José Antonio Wilde

Buenos Aires desde setenta años atrás

(segunda parte)

 

 

Capítulo X

Españoles; extranjeros, ingleses en su mayor número. -Apreciación de un paisano. -Los muchachos y las señoras inglesas. -¡Ahí va el lobo! -Los hermanos Robertson; su obra sobre estos países. -Don Roberto Billinghurst: su entusiasmo por el almirante Brown. -Bonpland. -Brodart. -Ribes. -De Angelis, sus servicios a Rosas. -Los primeros médicos ingleses. -El doctor Brown. -Wilfrido Latham: su cabaña. -Más ingleses que franceses. -Estafeta, comunicación del «Argos». -Casas de comercio. -Matrimonios entre protestantes, casamientos a flote. -Primer cementerio inglés. -Primera capilla protestante. -Carro fúnebre.

 

 

 

 

I

 

     Sabido es que en los primeros tiempos fueron los españoles los que exclusivamente se hallaban al frente de todo negocio que se iniciaba en el país, y como decimos en otra parte, fueron reemplazados paulatinamente en diversos ramos, primero por los criollos, y más tarde por hombres de diversas nacionalidades.

 

     No hay duda que por algún tiempo después de los sucesos del año 10, prevaleció un antagonismo hasta cierto punto justificable. [106]

 

     No existía más título, que el derecho de la fuerza, para que se mantuviera sujeta la América por más de tres siglos a los Reyes de España. Nuestra emancipación era inevitable. Esto bien lo conocia la mayoría de los españoles residentes aquí, si bien algunos se mantuvieron fieles a sus principios realistas. Sin embargo, los más se plegaron a las nuevas ideas.

 

     Los exaltados calificaban de rebeldes a los hijos del país, a quienes miraban con cierto rencor y desprecio, mientras que eran retribuidos por éstos, con el epíteto de Gallego, Sarraceno, Mutarrango, etc.

 

     Pero esta saña recíproca, fuese felizmente, relajando, y se estableció una mejor inteligencia; prueba de ello, que entre otras mutuas demostraciones, vino una también de la Autoridad, que el 3 de agosto de 1821 derogó el decreto de 11 de abril de 1817, que prohibía el matrimonio de españoles con hijas del país.

 

     Las causas que pudieron mantener vivas esas ideas encontradas, pendían, sin duda, de apreciaciones. Muchos españoles creían de buena fe que su posesión era justa, «por el valor de sus armas y sus largos años de posesión no perturbada.»

 

     En cuanto a su valor, nadie lo ha puesto jamás en duda. En cuanto a su larga posesión, es un argumento contraproducente. Por esa regla no existiría la independencia de los Estados-Unidos del Norte, y la España misma, sujeta por más de ocho siglos a los moros, no habría por ese principio, podido jamás pensar en sacudir el yugo y recobrar su libertad; y sus heroicos esfuerzos por reconquistar su independencia, se mirarían como actos de rebelión. [107]

 

     Lo que hizo, pues, la España con los Moros, hizo, a su vez, la América con España. Ambas se libertaron de un poder opresor, y ambas gozan hoy del premio de sus nobles esfuerzos.

 

     Estas ideas lógicamente fundadas, trajeron el convencimiento al ánimo de todos, y por eso se ven hoy españoles y americanos confundidos como una sola familia, y unidos por lazos de imperturbable amistad.

 

 

 

 

II

 

     Hasta 1810, el número de extranjeros era muy limitado, contándose entonces como residentes a los señores Orr, Wright, Gowland, O'Gorman, Barton (Diego y Tomás), Liuch, French, Atkins, Robertson y algunos otros.

 

     Los ingleses, cuyo número era mayor que el de las demás naciones, dejando a un lado esa reserva que puede decirse les es peculiar, y abandonando su costumbre de asociarse casi exclusivamente entre sí, estrechaban sus relaciones con las familias del país, existiendo, desde entonces, entre ellos y los nativos, la mayor cordialidad.

 

     Por parte de la clase baja no eran tan amistosas las relaciones; miraban de reojo a los extranjeros, a quienes invariablemente calificaban de ingleses, cualquiera que fuese su nacionalidad. Efectivamente, por muchos años, no sólo la plebe, sino también aun entre la clase más elevada, llamaban ingleses a todo extranjero, y para complemento, [108] para ellos, todo inglés debía llamarse Don Guillermo.

 

     Recordamos, a propósito, la singular apreciación de uno de nuestros hombres de campo. Existía aquí, por el año 28, un inglés, que a la sazón tendría unos 25 años; había venido muy joven; pronto aprendió el idioma y tomó nuestras costumbres, especialmente las de campo. Andaba a caballo a uso del país; usaba riendas con pasadores y argollas de plata, espuelas del mismo metal, tomaba mate, usaba tabaquera, yesquero, etc.

 

     Dícenos un día el paisano: -«Niño (tendríamos entonces 12 años), ¿conoce a don Ricardo. ¡Como no lo ha de conocer; qué mozo tan güeno, mejorando lo presente; qué caballero!» -Y después de haber puesto a su don Ricardo por las nubes, terminó diciendo: -«¡Él es extranjero, es verdad, pero muy civilizado!»

 

     Por lo que se ve, la civilización para él consistía en lo que dejamos enumerado; usar espuela grande y sentarse bien a caballo.

 

     Las señoras inglesas, particularmente, sufrían cuando salían a la calle, debido a la grosería de los muchachos, a quienes llamaban mucho la atención la gorra o sombrero que aquellas usaban, llegando su atrevimiento hasta seguirlas a veces, por cuadras enteras, gritando «¡ahí va el lobo!» querían decir el globo, refiriéndose a la gorra. «Ay sey» (Y say), «tu madre toma café» y otras lindezas por el estilo. Las señoras, por supuesto, seguían su camino sin darse por aludidas.

 

     Lo que nos sorprende sobremanera es, cómo un pueblo tan culto, tan dado a las buenas costumbres, tan caballeresco como el nuestro, haya podido tolerar y dejar sin castigo a esos pilluelos insolentes; [109] y, sin embargo, nadie intervenía en favor de las señoras, que hacían su propia defensa con un largo y paciente silencio.

 

 

 

 

III

 

     Por los años 16 o 17, llegaron de vuelta a Buenos Aires los hermanos Robertson, después de haber permanecido algunos años en Corrientes y Paraguay. A estos señores les debemos una obra sobre estos países, que ya hemos citado (Letters on South America), retirándose definitivamente el mayor a Europa en 1830 y su hermano en 1834.

 

     Existían aquí por esa época (1817), entre otras muchas personas recomendables y de posición social, los señores Dickson, Brittain, Fair, Cartwirght, Mackinley, Staples, Sutward, Macneile, Macdougall, Orr (Guillermo y Roberto), Mac Craken, Mac Farlan, Newton, Higgimbothom, Dixon, los hermanos Gowland, Wilde (Santiago), habiendo solicitado y obtenido carta de ciudadanía los señores Wilde (19) y Gowland (don Daniel). Creemos que los primeros que la obtuvieron en época muy [110] anterior, fueron los señores Winton y Miller (don Juan), casados ambos, con hijas del país.

 

     Muchos jóvenes porteños aprendieron el idioma inglés: entre ellos el doctor Manuel Belgrano, los señores Riglos y Sarratea; algunos, aunque pocos, estuvieron en Inglaterra, pero los más lo aprendieron como dependientes de casas inglesas. Más adelante se generalizó, debido al número de escuelas en que se ensañaba, y a la facilidad de aprender que tienen los hijos del país.

 

     Uno de los primeros ingleses que vinieron al país, fue don Roberto Billinghurst, padre de nuestro estimable don Mariano; casó en 1810 en la familia de Agrelo, y en 1812 se hizo ciudadano argentino. Era decidido admirador del almirante Brown, y cuéntase que, a su arribo, después de una de sus espléndidas victorias marítimas, el señor Billinghurst, que era de musculatura atlética, tomó por las varas un tílburi y entró con él, a guisa de carro triunfal, al río, para conducir a tierra al héroe. ¡Qué entusiasmo el de aquellos tiempos!

 

     Aunque en los primeros días de la independencia había pocas familias extranjeras, tuvimos, sin embargo, algunos hombres distinguidos, como el señor Bonpland, célebre explorador y naturalista francés: el señor Brodart, oficial francés, no sabemos de qué graduación, hombre de finos modales, de elegante figura, a pesar de haber perdido una pierna y servirse de una de palo. Ostentaba en el ojal de su levita el cintillo significativo de pertenecer a la Legión de Honor. El señor Zimmerman y su esposa, alemanes. El señor Pellegrini, ingeniero italiano. [111]

 

 

 

 

IV

 

     En la época de Rivadavia aumentó el número de extranjeros. De aquel tiempo era el señor De Angelis, napolitano, hombre superlativamente feo, pero de modales muy finos y de vasta instrucción.

 

     Angelis había sido preceptor de los hijos de Murat y de Carolina Bonaparte, cuando ocuparon el Trono de las dos Sicilias, y aun su enviado diplomático a la Corte de Rusia. Vino, como ya hemos dicho, a Buenos Aires, en tiempo de Rivadavia, y fundó el Ateneo, en que tantos jóvenes se educaron.

 

     Sirvió después, con asiduidad, a don Juan Manuel Rosas, redactando el Archivo Americano, que se publicaba en inglés, francés y castellano; periódico destinado, casi exclusivamente, para producir efecto fuera del país; aquí poquísimas personas lo leían. Dícese que, a pesar de esta aparente consagración a los intereses de Rosas, era benévolo y que prestó recursos y protección a muchos hijos del país desvalidos y perseguidos por el tirano.

 

     Por el año 36, publicó un trabajo importante: Colección de Obras y Documentos relativos a la historia antigua y moderna de las Provincias del Río de la Plata.

 

     Este señor, como antes hemos dicho, feo en grado superlativo, era casado con una señora francesa, extremadamente afable, muy bonita y de esmerada educación. [112]

 

     De esa misma época era el señor Bevans, de quien hablaremos en otro capítulo.

 

     Hacia el año 22 también llegó a esta ciudad don Próspero Alejo Libes, francés, nacido en la Rochela; hombre instruido, hablaba inglés y su idioma con perfección, tocaba el violín como nadie había tocado hasta entonces, entre nosotros. Su carácter era franco y original: su educación y su talento lo puso en contacto con la mejor sociedad. Empezó a dar lecciones particulares en las principales casas, de los idiomas que poseía, y en 1824 estableció en el grande edificio denominado el Consulado, donde hoy existe el Banco de la Provincia, una escuela por el método de Lancaster, donde sólo se enseñaba francés e inglés. Nosotros fuimos del número de sus discípulos, y recordamos con placer, su enseñanza, y muy particularmente, el orgullo con que nos presentamos a nuestros padres, portadores de un hermoso balero de marfil, como primer premio de la clase de francés. Perdónesenos este pueril recuerdo.

 

     Muchos jóvenes, y aun hombres, asistieron a sus lecciones, pero el carácter inconstante e inquieto de Ribes, le hicieron abandonar al poco tiempo su establecimiento.

 

     En los primeros meses del año 27, cuando los brasileros bloqueaban este puerto, un buque cargado de comestibles y bebidas, naufragó en las costas del Tuyú; monsieur Ribes se hizo cargo, en nombre de la casa a que pertenecía el cargamento, de ir a recoger todos los bultos que el mar había arrojado a la playa, de los cuales se habían apoderado los gauchos, como tenían costumbre de hacer con cualquier objeto que encontraban en la playa. La presencia de este señor francés, desconocido [113] entre ellos, y que con su carácter original les reclamaba las presas que habían adquirido, sin más autoridad que su persona, que ningún respeto les imponía; gauchos semi-bárbaros en aquella época, y en parajes desiertos, no tardaron en quitarle la vida; asesinato que se cometió sin que jamás se supiera quien lo perpetrara.

 

     La noticia de ese lamentable suceso consternó la sociedad de Buenos Aires, porque Ribes era muy conocido y generalmente querido.

 

     Todas estas personas que hemos citado, y muchas no menos meritorias que nos es imposible incluir en esta breve reseña, formaban un valioso contingente de inteligencia y buena voluntad en favor del país, en aquella época.

 

     Los primeros médicos ingleses fueron allá por el año 23, los doctores Lepper (algunos años después médico de Rosas), y Oughan, acreditado médico irlandés, que, desgraciadamente, fue atacado en sus últimos años de enajenación mental.

 

     Los farmacéuticos fueron: Jenkingson y Whitfield.

 

     Por largo tiempo practicó, algo más tarde, con buen éxito, el doctor Andrés Dick. El doctor Bond (norte-americano), vino después, casó en la familia de Rosas.

 

     Algunos años más tarde, llegó el doctor Alejandro Brown, nativo de Escocia; fue cirujano en la escuadra argentina, durante la guerra del Brasil, habiendo llegado a ser cirujano mayor. En 1828 se estableció en la ciudad. Su práctica fue extensa, siendo remarcablemente constante en la asistencia de sus numerosos clientes, por espacio de más de 40 años. Efectivamente, a las doce de la noche, a [114] la una de la mañana, veíase a Brown a caballo, continuando sus visitas. Fue médico de gran número de familias pudientes; asistía gratis una larga clientela de pobres, y según opinión pública, ejerció muchos actos de caridad. Era brusco e imperativo en sus dichos y en sus maneras, y más de una vez dijo al enfermo rotundamente: -«Usted muere, su mal es sin remedio.»

 

     En prueba de que era hombre de pocas palabras, recordamos lo siguiente: Tenía un portero andaluz, cincuentón, rechoncho, conservador inveterado. Un día, hablando en la puerta de la calle con un conocido, le decía: -«Mire uté; hace cuatro años que sirvo al dotó, y por la Virgen de los Milagros, no le he oído más palabras que Juan, saca la caballo: Juan, mete la caballo.»

 

     Murió soltero, y a su muerte, que acaeció en 1868, dejó una buena fortuna, creemos que a una hermana.

 

     El general O'Brien (entonces coronel), después de haber hecho las campañas de Chile y Perú a las órdenes de San Martín, pasó a Europa en 1822, a visitar a su familia en Irlanda. Contrató 200 jóvenes aptos para trabajos de agricultura, que vinieron acompañados de un médico y de un clérigo.

 

     Entre los que en época más reciente han contribuido al progreso del país, no debemos olvidar, por su genio observador y sus perseverantes trabajos en mejorar la cría lanar, a Mr. Wilfrido Latham que tenía su cabaña en la chacra de su propiedad Los Alamos, en el partido de Quilmes. Él fundó ese establecimiento con un plantel de negretes, de la no menos afamada Cabaña (también en Quilmes), de don Manuel Benavente, cuya meritoria contracción a esta industria era remarcable. [115]

 

     Latham publicó varios trabajos relativos a la industria agrícola argentina, y entre ellos, el titulado «The States of the River Plate.»

 

     Vivió muchos años postrado por una parálisis, pero a pesar de esta inmovilidad corporal, su inteligencia continuó en pleno vigor, y desde el lecho enviaba artículos a los periódicos, llenos de conocimientos prácticos.

 

     También desde allí, dirigía ese importante establecimiento con admirable acierto.

 

 

 

 

V

 

     Ya por el año 21, la población francesa empezó a aumentar notablemente; algunos suponían que había en esa época tantos franceses como ingleses; pero parece que esa apreciación no es exacta. Aunque en número muy diminuto, relativamente, existían también alemanes, brasileros, italianos e hijos de otras varias naciones.

 

     De lo que pasamos a citar, se desprende que, efectivamente la población inglesa en 1821, era la más numerosa: lo tomamos del Argos de este año, y lo transcribimos porque a la vez demuestra el estado en que se encontraba nuestra Administración de Correos, haciendo resaltar el progreso actual. El Comunicado que publica, es en contestación a otro titulado «Estafeta inglesa», en que se acusa de parcialidad por los ingleses, dice así:

 

     «Protesta E. M. A. que hemos procurado la razón que justifique el privilegio que gozan los ingleses de mantener una estafeta particular, y [116] ni la hallamos entre nosotros mismos, ni fuera de nosotros.

 

     »Entre nosotros, la razón es ésta: las desgraciadas cartas inglesas que a veces, por casualidad, van a la estafeta del Correo, se sepultan en ella por días y semanas enteras. Pidiendo una alguno, se le pone todo el montón entre las manos, para que tome la que le dé la gana. Así, con gastar algunos centavos, puede la curiosidad o el interés o la malicia satisfacerse interceptando la correspondencia de cualquiera.

 

     »Si pregunta por qué razón no se forman listas de estas cartas como de las demás (que aun cuando se hiciera no remediaría este último mal), responden (es decir, en el caso de dignarse responder, lo que no siempre sucede) que no saben leer los nombres. A todo esto, podría agregarse los muchos días de fiesta, las largas siestas, y que el tiempo del comerciante es precioso.

 

     »Fuera de vosotros, la razón es que un oficial de buque inglés, de guerra, visita al instante a todos los buques que llegan, para recibir las cartas, o bien obliga a los patrones que las traigan a su bordo. Luego las transmite a la Sala Mercantil. Allí la primera operación es separar las cartas inglesas y enviar las restantes al Correo. En seguida, se toma razón de aquéllas; se cobra el porte que corresponda a cada una, y en media hora todos los interesados están en posesión de sus cartas, entregando cada trimestre el monto al Correo.

 

     »Ahora comprenderá E. M. A. cuán excusada era su pregunta -'¿por qué no gozan de este mismo privilegio los italianos?' -Porque son pocos, tienen pocas cartas y ningún buque; porque les [117] falta motivo para pedir el favor y ejecutar el servicio.»

 

     Esto parece demostrar que estaban en mayoría, respecto a las demás nacionalidades.

 

 

 

 

VI

 

     Por muchos años sólo hubieron tres casas de comercio norte-americanas; la de Zimmerman y C.ª, Suward y C.ª y M'Calli Ford. La mayor parte de las existentes eran inglesas.

 

     Los ingleses, cuyo número había acrecentado considerablemente, celebraban su casamiento a bordo de algún buque de guerra de su nación, oficiando el capitán, hasta el año 25 en que llegó el reverendo Juan Armstrong.

 

     Hasta 1821, los protestantes no tuvieron cementerio propio. En ese año que el Gobierno dio su asentimiento, y compraron un terreno inmediato al Socorro, cercándolo y construyendo una pequeña capilla. Costó el todo 5.000 pesos de aquellos tiempos, que se reunieron por suscripción entre los protestantes, siendo los ingleses los que más contribuyeron. Desde enero de 1821 hasta junio de 1824, los sepultados fueron 71, de los cuales 60 eran ingleses.

 

     En septiembre de 1824 se instaló el primer templo protestante de ingleses, en Buenos Aires, en virtud del tratado de la República Argentina con la Gran Bretaña. [118]

 

     El carro fúnebre, data también desde el año 21 o 22. El que se usaba para los niños (que llamaban de los angelitos), era pequeño, celeste y blanco, con plumeros o penachos blancos y tirado por mulas, también blancas, manejadas por un muchacho. [119]

 

 

 

 

Capítulo XI

Población inglesa en 1823. -Censo en 1778. -Artículos de exportación. -Buques mercantes. -Censo en 1800. -Sala de Comercio. -Mr. Love; el «British Packet». -La primera escuela inglesa. -Enrique Bradish; su defensa del Huerto. -El Parque Argentino. -El deán Funes; su muerte. -El primer Banco. -Metálico. -Escasez de cambio, apuro de los cobradores. -Billetes de Banco. -La reforma. -Supresión de monasterios. -Los frailes.

 

 

 

 

I

 

     En 1823, según los señores Mulhall en su reciente obra «The English in South America», el número de residentes británicos era de 3.500, habiendo, según Love a quien cita, 40 casas de comercio establecidas; calculábase el número total de habitantes de la Provincia en 1824, en 200.000. (20) [120]

 

     Los artículos de exportación eran, por aquellos años, más o menos, los mismos que en el día; cueros vacuno y caballar, cerda de potro y de vaca, sebo, lana, cueros de carnero, de nutria, carne tasajo, plata en barra y sellada. Hoy se exporta, a más, animales vacuno y caballar en pie, maíz y trigo.

 

     He aquí la lista de los buques mercantes entrados al puerto de Buenos Aires, en 1821, 22, 23 y 24:

 

                1821 1822 1823 1824                    

       

 Ingleses 128 133 113 110 

 Americanos 42 75 80 143 

 Franceses 19 21 24 21 

 Suecos 7 11 6 14 

 Sardos 3 7 6 6 

 Daneses 1 1 5 10 

 Alemanes 2 4 6 8 

 

     El aumento de buques americanos que se nota en 1821, fue debido a la introducción al país en gran escala, de harina, que por algún tiempo fue un negocio brillante.

 

     El valor de las manufacturas de Liverpool, Glasgow, etc., ascendía ya, a la suma de 500.000 pesos.

 

     Los ingleses habían establecido una Sala de Comercio en 1811, en la calle 25 de Mayo, en casa de mistres Clarke, apellido que los hijos del país convirtieron en Doña Clara, nombre por el cual, todos la conocían. Era esta señora, viuda del capitán Taylor, quien, según los señores Mulhall, [121] barrió la bandera española de la Fortaleza e izó la argentina.

 

     En 1829, Mr. Love, a quien ya nos hemos referido, redactor del British Packet (creemos que el primer diario inglés publicado en el país), estableció el «Buenos Aires Commercial Rooms» montado sobre una base mucho más liberal, pues eran admitidos los hijos del país, lo que no sucedía en la institución anterior.

 

     Este nuevo establecimiento estuvo, por mucho tiempo, muy joven aún, bajo la asidua e inteligente dirección del señor don Daniel Maxwell, actual contador del Banco Nacional.

 

     Esta Sala de Comercio, que tan importantes servicios ha prestado, estaba muy bien situada; de sus azoteas se dominaba el río. Poseían buenos telescopios, una regular biblioteca y en la sala de lectura, periódicos de varias partes del mundo.

 

 

 

 

II

 

     La primera escuela inglesa que se conoció en el país, fue establecida en 1823 o 24, y dirigida por la señora Ilyne, esposa de un capitán de buque mercante, retirado. La señora llegó a tener más de 80 niñas. Después de los exámenes daba siempre un té; invitaba a los padres de sus alumnas y en un salón, perfectamente adornado con guirnaldas y ramilletes de flores, bailaban las niñas de la escuela y sus amigas, hasta cierta hora, terminando la fiesta con un baile general. [122]

 

     Más tarde, establecieron escuelas de varones los señores Ramsay, Losh, Bradish y otros.

 

     El que estas líneas escribe, qué discípulo del señor Bradish, como lo fueron en la misma época los hijos del almirante Brown (Guillermo y Eduardo), Carlos Ezcurra y otros varios hijos del país.

 

     El pobre Bradish, después de algún tiempo, empezó a manifestar síntomas de enajenación mental; dejó al fin su escuela y se dedicó a dar lecciones particulares; no tardó en llamar la atención por la excentricidad de su traje y maneras: andaba en todo tiempo, con un paraguas debajo del brazo.

 

     Don Enrique Bradish, hombre culto y bien educado, había sido militar en su país (creemos que teniente), y conservaba algunos de sus hábitos anteriores. Amaba mucho las armas; tenía y cuidaba con esmero, pistolas, rifles, etc., y, por de contado, su espada. Su colegio estaba en una casa muy grande (si mal no recordamos, de Posadas), en la calle Tucumán, cuadra y media antes de llegar al río; tenía la casa una inmensa huerta poblada de hermosísimos naranjos. Empezó a notar que a pesar de tener él la llave, las naranjas desaparecían, y sospechó que entraban de noche a robarlas, y ¿qué hizo? organizó con nosotros, que éramos pupilos, un cuerpo de vigilancia, colocándonos en distintos puntos de la azotea que dominaba la huerta, con escopetas y demás armas de fuego, pero sin cargar, y ciñéndose él la espada, recorría de tiempo en tiempo la línea.

 

     Puede ser que esta no fuese sino una estrategia para vigilarnos en la única hora en que nosotros pudiéramos bajar al huerto, pero también es muy probable que fuesen los primeros síntomas que empezaron a asomar, de trastorno cerebral, pero [123] que entonces, no podíamos comprender en toda su importancia.

 

     ¡Pobre Bradish! muchas veces hemos deplorado su desventura, y estamos seguros que Ezcurra, como todo otro discípulo que le haya sobrevivido, recordará su nombre con respeto y cariño.

 

 

 

 

III

 

     El primer Banco que hubo en Buenos Aires, se estableció en 1822. Su capital, un millón de pesos, en 1.000 acciones de 1.000 pesos. Sus directores fueron 10; seis hijos del país y cuatro extranjeros.

 

     En ese mismo año, el cambio en plata blanca, como se le llamaba, se hizo tan escaso, que era difícil cambiar una onza, sino con cierto premio. A fin de evitar este mal, se hicieron circular papeles de uno, dos y tres pesos; un poco más tarde, llegó de Inglaterra una fuerte remesa de monedas de cobre de diez centavos, cinco y dos. No fue muy bien recibida esta medida, pero pronto se comprendió su conveniencia.

 

     En acuñaciones sucesivas, que se hicieron después de esa época, las monedas eran tan gruesas, que el cobre llegó a ser un artículo de codicia; los almaceneros, pulperos y panaderos los reunían para venderlos a especuladores que los llevaban por barricas a Montevideo, sacando allí de ellos muy buena utilidad. Más tarde, por el año 61, las monedas que se sellaban ya no tenían ni la cuarta parte del espesor de las anteriores.

 

     Recientemente creemos ha sido autorizado el [124] P. E. para la acuñación de 800.000 pesos en monedas de cobre; cantidad generalmente reputada como excesiva. Las monedas de cobre dejan una buena ganancia a los Gobiernos, con la ventaja que no hay tercero damnificado. Hoy tenemos otra ventaja, y es, que no precisa acudir ya al extranjero, pues en el país hay quien haga una acuñación perfecta.

 

     En esa época, venían también de Inglaterra billetes de cinco hasta 1.000 pesos. A más de esos billetes, la moneda en circulación consistía en onzas de oro (17 pesos fuertes) medios pesos o cuatro reales, cuartos de peso o dos reales (pesetas) octavo de peso o un real; medio real, cuartillo o cuarto de real y ochavo u octavo de real.

 

     Antes de la emisión del papel, los dependientes se veían apurados en sus cobranzas; para llevar 100 pesos se necesitaba un changador, y cuando era fuerte la suma, un carro. Agréguese a esto la molestia de cortar y apilar monedas pequeñas, al paso que se tenía que andar con cuidado con la plata falsa.

 

 

 

 

IV

 

     Los años 21, 22, 23 y 24 fueron de grande movimiento y progreso.

 

     Los anales de aquellos tiempos nos dicen que, después de los sacudimientos producidos por una revolución, se concibió la idea de dar a Buenos Aires una existencia firme y estable. Se entró en el camino de las reformas: se dio principio por el [125] Cuerpo Legislativo, siguió luego la de Ministerios del Ejecutivo. En fin, se efectuó la reforma civil y militar.

 

     La reforma eclesiástica se reputó como una necesidad imprescindible: se citaban abusos y aun corruptelas, que se decía era indispensable remover.

 

     Por recomendable que fuese la medida, se comprende que debía suscitar oposición, como tiene que suceder en toda resolución tomada por la autoridad; unos consideraban que más que reforma, era una verdadera supresión. Otros opositores querían que las faltas sostenidas por siglos, desapareciesen paulatinamente, reconociendo, sin embargo, el bien, pero temerosos de afrontar el cambio rápido.

 

     La supresión de los monasterios en 1822, suscitó acres discusiones, y entre los que aprobaban, existían recelos y parecían dispuestos más bien a dejar que el mal siguiera, antes que provocar un conflicto. El Gobierno debió sentirse fuerte, según lo revelan los escritos de aquellos tiempos, cuando se resolvió a reformar comunidades tan influyentes, teniendo que luchar, por lo menos, contra las preocupaciones de los que habían envejecido en el antiguo estado de cosas.

 

     Entre los frailes había hombres de vastos conocimientos, y aun cuando existía una hostilidad marcada contra la comunidad, no se extendía a ellos individualmente, y sabemos que eran bien recibidos y obsequiados con largueza por las mejores familias.

 

     Santo Domingo tenía en 1822, en la época de la reforma, 48 frailes dominicos; la Merced 45 mercenarios. [126]

 

     Lo que dejamos narrado, demuestra, en parte, lo que acabamos de decir: que los años 21, 22, 23 y 24 eran de grande movimiento y progreso. Como se ve, sólo dejamos señalados los hechos sin entrar en detalles incompatibles con un trabajo como el presente. También repetimos, que en nuestra exposición no hemos de observar un estricto orden cronológico.

 

 

 

 

V

 

     En 1827, abriose el primer jardín público a imitación de los europeos; más con la idea de dotar al país de una nueva institución, que con la idea de lucro.

 

     Formose un capital de 100.000 pesos, siendo socios varios caballeros ingleses.

 

     Los jardines estaban perfectamente arreglados y cuidados; se importaron muchas plantas y semillas extranjeras, por entonces muy raras aquí. Es preciso confesar que el país, aunque muy adelantado, no estaba aún preparado para esta clase de paseos, en que se mira y no se toca; así es que, a pesar de la vigilancia empleada, los concurrentes, o mejor dicho, las concurrentes, arrancaban a hurtadillas plantas, que sacaban las sirvientas debajo de sus pañuelos o rebozos, creyendo, sin duda, que éste era un pecadillo perdonable, no contentándose con los hermosos ramos de flores que se las permitía llevar, hechos por el jardinero encargado.

 

     El jardín se denominó «Parque Argentino», y [127] por los ingleses «Vauxhall». Ocupaba la manzana comprendida entre las calles Templo, Córdoba, Uruguay y Paraná.

 

     Había en el establecimiento un buen hotel francés, tenido por Porch y Bernard; magníficos salones de baile, circo, con comodidad para 1.500 personas; trabajó allí la compañía ecuestre americana de Smith, la de Chiarini y otras.

 

     Había también un pequeño teatro en el que, durante el verano, dieron varias funciones, por la tarde, los actores del Teatro Argentino; entre ellos, el célebre actor Casacuberta. Hubo, a más, una compañía francesa de aficionados.

 

     Por las tardes tocaba diariamente una buena banda de música; exhibiéronse varios animales, entre ellos, un hermoso tigre, un tapir o anta, etc.

 

     Los edificios eran vastos y ofrecían toda comodidad. Cuando se formó la sociedad, la propiedad pertenecía a don Santiago Wilde, quien comprando más tarde todas las acciones, volvió a ser único dueño de lo que fue, por muchos años, su residencia particular.

 

     El señor Mulhall en su obra, al hablar del Vauxhall, dice: -«Cuando la ascensión de Luis Felipe (año 30), los residentes franceses dieron allí un banquete, y los jardines estuvieron iluminados con lámparas chinescas.»

 

     En el siguiente párrafo comete un error que, aunque de poca monta, en cuanto a detalles, queremos rectificar; dice: -«El venerable deán Funes, el historiador, frecuentaba mucho los jardines, y un día se lo halló muerto en el banco en que acostumbraba sentarse.»

 

     El deán Funes no frecuentaba los jardines, pero visitaba de tiempo en tiempo a don Santiago [128] Wilde con quien tenía, desde muchos años, amistad; una tarde que fue de visita, pasaron de la casa particular de éste al Parque, y parados ambos, en conversación, frente al proscenio del pequeño teatro, repentinamente cayó muerto el deán. Su fallecimiento ocurrió el 1.º de enero de 1829.

 

     El que esto escribe se encontraba en casa de su padre, donde fue conducido el cadáver, mientras se daba aviso a la familia del finado. Aunque muy joven, recordamos perfectamente los detalles. [129]

 

 

 

 

Capítulo XII

Inmigración española; cómo la trató Rosas. -Vascos. -Suceso de Achinelly. -Inmigración flotante. -Inmigración colonizadora. -Los italianos, como labradores. -Escoceses, irlandeses. -Los hijos de ingleses, nacidos en el país.

 

 

 

 

     Después de la inmigración inglesa, particularmente por los años 21, 22 y 23, no se notaba entrada remarcable de extranjeros al país, en calidad de inmigrantes.

 

     Había entonces pocos alemanes. Hoy, como todos saben, constituyen una inmigración importante, sobria, honrada y laboriosa. Figuran en ella hombres inteligentes e ilustrados.

 

     En la época de Rosas, creemos que en 1845, empezó la de gallegos, consignada a la casa de Llavallol o hijos. Estos se desparramaban por la ciudad y campaña, en calidad de sirvientes, en cuyo carácter no demostraron ciertamente haber inventado la pólvora; o bien como peones, para toda clase de trabajo. [130]

 

     Venían acumulados en buques de vela, haciendo, por consiguiente, un viaje largo y penoso. Los primeros casos de fiebre tifoidea que empezaron a sentirse en el país, de carácter alarmante, datan desde el arribo de esas barcadas a nuestras playas.

 

     Hemos tenido ocasión de notar poco después en el Hospital General de hombres, gran número de casos, algunos del peor carácter, entre esos inmigrantes, debido, sin duda, al hacinamiento en una larga travesía, alimentándose casi exclusivamente de carne salada, probablemente no en muy buenas condiciones, y luego comiendo desordenadamente de la fresca que encontraban aquí en abundancia.

 

     Rosas obligó a estos infelices al servicio de las armas. ¡Bello sistema de atraer inmigración! De entre los gallegos jóvenes, y con algunos rudimentos, eligió don Juan Manuel los de mejor letra (y la letra oficial era entonces la española), y los destinó para escribientes.

 

     Entre el gran número de extranjeros que hoy viven en estrecha unión con nosotros, forma un importante grupo la colonia española. Población dada al trabajo y de buenas costumbres, encontramos españoles en todas las profesiones útiles y contraídos a todas las industrias; españoles de alta inteligencia como Mora, Villergas, etc., han visitado nuestras playas hospitalarias en diversas épocas.

 

 

 

 

II

 

     Empezaron luego a venir los vascos; aquí aparecieron con su boina, su ancho pantalón, su andar especial, su aire satisfecho, formando, notable contraste [131] con el resto de la población, que vestía la librea que Rosas nos había impuesto, a extremo de que ver un hombre, era ver a todos, en cuanto al traje. Sólo después de caído Rosas, tomó nuestro país el aspecto cosmopolita que hoy presenta, tanto en traje como en costumbres.

 

     Empezaron a venir los vascos, decíamos; magnífica inmigración, compuesta, en su mayor parte, de hombres atléticos, honrados y laboriosos, dedicándose entonces casi todos ellos a trabajos de saladero. Más tarde, fueron más variadas sus ocupaciones, haciéndose labradores, lecheros, horneros, etc. Algunos se ocuparon como picadores en las tropas de carreta, habiendo llegado hoy muchos a ser dueños de tropas bien organizadas, con peones vascos también; haciendo largas travesías en nuestra campaña, tan familiarizados ya con esta clase de trabajo como el hijo del país.

 

     Otros tienen buenas majadas y aun rodeos; en sus establecimientos se nota aseo, prolijidad y buen gobierno.

 

     Otro ramo de industria a que se han dedicado con especialidad es el de tambos en grande escala, en los alrededores de la ciudad, en los partidos de Quilmes, Flores, Morón, etc.; algunos de sus propietarios están hoy ricos.

 

     Casi no se ve en el día, en las calles de la ciudad, un lechero que no sea vasco. Sobrios y de buenas costumbres, aunque ahorrativos, son gastadores en sus reuniones. Son muy trabajadores y no se oye de crímenes perpetrados entre ellos; sin embargo, sabido es que no hay regla sin excepción, y en prueba de ello, en 1846 un vasco-francés asesinó del modo brutal al infortunado corredor Achinelli. Este señor, era cuñado del señor Bayá, [132] también corredor afamado de aquellos tiempos. El vasco pidió a Achinelli llevase a su habitación 1700 pesos oro, y que allí le abonaría su importe. Mientras que Achinelli contaba el oro, le asestó un terrible golpe en la cabeza, dándole luego varias puñaladas. El tiempo ha venido a demostrar que ésta fue una verdadera excepción en una población tan moral y laboriosa.

 

     Entre las vascas hay caras muy lindas, y en general, son de buenas facciones.

 

 

 

 

III

 

     Últimamente la inmigración nos ha llegado de varias partes del mundo, y empezose el establecimiento de Colonias, algunas de las cuales han dado muy satisfactorios resultados.

 

     Del total de inmigración, hemos: tenido dos clases de inmigrantes; la flotante y espontánea, que busca trabajo en las ciudades, que consume, pero que no produce; la otra que coloniza, y que parece la que más conviene al país. Esta viene directamente a labrar la tierra, llegando muchas veces a ser propietarios de ella con el fruto de su trabajo o a identificarse con el país, a consumir y a producir, arraigándose con su familia.

 

     El problema de la inmigración europea, como colonos, está resuelto prácticamente, dígalo el bienestar en general de las diversas Colonias y los cereales exportados en grandes cantidades.

 

     Aunque hemos repetido varias veces que queremos [133] ocuparnos, puede decirse exclusivamente de los tiempos ya pasados, sin tocar el presente, al tratar de inmigración, no podemos menos que citar rápidamente la cifra que en la actualidad representa.

 

     Desde 1871 al 80, han entrado al país 268.504 inmigrantes, habiendo invertido la Nación 1.935.000 pesos fuertes en los gastos de internación, formación de Colonias, etc.

 

     Los italianos han sobrepasado en número a todas las demás naciones: la italiana es una inmigración utilísima, y son innumerables las instituciones importantes creadas por ella. En todas partes han establecido también sociedades de socorros mutuos.

 

     Sin embargo, como labradores, no los creemos los más útiles al país; nos explicaremos y nos atenemos a lo que personalmente hemos observado.

 

     Un italiano arrienda por cierto número de años, una o dos o cuatro o más suertes de chacra; si no tiene población, levanta un rancho de quincho, con techo de paja y un galpón de los mismos materiales para guardar su cosecha -no planta un solo árbol ni frutal ni de sombra-. Al vencimiento de su contrato, si los ranchos están en pie, se encuentran en tal estado, que no tardan en desplomarse; se van, pues, no dejando una sola mejora en el terreno, ni una sola planta. Muchos de éstos, sin dejar absolutamente nada tras sí, vuelven a su país con el monto neto de sus economías.

 

     Los ingleses, escoceses o irlandeses, han cesado de venir al país, desde aquellos años, como colonos; no obstante, individualmente no han dejado de llegar, constituyendo una población sumamente importante; representan inmensos capitales en [134] giro, en propiedades en la ciudad y campaña, particularmente en magníficas estancias.

 

     Los hijos de ingleses nacidos en el país eran considerados como súbditos británicos; pero desde 1845, según opinión del misino sir Roberto Peel, se declaró que los hijos de extranjeros eran reputados como hijos del país en que nacían, sujetos, por consiguiente, a todos los cargos.

 

     Desde entonces, los anglo-porteños sirven en la Guardia Nacional y sólo son considerados como ingleses y están bajo la protección de la bandera inglesa, cuando se encuentran fuera del país de su nacimiento. Así, en Montevideo, por ejemplo, el hijo de inglés nacido en Buenos Aires, es inglés, si quiere serlo; es decir, puede optar por cualquiera de las dos nacionalidades, Inglesa o Argentina. [135]

 

 

 

 

Capítulo XIII

Provisión de leche para la ciudad. -Lecheros. -Lecheras. -Tambos. -Don Norberto Quirno. -Cosas de aquellos tiempos. -Carestía de leche. -Manteca. -Mazamorreros. -El lechero, poesía de Florencio Balcarce.

 

 

 

 

I

 

     La ciudad de Buenos Aires era abastecida diariamente de leche, como lo es hoy, traída de establecimientos de campo, de 2 a 6 leguas de distancia. No se tenía entonces las comodidades de traer grandes cantidades por los ferrocarriles ni se conocía la innovación recientemente introducida de llevar vacas por las calles para entregar la leche recién ordeñada, a domicilio.

 

     Los tambos, que sólo se establecían durante el verano, se situaban en el bajo y ocupaban de trecho en trecho una grande extensión; eran tenidos generalmente por mujeres del campo que venían a la ciudad durante la temporada, con 4, 6, 10 o más vacas.

 

     Creemos que la primera tentativa de establecer en la ciudad un punto a que se pudiese acudir por leche pura y fresca, fue iniciada por el señor Quirno en 1823. El depósito estaba situado en la calle de la Victoria, más o menos donde se encuentra [136] el teatro de este nombre. (21) El señor Quirno hacía conducir diariamente de su chacra en San José de Flores, cantidad suficiente de leche para proveer a varios cafés y a las muchas familias que mandaban todas las mañanas al depósito.

 

     Vamos a citar un hecho que revela la índole de la época. Este establecimiento tan útil, fue reputado por alguien, perjudicial, y a don Norberto Quirno como haciendo un monopolio de la venta de leche, dirigiéndose un juez de paz, en virtud de esa queja, a la policía.

 

     El Jefe mandó suspender la venta mientras daba cuenta a la superioridad.

 

     El jefe de policía consultó al Gobierno la conducta que debía observar respecto al señor Quirno, y éste, en 11 de julio de 1823, expidió el siguiente decreto:

 

     «No resultando que don Norberto Quirno defraude ningún derecho público ni de ningún particular, no usando de exclusiva, sino proporcionando por su actividad o industria un medio de proveer el indicado artículo de mejor calidad: lo que conducirá gradualmente a mejorar el método de proporcionar este y demás artículos de abasto: el jefe de policía dejará a dicho Quirno y su establecimiento, en toda la libertad que le corresponde.»

 

 

 

 

II

 

     La leche ha sido siempre cara aquí, aun en aquellos tiempos en que ciertamente no había razón [137] para ello, si se considera que las vacas que la proporcionaban, los caballos que la conducían y los campos en que unas y otros se alimentaban, se conseguían por poco más que nada. Es, pues, de extrañarse, que en estas condiciones especiales, fuese tan cara como en las metrópolis en que todos esos elementos cuestan mucho, a lo que se agregan fuertes impuestos. (22) Esto es lo que sin duda explica cómo algunos pobres se costeaban de 5 o 6 leguas con un solo tarro de leche.

 

     La manteca no se conocía en panes como hoy se fabrica; había lo que se llama mantequilla, y que se traía a la ciudad en vejigas de vaca. A más de ser desaseado este procedimiento, como se hacía la manteca en muy pequeñas cantidades, que diariamente iban agregando al depósito en la vejiga, resultaba que casi siempre venía rancia.

 

     La verdad es que entonces, no había gusto por la manteca y la poca que se consumía, la comían siempre con azúcar: la mayor parte era salada y venía en pequeños cuñetes de Irlanda y otras partes del mundo.

 

     La primera manteca bien fabricada y dividida en panes de una libra, empezó a conocerse y apreciarse por el año 1825; trabajada por la Colonia de Escoceses en Santa Catalina, establecida en ese año por les hermanos Robertson.

 

 

 

 

III

 

     El lechero era un tipo sui generis; no era entonces el vasco, en cuyas manos parece estar hoy [138] exclusivamente, ese ramo. Eran hombres y mujeres, pero del país. Los varones se dividían en hombres de edad, mozos y niños; la mujer empezó sin duda a figurar en ese rol, cuando los hombres, debido a nuestras frecuentes revoluciones y revueltas, o estaban en armas o andaban huyendo o matrereando, como ellos decían.

 

     El apero era semejante al que todavía hoy se usa; sin embargo, no había la simetría que en el día se observa en la batería de tarros, ni eran los accesorios tan prolijos; veíase entonces un completo desaliño; 2, 3 o 4 tarros de desigual hechura y tamaño y tal vez una o dos botijuelas que habían en sus mejores días contenido aceite sevillano, con tapas de trapos no siempre muy aseados.

 

     La lechera hacía una figura muy grotesca, pero con la cual ya la vista se había familiarizado; con un sombrero viejo, acaso de su padre, esposo o hermano, o tal vez regalado de algún marchante; con un enorme poncho de paño puesto sobre su vestido, se presentaba en la ciudad en una cruda mañana de invierno, dejando un charco de agua en donde se paraba, habiendo hecho un penoso viaje de 4, 5 o más leguas, bajo un copioso aguacero, pasando profundos arroyos en el campo y enormes pantanos en los suburbios y aun en las calles más centrales.

 

     Seguía luego el lechero niño; enviado probablemente por la misma razón que la mujer. Criatura apenas de 8 o 10 años, que con dificultad trepaba su caballo, y que lo hacía valiéndose de un estribo muy largo o afirmando su pie desnudo sobre la rodilla de su corcel.

 

     Estas mujeres y criaturas transitaban tan largas distancias con la seguridad (aunque a veces [139] iban completamente solas), de llegar a su destino con el fruto de su industria. En nuestros días los más de los lecheros se han visto obligados a cargar revólver, siendo no pocos los que han sido despojados del dinero y aun de sus ropas.

 

     Más tarde, ya en la época de Rosas, eran hombres por lo general, los lecheros, y a fe que formaban una falange terrible. Después de su reparto se reunían, por ejemplo, los que iban a los partidos de Flores, Morón, Tapiales, etc., en las pulperías inmediatas a la hoy plaza Once de Septiembre, y de allí salían en número a veces de 30 o 40; esos grupos por vía de entretenimiento se burlaban y aun insultaban a los transeúntes, y aquí se trocaban los papeles, siendo ellos los agresores y muchas veces autores de asaltos y robos: iguales reuniones tenían los que salían por Barracas, Recoleta, etc.

 

     El canto especial de los lecheros de aquellos días, ha desaparecido completamente.

 

 

 

 

IV

 

     Desde algo antes de mediodía hasta las 2 o las 3 de la tarde, andaba por nuestras calles el mazamorrero. Aun se ve uno que otro en el día. La mazamorra, plato eminentemente porteño, jamás podía hacerse tan sabrosa en las casas particulares como la que traía el mazamorrero: probablemente por no ser tan pura la leche que se empleaba en la ciudad, como porque lo faltaba el sacudimiento continuado que experimentaba por varias horas en los tarros.

 

     La vendían en unos jarritos de lata que llamaban [140] medida. Salía a la puerta de la calle la criada y a veces la señora en persona, con una fuente, y allí volcaba el mazamorrero un número de medidas arreglado a la familia.

 

     Era entonces, un postre muy generalizado.

 

     ¡Ya no es de moda comer mazamorra! ¡ni se encontraría, tal vez, una señora que saliese a la puerta a ver lo que compraba su sirvienta; tampoco es de moda!

 

 

 

 

V

 

     Con placer transcribimos aquí, para arrancarlos del olvido, los versos que por aquellos años, dedicó nuestro compatriota Florencio Balcarce al

 

                                              Lechero           

                I 

      Por capricho 

      soy soltero 

      que el lechero 

 gozar debe libertad: 

      y no tengo 

      más vestido 

      que un bonete 

      carcomido, 

 y un raído chiripá. 

      Pero el mundo 

      todo es mío: 

      yo en un río 

      sé nadar; 

 yo en el campo soy un viento 

 y en el pueblo me presento 

      sin deseos 

      más constantes 

 que tener buenos marchantes 

 que me vengan a comprar. 

  

                II 

      Cuando apenas 

      canta el gallo, 

      mi caballo 

 me levanto yo a ensillar: 

      ningún otro 

      va conmigo, 

 ni conozco más amigo 

 que me sepa acompañar. 

      Y al oírme 

      de mañana, 

      la ventana 

      va a entornar [141] 

 La que se había dormido 

 sobre su lecho mullido, 

      y con hambre 

      se despierta, 

      y me busca 

      mal cubierta 

 para tener que almorzar. 

  

                III 

      Si una bella 

      por ventura, 

      con dulzura, 

 en la calle me miró, 

      de la leche 

      ya me olvido, 

 y enamorado perdido 

 de amor sólo entiendo yo. 

      Mas si alguna 

      desdeñosa, 

      mostrarme osa 

      desamor, 

 la digo claro que es fea, 

 y me crea o no me crea, 

      yo me marcho 

      dando gritos: 

      buena leche; 

      marchantitos, 

 buena leche vendo yo. 

  

                IV 

      En invierno 

      y en verano 

      siempre gano 

 para jugar y comer, 

      y si acaso 

      pierdo un día, 

 espero en Dios y en María 

 que otro día me irá bien: 

      pues no todo 

      sale bueno, 

      se oye el trueno 

      alguna vez: 

 y si hoy mi caballo rueda, 

 llegará un día en que pueda 

      del alcalde 

      y el teniente, 

      hacer burla 

      frente a frente 

 cuando esté firme de pie. 

  

                V 

      Así paso 

      la semana, 

      y la mañana 

 no se me ocurre pensar. 

      Si es domingo 

      voy a misa, 

 y no me mudo camisa 

 si no la puedo encontrar. 

      Soy en guerra 

      montonero, 

      soy lechero 

      cuando hay paz. 

 Sólo necesito y quiero 

 tener pronto un parejo, 

      en que pueda 

      bien seguro, 

      si se ofrece 

      algún apuro, 

 no correr sino volar. [143] 

 

 

 

Capítulo XIV

Peluquerías. -La barbería de antaño. -El barbero. -Incidente en Montevideo. -Valor de una peluquería en el día.

 

 

 

 

I

 

     En otros tiempos no se conocían las lujosas peluquerías que hoy abundan no sólo en nuestra ciudad, sino también en algunas otras provincias; peluquerías en donde se encuentra toda la comodidad, aseo y aun lujo que puede desearse; mejora debida al genio francés.

 

     Para que el lector aprecie el contraste, bueno será que nos acompañe y entremos a una barbería de aquellos años.

 

     Constaba ésta de lo que llaman un cuarto redondo; es decir, de una sola pieza a la calle; las de más lujo ostentaban, tal vez, una puerta con vidriera. En esta puerta, con o sin vidrios, flameaba por regla general, una cortina de zaraza de color, con grandes florones (angaripolas); en las paredes, generalmente blanqueadas, casi siempre muy sucias y jamás empapeladas, veíanse unas estampas, a veces en marco, otras sin él. Un sillón de baqueta, [144] una bacía, toallas (no muy limpias), peines ídem, completaban el ajuar; tal vez un poco de aceite de limón, comprado en la botica inmediata, o en donde daban más; en un rincón una escoba, no olvidando el tradicional brasero que, cerca de la puerta, o en otro rincón, sobre unos cuantos pedazos de carbón, mantenía la paba de agua caliente para la barba, y por supuesto para el indispensable mate. Tal era el cuadro que presentaba la barbería en Buenos Aires, hace 50 años.

 

     El barbero era un tipo especial; casi todos eran pardos o negros. Charladores incansables, entretenían al parroquiano con sus cuentos y chistes, y a no dudarlo, sabían la vida y milagros de todo el mundo. Por añadidura, todos eran guitarreros.

 

     Entonces no se usaba el cepillo o pincel de barba para jabonar la cara. El maestro movía con los dedos el jabón y el agua en la bacía (utensilio también indispensable), hasta hacer espuma, y luego con la mano la frotaba en la cara de su cliente. En aquellos tiempos, como se ve, se manoseaba mucho más el rostro del pobre candidato; metían los dedos entre los labios, y en la época en que no se usaba bigote, se prendía el barbero sin compasión de la nariz, elevándola cuanto podía e imprimiéndole movimientos laterales para afeitar el labio superior.

 

     Tales eran nuestros barberos y nuestras barberías, hasta que, como hemos dicho antes, los franceses produjeron un renversement, un vuelco completo, trayéndonos la peluquería cómoda, limpia y arreglada de que hoy disponemos, y el peluquero petimetre. [145]

 

 

 

 

II

 

     A propósito, recordamos una ocurrencia que nos hizo reír y que demuestra el amor que tienen los franceses al bombo.

 

     Era la época en que Montevideo estaba repleto de emigrados que huían de las garras de Rosas. Tan llena estaba la ciudad, que no había habitación que no estuviese ocupada, y hasta en los zaguanes se acomodaban los menos afortunados. En esa época luctuosa para Buenos Aires, tocole al que esto escribe, siendo aún muy joven, refugiarse por un corto tiempo en la heroica ciudad. Andando cierto día con un amigo por la calle del Portón, vio sobre una puerta la siguiente inscripción: «Grand Salon pour la coupe des cheveux.»

 

     Teniendo necesidad de hacerse cortar el pelo, torció el pestillo y entró, pero volviendo al tiempo de practicar esta operación la cara para hablar con el amigo que venía detrás; en esa actitud dio un paso adelante, al dar el segundo volvió la cabeza, y... se felicitó de haberlo hecho, pues seguro que habría ido a estrellarse contra la pared opuesta del Grand Salon, que medía 2 varas escasas de fondo, por 3 y ½ de ancho.

 

     No hace mucho tiempo que, por casualidad, tuve ocasión de imponerme hasta qué grado se lleva el dispendio en el establecimiento en el día, de una peluquería (ya no se llaman barberías por mucho que se haga en ellas la barba); hallábame [146] incidentalmente en la situada en la calle Rivadavia a pocas varas de la plaza.

 

     La peluquería se estaba desalojando, encontrábase allí el propietario de la casa y por el diálogo sostenido por éste y el dueño del establecimiento, supe que pagaba 6.000 pesos mensuales por dos pequeños cuartos, y que el dueño pretendía 7.000, para hacer un nuevo contrato.

 

     El ocupante la dejaba por haber hallado en la misma acera, casa más cómoda y algo más barata. En el curso de la conversación se habló de lo que importaría la nueva peluquería, asegurando su dueño que no bajaría de 100.000 pesos el gasto de establecerla.

 

     Hoy ya se encuentra en su nuevo local, calle Rivadavia, la lujosa peluquería a que nos hemos referido, que es la de don Francisco Navarro, al lado de la no menos suntuosa farmacia de don Guillermo Granwell; debemos citar también la espléndida peluquería en que no se ha ahorrado gastos para la comodidad de sus clientes, de Ruiz y Roca, calle Florida; habiendo muchas otras en esta ciudad, que brindan toda clase de comodidad.

 

     He entrado en estos detalles para hacer palpable la diferencia que existe entro éstos y aquellos tiempos en que la mejor barbería de la ciudad no tendría mil pesos papel, de capital. [147]

 

 

 

 

Capítulo XV

Nuestras calles. -Poca extensión de la ciudad; falta de nivelación. -En los pueblos de campaña. -Nivelación parcial en el siglo pasado. -Nuestro mañana. -Calle de los Mendocinos. -Carretas tucumanas. -Arrias. -Tránsito de mulas. -Vino de Mendoza, hasta 1820. -Productos. -Descarga de las mulas. -Alumbrado. -Aumento de la ciudad. -Nomenclatura. Numeración. -Fin de la nomenclatura de Liniers.

 

 

 

 

I

 

     La ciudad se extendía en todas direcciones a muy pocas cuadras de la plaza Mayor y eran raras las calles empedradas; las veredas malas y estrechas, construidas en su mayor parte de mal ladrillo, habiendo poquísimas de piedra. A poco andar, se encontraba el transeúnte con cercos de tuna pita.

 

     Se conoce que la ciudad en su fundación ha carecido de nivelación, y las consecuencias de este imperdonable descuido se están sintiendo hasta hoy. Recientemente se ha tenido que hacer serias refacciones en algunas casas y aun derribar otras, en la acera frente al costado de la Merced (calle Cangallo), por quedar los cimientos completamente [148] descubiertos y sin base, al rebajarse la calle para llevar a cabo las obras de aguas corrientes; sucediendo igual cosa, en otras varias partes de la ciudad. Por eso se compone ésta de una serie de altos y bajos. (23)

 

     Esta negligencia, heredada por nosotros, se ha extendido a los pueblos de campaña, tanto en los de antigua creación como en los modernos. Hoy todas las Municipalidades tienen, o deben tener, su ingeniero municipal, y les incumbe tratar de remediar cuanto antes este grave mal.

 

     Creemos que en parte alguna del mundo civilizado, se pensaría en levantar un pueblo sin dar cumplimiento a esta precaución fundamental, que es al pueblo lo que el cimiento al edificio; pero es enfermedad endémica entre nosotros, la postergación; lo que da justo motivo para la crítica de los extraños. Por ejemplo, Hutchinson (aunque haciendo justicia a nuestras buenas cualidades), dice en su obra: (24)

 

     «Todo aquel que haya vivido algún tiempo en la República Argentina, estará de acuerdo con mi experiencia, de que hay pocos países en el mundo en que se tenga más devoción por el principio de nunca hacer hoy lo que puede dejarse para mañana. [149] El hereditario mañana domina todo el sistema social, político, comercial y militar.»

 

     Pero volvamos a nuestras calles.

 

 

 

 

II

 

     Como acabamos de decir, la mayor parte de éstas estaban sin empedrar, y en la calle de Cuyo, a la vuelta de la casa de la señora de Mandeville (calle Florida), llamada entonces del empedrado, había enormes pantanos, tanto en dirección al río, como hacia el campo; denominábase en aquellos tiempos Esquina de Cañas, lo que hoy es esquina de Cuyo y Maipú.

 

     La calle Maipú tuvo por muchos años el nombre de calle de los Mendocinos, debido, sin duda, a los depósitos en los almacenes de esa calle, de los productos venidos de las provincias, y muy particularmente de la de Mendoza, y aquí será oportuno describir cómo se transportaban dichos frutos a esta ciudad.

 

     A más de las tropas de carretas, que en doble fila se extendían en el bajo, desde este, lado del Retiro hasta cerca de la Recoleta, procedentes de las provincias del interior, con cargamento de suelas y varias producciones, veíase también hasta el año 46 o 47, en el trayecto desde el bajo hasta los almacenes en la calle de los Mendocinos, tropas de mulas (arrias) de la misma procedencia, cargadas con barriles de vino y aguardiente; petacas de pasas, de higo y de uva, patay, algarroba y las tabletas y alfajores con que se deleitaban los golosos.

 

     Curioso era ver las mulas, estos pacientes animales [150] en número de 20, 30 o más, seguir a una yegua con cencerro, llevada del cabestro por un individuo a caballo o en mula, formando una hilera a cuyo término iba otro peón o el capataz encargado de conducirlas por las calles, hasta el paraje en que se depositaba la carga. A las mulas más chúcaras les envolvían la cabeza con una jerga o un poncho, y así cubiertos los ojos, seguían perfectamente guiadas por el cencerro.

 

     En los años anteriores a esa época, y aun entonces, poco era el tráfico de carros; muy pocos carruajes transitaban por la ciudad, ni habían tramways que perturbasen la tranquila permanencia de las mulas en las calles; muchas se echaban esperando con toda la calma la hora de la marcha. A los pedestres habituados ya a la larga estadía en las calles, nada les incomodaba; hasta las señoras les habían perdido el miedo.

 

     Apenas depositaban su carga, y después de unos pocos días de descanso, volvían a su destino, unas cargadas con cuatro barriles vacíos, en vez de dos que habían traído llenos, y otras con efectos de ultramar, que llevaban de retorno. Estas excursiones se hacían sólo en verano.

 

     Se cree que Mendoza exportaba anualmente, como hasta el año 20, cosa de cuatro a cinco mil barriles de vino; mucho del cual era remitido por un señor Corvalán.

 

     Ya que he citado algunos de los frutos que venían de las provincias, observaré que muchos de ellos eran superiores en calidad a los que por aquella época introducían de ultramar, particularmente los vinos y las pasas. También los tejidos, que por más esfuerzos que haya hecho la industria extranjera, no ha podido competir con ellos. Desgraciadamente, [151] causas que todos conocemos, nos han obligado por muchos años a ser tributarios, pudiendo haber sido exportadores... Pero volvamos a tomar el hilo.

 

 

 

 

III

 

     Nuestras estrechas y descuidadas calles se alumbraban por medio de velas de sebo, en pésimos faroles sin reverbero. Más tarde, el alumbrado fue de aceite, y últimamente a gas. Hoy se habla con seguridad de la aplicación de la luz eléctrica. A más de su superioridad sobre la luz actual, está plenamente probado que es grande la economía.

 

     Aceptado este nuevo sistema de alumbrado, parece que se economizará 556.000 pesos moneda corriente, anuales; y que pasados los primeros tres años, la economía será, nada menos, que de 856.000 pesos al año.

 

     Hoy, como se sabe, se ha cambiado el nombre de varias calles; a más, extendiéndose considerablemente la ciudad, cuéntanse muchas nuevas; los Pozos, Sarandí, Rincón, Pasco, Pichincha, Matheu, Alberti, Saavedra, Misiones, Jujuy, Catamarca, Rioja, Caridad, Garay, etc.

 

     Por la misma época se estableció la numeración de las casas, guardando el mismo orden que hoy se observa, es decir, que por cualquiera que se tuerce al Sur o Norte, saliendo de la calle de la Plata (Rivadavia), se encuentra desde el 1 adelante, todo número par a la izquierda y todo impar a la derecha. Tanto los tableros como el nombre de [152] la calle, como las tablillas con la numeración, eran de madera.

 

     Debemos recordar que la primera época en que se puso número a las casas y nombre a las calles, fue aquélla en que gobernó estas Provincias el Virrey don Santiago Liniers. El mandó o influyó en el Cabildo para que se fijasen en las calles los nombres de los vecinos y de los jefes y oficiales que se distinguieron en las acciones del 12 de agosto de 1806 y del 5 de julio de 1807: pero los que se inscribieron fueron, en su mayor parte, Españoles Europeos. Sobrevino la revolución de 1810, y no pudiendo tolerar los patriotas que continuasen inscriptos los nombres de sus antiguos opresores, en una noche, sin la autoridad ni conocimiento del Gobierno, inutilizaron enteramente en las bocacalles los tableros, o borraron los nombres inscriptos.

 

     El cambio en la nomenclatura es cosa, a la verdad, de poco momento, mas no lo es la enorme prolongación de la ciudad en todas direcciones, como muestra inequívoca de nuestro progreso. Pero nosotros, lo repetimos, no nos hemos propuesto hacer una exposición detallada de los adelantos actuales; ellos son ostensibles, y su contraste más evidente, pintando las cosas como se encontraban, cuando los que hoy son viejos, eran niños. Sin embargo, y sensible es decirlo, en medio de tan asombrosos progresos de todo género, hay imperfecciones, hay defectos que permanecen, más o menos, en el mismo estado en que entonces se hallaban. [153]

 

 

 

 

Capítulo XVI

Sociedad desde 1810 hasta 1830. -Trato y hospitalidad. -Los señores Escalada. -La señora de Mandeville; sus fincas. -Señora de Riglos. -Tertulias. -Tiempo que duraban. -Varias personas notables. -Trajes de las jóvenes. -Tocadores de piano. -Prohibición del fandango. -Cielo. -Bailes de aquellos tiempos. -El general Urquiza. -Maestros de baile. -Espinosa.

 

 

 

 

I

 

     Buenos Aires, desde 1810 hasta 1830, era ya, podemos decirlo sin temor de equivocarnos, una de las ciudades de Sud América que descollaba por lo selecto de su sociedad. Era ostensible en sus habitantes el buen trato y el más delicado agasajo; a propios y extraños se les recibía con sencillez y amabilidad.

 

     «Por el año 1817, escribe Robertson, Buenos Aires se hallaba en el estado más floreciente; la tranquilidad y la prosperidad interna, el crédito y el renombre en el exterior, mantenían a los habitantes joviales, alegres y contentos, de modo que las bellas cualidades de los porteños brillaban en su mayor esplendor.»

 

     Efectivamente; todo era complacencia y contento; trato franco, sencillez de costumbres, sinceridad en las relaciones, éramos hospitalarios hasta el extremo. No pretendernos decir que todas estas [154] recomendables disposiciones hayan desaparecido, pero ciertamente han disminuido. Nos hemos vuelto más europeos, más dados a las presentaciones formales, a la etiqueta y reserva.

 

     Verdad es que, con el andar del tiempo, cierta clase de hospitalidad se ha hecho menos posible, a la vez que menos inevitable; la ciudad está llena de buenos hoteles, y de cómodas casas de alojamiento, de lo que antes carecíamos, y hace menos necesario que el que llega de otra parte, tenga que ir a parar a casa de algún pariente, amigo, o a un amigo de un amigo que lo hubiese recomendado a alguna familia a quien, ni de vista conocía.

 

     Causas políticas, contribuyeron también, a cambiar casi por completo la faz social.

 

 

 

 

II

 

     Figuraban en aquellos años, por la estimación y respeto que merecidamente se les profesaba, numerosas familias, algunas de las cuales, tendremos ocasión de citar en oportunidad.

 

     El general San Martín casó, creemos que por el año 18, con doña Remedios, hija de don Antonio Escalada, y tuvo la desgracia de perderla, joven aún, quedándole sólo una hija, Mercedes San Martín, esposa de don Mariano Balcarce, Encargado de Negocios de la República Argentina, en París.

 

     Este señor Escalada y su hermano don Francisco, ambos nacidos en el país, y decididos patriotas, llenos de honradez e integridad, formaban parte de una familia muy estimable y querida.

 

     La señora de Mandeville, de quien antes hemos hablado, y que muchísimos de nuestros lectores [155] han conocido, ya como socia, ya como secretaria o como presidenta de la Sociedad de Beneficencia, y en primera línea, cuando se trataba de ejercer actos de caridad, era nativa de Buenos Aires. Esta señora figuraba ya por el año 17, viuda entonces, del señor Thompson, siendo conocida mas tarde, por la señora doña Mariquita Sánchez de Mandeville, por haber contraído matrimonio con el cónsul francés, de este nombre.

 

     Fue dueña de varias fincas, entre ellas, de la gran casa en que en estos últimos años ha existido por mucho tiempo, un depósito de plantas en la calle Florida; de todas las casas, en esa cuadra, y de la mayor parte de la manzana por la calle de Cuyo y la de Cangallo, donde por muchos años estuvo, en tiempo de Rosas, la imprenta de la Gaceta Mercantil.

 

     La señora doña Ana, viuda de Riglos, altamente aristocrática, pero muy comunicativa y familiar en su trato, era madre de don Miguel Riglos, quien se educó en Inglaterra y volvió a su país en 1813; esta señora era sobrina de doña Eusebia de la Sala, que también figuraba en aquellos tiempos.

 

     La señora doña Carmen Quintanilla de Alvear, natural de Cádiz, de esbelta figura, finísimos modales, esposa del general don Carlos M. de Alvear; pero nos es imposible continuar con la larga lista de personas distinguidas, que daban brillo a la sociedad de entonces.

 

 

 

 

III

 

     Era costumbre muy generalizada, y especialmente entre las familias más notables y acomodadas, [156] dar tertulias, por lo menos una vez por semana; a las que, con la mayor facilidad podía concurrir toda persona decente, por medio de una simple presentación a la dueña de casa, por uno de sus tertulianos.

 

     Entre otras varias familias distinguidas, en cuya casa se celebraba esta clase de reuniones, estaban las de Escalada, Riglos, Alvear, Oromí, Soler, Barquin, Sarratea, Balbastro, Rondeau, Rubio, Casamayor, señora de Thompson, etc., etc.

 

     Pero no se limitaban las tertulias a las familias de mayor rango y fortuna; tenían lugar también en gran número de casas de familias decentes, aunque de medianos posibles.

 

     Se bailaba, generalmente, hasta las doce de la noche, o algo más, principiando temprano; en tal caso, sólo se servía el mate; cuando duraba el baile hasta el día, se agregaba el chocolate. Esto no quitaba que, de tiempo en tiempo, para un cumpleaños, por ejemplo, u otro acontecimiento, se diesen bailes de tono, con todos sus accesorios; sin embargo, en ningún caso se seguía la costumbre perniciosa, y hasta cierto punto ridícula, que existe hoy, de empezar a ir las familias a una tertulia, por íntima que sea, ¡a las 10 y aun a las 11 de la noche!

 

     Desde las ocho hasta las doce o doce y media, eran horas que no perjudicaban ni alteraban en mucho el orden doméstico. Se divertían un rato, como entonces se decía, y al día siguiente todo el mundo se encontraba en aptitud de entregarse a sus ocupaciones. -Hoy no es así. -De manera que, si la civilización tiene sus indisputables ventajas, suele traer también consigo sus serios inconvenientes. Asistir hoy a una reunión de baile, se traduce por, [157] tener que dormir gran parte del día siguiente, o andar cayendo de sueño, con detrimento del cumplimiento de sus deberes, y aun de la salud.

 

     El traje de las jóvenes era de lo más sencillo y sin ostentación, reinando en aquellas reuniones la mayor cordialidad y confianza. En efecto, esas tertulias eran verdaderas reuniones de familia, sin el lujo, a veces desmedido, ni la fría reserva que se nota en muchas de nuestras actuales soirées.

 

     No se precisaba de espléndidas cenas ni de riquísimos trajes; el baile, la música, la conversación familiar, el trato franco, y sin intriga, y el buen humor, bastaban para proporcionar ratos deliciosos. Bien poco costaba, pues, una de estas tertulias, ni a los concurrentes ni a la dueña de la casa, que todo lo hacía con una libra o dos de hierba y azúcar, el aumento del alumbrado y un maestrito para cuatro horas de piano; y muchas veces, ni aun este gasto se hacía, pues que se alternaban las niñas y los jóvenes aficionados, para tocar las «piezas de baile»; y cuando todo recurso faltaba, siempre se encontraba alguna tía vieja y complaciente, que tocase alguna contradanza, aunque fuese añeja, que el asunto era bailar.

 

 

 

 

IV

 

     Había sonado la hora fatal: eran las doce, y las señoras mayores empezaban ya a decir a media voz a las niñas: «muchachas, tápense»; muchas contestaban «Ave María, mama» (todavía no se había generalizado el mamá), «es temprano», pero las [158] más no replicaban, aunque ejecutaban la orden con desgano y lentitud, pues sabían que a ese precio habían obtenido el permiso, y esperaban obtenerlo en adelante.

 

     Entonces empezaban los empeños (¿y qué extraño; no es éste, por excelencia, el país de los empeños?) empezaban, decíamos, los empeños de los mozos para con las mamás, a fin de que diesen su consentimiento para sólo un wals más; solicitud, diremos en honor de las señoras madres, que invariablemente, y después de un ligero debate, era despachada como lo pedía la parte.

 

     Por muchos años, estas reuniones, aun entre familias muy respetables, solían terminar con un cielo, pedido por los jóvenes; a veces el denominado en batalla, pero el preferido era el cielo de la bolsa. Las jóvenes apenas lo conocían, pero gustosas lucían su natural gracia y donaire en este curioso baile tradicional.

 

     Los bailes de aquellos tiempos eran: el minuet liso (a veces el figurado, rara vez el de la Corte), con que se daba principio siempre al entretenimiento, cediendo generalmente el puesto de honor a la señora de la casa, acompañada de otra respetable matrona y dos caballeros formales; el montonero o nacional, llamado más tarde, en tiempo de Rosas, el federal; el wals (pausado), la contradanza, la colombiana; ya se había desterrado el paspié, el rigodón, etc. Bailábase de vez en cuando por algún joven el solo inglés.

 

     La contradanza se sostuvo hasta hace veintitantos años, creemos que debido a una simple casualidad. El general Urquiza era aficionadísimo a este baile; era, a la verdad, el único que bailaba, y en Entre Ríos primero y después aquí, en Palermo [159] y en otras partes en esta ciudad, donde se le dieron bailes o a que él asistió, cada tanto tiempo se pedía una contradanza en obsequio del general.

 

     Si retrocediésemos algo más y penetrásemos a la época colonial, encontraríamos aún otras clases de baile, como se colige del edicto de 30 de julio de 1743, en que el obispo don Juan José Peralta prohibió el baile llamado fandango, bajo la pena de ¡excomunión mayor!

 

     Había varios maestros de baile, pero el de más fama, allá por los años entre 20 y 30, el más simpático y querido por los jóvenes de la época, era Espinosa, hijo del viejecito que tocaba el violoncelo en la orquesta del Teatro Argentino, y padre de Espinosa, conocido aquí hasta hace muy poco, como maestro de piano. Tenía en su casa una Academia de baile, donde noche a noche concurrían los jóvenes (no iban sino hombres), los unos a aprender, los otros a practicar y a pasar el rato.

 

     Parecerá tal vez extraño a algunos, que haya sido necesario aprender a bailar, cuando hoy, no hay sino ir a las reuniones y aprender allí, aun cuando sea, ya pisando a la compañera, ya despretinando su vestido, ya confundiendo unas cuadrillas o lanceros; eso no importa, pronto salen bailarines de primera fuerza. [161]

 

 

 

 

Capítulo XVII

Negros. -La esclavitud en Buenos Aires. -Tratamiento a los esclavos. -Libertad de vientre. -Negros soldados; sus servicios en la guerra de la Independencia. -Medios de libertarse. -Industria de los negros. -Documentos de transferencia de esclavos.

 

 

 

 

I

 

     Grande era el número de negros que por aquellos años había en el país, esclavos todos.

 

     Este estado entre nosotros, merece algunas observaciones.

 

     «La esclavitud en Buenos Aires, dice Vidal en sus Observaciones sobre Buenos Aires y Montevideo, es verdadera libertad, comparada con la de otras naciones.»

 

     Efectivamente, salvo algunas excepciones, algunos casos, raros felizmente, en que los amos (y lo que es aún peor), las amas, atormentaban más o menos a esta fracción desventurada del género humano, no han existido jamás ninguna de esas leyes atroces, ni castigos bárbaros, reputados necesarios para reprimir al esclavo.

 

     Se les trataba, puede decirse, con verdadero cariño; siendo la excepción los casos raros que acabamos [162] de mencionar. En fin, no hay punto de comparación entre el tratamiento nuestro y el que han recibido en muchas colonias americanas.

 

     Antes de la época de que nosotros preferentemente nos ocupamos, Azara, en la relación que hace a este respecto, habla del trato dado a los esclavos, en términos que honran altamente el carácter español.

 

     Estaban, sin embargo, entre nosotros, por lo general, muy mal vestidos, y un corto número cruelmente tratado. Los negros llevaban un chaquetón de bayetón, pantalón de lo misino o chiripá. Andaban descalzos o con tamangos, especie de ojotas hechas de suela o de cuero crudo de animal vacuno o de carnero, envuelto antes el pie en bayeta, trapos o un pedazo de jerga.

 

     Más adelante, solía verse (especialmente los domingos) algunos negros ataviados con los despojos de sus amos; presentando muchas veces, una figura muy ridícula, v. g. con un sobretodo de largos faldones, una levita de talle corto cuando se usaba larga, un pantalón de un amo alto o gordo en un esclavo bajo o delgado, un sombrero de copa alta y bastón; porque eso sí, el bastón con puño de metal, jamás le faltaba en los días de gala. Algunos gastaban reloj de cobre con cadena y sellos de lo mismo. En fin, parecían monos vestidos.

 

     Las mujeres vestían casi siempre, enagua de bayeta, prefiriendo los colores verde, azul o punzó; rara vez usaban zapatos. Sin embargo, en casa de varias familias pudientes, se veían negras jóvenes muy bien vestidas y calzadas, sentadas en el suelo cosiendo inmediato a sus amas en el estrado. [163]

 

 

 

 

II

 

     Desde la declaración de la independencia, la suerte de los esclavos mejoró todavía notablemente. Una de las primeras leyes que se promulgaron fue: no la abolición completa de la esclavitud, que eso, al fin, en aquella época y en la situación especial en que se encontraban los negros, más bien les habría sido perjudicial, sino estableciendo y protegiendo su seguridad individual.

 

     Todo esclavo que no estuviese contento con su amo, podía, si encontraba comprador, ser transferido por el precio fijado por la ley, y que en realidad era módico.

 

     Decretose también por la Asamblea Constituyente en 1813, que todos los hijos de esclavos, nacidos en Buenos Aires, eran libres (libertad de vientre) y que todo esclavo de cualquiera otra parte del mundo que viniese, fuese emancipado llegando al territorio del Río de la Plata.

 

     En 1792, la Convención francesa abolió la esclavitud, Y la Inglaterra a principios del presente siglo, prohibió el execrable tráfico de los negros, imponiendo severísimas penas. Con placer podemos decir que, las Repúblicas Sud-Americanas se preocuparon mucho antes que la gran República del Norte, de la emancipación de los negros, pues que ésta recién abolió la esclavitud en 1864. El Brasil, en medio de su ilustración y cultura, por no sabemos qué aberración, la mantiene todavía.

 

     Dícese que el virtuoso misionero Las Casas, con [164] la santa intención de disminuir los sufrimientos de los indios, impuestos por la inaudita crueldad de sus conquistadores, propuso la introducción de negros en América, para reemplazar a aquellos sometidos a la más tiránica esclavitud. Desde entonces, parece que data la esclavitud de los negros en América. (25)

 

 

 

 

III

 

     El Gobierno, con la mira de secundar los propósitos de la ley que hemos citado, en cuanto fuese posible, estipuló que todo propietario de esclavos, cediese de cada tres, uno, cuyo importe sería reconocido como deuda del Estado. Se resolvió que con éstos se formasen batallones, con oficialidad compuesta de hombres blancos.

 

     En la guerra de la Independencia, en que sirvieron algunos miles de ellos, prestaron importantísimos servicios. Valientes, sufridos, obedientes probaron ser soldados de primer orden, contándose entre la mejor tropa de los ejércitos de la patria.

 

     Los «Libertos» decidieron más de un encuentro con los españoles.

 

     Aquí hemos tenido varios batallones, y en Entre-Ríos el general Urquiza tuvo dos, que se portaron bien en Caseros.

 

     Creemos que en aquella provincia existe en la actualidad, mayor número de negros que en la de Buenos Aires. [165]

 

     La libertad no sólo la obtenían por las medidas adoptadas por el Gobierno; muchos la debieron a la generosidad de sus amos, que la concedieron en vida o dejándolos libres, al tiempo de morir. Infinidad de esclavos se libertaban por sus propios esfuerzos y sus amos les proporcionaban los medios de hacerlo. Por ejemplo, unos salían a trabajar a jornal que entregaban a sus amos, y éstos les adjudicaban una parte, con la cual, más o menos pronto, alcanzaban la suma requerida para obtener su libertad.

 

     Otros tenían ciertas horas del día libres y casi toda la noche para dedicarse a trabajos en casa: lo más general era la construcción de escobas hechas de maíz de Guinea (otro ramo, hoy exclusivamente, en manos de los extranjeros) más toscamente fabricadas que las que se hacen en el día, siendo los cabos de rama de durazno, no muy bien pulidos; y de tripas de cuero y de junco. Salían a vender estos artículos en días señalados, o se les encomendaban a otros ya libres y que se dedicaban a esos negocios.

 

     Entre los artículos de construcción contábase el secador construido de arcos de madera de pipa o de vara; de membrillo o durazno, semejante al miriñaque con que las señoras dieron en abultarse hace no muchos años. Estos secadores, como su nombre lo revela, servían para secar las ropas, especialmente de las criaturas, colocadas sobre un brasero.

 

 

 

 

IV

 

     Transcribiremos aquí documentos que por casualidad nos han venido a la mano, que darán una [166] idea de los procedimientos para la venta o traspaso de los esclavos; están copiados al pie de la letra:

 

     «Digo yo, N. N. abajo firmado, que en el año pasado de 1811 (en letras) vendí a don N. N. un mulato llamado Agustín, como de 10 a 11 años, en la cantidad de doscientos pesos que recibí, y de cuyo contrato le otorgué el documento necesario en debida forma: pero habiéndose perdido éste en las ocurrencias que sobrevinieron a la casa de aquél el año 20 próximo pasado; y siéndole de urgente necesidad a la señora viuda del expresado N. N., doña N. N., tener un papel o documento que exprese la propiedad o dominio que tiene de aquel esclavo, lo doy éste en papel común, por no haber sellado, a siete de Marzo de mil ochocientos beynte y dos.

 

»N. N.»

 

     «Paso este documento que tengo de propiedad del mulato Agustín, a don N. N. por habérmelo comprado por noventa cabezas de ganado vacuno de año, que he recibido, y para su resguardo, como también para acreditar el contrato, le otorgo ésta a continuación en el Pergamino a 11 de Marzo de 1822.

 

»N. N.

 

Pergamino, 12 de marzo de 1822.

 

     »Así lo otorgaron ante mí el juez de paz del partido y los testigos que suscriben.

 

»N. N.» [167]

 

 

 

 

Otro

 

     «Por el presente documento declaro yo, el abajo firmado, haber vendido al señor don N. un criado, esclavo mío, llamado Mariano, con todos los vicios, nulidades y enfermedades que tuviere, en la cantidad de doscientos veynte y cinco pesos; en cuyo equitativo precio me he dispuesto a darlo por haberme asegurado, tanto el expresado don N., como el indicado criado, que el único motivo que hay para esta compra, es el que este mismo criado, dedicándose a trabajar en lo que más le acomode, y sea más conforme a su conservación, entregue mensualmente un salario de ocho pesos a dicho don N.; y lo más que pueda adquirir, será destinado para reunir un fondo con que pueda libertarse del estado de esclavitud; siendo precisa condición que desde el momento que el criado entregue al amo los doscientos veynte y cinco pesos en que ha sido vendido, dejará de contribuirle con los ocho pesos mensuales que debe exhibirle mientras sea su esclavo. Y por cuanto yo, el vendedor he sido íntegramente satisfecho de los doscientos veynte y cinco pesos de esta venta, por tanto, cedo y traspaso al comprador todo dominio que hasta hoy me ha correspondido sobre el criado Mariano; habiendo sido testigos de este contrato los suscribientes que conmigo firman. En Buenos Ayres, hoy 5 de julio de 1823. (26)

 

»N.» [168]

 

 

 

 

     Cuando los negros no estaban contentos con sus amos o se creían maltratados, solicitaban de éstos lo que llamaban papel de venta. Los amos, en estos casos, o cuando ellos mismos no estaban satisfechos de sus criados, les acordaban carta de venta, con la que salían a buscar nuevo amo. [169]

 

 

 

 

Capítulo XVIII

Ocupación de los negros después de su libertad. -Maestros de piano. -Hábitos y costumbres de los negros. -Su longevidad. -María Demetria. -Notable disminución de negros y mulatos después de su libertad. -Barrio del tambor. -Organización por naciones. -Sus bailes o candombes. -Manuelita. -Un personaje indispensable. -Distintas ocupaciones de los negros. -El tortero. -El tío o vendedor de dulces. -El vendedor de aceitunas. -El hormiguerero. -El pastelero. -Las lavanderas. -Amas de leche. -Conducta de las negras en tiempo de Rosas.

 

 

 

 

I

 

     El número de negros y mulatos era crecido, especialmente de los primeros, como ya hemos dicho. Cuando la libertad fue general, se ocupaban en toda clase de trabajo; había cocineros, mucamos, cocheros, peones de albañil, de barraca, etc. De oficio se encontraban sastres, zapateros y barberos; todos los changadores eran de este número.

 

     Casi todos los maestros de piano eran negros o pardos, que se distinguían por sus modales. A estos últimos pertenecían el maestro Remigio Navarro y Roque Rivero, conocido por Roquito. Todos [170] los negrillos criollos tenían un oído excelente, y a todas horas se les oía en la calle, silbar cuanto tocaban las bandas, y aun trozos de ópera.

 

     Tanto durante la esclavitud como en la libertad, veíanse diseminados los negros por todas partes; en la ciudad, en las quintas, en las chacras y aun en las estancias; parece que eran aptos para toda clase de trabajo.

 

     Había casa pudiente en que se contaba más de una docena de esclavos; ignoramos qué clase de ocupación podría dársele a tantos.

 

     Gustaban generalmente del alcohol, pero rara vez se veía un negro en completo estado de ebriedad. (27) Acostumbrados al clima ardiente de África, solían permanecer por horas, sentados al sol; se hicieron decididos partidarios del mate, y lo tomaban con avidez de cualquiera clase de hierba, por mala que fuese. Muchos fumaban chamico (Datura Stramonium) que ellos llamaban pango; bien pronto sentían su efecto estupefaciente: dormitaban, contemplando, sin duda, visiones de la madre patria, olvidando, por algunos instantes, su triste situación.

 

     Como esclavos había un buen número de indolentes, empecinados, o como los llamaban sus amos, arreados, que cambiaron completamente de carácter y se hicieron industriosos y listos cuando les sonrió la libertad.

 

     Los negros son, por lo general, de larga vida; constantemente nos revelan los periódicos la muerte de alguno en una edad muy avanzada; no hace [171] mucho, se daba cuenta del fallecimiento de Cayetano Pelliza, africano, de 115 años.

 

     Muchos otros casos pueden citarse; la Patria Argentina del 29 de mayo del 80, dice:

 

 

 

 

«121 años

 

     »A esta edad ha fallecido anteayer en el hospital de la ciudad de Dolores, el moreno Matías Rosas.»

 

     Recientemente (agosto, 3 de 1880) nos dice El Siglo, de Montevideo: -«Se van los negros viejos. -Día a día van desapareciendo, abrumados por la edad, los escasos representantes de la raza africana, que pisaron este suelo con las cadenas de la esclavitud.

 

     »Anteayer le tocó su turno a la Reina de los Banguelas, Mariana Artigas, quien contaba 130 años, y fue hallada muerta en su humildísimo lecho.

 

     »Horas antes de conducirse su cadáver al Cementerio, recibía la Extremaunción el Rey de la misma nacionalidad, vulgarmente conocido por Tío Pagóla.»

 

     Hoy mismo, existe entre nosotros María Demetria Escalada de Soler, esclava del general San Martín, a quien acompañó a Chile. Vive del corretaje, colocando sirvientes, y de algunas pequeñas pensiones mensuales que ciertas familias le acuerdan; reside en la calle Moreno, una cuadra al Oeste de la Capilla italiana; tiene 105 años. [172]

 

 

 

 

II

 

     El número ha ido disminuyendo gradualmente, y hoy los negros son relativamente escasos. Se ve acá y allá algún veterano como representante de la raza que se va: un monumento que el tiempo ha carcomido. Uno que otro de menos edad, ocupa el pescante de algún lujoso carruaje, y un cierto número de negros, la mayor parte jóvenes, están empleados en calidad de sirvientes en las casas de Gobierno Nacional y Provincial.

 

     Residían agrupados en los suburbios, y en determinados barrios, en donde no se veían sino familias de negros, designándose comúnmente estas localidades, con el nombre de barrio del tambor, tomandose el nombre, tal vez, del instrumento favorito que empleaban en sus bailes y candombes. (28)

 

     Los más de los negros eran propietarios; sus ranchos estaban construidos en un cuarto de tierra que, hasta el año 40, valía lo menos 1.000 pesos Algunos de estos terrenos les habían sido donados por sus amos.

 

     Estaban perfectamente organizados por nacionalidades, Congos, Mozambiques, Minas, Mandingas, Banguelas, etc., etc. Tenía cada nación su Rey y su Reina; sus comisiones, con presidente, tesorero y demás empleados subalternos. [173]

 

     Bailaban todos los domingos y días de fiesta, desde media tarde hasta las altas horas de la noche, y tan infernal ruido hacían con sus tambores, sus cantos y sus gritos, que al fin, la autoridad se vio obligada a intervenir, y ordenó se retirasen todos estos tambores a cierto número de cuadras más afuera del sitio que entonces ocupaban.

 

     En tiempo de don Juan Manuel, su hija Manuela que (de paso sea dicho), era muy simpática y muy querida, concurría de vez en cuando a esos candombes, por invitación especial de sus directores, con quienes rosas quería estar siempre bien. Fácil es comprender el entusiasmo con que era recibida, y los obsequios y atenciones que se la prodigaba.

 

     Celebraban frecuentes reuniones para tratar de sus asuntos, y era digno de presenciarse las discusiones allí sostenidas y de oír perorar en su media lengua al señor presidente y a los señores consejeros.

 

     Estaban inscriptos en varias hermandades religiosas, y celebraban ciertas festividades, para lo cual, recolectaban fondos, concurriendo en cuerpo a la iglesia. Sus fiestas de predilección eran las del Rosario, los Santos Reyes, San Benito y San Sebastián.

 

     Aquí debemos presentar a nuestros lectores, un personaje, muy conspicuo, o indispensable en estas congregaciones. Este personaje era, por regla general, blanco; hombre casi siempre maduro, de aquellos que no pueden o no quieren trabajar en otra cosa, y éste era el que llevaba las cuentas, dirigía las notas, etc., siendo frecuentemente también consejero. Cada nación tenía el suyo, y todos ellos parecían cortados por una misma tijera; de [174] labios amoratados y nariz violada, revelando su inmenso amor por Baco.

 

     Cierto día produjo honda sensación en una de estas naciones, como se llamaban, la desaparición brusca de uno de estos caballeros; no impresionó tanto, sin duda su desaparición... ¡es que iban con él los fondos de la Corporación! (29)

 

     Los negros eran bastante industriosos y bien inclinados; no se oía de crímenes cometidos entre ellos. El tratamiento que daban a los blancos era de su merced, agregando muchas veces las palabras el amo, aun cuando la persona con quien hablasen no fuese tal amo.

 

     Aquellos que no se ocupaban de trabajos más fuertes, se empleaban en vender pasteles por la mañana y tortas a la tarde y de noche. Había algunos que con su tipa de tortas calientes, y un pequeño farol, ocupaban puntos determinados, y... admírense nuestros lectores, que no sean de aquellos tiempos, los había estables en las esquinas de las calles Cangallo, Rivadavia y Victoria, en lo que hoy son las célebres y aristocráticas calles Florida y Perú, y admírense aún mas, al saber que las señoras al retirarse de alguna visita, de la iglesia o de su paseo nocturno, se acercaban a la tipa del marchante, quien les llenaba el pañuelo de las sabrosas tortas, que la verdad sea dicha, se han perdido, como otras muchas cosas entre nosotros. ¿Qué señora se inclinaría hoy ante una tipa de tortas? ¿Qué señora haría semejante cosa en este pueblo aristocrático por excelencia?... ¡Ninguna! [175]

 

     Algunos negros, o morenos, como se les solía llamar, vendían por las calles mazas, dulces, alfajores, rosquetes, caramelos, etc., en tableros que llevaban por delante, sujetos por sobre los hombros con una ancha correa de suela; les llamaban tíos; empleaban un silbido especial, que los niños conocían perfectamente, y cuando éstos tenían un medio o aun un cuartillo disponible, infaliblemente era para el tío. Cuando una madre quería hacer callar al niño que lloraba, ofrecía llamarle al tío, que en aquellos tiempos era santo remedio. Entonces escaseaban las confiterías, por consiguiente, los señores tíos, desempeñaban un rol muy importante.

 

     Otra figura notable, era la del vendedor de aceitunas; desde las doce del día hasta las dos de la tarde, hora en que generalmente se comía en las casas de familia, se oía en las calles principales el grito «aceituna una», lanzado por un moreno que llevaba sobre la cabeza un enorme tablero con platillos, llenos de aceitunas condimentadas con aceite, vinagre, ají, ajos, limón y cebolla. Las aceitunas eran, en su mayor parte, producto del país.

 

     Este artículo era muy vendible, y muchas familias especulaban en ese ramo, no teniendo el moreno más parte en el negocio que el vendaje; es decir, el tanto por peso, que generalmente era diez centavos. A pesar de emplearse la aceituna sevillana y aun la francesa, gran parte de la que se expendía, como ya dijimos, era del país; entonces se cultivaba aquí, más que hoy, el olivo.

 

     Otros se ocupaban en vender, también por las calles, escobas y plumeros, que ellos mismos fabricaban; no se conocían los cuartos y fábricas de estos artículos, que hoy abundan en la ciudad. [176] Vendían estos mismos, cueros de carnero, lavados.

 

     Otro oficio que tenían era el de sacadores de hormigas u hormiguereros, como ellos se titulaban. Había algunos muy hábiles en este ramo.

 

     Era de verse el aire de suficiencia y de saber que asumían cuando trataban de explicar a aquellos que los ocupaban, la dirección de los conductos, su extensión, la situación de la hoya, etc. Pero el interés del espectador y oyente aumentaba cuando se juntaban dos profesores, y, en los casos difíciles, tenían una consulta, en castellano chapurreado; su gravedad y su argumentación, realmente divertía. Había también sus intrusos y charlatanes; ¿en qué profesión u oficio no los hay?

 

     Lo cierto es que hoy se les echa de menos, y que las fumigaciones y los venenos (hormiguicidas) los reemplazan muy pobremente en la destrucción completa de un hormiguero, siendo, en muchos casos, impotentes, para librarnos de este enemigo destructor.

 

     Varios negros tenían a dos cuadras al Oeste de la plaza de la Residencia, una fábrica de anafres o braseros de barro, que vendían bien.

 

     Otros, más pobres, se empleaban en recoger por las calles pedazos de hierro, herraduras, huesos, etc. Más tarde, muchos se ocuparon en recoger garras (despuntes y desperdicios del cuero vacuno), que vendían luego a los barraqueros. Hubo una época en que la exportación de garras fue fuerte. [177]

 

 

 

 

IV

 

     Las negras o morenas se ocupaban del lavado de ropa. Ver en aquellos tiempos una mujer blanca entre las lavanderas, era ver un lunar blanco, como es hoy un lunar negro, ver una negra entre tanta mujer blanca, de todas la nacionalidades del mundo, que cubren el inmenso espacio a orillas del río, desde la Recoleta y aun más allá, hasta cerca del Riachuelo. (30)

 

     Eran excesivamente fuertes en el trabajo, y lo mismo pasaban todo el día expuestas a un sol abrasador en nuestros veranos de intenso calor, como soportaban el frío en los más crueles inviernos. Allí en el verde, en invierno y en verano, hacían fuego, tomaban mate, y provistas cada una de un pito o cachimbo, desafiaban los rigores de la estación.

 

     Por entonces usaban una especie de garrote con que apaleaban las ropas, sin duda con la mira de no restregar tanto, puede este medio haber sido muy útil para economizar trabajo, pero era eminentemente destructor, pues rompían la tela y hacían saltar los botones. [178]

 

     Allí cantaban alegremente, cada una a uso de su nación, y solían juntarse ocho o diez, formaban círculo y hacían las grotescas figuras de sus bailes -especie de entreacto en sus penosas tareas-. Sin embargo, parecían felices; jamás estaban calladas y después de algunos dichos, que sin duda para ellas serían muy chistosos, resonaba una estrepitosa carcajada; la carcajada de la lavandera era característica.

 

     Tan es cierto, que la escena no debe haber carecido de atractivo, que algunas familias iban una que otra tarde en verano, o una que otra mañana en invierno, a sentarse sobre el verde, a tomar mate y a gozar de los chistes y salidas de las lavanderas.

 

 

 

 

V

 

     No sucede otro tanto hoy; a más de que nuestras costumbres han cambiado, el cuadro es monótono; la inmensa falange que ocupa el lugar que dejó una raza que hemos visto deslizarse ante nuestros ojos como las figuras en la linterna mágica, sigue silenciosa y taciturna en su penoso trabajo; el grupo realmente forma un verdadero contraste. Hijas de todas partes del globo, unas estarán atacadas de nostalgia, otras pensarán sin duda en los hijos que han dejado en poder ajeno y en que el fruto de su trabajo no alcanza a satisfacer las necesidades de la vida, en esta época de extremado lujo y de inmensa miseria. [179]

 

     Otra de sus ocupaciones favoritas era la de vender tortas, buñuelos, etc. Se sentaban en el cordón de la vereda con una bandeja que contenía pastelitos fritos bañados en miel de caña; allí permanecían con la paciencia de Job, y muchas veces al rayo de sol, armados de un gajo de saúco o de sauce, con que espantaban las moscas, que se levantaban a impulso del improvisado plumero y volvían a posarse sobre su presa con voraz tenacidad. Los muchachos, los peones y los carretilleros eran los consumidores cotidianos. También concurrían a las plazas en donde paraban las carretas con frutos del país, y los picadores que traían 10, 20 y a veces 30 días de viaje, sin otro alimento que carne y agua, devoraban con ansiedad lo que ellos reputaban un delicado manjar.

 

     Las amas de leche eran en esos tiempos casi exclusivamente negras, y los médicos las recomendaban como las mejores nodrizas.

 

     Las negras tan bien cuidadas, tratadas con tanto cariño por sus amos, y más tarde por sus patrories, y que habían sabido generalmente corresponder con tanta lealtad y afecto a los bienes que se las prodigaba, llegaron también a tener su página negra... Vino el tiempo de Rosas que todo lo desquició, que todo lo desmoralizó y corrompió, y muchas negras se revelaron contra sus protectores y mejores amigos.

 

     En el sistema de espionaje establecido por el tirano, entraron a prestarle un importante servicio, delatando a varias familias y acusándolas de salvajes unitarias; se hicieron altaneras o insolentes y las señoras llegaron a ternerlas tanto como a la Sociedad de la Mazorca.

 

     Sentimos haber tenido que cerrar este capítulo [180] con un episodio que arroja una mancha sobre una raza que, hasta entonces, se había portado bien... Pero, y nosotros... ¿no tendremos también algo de que sonrojarnos?... Sirva esto para ellas, pobres ignorantes, siquiera como lenitivo en su culpa.

 

 

 

Se agradece a CERVANTESVIRTUAL la donación de esta obra.