Joaquín V. González

 

LA SELVA DE LOS REPTILES

 

 

Pedro, el pastor montañés, era un hábil fabricante de flautas rústicas. Obligado a pasarse solo en los campos, entre los bosques tupidos de talas, biscos, algarrobos y garabatos, las horas eternas en pos de su rebaño sin otra compañía que su perro, se habituó a entretenerse con las melodías nativas, que brotaban de la caña al soplo de su aliento y por los ágiles movimientos de sus dedos.

Su amigo era de confiarle toda la majada durante largos espacios; sus ladridos frecuentes eran las señales convenidas para hacer saber el sitio y la distancia; y las novedades que pudieran ocurrir en los solitarios valles y en las espinosas laderas.

Verdad es que desde niños vivieron juntos, se alimentaron de la misma leche, que les daban en los platos de barro, y empezaron a andar tras de las ovejas y a recorrer los más íntimos senderos de la tierra, así por las cumbres como en los arenales mullidos de los torrentes, más suaves y blandos que las alfombras de Esmirna.

Así, cuando llegaban a uno de esos lechos más brillantes y limpios, donde el sol se reflejaba como en superficie de diamantes, Pedro se revolcaba abrazado de su perro, que gruñía alegre y desbordante de gozo, no sin echar de rato en rato miradas muy serias hacia la falda musgosa y Florida, donde el blanco rebaño desfloraba los pastos más tiernos.

No era extraño que se adivinasen los pensamien­tos, se comunicasen a lo lejos sus señas y temores, y conversasen, el uno con sus ladridos policromáticos, el otro con silbidos o con gritos, o con la flauta de caña de las melodías rústicas.

Para ellos, la soledad de las montañas no era soledad. Aunque sabían que ninguna otra ánima viviente hubiese en muchas leguas a la redonda, eso nada les importaba: los valles se sucedían a los valles, separados por colinas superpuestas que reproducían al infinito, en tonos siempre diversos y cada vez más vagos y dulces, los ecos innumerables de la naturaleza, de la flauta, de los pájaros, del viento, de los arroyos.

Los ladridos del perro, agudos y penetrantes, duraban en su repercusión largo tiempo, y parecía como si unidos otros pastores les respondiesen de valles y montañas remotas, o los llamasen a mezclar sus ovejas, a combinar sus cuidados y a acompañarse en sus jornadas.

Por eso la soledad de las montañas no es soledad. Allí todo canto tiene respuesta, todo grito tiene su eco, y todo estremecimiento se comunica con ondas invisibles por toda la tierra.

Apacibles y sonrientes eran sus excursiones durante el otoño y la primavera. El invierno helaba el rocío en las hierbas y en las flores de1 campo, congelaba y detenía el curso de los torrentes, y los pobres pastores apenas podían soportar las horas del sol, cuando las nieblas condensadas no se empeñaban en esconderse por días y más días...

Ya tenían todos, en cambio, en los veranos, sol para embriagarse y para arderse junto con sus rebaños y sus praderas tapizadas de gramilla, verde y dorada como brote nuevo de hinojo, porque en esas comarcas andinas la naturaleza es exacta y sincera hasta la rigidez: la nieve, la escarcha y la neblina en el invierno, llamas e incendios en el estío.

Busquen sus otoños y primaveras los que ansíen sus besos de amor y sus delirios de placer.

II

Sufren mucho los pastores cuando el sol estival caldea las rocas, quema los pastos, convierte en rescoldo las arenas y seca los manantiales. Y Pedro, el de las melodías místicas, salido de mañana para volver con la puesta del sol, pasaba horas muy tristes, aquellas en que toda la vida de los valles, de los bosques y las colinas parecía consumirse entre las llamaradas de la siesta. y, en que su rebaño rendido se acurrucaba debajo de los árboles y de las peñas, y en que su amigo inseparable se le acercaba anhelante y sofocado con la lengua estirada, los ojos lacrimosos y suplicantes.

Entonces, sí la soledad de la montaña no le parecía soledad, su tristeza y abatimiento se transmitían también a todos los objetos que antes le correspondieron con alegres ecos o resonancias armoniosas. Y su imaginación juvenil, excitada por la caricia perenne de la naturaleza, desfallecía, se agitaba, y como en delirios de fiebre soñaba las cosas más extraordinarias, y veía en los árboles, en las cimas distantes y en los espejismos del aire abrasado, imágenes rarísimas y muchos engendros sobrehumanos, diabólicos, amenazadores.

Sólo en esos momentos tenía miedo y deseaba que su amigo tuviese palabras. Pero contentábase con mirarle los ojos, leer en ellos la cariñosa expresión del amor fraternal, y volver a buscar en el horizonte, en los paisajes, en las ramas de la selva, las impresiones de la realidad conocida. Las reverberaciones de la atmósfera le difundían la mirada, le enturbiaban las ideas y le sumían de nuevo en la febriciente agitación de la asfixia.

Un día de esos más ardientes, condujo el rebaño a una garganta estrecha de la montaña, para que no faltasen las sombras y las ráfagas frescas; y antes del mediodía ya las caídas de los cerros se bordaron con la majada dispersa, semejante a las del Líbano, de los Cánticos. Por el fondo del bajío murmuraba un torrente entre piedras enormes: árboles gigantescos llenaban el plano, siguiendo la cortadura y aspirando a mirar con sus últimas hojas por encima de las cumbres; por el cielo giraban algunos cóndores impasibles y el sol de enero empezaba a poner en ebullición, y en corrientes de fuego las ondas del aire.

Ya es la siesta, la siesta abrumadora y mortal. El pobre Pedro vino a guarecerse bajo el ramaje espeso y amplio de un tala antiguo, mientras sus corderos, refugiados en asilo seguro, no le inspiraban cuidado: vigilaban por ellos las madres y el perro leal, nunca dormido en su guardia. Si no hubiese tanto fuego en el aire, tanto pavor indefinible en el bosque solitario, tanto amago misterioso en las cuevas y en los nidos desiertos y en las grutas ignoradas, habría dormido el pastor tendido en la blanda arena. Pero las siestas son semejantes a la medianoche, y, en ellas aparecen los duendes rapaces, los insectos cautelosos, las visiones terribles de la sofocación y el silencio.. . Y luego, el cerebro de un adolescente es rico en repercusiones extrañas, en recuerdos y temores punzantes, de relatos y consejas oídos en las noches del fogón.

Pedro tuvo miedo de todo lo que lo rodeaba; a pesar del calor intenso, una corriente helada crispó su piel curtida; miró en torno y con la idea de salvarse de ataques de fieras, demonios o brujas, se encaramó por el tronco del árbol corpulento, y a una buena altura de la tierra se quedó sentado sobre un gajo enorme, cubierto por el ramaje espinoso.

Su perro, hermano de crianza, y amigo de toda la vida, se hallaba en su puesto de servicio, y como un centinela, era sagrado, inviolable. Entonces hubiera creído que la soledad de la montaña era una soledad, si no hubiese recordado de súbito la flauta de caña, que asomaba en ese instante, su horquilla modelada con cera silvestre, de uno de sus bolsillos. ¡Ah, no! la soledad de la montaña no es soledad, y los vagos y sutiles fantasmas de la siesta de enero, se desvanecían como leve polvo en el aire candente, al eco de sus suaves y queridas canciones.

Cuando el sagrado y sepulcral silencio de aquella colosal necrópolis de granito, arrullada por e1 acorde difuso de los mismos ruidos de la noche, fue sorprendido por las primeras ondulaciones de la flauta campesina, hubo una sonrisa en el valle estrecho, y el mismo pastor aterrorizado, no pudo contenerla en su rostro. Después acudieron una a una a su memoria, y fueron dispersándose por las infinitas sinuosidades de la montaña todas las melodías que recogiera en los valles, sin saber de quién, a punto de creerse que ellas brotaban con la flébil caña de los torrentes; y que éstos las traían de épocas lejanas y de tiempos olvidados; pero todo un mundo de memorias, de generaciones y de razas, gemía o soñaba en las melifluas notas de la flauta del pastor, mientras el sol trasponía el breve espacio entre dos vecinas cumbres. caldeaba la tierra hasta las entrañas, removía el fondo de las cuevas y expulsaba a los golpes de sus dardos el mundo infecto y misterioso de los reptiles.

Y la flauta de caña y de cera seguía evocando en el silencio de la siesta solemne, todos los ecos adormecidos; sus dulces y quejumbrosas confidencias, surgiendo del tupido ramaje que ocultaba al artista, parecían moduladas por el genio invisible de las selvas, por esa alma errante de las montañas, nunca revelada en su forma pero sí en las vibraciones armoniosas del espacio, en los cantos de las aves y en las melodías que los pastores ejecutan en la flauta campestre, sin saber quién las enseñó jamás. ..

Medio adormecido por la somnolencia de la atmósfera, por el arrobamiento de su música, y por un vago temor no dominado del todo, Pedro no abría los ojos. y así se hallaba más confiado y tranquilo. Pero era forzoso reposar; y cuando de pronto cesaron el canto y la embriaguez de las rústicas melodías, y como sorprendidas en su embelesado sueño, tres serpientes enormes, de piel abigarrada y caprichosa y de miradas fascinadoras, se agitaron en contorsiones violentas de fuga sobre la cabeza del pastor-artista: le rodeaban con sus anillos elásticos y lucientes y se deslizaban en espirales hacia el tronco rugoso y áspero del árbol que le servia de refugio…

Fue el espanto de la repentina visión tan horrendo, que el pobre niño lanzó un grito desgarrador, estridente, que hizo estremecer mil y mil veces los cerros, las faldas, las cimas inconmovibles; puso en alarma los nidos, las grutas, el rebaño y las manadas de guanacos errantes que respondieron con agudos relinchos; y en las ramas del árbol, no hallando salida inmediata, se atropellaban y enroscaban en confusión ante los ojos extraviados del pastor cen­tenares de víboras y lagartos, que en la prisa del terror se acometían entre sí, despedían chispas de sangre, las pupilas rencorosas se agitaban y, hacían rechinar colmillos de marfil finísimo, se arrojaban al suelo formando nudos indisolubles; y por todas partes la arena se movía cual si cada uno de sus granos innumerables cobrasen vida y ondulaciones de reptil, en generación  espontánea y maravillosa. Las hojas, los tallos, las plantas parásitas de racimos rojos. Los nidos ocultos, adquirían en la pupila espantada de Pedro las curvas inquietas de la víbora y se coloreaban con sus tintas inimitables, que a él le parecían de luces y de fuego.

E1 terror llegó a su colmo, al ver que amenazaban aprisionarle en sus sortijas escamosas; clavarse en sus carnes los garfios de marfil, y las dobles filas de sus lenguas de grana, agitadas con furia incesante entre las fauces abiertas; entrelazarse y morderse las colas huecas o agudas de los cascabeles, y las culebras, irritadas de su propia ponzoña, hincar los dientes húmedos en la vieja corteza del árbol, o desgarrarse su misma carne en festín suicida y delirante.

A1 horrible grito del espanto respondió el perro fiel con un doloroso aullido que sembró el pánico entre el dormido rebaño, y cuando el pobre animal se acercó al amigo infeliz, éste tuvo la resolución suprema de dar un salto hacia la tierra y emprender carrera desesperada para salvar de la persecución de los reptiles. que él sentía tras de sus pasos chirriar, silbar, zumbar en sus oídos, horadar su cuello con la punta de las lancetas mortíferas, rozar su piel con la piel fría y espeluznante. De trecho en trecho volvía azorado la cara, atraído por el mismo horror de las visiones, y veía a los reptiles arrastrándose veloces en multitud famélica y chispeante, cual si luchasen por alcanzar la presa fugaz, para devorarla, para encenagarse en su sangre joven.

Despavorido el pobre pastor se despojaba de su sombrero, de su manta, de sus ropas, para arrojarlas a la voracidad y avidez del diabólico enjambre de sus perseguidores, y mientras estos en montón informe y jadeante se detenían ciegos de furor sobre la ardiente arena del campo a acribillarlas, a desmenuzarlas y a convertirlas en hilachas imperceptibles, el niño infeliz avanzaba largo espacio en su fuga enceguecida, sin que fuesen capaces de darle alcance, ni el perro amigo que llorando le seguía, ni la nube de polvo que el rebaño asustado levan­taba huyendo hacia los establos...

III

Refieren las gentes de la aldea montañosa, que esa tarde, poco después de mediodía, divisaron hacia el paraje donde el pastor condujera por la mañana el rebaño un gran remolino de polvo que corría en dirección de la casa por el camino polvoroso del valle, y pronto distinguieron entre el asombro y la pena más honda, a Pedro el Pastor, venir en fuga desesperada y ciega, dando gritos de espanto, con la faz descompuesta, las pupilas dilatadas y las desnudas carnes chorreando sangre, seguido de cerca por su perro que lloraba sin cesar, y más allá por todo el rebaño presa del más extraño terror.

Creían todos que el pobre muchacho hubiese sido víctima de alguna visión maligna; que el diablo se le hubiere parecido en la soledad de la siesta, semejante a la media noche por sus rumores y fantasmas; y los más expertos del lugar pensaron en algo más verosímil, en la presencia de alguna fiera, un león, un tigre, cebados, que hubiesen llevado su ataque sobre el rebaño dormido. Pero las exclamaciones angustiadas e intermitentes de Pedro no les permitieron dudar por más tiempo: cuando le sobrevenía la fiebre del espanto, se estremecía entero, se acurrucaba en un rincón del rancho o entre las jergas de su cama,

tutto smarrito dalla grande angoscia

ch'egli ha sofferta, e guardando sospira

 murmurando trémulo, y con los ojos extraviados:

¡Ay, ay! ¡las víboras, las víboras! y entre las gimoteos del perro y un sopor profundo, se dormía, agitado por horribles pesadillas.

Algún tiempo después, si la crisis material había desaparecido, nunca volvió a asomar en sus serenos ojos y en su semblante ingenuo, ese resplandor vivo de la inteligencia que los ilumina y les da lenguaje.

Quedaron sus pupilas cerradas para siempre con una vaga expresión de espanto, y cuando los favores de la caridad o los relámpagos fugaces de su memoria le hacían sonreír, eran las suyas unas sonrisas tan rápidas, que luego la contracción de su rostro causaba más tristeza y dolor.

Pero nunca se le apartaron, hasta la muerte, dos amigos suyos, muy suyos: la flauta de caña y de cera silvestre y el perro leal que se alimentaba con él en un mismo plato. Y así, los vecinos del lugar no se inquietaban de sus vagabundajes y ausencias por los caminos, los lechos arenosos de 1as corrientes, las faldas alegres y decoradas de los cerros, los bosques centenarios de algarrobales, retamas, breas y aromas, porque lo sabían bien defendido y guiado por el más amoroso de los guardianes, quien al ponerse el sol detrás de las lejanas cimas del ocaso, le volvería a la casa, conduciéndole de una punta del poncho y con caricias llorosas que eran un mundo de amor.

Tampoco entonces la soledad de las montañas era para el pobre loco una soledad, porque las me­lodías intermitentes y extrañas de la flauta rústica, errantes por todas las selvas, las quebradas, las colinas y los valles, iban despertando a su paso incierto y caprichoso, las innumerables canciones de los nidos, las grietas y los peñascos, cual si fuesen por doquiera llamando la razón perdida del artista montañés, que acaso se refugiara en algún nido desierto o en el fondo misterioso de ignorada gruta, de donde sólo surge la gota interminable, sonora, transparente corno lágrima...

Deben tener los crepúsculos otoñales una virtud suprema sobre las almas sin luz y sin esperanzas, porque en esas horas, cuando el sol, de oro puro, se difunde, irradia y transfigura todas las cimas, el pastor, seguido de su perro, iba a sentarse sobre una alta roca, con vista dilatada hacia el poniente; y allí, mientras se realizaba la mutación maravillosa de la luz en las nubes o en los cielos abiertos, abrazaba el cuello del amigo triste y dejaban brotar de su flauta, en desorden y en continuidad con alegría y dolor confundidos, todas las melodías que antes aprendiera sin saber de quién, tal vez de los mismos torrentes a cuyo borde crecieron los cañaverales. La última vislumbre del día, del color de hierro candente que se apaga sobre el yunque, reflejábase en la pupila del pastor con vivo reflejo, porque ella le enviaba un adiós intraducible, en una gota de agua, cálida y silenciosa. que caía sobre la piedra...

Por mucho tiempo, en aquella región de la mon­taña andina vagaron sin rumbo y sin enojos los dos amigos que en un tiempo fueron pastores; la flauta de caña oíase por todas partes, como si una multitud de notas, huidas de su dueño, buscasen entre los manantiales, las ramas o las rocas el seno armonioso de donde brotaban; los zorzales y las calandrias les contestaban y les hacían acordes; y por último fueron a enriquecer, la infinita variedad de los cantos, las armonías y los lamentos que adormecen las noches, sonríen las auroras, aturden los días y bañan de melancolía las puestas del sol.

Si el viajero preguntaba a las gentes de la aldea por e1 secreto de aque1las dos existencias tan extrañas como atractivas, respondían con tristeza:

-Ese loco fue un pastor; un día, a la siesta, se puso a tocar la flauta en la Selva de los Reptiles, y las víboras, las culebras y los lagartos, que allí habitaban, salieron de sus cuevas y lo persiguieron para devorarlo... Desde entonces anda así, por los campos…

Joaquín V. González: Nació  en 1863 en la provincia de La Rioja (en Nonogasta, departamento de Chilecito) y murió en Buenos Aires en 1923. Realizó sus estudios de Derecho en la Universidad de Córdoba; fue Diputado, Senador, Gobernador de La Rioja, Ministro del Interior, Ministro de Justicia e Instrucción Pública. Fundó la Universidad de La Plata. Como escritor, su libro más conocido es "Mis Montañas. Como jurista publicó el "Manual de la Constitución Argentina". En 1935 se editaron sus Obras Completas (25 volúmenes).

Material compilado y revisado por la educadora argentina
Nidia Cobiella (NidiaCobiella@Educar.Org)

 

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