RAÚL
EDUARDO
IRIGOYEN
LOS CUENTOS
DEL TATA
(TANINGA)
Para mis muy queridos nietos
Sebastián y María Pilar
Taninga, agosto de 1993
Ilustraciones
José
Miguel Heredia *
Prólogo
El Tata
Los enanitos de fuego
Asamblea de Palomas
El arco iris
Los tucos
Los últimos Gigantes
Los cuises
El retumbadero
Doña Tota Romero
Las piedras del río
Buba, el indio más fuerte
El país de la Avispas
La roca Sonora
Don Aurelio y las cotorras
El Cacique Pie de Palo
Los árboles
Las nubes de Achala
León, el perro cabrero
Las palmeras
Los lugares secretos
Queridos chicos:
Existe un valle en el oeste de las sierras cordobesas. Un valle muy grande,
poblado de palmeras y otros hermosos árboles, cruzado por muchos ríos
y cercado de altas montañas.
Es el antiguo valle de Salsacate, así bautizado por los conquistadores
españoles y hoy llamado Pampa de Pocho, en homenaje al cacique Puchu,
región de leyendas y misterios. No hay mejores aires. Sus aguas sanan.
Los cielos son muy azules, con coloridas nubes de hermosas y extrañas
formas. Y, después de las bellísimas puestas de sol, llegan las
noches luminosas con las estrellas como techo. Allá vive el Tata y de
su mano se internarán, en lo más recóndito de la región.
Encontrarán senderos escondidos que conducen a cuevas secretas o pequeños
valles perdidos, esperando ser descubiertos. Y conocerán bosques impenetrables
adonde se refugian los indios, protegidos por los duendes.
Durante la siesta, cuando la somnolencia aturde a los mayores, se aparecen ante
los chicos, desconocidos y fantásticos animales, que brillan bajo el
sol verdoso. Cantan las cigarras, zumban las avispas, la sierra se solea, el
aire se impregna de olor a peperina y de mil yuyos más. El agua espera,
fresca y transparente.
Nunca dormir, siempre explorar. Con cuidado y atentos. Mirar, buscar, conocer,
unirse al monte. Saltando de piedra en piedra, ascender y descender sierras
y más sierras. Hallar lugares, encontrar colores, descubrir, hacerse
invisibles. Luego volver a las casas con algún trofeo en las manos: frutitas,
yuyos o piedras.
Pertenecerán a la comarca, y serán también parte de lo
más profundo del bosque.
Así crecerán, física y espiritualmente. Con el corazón
sano, habrán aprendido a amar a la naturaleza y a defenderla. Serán
parte de ella y eso los hará personas de bien.
Muy lejos y muy cerca, se encuentra la tierra encantada de Taninga, donde nace
el arco iris y los últimos Gigantes hacen que las nubes lluevan.
Allí está el cielo más lindo; sus soles lo alegran y no
hallarán noches más resplandecientes de estrellas. Allí
podrán conversar con los animalitos y las plantas. Próximo al
último volcán vive un viejo serrano, en una gran casa de piedra
blanca, plantada en la alta loma. Frente al fuego de su amplía chimenea,
en las frías noches de invierno, mientras afuera sopla con fuerza el
viento sur, cuenta historias muy antiguas. Historias que sólo él
conoce por ser tan viejo. El Tata, pues así lo llaman, ha recorrido todos
los bosques y montañas de Pocho, atravesado y remontado sus ríos,
acampado cientos de noches en las altas cumbres y ha conocido a muchas personas
y animales. Todos ellos le han contado relatos casi perdidos en el tiempo.
Y, en aquellas ocasiones, el Tata narra algunos cuentos, pero guarda los más
lindos para Sebastián y María Pilar, sus nietos muy queridos.
Oigamos algunos...
En el mundo hacia frío, mucho frío. Aún no se había
inventado la calefacción y el sol no calentaba como ahora. Los hombres
apenas tenían con qué abrigarse y vivían escondidos en
cuevas, durante el invierno. Hasta debían comer crudos los alimentos,
al no poder cocinarlos.
Pero a los enanitos colorados no les sucedía lo mismo. Ellos permanecían
en lo más profundo del bosque de Talainín, cerca del Retumbadero.
No sentían el frío porque sus cuerpos despedían calor.
Tanto calor, que en ese bosque crecían mejor las plantas y siempre era
primavera.
Enterados de esto, los indios más ancianos le pidieron al cacique Puchu
que, durante el corto verano que se avecinaba, fuera a hablar con los enanitos.
Querían solicitarles ayuda, pues estaban seguros de que ellos sabrían
cómo hacer para protegerlos del frío.
El cacique no estaba muy convencido: se decía que los enanitos tenían
mal carácter. Por fin idearon un plan. Al llegar e! corto verano, llenaron
unas tinajas con agua del arroyo salado, que todo lo cura, y emprendieron el
viaje a Talainín. Luego de varias jornadas de camino, y ya cansados,
penetraron en el bosque.
Era de noche, pero se veía una gran luz que aumentaba a medida que avanzaban.
Al llegar a un lugar descubierto, se encontraron de improviso con los enanitos.
¡Miles de enanitos!, que se pusieron a gritar enojados por la visita.
Puchu alzó los brazos y, mostrando las tinajas que llevaban sus indios,
les dijo que eran para ellos y que contenían agua del arroyo salado,
que todo lo cura. Entonces el jefe de los enanitos le preguntó acerca
del motivo del viaje. Puchu les contó todo lo que padecían por
el frío constante.
Luego de oír el triste relato, los enanitos, condolidos, aceptaron el
agua y decidieron ayudarlos. Muchos de ellos volvieron con los indios y, con
sus cuerpos, crearon el fuego. Desde ese día, en todas las fogatas, están
presentes los enanitos colorados. Son descendientes de aquellos primeros. Sólo
si se mira muy bien, es posible verlos trabajar, soplando y soplando para que
las llamas crezcan y den calor a los hombres.
Antes de que llegaran los
chacareros, las palomas vivían felices en la Pampa de Pocho. Comían
bichitos y frutitas silvestres. Volaban todo el día en grandes bandadas
y nadie las cazaba. Cuando se comenzó a sembrar maíz y girasol,
las palomas probaron sus granos y les gustaron; sobre todo porque había
menos fruta en el monte. Pero los chacareros, que veían disminuir sus
cosechas por esas visitas, no estuvieron de acuerdo, y comenzaron a perseguirlas.
Así fue como las pobres palomitas pasaron hambre, estaban flaquitas y
no sabían qué hacer.
Todas las tardes volaban hacia el norte y se reunían en los escondidos
bosques de La Aguadita, donde estaban seguras de que no las encontrarían,
para tratar el asunto.
Día tras día la Asamblea continuaba, y aunque cada vez iban más
palomas al encuentro, no encontraban solución al problema. Pasó
el tiempo. Después de mucho pensar y dialogar hallaron una respuesta:
resolvieron ayudar a los chacareros comiendo todos los bichos malos que dañaban
los cultivos.
Cuando los dueños de los campos vieron que las palomas cooperaban con
ellos y que así obtenían mejores cosechas, muy contentos por su
ayuda, las dejaron comer parte de ellas. Como festejo por la solución,
las palomitas siguen haciendo asambleas y reuniéndose todos los atardeceres
en los bosques de La Aguadita.
Después de llover,
en el cielo aparece el arco iris, lejos y de colores. Todos lo ven, pero muy
pocos, poquísimos, lo han visto surgir o saben dónde nace.
Cuando estén en Taninga, luego de la lluvia, vayan rápido al río
Jaimes. Si tienen suerte, antes de que llegue la creciente, verán aparecer,
en su parte media, pasando las cascadas, un arco iris de muchos colores que
se perderá en el cielo. Pero no deben quedarse allí; vuelvan al
poniente y sigan caminando hacia los cerros azules. Cerca del Cachimayo, después
del puente, podrán, si la suerte de ustedes continúa, pasar bajo
otros arcos iris de mil colores luminosos que los envolverán con su brillo
mágico. Así comprobarán lo que yo ahora les cuento como
un secreto: esos arcos iris son puentes que solo algunas personas pueden ver.
Puentes hechos por los indios que vivieron en Pocho, para volver a ver su tierra
querida. Los han tejido con telas de nubes y teñido con muchas puestas
de soles y reflejos de montaña. Por ellos asoman sus caras después
de las lluvias. Si han sido elegidos para verlos, les pido que los saluden de
mi parte... Yo también los vi, hace mucho tiempo.
Parece que hace muchísimos
años, antes de aparecer la Laguna de Pocho, en ese valle todo era oscuridad.
Sus pobladores no tenían con qué alumbrarse durante las noches.
Y si bajaban desde las sierras, después de la puesta del sol, no podían
encontrar las casas y se perdían en los montes. Todos eran tan parecidos
que sólo podían viajar de día.
La princesa Panaholma, que quería mucho a sus indios, subió hasta
lo más alto de Los Gigantes para poder hablar con la Luna. Allí,
luego de contarle lo que les pasaba, le solicitó ayuda. La Luna, después
de dar varias vueltas y pedir la opinión del sol, extendió sobre
la Pampa de Pocho parte de su manto blanco. Este se transformó en una
laguna, que siempre reflejaría su luz y la de las estrellas, para guiar
a lo indios.
No contenta con esto, la Luna lanzó millones de piedritas, que al tocar
esas nuevas aguas, volaron transformadas en unos bichos grandes, con dos linternas
verdes en la cabeza. Desde entonces ellos, a quienes se los llama tucos, iluminan
las noches en la Pampa de Pocho.
Antes de que los hombres
vinieran a la Tierra, vivían en ella los Gigantes. Eran muy, muy altos,
tanto que sus cabezas llegaban hasta el cielo y sus pelos les hacían
cosquillas a las nubes para divertirlas. Las nubes lloraban de risa y sus lágrimas
caían transformadas en lluvias
Así crecieron las plantas, y se formaron los mares y ríos. Para
entretenerse, los Gigantes, que eran muy juguetones, construyeron montañas
más chicas que ellos, con piedras que hacían rodar y tierra que
se echaban unos a otros. Pasó un largo tiempo. Y un día los Gigantes
se fueron a recorrer otros mundos. Pero dos de ellos, encariñados con
la Pampa de Achala, se quedaron para hacerles compañía a las nubes.
Hoy se los puede ver, aún desde lejos, rodeados de muchas de ellas. Todavía
les siguen haciendo cosquillas para que llueva, y los campos estén siempre
verdes.
Don Ratón vivía
en la ciudad. Una ciudad con mucha gente y poca comida. Con peligros y nada
de alegría. Don Ratón se aburría, y aunque salía
con otros ratoncitos a jugar y a pasear, no se encontraba a gusto.
Conversando con doña Ratona, recordaron que un viajero les había
contado cómo era el campo, y se deleitaban imaginando los manjares raros
que habría en él, y la vida tranquila en medio de la naturaleza.
Así fue cómo don Ratón y doña Ratona resolvieron
mudarse al campo, buscando nueva casa.
Caminaron mucho y ningún lugar les gustaba. Pasaron por llanuras, bosques
y ríos, comiendo una frutita aquí y un maicito más allá.
Conocieron a sus parientas: las liebres y las vizcachas. Ellas les informaron
que más lejos, mucho más lejos, estaba el país ideal donde
no existían los ratones. En ese lugar, llamado Taninga, se los dejaría
vivir en paz. Siguieron caminando y pasaron días y días; hasta
que se quedaron sin colas de tanto arrastrarlas. Luego de un largo tiempo y
después de subir montañas muy altas, vieron en el horizonte la
señal que les habían contado: la laguna y ¡a montaña
en triángulo. Habían llegado. Pero como no podían olvidarse
de la ciudad, quisieron instalarse cerca de las casas.
Allí vivieron felices. Tuvieron muchos hijitos e hijitos de hijitos.
Hoy se los ve pasear por Taninga, gordos y sin cola; pero ahora los llaman cuises.
Se cambiaron el nombre para imponer más respeto.
Una vez al año,
todas las tribus debían llevar regalos al Inca, para demostrarle respeto
y contribuir al mantenimiento del Reino. Los viajeros partían en la primera
luna de primavera; seguían el secreto camino del Inca que los llevaría
hasta Cuzco, donde entregarían sus tesoros.
En uno de esos viajes, una multitud de indios llegó de regiones lejanas
y de otros países. Como nunca, reunieron gran cantidad de obsequios:
adornos de diferentes metales, cacharros de barro pintado, arcos, flechas, piedras
preciosas, joyas, granos y animales.
La caravana salió de Salsacate; muy despacito, para no perder nada. A
los dos días llegaron a La Aguadita. Acamparon y fueron recibidos por
otros indios que vivían allí. Luego de asegurar los regalos, en
la cima de un cerro cercano, adonde colocaron centinelas, se dispusieron a descansar.
Poco les duró la calma. A medianoche, ya oculta la luna, escucharon fuertes
truenos y vieron luces que salían de una montaña próxima.
Como si esto fuera poco, la tierra comenzó a temblar y un gran calor
los envolvió. Los indios, con mucho miedo al no saber lo que sucedía,
escaparon dejando todo lo que llevaban. Pasó
el tiempo y no se atrevían a volver a ese lugar. Hasta que un grupo se
acercó con temor y, entonces, pudieron ver que uno de los cerros era
un volcán, del cual había salido lava y fuego. De los regalos
no quedaba nada.
Ahora, muchas personas suben a la montaña que está al lado de
La Aguadita y al pisar la cima, sienten que ésta suena hueca. Eso les
parece gracioso y llaman al sitio El Retumbadero. Los entendidos sonríen
en silencio. Ellos saben que dentro de ese cerro están los regalos que
los indios llevaban al Inca y que escondió la tierra.
Antes de que existieran los caramelos, que tanto mal hacen a los dientes, todos
acudían a Taninga buscando !a casa de doña Tota. Ella hacía
los dulces más ricos que existían. En la cocina de su cálida
casa, en ollas de hierro, preparaba con fórmulas secretas, exquisitos
arropes y bombones de chocolate y fruta, tortas de limón y de mil gustos
más.
Los chicos corrían detrás suyo, pidiéndole higos y duraznos
en almíbar. Nadie había probado un dulce de leche mejor preparado
que el de doña Tota.
Todas las mañanas iba sólita al monte y no volvía hasta
la tarde. Entre los árboles encontraba la fruta silvestre más
exquisita y condimentos que sólo ella conocía. A todo esto, unía
las mejores mieles de la sierra; así como también leche, de sus
lindas y simpáticas cabras y vacas.
Una vez por semana, hacía el pan casero, solo y con chicharrones. Se
decía que una rodaja de ese pan, untado con la manteca y dulce de doña
Tota, era lo mejor para acompañar el quesillo.
Cuando los chicos crecían, le pedían empanadas, humita y muchas
comidas más, a lo que, generosa, accedía. Pero un día,
viendo que ya no se portaban bien, se cansó de cocinar todo lo que querían
y decidió no hacer más dulces. Así fue como otros fabricaron
los caramelos, más feos que las cosas ricas hechas por doña Tota.
Ha pasado el tiempo. Ahora es posible que Tota vuelva a la cocina como antes,
pues los chicos han prometido portarse bien. Están muy aburridos de comer
caramelos.
En los ríos y arroyos
las piedras están sobre y bajo el agua. Esta las va lavando, acariciando,
mientras les cuenta cómo son las cosas y la gente más arriba;
cómo está el tiempo y qué pasará. Por eso las piedras
saben mucho, pero no lo dicen; más aún, parece que no conocen
nada, ya que siempre están mudas. Aunque las aguas estén con personas,
se oigan risas y voces o los animales retocen en los cauces, las piedras estarán
siempre calladitas. Su misión es ser reservadas e informarse de lo que
pasa, para luego... Luego, ya entrada la noche, las piedras de los nos hablan
y conversan entre
ellas. Para oirías, sin asustarlas, hay que acostarse ni muy lejos ni
muy cerca y escuchar en silencio, casi conteniendo la respiración, para
que no se enteren de que estamos allí.
Una noche, el Tata había acampado cerca del río Rugapampa, en
lo más alto de las altas cumbres. Luego de oír lo que parecía
solamente el ruido del agua al correr, comenzó a distinguir las voces
de las piedras y cómo éstas se iban contando lo que sabían:
que aún hoy los indios comechingones recorren la región, para
visitar las cuevas donde dejaron escondidos sus tesoros; que luces extrañas
siguen viéndose en alejados lugares; que todavía hay dinosaurios
en Pocho, pero son muy chicos y el Tata supo también, aunque no puedan
creerlo, que... ¡Pero no! Será mejor que vayan ustedes mismos,
escuchen a las piedras y después relaten a otros lo que se han enterado.
Había una vez, en
la Pampa de Pocho, un indiecito flaquito y chiquito, del que todos se reían
porque no tenía fuerzas. Tan débil era, que casi no podía
sostenerse en pie durante mucho tiempo.
Sus papas siempre lo retaban, pues en lugar de aprender estaba constantemente
descansando.
¡Pobre Buba! Tenía la ilusión de crecer con rapidez y ser
fuerte, pero no podía conseguirlo.
Un día de poco viento, se decidió a intentar algo que ninguno
de los indios había podido lograr hasta entonces: subir hasta lo más
alto de las montañas Gigantes, en la Pampa de Achala. Buba juntó
comida y emprendió el largo camino. Al llegar la noche, más cansado
que de costumbre, se durmió enseguida bajo un molle. Su reposo no duró
mucho; lo despertó el llanto de una viejecita que sufría por hambre.
Sin pensar en las largas jornadas de camino que le quedaban, consoló
a la anciana entregándole su comida y se dispuso a regresar a la mañana
siguiente, pues sin alimentos no podría concretar su propósito.
Volvió a dormirse y en sueños, escuchó que los Gigantes
le hablaban: "Buba, eres muy bueno y generoso. Te mereces ser el más
fuerte de la tribu y desde ahora lo serás". Al amanecer, cuando
se levantó, sentíase diferente y muy descansado. Caminó
con paso rápido, casi corriendo, y en una sola jornada llegó al
pie de los Gigantes. Al verlos, ya al atardecer, siguió andando y comenzó
a subir las montañas con decisión. A medida que ascendía
, en vez de fatigarse, sentía que sus fuerzas se multiplicaban. En pocas
horas llegó a la cima. Allí, cerca de las estrellas, se durmió
en paz. Por su amor al prójimo, había logrado lo que parecía
imposible: ser el indio mas fuerte.
¡Huy, las avispas!
¡Qué miedo! ¿Por qué? Porque tienen un aguijón
muy grande y con él pinchan. ¡Cómo duele! ¿Ustedes
conocen realmente a las avispas? Yo les voy a contar donde queda su país
y como hay que portarse con ellas. SÍ algún día, desde
Taninga, van hacia el poniente y arriban a Chancaní, luego de muchas
peripecias y pasando el refugio de los algarrobos, podrán llegar al país
de las avispas. Pero, ¡cuidado!, deben respetarlas y ser buenos con ellas,
pues si no... Verán las avispas grandes, negras y amarillas, o las lechiguanas,
negras y chiquitas, o los avispones escarlatas que pelean con las arañas
pollito. En fin, verán todas las avispas que deban ver, pues más
no hay.
Allí se encontrarán de improviso con nubes y nubes de avispas
rodeándolos, y se darán cuenta de que llegaron a su reino. Y,
lo que es peor, deberán seguir adelante, pues ya no será posible
retroceder. Pero no teman; estos animalitos no son malos, únicamente
pinchan para defenderse. Tienen más miedo que ustedes.
Si caminan con la cabeza erguida, los movimientos tranquilos y pausados, sin
darles importancia, ellas se darán cuenta de que son sus amigos. Y, sí
alguna se posa sobre ustedes, no la espanten, se irá sola.
Atravesarán el país de las avispas y conocerán otros lugares.
Cuando regresen, deberán volver por el mismo camino y así, al
ver nuevamente a una de ellas, sentirán que las avispas les han dado
una enseñanza de paz que nunca olvidarán.
¡Cuántos secretos
les estoy contando! No sé si debo. Este es muy importante y temo que
ustedes se lo cuenten a todo el mundo y deje de ser un secreto. ¿Me prometen
ser reservados? Bueno, escuchen:
Ahora la gente se comunica por teléfono y distintos medios. Antes, cuando
éstos no existían, se usaban otras formas, como las señales
de humo y los reflejos. Ya que de noche no era posible verlas, aquellos que
todo lo podían inventaron las rocas sonoras. Con ellas se podía
escuchar lo que se hablaba a leguas de distancia. Con el tiempo, la tierra y
el viento fueron tapando estas piedras.
Pero en Pocho quedó una, y en las noches serenas, muy juntito a ella,
se puede escuchar todo lo que se habla en el valle. Y a veces más lejos
aún.
Les daré una pista para que puedan ubicarla solos. Cuando oscurezca,
crucen el arroyo Cachimayo y caminen hacia el poniente. LLegarán a una
piedra muy grande. Se darán cuenta cuál es, pues cuando vayan
ya conocerán muchas cosas de Pocho. Siéntense bajo esa piedra
y esperen. La brisa les traerá miles de voces de la pampa y de las sierras.
Podrán oír lo que quieran. ¡PERO CUIDADO! ...Que los indios
no los vean, son muy celosos de su roca sonora.
¡Cuantas cotorras
hay en Pocho! Se dice que nacen cerca de la escondida Laguna de Plata. Son tantas,
que siempre se ven nuevas bandadas acercándose a presentar sus saludos
y a picar alguna fruta, un maicito o un pedazo de charque, que alguien olvidó
cuidar.
¡Qué pasión sienten las cotorras por los productos de las
quintas! ¡Ah, las quintas! Parece que los rojos y jugosos tomates, las
violáceas y gordas berenjenas, los llamativos pimientos, las juguetonas
chauchas y las fresquitas lechuguitas, son la predilección de estos verdes
pájaros. Mas aún, se desviven por los choclos.
Don Aurelio, el primer quintero de la Pampa de Pocho y el mejor que hubo, justamente
se especializaba en sembrar y producir todo aquello. Sostenía una lucha
permanente con tales bichas. Sin embargo, las cotorras siempre lograban comer
lo que producía su quinta.
Don Aurelio se escondía y aparecía de improviso a los gritos,
para asustarlas; les tiraba piedras, soplaba pitos, agitaba matracas, explotaba
globos y hacía de todo para ahuyentarlas. Nada conseguía. Siempre
volvían y se daban el gusto de comer cuanto había, cuando nadie
las molestaba. Un día, bien tempranito, las cotorras llegaron charlando,
como es su costumbre. Sabían que Don Aurelio aún no estaba despierto,
pero en medio de la quinta se encontraba otro hombre a quien no conocían.
Vestido con un sobretodo y sombrero grande, vigilaba e! lugar. Se pasaron todo
el día esperando, respetuosamente, que se fuera. El nuevo también
se quedó, parado y moviendo los brazos. Al día siguiente pasó
lo mismo. Así, día tras día, hasta que las cotorras se
aburrieron. Y, pese a las ganas que tenían de darse un atracón,
tuvieron que irse, pues el sujeto no se movía de allí, ni de día
ni de noche. Don Aurelio había inventado el espantapájaros.
Bajando de las sierras de
Pocho, hacia los llanos de La Rioja, pasando Chancaní, vivía el
terrible cacique Oba Pie de Palo. Fuerte y feroz, pero querido por su tribu,
era el defensor de los débiles y de los animales.
Se había propuesto como misión, además de dirigir a los
indios, recorrer el territorio y vigilarlo para que nadie sufriera privaciones.
Oba y Puchu, el cacique del valle, estaban peleados. No se ponían de
acuerdo acerca de cuál de los dos debía quedarse con las sierras
de Pocho. Y, cada tanto, se producían luchas por esta cuestión.
Un día, Oba se enteró de la presencia de un grupo de pumas, que
estaban causando destrozos en las majadas de la región. Y emprendió
viaje para rastrearlos. Después de un tiempo, los encontró a todos
juntos. Eran cinco en total, y Oba los enfrentó solo y con sus manos.
Los pumas, que no lo conocían, pues venían de otros lugares, creyeron
que no era necesario escapar y lo atacaron. Oba acabó con cuatro de ellos
muy rápido, pero el último alcanzó a darle un zarpazo en
el pie derecho, lastimándolo gravemente. El cacique no se preocupó.
Arrancó una rama de un algarrobo cercano y se la ató al pie herido.
Caminó varios días hasta llegar al arroyo Salado, que todo lo
cura, en tierras de Puchu. Éste, cuando supo que había arribado
el cacique herido, fue a verlo y le dijo: "Oba, por tu valentía,
desde ahora te llamaremos Cacique Pie de Palo, puedes descansar aquí
hasta sanarte, que nadie te molestará".
Mientras se curaba con el agua, pasó un tiempo durante el cual ambos
caciques conversaron mucho. Y advirtieron que no era de hombres inteligentes
hacer la guerra. Así fue como se pusieron de acuerdo para repartirse
las tierras por las que antes se peleaban. Oba, ya curado, volvió a su
tribu. Desde entonces se lo llamó Cacique Pie de Palo, y sus hazañas
han ido transmitiéndose de generación en generación.
Hace mucho, mucho tiempo,
el valle de Pocho era un triste desierto.
Se oía solamente gemir al viento y no había árboles donde
los pájaros pudieran posarse.
Un día, los pocos que allí se aventuraban, fueron a ver al Rey
del Bosque, el pajarito que mejor canta, para contarle lo que les sucedía.
Este les aconsejó que esperaran a las golondrinas, pues se acercaba el
verano. Ellas sabrían qué hacer. Días después, al
ver las primeras bandadas de golondrinas los pocos y pobres pájaros de
Pocho, les hicieron señas para que bajaran. Ya enteradas de lo que pasaba,
pues las golondrinas lo ven todo desde arriba, prometieron una solución.
Pasó un año con la esperanza de aquella promesa. Un año
muy duro para los pájaros, pues el invierno fue terriblemente frío
y ellos no tenían
árboles donde guarecerse. Pero tan encariñados estaban con ese
territorio que no querían irse. La primavera tampoco fue un alivio. Comenzaron
a pensar en los fuertes calores que les esperaban en el próximo verano.
Cavilaban sobre esto, cuando notaron que el cielo se ensombrecía y vieron
llegar inmensas nubes de golondrinas, muchísimas más que de costumbre.
Cada una de ellas dejaba caer las semillas que traía de lejanas regiones.
Del cielo cayeron millones de semillas de quebracho, algarrobo, chañar,
mistol, piquillín y de otras varias especies. Las aves, muy contentas,
remontaron vuelo para saludar y agradecer a las golondrinas su buena acción,
invitándolas a volver en la primavera próxima. Así fue
como en Pocho comenzaron a crecer los árboles y las plantas, a los que
hay que cuidar mucho, por ser tan necesarios para la vida de los hombres y de
los animales. Y las golondrinas, que aceptaron la invitación, ya no pasan
más de largo. Vuelven todos los veranos al valle.
Cuando vayan a Achala, esa
alta e inmensa montaña, podrán ver cómo nacen las nubes.
Aparecen al atardecer, ligeras y vaporosas, flotando desde el naciente. Corren
rápidas, leguas y leguas, para ver sobre las sierras de Pocho las puestas
del sol. A éste siempre le piden, como regalo, el vestido cambiante que
ha preparado durante todo el día.
Cuando lo consiguen se lo ponen contentas y, como es mágico, muestran
orgullosas la transformación de sus colores rosados, en lilas y violetas.
Después pasan las noches en las altas cumbres, cerca de la luna y de
las estrellas. Así tienen los reflejos plateados con que alegran el cielo.
Al amanecer, luego de refrescarse en los arroyos y vertientes, se despiden de
las montañas y van presurosas hacia todas partes, para dar fresca sombra
y hacer llover. Pero lo que importa es que las nubes siempre vuelven a Achala,
y se reúnen como amigas, para luego salir a pasear y mostrarnos sus lindos
colores.
Hijo de un león africano
y de una perrita de las montañas vascas, apareció León
en la Pampa de Pocho. No se recuerda cuándo ni cómo. Pe!o del
color de la miel de las sierras y dulces ojos marrones.
Tiene el extraño don de surgir, de improviso, en los corrales de aquellas
cabritas que no tienen quién las cuide. Luego de varios años,
ya cumplida su misión, cuando las cabras no precisan que las defiendan,
León desaparece. Temido por los pumas, siempre lo encontrarán
en algún lugar de Pocho,
asistiendo a las majadas.
En una oportunidad, quien lo envió a hacer ese trabajo le dio un tiempo
de descanso y lo mandó a acompañar al Tata. Con él pasó
una vida regalona y de esa época se recuerda la siguiente aventura:
Un chiquito que no creía que los ríos son peligrosos, pues pueden
crecer de repente y llevarse sin aviso a la gente, desobedeció a sus
papas y fue a bañarse solo. Jugaba muy divertido en el río Jaimes,
cuando advirtió que el agua llegaba más sucia y oyó un
ruido fuerte y constante. Pudo ver como avanzaba una pared altísima de
agua, muy cerca de él, arrollando todo lo que encontraba a su paso. Tan
sorprendido y asustado estaba, que no pudo moverse, mientras la creciente se
aproximaba velozmente. De pronto apareció León. Saltó como
un rayo desde la costa y empujó con su hocico y patas al chico hacia
la otra orilla. Lo salvó del peligro.
Segundos después, la masa de agua pasaba furiosa por el lugar. Cuentan
que ese día León se encontraba lejos del río, pero presintió
lo que iba a suceder y, gracias a su rapidez, pudo intervenir salvando al chiquito.
Desde entonces él no ha vuelto a bañarse solo y nunca cuando hay
peligro de creciente.
Desde el naciente llegó
a Pocho el conquistador español. Los indios no quisieron entregar su
tierra. Pelearon. Fue una larga lucha. La tribu de Puchu iba perdiendo, pero
rechazaba al invasor. Los indios presentaban batalla en las montañas
de Achala y enseguida volvían al valle. Otras veces atacaban en el llano
y retrocedían hacia las altas cumbres. Aparecían y desaparecían
en las lomas, resistiendo en todas partes. Como valientes que eran, defendían
su hogar. Pero los españoles eran cada vez más.
Luego de mucho tiempo y de un largo invierno, con frío y sin comida,
ya no pudieron seguir combatiendo. Tuvieron que huir hacia los llanos de Chancaní
y esconderse en los inmensos bosques de algarrobos, donde casi no entra el sol.
Hoy sabemos que los indios de Puchu aún se encuentran ahí, viviendo
en paz, sin ser molestados. Y cuando alguien se aventura dentro del monte, podrá
descubrir, si su vista es muy aguda, sombras que se deslizan silenciosamente
hacia las partes más profundas.
Los indios abandonaron Pocho, pero dejaron una retaguardia que constantemente
vigila la tierra. Todos los que cayeron en esa larga pelea quedaron de pie,
vivos para siempre, transformados en las miles de palmeras que cubren la región.
Si unas son cortadas, para dar camino a los sembrados, otras aparecerán.
Como antes, se multiplican los indios para resistir a! invasor. Un día
no habrá más invasores y todos serán pochanos. Entonces,
las palmeras volverán a ser indios.
Les contaré algo
que muy pocos, poquísimos saben. En Taninga existe otro mundo, al que
solo se puede acceder por algunos lugares secretos, mediante una llave. Ese
otro mundo se encuentra en el mismo lugar y existe al mismo tiempo, que el que
vemos diariamente con nuestros ojos. Es una comarca maravillosa donde siempre
hay alegría y amor. Allí los chicos no son retados. No es necesario
hacerlo. En esa región mágica toda la gente se quiere y es amiga
por igual. No importa si unos son pobres y otros ricos. Para entrar en esta
tierra, solamente deben saber pronunciar la palabra Taninga, en la debida forma,
Y estar en el lugar indicado cuando esto ocurra. Sin embargo, existen pasos
previos que son imprescindibles seguir.
Deben comenzar por querer mucho a la gente y desear menos las cosas materiales;
mirar siempre las noches estrelladas y las puestas de sol. Cuando ya conozcan
el cielo y los colores de la tarde, tendrán que seguir el camino del
arco iris, subir al cerro Boroa y pasar allí la noche, frente a un fuego
que ustedes mismos encenderán.
Entonces así verán cómo, poco a poco, comprenderán
el significado de los lugares secretos y sabrán dónde se encuentran.
Verán dormir a las acacias y sentirán palpitar la naturaleza,
cuando abracen el tronco de un árbol. Cerrarán los ojos y se darán
cuenta que han llegado a ese otro mundo maravilloso. Allí conocerán
sus almas.
* Los dibujos fueron iluminados por los discípulos
del profesor José Miguel Heredia
María Casas
Inés Duke
Laura Maschietto
Leslie Smart
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales