Héctor Tizón

 

 

 

 

 

 

NEBLINA DE LA TARDE



 

huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.

QUEVEDO.

 

Camila, desde el antepatio, con las manos llamó al peón, que ya esperaba estólidamente apoyado en el tronco de un cebil. El joven peón venía a ser el hijo de otro peón que, en tiempos mejores, nació, se dejó estar, envejeció y murió caballerizo en la casa; tal vínculo se delataba al hablar, porque el tono de voz y el acento son los rasgos que se heredan con mayor fidelidad.

-¿Cuál? –dijo el peón. Camila avanzó unos pasos, casi hasta el borde de la sombra ostentosa del cebil.

-¿Cuál? Averiguar cuando se sabe es de mero badulaque o de pícaro.

-¿También el moro? –insistió el peón, con las aletas de la nariz temblándole imperceptiblemente.

-Sabís que la Niña no anda sola. También el moro –dijo Camila sin poder disimular el brillo de la risa en sus ojos pronunciadamente bizcos-. ¿Qué es lo que te cuesta? –agregó.

El peón, que había dejado el soporte del árbol, dijo:

-¿Usté también lo ve, doña Camila?

-El poder ver no está en los ojos, porque los ojos, como el espejo, son engañosos.

-¿Y ande está eso, señora?

-El ver, hijo, está en querer ver.

-¿Traigo así al moro del señor?

-Sí, pues –dice ella cuando, una vez separados, está volviendo a la casa, sin ver el sendero ni el portón ni el cerco de las rosas silvestres, ya incorporados a su memoria, como el dolor, o la experiencia.

 

La Niña, no de a horcajadas sino sentada como la Virgen sobre el asno cuando huyó al oeste, galopaba junto al otro caballo, un moro agreño de carácter, arisco y más bien gordo, recorriendo en círculos muy abiertos la pradera sembrada de altamisas tan altas ya que las mayores llegaban a las cinchas, al ruedo de sus polleras confundido con las delicadas puntillas de las enaguas. De pronto, aparentemente cansados, se detuvieron en el confín, muy cerca de aquella parte donde en la última creciente el río había socavado la ribera formando una barranca a pique, y ella miró a lo lejos; de la antigua casa se veía, desde allí, tan sólo parte de los altillos, un sector del barandal de maderas carcomidas y la techumbre ondulada y gruesa, contra el cielo opaco y amancillado por la tenue neblina de la tarde. Unos pájaros, dos o tres, sobrevolando hacia el sur. Ella –las dos cabalgaduras detenidas- abandonando las riendas al azar, se llevó la mano al pecho y acarició distraídamente el diminuto camafeo sujeto de su cuello por un cintillo trenzado, y entonces lo observó largamente, con ternura y una sonrisa que era más bien un gesto indeciso de los labios, en tanto que con la otra mano sostenía la reata del caballo moro. Ahora una ráfaga de viento onduló el pastizal y ella, de pronto, por eso, se dio cuenta que ya moría la estación, tan temprano. Los perros, a lo lejos, ladraban a dos espantapájaros crucificados en el huerto. Alguien silbó, también como antes, cuando su mano suave y regordeta que hasta entonces  no había sabido de otras manos de varón que las anchas, oscuras, autoritarias del padre, cuando la llevaba hasta el apero del caballo y allí, amarrada, casi enloquecida de miedo, la obligaba a galopar entre matas de prímulas silvestres y nomeolvides, juramentos, ochar de perros intranquilos y carcajadas; semejantes, tal vez, o de igual intensidad inconscientemente adrede, o de parecido linaje que estas otras jóvenes e insolentes, y malogradas. Este mismo campo vacío bajo un cielo idéntico, en una misma estación que ya era otoño, cuando él aseguró que ella le dolía tanto de ausentes como de junto a sí, y que eso era una señal inequívoca, más allá de las formas del amor y que por eso él iría a combatir ese engañoso fantasma, aquel sentimiento fugaz y discontinuo, patrimonio sólo de amantes separados. ¡Cuántos atardeceres!

Sólo en las tardes, cuando la luz que desfallece alumbra de otra manera, ella va hasta la piedra rotunda y en ese lugar, voz de mujer que derrumba montañas y es causa de guerras, y piedra que clausura la puerta de la casa del diablo, ella aguardaba confiada la señal de las flores silvestres allanadas bajo su planta, la tintineante señal de sus espuelas en el ademán de montar y enseguida el furioso relinchar del moro, sus cascos menoscabando los arbustos del sitio. Las aguas del río se quejaban de irse, tal vez, y eso, y el humo blanquecino elevándose por sobre la casa, a la distancia, eran la única señal del tiempo; porque todo estaba sin cambios, igual que siempre, cuando ella, entonces sola, o de lejos acompañada de un peón, recorría estos campos en iguales galopes, Ella volvió a contemplarlo, como si lo viese desde muy lejos, y quiso decir algo. La noche anterior había soñado con grandes murciélagos sobrevolando un espacio claro y sin sol, como ahora, sobre un lago de aguas mansas, o sobre un salar. Y sabía o sospechaba que eso era la muerte. Ella dejó de acariciar el camafeo y con ambas manos tiró del ronzal tratando de atraer al otro caballo.

-Ya no te irás –dijo-. Nadie puede irse de ningún lado, ni aun muerto.

Sonó el fierro convocando a los peones, cuando ya los colores de las cosas, perdurando intensamente por un instante, comenzaban a confundirse, pero la mujer aún alcanzaba a ver, nítidamente, una enorme vaca overa humillada sobre la hacina de paja y, muy cerca, la gran piedra que su padre mandara colocar en la boca del pozo por donde una vez salió el diablo, para que no volviese a escapar.

-No se debe jugar con los que ya no están –dice Camila.

-¿Qué es lo que sabe una vieja?

-Sí, soy sólo una vieja. Pero ser viejo es importante en este país. Únicamente un viejo tiene porvenir; los demás ni saben.

De pronto comenzó a llover, suavemente, y ella decidió regresar a la casa, atravesando el campo y junto al viejo sauce de tronco húmedo grueso y retorcido estuvieron otra vez y ella escuchó, otra vez, que decía: Es preferible no tener qué perder  y sintió sus manos frías y huesudas o autoritarias antes de oír el hondo, sordo y remoto retumbar del galope de un caballo moro, que se perdió al filo del día. Después, los dos caballos y la mujer cruzaron el puente de maderas carcomidas y, al entrar al patio, ya estaba el peón, empapado, saludándolos. Ella subió con urgencia las escaleras recias, las mismas que bajó, enseguida, en ropas oscuras y abrigadas, sus cabellos blancos, los ojos vivaces, la boca marchita y firme, en dirección de la mesa aparejada como hacía tantos años. Ya la noche estaba franca cuando Camila sirvió ambos platos, Ella comió en silencio, llevándose la pesada cuchara a los labios como cumpliendo un rito. La lluvia batía el tejado y entre los búhos y los zorros se disputaban las ratas del campo, y las ráfagas de viento fresco, colándose, amenazaban la amarillenta luz de ambos candiles cuando Camila, acercándose a la otra silla, preguntó:

-¿El señor no comerá más?

Y ella volviéndose, dijo:

-No seas idiota. Ya sabes que el señor no existe; que estoy aquí sola.

 

 

 

 


Digitalizado por la voluntaria Marcela del Río.

Autorizado por el autor