La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

José Santos González Vera
Alhué (12)

LA SEMANA DEL SEÑOR
Durante el año, las gentes vivían sólo con algunos de sus sentidos. No se conmovían, no se entusiasmaban ni consagraban siquiera un minuto al espíritu; pero apenas llegaba la Semana Santa, las fisonomías más brutales y despreocupadas se metamorfoseaban. El gran recuerdo, que en el resto del año no generaba ninguna buena acción, bajo el sol de esos seis días encendía todas las almas.
Las mujeres locuaces apretaban los labios, se contenían los golosos, los avaros se apiadaban un poco, retornaban a la amistad los enemigos, rompían sus vasos los ebrios consuetudinarios y todos enderezaban su conducta.
El sacrificio de Jesús se rejuvenecía. Todos hablaban como de un hecho ocurrido en el mismo pueblo unos pocos años antes. Y los personajes vinculados al Señor eran citados como si se tratase de vecinos ya muertos.
Jesús era para ellos uno de esos raros patrones bondadosos. En cambio, quienes le entregaron y dieron muerte, eran odiados como enemigos personales.
En Alhué no se sabía que Jesús fue un judío de origen humilde y, sobre todo, un condensador de la doble aversión que los mismos judíos pobres comenzaban a sentir contra la dominación romana y la complicidad de su propia Iglesia.
Los vecinos, y las mujeres más señaladamente, aseguraban que los judíos formaban una casta de sujetos abominables, usados por el Demonio para profanar las cosas sagradas y sembrar el mal.
Loreto decía que estaban diseminados por todos los pueblos y que se valían de mil artimañas para realizar sus atroces deseos. Si alguno tenía negocio, se esforzaba en crearse una clientela de monjas y curas, a fin de eliminarlos mediante el suministro de Otros, aparentando la mayor devoción, iban a comulgar y conservaban la hostia entre los labios. Y apenas estaban al amparo de sus casas, la arrojaban al suelo y la ultrajaban pisoteándola.
Existía el recuerdo de uno que la puso a hervir. La hostia sangró y sangró. La sangre rebasó de la olla. Se extendió por el suelo, ganó los muros y comenzó a subir, a subir... El judío, que inició su tarea con gran regocijo, perdió la cabeza ante tamaño m La onda de misticismo que envolvía a hombres y mujeres permitía gozar a los niños de cuanta libertad querían. Dentro de la semana, nadie les tocaba, aunque lo trastornasen todo.
Empero, cuando causaban a sus madres demasiada irritación, éstas advertíanles en tono piadoso:
-Hagan cuanto quieran; pero no vayan a creer que esta semana es eterna.
Y sabían cumplir sus promesas. Apenas comenzaban los días ordinarios, al primer desliz, los chicos eran azotados con pulso firme y buena voluntad.
Desde la mañana del lunes, la iglesia permanecía abierta. La gente del pueblo, y los núcleos de campesinos que llegaban de los fundos inmediatos, pasaban las horas, de rodillas, rezando incesantemente para lavarse de sus insignificantes pecados.
El cura era la víctima de esa semana, porque, fuera de las misas y sermones, debía recibir la confesión de cuanto majadero había en la aldea.
Se entornaban las puertas al oscurecer y la iluminación quedaba reducida a dos lamparillas verdes, cuyas mortecinas luces se ahogaban en la gran sombra de la nave.
Los penitentes, después de recitar muchas oraciones antiguas, se desabrochaban los vestidos y se azotaban con cierto grave ritmo. El áspero chasquido de las disciplinas alternaba con explosiones de quejidos y lamentos que subían hasta las santas figuras p Este concierto, místico y espontáneo, nacido en las tinieblas, nos causaba, a los que nos quedábamos en el contorno, una impresión de pesadilla.
Apenas las campanas eran echadas a vuelo para anunciar la resurrección del Señor, se esfumaban las caretas místicas y los rostros volvían a sonreír con la pesada alegría habitual.
El domingo era el día de la venganza. Un día azul que invitaba a irse por el camino del bosque, seguir el sendero ondulante de la montaña, o fundirse en el puro silencio del campo; pero, como era la hora tradicional de la venganza, el pueblo se apiñaba de Nunca se congregaba mayor número de personas. Los chiquillos corrían de una a otra parte de la calle. Los huasos alineaban sus caballos hasta la plaza, y las mujeres, todas las mujeres del pueblo, enmantadas e inmóviles, repasaban las cuentas de sus rosar A una hora dada, se alzaba el grita unánime:
-¡Ya viene el carro!
Entonces se producía el gran silencio acostumbrado y anual.
Casi perdido en el camino aparecía un pequeño carro sin toldo, tirado por el asno del municipio.
El tal asno era el personaje más desocupado de la aldea. Iba de una calle a otra comiendo hierbas. No ocasionaba gasto ni prestaba ningún servicio regular.
Para que el sacrificio se verificase protocolarmente, había que uncirlo desde el alba. Al principio se entregaba a una pateadura delirante; pero como romper las varas no era empresa fácil, optaba por echarse al suelo y quedar petrificado.
El gañán encargado de conducirlo, desde ese instante, comenzaba a garrotearlo con la mayor constancia. Al mismo tiempo le gritaba las más candentes injurias.
Ambos medios eran inútiles. El asno permanecía sordo e insensible. Al cabo de una hora llegaba el peón al más absoluto agotamiento físico e intelectual; no podía agregar un garrotazo más ni proferir otra injuria. El asno triunfaba.
Y, como no carecía de cierta generosidad, apenas su enemigo yacía con una mano sobre la otra, se enderezaba y, filosóficamente, avanzaba contra la muchedumbre.
Su sometimiento era condicional. El conductor no podía privarlo del placer de ir devorando las hierbas que encontrase a lo largo del callejón. La marcha era lenta y accidentada.
Además, cuando llegaba al primer grupo de personas, éstas debían callarse, porque no gustaba del bullicio.
Una vez que arribaba al municipio, ponían a su disposición un saco de pasto y le entrapaban las orejas para que no estropease la segunda jornada.
-Si parece persona-decían las viejas de Alhué, mirando con insistencia al asno.
Creían, desde el fondo de sus corazones recelosos, que no era un simple animal de carne y hueso, sino el diablo disfrazado.
En otra época, ¡la maldad no estaba tan difundida entonces! Satanás adoptaba la forma de un asno y se iba a pacer en las plazas. Los niños se entusiasmaban viendo un asno tan bonito. Y, en cuanto le perdían el miedo, se turnaban para usarlo de corcel. Ocu Pero las dudas sobre la doble personalidad del jumento no llegaban a mover el ánimo de la juventud. Era un antiguo vecino del pueblo. Siempre había observado idéntica conducta. Vivía retirado como un viejo misántropo, sin molestar a nadie. Era sólo un asn -Así será; pero a nosotras nadie nos quita de la cabeza que...-decían las ancianas. Y fieles a esa doctrina, cuando encontraban al asno en su camino, si no podían darle una pedrada, se conformaban con hacerle la señal de la cruz.
Por inclinación natural, y para estar a cubierto de las pasiones seniles, el asno no abandonaba los alrededores del cementerio. Así podía ir juntando un año con otro sobre su invulnerable esqueleto.
Las solteronas de Alhué confeccionaban un Judas con trapos y paja de arroz y le vestían con prendas que ya nadie usaba. En la parte donde es natural tener la cara, poníanle una máscara o le indicaban el rostro con hilo rojo. Así conseguían darle expresión Ese año, cerca de las nueve, Judas fue instalado en el carro. Para que el pueblo le viese, atáronle la cintura con una cuerda y cada punta de ésta fue amarrada en las barandas.
Iba vestido como burgués de grabado: levitón, sombrero de copa y cuello bajo. Su fisonomía, sin ,embargo, era jovial. De su mano derecha pendía un saquito de tela transparente. Cuando saltaba el carro, sonaban las monedas del saquito.
El vecindario, una mancha de viejas, avanzaba oprimido contra los flancos del carro. Seguía luego la chiquillería suelta y bulliciosa. Y cerrando la procesión venían unos cincuenta huasos formidables en sus caballos alazanes, negros o tordillos. Sus manta Eran las mujeres quienes primero llegaban a la violencia. Las de más tímida índole mostraban el monigote a sus chicos y les ponían en antecedentes.
-Ese sinvergüenza que va ahí, vendió al Señor. Lo entregó a los judíos para que le matasen. Es un perverso...; pero ahora todo lo pagará por junto. La plata que lleva en el saquito es la que le dieron por el Señor . . . ¡Míralo!
Otras más vehementes tomábanse del carro para no quedar rezagadas y le dirigían discursos injuriosísimos. Los muchachones le lanzaban piedras.
Las espaldas del Iscariote se hundían con los golpes y sus piernas bailaban; pero su rostro, acaso cínico, manteníase quieto. Sus ojos miraban con mirada absoluta la horca alzada ,en el centro de la rústica plaza.
En un instante más no tendría siquiera la satisfacción de ver. Antes de hundirse en la zona oscura quería gozar recibiendo todo el espacio que cupiera en sus pupilas.
Se oían juramentos y risotadas bestiales. Los hombres de la multitud estaban teñidos de algo cruel y cobarde. Sentíanse poseídos por la voluptuosidad del suplicio ajeno y hubieran pagado por estrujar con sus manos el corazón de Judas, aunque el Judas pres Cuando el carro se detuvo en la plaza, la gente se acomodó en torno de la horca con jubiloso apresuramiento. Nadie quería perder un solo detalle. Unos se frotaban las manos. Otros se saboreaban como si tuviesen los labios impregnados de sangre.
Judas Iscariote, ya completamente maltrecho, fue bajado por dos peones y puesto en la horca. Mientras anudaban la cuerda a su cuello de trapo, el sacristán lo empapaba con parafina desde la cabeza a los pies.
Cuando las extremidades del monigote quedaron oscilando en el vacío, el mismo servidor del Señor le aplicó un fósforo.
El tranquilo viento de esa mañana admirable se asocio a la conmemoración de la venganza. Con sus invisibles manos iba imprimiendo un ridículo vaivén al ajusticiado. Más que un suplicio parecía una prueba de acrobacia. Se oían abiertas risotadas. La multit Primero desaparecieron las piernas. Después la llama se hincó en el vientre y fue calcinándolo trozo a trozo.
Judas Iscariote, el triste y atribulado Judas, daba la sensación de estar atacado por una risa muda, apretada, invencible.
Parecía no sospechar lo que en verdad estaba ocurriendo. Con su medio cuerpo se balanceaba como uno de tantos equilibristas. Cada vez hacía menos bulto. De pronto no se vio más que su cabeza, y luego la cuerda osciló sola...
Entonces los aldeanos, con súbita presteza, cayeron sobre las monedas que, ennegrecidas, yacían en el suelo.

 

 

 

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