CONSEJO NACIONAL
DE EDUCACIÓN (ARGENTINA)
RECOPILACIÓN
EL
CAMINO DE CIELO
Este era un matrimonio de viejecitos muy pobres que tenían tres
hijos.
Un día, el mayor pidió permiso para salir a rodar tierra
y buscar trabajo. Los padres se pusieron muy tristes, pero como el hijo
insistió tanto, le dejaron hacer su voluntad. La madre le preparó
unas tortas y unos quesillos y se los acomodó en las alforjas.
Se despidió prometiendo volver en cuanto cambiara de suerte,
y marchó.
Al poco tiempo, el segundo hijo también pidió permiso
para salir a rodar tierra. Fué doble la pena de los padres, pero
también tuvieron que consentir. la madre le preparó para
el viaje tortas y quesitos como al otro hijo. Hizo la misma promesa,
y partió.
Cuando el menor, que era un niño, dijo a los padres que quería
salir a buscar trabajo, como sus hermanos los viejecitos se echaron
a llorar y le pidieron que se quedara. Él les aseguró
que se conduciría con su prudencia, para que nada malo le sucediera,
y lo dejaron marchar. Esta vez la madre no pudo darle más que
una sola torta y un solo quesillo.
El mayor encontró en el camino a un viejecito, muy pobre al parecer;
iba montado en un burro y le pidió algo de comer.
-No tengo nada, -le contestó ásperamente.
- Y eso que llevas en las alforjas, ¿qué es?
-Eso es carbón, -le dijo en tono de burla.
-Que carbón se te vuelva cuanto pongas ahí, -le respondió
el viejo, y siguió su camino.
El mediano, encontró en otro punto del camino al viejecito que
pedía limosna, y también se la negó. Con él
sostuvo el mismo diálogo que su hermano mayor, y "que carbón
se te vuelva cuanto lleves ahí", fueron las últimas
palabras del viejo.
En otro lugar, el viejecito que pedía pan se encontró
con el hermano menor. El niño no sólo fué cortés
y respetuoso sino que partió con él su torta y su quesillo.
Tienes un corazón de oro; que oro se vuelva todo lo que pongas
en tus alforjas, -le dijo el viejo agradecido; y se despidieron.
Llegó el mayor a la casa de un señor poderoso y pidió
trabajo.
El señor le dijo que precisamente buscaba un mandadero para encomendarle
un encargo urgente. necesitaba mandar una carta a un señora que
vivía lejos. Debía recorrer un camino lleno de accidentes,
guiado por unas ovejitas. Nada debía temer ni retroceder ante
ningún peligro, si quería cumplir el mandato. El muchacho
aceptó.
A la madrugada del día siguiente le entregaron la carta y soltaron
las ovejitas que emprendieron la marcha. Él las siguió.
Después de caminar algunas horas, llevaron a un río de
aguas cristalinas, pero muy caudaloso. El muchacho sintió miedo;
pensó que el viaje era un pretexto para hacerlo morir ahogado,
y regresó. Las ovejitas pasaron mojándose apenas las pezuñas.
El patrón despidió al muchacho porque no le había
servido para su trabajo, y le dijo:
- Dime, cómo quieres que recompense lo que has hecho en mi servicio,
¿con un Dios te lo pague o con una carga de oro?
- Con una carga de oro, señor. ¿Que puedo hacer con un
Dios te lo pague?
Con la carga de oro emprendió viaje hacia su casa.
En todo el camino no hizo otra cosa que rumiar su felicidad de ser rico
y pensar en el asombro de los padres al verlo descargar oro.
Al llegar, gritó a los viejecitos, desde lejos, que abrieran
las sábanas, que traía oro para llenar todos los baúles.
Así lo hicieron, y, al vaciar su carga, cayó carbón
en lugar de oro. El enojo de los padres, por lo que creían una
burla, fué mayor al conocer la falta de piedad y el poco valor
de su hijo, cuando él relató todo lo que le había
sucedido y recordó las palabras del pordiosero.
El segundo hermano llegó al poco tiempo a la casa del rico hacendado.
Le ocurrió en todo exactamente lo mismo que al primero, y su
carga de oro, al ser vaciada en las sábanas de sus padres, se
convirtió también en carbón.
El menor llegó a pedir trabajo en la casa del mismo amo, quien
le encomendó la misma tarea y le hizo las recomendaciones acostumbradas.
Aceptó y prometió cumplir fielmente las órdenes.
A la madrugada, recibió la carta y las ovejas, y marchó
detrás del hato.
Llegaron al gran río de aguas cristalinas. Pensó que lo
arrastraría la corriente, pero como las ovejtas entraron, se
armó de valor y las siguió. Las aguas se abrían
haciéndoles camino, y así pudieron cruzar el río
sin dificultad.
Más adelante un turbulento río de sangre les cortó
el paso. Sintió asombro y miedo, pero, como las ovejitas siguieron
adelante, él fué tras ellas. La gran masa roja les abrió
paso, y pudieron cruzarla.
Más allá, vió a la orilla del camino una oveja
que jugaba con su corderito, corriendo, saltando y dándose topes.
Más lejos, en un alfalfar floreciente, observó con extrañeza
que unos bueyes flaquísimos pastaban.
Próximos a éstos, unos bueyes, relucientes de gordos,
se paseaban en un terreno pedregoso donde no crecían sino algunas
matas de hierba.
Al rato de andar, dos peñas enormes que se entrechocaban haciendo
saltar chispas, les cortaron el camino. "Aquí moriré
aplastado", pensó el valeroso muchacho. Las ovejitas, aprovechando
el momento preciso en que las rocas se separaban, pasaron, y él
junto con ellas.
A poco trecho vió con horror que en un árbol estaban dos
hombres colgados de la lengua.
Llegaron a una casa. Las ovejitas atravesaron el patio y se echaron
a la sombra de los árboles. El muchacho comprendió que
ése era el término del viaje. Salió una señora
muy afable y le pidió la carta. Lo trató con todo cariño,
le dió de comer y le hizo dormir la siesta con la cabeza apoyada
en su regazo. Más tarde, lo bendijo y lo despidió.
El patrón se alegró mucho de verlo regresar, después
de haber cumplido sus órdenes. Le pidió que le refiriera
cuanto le había llamado la atención, y él le fué
explicando el significado de aquellas cosas.
El río de aguas claras como cristal lleva las lágrimas
que la Virgen María derramó por Jesús, las mismas
que derraman todas las madres por sus hijos.
El río de sangre es el que brotó de las heridas de Jesús,
en su sacrificio por redimir a los hombres.
La oveja y el corderito que jugaban son la buena madre y el hijo cariñoso
y reconocido.
Los bueyes flacos en el alfalfar, florecientes son los ricos avaros.
Los bueyes gordos en el pedregal son los pobres avenidos.
Las peñas que se golpeaban son las comadres peleadoras.
Los hombres colgados de la lengua son los calumniadores condenados.
La señora a quien le entregaste la carta, era la Virgen María,
y el viejecito que pedía limosna, Jesús que recorría
el mundo probando la caridad de los hombres. Las ovejitas eran ángeles.
-Dime, ahora, cómo quieres que te recompense, ¿con un
Dios te lo pague, o con una carga de oro?
-¡Oh, señor!, -contestó el muchacho-, una carga
de oro ha de terminarse algún día, mientras que un Dios
te lo pague dura siempre. Déme Ud. un Dios te lo pague. Y así
fué.
Cuando regresó a su casa, los padres lo recibieron contentísimos.
Había dicho que no traía nada, pero, al descolgar las
alforjas, se encontró con que estaban llenas de monedas de oro.
Cuando contó lo que le había ocurrido en su viaje, todos
reconocieron que el oro era el premio que Dios daba a sus virtudes.
Los hermanos, arrepentidos, prometieron enmendarse.
Todos vivieron ricos y felices.
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Consultamos las versiones enviadas por los maestros; Srta. Amalia Dávila,
de La Rioja; Sr. Joaquín di Genaro, de Mendoza; Sr. Sixto Barboza,
Sra. María Luisa G. de Rivero, Srta. Rosa Antonia Olivetto y
Sr. Rufino Ovejas, de San Luis; Srta. Rosa Antonia Olivetto, de San
Juan Matilde F. de Ortiz, Sr. Juan C. Riveros; Sr. Ramón T. Suárez
Fernández, de Tucumán. Es conocido también en Córdoba.
FIN