Julio Arboleda

Selección de Julio Arboleda

 

 

GONZALO DE OYÓN (fragmentos)

 

PUBENZA

Dulce como la parda cervatilla,

Que el cuello tiende entre el nativo helecho,

Y a la vista del can, yace en acecho,

Con sus ojos de púdico temor;

Pura como la cándida paloma

Que de la fuente límpida al murmullo,

Oye, al beber, el inocente arrullo,

Primer anuncio de ignorado amor;

 

Bella como la rosa, que temprana,

Al despuntar benigna primavera,

Modesta ostenta, virginal, primera,

Su belleza en el campo, sin rival;

Tierna como la tórtola amorosa,

Que arrulla viuda, y de su bien perdido

La dura ausencia en solitario nido

Llora, y lamenta su incurable amor;

 

Brillante como el sol, cuando refleja

Sus rayos el cristal de la montaña,

Si ni la lluvia, ni la nube empaña

Su naciente purísimo esplendor;

Majestuosa cual palma que se eleva,

Y ostenta en la vastísima llanura

Su corona imperial y su hermosura,

Desafiando el rayo del Señor.

 

Pero en su frente pálida vagaban

El dolor y la negra pesadumbre,

Y de sus ojos la apacible lumbre

Empañaba una lágrima fugaz;

Y la vida arrastraba silenciosa

Devorando su mísero tormento,

Porque al alma gentil ¡ay! ni un momento

Otorgó Dios de plácido solaz.

 

He aquí a Pubenza; en ella el alma, todo

Respira amor, pureza y hermosura;

El hechizo en sus ojos, la dulzura

Vaga sobre sus labios de clavel;

Juega el blando placer modestamente

Con las esbeltas formas de la indiana;

India en amar, en resistir cristiana,

Era en su pecho la virtud dosel.

 

 

EL CABALLO

 

¡Vén, mi alazán! —

Y rápido se arroja

Sobre el corcel; le aguija con fiereza,

Y atraviesa veloz por la maleza,

Desesperado y de la muerte en pos.

Por sobre arbustos, zarzas, ramas, troncos,

El caballo frenético se lanza.

En alas del temor y la esperanza

Van corcel y jinete. ¡Adiós! ¡Adiós!

Salva el caballo a saltos los arroyos

Llevando entre los dientes el bocado,

Y, del rudo acicate atormentado,

Va su escape aumentando sin cesar:

La rienda tesa con entrambas manos

Lleva el jinete; la entreabierta boca

Del fogoso animal los pechos toca,

Y su hirviente nariz se oye tronar.

 

Hay en el corazón de la montaña

Raudo torrente, que de breña en breña,

De una sima a otra sima se despeña,

Y como en un sepulcro va a correr.

Ronco, rodando, y turbulento siempre,

Estrella sus hirvientes borbotones

Sobre enormes y negros pedrejones,

y conviértese en nieblas al caer.

 

Ante la masa de sus turbias ondas

Que al abismo frenéticas descienden,

Aquellas nieblas móviles extienden

Un velo denso de flotante tul;

Y al través de sus pliegues misteriosos

Vese relampaguear la catarata

Cuando, en rápidas ráfagas, desata

Y mece el viento el cortinaje azul.

 

Del hondo lecho, al uno y otro lado

Alzan dos rocas sus excelsas crestas,

Ocultando sus frentes contrapuestas

De nubes tempestuosas al vapor:

El águila imperial la cima alcanza,

Y en sus cavernas lóbregas anida:

En el bajo peñasco halla acogida

Para su prole impávido, el condor.

En la inferior región, el triste búho,

Cual visión vaga que la noche exhala,

Leve despliega de fantasma el ala,

Y halla en las sombras lóbrego solaz.

Y hacia el borde empinado de esa roca

Que la profunda cavidad domina,

El español frenético encamina

Del noble potro la carrera audaz.

 

Álzase entre la selva estéril risco

Desprovisto de arbustos y de grama,

Do, por senda torcida, se derrama

La arena, y forma vasto caracol.

Por allí va Gonzalo, y con esfuerzo

Súbito al potro en la pendiente para,

Y cual si un enemigo divisara

Lleva la diestra al sable el español.

 

Al rayo de la luna que dibuja

Su luenga sombra en la pardusca roca,

Vese mover su convulsiva boca,

Y su faz cadavérica vibrar.

Mas luego con desdén suelta el acero,

Al estrellado firmamento mira,

Y con la mano trémula de ira

A los cielos parece amenazar.

 

¡Mas vedlo allí!¡Que ya otra vez asoma

Dominando el altísimo peñasco!

¡Oh! ¡Cuál relumbra el argentado casco

Sobre el manto de negro vellorí!

¡Adiós! ¡Adiós! ¡que rápido galopa,

El corcel empujado hacia el abismo!

¡Adiós! ¡Adiós! ¡que en un instante mismo

Muerte y alivio va a buscar allí!

Ya llega al precipicio, ya en la orilla

Contempla ufano el vórtice profundo

De la sima espantosa, do iracundo

Hierve el torrente en turbio borbotón

—¡A morir!— grita en éxtasis demente;

Pero ante el borde, que a su peso cede,

El caballo espantado retrocede

Sordo a la brida, sordo al aguijón:

 

Saltado el ojo, eriza la melena,

La espesa cola encoge zozobrado;

Tiembla de pies y manos azogado;

Bufa poniendo en arco la cerviz:

La inquieta oreja hacia el peligro vuelta,

Y el ancho pecho cándido de espuma,

Brota de fuego una radiante pluma

De la convulsa, anchísima nariz.

 

Las ijadas rasgándole a espolazos,

—¡Oh! mil veces cobarde y maldecido

— Exclama el castellano enfurecido:

—¡Quieras o no, conmigo morirás!

— Y al acero llevando la ímpia diestra

Va a desnudarle, el alazán lo siente,

Y partiendo al sonido, de repente,

Salta a derecha, a izquierda, al frente, atrás.

 

Ya en el pie sostenido, ya en la mano,

En corcovos listísimos se mueve;

No hay posición que rápido no pruebe;

Siempre en el aire estremecido va:

Contra la roca, el pedrejón, el tronco,

Se azota y se alza, y clávase, y palpita,

Y bufa ronco, y la cerviz agita;

Mas siempre a plomo el castellano está.

En la izquierda la rienda, en el estribo

Firme la planta, amargo sonreía,

Y con la diestra la cerviz le hería

Despreciando su vano frenesí...

Mas ¡ay! la planta en una grieta oscura

Hunde el caballo, y se desploma, y rueda,

Y herido, opreso, ensangrentado queda,

Bajo su peso, el caballero allí.

 

Rueda por largo trecho enmarañado

Entre el arzón y estribo maldiciendo;

Sordo retumba el monte al bronco estruendo,

Y húndese el mundo en sepulcral pavor.

Las alas leves al silencio extiende,

Sobre él desciende a guisa de fantasma,

Y acento, aliento y pensamiento pasma,

Ahogando entre la síncope el dolor.

 

¡Hele allí bajo el manto de la noche!

¡Entre el ser y la nada suspendido!

¡Sin el corcel, que en libertad ha huido!

¡Con la vida! ¡no ha podido ni morir!

¡Sin orgullo! ¡que el alma está marchita!

¡Sin descanso! en desmayo solamente;

Que no descansa quien dolor no siente,

Sin morir, sin pensar y sin vivir!

 

 

NUNCA TE HABLÉ

 

Nunca te hablé... Si acaso los reflejos

de tus ojos llegaron desde lejos

mis fascinados ojos a ofuscar,

de tu mirada ardiente, aunque tranquila

no se atrevió mi tímida pupila

los quemadores rayos a encontrar.

 

Nunca en mi oído resonó tu acento:

si de tu labio el vivo movimiento

y tu expresión angélica admiré;

al contemplar tu gracia y tu belleza,

oculta entre mis manos mi cabeza,

tus atractivos mágicos burlé.

 

Eres un sueño para mí.

A la lumbre del teatro,

entre densa muchedumbre,

tus seductoras formas descubrí;

mas si evité tu acento y tu mirada,

quedóse en mi alma la impresión grabada

de la mujer fantástica que vi.

 

Y desde entonces, aunque de ti me alejo,

mi memoria de fuego es el espejo

do tu imagen se viene a reflejar:

y goza mi rebelde pensamiento en darle vida,

en inspirarle acento, ay! y en idolatrarla a mi pesar.

 

Quizá será mejor! En el misterio

la mujer, como Dios, tiene su imperio

y la duda alimenta al corazón...

No rasgue el velo mi profana diestra

que oculta a la mujer y al ángel muestra

y me deja en poder de mi ilusión!

 

Tiemblo al quererte oír. Deja que tema,

porque acaso tu acento también quema

y a consumir mi corazón vendrá;

mi corazón por el dolor gastado,

que, a un oscuro rincón ya relegado,

entre ceniza y lágrimas está.

 

Porque, a la luz y a la belleza esquivo,

yo, como el búho, en los escombros vivo

de las pasiones que por fin vencí.

Y en mi lóbrego albergue estremecido sólo aspiro

a la paz que da el olvido,

ya que el amor y el mundo huyen de mí.

 

Y jamas te hablará. Pero consiente

que aquí estas líneas dejé reverente

en señal, no de amor, de admiración.

Las escribo sin fe, sin esperanza,

aunque, donde el cariño no se alcanza,

alcánzase el desprecio u el perdón.