Gustavo
Gabriel Levene CASONA COLONIAL
La portada daba acceso a un
zaguán de ladrillos, y una galería dispuesta en escuadra comunicaba con
las piezas. Una gran sala con retratos de rostros severos, sofás de madera
negra con tapices rojos, un comedor de larga mesa, testimonio de lo
numerosa que había sido la familia, y una alacena que evidenciaba la
tradición "dulcera" del ambiente. Por último los dormitorios… todos con
cómodas y arcones, tan antiguos que levantando sus tapasparecían despertar
miriñaques. Pero la niñez no sabe de
habitaciones, cuando largos parrones y amplios jardines hacen de antesala
a la quinta. Esta era una verdadera unidad biológica: además de la
botánica, la zoología. Desde luego gallinas, conejos, un chiquero con
chanchos, una jaula con cotorras y hasta un palomar.
Y la quinta fue el escenario
de mis mejores emociones, porque nada hay como los árboles para
multiplicar la diversidad de juegos infantiles. Cuando los vi, me preparé
a disfrutarlos, pensando en la cabalgadura mansa de sus ramas, cuna de
latiguillos y. de horquetas; en el hartazgo prematuro de la fruta pintona;
en el escondite seguro del follaje para eludir los coscorrones; en su
altitud para hurgar vidas vecinas; en el latrocinio de huevos
empollados... Sólo que, al principio, nada de esto pude realizar, pues
apenas enfilaba hacia la quinta, la abuelita o las tías me llamaban para
que yo escuchara las voces ancestrales. -Venga, niño, que ha llegado
la tía Balbina y quiere conocerlo. O si no:
-Gustavito, está don
Palemón, primo de su bisabuelo. Usted tiene que saludarlo...
Nunca supuse pudiera tenerse
tantos parientes y que las visitas fueran una actividad iniciada por la
mañana y capaz de prolongarse tenazmente, hasta después de la cena.
Encarcelado en la sala, escuché ese patriciado provinciano de segura
cortesía, atestiguada historia de una clase que se iba. Y por unos días,
el único árbol al que trepé de continuo fue el de más espontáneo y hondo
arraigo en mi provincia: el árbol genealógico. Lo asombroso, lo nuevo para
mis ojos de chico de gran ciudad es la visión de las montañas dispuestas
en varios planos, de diverso color y altitud. Son enormes y de una
luminosidad extraordinaria. La nieve de los picos más altos alterna con el
azul del cielo. Y por eso la cordillera no parece hecha allá arriba de
tierra oscura sino de resplandores. Son como gigantes que velaran un sueño
que ellos mismos han estructurado. Dominando los techos, la
torre de la iglesia catedral. Dominando las almas, las campanas, cuando
dan las horas, adquieren una extraña dimensión de espacio y tiempo. Por
doquier y en cualquier momento, el oro de esas voces de bronce. Y sin
embargo, evocando mi niñez deslumbrada por el paisaje de Catamarca, se me
ocurre que el reloj de agua de los antiguos está danzando en las acequias
o que la arena. bajando en granos finos de una a otra ampolla, marca el
paso a los burritos que avanzan lentamente por la calle.
Un muchachote de dieciocho
años, José Gordillo, hacia los mandados y limpiaba la quinta.Una
muchacha, "la Isabel", servía la mesa y arreglaba las piezas. La madre de
Isabel, "la muda", era la cocinera. Al principio, me resultó inconcebible
el que no hablara y, durante varios días, espié esperando verla salir
de su silencio y conversar como los demás. Por supuesto, siguió
expresándose por gestos rapidísimos que, más tarde, vencido mi primer
temor, aprendí a hacer yo también para poder llevarle alguna orden. Pero
yo exageraba tanto los ademanes que mis morisquetas resultaban
incomprensibles para la muda, quien, cuando creía entenderlas, preparaba
un menú contrario al encargado. -¡Chei, changuito, paráte!
¿Qué es lo que vendís? -Saándias y melones, niño…
El burro se detiene solo,
como si comprendiera que la voz ofertante de su jinete es el comienzo de
una venta. El changuito es un chicuelo desastrado, descalzo, piel oscura,
con ojos muy grandes, que parecen más absortos por un mirar de asombros
sosegados. Le he hablado burlonamente en el lenguaje de él, pero después
de la respuesta se ha quedado impasible, mirándome tranquilo. Le digo que
baje la mercadería y golpee en la puerta, que tal vez le compren. Así lo
hace. Pero, apenas desciende con las alforjas, me ocupo de lo que me
interesa. -¿Me priestás el burro?
¡Hasta la esquina nomás! =Y güeno, ¡vaia!
No comprende que pueda haber
alguien ansioso por subir a ese animal que él, tediosamente, cabalga todo
el día, obligado por la economía regional a formar con el burro una
centáurica entidad. Y, mientras el muchachito deja caer la mano de bronce
del llamador, yo, con otra mano que desearía más fuerte, castigo al
pollino para obtener velocidades imposibles, tan imposibles como las
ventas que los changuitos, respondiendo a interesadas sugestiones, ofrecen
a cada rato en casa de mi abuela. Un día, esperando los
burritos, observé que desde la ventana de la casa de enfrente, una
chiquilla pelirroja me hacía las clásicas señas del amor: guiñaba el ojo y
me mandaba besos. Había amado a Delia como un
chico, pero la olvidé como un hombre. Es decir, la olvidé tan
absolutamente que, sin ningún remordimiento, me dispuse a correr la
aventura que signos tan claros iniciaban. Contesté con gestos
equivalentes, pero expresados con discreción. La pelirroja debía, sin
embargo, tener apuros que yo no compartía, pues al rato nomás una
"chinita" de su casa puso en mis manos un billete borroneado, en ese papel
que tan diversos fines cumple en el almacén. "¿Querés ser mi novio?"
decía, sin eufemismos. Y luego, al pie, un nombre: "Catalina", seguido de
un ovillo gráfico, que con seguridad pretendía ser la rúbrica.
¿Podía negarme? Contesté:
"Sí. quiero", firmé con letra clara y... me metí en mi casa porque en ese
momento llegaba, del fondo de la quinta, un irresistible olor a dulce de
membrillo y pensé, cuerdamente. que la paila no podía esperar.
Al día siguiente. mientras
debajo de un naranjo hacia "roncar" el trompo, vi llegar a un hombrón
barbudo y con botas, imagen exacta de esos gigantes que hacen de canallas.
Aunque la figura era sorprendente, no le presté atención hasta que
Gordillo me explicó se trataba del señor Lagos, padre de Catalina, quien,
muy enojado, había pedido hablar con la abuelita. Intranquilo me acerqué a la
sala. Recordaba, con la conciencia turbada, mis relaciones de la víspera.
Y el remordimiento de una conducta ligera se mezclaba a una vaga evocación
de "Romeo y Julieta", cuya lectura acababa de realizar y que fueron
desgraciados, según se sabe, por la intromisión de las familias.
Con Shakespeare y sin el
trompo pegué el oído a la puerta en el preciso momento en que la voz del
gigantón, más que decir, gritaba: "Señora, ese papel es un insulto al
honor de mi familia y no puedo soportar más" . . . Yo tampoco pude
soportar más y salí disparando. ¿Cómo dudar de que el padre energúmeno se
oponía al noviazgo? Cuando estaba en peligro
corría a cobijarme debajo de la cama. Allí estuve hasta que horas después
vinieron a explicarme: el señor Lagos, inquilino moroso de mi abuela,
había ido a protestar por una nota en la cual se le recordaba que los
alquileres se vencían mientras él, con sus demoras invencibles…
La familia festejó
risueñamente mi equivocación. Yo me alegré de no haber descuidado el dulce
de membrillo. Y sin Shakespeare, volvió a "roncar" el trompo.
"¿Piña y riña?". Creo que
ése era su nombre. La "piña" se formaba con las más diversas
contribuciones de cada muchacho: bolitas, trompos, cortaplumas, figuritas,
etc. El botín así constituido se colocaba sobre el suelo; nosotros
formábamos a su alrededor un apretado círculo. Cualquiera podía "agarrar
la piña" y llevársela a su casa. Sólo que ello daba a los demás el
automático derecho de correr a quien se atreviera y hacer con él una
"riña". En realidad, todo eso no era sino un pretexto para iniciar
carreras desenfrenadas, concluidas casi siempre en una batalla campal de
la que resultaban involuntarios protagonistas los vecinos y transeúntes.
La policía aparecía tardíamente, aumentando la fruición del juego, al
traer esa variante azarosa de gambetear a los vigilantes. Y todo estaba
previsto: el número de trancos y de metros para llegar a ese asilo de
salvación que era la puerta de la casa. Recuerdo inolvidable el de
una tarde que, no conforme con mirar como testigo, resolví tomar la "piña"
y arriesgar la "riña". Corrí . . . y me corrieron. Me parecía sentir el
aliento de los perseguidores y empecé a comprender la imprudencia de mi
audacia a medida que se acortaba la distancia entre los muchachos y yo.
¡Ah, por muy rápido que se corra siempre hay alguien capaz de alcanzarnos!
Resolví una maniobra: arrojar parte de la "piña" para detenerlos en su
recuperación y poder así ganar tiempo. Largué el lastre de tres bolones y
gané quince metros de ventaja. ¿Quince metros? Tal vez más, porque unos
segundos después ya no oía tan cerca las piernas enemigas. Sólo un galope
se escuchaba con nitidez. Volví la cara para mirar y ¡maldición! La
policía de Catamarca, tradicionalmente a pie, con el inofensivo ritmo
catamarqueño, había sido dotada de caballos no catamarqueños y el galope
era el de un agente que me perseguía. Faltaban cuarenta metros para la
puerta salvadora, cuando otro vigilante apareció al frente.
Quedaba como recurso la
nueva técnica: oponer el teléfono a la caballería. Y me subí al palo de la
red que en esos días se había inaugurado en Catamarca. Trepé por los
ganchos previsores y llegué a los seis o siete metros. Al pie del palo la
policía juntó sus fuerzas, los dos vigilantes montados se encontraron y
hubo deliberación. Luego uno de ellos partió (¡a pedir refuerzos!)
mientras el otro desmontaba y se quedaba vigilando. Tenía el rostro severo
y sólo una vez me dijo: -¿Y hasta cuándo, mocito,
piensa quedarse ái? No le contesté: necesitaba
todo el aire para no caerme. Empezaba, en efecto, a sentir cierto mareo
por la altura no común (¿me estaría apunando?), cuando un auto apareció,
se detuvo frente a la casa de mi abuela y de él descendió un señor alto,
delgado, igualito al que yo había visto dibujado en la tapa del Quijote.
El vigilante que me cuidaba,
al verlo se acercó, se cuadró con rigidez desusada y, haciendo la venia,
saludó con un tonante: -¡Buenas tardes, señor
Gobernador! ¿No sería una pesadilla? ¿No
se le iba la mano a la policía catamarqueña, llamando como refuerzo para
detener a un chico cuyo único botín era una "piña" de dos cortaplumas,
tres bolitas y cuatro cobres. al mismísimo Gobernador de la Provincia?
Había oído decir que el Gobernador era como el Presidente de los
catamarqueños, y mi mareo aumentó . . . El Gobernador me vio, habló
dos palabras con el agente, éste saludó, montó a caballo y se fue.
Mientras tanto, el chofer llamaba a la puerta de la casa de mi abuela y
yo, convencido de la inutilidad de prolongar la resistencia, resolví
entregarme. Bajé y, confundido, me acerqué a la suprema autoridad. Esta me
acarició con un afecto que no creo se tenga con los presos. Se abrió la
puerta en ese instante y apareció mi abuela. El Gobernador la saludó con
hidalga naturalidad. -Buenas tardes, doña
Eleodora. Y penetró en la casa. Era el doctor Guillermo
Correa, que había anunciado su visita y la realizaba precisamente el día
en que yo había resuelto levantarme con la "piña", la policía salir con
los caballos y el teléfono ofrecer incomunicadas y salvadoras altitudes.
Hombre cuya cultura armonizaba el mundo de los libros, con ese otro mundo
psicológico de indispensable lectura cuando se gobiernan las ínsulas, el
doctor Correa sonrió cuando escuchó el relato de mi travesura. Y en la
sala, soñé con las ventajas futuras que la amistad del Gobernador podría
depararme: los vigilantes respetuosos pasaban a mi lado sin tocarme.
Gustavo
Gabriel Levene: nació en Catamarca en 1912. Cursó sus estudios
primarios en su ciudad natal, y luego los continuó en Buenos Aires, donde
hizo el Bachillerato, e ingresó en la Facultad de Medicina, carrera que
abandonó, para seguir estudios de profesorado de Historia y Biología en la
Universidad de La Plata. Ha escrito "Niñez en Catamarca", libro al
que pertenece el relato que aquí se transcribe; "Poemas para mi infancia
de hoy", y también obras como la "Historia Ilustrada de la Argentina",
"Presidentes Argentinos", "La Argentina se hizo así" y "Breve Historia de
la Independencia Argentina", entre otras. Material compilado y
revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@RedArgentina.com) FACILITADO
POR EDUCAR.ORG |