C. Collodi
PINOCHO
PINOCHO
EN EL
PAIS DE LOS JUGUETES I La
tentación El
HADA de los Azules caballeros, que había adoptado a Pinocho, resolvió
celebrar el buen resultado en los exámenes del muñeco con una gran merienda
en la que tomarían parte todos los amiguitos de éste. La
fiesta se celebraría al día siguiente en que le dio la noticia, y Pinocho
dejaría de ser un muñeco de madera para convertirse en un niño de carne y
hueso. Todo en pago de su buen comportamiento. Pinocho
le pidió permiso al Hada para salir y hacer personalmente las invitaciones a
la merienda. Y ella le dijo: Así
lo prometió el muñeco y salió de su casa cantando y bailando. En
poco más de una hora visitó a todos sus amigos, pasándoles la invitación. Es
decir, a todos no. Les faltaba uno. Este era un tal Romero, a quien todos
conocían por el sobrenombre de Espárrago, por su cuerpo alto y delgado. Espárrago
era el chico más haragán y travieso de la escuela. Sin embargo, Pinocho lo
quería mucho. Tanto lo quería, que fue el primero a cuya casa se dirigió para
invitarlo a la merienda. Volvió por segunda vez, y todavía no había
regresado. Hizo un tercer viaje, y resultó tan inútil como los anteriores. ¿Dónde
dar con él? Busca por un lado, busca por el otro, después de mucho caminar lo
encontró escondido en el portón de una casa de las afueras. -¿Qué
estás haciendo aquí? –le preguntó el muñeco apenas lo vió. -Espero
la medianoche para salir de viaje-le contestó Espárrago. -Muy
lejos... Muy lejos... -¡Y
yo, que fuí a tu casa tres veces para invitarte a la merienda que mamá da
mañana a mis amigos celebrando mi
éxito en los exámenes! Además, mañana dejaré de ser muñeco para convertirme
en niño como tú y los otros. -Que
te aproveche. -¿No
vendrás? -¿No
te he dicho que esta noche salgo de viaje? Me voy al país más lindo del
mundo. -¿Cómo
se llama? -¡El
País de los Juguetes! ¿Por qué no me acompañas? -¡Tan
luego ahora!...¡Ni lo sueñes! -Pues
te arrepentirás. ¿Dónde vas a encontrar un país más lindo para nosotros, los
chicos, que el País de los Juguetes? Allí no hay escuelas, ni maestros, ni
libros. No hace falta estudiar, pues los jueves no hay clase, y las semanas
se componen de seis jueves y un domingo. Con decirte que las vacaciones
empiezan el primer día de enero y terminan el último día de diciembre... -¡Jem!...-exclamó
Pinocho, como diciendo: “He ahí una vida que llevaría de muy buena gana”. -Bueno,
¿me acompañas o no me acompañas? -No, no
te acompaño. He prometido al Hada ser bueno, y quiero mantener mi promesa . Y
como ya está por anochecer, te dejo. ¡Adiós y feliz viaje! -Espera
dos minutos. -¿Y si
el Hada me reta? -Déjala
que rete. Ya se cansará. -¿Y te
vas solo? -No.
Somos más de cien niños. A medianoche pasará por aquí la galera que nos ha de
llevar al maravilloso país. -¡Lástima
que no sea ya medianoche! -¿Por
qué? -Para
veros partir. -Quédate
aquí otro rato y nos verás. -¿Estas
seguro que en ese país no hay una sola escuela? -¡Qué
va a haber! ¿Por qué no te vienes conmigo? -¡Que
maravilla de país! ¿Y cuándo os vais? -Dentro
de dos horas. -¡Qué
lástima! Si faltara solamente una hora esperaría. -¿Y
el Hada? -Ya
es tarde, de todos modos. Y volver a casa una hora más o menos tarde es lo
mismo. El reto no me lo quita nadie. Mientras
tanto, había anochecido del todo. De pronto vieron a lo lejos una luz que se
movía, y oyeron un ruido de campanillas y el toque de una corneta. -¡Ahí
está! –gritó Espárrago, levantándose. -¿Quién?
–preguntó Pinocho en voz baja. -La
galera que nos ha de llevar. Y ahora dime: ¿vienes o no vienes? -¿Pero
es verdad que en el País de los Juguetes los niños no tiene obligación de
estudiar? -No,
no la tienen. -¡Qué
maravilla!... ¡Qué maravilla!... ¡Qué
maravilla! II El
burro que lloraba Y
llegó la galera junto al portón donde estaban Pinocho y Espárrago. Llegó sin
hacer el menor ruido, pues tenía las ruedas forradas con estopa y trapos. Tiraban
del carruaje doce pares de burros, todos del mismo tamaño, pero de distinto
pelo. Y lo más curioso era que, en lugar de llevar herraduras como todos los
yeguarizos, calzaban zapatos como las personas. El
carruaje ya estaba lleno de chicos de ocho a doce años, amontonados unos sobre
otros, como las sardinas en lata. Pero aunque iban incómodos y tan apretados
que apenas podían respirar, ninguno se quejaba: tan fuerte era la ilusión de
que a las pocas horas llegarían a un país donde no había libros, ni escuelas,
ni maestros. Cuando
la galera se detuvo, el hombre se dirigió a Espárrago y, con toda clase de
zalamerías, le preguntó sonriendo. -¿Quieres
venir tú también al País de los
Juguetes? -¿Qué
si quiero ir? ¡Pero si no deseo otra cosa! -Te
prevengo que en el carruaje ya no hay sitio. Está completamente lleno. -No
importa. Si no hay lugar adentro, estoy dispuesto a viajar en las varas. Y,
dando un salto, se enhorquetó en una de las varas de la galera. -¿Y
tú, querido? –le dijo el hombre a Pinocho-. ¿Vas a venir con nosotros o
piensas quedarte? -Yo
me quedo –contestó el muñeco-. Quiero volver a mi casa y seguir estudiando
para ser siempre el primero de la clase. -Está
bien. ¡Que te aproveche! Viendo
Espárrago que el hombre iba a poner en marcha el vehículo, gritó: -¡Pinocho!
No seas tonto. Vente con nosotros Pinocho,
en lugar de contestar, lanzó un suspiro, luego otro y finalmente dijo con
resolución: -Háganme
un lugarcito. He resuelto ir con ustedes. -Pero no
hay lugar –replicó el hombre del pescante-. Sin embargo, para demostrarle mi
buena voluntad, te puedo ceder mi sitio. -¿Y
usted? -Yo iré
caminando. -¡Ah,
no! No lo puedo consentir. Prefiero montar sobre uno de esos burritos. -Bueno.
Si te parece... Pinocho
se acercó al burro de la derecha de la primera yunta e hizo ademán de saltar
sobre él, pero al animal le dio un
cabezazo en el estómago que lo hizo volar por el aire. Inmediatamente
sonó un coro de carcajadas. Eran los pequeños viajeros, que se reían a más y
mejor. -¡Viva
Pinocho!...¡Que viva! Apenas
el muñeco empezaba a saborear esta ovación cuando el asno, levantando las dos
patas traseras y pegando un corcovo, lanzó a su jinete sobre un montón de
pedregullo que había en mitad de la calle. De nuevo
empezaron los niños a lanzar carcajadas, pero el conductor, demostrando
sentir entrañable cariño por el animal, se le arrimó zalamero y de un tierno
beso le arrancó la mitad de la otra oreja. Después le dijo a Pinocho: -Ahora
puedes montar sin cuidado. Parece que el burro estaba inquieto porque le
andaba una pulga por la cabeza, pero yo le he dicho un par de labras en el
oído y lo he dejado mansito. El
muñeco se acomodó en el lomo del animal, esta vez sin inconveniente, y la
galera reanudó la marcha. Pero mientras los burros galopaban y el carruaje
rodaba sobre el adoquinado de la calle, le pareció oír una voz queda y apenas
inteligible que le decía: -¡Infeliz
Pinocho! Has querido salir con la tuya, pero te arrepentirás. Un tanto
asustado, miró el muñeco por todos lados para ver de dónde venían aquellas
palabras, pero no lo consiguió: Después
de haber hecho medio kilómetro, Pinocho volvió a oír la misma vocecita. Esta
vez le decía: -No lo
olvides, imbécil: los chicos que abandonan la escuela para entregarse de
lleno a los juguetes terminan siempre mal. Yo lo sé por experiencia. Llegará
día en que llorarás como lloro yo. Pero entonces, ¡ay!, será demasiado tarde. Al oír
semejantes palabras, pronunciadas, como la primera vez, en voz baja, Pinocho,
muerto de miedo, saltó de la grupa del animal y lo agarró del hocico.
Entonces se quedó estupefacto, pues vió que el burrito lloraba. Y lo hacía
como un chico. -¡Oiga,
galerista! –gritó el muñeco. -¿Qué
pasa? –contestó el hombre. -Que
este burro llora. -Déjalo
que llore. Ya se reirá el día que se case. -Es que
parece que también habla. ¿Usted le ha enseñado? -Yo no.
Pero aprendió unas pocas palabras durante los tres años que se pasó con unos
perros amaestrados. Mas no perdamos tiempo. Vuelve a montar y reanudemos la
marcha, que la noche está fresca y el trayecto es largo. El
muñeco obedeció sin replicar. El carruaje volvió a seguir su camino, y a la
mañana siguiente, cuando amanecía, llegaron al País de los Juguetes. III El País
de los Juguetes Este
era un país que no se parecía a ningún otro. Componían su población niños de
ocho a catorce años. En calles y plazas reinaba una bulla ensordecedora. Por
todas partes había barras de chicos que jugaban a la rayuela, al fútbol, a la
gallina ciega, a los bolos, al rango, a la mancha y a las carreras. Quiénes
iban en bicicleta, quiénes en monopatín y quiénes en caballitos de madera.
Algunos, vestidos de payaso, hacían ver que se tragaban estopa encendida,
como hacen los payasos de veras en los circos y las ferias. Otros recitaban,
otros cantaban, otros daban saltos mortales y otros caminaban con las manos
en el suelo y los pies en el aire. Había quien jugaba al trompo, quien a las
bolitas y quien se paseaba vestido con uniforme de general. Unos reían,
gritaban y aplaudían; otros silbaban e imitaban el cacareo de la gallina
después de poner el huevo. En fin, que aquello era un alboroto tan
extraordinario, que hacía falta taparse los oídos con algodón para no
quedarse sordo. En
todas las plazas había carpas con teatritos, que estaban llenos de chicos de
la mañana a la noche. Pinocho,
Espárrago y los demás chicos que habían hecho el viaje con el galerista
regordete, apenas pisaron tierra firme se confundieron en la baraúnda, y a
los pocos minutos se habían hecho amigos de todos los habitantes de aquel
magnífico país. Y
en pura distracción y algazara pasaron las horas, los días, las semanas y los
meses, con la rapidez del rayo. ¡Qué
linda vida se pasa aquí! –decía Pinocho cada vez que se encontraba con
Espárrago. -¿Has
visto cómo yo tenía razón? –le contestaba éste-. ¡Y pensar que no querías venir!
¡Pavote, más que pavote!... Si al fin te libraste del fastidio y la
preocupación de los libros y la escuela, me lo debes a mí. Sólo un verdadero
amigo como yo es capaz de hacer un favor tan grande. -¡Qué
alma noble la tuya! –le dijo Pinocho, abrazándolo enternecido. En
eso pasaron cinco meses de continuo holgorio, sin ver un libro ni siquiera
por las tapas, ni una escuela en sueños, cuando una mañana, al despertar,
tuvo nuestro muñeco una sorpresa desagradable. IV Las
orejas de burro Resulta
que Pinocho, al despertarse, notó que le picaba la cabeza, y al empezar a
rascarse advirtió que las orejas le habían crecido más de una cuarta. En
seguida fue a buscar un espejo, y al no encontrarlo, llenó la palangana con
agua y contempló su imagen reflejada en el líquido. Y entonces vió lo que
nunca hubiera querido ver: a ambos costados de la cabeza le salían dos
soberbias orejas de burro. Lloró,
gritó y se golpeó la cabeza en las paredes, pero cuanto más se desesperaba,
esto es, cuanto más hacía el burro, más le crecían las orejas y se cubrían de
pelo. Atraída
por el ruido, entró en el cuarto de Pinocho una linda marmota que vivía en el
piso de arriba, y al ver al muñeco presa de tanta desesperación, le preguntó: -¿Qué
es lo que te pasa, querido vecino? -Que
estoy enfermo –respondió Pinocho-. Y de un mal que me alarma. Si sabes cómo
se toma el pulso, mira si tengo fiebre. La
marmota levantó su manita derecha y después de tomar el pulso al muñeco, le
dijo, suspirando: -¡Ay,
amigo mío! Tienes una fiebre muy fea. -¿Qué
fiebre? -La
fiebre del burro. -¿Y
qué fiebre es ésa? -Una
fiebre que se presenta dos o tres horas antes de convertirse uno en verdadero
burro de cuatro patas. -¡Pobre
de mí! –aulló Pinocho, agarrándose la cabeza con ambas manos, presa de la más
atroz desesperación. -Querido
mío –le dijo la marmota, deseando consolarlo-, debes resignarte, pues ya no
hay remedio. Está escrito en los libros de la sabiduría que los niños que
odian la lectura y huyen de la escuela y se pasan la vida jugando y
divirtiéndose, terminan tarde o temprano en ser verdaderos asnos. -¡Qué
horrible desgracia! Y la culpa no es mía, sino de Espárrago. El me aconsejó
que viniera al País de los Juguetes. -¿Y
por qué seguiste el consejo de ese mal amigo? -¿Porqué?...¡Porque
yo soy un muñeco sin juicio ni corazón! Si no fuera así, no hubiera
abandonado jamás a mi Hada buena, que me quería como una madre. A estas horas
no sería un muñeco próximo a convertirse en burro, sino un niño bueno. ¡Ah!
En cuanto lo encuentre a Espárrago, ya va a ver. Inmediatamente
salió a buscar a Espárrago. Después de recorrer todos los juegos y lugares de
diversión y viendo que no estaba en ninguno de ellos se dirigió a su casa. V Los
dos asnos Cuando
llegó a la casa de Espárrago, Pinocho llamó. -¿Quién
es?-preguntaron desde dentro. -Soy
yo; Pinocho. -Espera,
que voy a abrirte. Media
hora tardó Espárrago en abrir la puerta. Y figúrese cómo se quedaría el
muñeco cuando vió que su compañero de andanzas llevaba un gorro parecido al
suyo, encasquetado hasta la nariz. Inmediatamente pensó: -¿Tendrá
Espárrago mi misma enfermedad? ¿Le habrá atacado la fiebre del burro? Fingiendo
no haber advertido nada anormal, le preguntó, sonriendo: -¿Cómo
estás, amigo Espárrago? -¡Muy
bien! Tan bien como un ratón en un queso. -Entonces,
¿por qué te has puesto en la cabeza ese gorro que te tapa las orejas? -Me
lo recetó el médico, por haberme lastimado en este pie. -¡Pobre
Pinocho! -¡Pobre
Espárrago! A
estas palabras siguió un prolongado silencio durante el cual los dos amigos
se contemplaban con aire burlón. Finalmente Pinocho le dijo al otro: -¿Nunca
padeciste de ninguna enfermedad en las orejas? -¡Nunca!
¿Y tú? -Yo
tampoco. Sin embargo, desde que me desperté esta mañana he sentido cierta
molestia en una oreja. -A mí me ha pasado lo mismo. -¿No
se tratará de la misma enfermedad? -Me
temo que sí. -¿Por
qué no me enseñas tus orejas? -Antes
quiero ver las tuyas. Mira,
saquémonos el gorro los dos al mismo tiempo. ¿Te parece bien? -Me
parece bien. -Entonces,
¡atención!...Una...dos...y...tres! Los
dos se descubrieron al mismo tiempo la cabeza, tirando los gorros al aire. Y
ocurrió algo que parece imposible. ¿Saben qué? Que Pinocho y Espárrago, al
verse víctimas de la misma desgracia, en lugar de desesperarse, comenzaron a
hacerse señas con las orejas movibles, terminando por estallar en una alegre
carcajada. Y
rieron, rieron, hasta caer rendidos. Y en lo mejor de la risa, Espárrago hizo
un ademán violento y, cambiando el color, le dijo a su amigo: -¡Socorro,
Pinocho!...¡Ayúdame! -¿Qué
te pasa? -Que
no me puedo parar. -Yo
tampoco -aulló Pinocho, llorando y tambaleándose como un beodo. Vencidos
por la vergüenza y el dolor, intentaron llorar. ¡Nunca lo hubieran hecho! De
sus gargantas no salían lamentos, sino rebuznos, sonoros y perfectos rebuznos
de burro. Entonces
oyeron llamar a la puerta y una voz que desde afuera les decía: -¡Abran!
Soy el galerista que los trajo a este país. ¡Abran en seguida! Si se
resisten, sabrán lo que es bueno. VI En
la feria Al
ver que la puerta permanecía cerrada, el conductor de la galera la abrió de
par en par con una fuerte patada, entró en la pieza y les dijo a los chicos
convertidos en burros: -¡Muy
bien! Ya he oído que rebuznaban ustedes como perfectos asnos. Por eso me
apresuré a venir. Al
oír esto, los dos burritos se quedaron tristes, con la cabeza baja y las
orejas gachas. El
hombre los acarició y los palmeó. Luego, con una rasqueta, los empezó a
cepillar, y cuando los hubo dejado limpios y brillantes como dos espejos, les
colocó cabezadas y los llevó a la feria de un pueblo próximo, con intención
de venderlos. Y
no faltaron compradores. A
Espárrago lo compró un campesino cuyo burro se había muerto el día anterior.
En cuanto a Pinocho, fue adquirido por el director de un circo, con la
intención de amaestrarlo y enseñarle a bailar y hacer pruebas con los otros
animales de su compañía. Ignoro
la suerte corrida por Espárrago, pero, en cambio, sé la que tuvo Pinocho. VII Ante
el pesebre Desde
sus primeros días de burro, Pinocho llevó una vida dura y amarga. Su
nuevo patrón lo llevó a una caballeriza y le llenó el pesebre de paja. El
muñeco probó un bocado, pero inmediatamente lo escupió con repugnancia. Entonces
el director del circo, rezongando como un demonio, le llenó el pesebre de
pasto seco. Pero tampoco este forraje le gustó al burro. -¡Cómo!
¿Tampoco te gusta el pasto? –gritó el patrón con enojo-. Pues, debes ir
comprendiendo que si estás lleno de caprichos, yo te los sacaré. Y,
pasando de las amenazas a los hechos, le dio un fuerte latigazo en las patas. Pinocho
empezó a llorar y a rebuznar. Y rebuznando decía: -No
puedo comer paja. No puedo... -Entonces,
come pasto –le replicó el director, que conocía el idioma de los asnos. -El
pasto me da dolor de cabeza. -¿Qué
quieres, entonces? ¿Qué te mantenga con pechuga de pavita y macarrones a la
parmesana? Y,
dicho esto, le encajó otro latigazo. A
este segundo castigo, Pinocho se calmó no volvió a protestar. Y como hacía
muchas horas que no comía, empezó a largar tremendos bostezos. A todo esto,
el director del circo se fue rezongando, cerrando tras de sí la puerta de la
caballeriza, con lo que Pinocho se quedó solo. Y
seguía bostezando de hambre. Finalmente
y, puesto que en el pesebre no había otra cosa, se resignó a comer un poco de
pasto, y luego de haberlo masticado un rato con asco, cerró los ojos y se lo
tragó. -Después
de todo, este pasto no es tan feo- se dijo-. Sin embargo, comería mejores
cosas si hubiera seguido estudiando. A estas horas estaría ante una gran
rebanada de pan fresco y un pedazo de jamón. ¡Pero qué se le va a hacer! Y
diciendo esto se durmió. A la mañana siguiente, apenas se despertó,
sintió apetito y se puso a buscar en el pesebre un poco de pasto, pero no
encontró ni una brizna, pues se lo había comido todo la noche anterior.
Entonces se resolvió a probar la paja. Y, mientras la masticaba, se decía que
el gusto de la paja no se parece en nada al del arroz a la milanesa ni al de
los tallarines a la napolitana. -¡Pero
qué se le va a hacer! –se decía, mientras continuaba comiendo-. Por lo menos,
esta desgracia mía servirá algún día de lección a tantos niños haraganes que
no quieren estudiar. ¡Paciencia!... -¡Qué
paciencia ni qué cuernos! –vociferó el patrón, que en ese momento entraba en
la caballeriza-. ¿Crees que te he comprado para que comas y bebas? No,
amiguito. Te he comprado para que trabajes y me hagas ganar mucha plata.
Conque ven conmigo y a ver si te portas bien. Te enseñaré a entrar por el aro,
a romper con la cabeza las barricas de papel y a bailar sobre las dos patas
traseras. El
infeliz Pinocho tuvo que aprender todos los ejercicios que le enseñó el
director del circo para diversión de su público. VII La
función Finalmente
llegó el día en que el director del circo pudo anunciar su debut. Los
cartelones, hechos en vivos colores, y pegados en las esquinas de las
principales calles, decían así: HOY Gran
función de gala Formidables
saltos y maravillosos ejercicios, a cargo de los caballos de la compañía. Además,
un sensacional debut: El
famoso burrito Pinocho más conocido por “La Estrella de la Danza”. Como
es de imaginar, esa noche el circo ya estaba lleno una hora antes que
empezara el espectáculo. Ni pagando a precio de oro se podía conseguir un
solo asiento. Terminada
la primera parte de la función y reanudado el espectáculo, el director de la
compañía se presentó al público y, después de hacer una gran reverencia,
pronunció este estrafalario discurso: -Damas,
caballeros, niños, niñas y demás personas: “El
que suscribe, de paso por esta ilustre metrópoli, ha creído de su deber
crearse el honor que le produce la satisfacción de presentar a este
inteligente y peripatético auditorio un célebre burrito que ya tuvo la inmensa
y conglomerada satisfacción de presentarse ante su majestad el emperador de
todas las cortes principales de Europa, América, Suecia y Noruega.. “Muy
agradecido, espero nos ayude con su animadora y gentil asistencia y vuestra
generosa bondad. He dicho”. Fueron
muchas las carcajadas y los aplausos que recibieron esta sarta de disparates.
Y los aplausos se multiplicaran hasta parecer un huracán cuando apareció el
burrito Pinocho en el picadero. El
director lo presentó con las siguientes palabras: -No
voy a entretener vuestra atención contando mentiras sobre las graves
dificultades que he tenido que llevar a cabo para domar este mamífero aquí de
cuerpo presente, mientras triscaba libremente de montaña en montaña en las
nevadas llanuras del Ecuador. Observad cuánta furia salvaje fluye de sus
ojos. Sin embargo, conseguí amaestrarlo. Admiradle y luego le juzgaréis. Sin
embargo, antes de decirnos, ¡hasta nunca más ver!, quiero, señoras y
caballeros, invitaros a la matiné de mañana por la noche. Ahora bien, si por
la noche llueve, quedáis invitado a la velada que daremos por la tarde”. Satisfecho
el director de sus dotes oratorias y de lo atinado de sus apreciaciones, hizo otra profunda reverencia y,
dirigiéndose a Pinocho, lo dijo: -¡Vamos,
burrito! Antes de empezar los ejercicios del programa, saluda al respetable
público, así como a las damas, a los caballeros y a los niños aquí de cuerpo
presente. Pinocho
dobló las rodillas de las patas delanteras y se quedó así hasta que el
director, chasqueando el látigo, le gritó: -¡Vamos!
¡Al paso! El
burro se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de la pista, caminando al
paso. -¡Al
trote! –grito el director. Y
Pinocho, siempre obediente, empezó a andar a pequeños saltos. -¡Al
galope! –dijo entonces la voz del patrón. Y
Pinocho empezó a balancearse en un elegante galope. -¡A
la carrera! Y
el muñeco convertido en burro se puso a correr a todo lo que daba. Y en lo
mejor de la carrera, el director levantó un brazo en cuya mano empuñaba un
revólver, y descargó un tiro. Al
ruido de la detonación, el burrito, fingiéndose herido, cayó sobre el aserrín
de la pista como si hubiera sido herido de muerte. Cuando,
al mando del director, se levantó entre una explosión de aplausos y gritos,
alzó la cabeza y miró hacia arriba. Y vió en un palco a una linda señora, que
llevaba una gargantilla de oro de la que colgaba un medallón, y en el
medallón estaba pintado el retrato de un muñeco. -Ese
es mi retrato –se dijo Pinocho-, y esa señora es el Hada buena. Loco
de alegría, intentó gritar: -¡Hada!
¡Hada mía! Pero,
en lugar de esta exclamación, le salió de la garganta un rebuzno tan largo y
sonoro que hizo desternillar de risa a los chicos concurrentes y a muchos
grandes. IX El
accidente Al
oír el rebuzno lanzado por Pinocho, el director quiso demostrarle que aquello
no lo hace un burro bien educado. Y le dio con el cabo del látigo un golpe
seco en la punta del hocico. El
pobre Pinocho, muerto de dolor, sacó casi una cuarta de lengua, y estuvo un
rato largo lamiéndose el morro. -¡Vamos
a ver, Pinocho! Ahora demostrarás al respetable público con qué gracia entras
por el aro. El
pobre muñeco intentó hacerlo una y otra vez, pero cada vez que llegaba junto
al aro, en lugar de atravesarlo, como había hecho en los ensayos, pasaba por
debajo. Finalmente, ante los gritos furiosos del director dio un salto y lo
atravesó pero las patas traseras se le quedaron enredadas en el aro y cayó
violentamente al suelo. Cuando
se levantó andaba rengo y a duras penas pudo llegar a la caballeriza. -¡Que
salga Pinocho! ¡Queremos ver a Pinocho! –gritaban los chicos, compadecidos
ante lo que le había ocurrido al burrito. Pero
Pinocho ya no volvió a salir. X Otra
vez el muñeco A
la mañana siguiente el veterinario dijo que el burrito Pinocho se quedaría
rengo para siempre. Entonces el director del circo lo mandó vender en la
feria. En seguida apareció un interesado, que le preguntó al peón del circo
que había llevado al animal a vender: -Veinte
pesos. -Te
doy cinco, pues solamente me sirve por su piel. Con ella haré un tambor para
la banda de música de mi pueblo. Aceptó
el peón y el comprador se llevó al burro hasta una roca en la orilla del mar
y colgándole una piedra en el cuello y atándole una soga a una pata, le dio
un empujón y lo tiró al agua. Con el peso, Pinocho se fue al fondo. Y el
hombre, teniendo fuertemente la soga con ambas manos, se sentó en la roca,
esperando que el animal se ahogara para después arrancarle la piel
tranquilamente. Pasados cincuenta minutos, pensó: -A
estas horas el pobre burro rengo ya estará más que ahogado. Y
empezó a tirar de la soga. Y en lugar de un burrito muerto, se encontró con
un muñeco vivo. -¿Y
el asno que tiré al mar? –preguntó-. ¿Dónde esta? -Soy
yo –contestó Pinocho riendo-. El mar juega estas bromas. -No
voy a permitir que te burles de mí. -No
me burlo. Y si quiere saber toda mi historia, suélteme de la pierna, y se la
contaré. El
comprador del burro, que era muy curioso, desató al muñeco, y éste le contó
su vida. Y agregó que el Hada de los Azules Caballeros, que le hacía de mamá,
al enterarse esa mañana de que se iba a ahogar, le mandó un cardumen de peces
que, creyéndolo burro, lo devoraron, dejándole solamente el esqueleto, que no
era tal sino su cuerpo de muñeco, con el que volvía a la vida, dispuesto a
ser bueno. FIN. |