GUILLERMO SHAKESPEARE EL MERCADER DE VENECIA (Adaptación
de la Comedia) I LOS DOS
AMIGOS En
Venecia vivía un mercader llamado Antonio. Era un hombre bueno y rico. Poseía
una de las más importantes flotas de barcos de carga de aquel puerto del
Adriático con la cual traía y llevaba mercaderías de las más variadas clases. Este
buen veneciano tenía un amigo al cual quería entrañablemente. Se llamaba
Basanio y era militar, buen mozo, inteligente y honrado, pero más pobre que
las ratas. Basanio
estaba enamorado de una joven cuyo padre al morir le había dejado una gran
fortuna. Se llamaba Porcia y era tan bella como culta. Aunque
ella jamás le había hecho ningún desaire, Basanio no se atrevía a declararle
su amor por temor de que la joven creyera que iba en busca de su dinero. Y
así pasaron los días las semanas y los meses. Hasta que viendo que, lejos de
amenguar, su pasión iba en aumento, el joven militar decidió visitar a Porcia
y declararle su amor; pero como ésta no vivía en Venecia sino en Belmont y
Basanio no disponía del dinero necesario para el viaje, así como del que le
hacía falta para comprar ropas presentables y hospedarse donde correspondía
al pretendiente de una dama de tal categoría, decidió pedirle a Antonio la
cantidad que necesitaba. -Bien
sabes que para mí sería un placer poder ayudarte- le dijo el mercader al
militar-, pero ocurre que mis barcos están en el mar, y la carga que
transportan he empleado todo mi dinero. Me agarras sin un maravedí en la
bolsa. Pero déjame pensar. A lo mejor... II SYLOCK, EL CRUEL
A
fuerza de pensar y pensar, y de dar vueltas a su caletre, el bueno de Antonio
se acordó de Shylock, un prestamista judío que tenía fama de cruel, y al cual
el generoso mercader le había recriminado en público muchas veces su
despiadado proceder con los infelices que caían en sus garras. El avaro lo
odiaba por eso y porque sabía que cuando tenía dinero lo prestaba a sus
amigos no sólo sin cobrarles interés alguno, sino sin reclamárselo jamás. A
esto se agregaba el odio que tenía a todos los cristianos, porque su hija se
había enamorado de un caballero veneciano y, sabiendo que su padre no iba a
consentir que se uniera con un hombre que no era de su raza, había huído del
hogar y, poniéndose bajo el amparo de la Iglesia y de la justicia, se había
casado a disgusto y con la maldición del judío. Aunque
Antonio también odiaba a éste y no pensaba pedirle ni un vaso de agua, con
tal de favorecer a su amigo, estaba dispuesto a hacer, como vulgarmente se
dice, de tripas corazón y solicitarle a Shylock un préstamo para Basanio con
la valiosa garantía de sus mercancías y de sus naves. Al
enterarse del motivo de la visita de los dos amigos, al prestamista se le
iluminaron los ojos de alegría. ¡Al fín iba a poderse vengar del hombre al
que tanto odiaba!. -¿Con
que queréis tres mil ducanos? Le dijo a Basanio-. ¡Muy bien! ¿Qué garantías
ofrecéis? -Los
bienes de Antonio- respondió el joven militar. -¿Y
que bienes son ésos? -Mis
barcos con toda su carga- exclamó Antonio. - No
sirven- exclamó el judío, sonriendo con maldad-. En el mar hay tempestades,
piratas y otros mil peligros. Pero para que veáis que soy bueno y que paso
por alto el que más de una vez Antonio me haya llamado perro, estoy dispuesto
a dar los tres mil ducanos con una garantía especial. -
Contad con ella- exclamó el
mercader. -
¿Qué garantía es ésa?- interrogó
Basanio, que veía en el gesto del prestamista y en el retintín de sus
palabras algo inquietante. -La
garantía que exigió –dijo el judío-
es que Antonio me firme ante escribano un documento en el que conste
que si antes de un trimestre no se me devuelve la suma prestada, tendré
derecho a cobrarme cortando una libra de carne del cuerpo de él y de la parte
que yo elija. Aunque
esperaba el dinero con verdadera ansiedad, el joven enamorado rechazó de
plano tan cruel condición, no así Antonio, que, tomándola a broma, dijo que
estaba dispuesto a firmar el documento. Además, sabía que antes de tres meses
iba a estar de regreso algunos de sus navíos con mercancías que importarían
cien veces más el valor del préstamo. III. LOS
TRES COFRES Una
vez en poder del dinero, Basanio se dirigió a Belmont para pedirle a Porcia
su mano. Con
su cuantiosa herencia, el padre de la joven le había dejado tres cofres que
debía presentar a sus pretendientes cuando estos fueran a proponerle
matrimonio. Un cofre era de oro, el otro de plata y el tercero de plomo. Uno
de ellos contenía el retrato de Porcia, y el que acertara con éste se podría
casar con la heredera. El
cofre de oro tenía una inscripción que decía: “El que me elija a mí tendrá lo
que todos desean”. En el de plata se leía: “Aquel que se decida por mí
recibirá lo que merece”. En cuanto a la inscripción del cofre más feo, o sea
el de plomo, rezaba de esta manera: “El que me elija tendrá que entregar todo
cuanto posea”. A
todos los países de Europa llegó la fama de la belleza de la rica heredera,
así como la historia de los tres cofres, y fueron varios los caballeros que
se pusieron en viaje con el único propósito de solicitar la mano de Porcia. Entre
ellos hubo el heredero de un reino africano que apenas se vió ante los
corres, se dirigió al más valioso, o sea, al de oro. -
Lo que todos desean- dijo al
leer la inscripción-, no puede ser otra cosa que el retrato de Porcia y con
ella su mano. -
Pidió la llave, abrió la
enigmática caja y en su interior se encontró con un cráneo humano y un pergamino en el cual se leía lo
siguiente: “No
es oro todo lo que reluce. Habéis sido rechazado” Luego
llegó al palacio de Porcia un príncipe de Aragón. Este era bueno y noble,
pero muy pagado de sí mismo, y leyó la inscripción del cofre de plata, que
decía: “Aquél
que se decida por mí, recibirá lo que merece”. Luego
exclamó: -Valgo
tanto, que lo que merezco es la bella Porcia. Abrió
el cofre y se encontró con una cabeza de cera que representaba un bufón que
llevaba la siguiente leyenda: “Bajo
un metal tan noble como la plata, tenéis a este imbécil. El mundo esta llenó
de necios que se ocultan de manera parecida. Podéis retiraros, pues no habéis
sido aceptado”. IV LA
SUERTE DE BASANIO Cuando
Basanio llegó al palacio de Porcia dispuesto a probar suerte ante los cofres,
se encontró con ella y recibió una mirada tan tierna que deseo más que nunca
resultar afortunado en la singular prueba. Al
serle presentad los tres cofres, de buena gana la joven le hubiera indicado
cual era el que contenía su retrato, pero el testamento de su padre se lo
prohibía, y ella, entre otras muchas virtudes poseía la de la obediencia. -Los
más bello por fuera es a veces lo más feo por dentro- dijo Basanio, mirando
alternativamente los cofres de oro, de plata y de plomo. Finalmente,
se decidió por este último; pidió la llave y lo abrió. En
su interior estaba el retrato de Porcia con una inscripción que decía: “Tú,
a quién las apariencias no han engañado, eres el afortunado de esta prueba.
Porcia es tuya. Haz bendecir tu unión con ella y sé feliz”. Basanio
se consideró el hombre más dichoso del mundo. Y no menos dichosa se consideró
Porcia. Enseguida
se hicieron los preparativos para la boda, que debía ser de acuerdo con el
rango de los contrayentes, pues si ella era noble por su virtud y su dinero,
el lo era como militar valiente y hombre honrado a carta cabal. Pasó un
mes ... Pasaron dos ... y estando
próximo el día de la ceremonia del casamiento, llegó a Belmont un barco de
Venecia del cual descendió Jessica, la hija de Shylock, en compañía de su
esposo, que era amigo de Basanio. Ambos se dirigieron al palacio de Porcia,
donde el novio estaba dirigiendo los preparativos para la boda, y le
entregaron una carta de Antonio. V LA GRAN
DESGRACIA Cuando
Basanio leyó la carta de su amigo se sintió desfallecer. Y no era para menos.
En ella Antonio le decía que todos los barcos que, cargados hasta el tope de
ricas mercancías navegaban por los mares del mundo, habían naufragado, por lo
cual él estaba tan pobre como el más miserable de los mendigos. Los
recién llegados confirmaron la triste noticia, agregando que Shylock, viendo
próximo el día de su terrible venganza, recorría calles y plazas gritando: -¡Justicia!
¡Al fín se hará justicia! Dinero ... Joyas ... Mi hija. ¡Que me devuelvan mi
hija!... ¡Y mi dinero! ¡Y mis joyas!... Y
agregaba para sí: El plazo
que le di al odiado mercader para que me devolviera el dinero prestado a Basanio se acerca. Y no podrá cumplir, pues sus
riquezas se han ido al fondo del mar. Y yo me vengaré en el de todos los de
su religión y de su raza maldita. En
vísperas de vencer el plazo consignado en el documento, el usurero fue a ver
a Dux, que era el mandatario de Venecia, y lo puso en antecedentes del
convenio agregando que estaba dispuesto a cobrarse de acuerdo con lo
estipulado, o sea con una libra de carne cortada de la parte que eligiera del
cuerpo de Antonio. El
Dux intentó disuadir al prestamista de su feroz venganza, y en su ruego lo
acompañaron otros nobles venecianos y los más poderosos mercaderes; pero el
avaro no quiso ni escucharlos. Siempre los interrumpía, diciendo: -Trato
es trato. Si Antonio no me da el dinero de Basanio no me podrá devolver, yo
me cobraré con una libra de su carne. La ley me ampara, y no estoy dispuesto
a hacer la menor concesión. Antonio
se había resignado a su suerte. Y como sabía que no iba a salir con vida de
la operación que le iba a hacer el judío le decía a su amigo en la cara: “Antes
de morir, desearía verte, pero si tu amor te retiene yo tu amistad no vale el
sacrificio de venir Venecia, no quiero que esta carta te obligue a ello. Además,
aunque estés en condiciones de pagar la deuda, no creo que puedas llegar a
tiempo para salvarme”. VI EL JUICIO Pensando
que Antonio iba a morir para darle a él la felicidad, Basanio se dispuso a ir
a Venecia con la esperanza de llegar a tiempo para salvar a su amigo. Porcia,
enterada de lo que había ocurrido, lo acompañó en sus deseos, ya que no en el
viaje.- -Casémonos
hoy mismo, sin pompa alguna- le dijo-, y mañana a primera hora partes para
Venecia. Llévate todo el dinero que quieras y paga tu deuda veinte veces si
es necesario. Todo, con tal de que salves a Antonio de su horrible muerte. Y
tal como Porcia lo propuso se hizo. El joven se embarcó al día siguiente,
pero fuertes temporales demoraron el viaje y cuando llegó a Venecia ya se
había vencido el plazo, y Antonio estaba en la cárcel a espera de la
sentencia. Shylock
se pasaba las horas al lado del carcelero, y cuando alguien iba a ver al
preso le decía: Tended
cuidado con Antonio. Es un loco. Tan loco es que presta dinero sin cobrar
interés alguno. Pero ahora sabrá lo que es bueno. Lo tengo ahí bien guardado,
y me cobraré lo que me debe, con una libra de su carne. Basanio
no tuvo necesidad de ir a ver a su amigo a la cárcel, pues el mismo día de su
llegada Antonio era conducido a presencia de Dux para ser juzgado. Sin
altivez, pero con pleno dominio de sí mismo, dijo el acusado: -No
pido clemencia, pues sé que todo hombre honrado debe cumplir sus promesas.
Prometí a Shylock que al vencimiento de la deuda le pagaría con dinero o con
una libra de mi carne. Dinero no tengo. Por lo tanto, que se cobre con la
carne mía, que será como cobrarse con mi vida. El
Dux y los nobles que intervenían en el juicio rogaron nuevamente al
prestamista que no llevara las cosas al extremo. -Odio
a Antonio con toda mi alma –dijo Shylock por toda respuesta-. Las mayores
riquezas no me darían el placer que me va a dar el cumplimiento estricto de
lo establecido en el documento. Exijo, pues, que se aplique la ley. Basanio
avanzó entonces hacia el avaro y alcanzándole una bolsa llena de oro le dijo: -Si
dejas a Antonio en libertad, te daré el doble de lo que te debo. Y
el malvado le contestó: Aunque
por cada ducano me pagaras seis mil, te diría que prefiero de mi mortal
enemigo. Es mía y bien mía. Exijo que se cumpla la justicia. Inútil
fue cuanto hicieron los presentes para salvar al generoso mercader. El judío,
aferrado, como un perro famélico al contrato, no atendía a súplicas y blandía
un enorme cuchillo dispuesto a dar cumplimiento a su venganza. VII EL SABIO
LEGISTA Ya
estaba el Dux para sentenciar contra Antonio cuando anunciaron que de una
ciudad próxima había llegado un sabio legista que deseaba actuar de juez en
el extraordinario proceso. Penetró
el recién llegado en el salón. Era un joven y elegante leguleyo que vestía
una toga que le cubría buena parte del rostro. Después de hacer una
reverencia al Dux, le entregó una carta. Esta era de un famoso jurisconsulto
y en ella expresaba que por hallarse enfermo no podría concurrir como siempre
que se ventilaban grandes procesos, pero que mandaba al más joven y más sabio
de sus discípulos. Con
la venia del Dux y enterado del caso, el legista se dirigió a Shylock y le
rogó que tuviera clemencia de su deudor, pero el prestamista no quiso
escucharlo. -¿No
hay quien le de a este avaro el dinero que Antonio le debe?-preguntó el joven
togado. -Yo,
señor -dijo Basanio, adelantándose-. Estoy dispuesto a dar cuanto se me pida.
El doble, el triple, diez veces más, cien, mil, y hasta mi corazón y mi
cabeza. Pero
nuevamente Shylock manifestó que se atenía a lo convenido en el contrato y
que, por lo tanto no quería otra cosa que una libra de carne de su deudor,
del lado izquierdo del pecho, cerca del corazón. Esta
bien- exclamó el legista-. No hay poder en toda Venecia que permita ir contra
la ley. Este hombre esta en su derecho a pedir lo que pide por horrible que
sea, y la ley se lo tiene que conceder. -¡Cuánto
os admiro, sapientísimo joven! –exclamó el prestamista. -No hay
salvación, Antonio –dijo el abogado-. Desnúdate el pecho. Y
enseguida, dirigiéndose al judío. -¿Tienes
preparada la balanza para pesar la carne? -Todo
lo tengo preparado –contestó el malvado, empuñando el cuchillo. Y
se dispuso a ejecutar su feroz venganza. VIII LA
SALVACIÓN El
sabio legista contuvo con un ademán al avaro. -¡Aguarda
un momento!-le dijo-. ¿No hay aquí un cirujano para contener la salida de la
sangre? -No
–contestó Shylock-. Eso no está especificado en el documento. -La
ley te concede el derecho de cortarle al mercader Antonio una libra de carne,
pero no el de derramar sangre. Por lo tanto, ten cuidado al cortar de que no
salte una sola gota, pues en tal caso serás acusado de asesinato y te serán
confiscado tus bienes. Los
amigos de Antonio, que lo eran todos lo presentes en la sala, prorrumpieron
en aclamaciones. El
avaro se mesaba la barba y los cabellos, viendo su partida perdida. No era
posible cortar un pedazo de carne a un vivo sin que brotara la sangre en
abundancia. Considerándose derrotado, le dijo a Basanio: -Dejo
libre a tu amigo Antonio con tal de que me pagues tres veces el valor de la
deuda. Antes
de que Basanio pudiera contestar, intervino el joven legista. -¡
De ninguna manera! –le dijo el judío-. Tu has rechazado ese generoso
ofrecimiento. La ley es la ley. Y esta te concede una libra de carne del
cuerpo de Antonio pero sin verter una sola gota de sangre. Te concedo eso y
nada más. No pidas, pues, dinero. -Me
conformo con la devolución de la deuda sin ningún interés-exclamó el
prestamista. -En
el documento no se establece tal cosa, y, por lo tanto, la justicia no te lo
puede conceder. Entonces,
loco de desesperación el judío hizo ademán de retirarse, pero el joven que
oficiaba de juez lo contuvo diciéndole: -Todavía
no hemos terminad. Tú eres judío y, según nuestras leyes, aquél de tu raza
que intenta quitar la vida a un ciudadano de Venecia debe ser condenado a
muerte, repartiendo sus bienes entre la ciudad y el vecino al que ha
intentado asesinar. Tú has querido quitar la vida de Antonio. El Dux
decidirá. Entonces
el mandatario, levantándose, le dijo
al judío, que temblaba de miedo: -Te
perdono la vida, pero toda tu fortuna debe pasar a poder de Antonio, que
buena falta le hace y bien merecida la tiene. El
avaro quedó anonadado. Aquella sentencia le parecía peor que la pena de
muerte. Compadecido de su dolor, se levantó Antonio y dijo: -No
quiero la fortuna de Shylock. Me conformo con que esta pase a poder de su
hija, que esta casada con un veneciano. Y
la sala en pleno aplaudió la conducta del noble mercader. IX EL PAGO Antonio
y Basanio no sabían como agradecer al joven legista que se había portado en
el juicio de manera tan brillante, salvando la vida del amigo cuyo desinterés
lo llevaba a la muerte. Basanio
quiso entregarle al que tan bien se había portado como juez todo el dinero
que había llevado consigo para recatar al acusado, que no era poco. -Sino lo
consideráis suficiente-le dijo- puedo mandaros más. Mi esposa es poseedora de
una gran fortuna y me ha permitido disponer de ella en esta noble causa sin
limitación ninguna de especie. -Os
agradezco-contestó el abogado-, pero no lo puedo aceptar. He venido invitado
por mi maestro y respondiendo a sus instrucciones. No he hecho más que
realizar una clase práctica de aplicación de la ley. -Entonces
–insistió Basanio-, decidme como podré demostraros mi agradecimiento. De otra
manera tendrá que ser, puesto que no aceptáis pago en dinero. ¿Qué deseáis
que os entregue como recuerdo de mi satisfacción?. -Nada
... Nada... -Sí.
Algo tiene que ser. Si no como pago, como obsequio. Eso no se le rechaza ni a
un enemigo. -Bueno.
Ya que tanto insistís, os tomaré una prenda como recuerdo. ¿No os negaréis a
entregármela? -
No. Decidme cual es, y en el
acto será vuestra. - Lo
único que aceptaría buenamente y en calidad de regalo es el anillo que lleváis en el dedo. Basanio
palideció, y retiró la mano de golpe, como si deseara que aquella alhaja no
siguiera tentando al joven abogado. -Me
pedís un imposible-le dijo, titubeando. -¿Imposible?¿Por
qué? -Porque
este anillo es un obsequio de mi mujer. -¿Y
que?¿Acaso no es rica y puede regalaros muchos más? -Sí,
pero es que al entregarme este anillo exigió la promesa de que no me
separaría jamás de él. -
¡Brava promesa, a fe!... -En
lugar de este os regalaré el anillo más valioso que halla en Venecia. Para
vos será lo mismo. -No. Yo
no deseo otro anillo que éste. Es con lo único que consideraría retribuido
los servicios que os he prestado. Ante
tanta insistencia, y puesto que no podía demostrar de otro modo su
reconocimiento al que había salvado la vida de su entrañable amigo, se lo dio
con la esperanza de que su mujer no iba a notar la falta o se la iba a
perdonar una vez que conociera los motivos. X LA FALTA
DESCUBIERTA. Aquella
misma noche Basanio y su amigo Antonio tomaron un barco que salía del puerto
de Venecia y se dirigieron a Belmont. Ambos estaban ansiosos de llegar para
transmitir la feliz noticia a Porcia. A
penas desembarcaron se dirigieron al magnífico palacio que ahora era
residencia de Basanio. La esposa de este los estaba aguardando en la puerta.
A penas los vio se adelantó a recibirlos, haciéndolo con las más vivas
muestras de aprecio. Hubo
una espléndida comida a la que siguió una verdadera fiesta íntima con música
y canciones, pues Porcia tenía una voz maravillosa que, si deleitaba a todos
los que la escuchaban, sumía en un verdadero éxtasis a su enamorado esposo. Antonio,
por su parte, se sentía dichoso al considerar que él había contribuido aun a
riesgo de su vida, a hacer feliz a su amigo. De
pronto Porcia mirando la mano de su marido, le preguntó: -¿Y
el anillo que te di y que tu juraste no separarte más de él? -Perdona,
esposa mía –le contestó Basanio-; se lo tuve que entregar al abogado que hizo
de magistrado en el juicio de Antonio. -Debía
ser sagrado para mí-replicó ella con enojo. -Considera
que fue en pago de haber salvado la vida de nuestro amigo. -Podías
haberle dado cualquier otra cosa de más valor. -Intenté
hacerlo, pero él se encaprichó con el anillo. -¿Acaso
no era mi primer regalo de esposa?. A lo mejor me estas mintiendo y se lo regalaste a otra mujer. Al
oír esto Antonio se creyó obligado a intervenir y así lo hizo intercediendo a
favor de su amigo, diciendo que cuanto había dicho Basanio era verdad y que
el caso no se iba a repetir. -¿Estáis
seguro -le preguntó Porcia, riendo- que en adelante mi marido cumplirá mejor
sus promesas? -Segurísimo. -Entonces,
dadle este anillo y recomendadle que lo guarde mejor que el otro. Al
recibir Basanio la alhaja vio que era la misma que le había entregado al
abogado. Y le preguntó a su esposa: -¿Cómo
estaba en tu poder este anillo? -¿Qué
tiene de particular? -Tiene
que es el mismo que me regalaste el día de nuestra boda o sea el que yo le di
al joven legista. Permíteme, pues, que insista en preguntarte como es que se
encontraba en tu poder. -Pues
es muy sencillo –exclamó Porcia sin dejar de reír-. Se encontraba en mi
poder, a pesar de habérselo dado al joven legista, porque el joven legista
era yo. -¡Tu!...¿Y
como no te reconocí? -Porque
fingí la voz y tenía la cara medio tapada por la toga. Fui a ver al anciano
jurisconsulto amigo de mi padre, para que interviniera en el juicio. Como
estaba enfermo no lo pudo hacer, pero me instruyó para que lo hiciera yo,
fingiéndome discípulo suyo. Lo demás ya lo sabéis. La
alegría de los dos amigos fue indescriptible. -Y
tengo todavía otra sorpresa que daros-exclamó Porcia. -Si
es tan agradable como la reciente, dila cuando antes. ¿De que se trata? -De
que los barcos de Antonio no se han perdido. Pudieron capear el temporal que
hundió a cuanta nave encontró al paso, y ya deben de estar por llegar al
puerto. Con
lo que el mercader de Venecia tuvo también su buena parte en la felicidad que
reinó desde aquél día en el palacio de su amigo. FIN. |