La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Marta Jara
El Vestido

"Son ellos, -supo de inmediato. Alzó la cabeza por sobre las matas crecidas y los observó-. Son ellos, el "falte" y su mujer. Ahorita se sientan en la piedra a la sombra del arrayán. Sí, son...", repitióse, mirándolos a través de la marea verde obscura de Se hallaba en cuclillas aporcando y desmalezando la tierra alrededor de las hileras de patatas, en una colina no muy distante y más baja.
Vio al hombre, no muy alto, descargar la bolsa junto al árbol. Se frotaba la cara con un trapo blanco. Quizá un pañuelo. "Se está secando el sudor -adivinó-. Hará calor andando así, cargado, por los caminos."
La mujer se habla sentado a la sombra del arrayán.
"Descansarán y luego bajarán por la cañada -intuyó-. Si salgo al camino, a la puerta, los veré pasar.
Sabía que se estaba engañando a sí misma. "No es eso, no es por verlos", reconoció. Volviendo la cabeza echó una ojeada hacia atrás, por sobre el hombro. Abajo, rodeada por el manzanar salvo los gansos montando guardia, caminando solemnes, en hilera, por Nunca ha querido -rezongó, inclinando el rostro sombrío y apretado. Le temblaron los labios-. Ella morirá algún día, pero no tan pronto como para brindarme la ocasión. Yo también estaré vieja y me quedaré sola, sin más compañía que el perro, el gato y las De improviso, comprendió: "Ella tuvo todo lo que a mí me niega". Antes de pensarlo, casi anticipándose, dejó caer la cuchilla aporcadora y echó a correr por entre el papal, bajando la colina en dirección a la casa.
Al pasar, los gansos graznaron alarmados. No se detuvo, continuó corriendo hasta llegar a la puerta de trancas. Se compuso el vestido y se metió en la acequia para enjuagarse los pies. "Todavía no vienen. Alcanzo a lavarme la cara", calculó. Se ordenó el "Tienen que pasar -confortóse a sí misma-, no hay otro camino." Se apoyó en las varas. Soplaba un vientecillo agradable que le refrescaba las piernas musculosas y duras, surcadas de venas azules, hinchadas.
"Tienen que pasar -repitió-, y esta vez sí compraré un vestido. Aunque se oponga lo compraré... Para ir los domingos a la iglesia, a Chonchi. Iré bien lavada y peinada, y con vestido nuevo. Me verán. Alguno, alguien tiene que verme. No me importa que sea Venían. Podía oír los pasos, los tropezones en las piedras y la cháchara de la mujer. De modo inconsciente volvió a alisarse el cabello.
Su saludo los sorprendió. Se acercaron. El hombre afirmó la bolsa en las varas antes de contestar.
-Sí, sí. Buena ropa. ¿Quiere vería? -ofreció.
Seguidamente miró a la mujer que le acompañaba. Parecía indicarle: "Con ésta, te entiendes tú".
-¿Adónde se la muestro? -Fue la mujer quien preguntó-. Seguramente querrá probarse, ¿no es cierto?
"No querrá. No me dejará comprarlo." Echó una ojeada recelosa por encima del hombro. Detrás, parada en la puerta, su madre aguardaba. "Lo sabía", se dijo. Y resolviendo, súbitamente descorrió las trancas.
-Pase, adelante.
Oyó al hombre que le decía a la mujer: -Anda, tú. -Te esperaré más abajo. -¿Qué vende? -la pregunta, seca y fría, las atajó en la puerta. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho erguido, y, como su voz, los ojos -le brillaban. con leve ironía.
-De todo. Ropa de medio uso, agujas, hilos, botones, peinetas, jabón, espejos... -recitó con entonación monótona la mercachifle.
-Tenemos. No nos hace falta nada -la interrumpió. Sin moverse, tapiaba el acceso a la casa y el matiz despótico de la voz extrañaba una calidad más fuerte que su misma presencia ante la puerta cerrada. Su mirada era burlona.
-¡Ah!, perdone..., yo creía, su hija me dijo... -titubeó asignándola.
"Lo sabía. No necesitaba verlo para saber. No me dejará. Siempre, toda la vida, ha sido así: egoísta."
La vieja sonreía con desdén. Se produjo un silencio colmado de tensión.
"Se odian", adivinó la mercachifle. Encogióse de hombros. Dispuesta a esperar, posó la bolsa en el suelo.
-Madre, yo quería... Llevan vestidos. Me hace falta uno. Tengo plata. Es mía, la he juntado con mi trabajo. Usted sabe, una nunca tiene ocasión... -dejó la frase inconclusa y miró a la vieja. Captó su mirada: "Tantos años callada parecía expresarle , y ah -¡Ocasión!... -rió la vieja, y añadió mordaz-: ¿Crees? -Pero se apartó, cediendo sin replegarse, igual a como si dijera: "Bien, desengáñate. Compruébalo".
Entraron.
Atravesaron un pasillo obscuro, una puerta a cada lado, cerradas ambas, y más allá, rematando en ella, una habitación igualmente en penumbra, fresca, espaciosa. En la madera de los muros, sujetos de gruesos clavos oxidados, colgaban diversos aperos de lab -Puede poner sus cosas ahí -refunfuñó la anciana, señalándole una mesa redonda y desmantelada que recibía el claror de la ventana. A través del follaje de un manzano que casi privaba de luz la habitación, divisábase el huerto.
Comenzó a sacar sus mercancías y a desparramarlas sin orden encima de la mesa. "¿Qué harán las dos, arrastrando su odio, siempre frente a frente, aquí, delante de la estufa en el invierno? -pensaba-. Pelearán todo el día, como que hay Dios."
La solterona se acercó. Sentía sobre ella, aun sin mirarla, la mueca sardónica de su madre. Ni la más absoluta tiniebla lograría encubrírsela. "No me importa. Esta vez, sí, no podrá impedirmelo. Me lavaré y me peinaré con cuidado, y para ir a la iglesia m -Veamos, éste le debe quedar bien -acudió en su auxilió la mujer. Pensó: "Si no la ayudo, no atinará jamás. Es la vieja la que la pone confusa".
Comenzó a probárselos sobrepuestos. Se admiró (ella era pequéñita y menuda): "Qué mujerona. ¿Cómo puede ser tan grande? Si se los pone, con seguridad me los va a reventar". Buscaba, con la paciencia ganada en el oficio, entre los que recordaba como de tam -No son honestos -latigueaba la voz seca y breve, sistemática, de la anciana. "No habrá ocasión." Sonreía saboreando el triunfo-. ¿Es que no tienes vergüenza? ¿Cómo te vas a exhibir así?
No es honesto -repetía.
Encontraron, uno. No muy bonito y de un solo tono, verde claro, deslavado ya por el uso. Calló. No podía aducir que fuera deshonesto. Cerrado hasta el cuello, las mangas largas y abuchadas le caían sin gracia. Saliendo de su rincón, vino a tocarlo e hizo -No te durará una postura. Volverás de Chonchi con los jirones pronosticó.
Sin embargo, fue ella quien dio la solución. Sin proponérselo, en un acto inconsciente afloró su feminidad, quizá cuánto tiempo guardada y olvidada: la atrajo la tela azul, el lino grueso de una falda. No pudo menos de tocarla.
-¡Ah! -exclamó la comerciante-. ¡Qué tonta soy, no haberme acordado! Esta le quedará bien. Pruébesela. El género es muy bueno.
Permaneció indecisa. Quería un vestido, no una falda.
-Pruébatela -le ordenó la madre. Sus ojillos reían sarcásticos: "No te gusta, ¿verdad? No importa. No servirá para lo que quieres, pero sí para el trabajo". Y dirigiéndose a la otra, preguntó-: ¿Cuánto vale?
-Mil. Mil pesos -concretó.
-Ah, no; es mucho.
No dijo más, pero sí lo suficiente como para dar a entender que no cedería.
-Es lo que vale respondió sin elogiar la mercadería. Presumió que la venta se desarrollaría como un largo y difícil finteo.
-No podemos dar tanto. Quinientos. Ni un peso más.
"Es porfiada la vieja, pero no me la va a ganar. Si le digo ochocientos, estoy perdida. Tendré que dejar que ella me suba la oferta." Y para reforzar su posición -dijo:
-No. Mil. Le pedí lo justo. No puedo rebajar.
Se contemplaron mutuamente: dos gallos de riña, enfrentados, buscándose.
Entró la hija. La hizo girar, volvió a examinar y palpar la tela. Intempestivamente, ofreció:
-¿Quizás se serviría una tacita de té?
Cogió desarmada a la comerciante, aun a la hija.
-Sí, gracias, ¿por qué no? -Fue su estómago vacío el que se adelantó a responder. No había almorzado, la mañana avanzaba y su hombre ya estaría haciendo fuego por ahí.
-No querrá, no me dejará pagar tanto. La conozco bien... -la informó la solterona con expresión amarga, después que la madre hubo salido. Tocó la falda como si acariciara un sueño ya desvanecido.
-Se la puedo dejar en ochocientos -concedió-. Ni un cinco menor. Si no puede pagar eso, mejor sáquesela.
-No querrá, lo sé -dijo desalentada, y agregó para sí: "Es como mula de terca". De pronto, el rostro se le iluminó. Habló de prisa y en voz baja, cuchicheando-. Delante de ella, déjemela en quinientos; yo, después, afuera, en el camino, le doy la diferenc Depositó el té sobre la mesa.
-Siéntese -la invitó-. Sírvase. -Puso a su alcance el azúcar y ella se quedó de pie, observándolas. Olía algo, pero, zorruna, nada preguntaba.
La otra principió a sorber el té con lentitud. Lo alabó deseando halagaría. Al cabo de un rato, como si la taza de té la hubiese ablandado, la mercachifle señaló a la hija:
-Bien, se la dejo en ochocientos. Impertérrita, la vieja replicó: -No. Quinientos.
Continuó bebiendo lentamente el té. ¿A qué darse prisa? Sí, ella tenía su técnica y ahora se la aplicaría a la vieja.
Sin poder contenerse, la solterona se aproximó a la mesa. Llevaba puesta aún la falda. Muda, con el semblante contraído, comenzó a hurgar los vestidos.
"Capaz de que esta tonta lo eche todo a perder." Apuró el resto de té de un solo trago y se levantó. Sorpresivamente le espetó a la vieja que la observaba de reojo:
-Bueno, usted dirá. -Lanzó la interrogación y procedió a empaquetar.
Quinientos. Ni un peso más.
-¡Pero, madre! Yo...
-Sácatela -le ordenó con energía, interrumpiéndola.
-Bien, se la dejaré en quinientos -accedió, explicando-: Para corresponder a su atención, nada más.
-Anda a traer la plata. -La mandó como si escupiera las palabras con desdeñosa acritud. Parecía querer significar: "Esto lo consigues, pero lo otro, no". De nuevo se agazapó en su silla, en el rincón. Desde ahí presenció el pago. Olía la trampa sin llegar Se despidieron. La comerciante cogió sus bártulos y sin compañía alguna se encamino hacia el pasillo. "La esperaré afuera, en el camino. Esta no me hace lesa. No es capaz", dedujo.
Salió.
Al cerrar la puerta alcanzó a oír la voz de la vieja, diciendo:
-Acompáñala hasta el camino.
Caminaron juntas siguiendo el sendero a lo largo de la acequia.
-Allá abajo, donde no nos vea, le doy lo que le debo -susurró la solterona, y agregó-: Todavía debe estarnos mirando. -Y, sin ningún preámbulo, sorprendió a la otra-: Hace días que pensaba en ustedes. Los vi en Chonchi. Desde ese día, me dije: "Esta es la Una vez tuve un pretendiente. Mi madre se opuso: "¡Un chilote! dijo-. ¡jamás! Primero me verás muerta". Eso fue ya hace bastantes años. Nunca tuve otra oportunidad. -Hablaba sin detenerse, contando lo imprescindible, exponiendo en frases cortas su vida co La mercachifle, agobiada por el peso de la bolsa, oía sin verle la cara. Oía asombrada. Veíale sólo los pies desnudos, imprimiendo en el polvo las huellas anchas, el andar firme, hombruno.
-Por eso quería un vestido. Es más llamativo que una falda -arguyó con pesar.
Llegaban a la puerta.
-Siga. Acompáñeme un poco más allá -la instó la comerciante señalando un lugar cercano. Seguramente, a la vuelta del recodo, la esperarla su hombre. Se detuvo. "El no tiene para qué saber -se dijo, cogiendo el dinero de la falda y guardándolo-. Ni lo nota -Tome, ésta le quedará bien y hace juego con la falda. Es llamativa pero honesta dijo, empleando por primera vez la expresión chilota-. Póngasela cuando vaya a Chonchi. Se la regalo. -La advirtió-: No se la muestre a su madre, no le diga nada, es capaz de No esperó que le agradeciera. La dejó pasmada en medio del camino.
Se alejó. Más allá, del lado de la playa, esperándola, como una señal deflecábase en el aire una columnita de humo. "Ahí está mi hombre". se dijo. Antes de doblar el recodo, miró hacia atrás: la otra continuaba parada, apretando la blusa entre sus brazos

 

 

 

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