulatinamente en una
especie de furia; yo temblaba de impaciencia, porque siempre uno de mis yo
ajedrecistas le resultaba demasiado lerdo al otro. El uno azuzaba al otro, y
por muy ridículo que acaso lo juzgue usted, empecé a insultarme, diciéndome:
"¡más rápido!, ¡más
rápido!, ¡adelante,
vamos!" cuando un yo no respondía bastante pronto al otro. Hoy tengo,
desde luego, la noción exacta de que aquel estado constituía ya una forma
patológica de la sobreexcitación, para la que no encuentro otra denominación
que esta hasta hoy ignorada por la medicina: intoxicación ajedrecística. Esa
monomanía empezó a atacar no sólo mi cerebro, sino también todo mi cuerpo.
Adelgacé, dormía mal, poco e intranquilo, y al despertar siempre me costaba
un esfuerzo abrir los párpados que pesaban como plomo; a veces me sentía a
tal punto débil que, al tomar un vaso, me costaba trabajo levantarlo hasta
los labios; tanto me temblaban mis manos. Pero en cuanto empezaba a jugar, me
sobrevenía una fuerza brutal; caminaba de un lado al otro, arriba y abajo,
con los puños cerrados, y a veces oía mi propia voz como a través de una
neblina roja, gritándome a mi mismo con maldad y ronquera: "¡Jaque!
¡Mate!" »No puedo decir cómo ese estado
espantoso, indescriptible, hizo crisis. Todo lo que sé a ese respecto es que
una mañana desperté, y que ese despertar era distinto al de todos los días
anteriores. Mi cuerpo estaba como aislado de mí; descansaba muelle y
cómodamente. Un cansancio denso y reparador como no lo había experimentado en
meses parecía haberse posado sobre mis párpados, en forma tan cálida y
benéfica, que al principio no podía decidirme a abrir los ojos. Hacía ya unos
minutos que estaba tendido despierto, gozando sensualmente con los sentidos
apagados esa languidez, ese tibio dejarse estar. De pronto tuve la sensación
de oír unas voces a mis espaldas; voces vivas, humanas, voces de susurro que
pronunciaban palabras, y no logrará usted imaginarse mi alegría, porque desde
hacia meses, casi un año, no había oído otras que las duras, incisivas y
malas que se pronunciaban junto a la mesa de mis jueces. "Estás
soñando", me dije. "¡No
abras los ojos, de ninguna manera! Deja que ese sueño dure; de lo contrario,
volverás a ver la habitación maldita, la silla, el lavabo, la mesa y el papel
pintado con el mismo dibujo. Sueñas..., ¡sigue
soñando!" »Pero pudo más la curiosidad. Abrí
lenta y cuidadosamente los ojos. Y, ¡milagro!....
me encontraba en otra habitación, más ancha, más amplia que mi encierro en el
hotel. Una ventana sin rejas daba paso a la luz, dejando posar la mirada
sobre verdes árboles mecidos por el viento en lugar de la pared lisa. Los
muros eran blancos, brillantes; blanco y alto tendíase sobre mí el cielo
raso; verdaderamente, me hallaba en otra cama, en una cama extraña y,
efectivamente, no era en sueños, pues a mi espalda susurraban reales voces
humanas. En mi sorpresa debo haberme movido sin querer y bruscamente, pues en
seguida oí unos pasos que se acercaban desde atrás. Se aproximó, graciosa,
una mujer; una mujer con una cofia blanca en la cabeza, una enfermera, una
hermana. Me estremeció un escalofrío voluptuoso; ¡hacia
un año que no había visto una mujer! Miré la dulce figura de hito en hito, y
debió haber sido la mía una mirada extática, salvaje, porque la mujer que se
me había acercado me tranquilizó inmediatamente con un "¡Quieto!
¡Quédese quieto!" Pero yo sólo
escuchaba su voz... ¿No era un ser humano
el que me hablaba? ¿Realmente, había en
el mundo todavía una persona que no me interrogase, que no me atormentase? Y
además... - ¡milagro
incomprensible! - una suave, cálida, casi dulce voz femenina. Miré ávidamente
su boca, porque en esos meses infernales me había llegado a parecer
inverosímil el que una persona pudiese hablar a otra de un modo bondadoso. Me
sonrió..., sí, sonrió; aún quedaban personas capaces de sonreír gentilmente...,
luego puso sus dedos sobre los labios en señal de advertencia, y se alejó en
silencio. Pero me fue imposible obedecer su orden. Aún no había visto
suficientemente ese milagro. Procuré levantarme por la fuerza en mi cama,
para seguir con la mirada ese prodigio de un ser humano bondadoso. Pero
cuando quise apoyarme en la orilla de la cama, no lo conseguí. Lo que fuera
mi mano derecha, dedos y coyunturas, lo sentí como algo extraño, un gran
bulto blanco y grueso, al parecer un voluminoso vendaje. Primero miré sin
comprender esa cosa blanca, gruesa, extraña en mi mano; luego empecé a darme
cuenta de dónde me encontraba y a reflexionar sobre lo que podía haberme
sucedido. Alguien debía haberme herido o yo mismo me había causado un daño en
la mano. Me hallaba en un hospital. »Al mediodía se presentó el médico, un
gentil señor de cierta edad. Conocía mi apellido y mencionaba con todo
respeto a mi tío, el médico de cabecera del emperador, de manera que en
seguida cobré la sensación de que tenía buenas intenciones para conmigo. Me
hizo diversas preguntas, entre ellas una, sobre todo, que me sorprendió ... :
si yo era matemático o químico. Contesté que ni lo uno ni lo otro. » - Es extraño - murmuró -. En la
fiebre usted siempre murmuraba fórmulas tan raras, c3, e4... Ninguno de
nosotros comprendimos su sentido. »Me informó sobre lo que me había
sucedido. Sonrió misteriosamente. » - Nada grave. Una irritación aguda de
los nervios - agregó en voz baja, luego de mirar detenidamente en su derredor
-. Muy comprensible, al fin y al cabo. ¿Desde
el trece de marzo, verdad? »Asentí con un movimiento de cabeza. « - No me maravilla, con esos métodos -
murmur6 -. No es usted el primero. Pero no se preocupe. »Por el modo tranquilizador de decirme
todo eso en voz baja y por su mirada apaciguadora comprendía que, atendido
por ese médico, me encontraba en buenas manos. »Dos días después, el bondadoso galeno
me dijo con bastante franqueza lo que había ocurrido. El centinela me había
oído gritar en mi encierro y creído, en un principio, que alguien había
penetrado y que yo peleaba con ese supuesto intruso. Pero en cuanto apareció
en la puerta, me había abalanzado sobre él, llenándole de denuestos y gritos
al tenor de "¡Mueva de una vez,
maldito cobarde!", tratando de asirle por la garganta y zamarreándolo
tan reciamente que tuvo que pedir socorro. Cuando luego se me arrastró en ese
estado de demencia a la revisión médica, me había desasido de repente y
corrido hacia la ventana del corredor, rompiendo el vidrio y cortándome entonces
las manos; aún puede usted reconocer aquí la profunda cicatriz. Pasé las
primeras noches en el hospital en una especie de fiebre cerebral, pero a la
sazón, declaró el médico, encontraba clara y normal mi sensibilidad. » - Desde luego - agregó -, será mejor
que no lo diga a esos señores, porque de lo contrario serían capaces de
volver a llevarle allá. Cuente usted conmigo. Haré todo cuanto esté a mi
alcance. »Desconozco los informes que a mi
respecto entregó aquel médico caritativo a mis torturadores. Sólo sé que
consiguió de una manera u otra lo que se había propuesto: mi liberación.
Tanto puede ser que me haya declarado irresponsable como que entretanto la
Gestapo haya perdido todo interés en mi persona, dado que para ese tiempo
Hitler había ocupado Checoslovaquia, con lo cual el "caso Austria"
quedaba resuelto y concluido para él. Sólo se me exigió, pues, que firmase el
compromiso de abandonar nuestra patria en el término de quince días, y en esa
quincena estuve tan atareado con las mil formalidades que hoy en día debe
cumplir el ciudadano del mundo de antaño para poder salir de su país -
documentos militares, policía, impuestos, pasaportes, visaciones, certificado
de salud - que no me quedó tiempo para pensar mucho en lo ocurrido. Parece
que en nuestro cerebro obran fuerzas misteriosamente reguladores que eliminan
automáticamente cuanto puede resultarle molesto y peligroso a nuestra alma,
porque siempre que quiero recordar el tiempo de mi prisión se apaga la luz en
mi cerebro, por así decirlo; sólo al cabo de muchas semanas, en realidad sólo
aquí a bordo, he tenido el valor de recordar lo que me había sucedido. »Ahora usted comprenderá acaso por qué
razón me comporté ante sus amigos tan incorrecta y acaso hasta
incomprensiblemente. Fue mera casualidad que atravesara el salón de fumar
cuando sus amigos estaban entretenidos jugando al ajedrez; al verlos, me
sentí instintivamente paralizado de sorpresa y terror. Pues debe usted saber
que había olvidado por entero que se puede jugar al ajedrez con un tablero
real y con piezas verdaderas; había olvidado que en ese juego dos personas
absolutamente distintas se hallan sentadas. excitadas, una frente a la otra.
Necesité, cabalmente, varios minutos para darme cuenta de que aquellos
jugadores hacían, en el fondo, lo mismo que en mi desamparo había tratado
durante meses de hacer contra mí mismo. Los signos de los cuales me había
servido durante mis furiosos ejercicios, sólo eran un sustituto de aquellas
piezas de hueso. La sorpresa que experimenté al comprobar que esa manera de
mover las piezas sobre el tablero era la misma que mi actividad imaginaría en
el espacio especulativo, se parecía posiblemente a la de un astrónomo que
calculara con los métodos más complicados, sobre el papel, la existencia de
un planeta nuevo, y luego lo viera efectivamente en el cielo como estrella
blanca, clara, sustancial. Me quedé como atraído por un imán, mirando
fijamente el tablero, y allí vi mis esquemas, los alfiles, peones, reyes y
torres, convertidos en figuras tangibles talladas en hueso. Para abarcar la
partida con la vista, hube de transferirla involuntariamente de mi mundo
abstracto de cifras al de las figuras movibles. Poco a poco me venció la
curiosidad y quise observar ese juego real entre dos contrincantes. Entonces
ocurrió ese molesto desliz mío, el que, olvidándome de la más elemental
cortesía, interviniese en su partida. Pero aquel movimiento equivocado del
amigo suyo me hirió como una puñalada en el corazón. Le retuve en un acto
puramente instintivo, un movimiento impulsivo comparable al que se efectúa
cuando sin pensarlo se agarra a un niño que se inclina sobre una balaustrada.
Sólo más tarde me di cuenta de la zafia falta de tacto que había cometido al
entremeterme en el juego.» Me faltó tiempo para asegurarle al doctor
B. que todos estábamos encantados de deber a esa casualidad el gusto de
conocerle, y que, después de todo lo que acababa de confesarme, me resultaría
doblemente interesante poder verle jugar al día siguiente en el improvisado
torneo. El doctor B. hizo un gesto revelador de cierta inquietud. - No, no espere usted demasiadas cosas.
No debe ser para mí más que un ensayo..., una prueba..., para cerciorarme si
en realidad soy capaz de jugar una partida de ajedrez normal, una partida
sobre un tablero real con piezas tangibles y un contrincante viviente...,
porque ahora se acrecienta cada vez más la duda de si aquellas partidas,
aquellas centenares y acaso millares de partidas que había jugado, eran en
verdad auténticas partidas de ajedrez o si sólo eran una suerte de ajedrez de
sueños, juegos de la fiebre, un ajedrez febril en que, como en los sueños,
saltaba peldaños intermedios. Supongo que usted no espera en serio de mí que
pretenda establecer superioridades con un campeón y, por añadidura, nada
menos que con el actual campeón mundial. Lo que me interesa e intriga es nada
más que la curiosidad, el deseo de comprobar si lo que hacía en mi encierro
eran todavía juegos de ajedrez o si ya era locura, si entonces me encontraba
a un paso del escollo peligroso o si ya estaba más allá del mismo ... ; eso
únicamente, nada más que eso. En ese momento se oyó en un extremo del
barco el gong que convocaba a la cena. Debimos haber estado charlando casi
dos horas. Lo que aquí reproduzco es sólo un resumen de lo que me contó el
doctor B., quien abundó en pormenores mucho más explícitos. Le manifesté mi
cordial agradecimiento y me despedí. Pero aún no había recorrido toda la
cubierta, cuando siguiéndome a grandes pasos me alcanzó para agregar todavía,
visiblemente nervioso y hasta tartamudeando un poco: - ¡Otra
cosa! Haga usted el favor de decir a los señores, de antemano, para que luego
no parezca descortés, que jugaré una sola partida... Quiero que no sea más
que el punto y raya final de una cuenta vieja..., un definitivo remate y no
un recomenzar... No quisiera sucumbir por segunda vez a esa apasionada fiebre
de juego que me espanta al sólo recordarla..., y, además..., el médico me
previno aquella vez..., me advirtió expresamente... Todo el que alguna vez ha
sufrido una manía se halla en peligro constante... y el que ha sufrido una
intoxicación ajedrecística..., aunque luego se haya curado..., hará mejor en
no acercarse a ningún tablero... Usted comprende, ¿verdad?...
Una sola partida que me sirva de ensayo a mí mismo y nada más. Al día siguiente, puntualmente a la
hora convenida, las tres, nos encontrábamos todos reunidos en el salón de
fumar. Todavía se habían agregado a nuestro grupo otros dos aficionados al
juego de los reyes, dos oficiales de a bordo que habían solicitado licencia
expresamente para poder asistir, en calidad de espectadores, a aquel
encuentro. Ni siquiera Czentovic se hizo esperar, como el día anterior, y
después de la obligada elección de los colores, empezó la memorable partida
de aquel homo obscurissimus contra el célebre campeón mundial. Lamento que
haya sido jugada para espectadores absolutamente incompetentes y que su
desarrollo se haya perdido para los anales del arte del ajedrez, del mismo
modo que para el arte de la música están perdidas las improvisaciones al
piano de un Beethoven. Es cierto que entre todos tratamos de reconstruir de
memoria esa partida en los días siguientes, pero fue en vano; se me ocurre
que durante ella debemos haber concentrado nuestra atención con demasiado
apasionamiento e interés, en los jugadores, en vez de fijarla en el mismo
juego. Y eso sucedía porque el manifiesto contraste intelectual en las
actitudes de ambos contrincantes, adquiría durante la partida cada vez mayor
plasticidad corporal. Czentovic, el rutinario, permaneció durante todo el
tiempo inmóvil como una piedra; con los ojos severa y fijamente clavados en
el tablero; la reflexión parecía constituir para él un esfuerzo casi físico,
que obligaba a todos sus órganos a la máxima concentración. El doctor B., en cambio,
se movía con toda flexibilidad y soltura. Como verdadero aficionado, que
juega sólo por el deleite inherente al juego mismo, no se esforzó; su cuerpo
quedaba en distensión; nos hablaba durante las pausas para darnos
explicaciones; encendía con mano fácil un cigarrillo y sólo miraba el
tablero, por espacio de un minuto, cuando le tocaba el turno de mover una
pieza. Siempre daba la impresión de haber estado esperando de antemano la
jugada de su contrario. Los tradicionales movimientos de
apertura se sucedían con bastante rapidez. Sólo después de la séptima u
octava jugada, túvose la impresión de que se desarrollaba sobre el tablero
algo así como un plan determinado. Czentovic se tomaba más tiempo para
reflexionar; esto nos daba la pauta de que se iniciaba la verdadera lucha por
la superioridad. Mas, en honor de la verdad, hay que decir que el planteo
paulatino de la situación, como toda partida de verdadero torneo, significaba
para nosotros, por legos, una desilusión. Porque cuanto más se entremezclaban
las piezas, formando un raro dibujo, tanto más impenetrable nos resultaba la
verdadera situación. No llegábamos a barruntar las intenciones de ninguno de
los contrincantes; ni sabíamos apreciar tampoco cuál de los dos había
alcanzado una ventaja. Sólo vimos determinadas piezas avanzar a modo de
palancas con el propósito de separar el frente enemigo, pero - dado que esos
jugadores versadísimos precombinaban siempre varias jugadas - no lográbamos
captar el objetivo estratégico de aquel ir y venir. A ello se agregaba,
paulatinamente, un cansancio que paralizaba nuestra atención y que era debido
sobre todo a los interminables intervalos de reflexión de Czentovic, los que
también empezaban a irritar visiblemente a nuestro amigo. Observé azorado que
cuanto más se prolongaba la partida, más inquieto se movía en su asiento; ora
encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro, ora tomando un lápiz para
anotar algo. Luego pidió agua mineral, que bebió ávidamente, vaso tras vaso.
Era evidente que combinaba con una rapidez cien veces mayor que Czentovic.
Cada vez que éste se decidía, al cabo de larga reflexión, a mover una pieza
con su mano pesada, nuestro amigo sólo sonreía, como quien ve que se cumple
algo que había estado esperando desde mucho antes, y respondía casi
instantáneamente. Su inteligencia viva y pronta debe haberle permitido
calcular mentalmente con anticipación todas las posibilidades de que disponía
su adversario; cuanto más tardaban las decisiones de Czentovic, tanto más
aumentaba por esa misma razón su impaciencia, y en sus labios apretados se
dibujaba, durante la larga espera, un gesto molesto, casi hostil. Pero
Czentovic no mostraba el menor apresuramiento. Pensaba, mudo y terco, e
intercalaba pausas cada vez más prolongadas, a medida que las piezas desaparecían
del tablero. Cuando se hizo la cuadragesimasegunda jugada - y para entonces
ya habían transcurrido dos horas y tres cuartos -, todos estábamos sentados,
con fatiga y casi sin interés, en torno a la mesa de juego. Uno de los
oficiales de a bordo ya se había retirado; otro de los espectadores se había
procurado un libro y lo leía, levantando la vista nada más que por un
instante cada vez que se producía un cambio en el tablero. Al hacer entonces
Czentovic una jugada, ocurrió lo inesperado. Tan pronto como el doctor B.
observó que su contrario tocaba el alfil para adelantarlo, se encogió como un
gato que se dispone a dar un salto. Todo su cuerpo temblaba, y no bien
Czentovic hubo movido el alfil, dijo triunfante y en alta voz: - ¡Muy
bien! ¡Ya está listo! Al instante se reclinó, cruzó los
brazos sobre el pecho y miró a Czentovic con expresión de desafío. En sus
pupilas hablase encendido una luz brillante. Todos nos inclinamos instintivamente
sobre el tablero, para comprender el movimiento tan triunfalmente anunciado.
A primera vista, no podía reconocerse ninguna amenaza directa. La expresión
de nuestro amigo debía referirse, pues, a un desarrollo ulterior que, como
aficionados de cortos alcances aún no sabíamos calcular. Czentovic era el
único entre todos nosotros que no se había movido ante aquel anuncio
provocativo; se quedó impasible, como si no hubiese llegado a oír el
injuriante "listo". Nada sucedió. Como todos conteníamos sin querer
la respiración, oíase de repente el tictac del reloj que había sido colocado
sobre la mesa para medir el tiempo de cada jugada. Pasaron tres minutos,
siete minutos, ocho, y Czentovic seguía sin moverse. Pero yo tenía la idea de
que el esfuerzo mental achataba más aun su gruesa nariz. La muda espera le
parecía a nuestro amigo tan insoportable como a nosotros mismos. Levantóse de
pronto, comenzó a pasearse por el salón, con lentitud primero y luego cada
vez más rápidamente. Todos le miramos un tanto asombrados, pero nadie con más
azoramiento que yo, porque llamó mi atención el que a pesar de toda la
violencia, sus pasos, en ese ir y venir nervioso, medían siempre el mismo
espacio. Era como si en medio del vasto salón hubiese chocado contra una
barrera invisible que le obligaba a volver. Y espantado reconocí que su caminata
reproducía inconscientemente la medida de su encierro de otro tiempo;
exactamente así debía haber ocurrido arriba y abajo en los meses de su
reclusión, como un animal enjaulado, con los puños cerrados como en aquellos
instantes, convulso, con los hombros encogidos; así y sólo así debía haber
caminado mil veces, con las luces rojas de la demencia en la mirada fija y no
obstante febril. Sin embargo, su capacidad parecía mantenerse perfectamente
intacta, porque de cuando en cuando se dirigía impaciente a la mesa para
averiguar si, entretanto, Czentovic ya había tomado una determinación. Pero
pasaron nueve, diez minutos. Por fin ocurrió lo que ninguno de nosotros había
esperado. Czentovic levantó lentamente la pesada mano que hasta entonces
había quedado inmóvil sobre la mesa. Todos le mirábamos atentos a la espera
de su decisión. Pero Czentovic no realizó ninguna jugada, sino que limpió el
tablero de piezas, con ademán resuelto aunque pausado. Sólo entonces
comprendimos: Czentovic había abandonado la partida. Había capitulado para no
exponerse a un jaque mate visible, en presencia de todos nosotros. Había
ocurrido lo inverosímil: el campeón mundial, ganador de infinidad de torneos,
se declaraba tácitamente vencido por un desconocido, un hombre que en veinte o
veinticinco años no había tocado una pieza de ajedrez. Nuestro amigo, el
hombre anónimo, ignorado, ¡había vencido en
lucha abierta al jugador de ajedrez más competente del mundo! Sin darnos cuenta, nos habíamos
levantado uno después del otro, movidos por la excitación. Cada cual tenía la
sensación de que nos correspondía decir o hacer algo para dar rienda suelta a
nuestra gozosa sorpresa. El único que no perdió su aplomo ni su calma era
Czentovic. Sólo al cabo de una pausa estudiada midió a nuestro amigo con una
mirada dura: - ¿Otra
partida? - preguntó. - Desde luego - contestó el doctor B.
con un entusiasmo que me resultó desagradable; y antes de que pudiese
recordarle su propósito de no jugar más que una sola partida, volvió a sentarse
y a ordenar de nuevo las piezas con un apresuramiento febril. Tan aturdido
las colocó que por dos veces se le deslizó un peón de entre los dedos,
cayendo al suelo. A la vista de su excitación anormal, mi malestar del primer
momento se transformó en una especie de temor. Porque, en efecto, una
agitación visible se había adueñado de aquel hombre, hasta entonces tan
tranquilo y sereno; su boca se contraía cada vez con mayor frecuencia,
convulsivamente, y su cuerpo temblaba como sacudido por una fiebre repentina.
- ¡No!
- le dije en voz baja -. ¡Ahora no! Déjelo por
hoy. Basta. Eso le cansa demasiado. - ¿Cansarme?
¡Vamos! - contestó riendo sonora y
maliciosamente -. Hubiera podido jugar diecisiete partidas en el tiempo que
necesitamos para esa partida vagabunda. Lo único que me cuesta un esfuerzo es
no quedarme dormido a ese paso... ¡Bien!
¡Empiece de una buena vez! Esas últimas palabras las dijo en tono
brusco, casi vehemente, dirigiéndose a Czentovic. Este le miró tranquilo y
aplomado, pero en su mirada pétrea ya había algo de un puño cerrado. De
pronto se percibió un algo indefinible entre los dos contrarios: una tensión
peligrosa, un odio apasionado. Ya no eran dos contrincantes que medían su
capacidad en el juego, sino dos adversarios que se habían jurado aniquilarse
mutuamente. Czentovic tardó mucho en abrir el juego, y tuve la clara
sensación de que titubeaba deliberadamente. Táctico experto, se había dado
cuenta, evidentemente, de que con su lentitud, más que con otra cosa
cualquiera, cansaba e irritaba al contrario. Empleó pues, nada menos que
cuatro minutos para hacer la primera jugada, la más simple, la más corriente,
adelantando el peón de rey por las dos casillas habituales. Nuestro amigo
replicó inmediatamente, moviendo el peón de rey en el mismo sentido; pero de
nuevo Czentovic hizo una pausa larguísima, casi insoportable. Era como cuando
cae un rayo poderoso y se espera, angustiado, con el corazón agitado, el
trueno, y el trueno no acaba y no acaba de producirse. Reflexionaba muda,
obstinadamente y, según yo notaba con certeza cada vez mayor, con maliciosa
lentitud; lo que me dio harto tiempo para observar al doctor B. Este acababa
de tomar de un trago un tercer vaso de agua, recordándome así sin querer
cuanto me había dicho respecto a la sed de fiebre que padeciera en su
encierro. Se revelaban nítidamente todos los síntomas de la excitación
anormal; vi humedecerse su frente, y ponerse cada vez más roja y marcada la
cicatriz de su mano. Pero aún se dominaba. Sólo cuando Czentovic volvió a tomarse
infinito tiempo para la cuarta jugada, perdió la serenidad, gritándole de
repente: - ¡Pero
juegue ya de una buena vez! Czentovic levantó fríamente la vista: - Tengo entendido que hemos concertado
un plazo de diez minutos por jugada. Es uno de mis principios no jugar en
menos tiempo. El doctor B. se mordió los labios; bajo
la mesa, la suela de su zapato golpeaba cada vez más nerviosamente contra el
piso, y mi excitación también aumentaba, pues presentía que iba a ocurrir
algo desagradable. En efecto, al octavo movimiento, se produjo un incidente.
El doctor B., cada vez menos dueño de sí mismo, no pudo ya reprimir su
tensión, y moviéndose en la silla de un lado para el otro, comenzó, sin darse
cuenta, a tamborilear con los dedos sobre la mesa. De nuevo Czentovic levantó su pesada
cabeza de aldeano. - Le ruego quiera abstenerse de
tamborilear. Me molesta. No puedo jugar así. - ¡Ja,
ja! - rió el doctor B. secamente -. A la vista está. Czentovic se puso colorado. - ¿Qué
quiere usted decir con eso? - preguntó cortante y enojado. El, doctor B. volvió a reír breve y
maliciosamente. - Nada. Que, a lo que parece, está
usted nervioso. Czentovic se calló y bajó la cabeza.
Sólo al término de diez minutos efectuó el movimiento siguiente, y con ese
ritmo letal prosiguió todo el juego. Acabó por aprovechar cada vez el máximo
de tiempo convenido antes de proceder a una jugada, y el comportamiento de
nuestro amigo se volvía más extraño de intervalo en intervalo. Daba la
impresión de no interesarse ya por el partido, sino de pensar en cosas
absolutamente distintas. Esta vez no corrió alocadamente arriba y abajo, que
se quedó tranquilamente sentado, sin moverse de su lugar. Con la mirada fija
y ausente en el vacío, murmuraba sin cesar palabras incomprensibles; o se
perdía en infinitas combinaciones o elaboraba - eso era lo que íntimamente
sospeché - partidas diferentes, porque cada vez que Czentovic se decidía
finalmente a jugar había que volverle de su ausencia mental. Necesitaba
entonces, cada vez, unos minutos para orientarse de nuevo sobre la situación
en el tablero; así iba afianzándose en mí la sospecha de que el doctor B. se
había olvidado hacía rato ya de Czentovic y de nosotros, hundiéndose en esa
forma fría de la locura que podía de un momento a otro manifestarse en
cualquier forma de violencia. Y, en efecto, la crisis se produjo al llegar la
decimonovena jugada. Apenas Czentovic había movido su pieza, el doctor B.
adelantó el alfil en tres escaques, sin mirar el tablero y gritó con tanta
fuerza que todos nos sobresaltamos: - ¡Jaque!
¡Jaque al rey! Inmediatamente miramos todos el
tablero, curiosos por descubrir una jugada extraordinaria. Pero al cabo de un
minuto sucedió lo que ninguno de nosotros había podido esperar. Czentovic
alzó la cabeza lenta, muy lentamente y - cosa que nunca había hecho - nos
miró a todos, uno por uno. Parecía gozar inconmensurablemente de algo, porque
poco a poco se dibujó en sus labios una sonrisa de satisfacción y de evidente
burla. Sólo después de haber saboreado hasta el extremo ese su triunfo,
inexplicable todavía para nosotros, se dirigió con simulada cortesía a la
concurrencia: - Lo siento..., pero no veo ningún
jaque. ¿Acaso uno de los
señores ve un jaque a mi rey? Volvimos a mirar el tablero y luego,
preocupados, al doctor B. Un niño podía ver que el cuadro ocupado por el rey
de Czentovic estaba, en efecto, protegido por un peón contra el alfil, de
modo que no era posible dar jaque a ese rey. Nos azoramos. ¿Acaso
nuestro amigo había llevado su pieza una casilla demasiado lejos o la había
dejado demasiado cerca en su aturdimiento? Como nuestro silencio llamase la
atención del doctor B., éste también miró el tablero y empezó a tartamudear
con violencia: - ¡,Pero
si el rey debe estar en f7!... Está mal colocado..., completamente mal ¡Usted
movió mal! Todo está fuera de su lugar... El peón debe estar sobre g5 y no
sobre 4... Pero ¡si ésta es una
partida completamente distinta! Esto es... Se interrumpió de súbito. Yo le había
asido con fuerza del brazo y hasta pellizcado, quizá, con tanto rigor, que
hubo de sentirlo no obstante su febril confusión, pues se dio vuelta y me
miró de hito en hito, como sonámbulo: - ¿Qué...,
qué quiere usted? No dije más que "remember", y
pasé al mismo tiempo el dedo sobre la cicatriz de su mano. El doctor B.
siguió involuntariamente ese gesto y pasó una mirada vidriosa sobre la marca
encarnada. Luego empezó de pronto a temblar y un escalofrío recorrió todo su
cuerpo. Empalidecieron sus labios y murmuró: - ¡Por
el amor de Dios!... ¿Acabo de decir o de
hacer un disparate?... ¿ Acaso volví a...? - No - contesté en voz baja -. Pero
debe interrumpir la partida en el acto, sin falta... ¡Recuerde
lo que le dijo el médico! El doctor B. se levantó como movido por
un resorte. - Perdone usted mi error tan torpe -
dijo con su habitual voz y cortesía, inclinándose ante Czentovic -. Lo que
acabo de decir es, naturalmente, un puro dislate. La partida es suya, desde
luego. En seguida, volviéndose a nosotros,
agregó: - También debo pedir perdón a los señores.
Pero les advertí de antemano que no cifrasen grandes esperanzas en mí.
Disculpen la plancha... Ha sido la última vez que pruebe suerte en el
ajedrez. Hizo una reverencia y se alejó del
mismo modo, modesto y misterioso, con que había aparecido la primera vez.
Sólo yo sabía por qué ese hombre nunca más volvería a tocar una pieza de
ajedrez, en tanto que los demás se quedaban un poco perplejos, con la
incierta sensación de haberse escapado a duras penas de un episodio ingrato y
acaso peligroso. - Damned fool - rezongó
McConnor, desencantado. El último en levantarse de su asiento
fue Czentovic, quien paseó todavía una última mirada sobre la partida a medio
terminar. - Lástima - dijo magnánimamente -. El
ataque no estaba mal dispuesto. Considerando que se trata de un aficionado,
es justicia decir que ese caballero posee, en realidad, condiciones
excepcionales. FIN Nota: Stefan
Zweig crea la palabra ernsten, en contraposición a spielen, o
sea seriar, en oposición a jugar. Se agradece la donación de este
libro a Librodot |