Héctor
Tizón
FUEGOS ARTIFICIALES
(1957)
--¡Es él!, ¡él! La mujer daba alaridos y no
cesaba de gritar. --¡Ha sido él! --decía
la mujer señalándole con el dedo que era como un cañón de escopeta a
bocajarro. La mujer estaba despeinada y sus pechos enormes se
agitaban debajo del camisón, enormes, deformes, blandos, debajo del
camisón que se adhería a sus carnes regordetas. Cuando llevaron al imbécil
que lloraba como un niño pequeño y temeroso, sin comprender, con sus ojos
de viejo y su ancha boca, ni siquiera el más leve estremecimiento se pudo
notar en las manos homicidas que recogieron el arma para guardarla
nuevamente en su sitio. El marido, que desde hacía
ya tiempo se dedicaba a los cueros (a la venta de cueros de víboras y
yacarés, que, una vez desollados y colgados durante los días necesarios en
los interminables alambres del galpón ex profeso se enfardaban y eran
transportados por él mismo en el viejo andariego ford hasta el
pueblo y desde allí lanzados por ferrocarril para volver convertidos en
los cheques que él almacenaba en la infructuosa cuenta bancaria. Eso
constituía, por cierto, un negocio mucho más productivo que el antiguo
negocio del carbón, o que Serían las tres de la mañana
cuando sonó el estampido: El tonto lo escuchó desde el lugar donde dormía,
no lejos de la cocina, y ya estaba por salir a ver jugar a los chicos
desde el mirador, casi junto al portón que daba al camino. La atracción
del ruido de pólvora de los fuegos artificiales era irresistible para él,
Siempre le pasaba así desde que vio por primera vez encenderse las luces
de bengala y escuchar el estampido seco de los cohetes en aquella
Navidad lejana. Con un gesto anhelante, se quedaba entonces absorto ante
la trayectoria luminosa de la pólvora encendida. A veces los chicos,
cuando lo descubrían o lo espiaban, venían hacia él para darle que
sostuviera la mecha; a veces también le ataban cohetes en la parte trasera
de los tiradores y se desternillaban de risa viéndole correr como un
caballo loco. La mujer había terminado por
franquearle la puerta de su cuarto porque en ese calor interminable que le
abrasaba el cuerpo, en las noches, necesitaba del hombre. Pero esa noche
ella no esperaba al cazador de serpientes y yacarés que de pronto, antes
de que el otro terminara de abandonar el lecho cálido y subrepticio,
apareció con la linterna perforando el azulado follaje de los árboles
junto al camino y llegó hasta el patio de la casa dando órdenes a los
gritos. Entonces descolgó la
escopeta. Él idiota también escuchó el
estampido seco, rotundo, solitario, pero esa vez cuando salió no encontró
a nadie, no sintió la carrera ni los gritos de los chicos, ni vio las
luces de las cañas encendidas. Sólo vio la oscuridad y penetró en el patio
que: era más bien un canchón donde estacionaban los carros y a veces
pernoctaban los caballos, las vacas, los peones y los cerdos. Cuando él
llegó, lamujer le dijo,-entregándole
lo que todavía sostenía entre sus manos: "tomá, agarrá. Con esto se
hace fuegos artificiales". El obedeció con entusiasmo y Héctor Tizón nació en 1929.
Es uno de los escritores destacados de la narrativa argentina del S.
XX. Su lugar de residencia
era su casa en Yala (Jujuy). Entre sus obras se pueden
citar: “A un costado de los rieles” (Cuentos - 1960); “Fuego en
Casabindo”, (novela, 1969); “El cantar del Profeta y el Bandido”, (novela,
1972), “El jactancioso y la bella”, (Cuentos, 1972). A este último libro
pertenece el cuento que se presenta aquí. El autor ha obtenido
menciones por su obra en Concursos de La Casa de las Américas, de La
Habana, Cuba. Material compilado y
revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@RedArgentina.com) |
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