Biografía del Gral. Don José de
San Martín La vida pública del General San Martín
no puede encerrase en los términos reducidos de una biografía. Ligada a los
grandes acontecimientos de la Independencia, en que los pueblos son actores a
par de los Ejércitos y en la cual no ha tomado menos parte la política que la
ciencia militar, palpita y se confunde con la historia moderna de casi todo
el Continente Americano. El teatro de su primera victoria está situado a la
margen del Paraná y los caballos de sus Granaderos de San Lorenzo, llegaron a
saciar su sed en los torrentes que forman las nieves del Chimborazo. Estos
dos extremos señalan el espacio que recorrió y miden la extensión inmensa de
sus conquistas para la libertad. Gobernador de Provincias, organizador de
Ejércitos, administrador de escasos caudales en proporción a los grandes
objetos a que los aplicó con economía y con fruto; encargado de poderes
omnímodos que la victoria forzosamente puso en sus manos; creador de
Gobiernos bajo la forma representativa en pueblos envejecidos en los hábitos
coloniales; tuvo la necesidad y la ocasión de poner en ejercicio una gran
variedad de talentos, virtudes de alto temple, y de asumir responsabilidades
que sólo la historia puede apreciar y juzgar. La naturaleza de su misión le colocó en
contacto con hombres eminentes, constituidas en autoridad, influyentes en sus
respectivos países; hombres por otra parte cuyos hechos personales les dan
cabida honrosa en los anales de la Independencia y para cuya justa
apreciación existen aun en lucha las opiniones de sus mismos compatriotas. Y
sin embargo, el fallo definitivo que se pronuncie sobre ellos será una luz,
que todavía no aparece bien clara, para poder estudiar en toda su integridad
al vencedor en Chile y al Protector del Perú, que fue como el centro
alrededor del cual se movieron aquellos brillantes satélites. San Martín, desdeñoso de la popularidad
y del vano ruido, presenta un ejemplo poco común con el silencio que guardó
sobre su conducta aun en presencia de acusaciones serias. César escribió sus
comentarios; el prisionero de Santa Elena dictó la relación de sus campañas;
San Martín fue parco al hablar de sus proezas aun con personas íntimas,
cuando el tiempo y su condición de simple particular le autorizaban para
hacerlo sin cargo de parcialidad o de vanagloria. Ha dejado pesar sobre su
nombre los resentimientos de los partidos, las inculpaciones de personajes
tan notables como Lord Cochrane, sin desplegar sus labios, a espera tranquila
del fallo de la posteridad. Esta fría y constante confianza en la justicia de
los venideros ya era por sí misma una prenda de la conciencia que le asistía
de la bondad, humanamente posible, de sus actos y de su conducta, porque fue
siempre síntoma de inocencia la serenidad con que el acusado se presenta
delante de sus jueces. Él sabía que había de llegar momento en que los
archivos del Gobierno de Chile, abiertos por otra mano que la suya,
disiparían los cargos que le lanzaba el valiente Almirante de la Escuadra del
Pacífico; que su correspondencia íntima y particular con O'Higgins, inspirada
por los sentimientos del momento, habían de justificar en honra de ambos, la
amistad constante que se profesaron y conservaron, tanto en los días de poder
como en los de ostracismo: sabía que las huellas que dejaba estampadas eran
tan hondas y luminosas que habían de llamar la atención de los que le sucediesen
en la vida, dándoles la convicción de que eran las de un gigante. La fuerza de su espíritu debía
naturalmente avasallar a la larga a la ingratitud y a la calumnia. No les
salió al encuentro: las esperó como el bronce de que hoy se le labran efigies
para que rompiesen en él sus dientes venenosos. El Perú que alguna vez le
clavó las espinas de la desconfianza, creyéndose capaz de caer en los errores
de la dictadura, repara su culpa, colocando la imagen de su libertador en las
plazas públicas, inmortalizada por el metal bajo el cincel del arte. Chile,
hace otro tanto, y alrededor del monumento se presentan generosos los
parciales de Carrera y los amigos de O'Higgins, y se reconocen hermanos ante
el héroe de su independencia. Buenos Aires que le miró con indiferencia
cuando abandonaba para siempre la América a principios de 1824, y que no fue
digno de hospedarle en 1829, le levanta una estatua a su vez y se agolpa
gozoso en torno de ella para reparar aquellas ofensas que por otra parte no
fueron obra del pueblo, siempre generoso y justo, sino de las parcialidades
políticas que oficialmente lo representaban. La vida tan llena de contrastes de este
grande hombre, no puede abrazarse, lo repetimos, en un bosquejo biográfico.
Sin embargo vamos, tras otros muchos escritores, a ensayar un trabajo de este
género valiéndonos de documentos históricos reunidos y estudiados
esmeradamente. En el pueblo de Yapeyú, capital de la
provincia de Misiones, nació el día 25 de febrero de 1778, el personaje a
quién está dedicada la presente biografia. Hijo de un Coronel español que
gobernaba militarmente los antiguos dominios jesuíticos, fueron sus
pasatiempos de niño, alardes de guerra, voces de mando y aspiraciones a
distinguirse en una carrera ilustrada ya por su familia. A la edad de seis años, comenzó a
aprender las primeras letras en una escuela de Buenos Aires: a los ocho se
trasladó a España con toda su familia. A pesar de su tierna edad dejó en
América impresiones vivas de sus prematuras cualidades, pues uno de sus
condiscípulos decía de él: "San Martín estaba destinado a ser un grande
hombre: en la escuela era un niño muy notable, y si hubiese muerto sin alcanzar
a ilustrar su nombre, yo me habría acordado de él siempre". San Martín tuvo la fortuna de educarse
en el mejor colegio de la Península, en el de Nobles de Madrid, cuyo plan de
estudios abrazaba los conocimientos generales de humanidades, filosofía e historia,
como indispensables para emprender con provecho el estudio de las ciencias
matemáticas y sus aplicaciones al arte de la guerra, que era el principal
objeto de aquel colegio. A la edad de 21 años, dejó las aulas para pasar a
Cádiz en clase de ayudante del gobernador de aquella plaza, el general D.
Francisco María Solano, a cuyo lado acabó de adquirir el porte y las maneras
marciales en armonía con su carácter e inclinaciones. Amigo de su jefe
inmediato, tuvo ocasión de relacionarse con los más notables generales
españoles de aquella época, y de iniciarse en la Política de la Europa,
estudiándola especialmente con relación a los intereses americanos. Los acontecimientos de la época y la
situación especial de la España, fueron propicios al desarrollo de la
inteligencia de San Martín, ofreciéndole ocasión de tomar parte, como
pensador y liberal, en las asociaciones secretas que tenían por objeto
modificar las propensiones absolutas del Monarca y del favorito y como
soldado en los hechos de armas que tuvieron lugar con motivo de la invasión
francesa. Encargado el general Solano de formar
una división de 6.000 hombres para obrar sobre Portugal, repartió sus tareas
con su ayudante predilecto, manteniéndole a su servicio inmediato hasta que
regresó a Cádiz investido con el cargo de Capitán General de Andalucía. A esta sazón Murat ocupaba a Madrid, y
los españoles estaban divididos, aunque en proporciones muy desiguales en
número, en afrancesados y leales. Solano seducido por el buen éxito de los
primeros pasos de la invasión y por la confianza que le dispensaron sus
principales cabezas, se hizo sospechoso al pueblo por su conducta delante de
la escuadra francesa surta en la Bahía de Cádiz. Un motín movido y acaudillado por
algunos vecinos exaltados, estalló contra el Capitán General en la tarde del
29 de mayo, logrando los amotinados saciar cruelmente sus resentimientos en
la persona del general afrancesado. Cúpole a San Martín hallarse de guardia
en el Palacio de su jefe en este momento crítico. Resuelto y sereno, cerró
las puertas, las franqueó con algunas piezas de artillería y se dispuso a una
defensa formal. Pero el pueblo, resuelto también por su parte, tuvo a su
favor la orden terminante de Solano de que por ningún motivo se le hiciese
fuego. No queriendo deber su salvación a las armas, buscó un asilo en la casa
de un amigo, donde le acompañó San Martín con mucho peligro de su propia
vida. De este lugar de refugio fue de donde
arrancaron a Solano para arrastrarle sin compasión por las murallas y plazas públicas. El recuerdo de este sangriento suceso,
no se apartó nunca de su memoria, dice un biógrafo francés de San Martín. Él
le inspiró ese profundo horror por las asonadas populares, que, mezclándose
en su pecho al culto ardiente de la libertad, llegó a constituir el fondo de
su carácter político, dictándole sus palabras y determinando sus acciones. Si
en el curso de su larga e ilustre carrera, no cedió en un ápice de sus
principios; si sabía y decía con más firmeza que nadie, que el gobierno de
este mundo pertenece a la inteligencia; si según él la libertad Política no
era posible, y la dignidad humana no podía tener una salvaguardia segura,
sino a condición del mantenimiento inflexible del orden, debemos atribuirlo a
las vivas impresiones que dejaron en su espíritu esta sublevación de Cádiz y
los atroces crímenes que la mancharon. Los corazones firmemente templados,
guardan eternamente, como el bronce, las impresiones que una vez recibieron. San Martín, joven y destinado a
contribuir bien pronto a la libertad de una parte de América, no debía
sucumbir como su jefe que se hallaba por sus años casi al término de su
carrera. La casa de un amigo y compañero de armas le sirvió de defensa contra
las pesquisas de los amotinados hasta que logró huir a Sevilla, en donde le
destinaron al ejército del general Castaños. La noble guerra de la independencia
comenzaba para los españoles. El pundonor, el amor patrio, todos los
sentimientos dignos que se levantan alrededor de un gran propósito, se
exaltaron naturalmente en el americano que llevaba sangre castellana en las
venas. Si los franceses eran usurpadores en España, los españoles habían
llegado a serlo también en América, y por consiguiente el sentimiento de la
independencia adquiría en el corazón de San Martín una fuerza doble al
recuerdo de la esclavitud de su patria. Pensando en ella, se consagró al
cumplimiento de sus nuevos deberes. El teatro en que se presentaba era el
mejor para adquirir experiencia militar y para estudiar en grande las
operaciones de la guerra. Iba a combatir al lado y al frente de valientes, en
alianza con los batallones británicos, contra los soldados más victoriosos y
aguerridos del mundo. Más parece resultado de sus deseos de
adquirir luces y experiencia, que de la casualidad, la circunstancia de haber
pertenecido a diferentes armas durante su permanencia en la Península. Fue
infante ligero en el regimiento de Campomayor, como lo había sido también en
el de Murcia; comandante de caballería en el regimiento "Dragones de
Numancia". Trece meses permaneció, por los años de 1798, a bordo de la
fragata de la real armada "Dorotea", y en ella se halló en un
encuentro sangrientos con el navío inglés "León", el día 15 de
julio de aquel mismo año. Tuvo por generales a los mejores de España al comenzar
el siglo, a Castaños, al marqués de Coupigny, al marqués de la Romana. Se
halló en Bailén el 19 de julio de 1808, mereciendo una mención honrosa en el
parte de esta famosa jornada; en la de Albufera, el 15 de mayo, de 1811,
alcanzando por su notable conducta y el brío de su sable en este día, y sobre
el campo mismo de batalla, el grado de Comandante efectivo. Fue, pues, completo y feliz el
aprendizaje de San Martín. Leales y bravos fueron sus jefes; noble la causa
de la lucha; elevado el rango en que prestó sus variados e importantes
servicios. Cuando se decidió a regresar a América era un militar aguerrido y
lleno de experiencia. Así que llegó a conocimiento de San
Martín el paso atrevido dado por sus compatriotas en Mayo de 1810, volvió su
atención hacia los lugares que había abandonado en los tiernos años de su
edad, y siguió con interés y emoción las primeras escenas del drama en que
deseaba ser actor. Espiando desde entonces una oportunidad para desligarse de
sus compromisos con la España, la halló en el carácter caballeroso y en las
ideas liberales de su amigo el general Sir Carlos Stuart, quien, aunque
aliado decidido de los españoles, simpatizaba con la causa de la emancipación
americana. Así que éste se impuso del deseo que tenía San Martín de servirla
y de dirigirse inmediatamente a un puerto de Europa para pasar desde él a
Buenos Aires, dióle varias cartas de recomendación para sujetos respetables
de Londres, y especialmente para el Lord Maeduff, que acababa de militar en
la Península. San Martín llegó a la capital del Reino
Unido a fines de 1811. El tiempo que residió allí no fue perdido para los
intereses de América, pues contrayendo relaciones con varios venezolanos y
argentinos, devotos ardientes de la causa de la emancipación, estableció con
ellos una Sociedad secreta para servir con todo género de elementos a aquel
generoso y patriótico objeto. Las personas a quienes iba recomendado
pusieron empeño en facilitarle medios de transporte, hasta que logró
embarcarse acompañado de Don Carlos Alvear y de Don Matías Zapiola, a bordo
de la fragata Jorge Canning, en un día de enero del año 1812. El 13 de marzo siguiente llegaban al
puerto de Buenos Aires estos tres argentinos que debían señalarle muy luego
en los campos de la lucha en que hallaba comprometida la patria. El gobierno
de Buenos Aires encomendó inmediatamente a San Martín la creación de un
cuerpo de caballería, y el 7 de diciembre del mismo año 1812 le extendía los
despachos de coronel del Regimiento de "Granaderos a Caballo". Esta
falange de bravos formada bajo la más acertada disciplina, tuvo por destino
el pasearse victoriosa por la mitad de América, llevando por todas partes la
victoria y la honra del nombre argentino. Pero San Martín, en los primeros
tiempos de su llegada a la patria, no se contentó con crear soldados. Él
sabía que para que una revolución llegue airosa a su término, es
indispensable asociar las ideas a la fuerza, y concentrar la dirección de
unas y otra en pocos hombres de inteligencia superior y de corazón bien
templado. Pudo equivocarse en los medios; pero su intención fue prudente o al
menos análoga con su carácter positivo, anheloso siempre de alcanzar los
resultados por el camino más seguro y corto. San Martín ayudado eficazmente por su
compañero Alvear estableció en Buenos Aires la famosa logia de
"Lautaro", sociedad secreta, de miras puramente políticas, cuya
primera idea se atribuye al famoso general caraqueño Miranda, fundador de la
Gran Reunión Americana, cuyo centro, establecido en un puerto de la península,
derramó según creen algunos, su influencia liberal sobre varios puntos de
América. Lo que hay de cierto es que San Martín y sus dos compañeros de
navegación fueron los fundadores de la masonería política en el Río de la
Plata, según lo asegura el bien informado historiador de Belgrano. Según este
mismo escritor, la Logia de Lautaro, influyó en los sacudimientos internos,
llevó al poder los hombres elegidos por ella, atrajo a sus miras a miembros
de los cuerpos deliberantes y llegó a la reguladora de nuestra política
interna a fin del tercer año de la revolución de Mayo. La vida puramente militar de San Martín
en América se inició a las márgenes del Paraná al comenzar ese mismo año 12,
sobre cuyos destinos políticos había ejercido una influencia tan notable como
disimulada. Los marinos españoles dueños del puerto
de Montevideo afligían a nuestras poblaciones del Litoral con ataques
inesperados. En el mes de octubre de 1812, una escuadrilla española había
saqueado los pueblos de San Nicolás y de San Pedro. Para librar de semejante
consternación a los pacíficos moradores de la costa, fue enviado al pueblo
del Rosario de Santa Fe el regimiento de caballería al mando de su coronel
San Martín. Informado éste de que los marinos se preparaban a practicar un
desembarco en un punto más al Norte, denominado "San Lorenzo", tal
vez con la esperanza de posesionarse del territorio intermedio entre la
capital y las provincias, se trasladó allí sin ser sentido de los señores del
Río, y les tendió una red digna de la sagacidad y sangre fría del
experimentado coronel de Granaderos. San Lorenzo es un antiguo convento de
franciscanos situado en la planicie inmediata a las empinadas barrancas del
Paraná. A espaldas de los macizos claustros, se colocaron durante la noche,
burlando con la oscuridad y el silencio a los espías del enemigo, los pocos
pero denodados Granaderos, con sus briosos caballos de la brida, esperando la
voz de su jefe. Sobre las bóvedas de la iglesia, impaciente por que asomara
las primeras vislumbres del día, estaba San Martín informándose con el oído y
con la vista de los movimientos del enemigo. Eran las cinco de la mañana
cuando doscientos cincuenta infantes desembarcados en el puerto tomaron la
dirección del convento, confiados, contentos, marchando a tambor batiente con
las banderas desplegadas. Estarían a cien varas de distancia del punto que ya
consideraban en su poder, cuando divididos los jinetes de la patria en dos
divisiones de a sesenta hombres cada una, cayeron sobre el enemigo con una
intrepidez irresistible y sable en mano, según la expresión del parte
oficial. Los invasores también se sostuvieron con esfuerzo; pero pronto se
vieron obligados a replegarse en fuga hacia las barrancas protegidos bajo los
fuegos de las embarcaciones de guerra. Cuarenta cadáveres, catorce
prisioneros, doce heridos, dos cañones, cuarenta fusiles y una bandera
arrancada con la vida al que la custodiaba, fueron los trofeos de la victoria
del 3 de febrero. La de San Lorenzo está colocada en nuestro Himno Nacional entre
las de San José y de Suipacha y es por consiguiente una de las primeras en
nuestros gloriosos anales. La carrera de triunfos de que ella es el punto de
partida no debía terminar sino a las márgenes del Rimac, extendiéndose desde
los 12 hasta los 33 grados de latitud sur en la América independiente. La nueva de la victoria de San Lorenzo
vino a completar en Buenos Aires la confianza en la situación y a robustecer
el espíritu público como una demostración práctica de nuestra superioridad
material sobre el enemigo. El poder de las armas se aunaba a las fuerzas
morales del país que en ese momento se veían converger hacia esta capital,
representadas por los miembros de la Asamblea Constituyente, cuya solemne
apertura Acababa de tener lugar en el último día
del mes de enero. Este cuerpo, llamado según el
sentimiento de aquellos días, "a desterrar con la energía de sus
resoluciones, hasta la esperanza en los tiranos de triunfar sobre el
país", comenzó sus notables tareas bajo los auspicios de la victoria y
en medio de una población llena de entusiasmo y de confianza en lo venidero. Hasta este momento la vida del general
San Martín se había confundido con la de la generalidad de los militares
valientes. Pero desde la jornada de San Lorenzo comenzó a tomar lugar en el
catálogo de los hombres célebres del siglo, según la oportuna observación de
un escritor extranjero. La suerte de las armas fue varia como
de costumbre para los ejércitos de la revolución. El desastre de Ayohuma
había puesto una parte de la opinión pública en contra del virtuoso general
Belgrano que mandaba en jefe el ejército del Perú. Bajo el peso de dos
derrotas y una seria enfermedad contraída por las fatigas de campañas
penosas, había solicitado del Gobierno su relevo, fundándose más en razones
de conveniencia pública que en su situación personal. En consecuencia de este
paso de Belgrano, el Gobierno le comunicó con fecha 18 de enero de 1814, que
había nombrado para subrogarle en el mando, al coronel de Granaderos a
Caballo D. José de San Martín. El 30 de aquel mismo mes, el nuevo
general estaba dado a reconocer como jefe del Ejército, y al comunicar al
Gobierno este acontecimiento se expresó en estos términos: "Me encargo
de un ejército que ha apurado sus sacrificios durante el espacio de cuatro
años; que ha perdido su fuerza física y sólo conserva la moral; de una masa
disponible a quien la memoria de sus desgracias irrita y electriza y que debe
moverse por los estímulos poderosos del honor, del ejemplo, de la ambición y
del noble interés. Que la bondad de V. E. hacia este ejército desgraciado se
haga sentir para levantarlo de su caída." El tenor de estas palabras tanto
cuadran a favor del ejército, como forman el mejor elogio del general que lo
había creado. A pesar de la desmoralización a que le habían conducido los
repetidos desaires de la fortuna, aun conservaba su vigor moral y era capaz
de acciones heroicas sin más estímulos que los del honor. Y este testimonio
lo daba el mismo sucesor de Belgrano, que tenía la nobleza de decir la verdad
y que confiaba tanto en su mérito que no temía envidioso la sombra del
ilustre personaje en cuyo lugar se colocaba por obedecer al Gobierno. "Es un espectáculo digno de la
atención de la posteridad, dice el historiador de la época de Belgrano, el
momento en que dos hombres eminentes se encuentran en la historia a la sombra
de una misma bandera; y si ambos llegan a comprenderse y estimarse,
haciéndose superiores a las innobles pasiones que les impiden hacerse
recíproca justicia, entonces la escena es tan interesante como moral. Tal
sucedió con San Martín y Belgrano, los dos hombres verdaderamente grandes de
la revolución argentina, y que merecen el título de fundadores de la
Independencia". Un estudio reflexivo de este encuentro de los dos
famosos guerreros, desmiente la especie de que existiera entre ellos una
rivalidad poco noble. Al contrario, apenas se recibió San Martín del mando
del ejército, interpuso su valimiento a fin de que la Comisión establecida en
Buenos Aires para juzgar a Belgrano por sus contrastes de Vilcapugio y
Ayohuma, dejase a un lado la prosecución del proceso para facilitar así la reorganización
de las fuerzas desmoralizadas por la derrota. Insistiendo el Gobierno, sin
embargo, en la necesidad de llevar adelante la averiguación de las causas de
los desastres mencionados y habiendo dispuesto que Belgrano pasase a la
ciudad de Córdoba después de entregar el mando del regimiento Nº
1 que hasta entonces conservaba, todavía encontró un apoyo y un amigo en San
Martín, quien tuvo bastante entereza para negarse a cumplir las terminantes
órdenes recibidas, apoyándose en las siguientes consideraciones: "He
creído de mi deber, escribía San Martín al Gobierno con fecha 13 de febrero,
imponer a V. E. que de ninguna manera es conveniente la separación del
General Belgrano de este ejército: en primer lugar, porque no encuentro otro
oficial de bastante suficiencia y actividad que le subrogue en el mando de su
regimiento, ni quien me ayude a desempeñar las diferentes atenciones que me
rodean con el orden que deseo, e instruir la oficialidad... Me hallo en unos
países cuyas gentes, costumbres y relaciones me son absolutamente
desconocidas y cuya topografía ignoro; y siendo estos conocimientos de
absoluta necesidad para hacer la guerra, sólo el general Belgrano puede
suplir esta falta, instruyéndome y dándome las noticias necesarias de que
carezco (como lo ha hecho hasta aquí) ... Su buena opinión entre los
principales vecinos emigrados del interior y habitantes del pueblo es grande: que a pesar de los contrastes
que han sufrido nuestras armas a sus órdenes lo consideran como un hombre
útil y necesario en el ejército, porque saben su contracción y empeño, y
conocen sus talentos y su conducta irreprensible... En obsequio de la
salvación del Estado dígnese V. E. conservar en este ejército al brigadier
Belgrano". Bien considerado este documento, se
hallará que no sólo honra sobremanera a su autor por la generosidad y
sentimientos de justicia de que da muestra, sino porque encierra un
sacrificio del amor propio, hecho en obsequio de la verdad y de los intereses
de la patria. San Martín no vacila en presentarse despojado de un prestigio
ante la opinión, que cualquiera otro menos honrado, puesto en su caso, habría
fingido y exagerado, y declara que las simpatías de la gente importante del
país no le llegaban a él sino reflejadas por la digna persona del héroe abatido
a quien con tanta nobleza sostenía, aunque sin fruto. San Martín se entregó con empeño a la
reorganización de las fuerzas que quedaban exclusivamente a su mando, y dio
al arma de caballería la forma y disciplina que con tan buen éxito estaban ya
ensayadas en los escuadrones de Granaderos. Modificó la táctica sacándola de
las viejas vías de la rutina, y levantó el espíritu marcial de los oficiales,
dando a la delicadeza en la honra personal el estímulo del desafío
severamente prohibido hasta entonces por su antecesor. Para remontar al
ejército, pidió contingentes de reclutas a todas las provincias argentinas,
especialmente a la de Santiago del Estero; fundó una Academia Militar, a la
que asistía personalmente, para instrucción de los jefes y subalternos; y por
último, logró reunir bajo la bandera de aquel ejército que encontró reducido
a 1.800 hombres, el número de tres mil. Convencido de la necesidad de
sostener la posición de Tucumán, dispuso la construcción de un campo
atrincherado en sus inmediaciones, no sólo para apoyo y punto de reunión del
ejército en caso de un contraste, sino para facilitar su pronta organización,
dando ocupación a los reclutas, cortando los conatos de deserción, y
adiestrando a la oficialidad en las obras de defensa. Este campo se hizo célebre en los
fastos de las hazañas argentinas, bajo el nombre de la "Ciudadela de
Tucumán". En 1833, visitando este sitio un viajero argentino, sólo halló
en él ruinas cubiertas por la maleza, soledad y silencio. Mientras San Martín moralizaba sus
soldados noveles, tomó algunas medidas que no constituían en realidad un plan
completo de campaña. Era necesario hacer frente al enemigo engreído por la
fortuna de sus armas; pero habría sido peligroso comprometerse contra él en
operaciones serias y decisivas. En esta situación, contentóse San Martín con
confiar la defensa de las fronteras de la revolución a algunos valientes
comandantes de milicias, entre los cuales se distinguió por su constancia y
pericia de guerrillero el famoso D. Martín Güemes, caudillo de los paisanos
de la provincia de Salta. Y ya que le faltaba la fuerza material para
ahuyentar a los enemigos, recurrió en esta vez, como en tantas otras, a lo
que pudiera llamarse su estrategia diplomática. Por medio de combinaciones
ingeniosas, en que era fértil su cabeza, logró persuadir al enemigo de que
las avanzadas de caballería al mando de Güemes eran la vanguardia de un
ejército considerable que maniobraba más allá de Salta, para evitar la
reunión de las fuerzas al mando de dos de los principales jefes españoles.
Sobrecogidos éstos con las consecuencias que podría tener un movimiento
aislado en caso de tropezar con fuerzas superiores de los insurgentes,
dejaron pasar la estación y el tiempo más adecuados para adelantar las
posiciones que habían logrado ocupar. San Martín no estaba satisfecho con los
elementos militares que tenía a su disposición, ni ellos podían
proporcionarle un resultado definitivo, a que aspiraba. Él quería dirigir un
ejército en el cual reinase la unidad y la disciplina estricta a que se
oponían en el territorio argentino, tanto la naturaleza del terreno como las
propensiones de sus moradores. Estaba convencido, por otra parte, que el
centro del poder español no debía ser atacado por el camino largo y peligroso
que ofrecía el alto Perú sino por otro más corto y más inesperado para el
enemigo, y que la guerra en esta parte de América no tendría término sino con
la ocupación de Lima. Con su permanencia en el Norte, tocando de cerca la
ineficacia de los esfuerzos pasados, y meditando como general en jefe la
solución del gran problema militar de la revolución, llegó a concebir el plan
que constituye su mayor gloria. Fue en la ciudad de Tucumán en donde tuvo la
visión de lo que realizó más tarde. Los Andes y el Océano Pacífico, que otro
genio menos atrevido que el suyo, hubiera considerado como barreras
insuperables, fueron consideradas por él como auxiliares de sus designios.
Colocado a la falda argentina de la Cordillera, se dijo a sí mismo: crearé un
ejército pequeño, pero que se mueva como un solo hombre. Los esfuerzos del
gobierno de Buenos Aires y el patriotismo chileno, engrosarán sus filas y le
abastecerán de recursos, y el día menos pensado, cruzando los desfiladeros,
caerá como un torrente sobre los enemigos que dominan en Chile. Este país,
abundante en elementos de guerra marítima, por la extensión de sus costas, me
dará una escuadra bien tripulada, y el virrey del Perú nos verá llegar a sus
puertas, atacándole por tierra y por las aguas del Callao bajo las banderas combinadas
de Buenos Aires y de Chile. Este pensamiento que entonces no habría
sido comprendido ni aceptado sino por muy pocos, quedó secreto en la cabeza
de quien lo concibió. Pero, desde aquel momento, se puso San Martín en camino
de realizarlo, empleando su paciencia y su sagacidad características. Su
primer paso debía ser su separación del mando del ejército. Para llegar a
este fin, comenzó a quejarse de una enfermedad al pecho, se retiró a un lugar
de campo y desde allí se trasladó a Córdoba, dejando el ejército a cargo del
general D. Francisco Cruz. El Director Posadas aceptó la renuncia que San
Martín le dirigió desde aquella ciudad, y movido por las instancias de los
amigos de éste, residentes en Buenos Aires, le nombró gobernador de la
provincia de Cuyo, empleo poco solicitado por lo general, pero ambicionado
disimuladamente por San Martín, como punto de partida para el
desenvolvimiento de sus planes. El 10 de agosto de 1814 se le confirió a San
Martín el cargo de gobernador intendente de la provincia de Cuyo, que
comprendía entonces los territorios de Mendoza, San Juan y San Luis. Es fácil de comprender el placer con
que el nuevo intendente de Cuyo se apresuró a trasladarse a Mendoza, punto
casi de tránsito indispensable entre la República Argentina y Chile y desde
donde podía informarse diariamente del estado de las cosas que tenían lugar
al lado opuesto de la Cordillera. La situación de la revolución de Chile
no era en manera alguna lisonjera y se hallaba en la víspera de grandes
desastres. La noticia del de Rancagua, que entregaba aquel país al poder
español, llegó a Mendoza el 9 de octubre y poco después comenzaron a
descender a la llanura cuyana los jefes derrotados, los soldados dispersos y
las familias comprometidas que buscaban seguridad. San Martín recibió a los
restos del ejército de Chile y a sus jefes con las distinciones que se
merecían, y apuró sus recursos para facilitar a las familias emigradas los
auxilios que exigía su situación. Mil mulas y abundantes víveres les salieron
al encuentro en el descenso de las ásperas cumbres de las montañas. Entre los patriotas chilenos y a la
cabeza de las dos parcialidades en que se dividían, estaban dos hombres
importantes y rivales, O'Higgins y Carrera. San Martín les conocía por sus
antecedentes, pero aquella era la primera vez que se acercaba a ellos y les
trataba. Carrera se presentó petulante y descomedido ante el gobernador de
Cuyo; O'Higgins, por el contrario, se manifestó en aquella ocasión -a
propósito para mostrar el fondo del verdadero patriotismo- disciplinado,
caballeroso y desprendido. Carrera era el señor voluntarioso, formado en la
escuela aristocrática de la colonia; O'Higgins educado en Inglaterra,
trabajado en la juventud por la desgracia, era el tipo de la prudencia y de
las virtudes sociales que constituyen el verdadero valor del individuo
destinado a mandar. La simpatía de San Martín no vaciló un momento. Colocado
entre el arrojado y brillante caudillo y el hombre de propósitos maduros,
acordó desde luego su confianza y su amistad al último de los dos ilustres
chilenos. La profunda desavenencia entre ambos jefes compatriotas, el
carácter inquieto de Carrera, dieron muchos cuidados a San Martín, poniéndole
en el caso de desenvolver una gran energía y atención de espíritu para mantener
el brillo de su autoridad y hacerse dueño de los elementos que la emigración
chilena le proporcionaba para realizar su plan predilecto. El día 30 de
octubre, dio el último golpe para sofocar las tentativas anárquicas. Al
frente de la caballería miliciana apoyada en dos piezas de artillería, se
presentó delante del cuartel de los soldados de Carrera, a quien intimó que
desde aquel momento los emigrados de Chile quedaban bajo la protección del
Supremo Gobierno de las Provincias Unidas, y que en el término de diez
minutos pusiese sus fuerzas a las órdenes del Comandante General de Armas D.
Marcos Balcarce. Desde ese día cesó la turbación y la alarma que las tropas
chilenas habían introducido en Mendoza. San Martín remitió a Buenos Aires la
gente de Carrera, no queriendo, según sus propias palabras, "emplear
soldados que sirven mejor a su caudillo que a la Patria". San Martín había convertido a la antes
silenciosa ciudad de los mendocinos, en un foco de ruido y actividad militar.
Un Ejército improvisado estaba a espera de momento propicio para comenzar la
campaña; pero convencido su Jefe de que ese momento aun no era llegado,
comunicó al Gobierno de Buenos Aires la necesidad de resguardar contra los
realistas los desfiladeros de la Cordillera y de mantenerse a la defensiva. Consecuente con esta idea previsora,
destinó al entonces Teniente Coronel Las Heras a que se estableciese con la
División de Auxiliares cordobeses en Uspallata, dándole instrucciones para
que procediese con acierto en cualquiera eventualidad. Asegurado así contra las consecuencias
de un ataque imprevisto, se propuso ganar tiempo, distrayendo mañosamente la
atención de los principales Jefes realistas, Ossorio y Pezuela. San Martín
comprendió que era preciso desvanecer en el primero el temor de ser atacado,
por que así se mantendría quieto; e inspirar al segundo confianza en los
progresos de la reacción Española en Chile. Realizó este pensamiento,
presentándose ante el vencedor de Rancagua con autorización suficiente para
entrar en negociaciones con él, tendientes a evitar las sucesiva efusión de
sangre y restablecer las relaciones de comercio entre uno y otro lado de la
Cordillera, interrumpidas desde el desastre de los patriotas. Al mismo
tiempo, para desorientar a Pezuela, hizo llegar al Ejército del Perú por
conductos dignos de crédito para los españoles, rumor de que la Provincia de
Cuyo acababa de ser invadida y tomada por las tropas victoriosas de Ossorio.
Estos ardides surtieron su efecto: Osorio y el Virrey de Lima permanecieron
inactivos, esperando de un momento a otro la noticia definitiva del
descalabro de los insurgentes tan mal tratados ya por la suerte de las armas. Mientras tanto no cesaba San Martín en
sus aprestos militares. Puso a contribución todos los recursos de la provincia
de su mando, valiéndose de las sutilezas de su ingenio para despertar el
patriotismo de los ciudadanos quienes acudieron a las necesidades del
Ejército con su dinero, caballerías, y demás productos de aquel territorio
feraz y agricultor. En sus notas oficiales al Gobierno de Buenos Aires tuvo
buen cuidado de ponderar los peligros en que se encontraba, y lo hizo con
tanta eficacia que a pesar de la apurada situación de aquel Gobierno,
consiguió que le remitiese auxilios de artillería al mando de buenos oficiales,
de armamentos y municiones, de soldados excelentes de todas armas. A pesar de la carga que imponía a la
Provincia de Mendoza la residencia en ella de un ejército numeroso y
necesitado, cada día crecía más en su vecindario el respeto y la afición a su
Jefe. Un incidente vino a demostrar esta verdad. Para apremiar más al Gobierno
de Buenos Aires a fin de que le prestase mayor cooperación que hasta allí,
ponderó tanto los peligros a que estaba expuesto el territorio de su mando,
que llegó a pedir su relevo pues sólo podía hacer frente a aquella situación
un militar de salud más robusta que la suya. La nota en que así se expresaba
llegó a Buenos Aires a la sazón en que el Directorio estaba desempeñado por
un hombre que tenía celos por de los laureles de San Lorenzo, y dispuso que
inmediatamente pasase un Coronel a Mendoza a tomar la dirección de la
Intendencia. Así que supo en aquel pueblo semejante nueva, se llena las
calles de protestas escritas convocando al pueblo a un Cabildo abierto, en el
cual se resolvió mantener en su puesto al antiguo Gobernador. Mientras tanto,
el recién nombrado por el Director se presentó en Mendoza el 21 de febrero de
1815. Inmediatamente después de su llegada ofició San Martín al Cabildo para
que se reconociese a su sucesor; pero esta corporación lejos de cumplir con
los deseos del Jefe de sus simpatías, se negó a aceptar al nuevo mandatario y
dispuso que se sostuviese a San Martín y que se despachase un enviado a
Buenos Aires para explicar al Director las razones en que se fundaba la
conducta de la Municipalidad mendocina. El Gobernador desechado, regresó
inmediatadamente a la Capital, sin que su nombramiento hubiese servido más
que para hacerle blanco de un terrible desaire que de lleno iba a herir el
amor propio del Director. San Martín quedó vengado. Este fue uno de los
sucesos precursores de la revolución de abril que obligó al Director Alvear a
buscar un asilo en la Capital del imperio vecino. Este cambio en el personal del Gobierno
General levantó al poder a los amigos del Gobernador de Cuyo, cuyos planes
favorecieron, agitando el envío de fuerzas y pertrechos para el Ejército que
se formaba al pie de la Cordillera. Un cuerpo de Granaderos a Caballo al
mando del Teniente Coronel Zapiola, armamentos, vestuarios, oficiales de
artillería al frente de varios cañones y obuses con las dotaciones correspondientes
de soldados y pertrechos, tales fueron los auxilios importantes con que
concurrió Buenos Aires después de la desaparición de Alvear. Mientras los elementos materiales se
acumulaban y se les daba distribución, San Martín estudiaba su próxima campaña,
examinando el terreno y tratando de penetrar en los secretos todos de la
situación del país sobre que se proponía operar. En lo más riguroso de la
estación fría de aquel clima, inspeccionó personalmente los desfiladeros de
los Andes, especie de colosales hendiduras que prestan paso al través de las
moles. Pero ésta no, era la más difícil de sus indagaciones. La verdadera
dificultad consistía en la adquisición de noticias sobre la situación de
Chile, las disposiciones de sus mandatarios y el estado de la opinión. Para
salvarla, discurrió San Martín un arbitrio, ingenioso que no nos es dado
referir aquí con los pormenores que le dan un interés original. Comenzó a
hacer circular la especie de que los emigrados chilenos eran maltratados por
el gobernador de Mendoza, a punto de que les era preferible el regresar a su
país y someterse a sus dominadores. Las "Gacetas" realistas de
Santiago fueron el eco de estas voces; y así que tomó la ficción colores de
verdad para las autoridades españolas, despachó a algunos oficiales chilenos,
decididos por la causa de la independencia, con encargo de comunicarle desde
su país las noticias que le eran absolutamente necesarias acerca de lo que
allí se pensaba sobre operaciones militares. Estos falsos arrepentidos prestaron
a más el servicio no menos importante, de avivar las esperanzas en la
revolución y de confortar los ánimos de los patriotas chilenos, abatidos por
el yugo de la reconquista. San Martín que quería guardar con cien
llaves, el secreto de sus designios, no confiando solo en su reserva, se
propuso extraviar al enemigo de sus juicios. Para conseguir este objeto se
valió de algunos españoles, acérrimos partidarios de la causa realista, que
estaban desde el tiempo de Carrera desterrados en las ciudades de Cuyo, especialmente
de un tal Albo, de quien sacó un partido digno de referirse. Albo era hombre firme, sin disimulo,
conocido por su decisión a la causa de su gobierno: por consiguiente, era
tenido por los dominadores de Chile por el leal de los leales. Una persona de
la confianza de San Martín estaba encargada de mantener una activa
correspondencia sobre asuntos insignificantes con el porfiado peninsular,
obteniendo así una gran cantidad de papeles a cuyo pie se leía el nombre del
respetable Albo, con su garabato correspondiente. Mientras corría este
inocente comercio epistolar, San Martín había emprendido otro de diferente
naturaleza. El corresponsal que el futuro vencedor en Chacabuco y Maipo había
escogido, era nada menos que el Presidente Marcó, quien recibía las misivas
de Mendoza en la creencia de que le iban de manos de Albo, pues siempre las
acompañaba una firma de puño y letra de éste. La supuesta correspondencia que
proporcionaba frecuentes ratos de alegría al Presidente y a sus favoritos
inmediatos, contenía un tejido de invenciones acerca de lo que se hacía y se
pensaba en Mendoza, que como puede presumirse, era todo lo inverso de la
realidad. Este ardid puso una venda sobre los ojos de Marcó, detrás de la
cual no podía ver sino lo que se le antojaba al Intendente de Mendoza. Así preparaba y maduraba éste sus
planes. Mientras allanaba los obstáculos que podemos llamar morales, iban
creciendo los elementos de fuerza, que por entonces se acrecentaron con 600
plazas del Regimiento de Negros, al mando del valiente coronel D. Pedro
Conde, enviado de Buenos Aires. La derrota de Sipesipe que llenó de
consternación a los independientes, fue motivo para que San Martín, que no se
desalentaba con los contrastes, diese nuevo impulso a los trabajos. Los
primeros días del año 1816 le encontraron completamente decidido a emprender
su expedición a Chile. Trasladando su habitación al campamento mismo para
dirigir personalmente los ejercicios militares y trabajo de los talleres, les
infundió mayor actividad que la que habían tenido hasta entonces. Haciendo de
su rancho centro de todas las operaciones de ensayo, presidía el ejercicio de
los infantes, las evoluciones de la gente de a caballo y hasta la
construcción de las cartucheras, del calzado y de los uniformes para la
tropa. A fines de febrero creyó San Martín que ya era tiempo de comunicar
francamente su pensamiento al gobierno de las Provincias Unidas. Con este
objeto y con el de solicitar mayores recursos, despachó a Buenos Aires un
enviado especial, que desempeñó con acierto la comisión que le había
confiado. El gobierno general a pesar de hallarse rodeado de dificultades,
escuchó benévolamente al representante del gobernador de Cuyo, y le acordó
una fuerte suma de dinero para el equipo de la expedición proyectada. Balcarce
que gobernó interinamente el Estado poco después, remitió también a Mendoza
con el mismo objeto, armamentos, municiones, artillería de campaña y muchos
otros artículos de guerra. San Martín supo entenderse siempre con
los hombres de mérito. El Congreso instalado en Tucumán el 24 de marzo de
1816, había nombrado al General Pueyrredón, que era uno de sus miembros,
Director Supremo del Estado. Al dirigirse a la Capital a tomar su puesto al
frente de los negocios públicos debía pasar por Córdoba y allí fue a
encontrarle San Martín para inclinarle a favor de su gran pensamiento. La
entrevista entra estos dos personajes, sobre la cual se han propalado algunos
rumores absurdos, fue digna y cordial y tuvo por resultado un perfecto
acuerdo de miras. Desde el día 15 de julio en que se verificó la entrevista,
San Martín pudo contar con la cooperación del nuevo Director como lo
demostraron después los hechos. Por ejemplo: El Gobierno de Buenos
Aires, contribuyó mensualmente con veinte mil pesos fuertes para el
mantenimiento y equipo del Ejército que se creaba en Mendoza, cantidad muy
considerable para aquel tiempo en que las rentas eran escasas y el país se
hallaba empobrecido por la guerra. Más tarde, el 17 de octubre, el Gobierno
de Buenos Aires confirió a San Martín las facultades de Capitán General de
Provincia con tratamiento de Excelentísimo. De regreso a Mendoza el Gobernador de
Cuyo redobló su actividad y aceleró sus aprestos, comenzando por engrosar las
filas de sus soldados con los esclavos del vasto distrito de su mando, que
fueron por su influjo declarados libres. Pronto puso al Ejército en estado de
comenzar una campaña que ya no podía envolverse en el misterio. En la
necesidad de preparar el campo para las operaciones bien meditadas de
antemano, fomentó sublevaciones de patriotas al otro lado de las Cordilleras,
que distrajesen la atención de las autoridades españolas, al mismo tiempo que
por medio de parlamentos con los indios del Sud de Chile, persuadió a las
mismas autoridades a que en caso de invadir tomaría una ruta que estaba muy
lejos de su verdadera intención. El campamento de Mendoza tomó la
actitud que la tomar en realidad muy pronto al frente del enemigo. Desde la
primera luz ya estaba San Martín en él: un tiro de cañón anunciaba la formación
de todos los cuerpos y las maniobras militares duraban todo el día
prolongándose a veces a la claridad de la luna. Pero el Ejército no podía aventurarse
en los desfiladeros, sin un reconocimiento formal practicado de antemano. San
Martín que ayudado del espíritu de la revolución había sabido convertir en
director de sus parques a un fraile franciscano, halló un hábil ingeniero de
campaña entre los jóvenes capitanes de su artillería. Alvarez Condarco fue encargado del
reconocimiento facultativo del camino de las Cordilleras, disfrazado con el
carácter de parlamentario, portador de una nota dirigida al presidente de
Chile contraída a noticiarle la declaración de la Independencia Argentina
proclamada por el Congreso de Tucumán. Puede calcularse la impresión que
causaría a Marcó esta embajada, verdadero desafío a su poder puesto en
ridículo, mucho más cuando forzosamente tenía que disimular su enojo, por
temor a empeorar la suerte de sus compatriotas prisioneros en el territorio
de Cuyo. Mientras se practicaba por aquel medio
ingenioso el reconocimiento del tránsito, dividió San Martín el Ejército en
tres cuerpos principales de los cuales él se reservó el mando de la reserva
confiando al mayor general D. Miguel Estanislao Soler la vanguardia y el
centro al general Alvarado, O’Higgins, Zapiola,
Crámer, Las Heras, Plaza, etc., eran los principales entre los valientes
jefes que le acompañaban. La infantería montaba al número de tres mil
hombres, la caballería regular a 600 granaderos, la artillería compuesta de
diez cañones de a seis, de dos obuses y de cuatro piezas de montaña, la
servían trescientos hombres. Mil doscientos milicianos montados y algunos
hombres destinados a conducir los víveres y forrajes y a despejar el camino,
aumentaban el número de estas fuerzas hasta componer un Ejército de cinco mil
y tantos soldados de las tres armas. Los Andes argentinos se levantaban
delante de esta expedición que llevaba la libertad a la falda que mira al
Océano Pacífico. Cumbres más elevadas que el Chimborazo, nieves perpetuas que
se mantienen a la altura de cuatro mil metros, montañas de granito que se
suceden unas a otras desnudas de toda vegetación, constituyen la naturaleza
de esa Cordillera en cuyos valles angostos en que serpentean los torrentes,
no encuentra el viajero más que peligros. Estos valles, algunos de los cuales
se prolongan con el nombre de quebradas de un lado al otro, facilitan la
comunicación entre nuestra República y la de Chile. El Ejército se internó
por dos de estas quebradas, la de los Patos y la de Uspallata, que corren
próximamente paralelas entre sí. En el término de diez y ocho días y después
de caminar al borde de los abismos más de ochenta leguas, comenzaron aquellos
bravos a descender las primeras pendientes occidentales, y el 4 de febrero de
1817, reunidas las vanguardias de las dos divisiones invasoras comenzaron a
guerrillar al enemigo. Dos brillantes jóvenes de Buenos Aires, célebres más
tarde en la gran guerra de la Independencia, Necochea y Lavalle, tuvieron la
principal parte en estos primeros encuentros. Los españoles, después de
varios movimientos en diversas direcciones que demostraban la sorpresa y el
terror que les infundía el denuedo de los independientes, concentraron sus
fuerzas al mando del general Maroto al pie de la Cuesta de Chacabuco. Allí
les fue a buscar San Martín, el día 12 de febrero. El Ejército se previno desde la noche
anterior, arrojando sus equipajes y municionándose cada soldado con setenta
cartuchos. A las dos de la madrugada del 12 comenzaron a moverse los
patriotas divididos en dos cuerpos; el uno a las órdenes de Soler, y el otro
a las de O'Higgins. San Martín los seguía de cerca rodeado de su estado
mayor. A media legua de la cuesta donde se hallaba el enemigo, las divisiones
comenzaron a operar, la una a la derecha y la otra a la izquierda. La acción
se trabó poco después, y las cargas a la bayoneta dirigidas por el general
O'Higgins, el empuje de los granaderos a caballos mandados por Zapiola y el
concurso oportuno de Necochea, pusieron en completo desorden al enemigo y le
obligaron a huir, dejando dueño del campo al general San Martín. La pérdida
del enemigo se computó en 500 hombres muertos y 600 prisioneros. Poco después
del medio día estaban en poder de los vencedores todo el parque de los
realistas, sus cañones, armamentos y el estandarte del batallón de Chiloe.
Más tarde y a consecuencia de esta victoria, se tomaron seis banderas más,
tres de las cuales se conservan en la Catedral de Buenos Aires. El vencedor en Chacabuco quedó inscripto
desde el memorable 12 de febrero, en el número de los grandes capitanes del
mundo. Su paciente habilidad, su arrojo calculado con madurez, su admirable
travesía de las más ásperas y elevadas montañas de la tierra, le colocaron
naturalmente al lado de Aníbal y Bonaparte. El pueblo de Buenos Aires recibió
la plausible noticia catorce días después. A las tres de la tarde del 26 de
febrero, el Director, rodeado de un lucido cortejo de empleados civiles y
militares, tomaba en sus manos la bandera rendida en Chacabuco, que colocada
en lo alto de las casas consistoriales, sirvió de trofeo a las banderas
nacionales de los batallones de patricios. El pueblo se agolpó a presenciar
aquel espectáculo, y sus alegres aclamaciones se mezclaron a las salvas de la
artillería y a los repiques de las campanas de los templos. Al describir el
júbilo que embargaba a nuestra población, la prensa de aquellos días
exclamaba con entusiasmo: "Gloria inmortal a cuantos han tenido la dicha
de merecer el elogio sublime del regocijo público de sus
compatriotas!"... El gobierno del Directorio manifestó su
agradecimiento al vencedor, con algunas honras, entre las cuales son de
mencionarse una pensión vitalicia de 600 pesos, a favor de su hija Doña María
Mercedes Tomasa de San Martín, y el uso, para el general, de un escudo con
las siguientes inscripciones: La Patria en Chacabuco. Al vencedor de los
Andes y Libertador de Chile. Las fuerzas derrotadas en Chacabuco no
eran las únicas de que podía disponer el Presidente de Chile para oponer a
los vencedores. Habían quedado en Santiago diez y seis piezas de artillería
de campaña, servidas por más de doscientos hombres, y acababan de llegar a
aquella ciudad, los batallones de Chiloe y de Chillán. Estas fuerzas, unidas
a un escuadrón de húsares y a una fuerte partida de dragones, estaban
destinadas para concurrir, bajo el mando del coronel Barañao, a reforzar el
ejército de Maroto. Marcharon en efecto, pero tropezaron en el camino con los
compañeros dispersos que huían de los sables de los húsares de Chacabuco. El
desaliento comienza a cundir; el Presidente, indeciso, pierde el tiempo en
discutir con sus jefes medidas militares que quedaban en proyecto: la verdad
de la situación penetraba en la capital, a pesar de las ingeniosas
disposiciones tomadas para que la población no se apercibiese del estado en
que se encontraban sus opresores. Éstos, desmoralizados totalmente, tomaron
en desorden el camino de Valparaíso, dejando a los patriotas de Santiago
entregados al regocijo y a la tarea de organizar un gobierno provisorio y de
establecer el orden, mientras las fuerzas libertadoras se aproximaban. El 13, poco después de medio día,
entraron a Santiago algunos cuerpos pertenecientes a la división del general
Soler, siendo de los primeros, un escuadrón de granaderos a cuyo frente iba
el comandante Necochea. El entusiasmo del pueblo a la presencia de aquellos
valientes no puede ponderarse bastante. Mientras tanto, el general San Martín
quiso evitar a todo trance las ovaciones de triunfo. Dos horas antes de su
entrada a la capital, era allí ignorada de todos. Muy preocupado todavía con
la idea de realizar sus vastos planes, miraba en menos esas fútiles
manifestaciones que a nada conducían. En esos momentos, sólo pensaba en los
recursos que debía proporcionarle la victoria para llevar adelante la
grandiosa obra en que estaba empeñado. La noticia de estos acontecimientos,
corrió con la rapidez de la electricidad por todos los ángulos de Chile y los
pueblos comenzaron a deponer las autoridades que emanaban del Presidente en
huida. Por la parte del Sur, Talca y sus inmediaciones caían en poder del
jefe patriota Freire, quien habiendo salido de Mendoza veintitantos días
antes que el ejército expedicionario, llegaba a aquellos destinos por los
territorios montañosos de Colchagua, en donde engrosaba sus fuerzas con
guerrilleros insurgentes, que voluntariamente le salían al encuentro. El
comandante Cabot, que a fines de diciembre había salido de San Juan y cortado
la Cordillera por el camino de los Patos, ayudaba al restablecimiento de las
autoridades patriotas en la Provincia de Coquimbo, y ocupaba la importante
ciudad de la Serena, después de haber dispersado en un encuentro feliz las
fuerzas realistas que aun permanecían en el Norte. La influencia militar de la España,
declinaba como por encanto a consecuencia del paso del ejército libertador,
de las medidas hábilmente tomadas por su jefe desde antes de entrar en
campaña, y por el mágico efecto de la aterradora noticia de Chacabuco. Para no malograr estas ventajas y para
llevar adelante la misión libertadora asumida por el general vencedor, era de
toda necesidad el establecimiento de un gobierno que emanara de la voluntad
general. Con este objeto, publicó un bando el general San Martín convocando
al vecindario de Santiago para que erigiese un jefe supremo. El voto de la
junta fue unánime a favor del héroe de Chacabuco, confiándole el gobierno del
país sin restricción de ninguna especie. Pero el general San Martín era
demasiado patriota y discreto, para aceptar semejante posición en un país que
no era el de su nacimiento y a los pocos días de una victoria con la cual
había avasallado las voluntades y el agradecimiento de todos los patriotas
chilenos. Dando por sin efecto la reunión popular del 15, provocó de nuevo otra,
que se compuso de más de doscientos ciudadanos, y en la cual fue proclamado
Director Supremo del Estado el brigadier D. Bernardo O'Higgins. Este
nombramiento que no era más que la ratificación de un decreto del gobierno
argentino, expedido antes de la jornada de Chacabuco, fue aplaudido por el
general San Martín, como se hizo saber inmediatamente por medio del
santafecino doctor Vera, patriota avecindado en Santiago desde muchos años
atrás. Las primeras medidas del nuevo
gobierno, tuvieron por objeto el rescate de los patriotas que gemían
deportados en el presidio de la isla desierta de Juan Fernández, y proveer a
la seguridad de los numerosos prisioneros españoles. El mariscal de campo D.
Francisco Marcó del Pont, era de este número. No habiendo podido llegar para
salvarse a uno de los puertos de la costa, tuvo la mortificación de
presentarse ante su vencedor, a quien entregó de una manera ridícula su
espadín de parada. El general San Martín, sin ocultar el desprecio que le
inspiraba aquel aborrecido mandatario, y sin aceptar una manifestación que
tanto se estima cuando procede de un valiente, le dijo con laconismo irónico:
"Si he de poner ese florete donde no pueda ofenderme, en ninguna parte
está mejor que en el cinturón de usted". La parte de trabajo y responsabilidad
que cupo al general San Martín en el gobierno que acababa de instalarse puede
medirse por el estado en que los españoles habían dejado el país sobre el
cual pesaban todavía con el influjo y con la fuerza. Las arcas estaban
vacías; los archivos sin documentos; el orden público sin base; y sin ningún
género de dirección el espíritu revolucionario que se manifestaba por hechos
de armas y políticos, independientes de la voluntad gubernativa. San Martín
asumió, por decirlo así, la dirección militar de la nueva administración,
obteniendo en pocos días, resultados satisfactorios. Mientras el comandante Freire se oponía
a lo largo del Maule a la reunión de los dispersos que se dirigían hacia el
Sur y apresaba algunos tejos de oro que prestaron oportuno recurso al erario
de la patria, reuníanse en Santiago los oficiales prisioneros de Chacabuco
para ser trasladados desde allí a la provincia de Cuyo que estaba bajo el
mando del coronel D. Toribio Luzuriaga. Entre quinientos de esos prisioneros
que atravesaron los Andes iba el obispo de Santiago, que se había señalado
por su adhesión al gobierno colonial y por su empeño en desacreditar las
ideas de libertad y de independencia. Este acto de energía por parte del
Director estaba en perfecto acuerdo con las ideas de San Martín, a juzgar por
su modo de proceder en el Perú en circunstancias idénticas. Allí, viendo que
el arzobispo de Lima pretendía disfrutar de los respetos debidos a su
carácter y de una entera libertad de pensamiento y de acción para combatir
las miras del gobierno independiente, "le levantó en peso para Europa,
según sus textuales palabras, para que fuese a echar sus bendiciones a los
peninsulares, puesto que quería ser pastor de una iglesia americana sin
reconocer la independencia". La empresa de libertar a Chile y al
Perú estaba en su principio, y era indispensable prepararse para realizarla
en la vasta escala en que habla sido concebida desde antes del paso de los
Andes. O'Higgins y San Martín contaban con la decisión de los pueblos ansiosos
de gobernarse por sí mismos; pero más confianza depositaban en la disciplina
y en la instrucción de sus soldados para llegar a aquel grandioso resultado.
Crearon una academia militar bajo un buen plan de estudios y abrieron las
puertas de ella a la juventud de Chile y de las Provincias de Cuyo, que
quisiese dedicarse a la carrera de las armas. A la necesidad de reforzar el
ejército vencedor en Chacabuco se unía otra consideración. Compuesto éste en
su mayor parte de jefes argentinos, y debiendo emprenderse nuevas campañas en
territorio chileno, bajo la dirección de las autoridades del país, aconsejaba
la política y el buen deseo de armonizar los elementos que iban a decidir de
la suerte de una gran porción de la América, que una nueva organización de
aquel ejército permitiese la entrada en él a los militares que se habían
distinguido en la lucha de la independencia chilena. La base de lo que se
llamó el ejército de Chile, se formó de un batallón de infantería organizado
en Aconcagua; de un cuerpo de artillería formado por el coronel D. Joaquín
Prieto, una compañía de jinetes para el servicio de la capital y un
regimiento de cazadores a caballo bajo una forma de organización parecida a
la de los famosos granaderos. Al mismo tiempo el ejército de los Andes abría
sus filas a los soldados chilenos decididos por la causa de su país, y el
gobierno coronaba estos primeros esfuerzos dando a reconocer por general en
jefe del ejército chileno al coronel mayor D. José de San Martín. Todo esto
fue obra de pocos días. La situación de las cosas así
combinadas había traído de nuevo y con mayor viveza que nunca a la cabeza del
activo general, el proyecto de la invasión al Perú por las aguas del Pacífico
y quiso personalmente ponerse de acuerdo con el gobierno argentino, representado
entonces por el general Pueyrredón, acerca de los auxilios que éste podría
prestar a la expedición y sobre los medios más eficaces de realizar el
pensamiento. La intervención del Director era tanto más indispensable, cuanto
que gran parte de las armas que debían abrir esa campaña eran argentinas y
grande la influencia que ejercía en la política de la revolución el pueblo
que tan gloriosamente la había iniciado en mayo de, 1810. El general San
Martín hizo sus adioses al ejército con estas palabras: "Vuestro bien y
el de la patria me obligan a separarme de vosotros por muy pocos días".
El 12 de marzo llegó a la Cuesta de Chacabuco. Esta fecha está señalada con
uno de los actos de desprendimiento propios del carácter de aquel noble
argentino. El Cabildo de Santiago había puesto a
su disposición la cantidad de diez mil pesos en onzas de oro para los gastos
de viaje, acompañando este obsequio con palabras sentidas y sinceras. El
general no quiso contestarlas sino desde el camino y en el punto indicado,
reservándose hacerlo detenidamente desde Mendoza. Apenas llegó a esa ciudad
cumplió con este deber, y negándose a aceptar la dádiva, suplicó al Cabildo
que aplicase la cantidad que tan generosamente se le destinaba, a la
formación de una biblioteca pública en Santiago, fundándose en que: "la
ilustración y fomento de las letras es la llave maestra que abre las puertas
de la abundancia y hace felices a los pueblos". "Yo deseo, añadía,
que todos se ilustren en los sagrados derechos que forman la esencia de los
hombres libres". La antigua residencia del general San
Martín, la heroica ciudad de Mendoza, a cuyo Cabildo no había olvidado en
medio de las emociones y fatigas de la victoria, dándole parte de ella con
estas lisonjeras palabras: "Gloríese el admirable Cuyo de ver conseguido
el objeto de sus sacrificios," quiso excederse en manifestaciones de
entusiasmo así que supo que se aproximaba a ella su ilustre huésped, el
creador del ejército de los Andes. Las banderas de los alegres colores
patrios flameaban sobre las habitaciones y coros numerosos de niños de ambos
sexos regaban las calles con las fragantes flores de los jardines de aquel
país, amigo del cultivo de la tierra. Su residencia en Mendoza fue de horas:
su pensamiento estaba fijo en la capital de las Provincias Unidas del Río de
la Plata. Sin embargo, en ese corto tiempo tuvo el suficiente para dar una
nueva prueba de su modestia. A 17 de marzo, está datada una comunicación suya
al Director, devolviendo a éste, con palabras dignas y agradecidas el despacho
de brigadier de los ejércitos de la patria a que se le creía acreedor por la
gloriosa restauración de Chile. Este despacho le fue devuelto a su vez con
expresiones que debieron halagar al discreto personaje a quien se dirigían. El 18 de abril regresaba el general San
Martín para Chile, a cuya capital llegó el día 11 de mayo. El corto tiempo
que permaneció como de incógnito en Buenos Aires le fue bastante para
desempeñar los arduos objetos de su misión. ¿Cuáles
fueron éstos? La vulgaridad y la malevolencia glosó de diversas maneras este
vuelo del águila que en silencio atravesaba cordilleras y llanuras, dando la
espalda al teatro de sus recientes triunfos. Pero el tiempo ha desvanecido
las sombras para dar tránsito a la luz y los historiadores imparciales se han
encargado de revelarnos lo que pasó entre el vencedor de Chacabuco y el
gobierno residente en Buenos Aires. En los pocos días que residió en esta
ciudad, dice uno de ellos, tuvo varias entrevistas con el general Pueyrredón,
allanó las dificultades que se presentaban sobre varios puntos del servicio
público y arregló todo lo necesario para que uno de sus ayudantes, el capitán
de ingenieros don José Antonio Álvarez Condarco, se embarcase para Inglaterra
con el encargo de comprar buques y contratar oficiales de marina por cuenta
del gobierno de Chile. San Martín hizo todavía mucho más que
esto. En virtud de los amplios poderes que le había conferido el gobierno de
Chile, confió a D. Manuel Hermenegildo de Aguirre, el 17 de abril, el encargo
de pasar a Estados Unidos con una comisión semejante a la de Álvarez. Debía
hacer construir dos fragatas de guerra de 34 cañones, tripularlas con
oficiales y marineros hasta llegar a Chile, y además otros dos buques de 18 y
24 cañones. Para esto le entregó 200.000 pesos por cuenta del gobierno de
Chile y el Director Pueyrredón le dio letras por 500.000, a cuenta del tesoro
argentino. Estas estipulaciones tuvieron lugar en
medio del más discreto sigilo, como lo requería su naturaleza y el carácter
reservado del negociador. En Buenos Aires nadie las traslujo y ni siquiera
rastro de ellas quedó en los archivos públicos. La prensa, sujeta entonces
por su calidad oficial a la dirección gubernativa, no hizo mención de lo que
pasó durante la permanencia de San Martín en la capital de las Provincias
Unidas. Este misterio, a que fue prudente recurrir para asegurar mejor los
resultados y desorientar a los enemigos, todavía poderosos en estas regiones,
dio margen para que los mal prevenidos contra San Martín y especialmente los
parciales de la familia Carrera, esparcieran rumores ofensivos a la probidad
y al desinterés del infatigable patriota que no ahorraba sacrificios para
llegar al noble objeto a que había consagrado su existencia. Pero el general
San Martín tenía una singular manera de castigar la vulgaridad de sus
enemigos: se complacía en verles descender al fango de las sospechas viles,
aunque él mismo fuese el blanco y la víctima momentánea de esos pensamientos
bajos. Cuéntase que mientras residía en Mendoza, dio orden a uno de los
empleados receptores de rentas, que le trajese al fin de la semana cuanta
onza de oro sellado colectase en su oficina. El mandato del gobernador se
cumplía semanalmente al pie de la letra, no sin escándalo y murmuraciones en
voz baja por parte del empleado y de sus dependientes. Una onza sobre otra
acumuladas, llegaron a formar un montón considerable que ya no le fue dado
ocultar a San Martín; y entonces, llamando al recaudador, le preguntó
secamente, si en cumplimiento de su deber tenía constancia escrita del oro
amonedado, entregado hasta aquel día. Oyendo el gobernador la contestación
afirmativa del buen empleado, alzó un paño que cubría las hileras de onzas
apiñadas sobre una mesa, y le dijo: examine usted y vea si están exactas
nuestras cuentas. Lo estaban en realidad: ni una moneda de menos había allí
comparada su cifra con el total que resultaba del libro del empleado. Aquel
dinero se aplicó pública e inmediatamente a objetos de urgente necesidad que
no podían adquirirse sino pagándoles al contado; y los murmuradores quedaron
corridos ante aquella demostración que encerraba tantas lecciones. La casualidad ofreció a San Martín la
ocasión de intentar en Buenos Aires la remoción de un obstáculo más a las
altas miras que le preocupaban. Los Carrera estaban allí presos por
disposición del gobierno. Habían llegado a las aguas del Plata con elementos
navales y con un considerable número de jefes extranjeros reclutados en
Estados Unidos, para expedicionar sobre el Pacífico. La presencia de los Carrera
en las costas de aquel mar en momentos en que la fuerza de los
acontecimientos y el patriotismo y bravura de O'Higgins y de San Martín daba
a éstos la legítima dirección de la guerra de la independencia en el
territorio chileno, la habría sin duda alguna comprometido, y hubiera sido
más que probable que las desavenencias civiles incendiando al país, le
imposibilitasen para contraerse exclusivamente a perseguir al enemigo
extranjero. El ejército aliado no habría podido coronarse con los laureles de
Maipú y de Lima. El día 15 de abril, visitó el general
San Martín a D. José Miguel Carrera, con el objeto de excitar su Patriotismo,
disuadirle de sus intenciones sobre el regreso a su patria en aquellos
momentos, y de proponerle una honrosa misión a los Estados Unidos, como
representante de los gobiernos aliados de Chile y Buenos Aires. La entrevista
tomó poco a poco, como es fácil comprenderlo, un tono vivo, a pesar de los
esfuerzos de San Martín por mantenerla dentro de términos urbanos y
benévolos. Carrera, no podía comprender cómo era que se confiaba en el buen
éxito de la independencia de Chile sin la cooperación de su persona y sin el
prestigio de su familia, y se avanzó a decir que el empeño en apartarlo de su
país provenía del temor que le tenían los vencedores en Chacabuco. "No
crea usted general Carrera, exclamó entonces el argentino, que nosotros
temamos a nadie. Por mi parte, yo no tengo inconveniente alguno para que
usted y sus hermanos regresen a Chile porque O'Higgins y yo estamos dispuestos
a ahorcar, en el término de media hora, a todo aquel que trate de hacer
oposición al gobierno y lo ejecutaremos con prontitud y energía porque no
tenemos que consultar la voluntad de nadie". A pesar de la viveza de
estas expresiones, volvió a suplicar a Carrera, meditase sobre las
proposiciones con que había comenzado su visita y se separó de él colmándole
de demostraciones de amistad y de aprecio. No obstante los felices acontecimientos
militares, que como consecuencia de la victoria del 12 de febrero hemos mencionado
poco antes, la presencia de un jefe español de conocimientos y de arrojo en
el Sur de Chile, hacía necesarios nuevos esfuerzos por parte de los soldados
patriotas. D. José Ordóñez, intendente de Concepción, había logrado reunir
fuerzas considerables pertenecientes al ejército vencido, que reconcentraba
hacia Talcahuano. El coronel D. Juan Gregorio de Las Heras, recibió la
honrosa comisión de hacer frente al jefe español y desbaratar sus planes,
teniendo la fortuna de abrir su campaña con la notable victoria de
Curapaligüe, en la que repelió al enemigo apoderándose de sus cañones,
tomando inmediatamente después la importante ciudad de Concepción. Pero el
valiente capitán insurgente no disponía más que de 1.290 hombres de todas las
armas, mientras que su antagonista, amparado de Talcahuano, podía hacer una
defensa fructuosa y sostenida a la larga, con mucho mayor número de soldados.
En vista de esta situación, resolvió el Director salir en persona a campaña,
al frente de un pequeño cuerpo de ejército, dejando por su sustituto en el
mando al coronel D. Hilarión de la Quintana. Pero, por mucha diligencia que
el Director pusiese en su marcha, no pudo evitarse que el enemigo, reforzado
con auxilios de todo género enviados por mar desde el Perú y sabedor de la
próxima reunión de O'Higgins con Las Heras, hiciese una nueva y desesperada
tentativa de ataque. Ordóñez cayó en efecto sobre el vencedor en Curapaligüe,
y las armas de la patria recogieron nuevos lauros en el Gavilán, causando al
enemigo, perseguido hasta sus posiciones de Talcahuano, la pérdida de más de
doscientos hombres y de gran copia de armas y municiones. O'Higgins se
incorporó a Las Heras en los momentos mismos del triunfo, continuando las
operaciones sobre el Sur, cuya varia fortuna no nos corresponde relatar. Al comenzar esta campaña bajo los
auspicios del Director, se presentó en Santiago -el 11 de mayo- el general
San Martín de regreso de su rápido y fructuoso viaje a la capital de las
Provincias Unidas. Encontró en el mando provisorio del Estado al coronel
Quintana, cuya administración a pesar de las grandes dificultades que la
rodeaban, fue guiada por las más sanas intenciones según el testimonio de los
chilenos mismos que han podido estudiar en sus pormenores aquella época de
labor y de conflictos. El general San Martín tuvo gran
influencia en esa administración, durante la cual ganó mucho la policía de
seguridad de Santiago, se creó una maestranza en grande escala, y se tomaron
medidas eficaces para asegurar el triunfo de la lucha del momento y de la más
seria que se columbraba en lo futuro. Bajo la misma influencia se premiaron a
los partidarios fieles de la revolución, se devolvieron los bienes
confiscados a los patriotas, y se agració con lotes de tierra a los
campesinos que se habían distinguido como guerrilleros o como emisarios en
los días de la expedición al través de los Andes. Los caudales se
administraron con tan religiosa economía, que bastaban 60.000 pesos mensuales
para pagar todas las fuerzas existentes en el territorio de Chile, la mayor
parte de ellas en campaña; y con el mismo orden y economía se administraban,
por personas hábiles y próbidas, los almacenes de armas, de víveres y
municiones. El gobierno de Quintana duró hasta 7 de
setiembre, día en que el poder delegado hasta entonces en su persona, pasó a
manos de tres distinguidos ciudadanos chilenos, interviniendo en esta
mutación del personal del gobierno el consejo del mismo General San Martín,
como medio para acallar algunas murmuraciones que la calidad de deudo suyo y
de argentino, ocasionaba en el pueblo la permanencia de Quintana en un rango
tan espectable. No podemos leer sin respeto por aquellos tiempos y por los
hombres de la revolución, las siguientes palabras que encontramos en un
honorable escritor chileno, refiriéndose al proceder de San Martín en esta
circunstancia: "Es una gran fortuna que los pronombres tanto argentinos
como chilenos, que dominaban la situación, no hubiesen separado un solo
instante de su memoria las lecciones del tiempo pasado, y amoldando a ellas
su conducta, hubiesen pospuesto siempre toda consideración personal ante el
interés de conservar la concordia, requisito que ellos miraban como el más
imprescindible para el triunfo". El General San Martín se empeñó en dar
gran solemnidad y trascendencia al acto del recibimiento de los nuevos
mandatarios, quienes juraron el buen desempeño de sus cargos en presencia de
un gran gentío y ante todas las corporaciones del Estado. Aquel hombre
superior y discreto quería aprovechar aquella oportunidad, para alejar de la
mente del pueblo toda idea desfavorable contra los libertadores argentinos.
El General San Martín declaró de la manera más solemne en aquella ocasión
espectable que la única misión del ejército puesto a sus órdenes por el
gobierno de su patria era mantener la absoluta independencia de Chile.
Declaración que fue confirmada por el Diputado de las Provincias Unidas, allí
presente, expresándose con elocuencia y energía contra las especies
diseminadas en sentido opuesto por los perturbadores de la fraternidad entre su gobierno y el
de Chile. La nueva Junta no podía dudar de la
sinceridad de estos sentimientos, y la influencia benéfica de San Martín en
la milicia y en la política de la como bajo la de reciente administración
continuó como bajo la de Quintana. Gracias a esta influencia acertada e
infatigable, al acercarse el día 18 de setiembre, que es el 25 de mayo de los
chilenos, los ánimos de éstos se abrían placenteros a la confianza en la
libertad. Ellos veían que el ejército destinado a asegurarla para siempre,
constaba de 8.000 hombres briosos y morales; que las escuelas dotaban las
filas de subalternos instruidos; que la artillería estaba montada bajo un pie
brillante y abastecidas las salas de armas con más de 14.000 fusiles.
Contemplaban al mismo tiempo un espectáculo verdaderamente nuevo, la
asociación de las fuerzas morales a la acción militar. El Instituto Nacional,
nacido del calor de las ideas de progreso que distinguió a la revolución de
1810. Y casi muerto a los golpes de la restauración española, se reorganizaba
y ensanchaba en el Plan de sus estudios; en tanto que la biblioteca pública,
iniciada por San Martín, se fundaba a expensas de su liberalidad. El aniversario de la patria tuvo lugar
bajo los augurios más lisonjeros; y para dar nuevas ocasiones a la explosión
de regocijo y del entusiasmo del Pueblo, el General San Martín y el Diputado
de Buenos Aires, D. Tomás Guido, dispusieron dos espléndidos banquetes en los
cuales los brindis Patrióticos, los himnos nacionales, se armonizaban con el
ruido de las orquestas, con el brillo de la concurrencia y con los colores de
las banderas de Buenos Aires y Chile, entrelazadas bajo doseles tricolores
para significar la fraternal alianza y la unidad de acción entre ambos
países. "Nadie en aquellos momentos -se ha dicho treinta años después de
aquella fiesta- habría recordado los azares que aun necesitaba recorrer la
patria de los chilenos para cimentar sólidamente su independencia; o si tal
pensamiento llegaba a abrirse paso en algún espíritu apocado, allí estaban
presente, para alejar la desconfianza, los triunfadores de Chacabuco". Bien necesitaba el espíritu público
levantarse a la altura del entusiasmo porque muy pronto iba a sonar la hora
de nuevas pruebas para el patriotismo y la constancia de los independientes.
Al General O'Higgins habíale sido adversa la fortuna en el glorioso desastre
de Talcahuano, y un Ejército al mando del Brigadier D. Mariano Ossorio,
compuesto de más de 3.000 hombres, formado en el Perú por el Virrey Pezuela,
se dirigía sobre Chile con la intención de reconquistarse. El General San Martín estaba
perfectamente informado por sus agentes de Lima, de los elementos de que se
componía aquella expedición: no la temía; pero con cordura meditaba los
medios de organizar la defensa y de burlar los nuevos esfuerzos del enemigo.
El 18 de enero de 1818, anclaban en la bahía de Talcahuano las naves que
conducían a los soldados de Ossorio. Cuando esta noticia llegó a conocimiento
de San Martín tuvo un presentimiento de los nuevos triunfos que le esperaban
y no pudo ocultar su alegría: sintióse como regenerado, olvidó las
incomodidades físicas que le aquejaban y se dio al trabajo con la decisión de
costumbre. Con su mirada previsora y acertada, midió de un golpe la
situación, y con el conocimiento que tenía del país y de las propensiones del
enemigo, trazó inmediatamente un bosquejo de plan de campaña que comunicó al
General O'Higgins, con las siguientes expresiones: "La conservación de
este Estado pende de que no aventuremos acción alguna cuyo éxito sea dudoso.
El proyecto del enemigo es probablemente interponerse entre nuestras fuerzas
para batirnos en detalle y apoderarse de Valparaíso para asegurar su
comunicación con Lima y el recibo de los auxilios que pueda necesitar. La
fuerza que tengo a mis órdenes asciende a lo más a 3.600 hombres; unidos
somos invencibles, separados débiles. Ossorio puede hostilizarnos en más de
400 leguas: es decir, que si cargamos nuestras fuerzas al Sur, pueden ellos
embarcarse y darnos un golpe por el Norte; y si atendemos a éste, lo darán
quizá por el Sur, teniendo, como tienen, la superioridad del mar. Por tanto,
nuestro plan de campaña debe ser reconcentración de todas nuestras fuerzas
para dar un golpe decisivo y terminante. Asegure, pues, con tiempo V. E. la
retirada a este lado del Maule, tomando por defensa este río y cubriendo la
parte más interesante de la Provincia de Concepción con destacamentos cuya
retirada quede expedita, sin comprometimiento alguno, al Cuartel General, en
caso de ser atacados por fuerzas superiores. Haga también V. E. retirar con
anticipación de esa Provincia cuanto pueda ser útil al adversario. Vengan a
este lado familias, subsistencias de todo género y caballadas, que hecho
esto, es imposible que ningún cuerpo enemigo subsista en ella sin perecer de
necesidad". Al mismo tiempo que de esta manera tan
terminante iluminaba San Martín el camino que debía seguir en sus operaciones
el Director en campaña, sugería al Gobierno de Santiago mil providencias para
realizar sus miras militares. Impartiéronse órdenes a los Gobernadores de
Provincia para que remitiesen a Santiago todas las personas sindicadas como
enemigas de la revolución; se retiraron de Valparaíso los caudales públicos y
de particulares; se concentraron en la Capital todas las fuerzas que
guarnecían el Norte, y se mandó poner sobre las armas a las milicias de
caballería, alejando del litoral cuanto pudiera ser de auxilio o de
valimiento para los invasores. El Ejército que se trataba de
reconcentrar, se componía de nueve mil y tantos hombres, de cuya moralidad y
disciplina estaba satisfecho San Martín, a pesar de lo exigente que era en
estas materias. Restábale la elección del punto estratégico en que debía
formar el campamento general para esperar desde él los movimientos del
enemigo. Después de reflexionarlo bien,
decidióse por la hacienda de las Tablas, situada al Sur de Valparaíso, a
treinta leguas de buen camino de la Capital; y desde mediados de diciembre
comenzaron moverse hacia aquel punto las fuerzas acantonadas en Santiago,
marchando a la cabeza de los diferentes cuerpos, el Comandante Alvarado, el
Teniente Coronel D. Ambrosio Crámer, etc., y el Jefe del Estado Mayor, D.
Hilarión de la Quintana. A retaguardia de las columnas, caminaban en carros
los víveres y forrajes, las municiones, el hospital militar; y era aquella la
primera vez que se presentaba en Chile un Ejército que llevase entre sus
bagajes una imprenta como elemento militar. Cuando toda aquella masa de hombres y
de cosas, se extendió por el risueño camino que media entre los suburbios de
Santiago y la hacienda de las Tablas, seguro ya el General San Martín de que
había apurado las medidas que le aconsejaba su experimentada previsión,
siguió el derrotero de sus valientes el día 21 de diciembre. Así que llegó al campamento, confió el
mando provisorio del Ejército al virtuoso y aguerrido Brigadier D. Antonio
González Balcarce, cuya carrera habla comenzado ilustrándose en los campos de
Suipacha y Cotagaíta, en donde la revolución de Mayo recogió sus primeros
laureles. Aquella delegación debía durar el tiempo necesario para que San
Martín en persona se trasladase a Valparaíso, se informase del estado de
aquel importante puerto, visitara sus fortificaciones y las pusiese en estado
de defensa. Estos trabajos eran urgentes según las ideas de aquel general,
porque estaba resuelto a moverse hacia el Sur en busca de la incorporación de
O'Higgins, tan luego como el principal puerto chileno quedase fortificado y
en situación de resistir a las fuerzas españolas de la expedición de Ossorio.
El plan de éste era conocido: ignorando la capacidad organizadora de San
Martín, se imaginaba que llegaba a Chile a sorprenderle desprevenido, y que
dispersando las fuerzas que militaban en el Sur, después de un desembarco en
Talcahuano, le sería facilísimo caer por Valparaíso sobre la capital y
apoderarse de ella. Las operaciones de O'Higgins, inspiradas por San Martín,
tuvieron por objeto burlar estos planes trazados de antemano en el Gabinete
de Lima, y por lo tanto los movimientos del Ejército chileno del Sur tendían
exclusivamente a efectuar su reunión con el que se organizaba en las Tablas. Pero las operaciones del enemigo,
desorientado ya, no eran tan rápidas como para no dar lugar al general San
Martín a que solemnizase mientras tanto, uno de los actos más augustos de la Nación
que ayudaba a fundar. El 12 de febrero, aniversario de Chacabuco, fue el día
que el gobierno destinó para "declarar solemnemente a nombre de los
pueblos en presencia del Altísimo y hacer saber a la gran confederación del
género humano que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes,
forman de hecho y por derecho un Estado libre, independiente y soberano, y
quedan para siempre separados de la monarquía de España". El sol de
aquel día fue saludado con triples salvas de cañón y con los himnos cantados
por los alumnos de las escuelas agrupados en torno de la bandera patria.
Estando reunidas en el palacio directorial todas las corporaciones y el
clero, se presentó en él el general San Martín, e incorporándose a aquella
concurrencia, se dirigieron todos a la plaza principal en donde se había
levantado un tablado cuyo adorno más visible era el retrato del vencedor en
Chacabuco. Allí se leyó el acta de la independencia. Después que el jefe del
ejecutivo pronunció la fórmula del juramento, lo tomó al general San Martín
como a coronel mayor de los ejércitos de Chile y general en jefe del ejército
unido. Cuando éste puso las manos sobre los Evangelios, volvióse hacia el
pueblo, pronunciando un entusiasta ¡viva
la patria! El Presidente del Cabildo pasó después de la ceremonia, acompañado
de una numerosa comitiva a casa del general San Martín a felicitarle por el
acontecimiento que acababa de tener lugar. Él a su turno, devolvió las
felicitaciones, y renovó la protesta de consagrarse a la defensa y a la
libertad de Chile, empleando tan felices palabras, que según los escritores
de aquel país, nadie pudo escucharle sin conmoverse y presagiar victorias a
la Patria. El Acta de la independencia había sido
redactada por el argentino Monteagudo, y otro argentino, el mismo sacerdote
que prestaba los auxilios espirituales a los pocos granaderos heridos en la
acción de San Lorenzo, pronunció en la Catedral de Santiago una oración
análoga al nuevo destino que la Providencia destinaba desde aquel momento a
la viril y joven Nación Chilena. El juramento que acababa de pronunciar
Chile ante Dios, era un reto al enemigo que avanzaba sus marchas, un acto de
valentía y de esfuerzo que confortaba los corazones en los altares de la
patria y levantaba los ánimos a una altura de que ya no se podía descender
sino con la muerte. Alentado con estas consideraciones se despojó San Martín
de su traje de parada, apenas terminó la fiesta cívica, y tomando sus viejos
arreos de granadero se trasladó al campamento del General O'Higgins, situado
en las inmediaciones de Talca. En cinco días había atravesado la considerable
distancia que media entre la Capital y las aguas del Maule, y los dos
guerreros se abrazaban y conferenciaban sobre la manera cómo debiera
procederse en vista de los movimientos probables del ejército invasor. El
tiempo urgía, la entrevista fue corta: el día 24 estaba ya San Martín de
regreso para San Fernando, lugar intermedio entre Santiago y Talca, donde
debía situarse y permanecer para atender a las operaciones de la nueva
campaña. El ejército de las Tablas púsose inmediatamente en movimiento hacia
este punto a donde llegó el 8 de marzo, efectuándose su incorporación con las
fuerzas que se habían retirado del Sur, a marchas regulares, al mando del
General O'Higgins. Chile contó desde este día con un
ejército de 6.600 soldados de línea bien equipados, mandados por jefes
valerosos y acreditados por su pericia. Colocados a la cabeza de sus
divisiones, O'Higgins, Balcarce, Brayer, rompió su marcha en la mañana del
14, llevando la vanguardia la caballería, bajo el mando de este último jefe.
El enemigo, como lo deseaba el General San Martín, había avanzado al Norte
del Maule y llegado hasta el Lontué; pero así que sintió los movimientos de
los patriotas se apresuró a repasar este río amparado de la oscuridad de la
noche. Aquellos lo atravesaron también a la luz del día, en prosecución del
plan concebido por el General San Martín. Sus intenciones eran decidir la
contienda en una sola batalla, de cuyo buen éxito no podía dudar porque sus
soldados, sus oficiales y jefes contaban con la seguridad de la victoria,
desde el momento que se encontrasen con el grueso de los enemigos. El paso
del Lontué tuvo lugar el 16 y desde ese día se puso San Martín a la cabeza de
la primera división a vanguardia, dejando a O'Higgins al mando del resto de
las fuerzas, con orden de seguirle inmediatamente hacia el Quechereguas. El
enemigo continuó su retirada hacia el Sur en busca de la ciudad de Talca,
mientras que el ejército chileno,
siguiéndole casi paralelamente, marchaba lleno de entusiasmo espiando
el momento de alcanzarle antes que se guareciese en las posiciones de aquella
ciudad, para pulverizarle. El día 19 distaban ambos ejércitos entre sí apenas
legua y media y una planicie vasta interpuesta entre las márgenes del Lincai
y la ciudad mencionada tentaba al General San Martín al encuentro decisivo,
para cuya realización tomó algunas disposiciones de ataque que no fueron
felices a causa del terreno, que a pesar de sus aparentes ventajas contribuyó
a burlar el arrojo de las caballerías de Balcarce. Con la última luz de aquel día,
pudieron los enemigos contemplar la superioridad del ejército independiente y
persuadirse de que la mañana siguiente se verían en la necesidad de aceptar
un combate desventajoso para ellos. El General Ossorio, considerándose
perdido y sin retirada posible después de una derrota, declaró a sus jefes
que no tenía confianza sino en el cielo; pero uno de entre ellos, el
Brigadier Ordóñez, más animoso y arrojado, propuso que se buscase la
salvación intentando una salida sigilosa y nocturna. Esta opinión triunfó en
el consejo de los oficiales del campo español y se prepararon a realizarla en
esa misma noche. A pesar de la confianza en su posición
que asistía al General San Martín y del desaliento que suponía en el enemigo,
trató de precaverse contra una sorpresa dando órdenes para cambiar los
campamentos. No se habían ejecutado del todo estas modificaciones repentinas
en el orden del ejército, cuando se sintieron los disparos de las avanzadas
patriotas, causando grande alarma en sus filas. A pesar de ella, la
intrepidez y sangre fría del General Ordóñez vino a estrellarse contra la
firme división de O'Higgins, a quien tampoco le abandonó su serenidad a pesar
de haber perdido el caballo al golpe de una bala del cañón enemigo. Pero si
el ímpetu de las armas españolas pudo ser contenido por los esfuerzos del
valor, no fue posible evitar el desorden y la confusión que causaban las
mulas de carga, los caballos que huían espantados en todas direcciones y la
oscuridad de la noche que no permitía a los jefes patriotas distinguir los
puntos a donde se dirigía el ataque ni la disposición de él. Cuando los
fuegos del enemigo cubrieron toda la línea patriota, ésta comenzó a vacilar y
a desorganizarse, quedando sin embargo en salvo y aun intactas algunas
divisiones del ejército sorprendido. Este episodio inesperado en una campana
que comenzaba bajo los mejores augurios, se conoce en la historia con el
nombre de Desastre de Cancha Rayada, y es al mismo tiempo el preludio de una
espléndida victoria, que vino pocos días después a llenar las miras del
General San Martín, quien deseaba librar a Chile de sus opresores en el
espacio de una sola jornada definitiva. Con razón, se ha dicho también, que
si aquella acción se hubiese empeñado a la luz del día o a la claridad de la
luna, el Ejército realista habría sido destrozado en mil pedazos. Y
efectivamente, la primera división quedó intacta y ella habría podido cargar
al enemigo, primero por el flanco cuando salía de Talca y después por la
retaguardia. El General San Martín que ocupaba unos cerrillos llamados de
Baeza, habría podido organizar su defensa y batir de frente al enemigo. Pero
aquella noche fue extremadamente oscura: espesos nubarrones toldaban el cielo
y ocultaban hasta la luz de las estrellas, impidiendo que el General patriota
pudiese distinguir lo que ocurría en el campo de batalla. El peligro que corrió el General San
Martín fue grande en esa noche. Varios jefes y ayudantes que le rodeaban,
fueron testigos de su despecho y de sus imprecaciones en presencia de una
catástrofe que no le era dado remediar. Pero recobrando bien pronto su
serenidad habitual, comenzó a tomar disposiciones para salvar al ejército, y
concentrarle de nuevo en algún punto para rehacerle, vengar la audacia del
enemigo a quien favorecía en aquel momento la fortuna. Ordenó la retirada
hacia el Norte. El Mayor Borgoño marchó en esa dirección con la artillería
chilena, municiones y forrajes, y el Coronel D. Juan Gregorio de Las Heras,
colocado por sus compañeros al frente de la primera división, tomó camino en
aquel mismo rumbo, señalándose por su valor y por el acierto con que logró
salvar aquellas importantes columnas. San Martín y O'Higgins llegaron juntos
en la noche del 20 a la villa de San Fernando, en donde encontraron a
Balcarce, quien les anunció que comenzaban a reunirse allí los dispersos y
que el Coronel Zapiola marchaba hacia Rancagua para impedir la retirada de
los demás. Al día siguiente, pasaron ambos jefes una revista a las fuerzas
salvas hasta entonces, y el General San Martín pasó al Supremo Director delegado
el siguiente parte que es poco conocido, y resume en cortas palabras las
circunstancias de la funesta sorpresa del 19: - "Campado el ejército de
mi mando a las inmediaciones de Talca, fue batido entre 9 y 10 de la noche de
antes de ayer por el enemigo que se hallaba concentrado en aquella ciudad.
Este sufría una pérdida doble respecto al mío entre muertos y heridos, y el
nuestro una dispersión casi general que me obligó a retirarme a esta villa,
donde me hallo reuniendo mis tropas con feliz resultado, pues, ya cuento
cerca de 4.000 hombres entre Caricó a Pelequen, entre la caballería y los
batallones de cazadores de Chile y de los Andes, número 1, número 11 y número
7, hallándose también por otra parte el Comandante del número 8 reuniendo su
cuerpo; y espero muy luego juntar toda la fuerza y seguir mi retirada hasta
Rancagua. La premura del tiempo y las atenciones que demanda esta laboriosa y
pronta operación, no me permiten dar a V. E. un parte individual de lo
acaecido; pero lo haré oportunamente, anunciando por ahora, que aunque
perdimos la artillería de los Andes, conservamos la de Chile". Al anochecer de aquel mismo día 21,
llegó el Coronel Las Heras a San Fernando con su virtuosa división, en la
cual se habían esparcido noticias alarmantes acerca de la suerte del General
en jefe a quien tenía por muerto. Con este motivo se presentó a ella el
General San Martín, y pasándola en revista, dio gracias a los jefes y
oficiales por su loable conducta en la retirada, con lo cual se alentó el
ánimo de aquellos buenos soldados, que prorrumpieron en vivas entusiastas al
escuchar las palabras de su general, a quien veían tan brioso y confiado como
en la víspera de Cancha Rayada. Mientras tanto la consternación era
grande en la capital, a tal punto, que los generales O'Higgins y San Martín,
se vieron en la necesidad de trasladarse a ella a serenar a sus habitantes,
con la presencia de ambos. Pero la confianza no podía menos que
restablecerse, pues el General San Martín al llegar a Santiago, tenía el
ánimo sereno, libre de todo temor, y revolvía en su fecunda cabeza mil planes
para borrar el desaire que acababa de experimentar y vengar gloriosamente la
causa de la independencia de Chile, que lo era a la vez de una vasta porción
de América. La población de Santiago, formando grupos de gente de toda
condición y sexo, rodeó en la plaza principal al general en jefe del
ejército, montado todavía en su caballo, cubierto de polvo y respirando
apenas de cansancio. Entonces, interpretando el deseo de aquella inmensa
concurrencia, que quería oír de la propia boca del hombre de su confianza la
profecía del porvenir, dirigió al pueblo las siguientes palabras, que la
tradición ha conservado religiosamente en prueba de la profunda sensación que
produjeron: "¡Chilenos!
Una de aquellas casualidades que no es dado al hombre evitar, hizo sufrir un
contraste a nuestro Ejército. Era natural que un golpe que jamás esperabais,
y la incertidumbre, os hiciese vacilar. Pero ya es tiempo de que volváis
sobre, vosotros mismos y observéis que el Ejército de la Patria se sostiene
con gloria al frente del enemigo; que vuestros compañeros de armas se reúnen
apresuradamente; y que son inagotables los recursos de vuestro patriotismo.
Al mismo tiempo que los tiranos no han avanzado un punto de sus atrincheramientos,
yo dejo en el Cuartel General una fuerza de más de cuatro mil hombres, sin
contar con las milicias. Me presento a aseguraros del estado ventajoso de
vuestra suerte; y regresando muy en breve a nuestro cuartel general, tendré
la felicidad de concurrir a dar un día de gloria a la América del Sur".
Puede juzgarse de la influencia que tendrían estas palabras para levantar los
espíritus abatidos, por la importancia que daba el pueblo todo de la capital
a la posesión en su seno del General San Martín. En esa noche se despacharon
circulares a todos los Partidos, comunicándoles aquel fausto acontecimiento y
asegurándoles que se hallaba salvo y dispuesto a nuevos esfuerzos por la
salud de Chile, el vencedor en Chacabuco. En esa circular, se decía: "El
General ofrece con su cabeza no dejar una de las del enemigo, si los súbditos
del Estado creen en su palabra, y si los ciudadanos le ayudan en la esfera de
sus alcances". Para prepararse a cumplir con su
palabra, realizada poco después, se trasladó San Martín a dos leguas de
Santiago, sobre el llano entonces abierto, estéril y despoblado de Maipo,
cuyo nombre estaba destinado a ser inmortal. Allí, tomando por base la
columna salvada tan bizarramente por Las Heras, se formó un campo de
instrucción para ordenar y disciplinar a los soldados dispersos, los cuerpos
de granaderos y cazadores, y todos los demás elementos destinados a esperar
al enemigo, cuyas marchas eran observadas por las caballerías situadas en
Rancagua. El 19 de abril, revistado el ejército por los generales O'Higgins y
San Martín, pudo atestiguarse que constaba de 4.000 hombres, bien armados y
equipados, y completamente restablecidos de la impresión moral causada por la
ingrata noche de Cancha Rayada, sobre la cual habían pasado menos de quince
días. Así que se tuvo noticia de la
proximidad del enemigo, el General San Martín impartió unas instrucciones
notables, dividió el ejército en tres cuerpos a cargo de Las Heras, Alvarado
y Quintana, y él se reservó el mando de la caballería, encomendando el de la
infantería al brigadier Balcarce. El 5 de abril, los dos ejércitos
estaban sobre el campo de Maipo. El General San Martín practicó en la
madrugada un reconocimiento sobre las posiciones tomadas el día anterior por
el enemigo, y dijo a los ayudantes que le acompañaban: "El sol que asoma
en la cumbre de los Andes, va a ser testigo del triunfo de nuestras armas.
Ossorio es mucho más torpe que lo que yo pensaba". El enemigo ocupaba el
caserío de Espejo, cuyas tapias formaban un callejón de dos cuadras de largo,
y unas lomas dispuestas en forma triangular, entre las cuales y otras alturas
llamadas cerrillos de Errazuris y Loma Blanca, se interpone un valle llano y
estrecho. Poco antes de medio día, el ejército patriota marchaba por su
derecha para enfrentar al enemigo, colocándose sobre el último cordón de los
cerrillos indicados; de manera que sólo le separaba de aquel la faja angosta
del llano intermedio. Los dos ejércitos se contemplaron un momento, como
desafiándose a acometer la atrevida operación de dejar las alturas y
descender al campo abierto para tomar la iniciativa. En este estado, el
General San Martín ordenó que las artillerías situadas en sus flancos,
cañoneasen al enemigo; pero viendo que éste no daba un solo paso a
vanguardia, inspirado y audaz, dio al ejército la orden de marcha, que se
ejecutó inmediatamente, llevando las columnas patriotas el arma al brazo, en
tanto que el fuego de la artillería lanzaba sus proyectiles a las posiciones
de los españoles, por sobre las cabezas de los valientes que descendían en el
mejor orden, a pesar del fuego terrible con que les quemaban los cañones
contrarios. Los escuadrones de dragones del enemigo que se atrevieron a
descender, fueron cargados sable en mano por los granaderos a caballo, a las
inmediatas órdenes del coronel Zapiola, y puestos en fuga vergonzosa. El jefe
de la izquierda patriota al frente de sus infanterías, empeñó por su parte un
encuentro sobre la derecha del enemigo, en el cual no fue afortunado, a pesar
del denuedo de sus tropas y de la serenidad del comandante Martínez, a causa
de la superioridad numérica de los contrarios. Este momento de la batalla
pudo dar la esperanza del triunfo a los invasores. Pero redoblando el
esfuerzo de los independientes en proporción al peligro, acudieron a la parte
que flaqueaba, primeramente el denodado Las Heras y enseguida D. Hilarión de
la Quintana con la división del centro, en cumplimiento de las órdenes del
General San Martín, el cual colocado en el corazón del campo y del peligro,
seguía con su vista experimentada los incidentes de aquel terrible combate.
Aquellas fuerzas se comportaron con tal valor que obligaron al enemigo a
abandonar varias de sus posiciones y a situarse desmoralizado a la
retaguardia del grueso de su ejército. Entonces, aprovechándose los patriotas
de este movimiento, que daba un aspecto favorable a su situación, empeñaron
con mayor encarnizamiento su ataque contra las fuerzas españolas concentradas
en poco espacio, ataque que se mantuvo valerosamente por una y otra parte, durante
media hora, al cabo de la cual comenzaron a retroceder los batallones
realistas, al empuje de las bayonetas de las columnas patriotas. En este momento glorioso para la causa
de la independencia, avanzó el General San Martín acompañado de una pequeña
escolta, y dictó varias medidas para que todo su ejército emprendiese la
persecución de los vencidos; y lleno de la satisfacción que experimentaba al
ver vengados los desaires recientes, escribió al Director este parte que
debió llenar de entusiasmo y de gozo al pueblo de Chile, para siempre
redimido de sus opresores: "Acabamos de ganar completamente la acción.
Un pequeño resto huye: nuestra caballería lo persigue hasta concluirlo. La
patria es libre.- SAN MARTIN." En efecto, la fortuna estaba decidida a
favor de los independientes, pero aun faltaba sangre que derramar para
completar la victoria. Las casas de Espejo de que hemos hecho mención en el
bosquejo de esta batalla, ofrecieron un refugio último a las fuerzas en
retirada, bajo la serena dirección del brigadier Ordóñez. Este jefe colocó
sus infantes y su artillería en el fondo del callejón del caserío y sobre las
alturas inmediatas. La posición era fuerte; pero las tropas patriotas
encargadas de la persecución, no debían detenerse delante de ningún obstáculo.
El comandante D. Isaac Thompson, disponiendo en columna a su batallón,
avanzó, dejando un lamentable reguero de sangre generosa por entre aquellos
cercos funestos, mientras que diez y siete bocas de cañón hacían fuego sobre
los cuadros enemigos formados a la derecha de la hacienda de Espejo. Este episodio honroso para el valor
americano, y de baldón para los que resistían sin esperanza y sin gloria,
cerró a las seis de la tarde la serie de peripecias multiplicadas que
constituyen la acción de las llanuras de Maipo, cuyo resultado fue más de
1.000 muertos por parte del enemigo, 1.300 prisioneros entre jefes y
oficiales, y la pérdida de todo el parque de artillería, armas y vestuarios
de que abundantemente estaban provistas las fuerzas expedicionarias de
Ossorio. ¡Gloria al salvador
de Chile! Tales fueron las palabras con que saludó el Director O'Higgins al
vencedor sobre el campo mismo de batalla; y la posteridad las repite. A las diez de la noche de aquel día
memorable, entró San Martín a la capital en medio de los entusiastas vivas
del vecindario y del repique general de las campanas de todos los templos. La
ciudad se iluminó, los himnos patrióticos resonaron en todas las plazas,
mientras que el vencedor recibía en el palacio de gobierno las felicitaciones
de los vecinos más notables. Puede decirse que aquella noche descansó el
General San Martín de las duras fatigas de los días anteriores, sobre una
almohada de laureles. Otros más modestos, pero no teñidos en
sangre, supo añadir a la gloria de su nombre. Uno de sus ayudantes había
recibido la comisión especial de perseguir a Ossorio y capturarle en la
desdorosa huida que emprendió antes de terminar la batalla. El jefe español
salvó de aquel peligro, pero no pudo salvar sus papeles que vinieron íntegros
a manos de San Martín. Éste les examinó detenidamente y encontró entre ellos
varias cartas de personas de Santiago, que felicitaban al afortunado en
Cancha Rayada, bajo la impresión del terror que había inspirado aquel
desastre en el ánimo de los débiles. "Otro hombre menos sagaz que San
Martín, dice un escritor chileno, y nosotros decimos, menos generoso, habría
convertido cada una de esas cartas en un auto cabeza de proceso contra los
ciudadanos que las escribieron, y habría llenado las cárceles de patriotas
bien intencionados, cuyo único delito era su debilidad de carácter; pero
aquel General se abstuvo de mostrarlas a nadie; y ocho días después de la
batalla, el domingo 12 de abril, las quemó secretamente en el lugar
denominado el Salto, a dos leguas de Santiago, donde había ido aquella vez a
pasar un día de campo". Y tal es la fuerza de las acciones morales y de
los actos magnánimos, que mientras sobre el campo de Maipo no existe
monumento alguno que conmemore la batalla de que fue teatro, se levanta uno
elocuente por su misma modestia, en aquel lugar en donde ardió en las llamas
la cartera acusadora de Ossorio. La noticia del suceso memorable del 5,
fue llevada a Mendoza en menos de tres días por el mayor D. Mariano Escalada,
hermano político de general San Martín. El emisario de la victoria al otro
lado de los Andes, llegó a aquella ciudad poco después que los hermanos D.
Juan José y D. Luis Carrera, detenidos por mucho tiempo en los calabozos de
Mendoza, habían sido pasados por las armas en virtud de sentencia pronunciada
en una causa de conspiración que se les siguió según las formas ordinarias.
Los afectos a la familia de aquellas interesantes víctimas, y los que se dejan
llevar por las apariencias y las probabilidades, han querido hacer pesar
sobre el nombre del general San Martín la responsabilidad de una catástrofe
que sólo fue consecuencia de los extravíos y de las pasiones de aquellos
desventurados hermanos. San Martín está absuelto de toda inculpación fundada
a aquel respecto; y si faltasen documentos para probar su ninguna
participación en un acto de que sólo deben dar cuenta las autoridades que
dictaron la sentencia definitiva, bastaría para descargo de aquel General, la
siguiente página que tomamos de un libro notable consagrado a la historia de
la independencia de Chile, y escrito por un hijo de esa república: "El
día 11 de abril, cuando la población de Santiago estaba embargada por el
júbilo producido por el triunfo, la esposa de D. Juan José Carrera se
presentó al general San Martín, a pedirle el perdón de su marido, o al menos
que se le tratase con lenidad, en virtud de los servicios que había prestado
a su patria. San Martín accedió en el acto, y escribió a O'Higgins la nota
siguiente: "Excmo. Señor: Si los cortos servicios que tengo rendidos a
Chile merecen alguna consideración, los interpongo para suplicar a V. E. se
sirva mandar se sobresea en la causa que se sigue a los señores Carrera.
Estos sujetos podrán ser tal vez algún día útiles a la patria, y V.E. tendrá
la satisfacción de haber empleado su clemencia en beneficio público".
Éste era el lenguaje de aquel a quien se pinta por algunos, como enemigo
inapeable de las víctimas de Mendoza. El autor del "Ostracismo de los
Carrera", que se había hecho el eco de rumores siniestros que inculpaban
a San Martín el envío de un emisario para acelerar la muerte de los Carrera,
se congratula más tarde, en el "Ostracismo de O'Higgins", por haber
hallado documentos "que lavan una mancha, que, como el reflejo de una
afrenta nacional, la tradición desautorizada hacía pesar sobre dos nombres
tan grandes como queridos", los nombres de San Martín y de O'Higgins. El General San Martín no quiso
descansar un momento de sus fatigas. Para él, la victoria del 5, no era sino
un paso adelante en el derrotero que se había trazado muy de antemano, y cuyo
término era el Perú, centro de los recursos y del poder de los españoles.
Mas, para realizar el pensamiento de esa cruzada libertadora, era necesario
organizar una expedición considerable, transportarla en numerosas
embarcaciones, y darla por apoyo una marina de guerra capaz de secundar las
operaciones terrestres sobre el vasto litoral peruano. Era este plan demasiado arriesgado y
grande, para que no tuviera participación en él el gobierno de las provincias
Unidas, a cuyos esfuerzos generosos se debía la formación del ejército que
había iniciado la libertad de Chile. A más, entraba en los cálculos de San
Martín y del gobierno chileno, combinar las operaciones de las fuerzas que
debían atacar los puntos de la costa del Pacífico, con los movimientos del
ejército argentino que ocupaba las provincias del Norte, para conseguir de
este modo la destrucción de un poder que permanecía tan dueño del imperio de
los Incas, como antes de 1810. Tales eran los puntos que exigían el acuerdo
de los gobiernos argentino y chileno, y de cuyo arreglo se hizo
plenipotenciario oficioso el mismo General. El domingo 10 de mayo de 1818, la
población de Buenos Aires no quería dar crédito a la noticia que cundía por
todas partes, de que el vencedor de Maipo se hallaba a sesenta y dos leguas
de la capital; pues apenas hacía quince días que la gaceta ministerial había
dado a luz el parte oficial de aquella jornada, con caracteres de tinta
celeste como nuestra bandera. Mayor fue la sorpresa, cuando el General,
esquivando las demostraciones que disponía en su obsequio la gratitud
pública, entró a su casa en las primeras horas de la mañana del lunes
siguiente, dando de este modo nuevas pruebas de su modestia. Sin embargo,
tanto el Congreso reunido entonces en Buenos Aires, como el Director
Pueyrredón, habían dictado disposiciones honoríficas a favor del libertador
de Chile y señalado el día 17 para tributarle el respeto a que se había hecho
acreedor por el tamaño de sus servicios. Acompañado del Director, fue
conducido por entre banderas, soldados de parada y arcos de triunfo, hasta la
casa del Congreso donde recibió los agradecimientos de este cuerpo por el
órgano de su Presidente, así como recibía del pueblo las aclamaciones y los
vivas más entusiastas. El General San Martín contribuyó con su presencia a
exaltar las demostraciones de patriotismo con que en aquel año se celebró el
aniversario del 25 de mayo en la capital de las Provincias Unidas. El invierno que interrumpe el tránsito
de las cordilleras obligó a San Martín a permanecer en su simpática Mendoza
hasta fines de octubre en que se presentó en la capital de Chile, entrando en
ella casi sin ser sentido, para evitar el recibimiento espléndido que le
tenía preparado el agradecido vecindario. El gobierno argentino no había
podido facilitar los auxilios, especialmente pecuniarios, que esperaba San
Martín para realizar la expedición del Pacífico y llegaba a Chile con este desconsuelo,
mitigado un tanto por los progresos que durante su ausencia había hecho la
marina chilena, la cual a las órdenes del contraalmirante Blanco, acababa de
apresar a la fragata española "María Isabel" en las aguas de
Talcahuano, y varios transportes destinados al Callao. El General San Martín, en el largo
espacio que media entre su viaje a Buenos Aires y su salida para el Perú,
experimentó muchos disgustos en sus relaciones con la autoridad argentina, a
la que prestaba el mayor respeto y con cuya cooperación no podía menos que
contar para sus planes militares. El gobierno de las Provincias Unidas que se
veía amenazado por la ruidosa expedición española de 20.000 hombres al mando
de La Bisbal y por los disturbios interiores, reclamaba la presencia del
General San Martín en el territorio argentino, en tanto que el gobierno de
Chile le llamaba con urgencia para que se pusiese al frente de la expedición
al Perú. Entre estas dos fuerzas contrarias, el conflicto del General San
Martín era terrible. Si se dejaba llevar de la primera, era probable que la
moral de las tropas, que él deseaba conservar para los fines generales de la
causa americana, se comprometiese al contacto de los bandos anárquicos y se
alentase de nuevo con este resultado la esperanza del Virrey de Lima de
restablecerse de los golpes que había recibido en la gloriosa campaña de
Chile. El General San Martín expuso estas consideraciones al Directorio, y
consta que no tomó la determinación de embarcarse definitivamente para el
Perú antes de haber recabado del Gobierno Argentino el asentimiento
necesario. Las órdenes dadas por éste para que el ejército de los Andes
repasase las cordilleras, en la suposición de que era imposible realizar la
proyectada expedición a Lima, fueron revocadas así que el mismo Directorio se
persuadió de la posibilidad de verificarla a esfuerzos del patriotismo
chileno, y autorizó al mismo tiempo al General San Martín para que hiciese
pasar al Occidente de los Andes los escuadrones de cazadores a caballo que
existían en las Provincias de Cuyo. Las consideraciones en que se fundan
estas resoluciones hacen honor a la discreción y al patriotismo de las
autoridades que residían entonces en Buenos Aires, pues muestran un decidido
anhelo por llevar adelante la guerra contra el enemigo común, dejando al
cuidado de la política el arreglo de las desavenencias internas, menos
peligrosas sin duda que la existencia de los antiguos dominadores en el
corazón de la América. Las previsiones de San Martín se confirmaron muy
pronto con las sublevaciones que se sintieron en el ejército del General
Belgrano y en las fuerzas más brillantes del ejército de los Andes, de las
cuales pudo salvar dos mil hombres el General D. Rudecindo Alvarado,
poniéndolos fuera del incendio de la guerra civil argentina al otro lado de
las cordilleras. Aun en aquella aciaga época en que no quedó en pie más
autoridad regular que la del Cabildo de Buenos Aires, que podía considerarse
como encargado del gobierno de un municipio, no pretendió el General San
Martín desconocer las obligaciones que tenía para con el pueblo argentino ni
su dependencia de él como jefe del ejército de los Andes. Así lo prueba la
nota que en la víspera de marchar para el Perú dirigió a aquella corporación
reconociéndola como representante "del pueblo heroico, del pueblo
virtuoso, el más digno de la gratitud de la historia", protestándole al
mismo tiempo "que desde el momento en que se erigiese la autoridad
central de las Provincias, estaría el ejército de los Andes subordinado a sus
órdenes superiores, con la más llana y respetuosa obediencia". La marina que tanto propendió a fundar
el poder de la España en el nuevo continente, arrojada del Río de la Plata
desde los primeros años de nuestra revolución, asilaba parte de sus gloriosos
restos en las aguas del Pacífico, en donde, en la extensa costa que media
entre las provincias meridionales de Chile y los castillos del Callao,
hallaba fortificaciones poderosas en que estacionarse con seguridad. Cupo al
pueblo chileno la fortuna de arrojar para siempre de aquellas aguas a esas
naves que eran uno de los obstáculos para que la obra de la independencia se
consumara. La revolución, inspiradora de tantos
pensamientos fecundos, reveló a aquella república su destino escrito por la
naturaleza con los signos de su geografía. Encerrada entre una cadena de
montes y las aguas de un Océano, comprendió que no podía agrandarse ni
preponderar entre los pueblos que nacían para libertad, sino echando sobre
ese mar los pinos de sus bosques convertidos en embarcaciones que dilatasen
su comercio y su fuerza más allá de los reducidos limites de su territorio
abundante en frutos, porque lo es en hombres laboriosos. Los gobiernos de Chile no perdieron un
solo día para consumar la realización de aquel pensamiento; y así, es admirable
observar, y es glorioso para el nombre americano, que la escuadra de aquel
país que en 1813 se componía apenas de una fragata y de un bergantín, que no
sirvieron por su mala organización sino para comprometer su causa, contaba en
1820, un navío, el "San Martín", cuatro fragatas, una corbeta,
cuatro bergantines y dos goletas, con un total de 324 cañones. Esta fuerza
naval llena de disciplina y regularizada en su administración económica y
militar, había contribuido al incremento de la marina mercante y adquirido
gran preponderancia en las aguas del Pacífico, sobre las cuales fue siempre
favorecida de la fortuna. Era su Almirante uno de los marinos más
notables de ese siglo, el Lord Tomás Cochrane, Conde de Dundonald, hombre sin
par en el arrojo, de talento fértil en recursos, de gran experiencia en
lances de mar; pero tan pagado de sus opiniones y valor, que según el juicio
de sus compatriotas, se hizo siempre odioso a sus superiores y fue víctima de
los defectos de su carácter descontentadizo. Este hombre esclarecido, que tantos
servicios prestó a la causa de la independencia en América y de la libertad
en todo el mundo, no ha contribuido poco para agigantar el mérito personal de
San Martín, de quien se declaró émulo y rival, desde que fue confiado a éste
el mando en jefe de la expedición al Perú a que también él aspiraba. Sería
difícil establecer un paralelo entre estos dos personajes; pero puede
decirse, que la paciente grandeza, que la moderación y el acierto del General
argentino en todas sus relaciones con el impetuoso Almirante que despreciaba
las combinaciones sabias de la estrategia militar, por no confiar más que en
la audacia impremeditado de los golpes de mano que con tanta frecuencia burla
la fortuna, triunfaron de éste, y le dejaron desairado ante los ojos
imparciales, por más que en largas y apasionadas Memorias de su vida, haya
querido deprimir a quien confió su defensa exclusivamente y en silencio al
fallo de la posteridad. Así que el día 6 de mayo, fue nombrado
el General San Martín jefe del ejército y de la expedición libertadora al
Perú, pasó al puerto de Valparaíso a entender en los aprestos últimos, y a
vencer las dificultades que el Almirante oponía al embarco de las tropas,
cuyo número le parecía excesivo. En la última de las conferencias que con
aquel motivo tuvieron ambos jefes, el General San Martín, con demostraciones
claras y con su lenguaje preciso y militar, le hizo ver que los intereses y
las circunstancias de América, exigían que la expedición se verificase con el
número de fuerzas designadas, y que era resolución del pueblo y del gobierno
el emprender la marcha de cualquier manera. El Almirante, no pudo menos que
convenir en las razones imponentes del General y la expedición se puso en
marcha. Pero el antiguo jefe del ejército de
los Andes no abandonó aquellas playas sin volver antes sus ojos al país de su
nacimiento, que en aquel instante estaba envuelto en el caos de una
disolución política: dirigió palabras de respeto al Cabildo de Buenos Aires
en los términos que hemos visto, y sacó de su corazón y de su inteligencia,
consejos afectuosos encaminados a hacer odiosa la división intestina a los
habitantes de las Provincias del Río de la Plata: "Yo os hablo con la
franqueza de un soldado, decía a sus compatriotas en un Manifiesto que lleva
la fecha de 22 de julio de 1820. Si dóciles a la experiencia de diez años de
conflictos, no dais a vuestros deseos una dirección más prudente, temo de que
cansados de la anarquía, suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo
del primer aventurero feliz que se presente, quien lejos de fijar vuestro
destino, no hará más que prolongar vuestra incertidumbre". A
continuación de estas palabras sensatas, cuya lectura tienen hoy la eficacia
de una profecía, en vista de humillaciones que no podemos olvidar, el General
San Martín hace una exposición rápida de su carrera desde que regresó a su
patria, para fundar en ella su defensa "contra la severa actividad de la
calumnia de sus enemigos". Por fortuna, resulta de ese mismo
documento, que si tenía razón para quejarse de actos de ingratitud, era ésta
hija y resultado natural del desorden en las cosas y en las ideas que en
aquella época reinaba, puesto que según las mismas expresiones del General,
"sólo después de haber triunfado la anarquía, había entrado en el
cálculo de sus enemigos el calumniarse sin disfraz". Pero si los
resentimientos de que era víctima, no tuviesen esta explicación, él contesta
allí mismo de una manera satisfactoria a los cargos que pudieran hacérsele
por haberse negado a oponer la influencia de su prestigio a la
insubordinación de los pueblos contra el gobierno de la Nación. "El
General San Martín, dice en aquel mismo Manifiesto, jamas derramará la sangre
de sus compatriotas, y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la
independencia de Sud América". Dado a reconocer el General San Martín
por jefe de mar y tierra, y por consiguiente, por único director de las
operaciones de la expedición, zarpo ésta del puerto de Valparaíso en la tarde
del 20 de agosto de 1820. Veinte eran las velas que se daban al viento, y el
general San Martín con su Estado Mayor montaba el navío de su nombre. Diez y ocho días después, las tropas de
la expedición, cuyo número total no pasaba de 4.000 hombres, tomaron tierra
en las cercanías del pueblo de Pisco, en donde se estableció el cuartel
general. Pisaba al fin el general San Martín el
suelo ansiado del Perú. Lima, punto de sus miras, no distaba más que sesenta
leguas del lugar en que se encontraba. La libertad de un millón de almas
diseminadas desde Atacama hasta el Amazonas, era la misión del reducido
número de valientes que le acompañaban. Mas para realizar esta empresa
verdaderamente colosal, tenía que combatir a veinte y tres mil soldados
aguerridos, que luchar con la obra envejecida de tres siglos, y que vencer
las inclemencias de una naturaleza extremoso, cuyas montañas frías y ásperas
son inhospitalarias, y cuyos valles esconden la enfermedad y la muerte en el
perfume y la dulzura de sus frutos. Aunque San Martín era un soldado
colocado al frente de un ejército acostumbrado a batallar y a vencer, y en
cuyas virtudes confiaba, contaba más que con las victorias sangrientas, con
el poder moral de las miras que le conducían al Perú; y consideraba a su
expedición como un gran punto de apoyo ofrecido por quienes ya gozaban los
beneficios de la independencia, al resto de los americanos que aun gemían
bajo el régimen colonial y aspiraban a gobernarse por sí mismos. Este modo de
considerar su misión era verdaderamente argentino, porque las armas que la
revolución de Mayo puso en manos de tanto valiente, llevaron siempre en sus
puntas, no sólo la fuerza material, sino también la fuerza de los principios
y de las ideas sociales, en consonancia con las aspiraciones de los tiempos
modernos. Donde nuestros ejércitos han puesto el pie, allí han dejado el
germen fecundo de la libertad, de la independencia y de la política generosa.
Y efectivamente, cuando San Martín se retiró del Perú, la independencia de
este país estaba consumada y echadas las bases de su régimen representativo,
fundado en la existencia de un Congreso que representaba a la Nación peruana,
soberana e independiente de todo poder extranjero. Sin embargo, la acción de las armas era
indispensable, y el general San Martín, antes de moverse de Pisco, tomando en
cuenta la naturaleza física y la disposición moral de los diversos habitantes
del Perú, trazó su plan de campaña con el acierto que va a verse. Aquel país, usando las mismas palabras
del sabio Unanue, "se divide en dos porciones de terreno muy desiguales
entre sí. El de la costa está compuesto de arenales estériles y valles
pequeños aunque fecundos, y el de las Sierra, de cordilleras elevadísimas y
de quebradas profundas". Los habitantes de estas dos regiones son de
carácter en armonía con la naturaleza que les rodea. El indio de la Sierra
aferrado todavía a sus costumbres primitivas es capaz de esfuerzos
corporales, ágil y amigo de la libertad personal por lo mismo que no la
disfruta. La población de la costa, en la cual se ejerce más directamente la
influencia de la Europa, es inteligente, amiga de las novedades, pero un
tanto muelle e indolente. Sobre esta carta geográfica trazó el
general San Martín el itinerario de sus soldados. El general Arenales, varón
a la antigua, nacido entre montañas y de una constancia a toda prueba, es
destinada al corazón de la Sierra con mil hombres de todas armas. Desde
Jauja, situada al Oriente y en la latitud de Lima privaría a esta ciudad de
recursos, mientras que San Martín atacando hacia la parte Norte de aquella
capital con el resto del ejército se pondría en comunicación con la
expedición a la Sierra y promovería la sublevación de las provincias altas
intermedias entre uno y otro General. Estas disposiciones tenían por objeto
insurreccionar a los habitantes de las montañas, con cuya buena disposición
se contaba, bloquear a Lima por hambre y obligar al Virrey Pezuela a una
capitulación. La entrada del ejército libertador a la ciudad de los Reyes,
debía ser una consecuencia, y el resultado de este plan, mediante el favor de
la fortuna. A la aparición de las fuerzas
independientes acudieron las turbas indígenas a recibirlas en triunfo, y
formando como la vanguardia cívica del aguerrido Arenales, contribuyeron al
buen éxito de la empresa confiada a este general, que se cubrió de gloria, batiendo
en Paseo una fuerza de más de mil hombres al mando del brigadier español
O'Reylly. No menos favorables a los libertadores
se presentaban los vecinos de la costa; muchos de ellos abandonaban sus
familias y se dirigían a lca en donde se comenzaba a formar una división de
naturales. Mientras tanto el general San Martín en prosecución de su plan
dirigiese al puerto de Huacho, situado un grado más al Norte de Lima,
haciendo en su travesía una importante adquisición con la fragata
"Esmeralda" cuya captura es una de las glorias de la marina
independiente del Pacífico. En las cercanías de la costa de Huacho
se extiende hacia el interior el valle de Huaura, cuyo temperamento participa
de las ventajas y de los inconvenientes de los climas ardientes. Allí estableció
el general San Martín el campamento de su ejército, atendiendo a los
resultados de los movimientos de la Sierra, obrando con su presencia sobre la
opinión del país y debilitando la fuerza y la disciplina de los soldados de
Pezuela, más eficazmente que con sangrientas batallas. Cada día tenía nuevos
motivos para persistir en su plan primitivo y para mantener el asedio que
debía abrirle las puertas de la capital del Perú. A la noticia de su arribo a
aquellas costas habíanse conmovido muchas provincias y partidos importantes
declarándose independientes, desde Guamanga hasta Guayaquil; batallones
enteros, como el de Numancia, abandonando las banderas reales vinieron a
ampararse bajo las del libertador. La permanencia del general San Martín
en aquel punto del litoral peruano, si no hubiese sido resultado de sus
cálculos lo habría sido de la necesidad. Sus soldados, hijos de regiones
templadas sucumbían a las fiebres intermitentes de los valles cálidos, y su
mismo jefe pierde la salud aunque mantiene sano el espíritu. A pesar de esta situación que llegó a
ser verdaderamente lamentable, la acción de los libertadores se hacía sentir
por todas partes y especialmente en el corazón del poder del Virreinato.
Mientras la escuadra bloqueaba el puerto del Callao, el general Arenales
emprendía nuevas operaciones en la Sierra y San Martín redoblaba su
vigilancia por la parte norte del litoral, reduciendo de este modo, a un
completo aislamiento la ciudad de Lima, dentro de la cual fermentaba ya la
independencia tanto como se abatía el prestigio de la autoridad de Pezuela.
La imprenta del ejército libertador, dirigida por escritores de singular
talento, derramaba por todas partes el convencimiento de la justicia de la
causa de los pueblos americanos y contribuía a formar el espíritu público.
Los soldados españoles estaban moralmente vencidos. En número de más de ocho
mil hombres mandados por jefes como Canterac, La Serna, Valdez, etc., no se
atrevieron nunca a atacar al reducido número de independientes, situados al
amparo de fortificaciones pasajeras en aquellos valles mortíferos. Verdad es
que habían mostrado brío y una constancia a prueba, en todas las ocasiones en
que se encontraron con el enemigo. La expedición al mando del coronel Miller
con destino a Pisco, castigó la altanería del general español Loriga, tomó a
viva fuerza la villa y puerto de Arica, y obtuvo dos victorias más en Mirabé
y en Moquegua, antes de regresar a su punto de partida. Hasta los episodios
de aquella campaña del general San Martín, tomaban dimensiones heroicas que
avasallaban la imaginación de los españoles porque sólo pueden compararse con
las acciones de los tiempos caballerescos. En un reconocimiento de vanguardia
por ejemplo, había quedado el capitán Pringles al mando de sólo veinte y
cinco granaderos a caballo: tres escuadrones de españoles le atacan y él
toma, batiéndose, la retirada sobre la costa del mar en las playas de
Chancay. Viéndose el valeroso capitán con menos de la tercera parte de sus
soldados y con sus caballos rendidos por la sed, el cansancio y la aridez del
terreno, concibe la idea de arrojarse al mar con el puñado de sus valientes y
lo ejecuta. Pero, en presencia de semejante acto de heroísmo, el jefe español
ofrece una capitulación que acepta el capitán Pringles, al cual puede
considerársele victorioso después de vencido. Pero si la conducta militar del
ejército fue honrosa para el valor siempre acreditado de los soldados de la
libertad, la sabia política dirigida por el general en jefe, lograba el mayor
de los triunfos que pudo alcanzar en el Perú la causa americana. San Martín
repitió a las puertas de la capital del Perú el ejemplo dado por el pueblo de
Buenos Aires en los primeros días de la revolución, cuando derribó al suelo
el prestigio de uno de esos ídolos que representaban en el nuevo mundo al
monarca español. El virrey Pezuela, minado en su poder,
y acusado de impotente para desempeñar las funciones de su alto empleo, fue
depuesto por sus propios subordinados el día 29 de enero de 1821:
acontecimiento sin ejemplo en el Perú desde los días de la conquista, y que
dejaba presagiar que la revolución se acercaba a su triunfo definitivo. El general La Serna se sentía tan
vencido como su antecesor, y pocos meses después de haber asumido el carácter
de virrey, celebró un armisticio con el general San Martín, que había tomado
tierra al efecto en el puerto de Ancon, sirviendo aquella suspensión de armas
como de preliminar a un tratado de paz entre los beligerantes. El jefe del ejército libertador, no
quiso presentarse como un obstáculo para que cesase la efusión de sangre;
pero trató de dar a las bases de la paz un carácter generoso y elevado, que
sus contrarios eran incapaces de comprender. Propúsoles que se proclamase de común
acuerdo la independencia del Perú, y que se recabase del gobierno de la
Península, el reconocimiento de la nación peruana. Los jefes del ejército
real no accedieron a estas proposiciones, y las hostilidades comenzaron de
nuevo, con gran ventaja para los independientes. Después de haber cumplido
con su deber como hábil político y como hombre de nobles sentimientos, el
general San Martín, libre de toda responsabilidad con respecto a la sangre
que se derramase en adelante se felicitó hasta cierto punto de la tenacidad
de sus contrarios. Según se expresaba él mismo, dando noticia de estas
transacciones, ellas eran ventajosas, en su concepto, para la independencia
americana, pues no se exigía más que un armisticio de diez y seis meses
durante los cuales la fuerza de la opinión consumaría la libertad del Perú. A
más, el general San Martín contaba con la desmoralización de los soldados
enemigos y con su deserción, y no vacilaba, según sus propias palabras, en
prolongar un poco más de tiempo los males, para gozar después tranquilamente
los beneficios de la paz al amparo de la libertad. Estas previsiones se realizaron en
todas sus partes, pues, estrechados los realistas por las operaciones
militares del ejército libertador y privados del apoyo de la opinión pública,
cada día más inclinada a favor de los independientes, se vieron forzados a
abandonar la ciudad de Lima, ocupándola inmediatamente las fuerzas patriotas
en los primeros días del mes de julio. Al abandonar los españoles la metrópoli
peruana, se cebaron en las personas y bienes de los naturales que habían dado
pruebas de adhesión hacia los libertadores y dejaron tras de sí el silencio y
la consternación. Todo quedaba en ruinas, y hasta los templos despojados de
sus principales riquezas. En el espacio que media entre el puerto del Callao
y la ciudad de Lima, no se advertía el más leve síntoma de movimiento
mercantil. La aduana sin efectos en sus capaces almacenes mantenía desde
tiempo atrás cerradas sus puertas a todo tráfico, y en las calles antes
bulliciosas de la ciudad de las fiestas y ceremonias cortesanescas, no se
encontraban más que transeúntes entristecidos por los efectos de una
dominación insoportable, agravada con el peso de una soldadesca autorizada
para todos los excesos. Pero semejante situación iba a cambiar
como por encanto a la influencia de las armas de la Patria. Lima en poder de
los independientes era una conquista para la libertad, y un baluarte perdido para
los dominadores de América, de quienes era el gran centro de sus recursos.
Aquella ciudad, antes asilo del despotismo inquisitorial y de la tiranía
española, cambiaba enteramente su ser y entraba en el espíritu del tiempo,
desprendiéndose para siempre de la cadena que la ligaba a los siglos
antiguos, según las conceptuosas palabras de un periodista de aquellos días.
Y así era la verdad. "La capital ha entrado ya en el número de los
pueblos libres de América", decía el general San Martín en su primer proclama
a los vecinos de Lima. "Yo me complazco en saber que sus habitantes
gozan de tan señalado beneficio, y haré tantos esfuerzos para promover su
felicidad, cuantos he practicado para acelerar su independencia". Era
también entonces la primera ocasión que escuchaban aquellas poblaciones las
palabras de "olvido" y "tolerancia", que como eco de los
principios conquistados por la revolución, eran el hálito de la nueva vida
que iba cundiendo del Sur hacia el Ecuador desde las llanuras argentinas.
"Yo estoy resuelto (continuaba el general), a correr un velo sobre todo
lo pasado, y desentenderme de las opiniones políticas que antes de ahora
hubiese manifestado cada uno". El Cabildo de Lima, condenado desde su
creación a servir de escolta ceremoniosa en la comitiva de los Virreyes,
comenzó a ejercer más nobles funciones, y en nombre del Libertador abrió sus
salas capitulares para que los vecinos más respetables expresasen "si la
opinión general se hallaba o no decidida por la independencia". Esto tenía
lugar el 14 de julio, al día siguiente de la entrada del general San Martín a
Lima, y el 29 estaba jurada solemnemente la independencia del Perú, que le
colocaba en el número de los pueblos libres, y permitía pocos días después,
decir lleno de entusiasmo a su Libertador: "La capital del Perú y casi
todos sus Departamentos, han proclamado la independencia. Un solo sentimiento
anima a todos los que habitan entre la tierra del Fuego y la del Labrador:
los pueblos que no lo han manifestado, están ya en la víspera de ejecutarlo,
y no hay fuerza bastante para impedirlo". Pero era indispensable que la nueva
nación se manifestase digna de sus destinos, y se pusiese en aptitud de hacer
frente a sus enemigos, todavía en armas y numerosos, y de reformar su
administración económica en armonía con las ideas de gobierno proclamadas por
las otras secciones libres de América. Vióse pues el General vencedor, en la
necesidad de constituir un gobierno con los elementos de autoridad suficiente
para acometer esta tarea, difícil en el Perú más que en ninguna otra de las
colonias españolas del Sur, porque era el centro de todos los abusos y de
todos los errores que son como la enfermedad moral de los pueblos esclavos.
El general San Martín se declaró cabeza de ese gobierno con el título de "Protector
de la libertad del Perú". Pero como el poder que iba a ejercer en medio
de tantas dificultades y en una época en que era necesario que se mantuviesen
en una misma mano las espadas de la fuerza y de la justicia le venía de la
victoria, quiso dictar un Estatuto provisional que fuese una verdadera
constitución reglamentaria de las atribuciones del Protectorado. Según ese
documento, que el general San Martín ofreció observar y cumplir bajo la
lealtad de su palabra y la fe de su juramento, las facultades que iba a
ejercer emanaban del imperio de la necesidad, de la fuerza de la razón y de
la exigencia del bien público. El Estatuto creaba un consejo de Estado
compuesto de doce individuos, cuyas funciones eran dar dictamen al gobierno
en los casos de difícil resolución, y examinar los planes de reforma
concebidos por el jefe de la administración; establecía la completa
independencia del Poder judicial, como única y verdadera salvaguardia de la
libertad del pueblo; sancionaba la de imprenta, cuyo uso se reglamentó más
tarde en un decreto especial; reconocía el derecho que compete a los que
disienten de la creencia católica. Por último, el general San Martín dio una
prueba más de sus deseos de acertar en su administración y de hacerla
fructuosa para el bien y el progreso del Perú, rodeándose de ministros de la
capacidad y de la experiencia de los señores Monteagudo, García del Río y
Unanue; un argentino, un colombiano y un hijo del Perú, que han dejado
ilustrado su nombre por sus trabajos en favor de la independencia y de la
cultura intelectual de la América. Esta administración cambió en pocos
meses las formas de todos los establecimientos que constituían el régimen
antiguo, y dio a las ideas del pueblo que nacía a la libertad, once años más
tarde que Buenos Aires y Chile, la dirección que constituía la honra y el
progreso de estas dos repúblicas. Contrájose antes que todo a levantar la
dignidad de los individuos hasta allí humillada por los cálculos del poder
que sólo exigía docilidad y obediencia de los ciudadanos. Para desarraigar
los abusos que reinaban a este respecto, abolió la pena de azotes para los
adultos y los niños, el suplicio de la horca, y dignificó a las esposas y a
las madres, señalándoles premios y honras por los actos que recomendasen las
virtudes propias de su sexo. Convencida aquella administración de que la
libertad no progresa ni brilla sino apoyada en las buenas costumbres,
persiguió los vicios, hijos de la ociosidad y de la apatía pasada,
especialmente el juego, y llevó su atención hasta sobre aquellos detalles más
minuciosos que contribuyen a la decencia y al decoro de las poblaciones
civilizadas. La instrucción pública, primera necesidad de las sociedades,
recibió un gran impulso. Permitióse el libre comercio y la introducción sin restricciones
de las obras impresas y se creó una sociedad que bajo el título de
"Patriótica", era un verdadero instituto científico y literario,
con el objeto de discutir las cuestiones que tienen un influjo directo o
indirecto sobre el bien público, en materias políticas, económicas o
científicas; se fundó la biblioteca pública, a la cual regaló el general San
Martín los libros más selectos de la suya particular. Nombráronse comisiones
de personas idóneas, para levantar el censo de los Departamentos, planos topográficos
de los mismos, para proponer cuanta mejora creyesen ser practicable en
beneficio de la agricultura, de la industria y de la instrucción pública en
general. Viéronse entonces por primera vez en el Perú las instituciones de
crédito y se establecieron bancos de descuento y de emisión para acercar el
capital a las manos de los industriales y especialmente para fomentar la
explotación de los metales preciosos que se hallaba en una lamentable
decadencia; vióse también, ayudar con disposiciones liberales, el desarrollo
del comercio y de la marina mercante reducida a un corto número de
embarcaciones insuficientes para promover el cambio de los productos entre
los puertos mismos del litoral peruano. Esta reseña breve de las medidas
dictadas por la nueva administración a cuya cabeza estaba el Protector, basta
para inferir cuál sería su actividad y la ilustración de sus miras. Su
alcance social fue inmenso. Cada decreto llegaba al pueblo precedido de
considerandos luminosos que demostraban la conveniencia de la resolución
dictada: fundándose en las más sanas doctrinas, contribuían a crear la
escuela del verdadero gobierno democrático, que no tiene más fin que la
felicidad pública y la mejora moral de la sociedad. Por una coincidencia digna de notarse,
la administración del Perú nacida de entre el humo de la guerra, marchaba
paralela con la que en aquellos mismos días rehacía en Buenos Aires todo el
orden social volcado desde sus cimientos por los trastornos del año veinte.
No es de extrañar esta armonía de principios: ellos eran frutos de las
semillas de Mayo cultivadas en la mente vasta de San Martín, de Monteagudo y
de Rivadavia, quienes mil veces se habían encontrado en el foro de la plaza
de la Victoria en los momentos primeros y más solemnes de la lucha contra el
antiguo régimen. La sabiduría de esta política era más
poderosa que los cañones para vencer a los antiguos opresores del Perú, y así
lo reconoció este pueblo por conducto de su Municipalidad, agradeciendo por
medio de una declaración pública de fecha 21 de noviembre, la filantropía, el
respeto por las personas y las propiedades, las virtudes en fin del Protector
y de su ejército que habían sabido afianzar los derechos legítimos de los
ciudadanos con hechos considerados hasta entonces como sueños y teorías
irrealizables. Esta manifestación espontánea es la mejor gloria de San
Martín, a quien en esa ocasión parangonaba la misma Municipalidad con Jorge
Washington. En tanto que se mostraba tan acertado
como administrador el general San Martín, no lo había sido menos como militar
desde que ejercía el cargo de Protector. El enemigo guarecido en las sierras,
descendió de ellas en número de más de cuatro mil hombres con el intento de
recobrar la capital, y comenzó con este motivo una nueva campaña, que el
mismo San Martín llama singular, por cuanto derrotó en ella a sus contrarios
a fuerza de habilidad y de persistencia en un solo plan concebido de
antemano. Haciendo movimientos rápidos e inesperados en virtud de los cuales
se apoderaba siempre de las posiciones más ventajosas, acosó al enemigo, le
redujo a los extremos del hambre, a tal punto, que los que pretendían
recobrar a Lima, abandonaron escarmentados su intento, dejando en poder del
Protector los famosos castillos del Callao guarnecidos por más de ochocientos
cañones de todos calibres. Sin embargo, el general San Martín no
había podido coronarse con los laureles de un nuevo Maipo en el imperio de
los Incas, y el poder armado de la España aun permanecía en pie sobre aquel
territorio. Mientras tanto el general Bolívar se presentaba en las
inmediaciones de aquella escena con un ejército vencedor y rodeado de un
prestigio de que el mismo general San Martín se congratulaba, puesto que ese
prestigio habla sido conquistado en el servicio de la gran causa de la
América. Incapaz de cálculos egoístas y dispuesto siempre a sacrificar los
intereses personales en aras de la Patria miró en el guerrero de Colombia no
a un rival ni a un futuro usurpador de su gloria, sino a un nuevo cooperador,
a un aliado, para completar con mayor copia de elementos, la gran obra
comenzada el día de su desembarco en las costas peruanas. Por otra parte, la
comunidad de acción entre las armas argentinochilenas y las colombianas,
hablan tenido ya su ensayo feliz a las faldas de Pichincha en donde los
granaderos de San Lorenzo mostraron una vez más el temple de sus espadas. Considerando bajo este punto al general
Bolívar, lanzóse San Martín a su encuentro a fin de estrechar en sus brazos
al hombre que a par de él había escogido la Providencia para que compartiesen
la responsabilidad de hacer estable el destino de América. La atención de
aquellas regiones se concentró en el espectáculo que iba a presentar aquel
encuentro de dos hombres extraordinarios, que partiendo desde dos extremos
del mundo nuevo, el uno desde el Plata, el otro desde el Orinoco, se daban
cita bajo el Ecuador, a la sombra de los laureles de la victoria. Aquella conferencia que vino a tener
lugar en la ciudad de Guayaquil, el 25 de julio de 1822, y que duró tres
días, durante los cuales no se separaron un momento los dos héroes, fue
cordial, afectuosa; pero lo que en ella se pasó, ha quedado envuelto en el
misterio hasta ahora. La conducta posterior de San Martín, ha dado lugar a
creer que aquellos dos hombres no pudieron ponerse de acuerdo, ya por
diversidad de miras, ya por desarmonía de carácter; y que al decirse adiós,
la frialdad y el desencanto se pusieron de por medio entre ambos. La
historia, cuando pueda ser más explícita e imparcial que ahora, desentrañará
el misterio del seno mismo de los hechos, tomando en cuenta las calidades del
uno y del otro de los dos grandes actores de la célebre Conferencia a las
orillas del Guayas. Entonces, habrá motivo para admirar más todavía, el
patriotismo y el desinterés nunca desmentido del General San Martín, a quien
cupo su parte de gloria en las jornadas de Junín y de Ayacucho, puesto que
allí admiraron con su valor los capitanes y los soldados de la severa escuela
del vencedor en Maipo. El día 19 de agosto estuvo de regreso
el Protector en la ciudad de Lima, y reasumió el mando supremo, que
interinamente y durante su ausencia había desempeñado el marqués Torre
-Tagle. Lleno de la idea de asegurar la independencia del Perú, destinó
fuerzas escogidas a que desalojaran al enemigo de las provincias de Arequipa
y del Alto Perú, y encomendó al viejo práctico de las asperezas de la Sierra,
el general Arenales, que arrojase de ellas a los españoles que la ocupaban de
nuevo. Pero, al proveer con estas medidas a la seguridad del Perú, no quiso
que su independencia quedara a merced del éxito inseguro de las operaciones
militares, y como si previese otro género de peligros para esa misma
independencia, no quiso que ella quedase a merced tampoco de la virtud
personal de nadie, sino basada en la virtud del pueblo, representado según
las formas que constituyen las nacionalidades independientes. San Martín revuelve en su cabeza la
idea de ausentarse del Perú, pero no quiere separarse de aquella escena en
que había obrado tan grandes acciones, sin dar nuevos ejemplos de patriotismo
y de magnanimidad, para vencer a su manera, a la ingratitud y la envidia que
fermentaban al calor de su gloria. El día 18 de setiembre decretó desde su
palacio la reunión de todos los diputados cuyos poderes estuviesen expeditos
para el 20; y en esta fecha, el primer cuerpo constituyente del Perú,
declaraba, bajo el patrocinio del Libertador, que se hallaba solemnemente
instalado, que la soberanía residía esencialmente en la nación, y su
ejercicio en el Congreso que legítimamente la representaba. En la sesión de apertura presentóse el
general San Martín ocupando la testera de la sala del congreso bajo un dosel
suntuoso, y así que los representantes ocuparon sus asientos, despojóse el
Protector del Perú de la banda bicolor que había ceñido durante un año como
insignia de Jefe Supremo del Estado, y pronunció la siguiente alocución: "Al deponer esta investidura, no
hago sino cumplir con mi deber y con los votos de mi corazón. Si algo tienen
que agradecerme los peruanos, es el ejercicio del supremo poder que el
imperio de las circunstancias me hizo obtener. Hoy que felizmente lo dimito,
pido al Ser Supremo el acierto, luces y tino necesarios a los representantes
del pueblo, para hacer su felicidad. ¡Peruanos!
Desde este momento queda instalado el Congreso Soberano, y el pueblo reasume
el poder supremo en todas partes". Tales fueron las palabras con que el
general San Martín saludó a los Representantes de la Nación que se levantaba
a la faz del mundo por los esfuerzos de su genio. Y esas palabras eran bien sinceras.
Instado por el Congreso para que permaneciese en el país al frente de las
armas con el título de generalísimo, dio en términos explícitos las razones
que le asistían para no aceptar ese cargo y para persistir en la
determinación de abandonar al Perú después de constituido. "Mi
presencia, Señor, en el Perú - dijo nuevamente al Congreso - con las
relaciones del Poder que he dejado, y con las de la fuerza, es incompatible
con la moral del Cuerpo Soberano y con mi propia opinión porque ninguna
prescindencia personal por mi parte alejaría los tiros de la maledicencia y
de la calumnia". Al separarse el general San Martín del
seno del Congreso, dejó sobre la mesa de los secretarios varios pliegos
cerrados: en dos de ellos recomendaba y ponía bajo la protección de la
Patria, dos instituciones creadas por él para favorecer los intereses morales
de Perú -La Orden del Sol- que recompensaba los méritos contraído en servicio
de la causa de la Independencia, y la Sociedad Literaria, encargada de
difundir las luces y de recompensar los talentos aplicados al progreso social. En el día en que espontáneamente se
desprendió del poder para depositarlo en manos de la Soberanía Nacional, el
general San Martín encontró en su alma inspiraciones al nivel de aquel acto
sublime. Su despedida a los peruanos, que tiene
la misma fecha de la instalación del Congreso, es un documento memorable, una
de esas páginas cuya lectura eleva y enorgullece. "Diez años pasados, en
medio de la revolución y de la guerra, están recompensados para mí, decía,
con dejar de ser hombre público". Y cifrando su orgullo en haber
presenciado la declaración de la independencia de Chile y del Perú y en
poseer el estandarte que Pizarro tremoló sobre el imperio esclavizado de los
Incas, recomendaba a los peruanos que depositasen su confianza en la
Representación Nacional para evitar los males de la anarquía. Y, levantándose más alto todavía sobre
el pedestal que se labraba con el desprendimiento de estos actos, pronunciaba
las siguientes palabras eternamente memorables: "La presencia de un
militar afortunado por más desprendimiento que tenga es temible a los Estados
que de nuevo se constituyen; por otra parte, estoy cansado de oír decir que
quiero hacerme soberano". Sus calumniadores quedaban desmentidos
con los hechos. El Supuesto ambicioso, constituía la nación peruana, abdicaba
un poder que podía contar con la fuerza de las bayonetas, se asilaba en la
vida privada y hasta huía de los lugares en que tanto se había ilustrado,
para no dar pretexto a los celos que se levantan frecuentemente en las
democracias alrededor de los héroes El general San Martín dejó el suelo del
Perú para siempre, el día 21 de setiembre, a bordo de la goleta
"Motezuma" que le condujo a Chile, donde no permaneció más que el
tiempo necesario, para recobrarse de una enfermedad de dos meses. Decaído en
su salud, sin más fortuna que ciento y tantas onzas de oro, reducido a
recibir la hospitalidad de su amigo O'Higgins, cuyo poder tocaba también a su
término, perseguido encarnizadamente por el jactancioso lord Cochrane, se vio
forzado a atravesar como un fugitivo, aquellas, mismas montañas que le habían
visto al frente de sus nobles legiones, marchar en demanda de la libertad del
pueblo chileno que le recibía ahora con tan ingrata indiferencia. Aquella ciudad de Mendoza que el
general San Martín recordaba con tanto cariño y en la cual hubiera deseado
pasar el resto de su vida, feliz, y alejado de los negocios públicos, se le
presentó esta vez sombría para su corazón, pues fue allí donde recibió la
amarga noticia del fallecimiento de su esposa, mujer de notable mérito,
perteneciente a una distinguida y virtuosa familia de Buenos Aires, que había
asociado a su suerte, desde los primeros días de su regreso de España. De
este matrimonio quedábale una hija tierna, su único vínculo con la tierra, y
a cuyo cuidado y educación determinó consagrarse en Europa, para hacerla
digna heredera de su nombre y apoyo dulce de la aislada vejez que le
esperaba. El general, acelerando su viaje, llegó a Buenos Aires el día 4 de
diciembre de 1823. A mediados del mismo mes, un periódico
de Buenos Aires anunciaba la presencia entre nosotros del vencedor de San
Lorenzo, del libertador de Chile, del Pacificador del Perú, en términos tan
lacónicos que el artículo referente al huésped glorioso, ocupa la mitad del
espacio que a continuación se consagra en la misma página a lamentar la
despedida del "Centinela" de la escena periodística. He aquí las
palabras del "Argos", a que nos referimos: "Tenemos la
satisfacción de anunciar al público, el arribo a esta capital del general D.
José de San Martín. Sin traicionar los deberes de patriotas, no hay quien
pueda mostrarse indiferente a la presencia de un héroe que ha coronado a la
nación de tantos triunfos y laureles. Su alma, más grande que la fortuna,
echó en olvido su persona por acordarse de la nuestra, y por un camino
erizado de peligros, elevó nuestra reputación y gloria nacional, a un grado
fuera de los cálculos de la esperanza. No es dudable que nuestros nobles
conciudadanos le tributen las señales de gratitud que corresponden al
beneficio." Los escasos recursos de fortuna con que
contaba el ex Protector del Perú, le decidieron a fijarse en Bruselas, país
barato y libre, después de haber hecho algunos viajes por Escocia e Italia.
Allí pasó una vida llena de privaciones, contando regresar a América y
entregarse al cultivo de la tierra, así que su querida hija hubiese terminado
su educación. Parecióle a fines de 1828, que era llegado el momento de
realizar estos proyectos: la heredera de su nombre se hallaba ya en estado de
ser esposa de un caballero adornado de méritos personales y de un apellido
recomendado por muchas virtudes (1). Buenos Aires, objeto constante de sus
pensamientos, después de tres administraciones ilustradas y llenas de
patriotismo, había acreditado su nombre en todo el mundo, y daba lugar a
creer que sus instituciones liberales, estaban afianzadas para siempre bajo
la protección del orden. Con la impresión de estas dulces ilusiones, se
embarcó en Falmouth para el Río de la Plata, a cuyo puerto principal llegó en
febrero de 1829, en momentos en que los valientes de Ituzaingó sostenían una
lucha cruel con el paisanaje de las campañas del litoral, acaudillados por
López y Rosas. Al saber esta noticia, aquel hombre que cien veces había
declarado que no se mezclaría en la lucha intestina de los países por cuya
independencia había combatido, volvió triste la espalda a los lugares en que
buscaba su último asilo, y desoyendo proposiciones que hubieran tentado a un
militar ambicioso, se resolvió a regresar al viejo mundo, en donde
probablemente le esperaban la escasez y los sinsabores del aislamiento. _______________ (1) La hija del general San Martín no
contrajo matrimonio hasta el año de 1832. _______________ Y en verdad que llegó a ser apurada su
situación allí. Estaba en París, contaba por único caudal dos partidas de a
tres mil pesos, provenientes de la venta de sus propiedades de Mendoza y de
una remesa del Perú; su salud estaba comprometida por los efectos del cólera
y por el reumatismo adquirido en la intemperie de los campamentos militares.
El ilustre servidor de América, tierra de los metales preciosos, no tenía en
aquella situación más esperanza que en la bondad de la Providencia, y ella
vino en su auxilio. Mientras él había consagrado su vida al
triunfo de la causa de América, un compañero suyo de regimiento, el señor D.
Alejandro Aguado, se encontraba poseedor de una inmensa fortuna, con la cual
y empleando una exquisita delicadeza, salió al encuentro de las necesidades
del ilustre camarada a quien tenía la dicha de abrazar después de largos años
de una separación que ambos creían eterna. Aguado conocía la dignidad del
carácter de San Martín, y le asoció a sus consejos, depositando en él la más
ilimitada confianza. Oigamos a este mismo: "Hace pocos años, escribía en
1842 a uno de sus antiguos colegas en Chile, mi situación fue bastante
crítica, y tal, que sólo la generosidad del amigo que acabo de perder, me
libertó morir en un hospital, tal vez. Esta generosidad se ha extendido hasta
después de su muerte, dejándome heredero de todas sus joyas y diamantes, cuyo
producto me pone a cubierto de la indigencia en el porvenir". Este amigo
generoso era el señor Aguado. Pero algo más precioso para éste que sus diamantes,
confió a la honradez y al juicio del compañero que le sobrevivía, pues le
dejó la tutela y curatela de sus hijos menores, herederos de una fortuna de
príncipes. El general San Martín se estableció
definitivamente en las cercanías de la capital de Francia, en una posesión
denominada Grand-Bourg. Allí pasó el resto de su vida, rodeado de sus nietos,
cuidado por la más virtuosa de las hijas, respetado de cuantos le conocían, y
visitado y acatado por todos los viajeros distinguidos de Sud América, a quienes
recibía con sencillez y cordialidad en su modesto y sereno hogar. Grand-Bourg
era la casa de Cincinato. La hospitalidad que en ella se dispensaba a los
amigos y compatriotas, era perfumada con las flores de un esmerado jardín y
amenizada con la franqueza de buen tono, propia del soldado que desde su
juventud frecuentaba la sociedad más escogida. Su corva espada de combate,
las grandes pistolas del arzón de su silla de granadero, su retrato envuelto
en pliegues de la bandera que él ennobleció en Chacabuco, y el estandarte de
Pizarro, bordado por la madre de Carlos V, tales eran los adornos de sus
habitaciones en el asilo que le prestaba una tierra extranjera. Allí vivió
hasta 1848, enterrado en la grave tristeza de sus recuerdos, como hoy yace
inmortal, a la sombra de atributos de gloria. Antes que la última enfermedad se
apodere del noble y robusto anciano, hagamos conocimiento con su persona y
con su aspecto físico. Cuando San Martín estaba en la fuerza
de su virilidad y en sus años activos, era alto, grueso, bien hecho, de
formas señaladas, de rostro interesante, moreno y ojos negros, rasgado, y
penetrantes. Era su metal de voz grueso y varonil: conservó notable agilidad
hasta en los últimos años. Una persona que le visitó en su retiro de
Grand-Bourg en 1843, ha escrito, que las grandes cejas negras del general le
subían hacia el medio de la frente, cada vez que abría sus ojos llenos aún
del fuego de la juventud, y que su sonrisa simpática dejaba en su boca, a
descubierto una dentadura fuerte aún hasta entonces. Pero desde principios del año 18449 la
estatura prócer del general comenzó a agobiarse, su voz a perder de su timbre
sonoro, su inclinación al retiro y al silencio a crecer, y considerando
"su salud en mal estado", escribió sus últimas voluntades con
entrañas de padre y de patriota, legando su corazón a la ciudad de Buenos
Aires. Las acreditadas aguas de Enghien, no pudieron restituirle las fuerzas
perdidas, ni tampoco los aires y los baños tónicos del mar a cuyas orillas se
estableció más tarde, en la risueña ciudad de Boloña, en donde finalmente dio
al Creador su grande alma, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850. Su cadáver, rodeado de deudos y amigos,
fue depositado en la Catedral de aquella ciudad en la mañana del día 20. Allí descansaron estos preciosos
restos, hasta que fueron trasladados al cementerio del pueblo de Brunoy, en
el Departamento del Sena y Oisa, en donde posee una propiedad el señor
Balcarce, y ha levantado un sepulcro para su familia. Esta inhumación fue
solemne: la caja mortuoria, durante las ceremonias religiosas propias de
aquel acto, estuvo cubierta con el estandarte de Pizarro, que en ese mismo
día pasó a poder del Representante del Perú, de acuerdo, con las
disposiciones del general San Martín. La tierra extranjera no debe pesar por
más tiempo sobre las cenizas del ilustre argentino. Buenos Aires, tiene
derecho al corazón del gran hombre, que le fue legado por él mismo. Es una
reliquia de gloria, de la cual emanarán las virtudes de humanidad, de heroísmo,
de amor puro a la Patria, que deben formar la atmósfera moral de un pueblo
republicano que aspira a ser grande por el ejercicio de la libertad. BREVE PARALELO ENTRE SAN MARTÍN Y
BOLÍVAR Los guerreros más notables de la
América moderna española, Bolívar y San Martín, sólo se tocan por los
propósitos de su carrera y por la gloria que les cupo en la lucha de la
independencia. Como hombres, son más bien dos
contrastes que dos analogías. Caracteres encontrados, talentos de temple
desigual, naturalezas subordinadas a diversos impulsos, se colocaron una vez
uno frente al otro, y al darse los brazos como hermanos en la victoria, se
repelieron advirtiendo que no pertenecían a la misma familia según las leyes
que la naturaleza ha establecido para eslabonar por la simpatía a los seres
inteligentes. El uno anhelaba, sediento de ruido y
resplandor, a subordinarlo todo a su personalidad y a su fama. Esforzábase el
otro por hacer impersonales; sus proezas y esquivaba sus sienes a los
laureles mejor merecidos. El uno escala el Chimborazo para que
resuene más desde la altura su delirio; el otro, silencioso como un cometa,
describe su curva sobre las cumbres de los Andes deseoso de no ser sentido.
El uno vence, destruye, aniquila impaciente; el otro economiza la sangre y
las cosas, crea y administra. Bolívar es el vengador exasperado por los
excesos de la guerra a muerte; San Martín el realizador con la espada de los
severos principios de los pensadores de Mayo. El primero resucita un mundo
para darle su nombre; el segundo redime a los pueblos de la caída de la
servidumbre para que la gran patria americana cuente con ciudadanos y no con
esclavos. El sol que calentó la cuna de San
Martín es tibio en comparación del que ardió sobre la de Bolívar. Éste nace
opulento y mimado en una ciudad capital; aquél en la severa economía del
hogar de un soldado, en una aldea sometida al régimen monacal de la célebre
sociedad de Jesús. El uno tiene por maestro y mentor a un
visionario cuya razón desgreñada no conoce freno al apetito de las novedades:
el otro se educa en un colegio austero bajo la disciplina del compás y la
escuadra del geómetra. El hijo de Caracas pasea su primera
juventud por las plazas de las ruidosas cortes de la Europa extranjera;
mientras que el nativo de las Misiones gasta sus tiernos años en los
campamentos de los ejércitos de un pueblo desgraciado, invadido por un
usurpador injusto, y que defiende su independencia a esfuerzos de patriotismo
y de virtud... Ambos, al fin, son víctimas del
ostracismo. San Martín se retempla y prolonga en él sus días por la
resignación magnánima y la digna espera en la justicia futura; mientras que
Bolívar, a semejanza del gran desventurado de la fábula, se deja devorar las
entrañas por el buitre de la desesperación. Se agradece a EDUC.AR la
donación de esta obra. |