José Antonio Wilde

Buenos Aires desde setenta años atrás

(tercera parte)

 

 

 

 

Capítulo XIX

Las cigarrerías. -El picador de tabaco. -El cigarrero. -La cigarrera. -Interior de su casa. -Fabricación de cigarros; absorción por las máquinas y el hombre. -La madre de la cigarrera; su talento diplomático; el almacenero.

 

 

 

 

I

 

     Las cigarrerías, propiamente dichas, no se conocían en los tiempos a que nos venimos refiriendo. Las vimos con profusión en Montevideo en 1842, donde probablemente existían desde época anterior; luego que la emigración argentina regresó después de la memorable batalla de Caseros, las cigarrerías en la forma que hoy las conocemos, empezaron a establecerse entre nosotros.

 

     Antiguamente, los cigarros se expendían en los almacenes y pulperías. Hubieron después, algunas casas especiales como el almacén de Rey, el de Villarino, el Poste Blanco de Muñoz, de Giménez, de Sánchez al lado de la confitería de Baldracco, etc., en donde se vendían cigarrillos muy buscados por los aficionados al buen tabaco.

 

     Casi todos los almaceneros tenían su picador de [182] tabaco, especie de profesor ambulante que iba de almacén en almacén, permaneciendo en cada uno el tiempo suficiente, con arreglo al despacho de cigarrillos o de tabaco picado.

 

     También tenían su cigarrero; algunos, aunque pocos, trabajaban en sus propias casas, pero los más lo hacían en el almacén o pulpería, precaución que tomaban los dueños de éstos, para que no cambiasen el tabaco. Colocábase el cigarrero en paraje resguardado del viento, (a fin de que el tabaco no se aventara) con una fuente de lata o cosa parecida puesta sobre los muslos, con tabaco picado y una provisión de hojas de papel de hilo, cortado artísticamente con un cuchillo ad hoc, envolviendo y cabeceando sus cigarrillos con admirable prontitud y destreza.

 

     No se envolvían los cigarros en papel de plomo ni tenían envelope con etiqueta, ni nos favorecían los fabricantes con sus importantes efigies; en fin, carecían de toda clase de cubierta. Se ataban simplemente por ambas extremidades, con hilo negro o colorado, en número de 16 a 20, y cada atado se vendía por un medio de plata y más tarde, por un peso papel, reduciéndose gradualmente el número de cigarrillos hasta quedar en nuestros días en ¡ocho!

 

     Aunque se vendían cigarrillos hamburgueses, de Virginia, paraguayos, corretinos y aun algunos habanos, el que más se consumía era el cigarro de hoja, que podía llamarse del país, fabricado aquí con tabaco del Paraguay, de Corrientes, de Tucumán, y, algunas veces, aunque muy raras, del cultivado en esta provincia. [183]

 

 

 

 

II

 

     Este ramo de industria estaba, puede decirse, exclusivamente en manos de la mujer, y muchas familias pobres se sostenían bien con sólo la fabricación de cigarros de hoja.

 

     Algunas compraban el tabaco al contado; otras pagaban su importe con los cigarros que entregaban, o sacaban la mitad de su valor en gasto; algunas, que podremos llamar mayoristas, y que gozaban de mayor crédito, tomaban un petacón con 10, 12 o más arrobas, que también pagaban paulatinamente, con entrega de cigarros; en fin, como antes hemos dicho, la fabricación de cigarros de hoja les ofrecía un medio honesto de vivir, pero la cigarrera, batida en brecha por las máquinas y los cigarreros, sólo se la ve refugiada en uno que otro suburbio o en la campaña.

 

 

 

 

III

 

     Penetremos, sin embargo, a una casa de familia pobre, pero honrada, que se sostenía haciendo cigarros, y veamos lo que más o menos pasaba en ella.

 

     La madre o la señora mayor, era, en general, la encargada de ir al almacén a comprar el tabaco; no porque a las muchachas les faltase ganas de ir, sino porque sus manos no podían, sin grave perjuicio, [184] apartarse de la mesa, y la señora vieja tenía una parte menos directa en la elaboración. Cuando podía ostentar un sirvientito, suyo, o pedido en el barrio con ese objeto, éste venía tras la señora, con su arroba, o más o menos, de tabaco colorado. Si de esto no podía hacer gala, ella misma traía su tabaco del modo más disimulado posible, debajo de su mantón o rebozo.

 

     Llegada a su casa, la pregunta más natural era:

 

     ¿Cómo le ha ido, mama, con don Crisólogo (el almacenero), siempre ventajero?»

 

     Aquí se presentaba la oportunidad de darse la señora importancia y hacer comprender que el buen negocio había pendido exclusivamente de su perspicacia y savoir faire.

 

     ¡Qué, hijita! Don Crisólogo siempre el mismo; me quería endosar pura tripa, pero yo, tiesa que tiesa, le hice abrir porción de mazos, y al cabo me he traído un tabaco riquísimo; ¡es un oro, pura hoja! Dice que el sábado sin falta le manden 15 o 20 atados de cigarros. ¿Está el agua caliente? ¡queda tan lejos este maldito almacén! Vengo rabiando por tomar mate.» Remuneración, según ella, justamente merecida por su talento y tacto diplomático cerca de don Crisólogo.

 

 

 

 

IV

 

     Sobre mesas o un catre de lona o de cuero, veíase siempre en el patio, en buen tiempo, tabaco puesto a secar: el tiempo húmedo era el mayor enemigo de la cigarrera. [185]

 

     Toda la familia, o la mayor parte de ella, por lo menos, tenía participación en la operación de abrir tabaco y separar la tripa de la hoja; una de las más prolijas se ocupaba de remojar, luego abrir y apilar hoja sobre hoja, las que más tarde se empleaban para la capa externa o envoltura del cigarro; la niña, o las niñas, eran las fabricantes.

 

     Si, como sucedía con frecuencia, eran buenas mozas, esto daba motivo al almacenero para tomar por pretexto la necesidad apremiante y repentina de cigarros, a fin de tener entrada en casa de la cigarrera, donde, como es de suponer, era bien recibido.

 

     Uno de los recursos con que muy legítimamente contaba ésta, era el de vender por menudeo, pues es claro que del atado (128 cigarros), que vendía al almacenero o pulpero por seis pesos, por ejemplo, sacaba ella diez, y no faltaban compradores.

 

     Así, muchos jóvenes, al pasar por la ventana, hábilmente entreabierta, de la pieza en que, bien peinada y arregladita, trabajaba la cigarrera, no podían menos que detenerse a comprar cigarros de hoja, aun cuando en su vida fumasen sino papel. Por regla general, cuando esto sucedía, no había cigarros hechos, rogándole al comprador que entrase un momento mientras preparaba un peso de los más rubios y bien acondicionados. Mientras duraba esta operación, la conversación no escaseaba, y aun en casos excepcionales, era acompañada de un matecito, tal vez con azúcar quemada.

 

     Pero no se crea por esto que las cigarreras eran como el gran número de desgraciadas que todos han tenido ocasión de ver en estos últimos años despachando en las cigarrerías. No; eran hijas honradas de madres pobres, que honestamente ganaban [186] el pan. Ese deseo de entrar en relación con las personas que consideraban decentes, que acudían a comprar, era, hasta cierto punto, natural y disculpable, y aun instintivo; no diremos que no habría una segunda intención en su cortés invitación, pero ésta se mantenía dentro de los límites del decoro. Con aquella franqueza, pues, con aquella desenvoltura graciosa de la mujer argentina, aun en la clase media, recibían estas visitas, sosteniendo una conversación agradable y mesurada, dando alguna vez su inocente ardid, feliz resultado, pues más de un visitante cayó en las redes, hábilmente tendidas por la graciosa cigarrerita.

 

 

 

 

Capítulo XX

El limosnero. -Limosneros a caballo. -Escritores ingleses, sobre este punto. -Limosneros negociantes. -Limosneros propietarios. -Asilo de mendigos; su inauguración. -Mendicidad en el día.

 

 

 

 

I

 

     El limosnero era otro tipo especial en aquella época. Había algunos, y entre ellos muchas mujeres, viejas por lo general, que tenían sus días señalados en que concurrían a determinadas casas, cuyos dueños acostumbraban darles dinero, ropa, o alguna otra cosa; pero los más andaban diariamente por las calles y de puerta en puerta (entonces no había asilo de mendigos), y era una mortificación el inmenso número de limosneros que, uno tras otro, iban llegando a la puerta de calle o al zaguán y aun hasta el patio, desde donde con voz lastimera, pedían una limosna, por amor de Dios, para su pobre ciego, manco, o lo que fuese; y sólo se retiraban cuando se les daba o se les contestaba perdone, por amor de Dios; frase que había generalmente que repetir muchas veces, porque ellos seguían importunando, y no querían darse por notificados. [188]

 

     Casi inútil parece agregar que había entre ellos un buen número de pseudo-cojos, ciegos, etc.; de lo que no hay duda es, que todos eran sordos... cuando se les decía perdone, pues como hemos dicho, había que repetirlo hasta el fastidio.

 

     Ha llamado mucho la atención de Parish, Robertson, Hutchinson y otros que han escrito sobre este país, el ver pordioseros a caballo. En efecto, muchos se veían cruzar, cabalgando, nuestras calles. Estos vivían en los suburbios y hacían sus incursiones diarias.

 

     A la generalidad de los pordioseros rara vez se les daba dinero; recolectaban tanto en las casas de negocio como en las particulares, pan, velas, a veces hierba y azúcar, ropa de deshecho, etc. En el mercado, a ciertas horas, sobrantes de carne, verdura y fruta. No hay duda que lo que no consumían lo convertían en dinero; se hablaba, entre otros, de un negro viejo que vivía en un ranchito inmediato a la Recoleta, cuya mujer tenía allí una especie de puestito o boliche, y vendía el pan y demás que recolectaba su esposo.

 

     Algunos habían podido reunir lo suficiente para comprar una o más casitas, y, sin embargo, continuaban en su productiva profesión. Por lo que se ve, la mendicidad de oficio ha existido en todos tiempos.

 

 

 

 

II

 

     El Asilo de Mendigos que, según la opinión de algunos, que creemos tienen razón, debiera más bien llamarse Asilo de Pobreza, o cosa parecida, puesto que sus moradores no van ya a mendigar, ha venido a remediar, en parte, el mal. [189]

 

     Este útil establecimiento, creado en el Convento de Recoletos, fue solemnemente inaugurado el 17 de octubre de 1858; mucha parte tuvieron en su buen resultado los esfuerzos de las sociedades filantrópicas, y el 31 de diciembre del mismo año, existían ya albergados 79 mendigos.

 

     El Asilo, decíamos, ha remediado, en parte, el mal; sin embargo, no puede librar a la sociedad de ser víctima de engaños y embustes.

 

     Todos sabemos que pocos años atrás, entre los inmigrantes venían personas que no tenían más oficio, y que, después de mendigar (a veces familias enteras), por más o menos tiempo, se volvían a su país a gozar el fruto de su lucrativa ocupación.

 

     Estos han desaparecido casi completamente, gracias a la persecución tenaz que les ha hecho la policía; pero en cambio, ha aumentado la mendicidad a domicilio, en diversas formas; formas apenas conocidas en las épocas a que este escrito se refiere. Había uno que otro pobre vergonzante, y también uno que otro petardista, pero los casos eran excepcionales.

 

     Hoy tenemos al que viene provisto de mayor o menor número de certificados, que prueban su lamentable situación.

 

     Otro, que presenta una lista de suscripción para remediar, en parte, alguna enorme desgracia, muchas veces, con nombres de contribuyentes que nadie conoce.

 

     El de más allá, tiene a la mujer y Dios sabe cuántos hijos, enfermos, y carece de todo recurso.

 

     También hay mujeres que se ocupan de lo mismo, desempeñando varios roles, tendentes todos [190] a despertar sentimientos de caridad y de conmiseración.

 

     No hay duda que la situación especial en que se encuentra el país ha engendrado esta clase, especial también, de mendigantes, y que el tipo de limosnero de esos tiempos ha desaparecido casi por completo. -Aquello era mortificante; esto va haciéndose insoportable. [191]

 

 

 

 

Capítulo XXI

El señor Bevans. -Proyecto de muelle. -Noria de la Recoleta. -Los primeros sepultados en la Recoleta. -La ensenada de Barragán. -El camino blanco. -Traje de Bevans. -Su aventura en la Quinta.

 

 

 

 

I

 

     Nos hemos ocupado ya incidentalmente del señor Bevans; sin embargo, vamos a decir algo más a su respecto.

 

     Don Santiago Bevans, ingeniero hidráulico, llegó a Buenos Aires, con su familia, en 1822.

 

     Tratose entonces, utilizando a la vez los conocimientos de un ingeniero francés, señor Cattelin, de la construcción de un muelle, pero nada pudo hacerse por falta de fondos.

 

     Dio principio en 5 de enero de 1824, al ensayo de un pozo artesiano en la noria de la Recoleta; pero este ensayo no dio el resultado que se esperaba.

 

     Y ya que de la Recoleta hablamos, recordaremos, de paso, que el 18 de noviembre de 1822, se sepultaron los primeros cadáveres en el Cementerio del Norte (Recoleta), único que existía entonces. Según el asiento del libro del Cementerio, esos cadáveres [192] fueron, del párvulo liberto Juan Benito y de la mujer de 26 años, blanca, nacida en el Estado Oriental, María de los Dolores Maciel.

 

     Volviendo al señor Bevans, él declaró que la Ensenada de Barragán, era nuestro verdadero puerto. Él construyó gran parte del célebre camino blanco, que aún existe en esa localidad.

 

     Don Santiago Bevans era cuáquero, y su esposa pertenecía a la misma secta. Vestían, pues, un traje especial; él usaba un casacón ancho, de faldones, y sombrero muy semejante al que usan hoy los clérigos, que es mucho más reducido en tamaño que el que usaban antiguamente. A propósito de este casacón, referiremos una anécdota de su familia.

 

 

 

 

II

 

     Sea consultando la salud, sea por gusto o por economía, ignoramos el motivo, el señor Bevans habitó con su familia la quinta conocida por de Peña (hoy creemos del señor Cazón), inmediata a la del señor Rodríguez, conocida por de Bola de Oro; nombre que, hasta hace poco, se daba también a la Capilla del Carmen, edificada en terreno, y aun se dice que con dinero de dicho Rodríguez, que, siendo inmensamente rico, mereció ese apodo.

 

     Esta quinta de Peña era, por aquellos años, sumamente lóbrega, pues todos estos barrios estaban tan despoblados, que en muchas cuadras no había un solo edificio. La quinta misma, tenía más de dos cuadras de frente, sin calle que la dividiese en manzanas. [193]

 

 

 

 

III

 

     Era una hermosa noche de verano, y el señor Bevans comía, como a las siete y media, muy tranquilo con su familia, en un espacioso comedor, cuya puerta daba al patio; este patio no tenía separación alguna de la quinta. El calor excesivo lo había inducido a dejar la puerta abierta. El señor Bevans daba la espalda a ésta; repentinamente, un gran número de hombres emponchados y cubiertas las caras, se lanzan a la pieza; uno de ellos se arroja, cuchillo en mano, sobre el dueño de casa, y con la rapidez del rayo, corta de un solo tajo, que envidiaría el más experto cirujano, ¡ambos faldones de su enorme casaca, apoderándose de un rico par de pistolas que ocupaban sus bolsillos, y que el dueño no tuvo tiempo de sacar!

 

     Esté hombre había sido, sin duda, peón o sirviente, de la casa, a juzgar por la seguridad con que procedió.

 

     En un momento, todos los miembros de la familia quedaron prisioneros en sus propios asientos. Ataron a todos, menos a un niño como de 12 años, que a obscuras, se encontraba, por casualidad, en una pieza contigua; allí se agazapó.

 

     La gavilla empezó su registro, felizmente, en las piezas al lado opuesto de donde el niño se hallaba, y después de haber vaciado los cajones de las cómodas y armarios, empezaron a acomodar su contenido [194] en ponchos, colchas y aun en los forros de los colchones.

 

     Pero mientras esto sucedía, el niño logró salir de su escondite y escapar por una pequeña ventana sin reja, y huyendo por el fondo de la casa, consiguió salir a la calle, llegando a todo correr, a la quinta de don Santiago Wilde, distante unas cinco o seis cuadras, la casa de su relación más inmediata, con el parte de lo que ocurría.

 

     Mientras se armaron el capataz, un peón, un sirviente, un amigo que se hallaba de visita y el alcalde, que vivía enfrente, y llegaron con dos individuos más, que en el camino se incorporaron, al lugar del siniestro, sólo alcanzaron a libertar a los infelices que, atados codo con codo, habían presenciado el audaz robo de que eran víctimas.

 

     Los salteadores tuvieron tiempo de hacer sus atados con toda calma, montar a caballo y perderse en esas soledades. [195]

 

 

 

 

Capítulo XXII

Primer establecimiento de Correos en Buenos Aires. -El correo de aquellos tiempos. -Don Melchor de Albin. -Transformaciones desde la Revolución de Mayo, su antigua residencia. -Don Manuel Rodríguez de la Vega. -Distribución de oficinas. -Mejoras introducidas por su director don Gervasio A. de Posadas. La actual Casa de Correos; pormenores sobre el edificio.

 

 

 

 

I

 

     Vamos en este capítulo a ocuparnos ligeramente de nuestro Correo. (31)

 

     Por el año 1811, desempeñaba el cargo de administrador don Melchor de Albin, que en época del [196] Gobierno colonial había ascendido a contador de la Administración de Correos, a consecuencia de la destitución de su antecesor, señor Tejada, ordenada por la Junta Gubernativa, y en 1814, el Supremo Director don Gervasio A. Posadas, le expidió el título con la denominación de administrador general de Correos de las Provintias Unidas del Río de la Plata.

 

     En los años que han transcurrido la Revolución de Mayo, la Administración de Correos ha sufrido varias transformaciones. Fue nacionalizada en 1814, bajo la dirección de Albin; en 1826 volvió a serlo, bajo la Presidencia, al cargo del administrador señor don Juan Manuel de Luca, y en 1862, por decreto del 3 de octubre, con la denominación de «Dirección General de Correos de la República», según la ley del presupuesto, sirviendo para ello de plantel la Administración regida por don Gervasio A. de Posadas, hijo del Director Supremo.

 

 

 

 

II

 

     La Dirección General de Correos y Administración del ramo, de la Provincia, permaneció por muchos años, y hasta hace muy pocos, en la hoy calle de Bolívar, número 115. Su constructor y dueño, don Manuel Rodríguez de la Vega, la adjudicó en su testamento a la Casa de Ejercicios; este mismo señor Rodríguez, fue fundador del Hospital de Mujeres, de la Casa de Expósitos y otras instituciones caritativas a que contribuyó con su peculio.

 

     No se crea que era ésta una casa de Correos ad [197] hoc; era simplemente una casa grande, elegida, sin duda, por esa sola circunstancia; a más, no era central en esos tiempos. Las diversas oficinas estaban distribuidas en las piezas que, ciertamente, no eran adecuadas para el objeto.

 

     De que su servicio fue por muchos años malísimo, no cabe duda; ni método, ni orden, ni regularidad en sus funciones; pero sobre este punto no nos detendremos, siendo suficiente para comprenderlo, lo dicho en el capítulo X.

 

     Mientras estuvo últimamente al frente de la Administración el señor Posadas, se hizo notable la introducción de innumerables mejoras debidas a la buena voluntad e inteligencia de este señor, que hacía loables esfuerzos por poner este útil e importante establecimiento, a la altura en que se encuentra en países más adelantados.

 

     Las reformas que introdujo, fueron el fruto de su constancia en combatir la vieja rutina que por tantos años había prevalecido.

 

     Habiendo hecho algunas ligeras observaciones sobre el Correo de aquellos tiempos, vamos a presentar el reverso de la medalla, ofreciendo algunos datos sobre la actual «Casa de Correos», no deteniéndonos cuanto pudiéramos, en detalles, por no ser nuestro propósito tratar preferentemente de lo que está a la vista de todos; sin embargo, haremos la excepción, que bien merece esta espléndida estructura, y por lo que puede importar en el extranjero.

 

     Con este objeto, nos serviremos de la Memoria presentada por el director del Departamento de Ingenieros. [198]

 

 

 

 

III

 

     El edificio contiene 3.500 metros cúbicos de albañilería; 350 metros cuadrados de azotea y 120 metros cuadrados de bóvedas. La superficie, cubierta con pizarra, es de 1.500 metros cuadrados, con zinguería artísticamente trabajada, todo ejecutado en el país. Las piezas tienen, por lo menos cinco metros de luz.

 

     Los pisos son: 950 metros cuadrados de baldosa de mosaico, 750 de piedra inglesa y 15.000 de pino de tea.

 

     El terreno que ocupa el edificio, mide 50 metros de frente por 35 de fondo, lo que da 170 metros longitudinales de frente.

 

     La altura media hasta la cornisa, es de 15 metros, y 19 hasta la cumbre del techo. La altura, hasta la cúpula, es de 23 metros.

 

     Los muros, han sido construidos con buenos ladrillos de cal (del país), en mezcla de arena del río de la Plata, de la República Oriental, y cal viva de Córdoba: los revoques con cal viva de Córdoba, arena de la República Oriental y cimiento de Portland: los pisos bajos son de baldosa de mosaico de mármol, de fabricación nacional; los entrepisos, con tirantes de madera dura y bovedillas de acanto, tirantillos y tablas de pino de tea: los patios y veredas cubiertos con piedra inglesa.

 

     Las puertas y ventanas exteriores y las persianas, son de cedro, las demás de pino, las primeras barnizadas y las otras pintadas. [199]

 

     Toda la casa, pintada interior y exteriormente al aceite, exceptuando las piezas bajas del costado Oeste, las bohardillas y los sótanos que lo han sido al temple.

 

     El gran vestíbulo de entrada salón de pasos perdidos, galerías alta y baja, sala de la dirección y despacho del director, oficina pública del telégrafo, oficina de abonados y la casa particular para el director, pintados los cielos-rasos y los muros con esmero y buen gusto, lo que ha inducido a creer que el edificio ha sido construido con lujo, pero si se inspecciona detenidamente el edificio y se tiene en cuenta su costo, se verá que lo único que se ha hecho, es emplear bien el dinero.

 

     Las oficinas para el servicio público, se encuentran en el piso bajo, y en la parte alta las que corresponden a la Administración, siendo su distribución la siguiente:

 

     Entrando, a la izquierda, se encuentra el salón de abonados, con casillero para 2012, y en seguida, la oficina de distribución hasta la entrada para coches, que queda en el extremo Nordeste del edificio.

 

     A la derecha de la entrada, queda la oficina del Telégrafo Nacional, y en seguida, en el frente de la calle Victoria, las oficinas de expedición para el exterior o interior de la República. La parte baja que queda al Este, o sea el fondo, está ocupada por la oficina de certificados, carteros, talleres, depósitos, letrinas y urinales.

 

     El sótano, que se extiende desde la esquina Victoria y Balcarce, siguiendo todo el frente de la calle Victoria, hasta la mitad del que queda al Este, está dividido en: un salón para los mensajeros, una [200] caballeriza para los caballos de servicio de éstos, y un depósito para útiles del telégrafo.

 

     A los costados del gran salón de pasos perdidos, están las oficinas de listas, franqueo, cartas, etc.

 

     Las oficinas de la Administración, ocupan la parte alta del edificio, exceptuando el ala de la izquierda, que es destinada para habitación del director, y tiene entrada particular, en el frente que da a la Casa de Gobierno.

 

     El costo del edificio, sin incluir el valor del terreno, es de 160.000 pesos fuertes. [201]

 

 

 

 

Capítulo XXIII

Agua para el consumo. -Los pozos. -El agua en verano. -El aljibe. -Reparto del agua. -La carreta aguatera. -El aguatero.

 

 

 

 

I

 

     El agua para el consumo de la población, se tomaba, como hoy, del río de la Plata; pero de muy diferente modo, no como aguas corrientes. El de los pozos de balde, cuya profundidad varía entre 18 y 23 varas, es, por lo general, salobre e inútil para casi todos los usos domésticos.

 

     Se señalaba por la autoridad, el punto de donde los aguateros debían sacar su provisión del río; pero esta disposición era burlada muy frecuentemente, sacando de donde más les convenía, aun cuando estuviese revuelta y fangosa.

 

     El agua, rara vez se encontraba en estado de beberse cuando recién llegada del río; en verano, expuesta a los rayos de un sol ardiente, no sólo en el río, sino en su tránsito por la ciudad, se caldeaba de tal modo, que no se tomaba porque, según la expresión de aquellos días, estaba como caldo.

 

     Casi siempre se encontraba turbia, y sólo después [202] de permanecer por más o menos tiempo en las tinajas o barriles en que en las casas se depositaba, se hallaba en condiciones de poderse tomar.

 

     Otras veces, era preciso emplear el alumbre u otros medios, como el filtro, por ejemplo, para clarificarla.

 

     El aljibe era entonces, como es hoy, un valioso recurso, pero sólo se encontraban en determinadas casas, a pesar de prestarse éstas por sus azoteas planas y con declive al acumulo de agua potable.

 

     Veamos cómo se inicia el reparto del agua del río.

 

     La carreta aguatera era tirada por dos bueyes. El aguatero, que por supuesto usaba el mismo traje que el carretillero, el carnicero, carnerero, etc., es decir, poncho, chiripá, calzoncillo ancho con fleco, tirador y demás pertrechos, era hijo del país, y ocupaba su puesto sobre el pértigo, provisto de una picana (una caña con un clavo agudo en un extremo), y una macana, trozo de madera dura, con que hacía retroceder o parar a los bueyes, pegándoles en las astas. Como es de suponer, con los pantanos y el mal estado, en general, de las calles, estos pobres animales tenían que sufrir mucho.

 

     La carreta aguatera era toscamente construida, aunque algo parecida a la que hoy se emplea tirada por un caballo; tenía en vez de varas, pértigo y yugo.

 

     A cada lado de la pipa, en su parte media, iba colocado un estacón de naranjo, u otra madera fuerte, ceñidos ambos entre sí, y en su extremo superior por una soga, de la que pendía una campanilla o cencerro, que anunciaba la aproximación del aguatero. [203]

 

     No se hacía entonces uso de bitoque o canilla; en su lugar había una larga manga de suela, y alguna vez de lona, cuya extremidad inferior iba sujeta en alto por un clavo; de allí se desenganchaba cada vez que había que despachar agua, introduciendo dicha extremidad en la caneca, que colocaban en el suelo sobre un redondel de suela o cuero, que servía para impedir que el fondo se enlodara. Por mucho tiempo, daban cuatro de estas canecas por tres centavos. [205]

 

 

 

 

Capítulo XXIV

Cafés y hoteles. -Cafés Catalanes; sus varios dueños. -Cómo se servía el café con leche. -Los mozos, sus trajes. -Hoteles de hoy y hoteles de entonces. -Banquetes en ellos. -Residentes escoceses. -Ministros norteamericanos. -Banquete del 23 de abril de 1823; concurrentes a él. -Brindis. -Cordialidad entre nativos y extranjeros. -Banquete a César Augusto Rodney; su inesperado fallecimiento; honores fúnebres decretados por el Gobierno.

 

 

 

 

I

 

     Como nuestros lectores saben, tenemos hoy gran número de cafés y hoteles de primer orden, montados a la europea; no nos detendremos, pues, mucho en ellos, y trataremos de dar una ligera reseña de lo que fueron éstos, en tiempos pasados.

 

     Los cafés más lujosos y mejor atendidos, eran el Café de Marcos y el de la Victoria; seguía el de Catalanes, Martín, Santo Domingo y varios otros de segundo orden. El de Catalanes como se sabe, existió hasta hace muy poco, sufriendo repetidas transformaciones, exigidas imperiosamente por el progreso general. Los actuales habitantes de la ciudad de Buenos Aires, lo han conocido en manos [206] de los señores Perdriel; muchos en las del simpático Migoni, y un número desgraciadamente hoy más limitado, en las de su director, y creemos que fundador, don José Bares.

 

     Después de algunos años, llegó a ser uno de los más importantes por su proximidad al Teatro Argentino, por sus espaciosas salas y hermoso patio, siempre muy concurrido en las noches de verano; y el Café Catalanes, por el año 70, se contrató por un largo período a razón de 15.000 pesos mensuales.

 

 

 

 

II

 

     En aquellos tiempos de Dios, no se conocían los helados (por lo menos en la forma que en el día se expenden); solían fabricarse en las casas de familia, allá a su modo; ni la grosella, la soda, el tamarindo, ni tanta otra cosa que hoy se encuentra en establecimientos de esta clase y en las confiterías. No se daba de almorzar en los cafés; el despacho quedaba reducido a café, té, chocolate, candial, horchata, naranjada y algunas copitas.

 

     Servíase entonces el café con leche; o como muchos decían, café y leche, en inmensas tazas que desbordaban hasta llenar el platillo; jamás se veía azúcar en azucarera; se servía una pequeña medida de lata llena de azúcar, generalmente no refinada; venía colocada en el centro del platillo y cubierta con la taza; el parroquiano daba vuelta a la taza, volcaba en ella el azúcar, y el mozo echaba el café y la leche hasta llenar la taza y el plato. [207]

 

     Las tostadas con manteca, siempre traían azúcar por encima.

 

     El chocolate que se servía era, por lo general, bueno, acompañado, invariablemente, de su correspondiente vaso de agua.

 

     Los mozos respetaban poco a los concurrentes, presentándose en verano en mangas de camisa, y esa, no siempre de una limpieza intachable, y muchas veces, fumando su cigarrillo.

 

 

 

 

III

 

     Una mirada a nuestros innumerables hoteles de hoy, bastará para comprender cuánto hemos adelantado a este respecto.

 

     Allá por los años (creemos que entre 22 y 25), existían dos hoteles ingleses, uno de Faunch, el otro de Keen; (32) el de Faunch, era de primer orden y satisfacía por completo el gusto inglés; de manera que allí celebraban sus suntuosos banquetes, sus días de festividad nacional, el cumpleaños del Soberano reinante, etc.

 

     A estas espléndidas comidas asistían siempre los miembros del Gobierno argentino. (33)

 

     Los residentes escoceses festejaban también en [208] aquellos años, el día de San Andrés (30 de noviembre), en este mismo célebre hotel, con presencia, casi siempre, del gobernador y sus ministros.

 

     Los norte-americanos en Buenos Aires, han acostumbrado siempre celebrar su independencia (4 de julio), en aquellos tiempos, en los hoteles de mayor rango, y después, con banquetes dados por sus ministros residentes.

 

     Como un justo recuerdo de las personas y de los sentimientos dominantes en aquella remota época, transcribiremos aquí algunas palabras relativas a uno de estos banquetes, el 23 de abril de 1823.

 

     En conformidad con la práctica seguida en esta ciudad, el comercio británico celebró el aniversario de su Rey Jorge IV, en el hotel inglés, situado en la plaza de 25 de Mayo, dando un banquete, a que asistieron 62 individuos de dicha nacionalidad, y 10 de Buenos Aires.

 

     «Según la descripción que se nos ha pasado, observa El Centinela, no es fácil decir lo que más se ha distinguido en aquel acto; si el adorno brillante, si la decoración expresiva de la sala, si la circunspección en todas las acciones de los concurrentes, si el espíritu patriótico que se desenvolvió en dicho acto, o si la reciprocidad afectuosa que se notó entre extranjeros y nacionales. Las armas británicas estaban colocadas a la cabeza del presidente, y las de Buenos Aires a la del vice-presidente.»

 

     En este banquete se pronunciaron, entre otros, los siguientes brindis:

 

     El Rey.

 

     El Ejército y Marina.

 

     La Constitución británica. [209]

 

     Su Excelencia el gobernador de Buenos Aires, y buen éxito en su empresa actual.

 

     El Gobierno representativo y ejecutivo de Buenos Aires, que ha demostrado prácticamente a los demás Estados de Sud América las ventajas sólidas de las buenas leyes, sabiamente administradas.

 

     El presidente de los Estados Unidos.

 

     El ilustrado estadista de Sud América S. E. don Bernardino Rivadavia.

 

___

 

     El señor don Bernardino Rivadavia. -Después de manifestar, en idioma inglés, su reconocimiento a las expresiones con que era favorecido, y de excusarse por no poder expresar en dicho idioma, con más extensión, los sentimientos que lo ocupaban en aquel momento, se contrajo a pedir se le acompañara a beber: por el gobierno más hábil: el inglés; y por la nación más moral e ilustrada; la Inglaterra. El interés comercial y agrícola de la Gran Bretaña; y que el tiempo extienda y consolide su unión con los individuos de Sud América.

 

___

 

     Unanimidad y prosperidad de los Gobiernos independientes de Sud América.

 

___

 

     Don Manuel García.

 

___ [210]

 

     Don Manuel García. -Que al fin de la gran lucha de la razón humana contra los privilegios y preocupaciones, se muestre la Inglaterra, bajo Jorge IV, tan gloriosa como se mostró al principio de esta lid, bajo la Reina Isabel.

 

___

 

     El doctor don Valentín Gómez, y buen éxito en su misión.

 

___

 

     Don Valentín Gómez. - La nación inglesa se ha hecho digna de la admiración del mundo entero por su poder, su política y su moral. Los ciudadanos ingleses, llevan por todas partes el distinguido carácter que ella les inspira. En Buenos Aires han sido siempre buenos padres de familia, buenos huéspedes. La provincia debe toda la protección a que se han hecho acreedores. Sobre estos principios, brindo por la prosperidad del comercio británico en este país; y que él reciba nuevo incremento por el resultado de la misión a la Corte del Janeiro, del que tengo el honor de hallarme encargado.

 

___

 

     Las bellas británicas.

 

___

 

     El progreso de la libertad civil y religioso por el mundo.

 

___ [211]

 

     La señora de S. E. el gobernador de Buenos Aires, y sus bellas paisanas.

 

___

 

     Don Juan Cruz Varela. -El complemento de la libertad civil, perfectamente garantida por la Constitución inglesa: -el juicio por jurados. -¡Pueda cuanto antes hacérsele lugar en mi país!

 

___

 

     La rosa, el cardo y el trébol.

 

___

 

     El Ministerio inglés.

 

___

 

     Don Ignacio Núñez. -Al honor que resulta a la diplomacia inglesa de haber ella sola neutralizado la influencia total, que la santa alianza se preparaba a derramar por el mundo civilizado.

 

___

 

     Don Manuel Sarratea. -Los ingleses residentes en Buenos Aires. -Que nuestras mutuas relaciones se estrechen más y más cada día; y que esta conexión sea tan útil a nuestra independencia política y libertad civil, como lo ha sido para el comercio de nuestro país.

 

___ [212]

 

     Don Carlos Alvear. -A la memoria de Nelson, héroe de Trafalgar.

 

___

 

     Don Valentín Gómez. -El duque de Wellington, tan grande en Waterloo como en Verona.

 

___

 

     La libertad de la prensa y juicio por jurados.

 

___

 

     Estos brindis se interpolaron con músicas alusivas y con cantos repetidos, que se entonaron por varios de los concurrentes al banquete.

 

     Lo citado basta para demostrar la cordialidad y buena inteligencia que reinaba en aquellos tiempos, entre nativos y extranjeros; sentimiento que, como nuestros lectores saben, lejos de debilitarse, se ha fortificado más y más.

 

 

 

 

IV

 

     El 25 de mayo de 1824, hubo también un gran banquete oficial dado a César Augusto Rodney, primer ministro plenipotenciario de los E. U., que vino al país, al que asistieron 127 personas.

 

     El señor Rodney fue uno de los primeros en brindar; su palabra animada y patriótica, su jovialidad y desenvoltura no indicaban, ciertamente, [213] su próximo fin, y, sin embargo, quince días después ¡no existía! La mención de este suceso inesperado, nos conduce a una triste, pero inevitable digresión.

 

     El 10 de junio de 1824, a las seis de la mañana, murió, casi repentinamente, este hombre tan generalmente querido.

 

     El Argos, al citar este lamentable acontecimiento, se expresa en estos términos: -«Es nuestro deber manifestar, como lo ha hecho toda la ciudad, el sentimiento que nos ha causado este triste, suceso, y agradecer, por lo que a nosotros toca, el modo cómo lo ha testificado el Gobierno por su decreto.»

 

     El decreto a que se refiere, fue el siguiente:

 

 

 

 

Buenos Aires, junio 10 de 1824

 

     «El fallecimiento del señor César Augusto Rodney, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos, ha producido en el ánimo del Gobierno de Buenos Aires, todo el sentimiento que inspira la pérdida para su país de un ciudadano distinguido; y para la América, de un celoso defensor de sus derechos, muy especialmente adherido a las Provincias Unidas del Río de la Plata. En su virtud, deseoso el Gobierno de dar un testimonio público de este sentimiento y del reconocimiento en que lo queda, ha acordado y decreta:

 

     »1.º Se elevará un monumento sepulcral costeado por el Gobierno, donde se depositen los restos del honorable César Augusto Rodney, como una memoria de gratitud.

 

     »2.º El costo del monumento será cubierto de [214] los fondos destinados a gastos discrecionales del Gobierno.

 

     »3.º Líbrense las órdenes que el cumplimiento de este decreto manda, e insértese en el Registro Oficial.

 

»Heras.

 

»Manuel J. García.»

 

___

 

     Los ministros secretarios con toda la plana mayor del Ejército, y Jefes de los departamentos, asistieron a las exequias del señor Rodney, en el Cementerio inglés, y el Gobierno decretó los siguientes honores:

 

     A la salida del cuerpo, de la casa mortuoria, una salva nacional en la Fortaleza.

 

     Al entrar el cuerpo al Cementerio, otra salva igual, por la artillería volante que había formado fuera del Cementerio.

 

     Al depositar el cuerpo en el sepulcro, una descarga por un batallón de infantería.

 

___

 

     Se estrenó con su cuerpo el carruaje fúnebre de primera clase, en el cual iban cruzadas las banderas de los Estados Unidos y de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

 

     El señor Rodney, habiendo desembarcado en Buenos Aires el 16 de noviembre del 23, sólo residió entre nosotros seis meses y 26 días. En tan corto tiempo supo captarse la estimación y aprecio de todos. Hecha esta pequeña digresión, que, hemos creído del caso, continuaremos en el siguiente capítulo nuestra pincelada sobre los hoteles. [215]

 

 

 

 

Capítulo XXV

Hoteles de Faunch, de Keen, de Smith, de Thorn. -Fonda de la Ratona. -Cómo eran las fondas. -Vinos. -Anécdota de Ramírez. -Los mozos; su traje y comportamiento. -Hoteles del día. -Posadas.

 

 

 

 

I

 

     Más o menos, por la misma época en que citamos la existencia de los hoteles de Faunch y de Keen, teníamos también el de Smith; hombre de color, pero, en su trato, un cumplido caballero. Smith servía también a la inglesa, y se hizo célebre por sus beefsteaks. Era, a ese respecto, en aquel tiempo, aún más afamado que lo es hoy Charley, en los altos frente al Banco Nacional. Al Hotel de Smith concurrían muchos hijos del país.

 

     Los norte-americanos frecuentaban uno tenido con esmero por una señora norte-americana, la señora de Thorn.

 

     Después de los hoteles que acabamos de citar, si mal no recordamos, nada había en ese ramo que pudiera ofrecer mediano confort. Teníamos bodegones, fondines y fondas; entre éstas, la Fonda de la Ratona, en la calle hoy Cangallo, inmediato, o acaso en el mismo sitio que ocupa en el día el Ancla Dorada, y otras varias por el mismo estilo.

 

     En estas fondas todo era sucio, muchas veces asqueroso; manteles rotos, grasientos y teñidos con vino carlón, cubiertos ordinarios y por demás desaseados. El menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba, generalmente, en todas partes, a lo que llamaban comida a uso del país; sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, porotos, de mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más; postre, orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país), y ese de inferior calidad.

 

     -El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón.

 

     Este último vino nos trae a la memoria una anécdota de aquellos tiempos. Había un tal Ramírez, hombre de alta estatura y bastante corpulento, que tenía grande apego al teatro y a todo lo que se relacionaba con él. Ayudaba entre bastidores al acomodo, cambio de decoraciones, etc., y solía hacer también de vez en cuando, su papelillo, de aquellos en que, entra un criado, presenta una carta y se va, o cosa por el estilo; aunque algunas veces se aventuraba a roles un poco más largos, y en los que no podemos decir se portase mal.

 

     Pero viendo sin duda Ramírez, que esto no daba para satisfacer sus necesidades, resolvió ocuparse de otro negocio, y estableció (contando siempre, con la protección de sus hermanos de arte) una especio de fondín, en muy modesta escala, en la esquina (hoy almacén) que hace cruz con el entonces Teatro Argentino, siendo los actores sus más constantes clientes. [217]

 

     El vino que daba era carlón, del que traía una damajuana de algún almacén inmediato, cada vez que lo precisaba. Pero algunos parroquianos quisieron variar y siendo ese el vino más barato, tuvo que idear cómo satisfacer ese deseo, consultando a la vez su propio interés, y un día anunció con mucho aplomo que tenía en su fonda tres clases de vino, carlón, carlín y carlete; todos estos vinos salían, por supuesto, de la misma damajuana; el secreto estaba en la mayor o menor cantidad de agua con que rebajaba el carlón. La broma fue muy bien recibida; lo cierto es que, sus clientes tomaban de los tres vinos; pero continuemos nuestra historia.

 

 

 

 

II

 

     Los mozos se presentaban en verano, a servir en mangas de camisa; baste decir que sólo se ponían la chaqueta para salir a la calle, esto es cuando no la llevaban colgada sobre un hombro a lo gitano: en chancletas y algunas veces aun sin medias, y como los del café, fumando su papelillo, y con el aire más satisfecho del mundo, entrando en conversación tendida y familiar con los concurrentes.

 

     Este tipo se conserva aún hoy en los fondines y bodegones de la ciudad y en la campaña en algunos hoteles, presentándose los mozos sin saco ni chaleco, con el pantalón mal sujeto por medio de una faja y en chancletas.

 

     Se ha repetido muchísimas veces, que los pueblos [218] tienen el gobierno que merecen, y este dicho es en cierto modo, aplicable a los parroquianos de aquellos tiempos; no porque dejase de ser gente muy digna, sino porque no sabían infundir respeto, dando lugar a la descortesía y aun insolencia de los sirvientes.

 

     Por ejemplo; en verano, cada concurrente no bien salvaba el dintel del comedor en la fonda, entraba resbalándose la chaqueta, saco o levita y comía en mangas de camisa; nadie soñaba en quitarse el sombrero para comer. En fin, toda regla de urbanidad desaparecía por el mero hecho de hallarse en una fonda. Esta falta de respeto recíproco entre los concurrentes, esa familiaridad, nada más que porque comían en una misma pieza, pronto se hacía extensiva a los mozos, que terciaban también. Puede ser que esa intimidad ya extremada, haya nacido de la circunstancia que, siendo la población mucho más reducida, éramos casi todos más o menos conocidos, puros nosotros; no se veían entonces en las fondas, tantas caras desconocidas. Sea de ello lo que fuere, a poco andar, la conversación se hacía general de mesa a mesa; cada uno levantaba cuanto podía la voz a fin de hacerse oír, de aquel a quien se dirigía, armándose, al fin, una tremolina, en que nadie se entendía, entre este fuego cruzado de palabreo.

 

     Los jóvenes, también, que las frecuentaban, muy especialmente los militares, hacían alarde de portarse mal y tenían el singular gusto de perjudicar cuanto podían al fondero, ya mellando a hurtadillas los cuchillos, rompiendo los dientes a los tenedores, echándole vinagre al vino que quedaba, mezclando la sal con la pimienta, en fin, haciendo mil diabluras que sin duda reputaban travesuras [219] de muy buen gusto; previniendo, que, generalmente, eran jóvenes de buenas familias, los que hacían gala de mal educados. Todo esto, pues, concurría sin duda para desalentar al dueño de casa, en sentido de mejorar el servicio de mesa.

 

     ¡Qué diferencia entre aquéllos y los hoteles de hoy! ¡Qué orden, regularidad y limpieza se nota en la generalidad de éstos! La circunspección y mutuo respeto en los concurrentes; la atención y actividad en la falange de sirvientes, bajo el ojo vigilante del propietario, uniformemente vestidos, bien peinados, bien calzados y ostentando su albo delantal.

 

     Las posadas eran escasas y las que habían, desaseadas por demás. Las casas amuebladas no se conocían, ni la comodidad que hoy ofrece para pasar la noche, el Hotel de Roma, el de París, de la Paz, del Globo, L'Universel, del Ancla Dorada y tantos otros.

 

     En las casas particulares, con frecuencia se alquilaban piezas, a veces amuebladas; y los extranjeros, muy particularmente los ingleses, procuraban esta clase de alojamiento con la idea de aprender más pronto el castellano. En algunas casas de familias muy respetables del país, daban también almuerzo y comida a sus inquilinos.

 

     No hay que dudarlo: en algunas cosas hemos progresado asombrosamente; en otras... estamos donde estábamos; y en muchas, preciso es decirlo, estamos peor.

 

     La marcha del progreso tiene que ser lenta para ser segura. [221]

 

 

 

 

Capítulo XXVI

Usos y costumbres. -Patrullas. -¿Quién vive? -La Patria. -Crímenes; menos que hoy. -Asesinato de Misereti. -El uso del cuchillo. -Criminales en el día. -Empeños. -Administración de justicia; lentitud de sus procedimientos. -Exposición de cadáveres. -El suicidio. -Vida fácil en tiempos pasados. -Velorios. -Saludo en la calle. -Medidas filantrópicas. -Presos en Jueves Santo. -Azotes. -El bando.

 

I

 

     En este capítulo vamos a ocuparnos de algunos usos y costumbres, que gradualmente han ido cayendo en desuso unos, y modificándose otros.

 

     En aquellos tiempos no había vigilantes apostados en las boca-calles; el servicio de policía en la noche, se hacía por medio de patrullas encabezadas por un alcalde, un teniente alcalde o algún vecino. Todos los hombres estaban obligados a hacer la patrulla cuando llegaba su turno o a poner un personero que costaba, generalmente, de 20 a 30 centavos.

 

     Casi excusado parece decir, que eso se convertía (como todo es susceptible de convertirse) en negocio, y que las citaciones se menudeaban para [222] con aquellos que podían pagar. Muchas veces estas patrullas prestaban buenos servicios, impidiendo peleas, llevando a la policía, ebrios o mal entretenidos; pero algunas ganaban un baile y no salían sino cuando amanecía, hora en que debía terminar su tarea.

 

     Durante la noche empleaban la siguiente fórmula: cuando llegaba cierta hora y veían gente, el comandante de la patrulla daba la voz -«¿Quién vive?» La contestación, de la que la población estaba al corriente, era: «La patria» -«¿Qué gente?» -«Patrulla»- «Haga alto la patrulla y avance el comandante a rendir santo y seña.» Entonces, ambas patrullas hacían alto, los comandantes avanzaban algunos pasos a vanguardia de su respectiva comitiva, y el uno decía en voz baja el «santo» y el otro contestaba la «seña.»

 

     Si en vez de patrulla era uno o más individuos, al «¿quién vive?» se contestaba -«la patria»- al «¿qué gente?» -«paisano», militar o lo que fuese y como es de suponer en ese caso, no había ni santo ni seña.

 

     En estas patrullas, iban ya por tocarles el turno, o como personeros por los 20 centavos, algunos vejetes que podrían derribarse de un soplido, armados, uno de un machete o un latón, otro de un fusil de chispa, tal vez sin gatillo.

 

     La verdad es, que la vigilancia armada no era tan necesaria como ha llegado a serlo después; los crímenes de toda clase eran infinitamente menos numerosos.

 

     No queremos decir que absolutamente no se cometía alguno; pero lo cierto es que eran rarísimos los robos y los asesinatos premeditados, excepcionales; la mayor parte de las muertos violentas [223] resultaban de peleas. Entre los crímenes cometidos recordaremos el siguiente: Creemos que fue en 1824, un genovés, Misereti, (ignoramos si era nombre o apodo) que tenía hojalatería, del Colegio media cuadra para el río, fue bárbaramente asesinado por dos negros de su servicio. Estos fueron fusilados en la plaza del Retiro; y un muchacho cómplice, se salvó de la última pena por su poca edad, pero se le obligó a presenciar la ejecución.

 

     Algunos dicen, que el mayor desenvolvimiento del crimen en estos días, está perfectamente explicado por el aumento de población y por la poca escrupulosidad que hemos observado en recibir toda clase de inmigrantes. No hay duda que esta circunstancia en mucho ha influido, pero hay además otras muchas causas que han obrado poderosamente en el aumento aterrador del crimen, entre nosotros.

 

 

 

 

II

 

     Preciso es confesarlo; teníamos una mancha negra; el uso del cuchillo. En la clase baja, tanto en la ciudad como en la campaña, en la más trivial contienda, a un dos por tres salían a brillar los cuchillos, dagas, o facones; los casos, pues, de heridas en pelea eran casi diarios, y frecuentes los de muerte.

 

     Durante la sabia administración de Rivadavia, debido a la prohibición de cargar cuchillo, los casos fueron algo menos repetidos, y no se oía jamás de les crímenes atroces que hoy diariamente registra la prensa, en que aparecen familias enteras [224] asesinadas, mujeres y criaturas, hasta en brazos, bárbaramente degolladas. Con placer declaramos, sin embargo, que hace algún tiempo que no se repiten estas horribles escenas; mucho puede haber influido la presencia de la policía rural en la campaña: sin embargo, siguen los robos en toda escala, con profusión.

 

     Comprendemos que en todas partes del mundo se cometen crímenes, que éstos no se pueden evitar; pero sí puede reducirse el número de ellos: entre nosotros no disminuyen como debieran, por el modo deficiente de administrar justicia y la lentitud de sus procedimientos cuando ella se aplica. Entonces, por ejemplo, un hombre daba una puñalada en pelea por quítame esas pajas; sabía, de antemano, que le costaba unos días de prisión, o cuando más, unas semanas de trabajo en las calles, y esto era ciertamente lo suficiente para intimidar al heridor.

 

     Hoy sucede otro tanto en crímenes de mayor entidad (tal vez la Penitenciaría vendrá a resolver el problema); cansados están los jueces de paz de campaña de enviar a la ciudad criminales famosos que debían 4, 5 o más muertes, y de verlos 4 o 6 días después, paseándose en su partido con toda desfachatez y como desafiando su autoridad. ¿Qué es lo que ha pasado? Es muy fácil de explicar. Ha llegado el reo a la ciudad con un formidable proceso; crúzase el empeño de algún magnate, y hete aquí puesto en libertad al asesino, que vuelve a continuar en su camino de crímenes y a burlar la autoridad que había cumplido con su deber, y a quien no le queda gana de volverlo a cumplir.

 

     Cuando no ha mediado este empeño, viene la [225] inmoral y degradante medida de convertir al presidiario, al feroz asesino, en soldado de línea, deshonrando al Ejército y facilitando la evasión del criminal. «Este hecho solo -dice el doctor Quesada (34) refiriéndose la esta medida-, formaría el proceso y la deshonra de una administración que fuese verdaderamente libre»: y a fe, que tiene razón.

 

     Las reflexiones que han surgido nos han hecho detener demasiado al hablar de las patrullas.

 

 

 

 

III

 

     Era costumbre poner en exhibición, bajo los portales del Cabildo, el cadáver de alguien que se hubiese encontrado muerto en las calles, sin duda con el objeto de que fuese reconocido y reclamado por sus deudos. No era raro ver al lado del cadáver un platillo destinado a recolectar limosna para ayudar a sepultarlo, o para velas o una misa.

 

     Los progresos de la civilización nos han libertado felizmente, de tan triste y repelente espectáculo. (35)

 

     La generalidad de los cuerpos exhibidos eran por peleas, accidentes casuales o muertes repentinas; porque, lo repetimos, hasta entonces, estábamos libres, casi por completo, de esos crímenes premeditados y salvajes, que han manchado los anales de las naciones más civilizadas de Europa y que hoy se repiten con aterradora frecuencia, entre nosotros.

 

     El suicidio, puede decirse, que era igualmente desconocido. En el espacio de muchos años, sólo ocurrió uno que otro caso y los suicidas fueron extranjeros.

 

     Verdad es, que aquellos tiempos eran de abundancia y bienestar; los afanes, las ansiedades consiguientes al sostenimiento de una familia, aun numerosa, no preocupaban a nadie en un país en que se vivía sencillamente; en que era tan fácil ganar dinero y en que los artículos de primera necesidad costaban tan poco, y cuando la desenfrenada pasión por el lujo no había establecido su tiránico imperio entre nosotros.

 

     También eran raros los desafíos; no sabemos si porque entonces había menos honor que hoy; lo cierto es que eran rarísimos los duelos; y asimismo, se adoptaban medidas tendentes a supresión, como lo prueba el decreto del Supremo Director, de 30 de diciembre de 1814, inculcando sobre la irremisible aplicación de la pena de muerte a los que se desafiaban y asistían a los duelos en calidad de padrinos: considerándolos a aquéllos «como a verdaderos asesinos, no obstante, que un falso y criminal punto de honor se esfuerce en disculparlos.»

 

 

 

 

IV

 

     Era también muy común, hasta hace algunos años, en caso de muerte, colocar el cadáver en el ataúd rodeado de cirios o de velas, según los [227] posibles de los deudos, en la sala o pieza a la calle, abriendo las ventanas o, cuando menos, entornándolas, pero de modo que pudiera verse de la calle.

 

     Gran número de personas pasaban la noche de velada en la casa mortuoria, y lo más particular es, que muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos del finado.

 

     Esto ocurría más frecuentemente, y hoy mismo ocurre en la clase baja cuando muere una criatura; entonces se invita aún a las personas más indiferentes, y nada de extraño tiene que un individuo encuentre a otro en la calle y lo invite a ir a un velorio, aun cuando ninguno de los dos les haya visto jamás la cara a los dueños de casa.

 

     Entre la plebe y especialmente en la campaña, eso es entendido; se sale exprofeso a convidar. En el velorio se fuma, se bebe, y se toma mate; para acortar la noche se juega al truco o al monte, se baila, y gracias cuando la cosa no acaba a puñaladas. A veces son tantos y tan fuertes los empeños, que la madre o los deudos conservan por dos noches al angelito en exhibición, sacando provecho de la limosna con que contribuyen los concurrentes, de los que uno lleva una libra de hierba, otro un paquete de velas, el de más allá, cinco pesos, etc. Las autoridades deben velar que estos actos inmorales no se repitan.

 

 

 

 

V

 

     Existía la costumbre invariable del saludo; todas las personas que se encontraban en la calle se hacían un saludo de paso; unos con una simple inclinación de cabeza, otros quitándose o tan sólo [227] tocándose el sombrero; pero la generalidad en la clase culta con un «beso a usted la mano», «buenos días, tardes o noches», y a las señoras «a los pies de usted, etc.»

 

     En la campaña aun no se ha extinguido del todo esa manifestación de fraternidad y cortesía.

 

     En aquellos años sobraba el tiempo para poder ser cumplido con todo el mundo; hoy sólo saludamos a las personas de nuestra relación y eso no siempre. A través de los tiempos se operan estas mudanzas en las costumbres de los pueblos; entre nosotros, el aumento de población, el trato con extranjeros (a quienes sea dicho de paso, bastante hemos criticado eso que llamábamos descortesía), y el materialismo mercantil, ha influido sin duda en el cambio.

 

 

 

 

VI

 

     Entre las medidas filantrópicas que adoptó Rivadavia, se encuentra la supresión de la exposición de presidiarios cargados de cadenas que se colocaban el jueves santo a pedir limosna al lado de una mesa en las puertas de las iglesias.

 

     También se suprimió el afligente espectáculo de ver en las calles, delincuentes montados a caballo, azotados por mano del verdugo, en cumplimiento de alguna sentencia judicial. Estos eran legados da los antiguos usos de la colonia española, que ya chocaba con el adelanto o ilustración de la época. También se mandó no llevar los presos encadenados a los trabajos públicos. [229]

 

 

 

 

VII

 

     Otra costumbre abolida. El modo de comunicar las resoluciones al pueblo, a más de su publicidad en los periódicos (Gaceta de Buenos Aires), era por medio de lo que se llamaba «Bando». Un notario, acompañado de tropa y a veces de música, proclamaba en alta voz en cada boca-calle el decreto gubernativo.

 

     Debemos agregar, aunque con pesar, que los decretos entonces, como antes y como después, se sucedían con asombrosa rapidez, muchos de ellos tan ricos en teoría como desprovistos de utilidad práctica. Especialmente en esa época (la de los bandos), se notaba una vacilación, que sólo puede justificarse por las dificultades y la inexperiencia de Gobiernos nuevos. [231]

 

 

 

 

Capítulo XXVII

Cruces en la Boca. -Al pasar por la iglesia. -Imágenes y estampas. -Pedir el fuego. -Incidente de carnaval. -La pajuela. -Mujeres fumando. -El mate. -Horas de almorzar y de comer. -El cumpleaños. -Música. -Afición al baile.

 

 

 

 

I

 

     Continuaremos, en este capítulo, el tema del anterior, pues que nos falta ocuparnos, aunque someramente, de algunos de los usos y costumbres de los tiempos que fueron.

 

     Era muy común, y puede decirse que en todas las clases de la sociedad, hacerse cruces con una rapidez prodigiosa ante la boca abierta cuando se bostezaba; parece que hoy todos han perdido el miedo de que Mandinga se les escurra por ella.

 

___

 

     La costumbre de sacarse el sombrero al pasar delante de la puerta de una iglesia, y que era extensiva a todas las clases, va también desapareciendo. Nadie pasaba por el lado de un sacerdote [232] sin descubrirse; hoy nadie lo hace. No comentamos, citamos simplemente el hecho.

 

     Las imágenes y estampas sagradas se veían en mayor número que hoy. Los adornos y ofrendas que ostentaban los santos en casa de los muy pobres, formaban un contraste que chocaba con la miseria y aun con el desaseo de la habitación.

 

___

 

     Las boticas tenían cada una su santo o imagen de cuerpo entero, que ocupaba en alto el estante frente a la puerta de entrada.

 

     En la calle hoy de Cuyo, entre Defensa y 25 de Mayo, había un nicho en la pared, inmediato a la casa de la familia de Robledo, cerrado con una rejilla de alambre, que contenía una imagen que todas las noches se alumbraba. Creemos que era promesa, ignoramos de quién.

 

___

 

     Otra costumbre que parece que ha desaparecido por completo, debido sin duda a la abundancia, baratura y comodidad de los fósforos, es la de parar a un prójimo en la calle para pedirle el fuego. Costumbre molesta sin embargo de ser recíproca. Algunas veces detenían a un hombre 5 o 6 ocasiones en una cuadra, hasta que le deshacían el cigarro a fuerza de estrujarlo.

 

     Con motivo de esta costumbre, presenciamos un incidente chistoso. Era un día de carnaval y en momentos que pasaba un grupo de jóvenes que jugaban a caballo, acertó asomarse a la puerta de calle un señor muy respetable, con un habano [233] que en este momento encendía; acerca uno de los jóvenes su caballo al cordón de la vereda, y con mucha urbanidad le dice: «¿Me permite usted, señor, su fuego?» a lo que el caballero con un ligero movimiento de cabeza que indicaba asentimiento y dejando escapar la primer bocanada de humo, le presenta su habano. El joven sin inmutarse, tira el cigarrillo empapado que traía en la mano, mete en la boca el habano y con un gracioso y atento saludo se alejó al tranco de su caballo, sin revolverse a volver la cabeza para siquiera ver el efecto que había producido su travesura, dejando estupefacto al caballero. Todo esto fue obra de un instante. ¡Bromas de carnaval!

 

     Los fósforos no se conocían; los primeros que empezaron a usarse fueron de palito. Lo que se empleaba para prender el cigarro era el yesquero, de plata y aun de oro, siendo los más comunes hechos de punta de asta de vaca; y para la vela, hacer fuego, etc., la pajuela. De ahí que cuando alguien quiere dar a entender que alguna cosa es antigua, dice: eso es del tiempo de la pajuela.

 

 

 

 

II

 

     ¿Fumaban las señoras en aquellos tiempos? No se ruboricen ni se enojen nuestras bellas lectoras... Sí: ¡y mucho! En la clase baja era sin recato; veíanse mujeres fumando con toda desenvoltura en las puertas de calle.

 

     En la clase media se empleaba siempre algún disimulo, pero no era raro sorprender a la señora de la casa y aun a sus amigas, sentadas en el patio, en una tarde de verano, medio encubiertas por alguna [234] frondosa planta, con un enorme cigarro, que trataban de ocultar a la entrada súbita e inesperada de algún importuno, quien aparentaba no haberlo notado, a pesar de estar ellas envueltas en una densa nube de humo.

 

     Las de más alta jerarquía lo hacían con todas las precauciones del caso.

 

     En otras provincias, el hábito de fumar está mucho más arraigado en la mujer, y se fuma con menos reserva. Aun no se ha extinguido por completo en la nuestra, aunque es ya mucho más raro. El cigarro que se usa es el de hoja, de tabaco paraguayo, correntino, etc., y hecho en el país.

 

___

 

     Del mate se hacía más uso que en el día; y a pesar de haber aún bastante gente matera, en muchas familias está hoy en completo desuso y en otras apenas se toma una vez por día. Entonces se servía en ayunas, muchas veces se tomaba en la cama, como que había para ello bastantes sirvientes y menos necesidad de economizar el tiempo. A las 9 o 10 el almuerzo; entre éste y la comida mate; de 2 a 3 de la tarde, la comida; de 6 a 7 otra vez mate, cena (según la posición social de la familia) a las 9, 10, 11 y aun 12 de la noche.

 

     Los niños cenaban; se les daba, al anochecer o algo más tarde, café con leche, leche sola o chocolate; esto se llamaba merienda.

 

     La hora aristocrática europea, de almorzar entre 11 y 1 y de comer entre 6 y 8 de la noche, aún no había llegado hasta esta parte del mundo.

 

___ [235]

 

     La costumbre de mandar obsequios el día de cumpleaños existía más o menos como en el día; lo que poco a poco se logró abolir, es la perniciosa costumbre entonces tan en uso, de dar música al del santo. Esto era sin duda muy agradable, si se concretaba a una serenata con buenas voces y buenos tocadores de guitarra. Pero era abominable la aparición, de día, de una banda compuesta de 4 a 5 músicos de la legua, en que figuraban un clarinete rajado, un par de platillos ídem, un serpentón y una tambora. Toda precaución era inútil para evitar que invadiesen la casa: cuando menos se pensaba, estaban en el patio aturdiendo el barrio entero. A veces iban enviados por alguien, como obsequio, pero generalmente esta invasión era por su propia cuenta.

 

___

 

     En Buenos Aires siempre ha habido pasión por el baile. Bastaba que estuvieran 2 o 3 jóvenes de visita para que se iniciase el baile. 30, 40, 50 años atrás, las familias bailaban entre sí, por pasatiempo, hermanos, madres, tías y aun abuelas. El piano era el instrumento favorito; los más usados eran los de Stodart y de Clementi: uno bueno costaba de 1.000 a 1.200 pesos de aquellos tiempos.

 

     En las casas más pobres se contentaban con la guitarra, muy generalizada por entonces en el país. [237]

 

 

 

 

Capítulo XXVIII

El comedor de hoy. -El comedor de antaño; su mueblaje. -Servicio de mesa. -Platos de aquellos tiempos. -Día de mantel largo. -El almuerzo. -Eramos más frugales. -La siesta. -Muchachos en las horas de siesta; duración de ésta. -Revelaciones íntimas.

 

 

 

 

I

 

     En el día, muchos hacen ostentación de sus bien arreglados comedores, con sus lujosos aparadores, vidrieras repletas de cristalería, electro platina, fuentes, platos, juegos de té, de café, bandejas, etc., etc.; rico alfombrado, espléndido servicio de mesa, delicados vinos y demás. Otros, sin pretensiones ni intención de lucir, llevados por el gusto reinante y para su propia satisfacción, pueden sin duda recibir en su comedor al más escrupuloso y delicado en estas materias.

 

     Nuestro comedor de antaño, al contrario, se mantuvo por muchos años siendo simplemente una pieza completamente desprovista de todo adorno y de cuanto pudiera llamarse confort. Sin embargo, recibían al que llegaba a la hora de almorzar, comer o cenar, con ese franco agasajo y afabilidad [238] peculiar a nuestro país, especialmente en aquellos tiempos de frugalidad y sencillez, sin ruborizarse por la falta de mueblaje. Y ¿por qué no? si todos los comedores eran más o menos lo mismo.

 

     Excusado parece hacer notar que nuestra apreciación es el sentido general, pues, aunque raras, había excepciones; no obstante, aun familias en extremo pudientes se preocupaban muy poco del adorno y arreglo de sus comedores.

 

     La pieza en que se comía era por lo general espaciosa y lo parecía tanto más por lo despoblada que se encontraba. En el centro había una mesa de pino larga y angosta, pintada sí o no; muchas veces en lugar de sillas, un par de bancos, también de pino, colocados a los costados y una silla en cada extremo, asiento de preferencia que se cedía siempre al huésped.

 

     La mesa, cubierta con un mantel de algodón (que algunos sostenían debía estar manchado de vino para que se conociese que era mantel), no contenía ni bandeja para pan, ni cuchillo de balanza, ni salseras, ni ensaladeras, ni mostaceras, ni lujosas salvillas, ni tanto otro apéndice que hoy se hace indispensable en nuestras mesas. Había un número suficiente de platos; el vino (carlón casi siempre) se ponía a la mesa en botella negra, y se tomaba en vaso, porque hasta hace algunos años, nadie tomaba vino en copa; una jarra con agua y eso creemos era todo.

 

     En las casas menos acomodadas, pero no tan absolutamente pobres que no pudiesen tener más, sino porque esa era la costumbre, se servía el vino para todos en un solo vaso, o en dos cuando más; vaso que pasaba de mano en mano y por consiguiente de boca en boca de los presentes. [239]

 

     Las campanillas no se usaban en la mesa para llamar los sirvientes; lo hacían por su nombre o golpeando las manos: tampoco las había colgadas, ni en las puertas de calle.

 

     Mientras se comía, lo que muchos años se hacia a las 2 de la tarde, al toque de la campanita de San Juan, la puerta de calle permanecía cerrada, con la particularidad que estaba abierta todo lo restante del día y hasta muy tarde en la noche.

 

 

 

 

II

 

     Aun cuando de poco interés por el momento, daremos una lista de los platos que más se servían en nuestras mesas: quién sabe sí dentro de algunos años no llegará a ser una verdadera curiosidad, en vista del ascendiente entre nosotros, de la cocina extranjera. Hela aquí:

 

     Sopa de arroz, de fideos, de pan y de fariña; puchero, desde el caldo limpio hasta la olla podrida. Asado de vaca, carnero, cordero, ave, matambre; la carne de ternera poco o nada se empleaba en la cocina del país. Guisos de carne, carbonada con zapallo, papas o choclos; picadillo con pasas de uva, albóndigas con ídem, zapallitos rellenos y estofado con ídem; niños envueltos, tortilla (pésimamente hecha con harina); guisos de porotos, lentejas, chícharos, etc.; ensaladas de chauchas con zapallitos, lechuga, verdolaga, papas, coliflor y remolacha; locro de trigo o de maíz, humita en grano o en chala, y algunos extraordinarios, carne con cuero, etc. [240]

 

     Postre, mazamorra, cuajada, natilla, bocadillos de papa o batata, dulce de todas clases en invierno y fruta de toda clase en verano.

 

 

 

 

III

 

     En la rutina diaria, los platos no eran ciertamente muy variados, siendo la comida más general el puchero, la carbonada y el asado, con ligeras variaciones. El caldo no se tomaba al principio de la comida, sino al último, y se traía desde la cocina en tazas (tazas de caldo) para cada persona que quisiese tomar. El día del santo de algún miembro de la familia, día de mantel largo; eso sí, no faltaban nunca ni pasteles, ni arroz con leche: eran los platos de orden.

 

     Ni tampoco escaseaban en esos días los brindis, vaciados generalmente en un mismo molde y limitándose casi siempre, a la fórmula de «desear que, en igual día del año venidero, estuviesen todos reunidos y gozando de salud.» Si era en tiempo de la esclavitud, y aun después en el de la criada de confianza, hasta a tía María o tía Francisca la obligaban a entrar en danza, haciéndola brindar en su media lengua, que no olvidaba por de contado aquello del año que viene, etc.

 

     Pero no podemos decir que no hubiesen excepciones: en cierta clase de familias, cuando era la señora y especialmente la niña, la del cumpleaños, no faltaba algún joven que la obsequiase con alguna elaborada composición poética, en la que figuraba el día (sin saber si había sido de noche), [241] en que había nacido, la felicidad que la sonreía, su extremada bondad y belleza, y, por fin, todo aquello que el lector demasiado sabe, para que me tome el trabajo de repetirlo.

 

     En otra grada de la escala social encontramos un estilo que podremos llamar intermediario. Al oír lo que vamos a reproducir, no pudimos menos que tomar nota por su originalidad y el fárrago de disparates que contienen estos llamados versos, y hoy los arrancamos de nuestra cartera a fin que el lector tenga también el gusto de conocerlos; a pesar de todo, no dejan de ser ingeniosos.

 

     Dicen así:

 

                                                                1.           

 Ahí le presento este brindis 

 dirigido a su persona, 

 si Vd. recibe este brindis 

 me pone Vd. una corona. 

                      2. 

 Ahí le presento ese brindis 

 guarnecido de matices 

 con un letrero que dice, 

 que los cumpla muy felices. 

                      3. 

 Sobre mi mano está el vino, 

 sobre el vino está el licor, 

 con mucho gusto y honor 

 lo sirvo a usted caballero; 

 pues yo quisiera tomar, 

 pero tome usted primero. [242] 

 

     Tendremos que confesar que éramos muy desarreglados en cuanto a nuestras comidas, especialmente respecto al almuerzo. Algunas familias no almorzaban jamás; pasaban con mate con pan hasta la hora de comer.

 

     En otras casas se presentaba el almuerzo a horas más o menos fijas, pero no toda la familia concurría a él. Todavía en el día no somos un modelo de orden doméstico, pero nos hemos modificado un tanto. Entonces, una de las niñas, por ejemplo, tomaba chocolate (tal vez en la cama); otra, mate, la de más allá se hacía freír un par de huevos; el niño los quería pasados por agua; otro mandaba llamar al pastelero y almorzaba pasteles, y así; no se crea que exageramos; esto pasaba en muchas familias, y podían hacerlo gracias a la abundancia de esclavos y que, como hemos repetido varias veces, el tiempo parece que no era tan precioso, sin embargo que todavía lo gastamos lastimosamente.

 

     Este sistema, si bien respondía al que algunos autores recomiendan (el de comer cuando haya apetito), era poco sociable o indudablemente introducía el desorden y aumentaba el trabajo a la servidumbre.

 

     Con todo, la gente era más frugal, los alimentos más sencillamente condimentados y los hábitos, en general, menos destructores que en el día.

 

     Alguien ha dicho, y es la verdad, que la civilización de algunos años a esta parte ha desterrado nuestro modo frugal de comer; bebidas adulteradas, alimentos que no lo son menos, combinados con abusos de todo género, han traído consigo una degeneración manifiesta. Se dirá que la ciencia médica ha hecho prodigiosos progresos en sentido [243] de remediar estos males, verdad: pero debemos convenir en que la generación actual se ha complotado para perder el fruto de esos progresos.

 

     ¿Qué hacer en este dilema, querido lector? Parece que no hay sino dejarse arrebatar por la corriente... Sin embargo, nosotros optaríamos por los accesorios modernos y la alimentación antigua.

 

     En aquellos tiempos era muy limitado el uso del café después de comer.

 

 

 

 

IV

 

     Como complemento de lo que venimos tratando, no debemos omitir una costumbre que ha jugado entre nosotros un gran rol, en otros tiempos.

 

     En la estación que para los labradores y jornaleros principiaba el 12 de octubre, día del Pilar, inmediatamente después de comer, se dormía la siesta y a ella se entregaba toda la población, si exceptuamos los muchachos que daban ímprobo trabajo a sus madres para conseguir que durmiesen; y cuando obtenían éstas que aquéllos hiciesen un simulacro de siesta, apenas la madre era presa de Morfeo, ellos se escurrían e iban a hacer sus travesuras dentro y aun fuera de la casa, saltando las paredes del vecino, y cayendo al huerto a robar fruta.

 

     Como hemos dicho, toda la población dormía; las puertas se cerraban y las calles quedaban desiertas, circunstancia, probablemente, que indujo según se cuenta, al doctor Brown, a decir: «en las [244] calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de siesta, sino los perros y los médicos.»

 

     La siesta era cuestión de muchas horas para algunos; y en aquellos tiempos, en que la vida era fácil para todos, y poco había que afanarse, no faltaba quien dijese: -«Ayer me acosté a echar mi siestita, y dormí hasta la oración; me recordé, tomé mi mate, y volví a dormir hasta hoy, sol alto.» ¡Qué tiempos y qué vida!

 

     Dentro de algunos años, tal vez se pondrá en duda lo que voy a decir respecto a la siesta, a saber: que algunas personas, tanto hombres como mujeres, se desnudaban tal cual lo hacían para pasar la noche en sus camas.

 

     ¿Qué diremos de esta costumbre, que hoy ha quedado limitada casi exclusivamente a la campaña, y en la ciudad a los desocupados, los peones de barraca, albañiles, etc., a quienes se les concede dos horas de siesta? El cambio de las horas de comer y las ocupaciones hacen que sea difícil continuar en el sistema antiguo; pero creemos que, en los meses de excesivo calor, ya que pocos comen antes de las seis o las siete, conviene, terminadas las ocupaciones a las cuatro o cuatro y media, recostarse un rato, y aun dormir, cuando más no sea que por huir del calor abrasador de nuestras calles.

 

     Terminaremos citando lo que con relación a la siesta dice el ameno y erudito escritor Benjamín Vicuña Mackenna, en sus Revelaciones íntimas. «En cuanto a los soldados chilenos, mostrábase su antiguo generalismo caluroso admirador de sus inapreciables cualidades; la bravura heroica, la humildad, más heroica todavía, y, como consecuencia de ambas, la virtud de una disciplina [245] incomparable. Pero el sagaz capitán añadía, sonriéndose, que había un medio infalible de derrotar a aquellas tropas, y era el de atacarlas a la siesta.» Verdad incontrovertible en aquellos años de insondable ociosidad, en que todo el arte de la vida consistía en acortar su inconmensurable duración, de día por la siesta, este sueño de la pereza; de noche, por la cena, este sueño de la gula. [247]

 

 

 

 

Capítulo XXIX

Los hombres de entonces. -Proyecto de telégrafo antes del año 20. -Primer paquete en 1824. -Primeras tiendas extranjeras de ropa hecha. -Relojerías. -Ferreterías, etc. -Varangot. -Un polaco. -Sala de Comercio; quienes podían ser socios; su biblioteca; modificación de su reglamento. -Cordialidad entro nativos y extranjeros. -Efecto de las cuestiones políticas. -Testimonio de gratitud de escritores extranjeros.

 

 

 

 

I

 

     Por aquellos años ya se llamaba la atención hacia algunos de los portentos que más tarde se transportaron a nuestro suelo, y cuyos beneficios y utilidad gozamos hoy: lo que nos prueba que los hombres de aquella época pensaban ya en adelantos, que circunstancias adversas hacían, por entonces, irrealizables.

 

     Por ejemplo: en 1823, El Centinela, en uno de sus números, decía: «Las máquinas telegráficas establecidas en el Almirantazgo de Londres, y el Arsenal de Portsmouth, que dista 24 leguas, comunica un oficio corto y su respuesta en un minuto de tiempo. ¡Cuánto servicio hará el establecimiento [248] de estas máquinas entre esta capital y sus fronteras, y entre la rada exterior y la Ensenada!»

 

     Esto se escribía en 1823, y dos años antes (1821), don Santiago Wilde, nuestro padre, en su Memoria, (36) presentada a la Comisión de Hacienda, de la que él era vocal, había indicado entre otras mejoras: «Establecer telégrafos desde la capital hasta todas las guardias fronterizas, Ensenada, etcétera, etc., como también uno a bordo de dicho casco (se refería al pontón), según el plan de fácil y económica ejecución que presentó años hace, el autor de esta Memoria, y debe hallarse en Secretaria. Por este medio tendría el Gobierno noticias desde la frontera más distante, en pocos minutos, y no sería tan factible, entonces, que invadiesen los bárbaros la provincia, impunemente.»

 

 

 

 

II

 

     El establecimiento de paquetes de ultramar, siendo el primero el Countess of Chechester, que llegó a este puerto el 16 de abril de 1824, fue un verdadero acontecimiento. Traía la correspondencia de Chile y Perú, abriendo una comunicación directa y expeditiva con regiones, que hasta esa; época, los españoles habían excluido de toda relación. [249]

 

     Los viajes eran largos entonces, haciéndose en buques de vela.

 

     En ese mismo año se celebró el tratado con la Gran Bretaña.

 

 

 

 

III

 

     Mister Niblett fue el primer inglés que estableció en Buenos Aires una tienda de ropa hecha; en los primeros tiempos, muchos ingleses hacían traer sus trajes hechos de Inglaterra, que con los derechos, etc., salían tan caros o más que los hechos aquí.

 

     Entre los primeros sastres que abrieron tienda de alguna consideración en el ramo de sastrería, que nosotros recordamos, fueron Coyle, inglés, y luego Mayer, alemán, Moine y Hardois, franceses.

 

     Una de las primeras relojerías de algún valor fue la de don Diego Helsby, inmediato al café Catalanes.

 

     Las sillas de montar se importaban en gran cantidad y sólo después de muchos años empezaron a construirse en el país llegando a hacerse tan buenas como las inglesas.

 

     Mr. Pudicomb tuvo también en esa época, en la esquina San Martín y Piedad, donde hoy se encuentra la armería, una tienda de ropa hecha, confeccionada en Inglaterra, y recibía gran cantidad de sombreros ingleses.

 

     Don Diego Hargreaves creemos que fue, sino el primero, de los primeros en establecer una ferretería en todos sus ramos, incluyendo armas de fuego: [250] puede decirse que todas las ferreterías antes, y por mucho tiempo después de esa época, eran de españoles.

 

     Monsieur Varangot, francés, víctima más tarde de Rosas, fue, si no nos equivocarnos, el primero que planteó un establecimiento de sombrerería en alta escala; antes de eso era insignificante la fabricación en el país, y lo que se hacía era de clase muy inferior. Se introducían del extranjero, siendo más caros los ingleses, pero de mejor calidad. Los sombreros de Varangot se vendían por siete u ocho pesos; los ingleses, de buena clase, no valían menos de 10 o 12.

 

     Hubo otro fabricante, creemos que también de origen francés, un señor Cornet, que tenía su fábrica inmediata al molino de viento.

 

     Un polaco, cuyo nombre ignoramos, alto, delgado, derecho como un huso, hombre de pocas palabras, tuvo por muchos años un cuarto al lado del Teatro Argentino, en la calle Cangallo con calzado extranjero, sombreros, guantes, medias, corbatas, etc., una cierta especialidad en aquellos tiempos. Poco a poco, esta clase de establecimientos, y otros en diversos ramos, fueron cundiendo, hasta alcanzar el número, el lujo y esplendor que todos conocemos.

 

 

 

 

IV

 

     Los ingleses tenían su «Sala de Comercio», que se estableció, creemos que en 1810. Según su reglamento, sólo ellos podían ser suscriptores; esta institución era sumamente importante; por medio [251] de buenos telescopios, estaban a cabo de todas las entradas y salidas de los buques. Tenían, también, allí, una biblioteca, y en su sala de lectura, se encontraban los periódicos de varias naciones y todos los del país. Estaba situada en la calle del Fuerte, hoy 25 de Mayo, donde aun existe.

 

     La biblioteca llegó a tener, en 1820 o 21, más de 600 volúmenes, y en esa época ya podían ser, y eran, en efecto, socios los hijos del país, y de cualquier otra nación.

 

     Esta medida, justa y conciliadora, nacía, sin duda, de la armonía que reinaba entre nativos y extranjeros; parece que todos concurrían a un mismo fin. Había, además, por aquellos tiempos, muchas familias distinguidas que formaban la alta sociedad, y aunque sus jefes o cabezas eran españoles de origen, por educación, costumbres e inclinaciones, tenían el buen sentido y el gusto de estrechar amistad con los que participaban y eran adictos al nuevo orden de cosas.

 

     La cordialidad y buena inteligencia que existía en nuestra sociedad, en la que prevalecía un sentimiento puramente nacional, un amor entrañable a la patria; sentimiento del que no sólo participaban los hijos del país, sino también la generalidad de los extranjeros, llegó a descollar en las convulsiones políticas que vinieron, por nuestra desventura, ¡a engendrar los partidos con sus inevitables odios y rencillas!

 

     Los ingleses, tan ligados hasta entonces con las familias del país en todas sus diversiones, en todas sus alegrías y regocijos patrios, empezaron, a su vez, a retirarse y a asociarse casi exclusivamente entre sí; pero debemos agregar, con satisfacción, que ese extrañamiento no fue sino temporal. [252]

 

     Robertson recuerda, con gusto y gratitud, la afabilidad con que eran tratados los extranjeros en aquella época; esos lazos, como todos saben, no se han relajado; al contrario, parecen haberse estrechado más y más; y en prueba de que esa cordialidad, por nuestra parte no ha cesado, y antes bien ha aumentado, citaremos las palabras a este respecto de un escritor alemán más moderno.

 

     El señor Napp dice: «El argentino siempre es benévolo y afable con el extranjero; en esta República no se conoce el nativismo brusco; antes al contrario, los extranjeros ocupan aquí una posición distinguida, pudiendo llenar casi todos los empleos públicos. El extranjero bien educado tiene acceso a todos los círculos, a todas las familias, y el obrero es acogido con mucha benevolencia.» [253]

 

 

 

 

Capítulo XXX

Episodio histórico. -Batalla de Ayacucho. -Entusiasmo popular. -Festejos. -Representación dramática. -El coronel Ramírez. -Serenatas. -Banquetes. -Brindis. -Baile en el Consulado. -Otro dado por los norteamericanos. -Los cónsules Poussett y Slacum.

 

 

 

 

I

 

     No podemos abstenernos de consignar en estas páginas, siquiera como medio que contribuya a generalizar el conocimiento de hechos gloriosos, el siguiente episodio de nuestro pasado, que, sin duda, interesará a muchos de nuestros lectores.

 

     A las ocho de la noche del 21 de enero de 1825, llegó a Buenos Aires la noticia de la batalla de Ayacucho, en el Perú. Una victoria tan decisiva, y casi puede decirse inesperada, produjo una verdadera explosión de entusiasmo y alegría. El pueblo se agrupaba en los cafés y parajes públicos para oír a los diversos oradores que, con la exaltación del patriotismo, daban detalles sobre la batalla.

 

     A las diez de la noche hizo un saludo la Fortaleza, que fue contestado por el Aranzazú, bergantín de guerra nacional, y por otro bergantín de guerra [254] brasilero, anclados ambos en balizas interiores. Se iluminó, como por encanto, gran parte de la ciudad, y el ruido de cohetes era incesante.

 

 

 

 

II

 

     En la noche del 22, hubo una representación dramática en nuestro Teatro Argentino, antecediendo el Himno Nacional en medio de estrepitosos vivas a la patria, a Bolívar, a Sucre, etc. El coronel Ramírez, parado en un palco, leyó el Boletín oficial, vivado con igual frenesí. La iluminación del teatro se había duplicado; los palcos ostentaban festones de seda, blancos y celestes, y una banda de música militar tocaba en la calle, frente al teatro.

 

     Las fiestas duraron tres noches, y el entusiasmo era inmenso.

 

     El Café de la Victoria estaba completamente lleno, lo mismo que toda la cuadra. Allí se sucedían los brindis patrióticos, y entre ellos el de «tolerancia religiosa.» Grandes grupos, con música y banderas desplegadas, recorrían las calles cantando la canción y vivando en las casas de los patriotas. Visitaron también la residencia del cónsul inglés, dando vivas a Inglaterra, al Rey, a la libertad. Otro tanto se hizo con el ministro norte-americano, coronel Forbes, quien obsequió espléndidamente a los concurrentes.

 

     Varios banquetes se dieron en el afamado Hotel de Faunch. Cubrían las paredes del comedor las banderas de todas las naciones, entre las que aparecían [255] retratos de Bolívar, Sucre, etc. La bandera tocó «God save the King», al brindarse por el Rey de Inglaterra.

 

     El gobernador, don Gregorio Las Heras, dio otro espléndido banquete en el Consulado, en que abundaron también los brindis entusiastas.

 

     En uno de estos banquetes, en celebración de la victoria de Ayacucho, se brindó por Mr. Canning, en los siguientes términos: «¡El sabio ministro de Inglaterra, el primer estadista del mundo, el honorable Jorge Canning, fiel amigo de la libertad! La justicia preside sus deliberaciones; su nombre será un motivo de placer para nosotros y para las generaciones que nos sucedan.»

 

 

 

 

III

 

     Varios caballeros dieron baile, también en el Consulado; los adornos del gran patio toldado, que constituía el salón, la cena y demás accesorios, nada dejaban que desear: el baile duró hasta las siete de la mañana.

 

     Los norte-americanos dieron, igualmente, un gran baile, en el mismo local, el 23 de febrero de 1825, en celebración de la batalla, y a la vez el aniversario de Washington. Fue la fiesta más espléndida que hasta entonces se viera en Buenos Aires. El exterior del Consulado estaba vistosamente iluminado, ostentando, en letras de fuego los nombres de Washington, Bolívar y Sucre.

 

     La cena fue preparada por Mr. Faunch que, como [256] nuestros lectores saben ya, era el más competente de su época en esas materias.

 

     Las fiestas duraron los tres días de carnaval; en la lista civil y militar que asistió al Te-Deum, iban incluidos los cónsules extranjeros. Caminaban a la par Mr. Poussett, vice-cónsul inglés y Mr. Slacum, cónsul norte-americano. «Cincuenta años atrás», dice el escritor Mr. Love, refiriéndose en aquel tiempo a este suceso, «quien hubiera soñado semejante acontecimiento -Un cónsul británico, unido en un cortejo a un cónsul de sus colonias, hoy independientes, para celebrar la independencia de otra parte del continente americano!»

 

     Tales fueron las fiestas en celebración de este importante y glorioso acontecimiento. [257]

 

 

 

 

Capítulo XXXI

Continuación de costumbres. -Baño en el río. -Escuela de natación. -Las señoras y el baño. -Escenas grotescas. -Galletas. -Las tormentas de verano. -Familias en el campo; modo de transportarse.

 

 

 

 

I

 

     A fin de no desviarnos del plan que nos hemos propuesto, de dar la variedad posible al relato que hacemos, volveremos a ocuparnos, por el momento, de algunas otras costumbres de tiempos pasados.

 

     Empezaremos por el bailo en el río, que todavía hoy continúa, aunque en escala muy reducida. Es preciso recordar, para que sirva de disculpa a su generalización en aquellos tiempos, que no existían entonces las numerosas casas de baños de que hoy disponemos, ni la comodidad que ofrecen las aguas corrientes para poder tomar baños en casa: entonces (salvo raras excepciones), todo el mundo se bañaba en el río. (37) [258]

 

     Los empresarios pedían su explotación por veinte años, pasando luego a ser propiedad de la nación: ignoramos por qué no se llevó a cabo este útil proyecto.

 

     No podemos menos que recordar una circunstancia que hoy a muchos parecerá extraña. La costumbre que existía, respecto a los baños, desde la época colonial, se armonizaba con cierta creencia religiosa; así es que, en general, las señoras esperaban para ir a los baños del río, que llegara el 8 de diciembre, que, como nuestros lectores saben, es el día de la Inmaculada Concepción, y en el que se bañaban los Padres Franciscanos y Dominicos, que bautizaban el agua.

 

     Durante la estación, concurría gente desde que aclaraba hasta las altas horas de la noche; algunos eligiendo las horas por gusto o comodidad y otros por necesidad. Los tenderos y almaceneros, por ejemplo, casi en su totalidad iban de las diez de la noche en adelante, después de cerrar sus casas de negocio. Las familias preferían la caída del sol; y sentadas en el verde, gozando de la brisa, esperaban que obscureciese para entrar al baño, dejando sus ropas al cuidado de las sirvientas.

 

 

 

 

II

 

     Muchos hombres, a más de los almaceneros y tenderos, acostumbraban reunirse e ir a las once, y aun a las doce de la noche, llevando fiambres y vino para cenar en el verde, después del baño. Algunas personas pasaban toda la noche sobre las [259] toscas, gozando de las deliciosas brisas del magnífico río. No lo harían hoy; a menos que contasen con un escuadrón de caballería, que les guardase la espalda contra los cacos.

 

     Algunos han criticado severamente el baño de las señoras en el río; pero la verdad es, que no tenía cosa alguna de reprochable, más allá de lo incómodo en sí, pues que en nada, absolutamente, se quebrantaban los preceptos del decoro. Los grupos sobre las toscas, en las noches que no eran de luna, se servían de pequeños faroles.

 

     Se observaba el mayor orden y respeto; los hombres que llegaban a esa hora, se alejaban de los grupos de señoras, y buscaban sitios menos concurridos por ellas. Habría, no hay duda, una que otra aventura, pero... ¿en qué parte que concurran hombres y mujeres se podrá asegurar que no puedan éstas ocurrir?

 

     Se presenciaban, a veces, escenas grotescas; veíase, por ejemplo, un hombre en el baño a las doce del día, resguardado de los rayos ardientes de un sol de enero, por un enorme paraguas de algodón. Una mujer sumergida en el agua hasta el cuello, saboreando con garbo su cigarro de hoja. Más allá, en las toscas, algún desventurado, desnudo de medio cuerpo, tiritando y empeñado, con uñas y dientes, en desatar los nudos que algunos traviesos se habían entretenido en hacer en sus ropas menores. (38)

 

     Los frecuentes y repentinos huracanes, o lo que se llamaba tormentas de verano, tan comunes aquí, y que parece eran aún mas frecuentes en [260] aquellos años, solían sembrar el terror entre los bañistas; era, a veces, tan rápida su aparición, que no daba tiempo para vestirse; en algunos casos se mantenían firmes en sus puestos, contemplando desde allí la ciudad envuelta en densas nubes de polvo; en otras, todos huían, unos a medio vestir, y otros habiendo perdido sus ropas. Esto mismo servía de tema y entretenimiento (a lo menos para los que no habían sufrido), pues que tales incidentes venían a quebrar la monotonía de aquello de llegar al río, desnudarse, bañarse, volverse a vestir, e irse tranquilo a su casa.

 

 

 

 

III

 

     Durante el verano, muchas familias pasaban temporadas, más o menos largas, en el campo, en donde algunas tenían casa propia. El mal estado de los caminos, hacía casi imposible el uso de los pocos carruajes que entonces había, para transportarse de la ciudad; así es que, las familias, se veían obligadas a viajar en carreta, por pudientes que fuesen, empleando seis, y aun más horas, para ir o venir, por ejemplo, de San Isidro.

 

     En San José de Flores hizo, por muchos años, el servicio, un renombrado don Dalmacio, humilde propietario de ese partido, con una carretita toldada, tirada por un par de bueyes mansos, con los cuales atropellaba los profundos pantanos que eran el terror de los troperos. Don Dalmacio era muy estimado entre las señoras que iban y venían, como hombre previsor y de probada paciencia. [261]

 

     En San Isidro, las Conchas, etc., también había sus carretitas ad hoc, pero las señoras, muchas veces iban de la ciudad en las carretas que traían fruta y regresaban desocupadas. El lector se hará cargo de cuán incómodos serían estos viajes, y de cuántas horas durarían. Sin embargo, hoy echamos chispas si un tren viene retardado de algunos minutos... Pero es condición humana no conocer límite en nuestras aspiraciones.

 

     En los pueblos que quedan sobre la costa, continuábase el baño en el río.

 

     La costumbre, hoy tan generalizada, de vivir fuera de la ciudad, si bien casi exclusivamente en el verano, fue introducida, desde aquellos años, por los comerciantes ingleses, quienes siguiendo su inclinación de residir lejos del punto en que tienen su negocio, formaban, en los suburbios, preciosas quintas como la de Fair, Mackinley (hoy Lezama), Cope, la familia Dickson, que ocupaba la quinta de Riglos, situada sobre la barranca, al Norte de la ciudad, la de Brittain, en Barracas, y tantas otras.

 

     Los que no poseían casas de recreo, llevados de su afición por el campo, hacían sus excursiones, especialmente a San Isidro; salían los sábados a la tarde, o víspera de fiesta, grandes cabalgatas, que presidía el conocido rematador de aquellos tiempos, muy relacionado entre los ingleses, don Julián Arriola. [263]

 

 

 

 

Capítulo XXXII

Traje a la española. -Taco alto. -Medidas adoptadas en diversas épocas contra el lujo. -El figurín en Buenos Aires. -Gorras y sombreros. -Don Juan Manuel. -El moño. -El mono. -Modistas. -Escritor inglés en 1823. -Avisos en 1817.

 

 

 

 

I

 

     El traje de las señoras fue, por muchos años, a la española, y a fe que era elegante y airoso. Usaban, no sólo la graciosa mantilla, sino también variedad de pañuelos y chales, con que se cubrían a veces la cabeza, bajándolos a la espalda en tiempo de calor; jamás se cubrían entonces la cara con velo, ni cosa parecida.

 

     No diremos que en aquellos tiempos no variaban los trajes a impulso de la moda; pero los cambios eran menos bruscos y más limitados. Un vestido, por ejemplo, de ancho se convertía en angosto; o de largo en corto, etc., sin que, como hoy, se viese a una señora envuelta en 20 o 25 varas de género, formando un todo, que de todo tiene menos de vestido; llena de cenefas y colgaduras, precisando de otros accesorios, entonces [264] innecesarios como pajes, centenares de alfileres, y, por añadidura, una mano eternamente ocupada en levantar ese mundo de exuberancias.

 

     Había un tapado que llamaban rebozo, muy general entre las sirvientas y gente de color; todas las negras lo usaban, y cuando hablaban con sus amos, con alguna persona de respeto o iban a dar recado, se descubrían, bajando el rebozo de la cabeza, dejándolo caer sobre los hombros. Este tapado era de bayeta, con mucha frisa; casi siempre color pasa.

 

     Las señoras dieron en usarlo en invierno. Eran de mejor calidad, ribeteados con una ancha cinta y forrados de seda o algún género de lana. En casa era el tapado de privilegio, y a veces, aun salían con él, particularmente en las noches de invierno. Medían como dos y media varas de largo por tres cuartas de ancho.

 

     Siempre se ha usado en nuestro país, y probablemente, en otros muchos, el calzado ajustado; pero el taco alto, que es una de las muchas locuras de la moda, no se conocía, por fortuna.

 

     Y, a propósito, oigan nuestras estimables lectoras, lo que al respecto indica el doctor Mallo en sus Lecciones de Higiene: «Debe atribuirse, dice, al uso de los tacos altos, desde la tierna edad, la carencia de buenas pantorrillas en las mujeres, que se va notando, según opinión de varios observadores del país.»

 

     Lady Kinghtly, se expresa así: -«Es fuera de toda duda que a la vista, un pie cualquiera, con taco alto, aparece diminuto, aun en la mujer más alta; pero el taco no constituye una base segura para la progresión; el pie, dentro del calzado, hace trabajar la extremidad del dedo grande, y sólo [265] se apoya sobre los metatarsianos, de manera que viene a tomar la forma de un pie equino.»

 

     El pie, en efecto, está construido de modo que forma un doble arco sostenido por un trípode, formado por el talón, el dedo grande y el pequeño. El movimiento de la marcha se produce así sobre el vértice del arco, y se evita el choque y el contra golpe; pero cualquiera adición a la altura del talón, compromete el equilibrio y se convierte en un serio peligro.

 

     De extrañarse es que no se vea con más frecuencia luxaciones, fracturas, etc.

 

     Tanto puede, sin embargo, la costumbre, que podemos darnos maña para soportar hasta las cosas más incómodas y perjudiciales. -¿Pero dónde vamos? -Nuestros lectores bien saben que es y ha sido siempre inútil, la prédica contra ese déspota llamado la moda.

 

     Saben que Enrique IV, en 1604, trató de poner un freno al lujo, en un edicto en que empleó esta especie de artificio, sin duda para inducir a que fuese observado: «Se prohíbe a todos los súbditos llevar oro o plata en sus vestidos: exceptuando, sin embargo, a las prostitutas y a los rateros, por los cuales no nos interesamos lo bastante para hacerles el honor de ocuparnos de su conducta.»

 

     A estas disposiciones (que parece fueron ineficaces), siguieron otras de Luis XIII y Luis XIV.

 

     Saben que Carlo Magno prohibió llevar chaleco que valiese más de veinte centavos.

 

     Que bajo Carlos V, se usaban unos zapatos de pico muy largo y con muchos adornos. La Iglesia declaró la guerra a estos zapatos, como contrarios a la Naturaleza, desfigurando al hombre en esta parte del cuerpo. Los condenó en varios Concilios, [266] en 1212, 1365 y 1368. Pero ¿dónde nos van conduciendo los tacos altos y las locuras de la moda?

 

 

 

 

II

 

     Las señoras, decíamos, vestían a la española; aún no nos habían invadido las gorras y los sombreros ingleses, ni las altas novedades de París; así es que, prescindiendo de una que otra aberración, el traje era sencillo, a la vez que elegante.

 

     Mas no tardó en aparecer este terrible enemigo, y el figurín europeo era esperado en Buenos Aires, con avidez extraordinaria. (39)

 

     Con rapidez increíble empezose a suceder entonces al vestido corto el inmensamente largo; el angosto de «medio paso», era seguido por el de 20 paños; los talles cortos, luego los largos, como todo en las modas, tocando los extremos: trajes estirados, trajes con tablones, boladones, etc., desde una sola enagua hasta 14 o 16; mangas anchas, angostas, a medio brazo, largas; mangas globo, mangas con buche, rellenos con lana, algodón o lo que caía a la mano; los miriñaques, los tontillos, etc. Los zapatos escotados, altos, bajos; los atacados; innumerables peinados y hasta pequeños rulos pegados [267] con goma sobre la frente, sobre las sienes, y aun más hacia la cara, y que se denominaban patillas; flores, lazos, cintas de todos colores, plumas, etc. En cierta época, peinetones, que medían algunos dos varas de vuelo.

 

     En cuanto a gorras, pamelas y sombreros, sería imposible describir la variedad en su nombre, forma, tamaño, colocación, con velo, sin él: baste decir, que se han cambiado y siguen cambiando, con tanta frecuencia, como en cierto tiempo los gobernadores en Buenos Aires.

 

     En tiempo de don Juan Manuel, no se consentían gorras por ser moda anti-americana. Las señoras, pues, se veían obligadas a lucir sus bellas cabelleras, si bien a costa de usar el distintivo federal -un enorme moño punzó, al lado izquierdo de la cabeza.

 

     El vestido blanco se usaba mucho antiguamente; el traje para la iglesia era siempre negro, a ninguna le ocurría presentarse en el templo de color.

 

 

 

 

III

 

     Rarísima vez ocupaban modista las señoras; ellas mismas cortaban, armaban y cosían sus trajes. Es verdad que una modista, en toda la extensión de la palabra, habría sido una novedad en aquellos tiempos.

 

     Y aquí conviene hacer notar otra particularidad; y sirva esto para aquellas que no bien notan una grietita en su calzado, van corriendo a casa de Bernasconi. [268] En los años a que nos referimos, por ejemplo, desde 1810 hasta 1820, era muy general que las señoras hicieran ellas mismas sus zapatos, que eran de raso, casi siempre negro; al efecto, mandaban preparar las suelas y cabos a un zapatero. Ellas tenían sus hormas y los útiles necesarios, y como entonces no se usaba taco, los terminaban con bastante perfección. Como los vestidos se usaban cortos, y llevaban rica media de seda, bastaba ver el pie de una persona, para saber si era distinguida, puesto que la gente de segunda clase, y las sirvientas, nunca usaban calzado semejante.

 

 

 

 

IV

 

     Mucho cuidaban del pelo, que era, por lo general, muy largo; no era raro ver trenzas de más de vara y media, sujetas sólo por medio de una peineta; no había, pues, tanto postizo como en el día. No hay duda que los enmarañados peinados que más adelante se vinieron usando y acaso la cantidad y calidad de perfumes empleados, han contribuido poderosamente a la destrucción o a la diminución por lo menos, de ese bello ornato, no habiendo hoy tal vez, una entre quinientas que puedan hacer gala de una trenza de vara y media. ¡Que lástima!

 

     Si quisieran convencerse de que la sencillez y el aliño modesto es el mejor ornamento de la mujer; si quisiesen comprender que en general las hijas de nuestro país no precisan de atavíos para ser hermosas, acaso volverían esos tiempos de encantadora [269] sencillez, o aligerarían por lo menos, la pesada carga que les impone el desmedido lujo.

 

     Un inglés, escritor de aquellos tiempos (1823), se expresa así: «Creo que ciudad alguna del mundo con igual población, pueda ostentar mayor número de mujeres hermosas, que Buenos Aires. Su brillantez en el teatro, no es mayor en los teatros de París ni de Londres; y escribo con un regular conocimiento de los teatros de ambas capitales. Verdad es, que los valiosos diamantes que luce el bello sexo inglés y francés, no se ven en Buenos Aires; sin embargo que, en mi humilde opinión, nada añaden estos costosos accesorios a la hermosura de la mujer.»

 

     ¡Cómo han cambiado desde que eso se escribía, las cosas en cuanto a brillantes y adornos de exorbitante precio! ¡y cuánto han cambiado también, respecto al mueble indispensable, la modista!... Tal es hoy el furor, que aún no ha dado ésta la última puntada en la última novedad, cuando ya otra viene surcando los mares a dar ocupación a la máquina y a sus diligentes dedos, y dolores de cabeza a los pobres esposos o padres de familia.

 

     Es más que probable que aquí el lector encogiéndose de hombros, exclame: «¡tiempo perdido!» Siguiendo pues, su opinión, dejaremos este punto y cerraremos este capítulo transcribiendo algunos avisos; tienen un tipo especial y a la verdad, no van acompañados de tanto bombo como muchos de los de la actualidad; para muestra y recuerdo basta con los que siguen. [270]

 

 

 

 

V

 

Aviso

 

     La persona que guste vender una criada para la Guardia del Monte, con advertencia que a los 8 años de su servicio prestado con buena comportación y conducta, se le otorgará la carta de la libertad, ocurrirá a la esquina de la patria, donde darán razón del comprador.

 

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     De la Merced dos cuadras para el campo y una para el Retiro, calle del Empedrado, se venden y alquilan coches y sopandas y otros carruajes de esta especie, nuevos, a precios equitativos. En la misma casa o hueco en donde vive el dueño y maestro en este arte.

 

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     El que quiera comprar una criada de 28 años, general en su servicio, pero embarazada, ocurra a esta imprenta (de los Expósitos) que darán razón.

 

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     El día 1.º de julio entrante, abre la aula de Gramática latina y castellana el ciudadano José León Cabezón.

 

___ [271]

 

     Una casa sita en el atrio de la iglesia de Monserrat, quien quiera comprarla véase con el señor doctor Sola que vive en ella.

 

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     Una casa nueva y cómoda, sita en la calle del Correo, hacia el Retiro, se vende, y se deja a favor del comprador y sobre ella misma, una capellanía de tres mil pesos. El que quiera comprarla véase con doña Josefa Salces, que vive en el cuartel número 10, en la manzana número 95 cerca del Retiro.

 

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     Se vende una mulata de todo servicio sin vicio conocido; es esclava de don Celedonio Garay.

 

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     Se vende una criada casada: sabe cocinar regularmente, planchar liso y es buena lavandera: quien quiera comprarla véase con su ama, la señora doña Ana Warnes. (40)

 

 

 

 

 

Se agradece a CERVANTESVIRTUAL la donación de esta obra.