La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Marta Jara
El Hombrecito

E L F A L T E había encendido fuego al pie de una roca grande, baja y plana. Sobre ella se veían diseminados: un pan redondo y tostado, un cuchillo y pequeñas bolsitas que, seguramente, contenían sal, azúcar y yerba; también un mate. Apoyadas en la piedra "Antes de almorzar-pensó-me empelotaré y me daré un baño." Miró a su alrededor. Nadie ni nada turbaba el silencio. Se alzó y fue hasta el arroyuelo que, bajando desde las colinas, corría semioculto entre cañas y matorrales por un lecho pedregoso de playa. "¡Qué mundo distinto! -reflexionó-. ¡Qué diferencia: el Continente y las Islas!" Era como otro país.
Un leve ruido lo hizo ladear la cabeza hacia arriba, al camino real. Venía alguien. Los vio asomar por entre los arbustos: primero la cabeza de la mujer portando encima una bolsa llena, y luego los vio descender a ambos, a ella y al niño, por el sendero q -¿No tendría alguna ropita de "medio uso" que me vendiera?-Se acercó a él. El chico, entretanto, parecía estibar la carga dando vueltas alrededor del bote.
-Es claro. Acérquese-la invitó, y poniéndose de pie fue a hurgar en sus bolsas. Montones de vestidos multicolores, de percal, seda y algodón, fueron cayendo y esparciéndose sobre las piedras. La mujer miraba. El hombre se inclinó, y uno por uno, sacudiénd -Elija. Vea, mire usted misma, ¡qué calidad! -y como para comprobarlo tomó al azar uno de los vestidos y lo hizo restallar estirándolo cogido entre sus manos.
Recién, entonces, indagó la mujer:
-¿No hay más? -y clavó significativamente la vista en la otra bolsa todavía llena.
-No, son cosas mías explicó-. Esto es todo.
Imperceptiblemente, el muchachito se había acercado dos o tres pasos. No se podría decir que los miraba. Mordisqueaba una ramita próximo al bote y parecía entregado a sus propios pensamientos.
-Pero vea, vea. . ., éstas son telas-elogió su mercancía haciéndola restallar de nuevo-; durables, no se rompen. Usted se acaba y el vestido queda. Y mire ¡qué lindura! -Tomaba ora uno ora otro vestido, exhibiéndolos en fugaz remolino de colores, haciéndo Acarició con timidez las telas. Se la veía cohibida, el rostro moreno y húmedo encendido de rubor. Los hacia girar torpemente, palpándolos con la piel gruesa y áspera de sus yemas, más habituadas al agua de mar y a las faenas rudas. Pero siempre, todo el Transcurría el tiempo con lentitud. Finalmente, la mujer eligió algunos vestidos que colgó de su antebrazo. Con los que quedaron hizo un solo rimero que apartó hacia un lado. Consideró detenidamente su última selección. De entre ellos eligió tres. Sólo en -¿Le gustan?. . . -Cierta inquietud tembló en su voz.
No respondió. Inclinó la cabeza en imperceptible señal de asentimiento.
Ella le miró dubitativamente. La sonrisa, detenida en el rostro, comunicábale un aire tenso, de expectación, casi de angustia.
-Pruébeselos, madre-replicó lacónico.
-¿Aquí?. . . -La duda, el pudor, le arrebolaron la cara.
-No. Ahí, detrás de las matas.-Se las señaló con el ademán de su brazo extendido.
Ella miró al hombre. Dudaba.
-Es claro. . ., claro. Vaya no más.
Pruébeselos bien.
Desentendiéndose, se dedicó al asado. Absorto en su labor, parecía haberse olvidado de la mujer que, parapetada tras las matas, agitaba las ramas mostrando, a través de ellas, retazos de coloridas telas. El olor del asado excitaba el olfato, mientras en e Como un extraño fantoche, todavía más grotesco enmarcado en ese paisaje, de detrás de las matas surgió la mujer. Mantenía los brazos alzados por sobre la cabeza, y el vestido, a medio meter, le cubría el rostro.
"Semeja una mula, con la cabeza cubierta, lista para cargarla", se le ocurrió al "falte".
No se había quitado sus ropas, únicamente el pañolón negro, de forma que la falda gruesa de lana le sobresalía un palmo por debajo del vestido de algodón y las mangas de la chaqueta, atascadas en las otras más estrechas y cortas, la obligaban a llevar los -No me entra ni me sale-alcanzó a decir, y en ese momento dio un traspié y rodó yendo a caer a los pies del "falte".
La ayudó a pararse. El chico no se movió.
-Es que no desabrochó el vestido-le explicó con seriedad, a pesar de que, interiormente, se estremecía de risa-. A ver, déjeme ayudarla-y procedió a aflojarle el vestido, abotonado en la espalda, bajo la mirada sesgada y vigilante del niño.
No sólo se lo desabrochó, sino, convertido en improvisado modista, se lo tironeó hacia abajo procurando hormárselo al cuerpo. Logró meterla dentro de él; pero, sin duda, le venia chico. Una mueca de desilusión torció la expresión del "falte":
"¡Imposible ajustar la espalda! ¡Inútil forcejear -se dijo-, siempre le quedaría abierto! Y no tengo tallas más grandes. ¡Trabajo perdido! ¡Lástima de asado!"
En ese momento, la mujer se dirigió al niño. Avanzó algunos pasos y se detuvo. El chico se aproximó dos o tres. Con los brazos caídos y lacios se ofreció a su juicio crítico. Se la veía cohibida en su candor desmañado y púdico.
-Está bien-dijo él-. Póngase otro.
Desapareció en el breñal, que volvió a agitarse como si ahí sobreviniera una silenciosa lucha de bestias invisibles. Filosóficamente, el "falte" comenzó a engullir su asado, como si lo que acontecía tras los matorrales nada tuviera que ver con él.
Apareció, otra vez, en muda exhibición, la mujer. Ahora se había quitado la gruesa chaqueta y la llevaba sobrepuesta. Mantenía siempre ese aspecto exento de coquetería, de ingenua docilidad.
-¡No! -exclamó rotundamente el chico-. Ese no.
A la tercera vez-el "falte" engullía su costillar arrancándole grandes mascadas- fue ella quien expresó con desaliento:
-Este sí que no. Me queda muy escotado.- Lloriqueaba al hablar y, al hacerlo, mantenía fuertemente asidas las solapas de su viejo paletó, cruzándolas sobre el pecho para cubrírselo. Permanecía irresoluta aguardando.
"Igual a un perro castigado que le menea la cola al amo", comparó el "falte".
-Lástima, es bonito.
Se estableció un breve y extraño silencio, algo suspenso que iba de la mujer al niño, conectándolos. El hombre los miró con curiosidad, depositó el resto de costillar en una punta de la parrilla y se limpió la boca con el dorso de la manga. Se frotó las m -Póngase el primero otra vez-ordenó con suavidad el niño.
La mujer se alejó, trepando hacia las matas, que empezaron a moverse como si un invisible viento las zarandeara. Salió casi en seguida, hurtándolas con el cuerpo. Vestía su viejo paletó encima.
El chiquillo se acercó. Se detuvo a dos o tres pasos y la estudió con detención. El ademán de hombre, grave, mesurado. Le dio una vuelta en torno.
-Quítese el paletó.-Su voz sonó tranquila y suave.
-No me junta en la espalda-declaró, enrojeciendo.
-No importa -respondió el muchachito. Y mientras ella se estaba ahí, con la chaqueta colgando de sus manos inertes, él volvió a rodearla con su apariencia adulta. Su semblante reconcentrado nada expresaba.
Con lentitud se acercó a la roca, tomó los vestidos que ya se había probado su madre y, con ellos en las manos, interrogó al "falte":
-¿Cuánto?
El hombre cantó los precios.
-Muy caro-replicó el niño.
-No son caros-se defendió el otro-. Son telas de primera y están bien confeccionados. No son pacotillas.-Y de nuevo, como un prestidigitador, hizo restallar en sus manos el género firme-. Y los colores no destiñen. . ., son firmes y bonitos. ¡Mire, qué bo -Son de medio uso-objetó cortante el chico y calló. Se advertía en él cierta superioridad de negociante avezado que sabe cómo hacer desmerecer y rebajar la mercadería que se le ofrece.
-Si, son de medio uso-reconoció-, pero valen lo que pido.
-No es nunca igual que ropa nueva-se obstinó-. Es medio uso y desmerece.-Y como si ya no le interesara y sólo hiciera la pregunta por curiosidad, señaló a la madre : ¿Y ése?
-Mil doscientos pesos -indicó el "falte", y solamente al decirlo se dio cuenta de haber rebajado de antemano el precio.
-No los vale. Sáqueselo, madre.
La mujer inició unos pasos hacia su escondrijo entre los matorrales.
-Bueno. . ., para que se lo lleve. . . Digamos, mil.-Pensaba en su costillar, enfriándose sobre el rescoldo ya apagado. "¡Carajo de gente jodida!"
-No. Es mucho. Además le queda chico-y mostró con la vista a la mujer que trepaba con desgano hacia los matojos.
-Sí, pero tiene muchisimo género adentro, en las costuras. Se puede arreglar. Ella misma puede hacerlo. Nada más que con darle el género que tiene en las costuras está todo arreglado.
La mujer trepaba sin avanzar.
-¿Se puede arreglar? -gritó el niño.
-Si, quizás si tenga arreglo. Tiene algo de género adentro, no mucho-y continuó subiendo sin adelantar.
-Apúrese, madre-la urgió.
-Bueno-dijo el "falte", y pensó: "Tantas molestias para nada". Miró de soslayo el resto de su asado, indudablemente frío-. Bueno, para que no digan que no les doy gusto a los clientes, digamos novecientos.
No contestó de inmediato. Parecía pesar la oferta; el rostro moreno, inclinado y grave.
-Mucho. Si quiere. . ., por las molestias, ochocientos.
-¡Ochocientos! Pierdo plata. Piense. . . Pero bueno-aceptó con rapidez al ver que el chico se dirigía al bote , por ser a usted, ya; se lo dejo en ochocientos.
Pero el muchachito siguió andando, se agachó sobre el bote y el "falte" pudo ver en seguida que de un pañuelo anudado extraía y contaba billetes. Regresó llevándolos en la mano. El pañuelo anudado había desaparecido misteriosamente.
Desde arriba, metida entre medio de los arbustos, la mujer atisbaba. Su cara pareció aflojarse de pronto distendiéndose en una sonrisa.
-Vamos, madre, apúrese.
-Voy a sacarme el vestido-explicó. En sus labios jugueteaba una sonrisa incrédula-. No me demoro nadita.
-No se lo saque. Le queda bonito.-Le tembló una suerte de virilidad extraña, desusada, en la por voz. Por primera vez la contempló abiertamente.
Ella venía bajando por la suave pendiente, resbalando por el pasto ya trillado. Traía en la mano la chaqueta y el pañolón negro. Descendía a saltitos, ágil y liviana. Bajo el sol, las anchas franjas
verticales del vestido, azulinas y amarillas, despedían violentas, lujuriosas llamaradas.
El "falte" contó, dobló los billetes y los guardó en un bolsillo del pantalón. Acto seguido atacó
el asado. Estaba frío. "¡Qué diablo!, mal vendido pero vendido. ¡Diablo de chiquillo!"
-Vamos, madre, apúrese para que aprovechemos la marea.
-Y ¿me voy a ir así?; ¿con el vestido puesto?
No me abrocha en la espalda.
-No se lo saque. No importa. Le queda bonito
-repitió-. Póngase la chaqueta encima. Así no se le nota.
Conversaban en voz baja. Chupando las chuletas, el "falte" fisgaba.
-Y ¿qué dirán los poblanos? Que me vestí por el camino. Dirán que salí de una laya y vuelvo de otra.
-Y ¿qué le importa? Por qué tendrían que saber dónde se lo puso. Bien podría ser en Puerto Montt, ¿no?
-Es verdad.
-Y ¿qué le importa lo que digan? Para eso es suyo, ¿no? Para eso se lo compré-la voz del chico vibró de orgullo-con mi plata, ¿no?
Sus voces se iban alejando. Entre ambos empujaron el bote echándolo al agua. La mujer, antes de saltar adentro, se tomó las faldas y las acarició. Su rostro, terso y húmedo, resplandecía de secreto júbilo.
Suavemente los remos se hundieron en el agua. Acompasadamente. Por mucho tiempo perduraría en la mente del "falte" el rostro maduro y grave del niño. Pero en ese momento sólo murmuró para si: "¡Putas el hombrecito, carajo!", y prosiguió royendo la chuleta

 

 

 

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