JOSÉ MARTÍ
MÚSICOS, POETAS Y PINTORES
El mundo tiene más jóvenes que viejos. La
mayoría de la humanidad es de jóvenes y niños. La juventud es la edad del
crecimiento y del desarrollo, de la actividad y la viveza, de la imaginación y el
ímpetu. Cuando no se ha cuidado del corazón y la mente en los años jóvenes,
bien se puede temer que la ancianidad sea desolada y triste. Bien dijo el poeta
Southey, que los primeros veinte años de la vida son los que tienen más poder
en el carácter del hombre. Cada ser humano lleva en sí un hombre ideal, lo
mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua tan bella como la
que el griego Praxiteles hizo del dios Apolo. La educación empieza con la vida,
y no acaba sino con la muerte. El cuerpo es siempre el mismo, y decae con la
edad; la mente cambia sin cesar, y se enriquece y perfecciona con los años.
Pero las cualidades esenciales del carácter, lo original y enérgico de cada
hombre, se deja ver desde la infancia en un acto, en una idea, en una mirada.
En el mismo hombre suelen ir unidos un
corazón pequeño y un talento grande. Pero todo hombre tiene el deber de
cultivar su inteligencia, por respeto a sí propio y al mundo. Lo general es que
el hombre no logre en la vida un bienestar permanente sino después de muchos
años de esperar con paciencia y de ser bueno, sin cansarse nunca. El ser bueno
da gusto, y lo hace a uno fuerte y feliz. "La verdad es-dice el
norteamericano Emerson-que la verdadera novela del mundo está en la vida del hombre,
y no hay fábula ni romance que recree más la imaginacion que la historia de un
hombre bravo que ha cumplido con su deber."
Es notable la diferencia de edades en que
llegan los hombres a la fuerza del talento. "Hay algunos-dice el inglés
Bacon-que maduran mucho antes de la edad y se van como vienen", que es lo
mismo que dice en su latín elegante el retórico Quintiliano. Eso se ve en
muchos niños precoces, que parecen prodigios de sabiduría en sus primeros años,
y quedan oscurecidos en cuanto entran en los años mayores.
Heinecken, el niño de la antigua ciudad
de Lubeck, aprendió de memoria casi toda la Biblia cuando tenía dos años; a los
tres años, hablaba latín y francés; a los cuatro ya lo tenían estudiando la
historia de la iglesia cristiana, y murió a los cinco.De esa pobre criatura
puede decirse lo de Bacon: "El carro de Faetón no anduvo másque un
día."
Hay niños que logran salvar la
inteligencia de estas exaltaciones de la precocidad, y aumentan en la edad
mayor las glorias de su infancia. En los músicos se ve esto con frecuencia,
porque la agitación del arte es natural y sana, y el alma que la siente padece
más de contenerla que de darle salida. Haendel a los diez años había compuesto
un libro de sonatas. Su padre lo quería hacer abogado, y le prohibió tocar un
instrumento; pero el niño se procuró a escondidas un clavicordio mudo, y pasaba
las noches tocando a oscuras en las teclas sin sonido. El duque de Sajonia
Weissenfels logró, a fuerza de ruegos, que el padre permitiera aprender la música
a aquel genio perseverante, y a los dieciséis Haendel había puesto en música el
Almira. En veintitrés días compuso su gran obra El Mesías, a los cincuenta y
siete años, y cuando murió, a los sesenta y siete, todavía estaba escribiendo
óperas y oratorios.
Haydn fue casi tan precoz como Haendel, y
a los trece años ya había compuesto una misa; pero lo mejor de él, que es la
Creación, lo escribió cuando tenía sesenta y cinco. A Sebastián Bach le fue
casi tan difícil como a Haendel aprender la primera música, porque su hermano
mayor, el organista Cristóbal, tenía celos de él, y le escondió el libro donde
estaban las mejores piezas de los maestros del clavicordio. Pero Sebastián
encontró el libro en una alacena, se lo llevó a su cuarto, y empezó a copiarlo a
deshoras de la noche, a la luz del cielo, que en verano es muy claro, o a la
luz de la luna. Su hermano lo descubrió, y tuvo la crueldad de llevarse el
libro y la copia, lo que de nada le valió, porque a los dieciocho años ya
estaba Sebastián de músico en la corte famosa de Weimar, y no tenía como
organista más rival que Haendel.
Pero de todos los niños prodigiosos en el
arte de la música, el más célebre es Mozart. No parecía que necesitaba de
maestros para aprender. A los cuatro años cuando aún no sabía escribir, ya
componía tonadas; a los seis arregló un concierto para piano, y a los doce ya
no tenía igual como pianista, y compuso la Finta Semplice, que fue su primera
ópera. Aquellos maestros serios no sabían cómo entender a un niño que
improvisaba fugas dificilísimas sobre un tema desconocido, y se ponía enseguida
a jugar a caballito con el bastón de su padre. El padre anduvo enseñándolo por
las principales ciudades de Europa, vestido como un príncipe, con su casaquita
color de pulga, sus polainas de terciopelo, sus zapatos de hebilla, y el pelo
largo y rizado, atado por detrás como las pelucas. El padre no se cuidaba de la
salud del pianista pigmeo, que no era buena, sino de sacar de él cuanto dinero
podía. Pero a Mozart lo salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en
música, pero un niño en todo lo demás. A los catorce años compuso su ópera de
Mitrídates, que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en
su cama de moribundo, consumido por la agítación de su vida y el trabajo
desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras más perfectas.
El padre de Beethoven quería hacer de él
una maravilla, y le enseñó a fuerza de porrazos y penitencias tanta musica, que
a los trece años el niño tocaba en público y había compuesto tres sonatas. Pero
hasta los veintiuno no empezó a producir sus obras sublimes. Weber, que era un
muchacho muy travieso, publicó a los doce sus seis primeras fugas, y a los
catorce compuso su ópera Las Ninfas del Bosque: la famosísima del Cazador la compuso
a los treinta y seis. Mendelessohn aprendió a tocar antes que a hablar, y a los
doce años ya había escrito tres cuartetos para piano, violines y contrabajo:
dieciséis años cumplía cuando acabó su primera ópera Las Bodas de Camacho; a
los dieciocho escribió su sonata en si bemol; antes de los veinte compuso su
Sueño de una Noche de Verano; a los veintidós su Sinfonía de Reforma, y no cesó
de escribir obras profundas y dificilísimas hasta los treinta y ocho, que
murió. Meyerbeer era a los nueve pianista excelente, y a los dieciocho puso en
el teatro de Munich su primera pieza La Hija de Jephté; pero hasta los treinta
y siete no ganó fama con su Roberto el Diablo.
El inglés Carlyle habla en su Vida del
Poeta Schiller de un Daniel Schubart, que era poeta, músico y predicador, y a
derechas no era nada. Todo lo hacía por espasmos y se cansaba de todo, de sus
estudios, de su pereza y de sus desórdenes. Era hombre de mucha capacidad,
notable como músico; como predicador, muy elocuente; y hábil periodista. A los
cincuenta y dos años murió, y su mujer e hijo quedaron en la miseria.
Pero Franz Schubert, el niño maravilloso
de Viena, vivió de otro modo, aunque no fue mucho más feliz. Tocaba el violín
cuando no era más alto que él, lo mismo que el piano y el órgano. Con leer una
vez una canción, tenía bastante para ponerla en música exquisita, que parece de
sueño y de capricho, y como si fuera un aire de colores. Escribió más de
quinientas melodías, a más de óperas, misas, sonatas, sinfonías y cuartetos. Murió
pobre a los treinta y un años.
Entre los músicos de Italia se ha visto
la misma precocidad. Cimarosa, hijo de un zapatero remendón, era autor a los
diecinueve de La Baronesa de Stramba. A los ocho tocaba Paganini en el violín
una sonata suya. El padre de Rossini tocaba el trombón en una compañía de
cómicos ambulantes, en que la madre iba de cantatriz. A los diez años Rossini
iba con su padre de segundo; luego cantó en los coros hasta que se quedó sin
voz; y a los veintiún años era el autor famoso de la ópera Tancredo.
Entre los pintores y escultores han sido
muchos los que se han revelado en la niñez. El más glorioso de todos es Miguel
Ángel. Cuando nació lo mandaron al campo a criarse con la mujer de un
picapedrero, por lo que decía él después que había bebido el amor de la
escultura con la leche de la madre. En cuanto pudo manejar un lápiz le llenó
las paredes al picapedrero de dibujos, y cuando volvió a Florencia, cubría de
gigantes y leones el suelo de la casa de su padre. En la escuela no adelantaba
mucho con los libros, ni dejaba el lápiz de la mano; y había que ir a sacarlo
por fuerza de casa de los pintores. La pintura y la escultura eran
entonces,oficios bajos, y el padre, que venía de familia noble, gastó en vano
razones y golpes para convencer a su hijo de que no debía ser un miserable
cortapiedras. Pero cortapiedras quería ser el hijo, y nada más. Cedió el padre
al fin, y lo puso de alumno en el taller del pintor Ghirlandaio, quien halló
tan adelantado al aprendiz que convino en pagarle un tanto por mes. Al poco
tiempo el aprendiz pintaba mejor que el maestro; pero vio las estatuas de los
jardines célebres de Lorenzo de Médicis, y cambió entusiasmado los colores por
el cincel. Adelantó con tanta rapidez en la escultura que a los dieciocho años
admiraba Florencia su bajorrelieve de la Batalla de los Centauros; a los veinte
hizo el Amor Dormido, y poco después su colosal estatua de David. Pintó luego,
uno tras otro, sus cuadros terribles y magníficos. Benvenuto Cellini, aquel
genio creador en el arte de ornamentar, dice que ningún cuadro de Miguel Angel
vale tanto como el que pintó a los veintinueve años, en que unos soldados de
Pisa, sorprendidos en el baño por sus enemigos, salen del agua a arremeter
contra ellos.
La precocidad de Rafael fue también
asombrosa, aunque su padre no se le oponía, sino le celebraba su pasión por el
arte. A los diecisiete años ya era pintor eminente. Cuentan que se llenó de
admiración al ver las obras grandiosas de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, y
que dio en voz alta gracias a Dios por haber nacido en el mismo siglo de aquel
genio extraordinario. Rafael pintó su Escuela de Atenas a los veinticinco años
y su Transfiguración a los treinta y siete. Estaba acabándola cuando murió, y
el pueblo romano llevó la pintura al Panteón, el día de los funerales. Hay
quien piensa que La Transfiguración de Rafael, incompleta como está, es el
cuadro más bello del mundo.
Leonardo de Vinci sobresalió desde la
niñez en las matemáticas, la música y el dibujo. En un cuadro de su maestro
Verrocchio pintó un ángel de tanta hermosura que el maestro, desconsolado de
verse inferior al discípulo, dejó para siempre su arte. Cuando Leonardo llegó a
los años mayores era la admiración del mundo, por su poder como arquitecto e
ingeniero, y como músico y pintor. Guercino a los diez años adornó con una
virgen de fino dibujo la fachada de su casa. Tintoretto era un discípulo tan
aventajado que su maestro Tiziano se enceló de él y lo despidió de su servicio.
El desaire le dio ánimo en vez de acobardarlo, y siguió pintando tan de prisa
que le decían "el furioso". Canova, el escultor, hizo a los cuatro
años un león de un pan de mantequilla. El dinamarqués Thorwaldsen tallaba, a
los trece, mascarones para los barcos en el taller de su padre, que era
escultor en madera; y a los quince ganó la medalla en Copenhague por su
bajorrelieve del Amor en Reposo.
Los poetas también suelen dar pronto
muestras de su vocación, sobre todo los de alma inquieta, sensible y
apasionada. Dante a los nueve años escribía versos a la niña de ocho años de
que habla en su Vida Nueva. A los diez años lamentó Tasso en verso su
separación de su madre y hermana, y se comparó al triste Ascanio cuando huía de
Troya con su padre Eneas a cuestas; a los treinta y un años puso las últimas
octavas a su poema de la Jerusalén, que empezo a los veinticinco.
De diez años andaba Metastasio
improvisando por las calles de Roma; y Goldoni, que era muy revoltoso, compuso
a los ocho su primera comedia. Muchas veces se escapó Goldoni de la escuela
para irse detrás de los cómicos ambulantes. Su familia logró que estudiase
leyes, y en pocos años ganó fama de excelente abogado, pero la vocación natural
pudo más en él, y dejó la curia para hacerse el poeta famoso de los
comediantes.
Alfieri demostró cualidades extraordinarias desde la juventud.
De niño era muy endeble, como muchos poetas precoces, y en extremo meditabundo
y sensible. A los ocho años se quiso envenenar, en un arrebato de tristeza, con
unas yerbas que le parecían de cicuta; pero las yerbas sólo le sirvieron de
purgante. Lo encerraron en su cuarto y lo hicieron ir a la iglesia en
penitencia, con su gorro de dormir. Cuando vio el mar por primera vez, tuvo
deseos misteriosos, y conoció que era poeta. Sus padres ricos no se habían
cuidado de educarlo bien, y no pudo poner en palabras las ideas que le hervían
en la mente. Estudió, viajó, vivió sin orden, se enamoró con frenesí. Su amada
no lo quiso y él resolvió morir, pero un criado le salvó la vida. Se curó, se
volvió a enamorar, volvió la novia a desdeñarlo, se encerró en su cuarto, se
cortó el pelo de raíz y en su soledad forzosa empezó a escribir versos. Tenía
veintiséis años cuando se representó su tragedia Cleopatra: en siete años
compuso catorce tragedias.
Cervantes empezó a escribir en verso, y
no tenía todo el bigote cuando ya había escrito sus pastorales y canciones a la
moda italiana. Wieland, el poeta alemán, leía de corrido a los tres años, a los
siete traducía del latín a Cornelio Nepote, y a los dieciséis escribió su
primer poema didáctico de El Mundo Perfecto. Klopstock, que desde niño fue
impetuoso y apasionado, comenzó a escribir su poema de la Mesíada a los veinte
años.
Schiller nació con la pasión por la
poesía. Cuentan que un día de tempestad lo encontraron encaramado en un árbol
adonde se había subido "para ver de dónde venia el rayo, ¡porque era tan
hermoso!" Schiller leyó la Mesíada a los catorce años, y se puso a
componer un poema sacro sobre Moisés. De Goethe se dice que antes de cumplir
los ocho años escribía en alemán, en francés, en italiano, en latín y en
griego, y pensaba tanto en las cosas de la religión que imaginó un gran
"Dios de la naturaleza", y le encendía hogares en señal de adoración.
Con el mismo afán estudiaba la música y el dibujo, y toda especie de ciencias.
El bravo poeta Koerner murió a los veinte años como quería él morir,
defendiendo a su patria. Era enfermizo de niño, pero nada contuvo su amor por
las ideas nobles que se celebran en los versos. Dos horas antes de morir escribió
El Canto de la Espada.
Tomás Moore, el poeta de las Melodías
Irlandesas, dice que casi todas las comedias buenas y muchas de las tragedias
famosas han sido obras de la juventud. Lope de Vega y Calderón, que son los que
más han escrito para el teatro, empezaron muy temprano, uno a los doce años y
otro a los trece. Lope cambiaba sus versos con sus condiscípulos por juguetes y
láminas, y a los doce años ya había compuesto dramas y comedias. A los
dieciocho publicó su poema de la Arcadia, con pastores por héroes. A los
veintiséis iba en un barco de la armada española, cuando el asalto a
Inglaterra, y en el viaje escribió varios poemas. Pero los centenares de
comedias que lo han hecho célebre los escribió después de su vuelta a España,
siendo ya sacerdote. Calderón no escribió menos de cuatrocientos dramas. A los
trece años compuso su primera obra El Carro del Cielo. A los cincuenta se hizo
sacerdote, como Lope, y ya no escribió más que piezas sagradas.
Estos poetas españoles escribieron sus
obras principales antes de llegar a los años de la madurez. Entre los poetas de
las tierras del Norte la inteligencia anda mucho más despacio. Molière tuvo que
educarse por sí mismo; pero a los treinta y un años ya había escrito El
Atolondrado. Voltaire a los doce escribía sátiras contra los padres jesuitas
del colegio en que se estaba educando: su padre quería que estudiase leyes, y
se desesperó cuando supo que el hijo andaba recitando versos entre la gente
alegre de París: a los veinte años estaba Voltaire preso en la Bastilla por sus
versos burlescos contra el rey vicioso que gobernaba en Francia: en la prisión
corrigió su tragedia de Edipo, y comenzó su poema la Henriada.
El alemán Kotzebue fue otro genio
dramático precoz. A los siete años escribió una comedia en verso, de una
página. Entraba como podía en el teatro de Weimar, y cuando no tenía con qué
pagar se escondía detrás del bombo hasta que empezaba la representación. Su
mayor gusto era andar con teatros de juguete y mover a los muñecos en la escena.
A los dieciocho años se representó su primera tragedia en un teatro de amigos.
Víctor Hugo no tenía más que quince años
cuando escribió su tragedia Irtamene. Ganó tres premios seguidos en los juegos
florales; a los veinte escribió Bug Jargal, y un año después su novela Han de
Islandia, y sus primeras Odas y Baladas. Casi todos los poetas franceses de su
tiempo eran muy jóvenes. "En Francia", decía en burla el crítico
Moreau, "ya no hay quien respete a un escritor si tiene más de dieciocho
años."
El
inglés Congreve escribió a los diecinueve su novela Incógnita, y todas sus
comedias antes de los veinticinco. A Sheridan lo llamaba su maestro "burro
incorregible"; pero a los veintiséis años había escrito su Escuela del
Escándalo. Entre los poetas ingleses de la antigüedad hubo muy pocos precoces.
Se sabe poco de Chaucer, Shakespeare y Spencer. El mismo Shakespeare llama
"primogénito de su invención"al poema Venus y Adonis, que compuso a
los veintiocho años. Milton tendría veintiséis años cuando escribió su Comus.
Pero Cowley escribía versos mitológicos a los doce años. Pope "empezó a
hablar en versos": su salud era mísera y su cuerpo deforme, pero por más
que le doliera la cabeza, los versos le salían muchos y buenos. El que había de
idear La Borricada volvió un día a su casa echado de la escuela por una sátira
que escribió contra el maestro. Samuel Johnson dice que Pope escribió su oda a
La Soledad a los doce años, y sus Pastorales a los dieciséis: de los
veinticinco a los treinta, tradujo la llíada. El infeliz Chatterton logró
engañar con una maravillosa falsificación literaria a los eruditos más famosos
de su tiempo: rebosan genio la oda de Chatterton a la Libertad y su Canto del
Bardo. Pero era fiero y arrogante, de carácter descompuesto y defectuoso, y
rebelde contra las leyes de la vida. Murió antes de haber comenzado a vivir.
Robert Burns, el poeta escocés, escribía
ya a los dieciséis años sus encantadoras canciones montañesas. El irlandés
Moore componía a los trece, versos buenos a su Celia famosa. y a los catorce
había empezado a traducir del griego a Anacreonte. En su casa no sabían qué
significaban aquellas ninfas, aquellos placeres alados, y aquellas canciones al
vino. Moore se libró pronto de estos modelos peligrosos, y alcanzó fama mejor
con los versos ricos de su Lalla Rookh y la prosa ejemplar de su Vida de Byron.
Keats, el más grande de los poetas
jóvenes de Inglaterra, murió a los veinticuatro años, ya célebre. Pero nadie
hubiera podido decir en su niñez que había de ser ilustre por su genio poético
aquel estudiantuelo feroz que andaba siempre de peleas y puñetazos. Es verdad
que leía sin cesar; aunque no pareció revelársele la vocación hasta que leyó a
los dieciséis años la Reina Encantada de Spencer: desde entonces sólo vivió para
los versos.
Shelley sí fue precocísimo. Cuando
estudiaba en Eton, a los quince años, publicó una novela y dio un banquete a
sus amigos con la ganancia de la venta. Era tan original y rebelde que todos le
decían "el ateo Shelley", o "el loco Shelley". A los
dieciocho publicó su poema de la Reina Mab, a los diecinueve lo echaron del
colegio por el atrevimiento con que defendió sus doctrinas religiosas; a los
treinta años murió ahogado, con un tomo de versos de Keats en el bolsillo.
Maravillosa es la poesía de Shelley por la música del verso, la elegancia de la
construcción y la profundidad de las ideas. Era un manojo de nervios siempre
vibrantes, y tenía tales ilusiones y rarezas que sus condiscípulos lo tenían
por destornillado; pero su inteligencia fue vivísima y sutil, su cuerpo frágil
se estremecía con las más delicadas emociones, y sus versos son de incomparable
hermosura.
Byron fue otro genio extraordinario y
errante de la misma época de Shelley y de Keats. Desde la escuela se le conoció
el carácter turbulento y arrebatado. De los libros se cuidaba poco; pero antes
de los ocho años ya sufría de penas de hombre. Tenía una pierna más corta que
la otra, aunque eso no le quitaba los bríos, y se hizo el dueño de la escuela a
fuerza de puños, como Keats: él mismo cuenta que de siete batallas perdía una.
Cuando estaba en Cambridge de estudiante, tenía en su casa un oso y varios
perros de presa, y cada día contaban de él una historia escandalosa: aquél era
sin embargo el niño sensible que a los doce años había celebrado en versos
sentidos a una prima suya. Leía con afán todos los libros de literatura, y a
los dieciocho años publicó para sus amigos su primer libro de versos: Horas de
Ocio. La Revista de Edimburgo habló del libro con desdén, y Byron contestó con
su célebre sátira sobre los Poetas Ingleses y los Críticos de Escocia. Cumplía
los veinticuatro cuando salió al público el primer canto de su poema Childe
Harold. "A los veinticinco años", dice Macaulay, "se vio Byron
en la cima de la gloria literaria, con todos los ingleses famosos de la época a
sus pies. Byron era ya más célebre que Scott, Wordsworth, y Southey. Apenas hay
ejemplo de un ascenso tan rápido a tan vertiginosa eminencia." Murió a los
treinta y siete años, edad fatal para tantos hombres de genio.
Coleridge, escribió a los veinticinco su
himno del Amanecer, donde se ven en unión completa la sublimidad y la energía.
Bulwer Lytton tenía hecho a los quince su Ismael. A los diecisiete había
publicado su primer tomo la poetisa Barrett Browning, que desde los diez
escribía en verso y prosa. Robert Browning, su marido, publicó el Paracelso a
los veintitrés. A los veinte había escrito Tennyson algunas de las poesías
melodiosas que han hecho ilustre su nombre. Se ve, pues, que en el fuego
tumultuoso de la juventud han nacido muchas de las obras más nobles de la
música, la pintura y la poesía. Suele el genio poético decaer con los años,
aunque Goethe dice que con la edad se va haciendo mejor el poeta. Es seguro que
si no hubieran muerto tan temprano los poetas precoces, habrían imaginado
después obras más perfectas que las de su juventud. La fuerza del genio no se
acaba con la juventud.
Pero las dotes especiales que hacen más
tarde ilustres a los hombres se revelan casi siempre entre los diecisiete y
veintitrés años. Puede irse desarrollando poco a poco el talento poético; pero
el que es poeta de veras, siempre lo mostrará de algún modo. Crabbe y
Wordsworth, que descubrieron el genio tarde, escribían versos desde la niñez.
Crabbe llenó de versos toda una gaveta, cuando estaba de aprendiz de cirujano;
y Wordsworth, que era agrio y melancólico de niño, empezó a hacer cuartetas
heroicas a los catorce. Shelley dice de Wordsworth que "no tenía más
imaginación que un cacharro", lo que no quita que sea Wordsworth un poeta
inmortal. No fue precoz como Shelley; pero creció despacio y con firmeza, como
un roble, hasta que llegó a su majestuosa altura.
Walter Scott tampoco fue precoz de niño.
Su maestro dijo que no tenía cabeza para el griego, y él mismo cuenta que fue
de muchacho muy travieso y holgazán; pero gozaba de mucha salud, y era gran
amigo de los juegos de su edad. En lo primero en que se le vio el genio fue en
su gusto por las baladas antiguas, y en su facilidad extraordinaria para inventar
historias. Cuando su padre supo que había estado vagando por el país con su
camarada Clark, metiéndose por todas partes, y posando en las casas de los
campesinos, le dijo:-"¡Dudo mucho, señor, de que sirva Ud. más que para
cola de caballo!" De su facilidad para los cuentos, el mismo Scott dice
que en las horas de ocio de los inviernos, cuando no tenían modo de estar al
aire libre, mantenía muchas horas maravillados con sus narraciones a sus
compañeros de escuela, que se peleaban por sentarse cerca del que les decía
aquellas historias lindas que no acababan nunca.
Dice Carlyle que en una clase de la
escuela de gramática de Edimburgo había dos muchachos: "John, siempre,
hecho un brinquillo, correcto y ducal; Walter, siempre desarreglado, borrico y
tartamudo. Con el correr de los años, John llegó a ser el Regidor John, de un
barrio infeliz, y Walter fue Sir Walter Scott, de todo el universo." Dice
Carlyle, con mucho seso, que la legumbre más precoz y completa es la col. A los
treinta años no se podía decir de seguro que Scott tuviera genio para la
literatura. A los treinta y uno publicó su primer tomo del Cancionero de
Escocia, y no imprimió su novela Waverley hasta los cuarenta y tres, aunque la
tenía escrita nueve años antes.