Benito Pérez Galdós La novela en el tranvía I El coche partía de la extremidad del
barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas.
Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas
movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera
de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo
instante ¡oh previsión!
tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco
a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva
como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con
un sincero y entusiasta apretón de manos. Nuestro inesperado choque no había
tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial
de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer
inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por
falta de agilidad, el rechazo de su bastón. Nos sentamos sin dar al percance
exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio
Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus
conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que
fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros
medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede
asegurarse que la amenidad de sus trato y el complaciente sistema de no dar a
los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causas de la
confianza que inspira en multitud de familias de todas jerarquías, mayormente
cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a
la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta. Nadie sabe como él sucesos interesantes
que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado
la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se
compensa en él por la prontitud con que dice cuando sabe, sin que los demás
se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan
hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por
los lenguaraces. Este hombre, amigo mío, como lo es de
todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando
suavemente por la calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose
alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan
estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo
llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me
resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien
cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano. —¿Y usted a dónde va? —me
preguntó Cascajares mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que
hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos. Contéstele evasivamente y él, deseando
sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió
en sus preguntas diciendo: —Y Fulanito, ¿qué
hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con
otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida. Por último, viendo cuán inútiles eran
sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su
expansivo temperamento y empezó a desembuchar. —¡Pobre condesa! —dijo
expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada
compasión—. Si hubiera seguido
mis consejos no se vería en situación tan crítica. ——¡Ah! Es claro —contesté
maquinalmente, ofreciendo también el atributo de mi compasión a la señora
condesa. —¡Figúrese usted —prosiguió—,
que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el
dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que
con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación.
Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes. —¡Ah! ¡Si
es atroz! —dije yo,
participando irreflexivamente de su indignación. —Es como todos los
hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco,
luego ya no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no
puede salir cosa buena. —Ya lo creo, eso
salta a la vista. —Le explicaré a usted
en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan
discreta como hermosa, y digna por todos los conceptos de mejor suerte. Pero
está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la
vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella
entretanto se aburre y llora. ¿Es
extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí,
donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo
"Señora procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor
Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas. Me parece
que estoy en lo cierto. —¡Ah! sin duda —contesté
con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al
principio de las aventuras de la Condesa. —Pero eso no es lo
peor —añadió Cascajares,
golpeando el suelo con su bastó—n,
sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso... Sí, de
cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa. —El marido tendrá la
culpa de que lo consiga. —Todo esto sería
insignificante, porque la Condesa es la máxima virtud; todo esto sería
insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de
causar un desastre en aquella casa. —¿De veras? ¿Y
quién es ese hombre? —pregunté con una
chispa de curiosidad. —Un antiguo mayordomo
muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto
sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la
compromete, y con esta arma pretende... qué sé yo...¡Es
una infamia! —Sí que lo es, y ello
merece un ejemplar castigo —dije yo, descargando
también el peso de mis iras sobre aquel hombre. —Pero ella es
inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle!
estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavistas.
Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar
cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines.
Adiós, mi amigo, adiós. Paró el coche y bajó D. Dionisio
Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de
causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta
del primitivo susto. II Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa
singular! yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y
suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica
expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa.
Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares comenzó
a principiarme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez,
mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas
de arriba a abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la
regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando
el hierro de los carriles. Pero al fin dejé de pensar en lo que
tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche,
examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán
distintas caras y cuán diversas expresiones ! Unos parecen ni inquietarse ni
lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con
impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquél bosteza, el
de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no
desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia,
ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose
las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus
lunares, y este o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa. Es singular este breve conocimiento con
personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al
entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos
se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación
en esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y
salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de
viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen,
mueren... ¡Cuántos han pasado
por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán
después! Y para que la semejanza sea más
completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel
cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada
su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos
revientan desde que les echamos la vista encima; les aborrecemos durante diez
minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos
verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo,
remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme,
incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le
conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo
teatro: siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de
hierro, largas y resbaladizas como los siglos. Pensaba en esto mientras el coche subía
por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas
cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo. Recogílo al
instante; mis ojos se fijaron en el pedazo de periódico que servía de
envoltorio a los volúmenes, y maquinalmente leyeron medio renglón de lo que
allí estaba impreso. De súbito sentí vivamente picada mi curiosidad: había
leído algo que me interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de
folletín hicieron a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y
no lo hallé: el papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad
primero y después con afán creciente lo siguiente: Sentía la condesa una agitación indescriptible.
La presencia de Mudarra, el insolente mayordomo, que olvidando su bajo origen
atrevíase a poner los ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra.
El infame la estaba espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un
preso. Ya no le detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame
asechanza la sensibilidad y delicadeza de tan excelente señora. Mudarra penetró a deshora en la
habitación de la Condesa, que pálida y agitada, sintiendo a la vez vergüenza
y terror, no tuvo ánimo para despedirle. "—No
se asuste usía, señora Condesa —dijo
con forzada y siniestra sonrisa, que aumentó la turbación de la dama —;
no vengo a hacer a usía daño alguno. " —¡Oh,
Dios mío! ¡Cuándo acabará este
suplicio!— exclamó la dama,
dejando caer sus brazos con desaliento—.
Salga usted; yo no puedo acceder a sus deseos. ¡Qué
infamia! ¡Abusar de ese modo
de mi debilidad, y de la indiferencia de mi esposo, único autor de tantas
desdichas! " —¿Por
qué tan arisca señora Condesa? —añadió
el feroz mayordomo —. Si yo no tuviera
el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer al señor
Conde de ciertos particulares... pues... referentes a aquel caballerito...
Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me comprenderá al fin,
conociendo cuán desinteresado es el grande amor que ha sabido inspirarme. "Al decir esto, Mudarra dio
algunos pasos hacia la condesa, que se alejó con horror y repugnancia de
aquel monstruo. "Era Mudarra un hombre como de
cincuenta años, moreno, rechoncho y patizambo; de cabellos ásperos y en
desorden, grande y colmilluda la boca. Sus ojos medio ocultos tras la
frondosidad de largas, negras y espesísimas cejas, en aquellos instantes
expresaban la más bestial concupiscencia. " —¡Ah
puerco espín! —exclamó con ira al
ver el natural despego de la dama —.
¡Qué desdicha no ser un mozalbete
almidonado! Tanto remilgo sabiendo puedo informar al señor Conde... Y me
creerá, no lo dude usía: el señor Conde tiene en mí tal confianza, que lo que
yo le digo es para él el mismo Evangelio... pues... y como está celoso... si
yo le presento el papelito... " —¡Infame!
—gritó la Condesa con noble arranque de
indignación y dignidad —. Yo soy inocente; y
mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles calumnias. Y aunque
fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por mi marido y por todo el
mundo, a comprar mi tranquilidad a ese precio. Salga usted de aquí al
instante. "—Yo
también tengo mal genio, señora Condesa —dijo
el mayordomo devorando su rabia —;
yo también gasto mal genio, y cuando me amosco... Puesto que usía lo toma por
la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo que hacer, y demasiado
condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez propongo a usía que seamos
amigos, y no me ponga en el caso de hacer un disparate... con que señora
mía... "Al decir esto Mudarra contrajo la
pergaminosa piel y los rígidos tendones de su rostro haciendo una mueca
parecida a una sonrisa, y dio algunos pasos como para sentarse en el sofá
junto a la Condesa. Ésta se levantó de un salto gritando: "—No;
¡salga usted! ¡Infame!
Y no tener quien me defienda... ¡Salga
usted!" "El mayordomo, entonces, era como
una fiera a quien se escapa la presa que ha tenido un momento antes entre sus
uñas. Dio un resoplido, hizo un gesto de amenaza y salió despacio con pasos
muy quedos. La Condesa, trémula y sin aliento, refugiada en la extremidad del
gabinete, sintió las pisadas que alejándose se perdían en la alfombra de la
habitación inmediata, y respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las
puertas y quiso dormir; pero el sueño huía de sus ojos aún aterrados con la
imagen del monstruo. "Capítulo XI. —El
Complot. —Mudarra, al salir de
la habitación de la Condesa, se dirigió a la suya, y dominado por fuerte
inquietud nerviosa, comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre
dientes: "Ya ni me aguanto más; me las pagará todas juntas."
Después se sentó, tomó la pluma, y poniendo delante una de aquellas cartas, y
examinándola bien, empezó a escribir otra, tratando de remedar la letra. Mudaba
la vista con febril ansiedad del modelo a la copia, y por último, después de
gran trabajo escribió con caracteres enteramente iguales a los del modelo, la
carta siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a
usted una entrevista y me apresuro..." El folletín estaba roto y no pude leer
más. III Sin apartar la vista del paquete, me
puse a pensar en la relación que existía entre las noticias sueltas que oí de
boca del Sr. Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda,
traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepin.
Será una tontería, dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés
esa señora Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no
existe sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a
las gentes sencillas. ¿Y qué haría el
maldito para vengarse? Capaz sería de imaginar cualquiera atrocidad de esas
que ponen fin a un capítulo de sensación. ¿Y
el Conde qué hará? Y aquel mozalbete de quien hablaron Cascajares en el coche
y Mudarra en el folletín, ¿qué hará, quién
será? ¡Qué hay entre la
Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por saber... Esto pensaba, cuando alcé los ojos,
recorrí con ellos el interior del coche, y ¡horror!
vi una persona que me hizo estremecer de espanto. Mientras estaba yo embebido
en la interesante lectura del pedazo de folletín, el tranvía se había
detenido varias veces para tomar o dejar algún viajero. En una de esas
ocasiones había entrado aquel hombre, cuya súbita presencia me produjo tan
grande impresión. Era él, Mudarra, el mayordomo en persona, sentado frente a
mí, con sus rodillas tocando mis rodillas. En un segundo le examiné de pies a
cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser
otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban
claramente que era él. Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos
indomables, cuyas mechas surgían en opuestas direcciones como las culebras de
Medusa, los ojos hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las
barbas, no menos revueltas e incultas que el pelo, los pies torcidos hacia
dentro como los de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en
el aspecto, en el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de
meterse la mano en el bolsillo para pagar. De pronto le vi sacar una cartera, y
observé que este objeto tenía en la cubierta una gran M dorada, la inicial de
su apellido. Abrióla, sacó una carta y miró el sobre con una sonrisa de
demonio, y hasta me pareció que decía entre dientes: "¡Qué
bien imitada está la letra!" En efecto, era una carta pequeña, con el
sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su infame
obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y descortés alargaba
demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme una mirada que me
hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera. El coche seguía corriendo, y en el
breve tiempo necesario para que yo leyera el trozo de novela, para que
pensara un poco en tan extrañas cosas, para que viera al propio Mudara,
novelesco, inverosímil, convertido en ser vivo y compañero mío en aquel
viaje, había dejado atrás la calle de Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y
entraba triunfante en la calle Mayor, abriéndose paso por entre los demás
coches, haciendo correr a los carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando
a los peatones, que en el tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión
de tantos y tan diversos ruidos, no ven a la mole que se les viene encima sino
cuando ya la tienen a muy poca distancia. Seguía yo contemplando aquel hombre
como se contempla un objeto cuya existencia real no estamos seguros, y no
quité los ojos de su repugnante facha hasta que no le vi levantarse, mandar
parar el coche y salir, perdiéndose luego en el gentío de la calle. Salieron y entraron varias personas y
la decoración viviente del coche mudó por completo. Cada vez era más viva la curiosidad que
me inspiraba aquel suceso, que al principio podía considerar como forjado
exclusivamente en mi cabeza por la coincidencia de varias sensaciones
ocasionadas por la conversación o por la lectura, pero que al fin se me
figuraba cosa cierta y de indudable realidad. Cuando salió el hombre en quien creí
ver el horrible mayordomo, quedéme pensando en el incidente de la carta y me
lo expliqué a mi manera, no queriendo ser en tan delicada cuestión menos
fecundo que el novelista, autor de lo que momentos antes había leído.
Mudarra, pensé, deseoso de vengarse de la Condesa ¡oh
infortunada señora! finge su letra y escribe una carta a cierto caballerito,
con quien hubo esto y lo otro, y lo de más allá. En la carta le da una cita
en su propia casa; llega el joven a la hora indicada y poco después el
marido, a quien se ha tenido cuidado de avisar, para que coja in fraganti a
su desleal esposa: ¡oh admirable recurso
del ingenio! Esto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una novela
viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba, el marido
hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico semblante del
mayordomo que se goza de su endiablada venganza. Lector yo de muchas y muy malas
novelas, di aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi
imaginación por las palabras de mi amigo, la lectura de un trozo de papel y
la vista de un desconocido. IV Andando, andando seguía el coche y ya
por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento
pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño,
lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado
izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En
esta posición continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí
tenía, barbadas unas, limpias de pelo otras, aquéllas riendo, estas muy acartonadas
y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo
común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrándolos
ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que
variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos
y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos
diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando la forma; las
bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se
estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al
interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema
de no poder ser nombrado. Por detrás de aquellas ocho caras cuyos
horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, veía
yo la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el
tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba
más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los
ingleses, más que los norte—americanos; corría
con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la
traslación de un sólido. A medida que era más intenso aquel
estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las
calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más
profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de
cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de
diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los
cristales, y algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos.
Crustáceos de forma desconocida , grandes moluscos , madréporas, y una
multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto,
pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de andantes
monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de
una hélice, tornillando la masa líquida con su infinito voltear. Esta visión se iba extinguiendo:
después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección
fija y sin que le agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía
nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta
tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro, inundado de
sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de los celajes
inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que
iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del
espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro:
más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el
movimiento de las ruedas triturando la luz era de plata, después verde como harina
de esmeraldas, y por último, roja, como harina de rubís. El coche iba
arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipogrifo y más
atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz
recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien
el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin
fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas
de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca,
Cascajares, la Condesa, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos. Pero no tardé en dormirme
profundamente; y entonces el coche dejó de andar, cesó de volar, y
desapareció para mí la sensación de que iba en el tal coche, no quedando más
que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en
nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me
dormí... ¡Oh infortunada
Condesa! la vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que
escribo ; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y
meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado
un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama. Entonces pude examinar a mis anchas a
la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta
estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi
grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas
de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto,
como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. Yo
observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer
y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la
costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas
imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas. De pronto se abre la puerta dando paso
a un hombre. La Condesa dio un grito de sorpresa y se levantó muy agitada. —¿Qué es esto? —dijo—
Rafael. Usted... ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo
ha entrado usted aquí? —Señora —contestó
el que había entrado, joven de muy buen porte—.
¿No me esperaba usted? He recibido una
carta suya... —¡Una carta mía! —exclamó
más agitada la Condesa—, Yo no he escrito
carta ninguna. Y para qué había de escribirla? —Señora, vea usted —repuso
el joven sacando la carta y mostrándosela—;
es su letra, su misma letra. —¡Dios mío! ¡Qué
infernal maquinación! —dijo la dama con
desesperación—. Yo no he escrito
esa carta. Es un lazo que me tienden... —Señora, cálmese
usted... yo siento mucho... —Sí, lo comprendo
todo... Ese hombre infame... Ya sospecho cuál habrá sido su idea. Salga usted
al instante... Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido. En efecto, una voz atronadora se sintió
en la habitación inmediata, y al poco entró el Conde, que fingió sorpresa de
ver al galán, y después riendo con cierta afectación le dijo: —¡Oh Rafael! usted por
aquí... ¡Cuánto tiempo!...
Venía usted a acompañar a Antonia... Con eso nos acompañará a tomar el té. —La Condesa y su
esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven en su perplejidad, apenas
acertó a devolver al Conde su saludo. Vi que entraron y salieron criados; vi
que trajeron el servicio de té y desaparecieron después, dejando solos a los
tres personajes. Iba a pasar algo terrible. Sentáronse: la Condesa parecía difunta,
el Conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante a la embriaguez, y el
joven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el Conde
alargó a Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La
Condesa, miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en
ella todo sus espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con
muchas variedades de sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias
propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió a reír con la
desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo: —¡Como nos aburrimos!
Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que
no te oímos. Mira... aquella pieza de Gottschalk que se titula Morte... La
tocabas admirablemente. Vamos. ponte al piano. La Condesa quiso hablar, érale
imposible articular palabra. El conde la miró de tal modo, que la infeliz
cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el
boa constrictor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió
decirle algo que la aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio.
Sonó el piano, heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las
graves a las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los
centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio
era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar,
pero luego seronóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el
Dies irae surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un coro
de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después
ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas,
condenadas en el purgatorio a pedir incesantemente un perdón que ha de llegar
muy tarde. Volvían luego los arpegios prolongados
y ruidosos, y las notas se encabritaban unas sobre otras como disputándose
cuál ha de llegar primero. Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y
desbarata la espuma de las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una
marejada sin fin, alejándose hasta perderse, y volviendo más fuertes en
grandes y atropellados remolinos. Yo continuaba extasiado oyendo la
música imponente y majestuosa; no podía ver el semblante de la Condesa,
sentada de espaldas a mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y
pavor, que llegué a pensar que el piano se tocaba solo. El joven estaba detrás de ella, el
Conde a su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la
vista para mirarle; pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos
de su consorte, porque tornaba a bajar los suyos y seguía tocando. De repente
el piano cesó de sonar y la Condesa dio un grito. En aquel instante sentí un fortísimo
golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté. V En la agitación de mi sueño había
cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que a
mi lado iba. —¡Aaaah!
usted...sleeping...molestar...me, dijo con avinagrado mohín mientras
rechazaba mi paquete de libros que se había caído sobre sus rodillas. —Señora... es
verdad... me dormí —contesté turbado al
ver que todos los viajeros se reían de aquella escena. —¡Oooo...yo soy...
going...to decir al coachman... usted molestar... mi... usted, caballero...
very shocking —añadió la inglesa en
una jerga ininteligible—: ¡Oooh!
usted creer ...my body es... su cama for usted... to sleep. ¡Oooh! gentleman, you are a stupid ass. Al decir esto la hija de la Gran
Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate.
Creyérase que la sangre agolpada a sus carrillos y a su nariz iba a brotar
por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy
blancos, como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño
descortés, recogí mi paquete y pasé revista a las nuevas caras que dentro del
coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y
benévolo lector! cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí ¿a
quién creerás ? al joven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en persona.
Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto
despierto estaba, y tan despierto como ahora. Era el mismo, y conversaba con otro que
a su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma. —Pero ¿tú
no sospechaste nada? —le decía el otro. —Algo sí; pero callé.
Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella
no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre, de una manera admirable, y
oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa situación en que nos
encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena,
llegó un momento en que le fue imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron,
y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dio un grito. Entonces su
marido sacó un puñal, y dado un paso hacia ella exclamó con furia: "Toca
o te manto al instante." Al ver esto hirvió mi sangre toda: quise
echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no
puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi
estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo
sin sentido. —Y antes, ¿no
conociste los síntomas del envenenamiento?—le
preguntó el otro. —Notaba cierta
desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado,
porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque me ha dejado una enfermedad
para toda la vida. —Y después que
perdiste el sentido ¿qué pasó? Rafael iba a contestar y yo le
escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida o muerte,
cuando el coche paró. —¡Ah! ya estamos en
los Consejos: bajemos —dijo Rafael. —¡Qué contrariedad! Se
marchaban, y yo no sabía el fin de la historia. —Caballero,
caballero, una palabra —dije al verlos
salir. El joven se detuvo y me miró. —¿Y la Condesa? ¿Qué
fue de esa señora? —pregunté con mucho
afán. Una carcajada general fue la única
respuesta. Los dos jóvenes riéndose también, salieron sin contestarme
palabra. El único ser vivo que conservó su serenidad de esfinge en tan cómica
escena fue la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió a los
demás viajeros diciendo: —¡Ooooh! A lunatic fellow. VI El coche seguía, y a mí me abrasaba la
curiosidad por saber qué había sido de la desdichada Condesa ¿La
mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado.
Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que
su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven
llevado allí por una vil celada de Mudarra. Mas era imposible que la dama
continuara haciendo desesperados esfuerzos por mantener su serenidad,
sabiendo que Rafael había bebido el veneno. ¡Trágica
y espeluznante escena! —pensaba yo, más
convencido cada vez de la realidad del suceso—
¡y luego dirán que estas cosas sólo se
ven en las novelas! Al pasar por delante de Palacio el
coche se detuvo y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante
reconocí al perro que había visto recostado a los pies de la Condesa; era el
mismo, la misma lana tan blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus
orejas. La suerte quiso que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo
yo resistir la curiosidad, le pregunté: —¿Es de usted ese
perro tan bonito? —¿Pues de quién ha de
ser? ¿Le gusta a usted? Cogí una de las orejas del inteligente
animal para hacerle una caricia: pero él, insensible a mis demostraciones de
cariño, ladró, dio un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la
inglesa, que me volvió a enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y
exclamó: —¡Oooooh! usted... unsupportable. —¿Y dónde ha adquirido
usted ese perro? —pregunté sin hacer
caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica—,
¿se puede saber? —Era de mi señorita. —¿Y qué fue de su
señorita? —dije con la mayor
ansiedad. —¡Ah! ¿Usted
la conocía? —repuso la mujer —.
Era muy buena, ¿verdá usté? —¡Oh! excelente...
Pero ¿podría yo saber en
que paró todo aquello? —De modo que usted
está enterado, usted tiene noticias... —Sí, señora... He
sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té... pues. Y diga usted ¿murió
la señora? —¡Ah! Sí señor: está
en la gloria. —¿Y cómo fue eso? ¿La
asesinaron o fue a consecuencia del susto? —¡Qué asesinato ni qué
susto! —dijo con expresión
burlona—. Usted no está
enterado. Fue que aquella noche había comido no sé qué, pues... y le hizo
daño... Le dio un desmayo que le duró hasta el amanecer. —Bah —pensé
yo— ésta no sabe una palabra del incidente
del piano y del veneno, o no quiere darse por entendida. Después dije en alta voz: —¿Conque fue de
indigestión? —Sí, señor. Yo le
había dicho aquella noche: "señora: no coma usted esos mariscos";
pero no me hizo caso. —Conque mariscos ¿eh?
—dije con incredulidad—.
Si sabré yo lo ocurrido. —¿No lo cree usted? —Sí... sí —repuse
aparentado creerlo—. ¿Y
el Conde... su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano? La mujer me miró un instante y después
soltó la risa en mis propias barbas. —¿Se ríe usted...? ¡Bah!
¿Piensa usted que no estoy perfectamente
enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente son.
Ya se ve, como habrá causa criminal... —Es que ha hablado
usted de un conde y de una condesa. —¿No era el ama de ese
perro la señora Condesa, a quien el mayordomo Mudarra... La mujer volvió a soltar la risa con
tal estrépito, que me desconcerté diciendo par mi capote: Esta debe de ser
cómplice de Mudarra, y naturalmente ocultará todo lo que pueda. —Usted está loco —añadió
la desconocida. —Lunatic, lunatic.
Me...suffocated... ¡Oooh! ¡My God! —Si lo sé todo: vamos
no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa. —¡Qué condesa ni que
ocho cuartos, hombre de Dios! —exclamó
la mujer riendo con más fuerza. —¡Si creerá usted que
me engaña a mí con sus risitas! —contesté—.
La Condesa ha muerto envenenada o asesinada; no me queda la menor duda. En esto llegó el coche al Barrio de
Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una
mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió
a su destino. Yo seguí a la mujer del perro aturdiéndola con preguntas, hasta
que se metió en su casa , riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas
ajenas. Al verme solo en la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí
a la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que
me los había prestado para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso,
esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al otro extremo de
Madrid. No podía apartar de la imaginación a la
infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer
con quien últimamente hablé había querido engañarme, ocultando la verdad de
la misteriosa tragedia. Esperé mucho tiempo, y al fin,
anocheciendo ya, el coche se dispuso a partir. Entré, y lo primero que mis
ojos vieron fue la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vio
subir y tomar sitio a su lado, la expresión de su rostro no es definible; se
puso otra vez como la grana, exclamando: —¡Ooooh!... usted...
mi quejarme al coachman... usted reventar me for it. Tan preocupado estaba yo con mis
confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su
híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté: —Señora, no hay duda
de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted no tiene idea de la
ferocidad de aquel hombre. Seguía el coche, y de trecho en trecho
deteníase para recoger pasajeros. Cerca del palacio real entraron tres,
tomando asiento enfrente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y
huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto. No hacía diez minutos que estaban allí,
cuando este hombre se volvió a los otros dos y dijo: —¡Pobrecilla! ¡Cómo
clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula
derecha y después bajó hasta el corazón. —¿Cómo? —exclamé
yo repentinamente—. ¿Con
que fue de un tiro? ¿No murió de una
puñalada? Los tres se miraron con sorpresa. —De un tiro, señor —dijo
con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso. —Y aquella mujer
sostenía que había muerto de una indigestión —dije
interesándome más cada vez en aquel asunto—.
Cuente usted ¿y cómo fue? —¿Y a usted qué le
importa? —dijo el otro con muy
avinagrado gesto. —Tengo mucho interés
por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No
es verdad que parece cosa de novela? —¿Qué novela ni qué
niño muerto? Usted está loco o quiere burlarse de nosotros. —Caballerito, cuidado
con las bromas —añadió el alto y
seco. —¿Creen ustedes que no
estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escena de ese horrendo
crimen. Pero dicen ustedes que la Condesa murió de un pistoletazo. —Válgame Dios;
nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a quien cazando
disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme
en otro sitio, y ya le contestaré como merece. —Ya, ya comprendo:
ahora hay empeño en ocultar la verdad, manifesté juzgando que aquellos
hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra a la
desdichada señora. Ya preparaba el otros su contestación,
sin duda, más enérgica de lo que el caso requería , cuando la inglesa se
llevo el dedo a la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la
cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje,
que terminó para ellos en la Puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo. Yo continuaba tan dominado por aquella
idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos
términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis
confusiones, y la imagen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento.
En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del enigma. Sentía yo
una sobreexcitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior
debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira lo que no
se ve todos los días. VII Aún faltaba algún incidente que había
de turbar más mi cabeza en aquel viaje fatal. Al pasar por la calle de
Alcalá, entró un caballero con su señora: él quedó junto a mí. Era un hombre
que parecía afectado de fuerte y reciente impresión, y hasta creí que alguna
vez se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que
sin duda corrían bajo el cristal verde oscuro de sus descomunales antiparras. Al poco rato de estar allí, dijo en voz
baja a la que parecía ser su mujer. —Pues hay sospechas
de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir D. Mateo. ¡Desdichada
mujer! —¡Qué horror! Ya me lo
he figurado también —contestó su consorte—.
¿De tales cafres qué se podía esperar? —Juro no dejar piedra
sobre piedra hasta averiguarlo. Yo, que era todo oídos, dije también en
voz baja: —Sí señor; hubo
envenenamiento, Me consta. —¿Cómo, usted sabe? ¿Usted
también la conocía? —dijo vivamente el de
las antiparras verdes, volviéndose hacia mí. —Sí señor; y no dudo
que la muerte ha sido violenta, por más que quieran hacernos creer que fue
indigestión. —Lo mismo afirmo yo. ¡Qué
excelente mujer! ¿Pero cómo sabe
usted...? —Lo sé, lo sé —repuse
muy satisfecho de que aquel no me tuviera por loco. —Luego, usted irá a
declarar al juzgado; porque ya está formado la sumaria. —Me alegro, para que
castiguen a esos bribones. Iré a declarar, iré a declarar, sí señor. A tal extremo había llegado mi
obcecación, que concluí por penetrarme de aquel suceso mitad soñado, mitad
leído, y lo creí como ahora creo que es pluma esto con que escribo. —Pues sí, señor; es
preciso aclarar este enigma para que se castigue a los autores del crimen. Yo
declararé: fue envenenada con una taza de té, lo mismo que el joven. —Oye, Petronila —dijo
a su esposa el de las antiparras—
con una taza de té. —Sí, estoy asombrada —contestó
la señora—. ¡Cuidado
con lo que fueron a inventar esos malditos! —La Condesa tocaba el
piano. —¿Qué Condesa? —preguntó
aquel hombre interrumpiéndome. —La Condesa, la
envenenada. —Si no se trata de
ninguna condesa, hombre de Dios. —Vamos; usted también
es de los empeñados en ocultarlo. —Bah, bah; si en esto
no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino simplemente la lavandera de mi
casa, mujer del guarda—agujas del Norte. —¿Lavandera, eh? —dije
en tono de picardía. —Sí también me querrá
usted hacer tragar que es lavandera! El caballero y su esposa me miraron con
expresión burlona, y después se dijeron en voz baja algunas palabras. Por un
gesto que vi hacer a la señora, comprendí que había adquirido el profundo
convencimiento de que yo estaba borracho. Lléneme de resignación ante tal
ofensa, y callé, contentándome con despreciar en silencio, cual conviene a
las grandes almas, tan irreverente suposición. Cada, vez era mayor mi
zozobra; la Condesa nos se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había
llegado a interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello fuera
elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas
visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda a qué extremo llegó mi
locura, voy a referir el último incidente de aquel viaje; voy a decir con qué
extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento empeñado en
fuerte lucha con un ejército de sombras. Entraba el coche por la calle de
Serrano, cuando por la ventanilla que frente a mí tenía miré a la calle,
débilmente iluminada por la escasa luz de los faros, y vi pasar a un hombre.
Di un grito de sorpresa, y exclamé desatinado: —Ahí va, es él, el
feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias. Mandé parar el coche, y salí, mejor
dicho, salté a la puerta tropezando con los pies y las piernas de los viajeros;
bajé a la calle y corrí tras aquel hombre, gritando: —¡A ése, a ése, al
asesino! Júzguese cuál sería el efecto producido
por estas voces en el pacífico barrio. Aquel sujeto, el mismo exactamente que
yo había visto en el coche por la tarde, fue detenido. Yo no cesaba de
gritar: —¡Es el que preparó el
veneno para la Condesa, el que asesinó a la Condesa! Hubo un momento de indescriptible
confusión. Afirmó él que yo estaba loco; pero quieras que no los dos fuimos
conducidos a la prevención. Después perdí por completo la noción de lo que
pasaba. No recuerdo lo que hice aquella noche en el sitio donde me
encerraron. El recuerdo más vivo que conservo de tan curioso lance, fue el de
haber despertado del profundo letargo en que caí, verdadera borrachera moral,
producida, no sé por qué, por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación
que la ciencia estudia con gran cuidado como precursores de la locura
definitiva. Como es de suponer, el suceso no tuvo
consecuencias porque el antipático personaje que bauticé con el nombre de
Mudarra, es un honrado comerciante de ultramarinos que jamás había envenenado
a condesa alguna. Pero aún por mucho tiempo después persistía yo en mi
engaño, y solía exclamar: "Infortunada condesa; por más que digan, yo
siempre sigo en mis trece. Nadie me persuadirá de que no acabaste tus día a
manos de tu iracundo esposo..." Ha sido preciso que transcurran meses
para que las sombras vuelvan al ignorado sitio de donde surgieron volviéndome
loco, y torne la realidad a dominar mi cabeza. Me río siempre que recuerdo
aquel viaje, y toda la consideración que antes me inspiraba la soñada víctima
la dedico ahora, ¿a quién creeréis? a
mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición, a la irascible
inglesa, a quien disloqué un pie en el momento de salir atropelladamente del
coche para perseguir al supuesto mayordomo. |