La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Marta Jara
Surazo

La mujer trató de oír. En la pieza contigua, entre el viento que bramaba a intervalos golpeando los postigos, sentía el ruido que producía el catre al ser arrastrado. Una luz amarilla y vacilante se filtraba por debajo de la puerta.
-¿Qué hace, padre? ¿Se siente mal? -gritó, incorporándose a medias para escuchar la respuesta.
Todo volvió al silencio. Y la raya de luz, en forma instantánea, como si hubiese sido una alucinación de la mujer recién despierta, antes que ésta alcanzara a registrarla, desapareció. La respiración suave de los que dormían y el fragor del viento silband Con cautela el viejo se movió en el cuarto del lado. No encendió vela alguna. Como si adivinara que la mujer dormía de nuevo, con una carraspera habitual que ahogaba el chasquido, frotó el fósforo suavemente y lo alzó manteniéndolo lejos de sí; en seguida Y el viento barriendo, galopando las islas semejante a demonios que atronasen horrísonos, desatentados..., y la lluvia cayendo, cayendo interminable como una mortaja de angustia sobre la tierra inerme; deslizándose como el alba gris de la que no nace el d Escalofriante y agudo, el maullido de un gato hirió la noche. Más tarde un golpe asordinado, ingrávido, resonó en alguna parte de la casa y luego la puerta de la pieza contigua a la del viejo se abrió un palmo, sigilosamente; y, en tanto él continuaba gol *
Equivalente al badajo de una campana que percutiera en lo recóndito de su conciencia, llegando a través de laberintos inextricables y sin embargo seguros, la voz conocida del gallo despertó, suavemente, a la mujer. "No hay vientos, menos mal -verificó, es Descalza y todavía amodorrada, entró a la cocina. La ventana filtraba el claror opaco de la madrugada. Llovía. Rápida y diestra astilló un palo y una lengua larga, viva y leonada, lamió la tetera ya puesta. Sujetándose la trenza la enroscó con manos hábil -¡Apúrense, que es tarde!
Pensativa, y a pesar de ello diligente, preparó el café. "Cualquier día lo voy a encontrar muerto. Debiera ir a echarle una miradita", consideró con aprensión, pero no se movió. Cuando las hijas y el niño entraron a la cocina, expuso en tono casual, venci -Iré a ver si necesita algo el ancianito.
No entró al cuarto. Atisbó por la puerta entreabierta. "¡Dios... -pensó-, cómo ha trajinado con el catre! Los miedos que pasará el pobrecito. ¿Quién sabe si está muerto?", se le ocurrió repentinamente al observar la posición rígida e incómoda. Entonces, s -¡Vamos, ya!-conminó a las hijas sin un comentarlo.
Precediendo al muchachito, envueltas en sus pañolones negros, taciturnas y hoscas, afrontaron la madrugada gélida y lluviosa. Los pies desnudos, anchos y fuertes, curtidos por la intemperie y el agua salobre, rozaron ágiles los carcomidos peldaños. Sin du Como si su presencia muda y solemne les trazara un simbólico mandato, empujaron esta vez la barca botándola al agua. A su turno saltaron y empuñando los remos se hicieron a la mar.
*
El día avanza lento, lúgubre, triste. Se sabe que ya es de día no porque lo subraye una mayor claridad, sino, más bien, por la marea ascendente que empieza a correr ahora en sentido inverso llenando el canal y cantando también con rumor diferente. Lo indi Y mientras en él se insinúa esta curiosa, visible disociación, que puede percibirse claramente y que al parecer proviene de cierta pugna entre la materia decrépita y gastada y el espíritu contumaz que no se resuelve a transigir, permanece sentado, estólid No reza. Sólo desea. Y los dedos temblorosos recorren y aprietan las minúsculas cuentas con postrera energía que concentra y dirige, y es como si golpeara con ella la puerta cerrada de la iglesia que en el punto más alto y a sus espaldas, en medio de la i "¡No! ¡No quiero morir!... No quiero morir solo..., no todavía..., no sin el auxilio del cura. . ." No ha hablado. Pero al viejo le parece, es tal la fuerza de su pensamiento, que su grito insumiso conmueve y resuena en la casa hendiendo el silencio carga Sigiloso y sobrenatural, espectro de pesadilla, mayando, con paso incorpóreo el gato pasó junto al viejo. Pasó inmaterial y espeluznante, emitiendo su plañido "avernal", quejumbroso, infrahumano como el de un recién nacido, y se situó frente a él. Subyuga Un tizón cayó del hornillo entreabierto de la cocina. El animal no se movió. Sólo un relámpago de sombra fustigó sus pupilas brillantes, opacándolas. Aun cuando el tizón humeaba en el suelo crepitando, continuó, pétreo e inescrutable, sentado delante del Pesadamente el viejo alzó los párpados y miró en torno. Había algo turbio y lento, lejano, en su vista empañada. "Como si regresara de la muerte-captó la mujer-, como si le costara reanudar la vida."
Y pronunció despacio, hablando consigo misma:
-Les voy a calentar café.-Metiendo el tizón en el hornillo abrió en seguida la puerta para que saliera el humo-. Un día de éstos lo vamos a encontrar muerto..., quemado-refunfuñó en el mismo tono, sin ira, reflexivamente. Por primera vez se preguntó si él Mientras lo miraba, se adormeció. Fue como si de pronto se le extinguieran las fuerzas para resistir y entrase en ese momento en un sueño similar a la muerte, o como si comenzara ya, desde ese preciso instante, a morir lentamente. Vio su rostro pálido vol -Morirá luego, sin duda-musitó, instalándose frente a él a hilar.
Envuelta en su pañolón, rodeada de vellones, alarga sin prisa la hebra y la enrolla al huso al que sus manos diestras imprimen un movimiento rotatorio. Recuerda a una araña negra, industriosa y ventruda que vigilara su presa. Mecánica, laboriosa, hila. Ni Gradualmente el día se obscurece y el fuego de la cocina se torna más rojo. El brasero se cubre de cenizas y el vaho de la tetera, que hierve y hierve, empaña los vidrios, poniendo una nota de tibieza dentro. De vez en cuando, y en silencio, alguna de las "¿Fue el viento?. . ." El viejo entreabre los párpados. "Sí: el mismo silencio, el mismo golpe de viento", lo reconoce. Desde la barca vuelve a ver el recodo del canal desierto, la aglomeración verdegueante, húmeda, de la isla que lo cierra, prieta de ren "Igual a las alas de un pollo cuando se le retuerce el pescuezo", identifica la mujer, que ha cesado de hilar y concentra su atención en el viejo.
"Me acecha. . ., sabe cuándo me voy a morir", adivina. Le basta un segundo para leerlo en la expresión flagrante de la mujer, en el suspenso transitorio, en la diligencia inactiva de sus dedos. "Mientras no lo sepa, mientras no esté segura, no sucederá", Indeliberado e indolente, el huso recobra su ritmo. Se adivina una impiedad triunfante en su danza incansable; más bien, diríase, una crueldad encubierta por el hervor industrioso y cómplice de las ollas; algo que confabula al amparo del solapado avanzar Sentado-un condenado en su silla-, vulnerable e indefenso, oscila al borde del abismo. Sólo su miedo, último bastión del instinto, participa en el presente, en tanto que su memoria (ya no es pasado ni futuro) juega con él aventándolo en fugaces visiones a Cada vez más diminuto y encogido, similar a un caracol que se oculta en su concha, se incrusta en la silla tras el chal, pretendiendo pasar inadvertido. A ratos mira en derredor del cuarto: su vista acosada no choca sino resbala en las mujeres y en las co Acaso en ese punto una de las mujeres se detiene en su labor y por sobre el hombro, a través de la ventana, atisba hacia afuera, al cielo cargado, hinchado, violento. Se detiene, observa y prosigue, y de nuevo se escucha el ruido ligeramente sordo de las Y ahí-ajeno a él mismo y a lo que lo rodea-, semejante a un rayo de luz surgido de la postrera combustión que devora la materia ya rendida y extinguida, su pensamiento, proyectándose siempre infinitamente más y más allá, rueda. Rueda sin reconocer ya si f Ahora el humo se arremolina en espirales que el viento deshace y aventa sobre ellos. El sol cabrillea irisando las aguas inquietas y gruesas. Y entre las nubes que el viento desmota y barre hacia el norte comienza a desaparecer el cielo antes terso, diáfa -El surazo trae mal tiempo-masculla él.
La mujer mira a lo alto, asiente y se apresura ensacando mientras él le carga su barca. Estibado el último saco, se hacen a la mar. Por primera vez se miran.
-¿Dónde ....?
-Queilen -responde.
-Yo, de Achao-explica él, y piensa que su voz es suave y mansa, dócil como ella misma. Y se sorprende mirándola en su quietud pasiva.
-¡Apúrese!-dice hosco- Antes que nos coja el surazo.
Afuera gime el viento, que se estrella tableteando en las ventanas, en la puerta y arranca las tejuelas flojas. No son rachas, es un viento ininterrumpido que no ceja.
-¡Es el surazo!. . Llegó el surazo-balbucea el anciano.
La mujer detiene el huso. "Escuchaba el viento y parecía dormido
-reflexiona-. ¿Habló?... -Lo examina con atención y alerto el oído-. ¿Sería parecer?..."
Una racha huracanada precede al chico que entra y se esfuerza por cerrar la puerta.
-El surazo viene barriendo una barca allá afuera. La trae tumbadita y en derechura a la isla- cuenta excitado.
-¿Quién será?-pregunta la mujer.
-Parece la de los Yancan.
Las mujeres salen a otear el canal y el viento impune entra, recorre y hurga la habitación llenándola de crujidos, esparciendo cenizas y humo. Retiembla en las ventanas, golpea puertas, apaga las velas recién encendidas.
-Nos barrerá el surazo-vuelve a mascullar el anciano-. Agarre el cabo, que nos barrerá el surazo-grita-. Amarre corto para que no nos desamparemos.
Cada vez más fuerte y continuo, el viento sopla y castiga su espalda, que se hiela bajo la ropa empapada de agua de mar y de lluvia.
-Baje a la escotilla y ciérrela-vocea hacia atrás-. ¡Cierre la escotilla! -Tentando en la obscuridad, sus manos buscan la sirga. La siente chasquear tirante uniendo las barcas encabritadas. Prematura, cae la noche. Bajo la luz blanca, espectral, divisa a La mujer, que lo oye gritar, entra, cierra la puerta y enciende la vela.
-Parece que son los Yancan -explica-. El surazo los viene arriando.
¿Yancan?... No, todavía no sabe su nombre; no se lo preguntó. Si el cabo no resiste deberá ir a Queilen a averiguarlo. Obediente, ella bajó y cerró la escotilla. Lo comprueba a la luz fulgurante de los relámpagos que muestran la cubierta comba y desierta -Son los Yancan-confirma el chico, que entra nuevamente seguido por el viento y las mujeres.
-Irán a varar a la ensenada si el vendaval no los empuja de largo-asevera una de ellas.
La mujer coge un farol, enciende la mecha y se lo entrega al niño. Se ciñe el chal cubriéndose con él la cabeza.
-¡Vamos! Tú, Lastenia -señala-, quédate con el ancianito.
Afuera, la obscuridad es completa. A ratos, vívida luz blanca revela un paisaje desnudo y doblegado, de árboles que tienden al norte sus ramas, muñones tronchados y desgajados que el huracán inmisericorde avasalla con furor incesante. Y bajo la luz cruda Lastenia sabe que en la iglesia cerrada no hay nadie, y cuando el plañir tétrico, similar a un lamento, se expande por la isla sumándose al coro infernal, supersticiosa se santigua y fisga al anciano. Parece dormitar. Su suave ronquido se alza por sobre e *
Insensible y paulatinamente despierta de su letargo. No sabe si ha dormido o no. Más bien cree luchar aún con el timón para mantener el rumbo.
-Herminia, Herminia Calaucán... -murmura.
La mujer se inclina sobre él.
-¡Padre! ¡Padre!. . . -llama en voz baja-, vaya a acostarse, ya. Es tarde.
Tras la voz suave de la mujer se eleva, empañado y patético, el sonido bronco de la campana. Es un toque grave y lento que se destaca sonoro, vibrante de implícita tribulación, espaciado como el viento que amaina poco a poco y sopla ahora intermitente. Y -¡Viva Cristo Rey!... ¡Bien venido y loado sea Cristo Rey! -saludan henchidos de cálido, tembloroso júbilo.
-Herminia..., Herminia Calaucán-repite, y aunque la campana no se oiga, pues el viento finalmente se ha aquietado, él la oye dentro de sí, como año tras año, una y otra vez, repicando para su matrimonio y los bautizos, siempre al finalizar la primavera y -Padre, vaya a acostarse. Ya es tarde-repite la mujer, tocándolo suavemente-. No esté durmiendo sentado, se va a enfriar.-"Está difariando-piensa-, habla con mi madre. . . Quizá si sabe que se reunirá pronto con ella"-. ¡Vamos, ya! -apremia, remeciéndolo Semejante a una lenta y vieja carreta, rechinante y enmohecida, sin salir de su semivigilia, brega por ponerse de pie ayudado por la mujer que lo sostiene. "Está peor -juzga ella-; menos mal que ahora no estamos solas." En ese instante, el viejo percibe a -Son los Yancan, padre. El surazo los varó en la isla.
-¡Calaucán!... -tergiversa. No, a ellos no los recuerda. Sólo a Herminia. Columbra la casa gris y deslavada, de tejuelas semipodridas, afincada sobre pilotes musgosos en la ribera misma, calcándose en el agua transparente y azul, rodeada de verdor. La con -Salude, padre; salude a los Yancan
-¿Calaucán? . . . No, no son-responde al ruego reiterado que la hija le susurra- Herminia es sola-explica, confundido- No los conozco - Desorientado, escudriña a los dos mocetones, a la mujer y al niño que secan sus ropas junto a la cocina Sobre ellos, un Repentina cólera, manifiesta hostilidad vibran en su voz trémula. La mujer lo nota.
-No-lo aplaca-, no son. Vaya a acostarse, padre. Ya es muy tarde.
No contesta y ella piensa que él no ha oído.
Afuera solloza el viento. Lejano, espaciado rueda el trueno por encima del techo impenetrable de la noche. "Amanecerá calmo-piensa la mujer-. Mañana. . ., si amanece calmo, ellos se irán...", suspira. No hay alegría ni pena en la reflexión, más bien invol -Ya, padre, vaya a acostarse, se va a enfriar -repite ausente, y lo zarandea con enérgica suavidad porque ha vuelto a dormitar-. Ya, pues, párese de una vez.
-¡Ah!... -balbucea. Entreabre los párpados con visible esfuerzo y sobresalto. Su mirada casi sin vida repta entre las sombras escurridizas que pueblan la habitación. A través de invisible sedal llega hasta él la comunicación obscura, indefinible. Oculto e -Vamos, ya. No esté durmiendo sentado. -Esta vez tironea de él con energía.
-¡No! Estoy bien aquí.-Se niega a levantarse y caminar, a alejarse de la relativa inmunidad que cree le procura la compañía familiar. Pero la mujer lo obliga y lo arrastra casi, a medida que le habla con convicción que más parece dirigir a sí misma, como *
Solo y amedrentado, yace ahora en su cama. No duerme. Desde ella vigila la puerta entreabierta. Su rostro desencajado se perfila y demacra aún más debido a las sombras que agita la mortecina luz de la mariposa de aceite que arde en el velador. Y mientras -¡Dios..., Dios!-la palabra nace ciega, surge desnuda y desesperada de su propio corazón-. ¡Dios, Dios!--repite, y la voz casi no pronunciada sube, corre por su sangre, gota a gota, lenta y amarga. Como si toda su larga vida convergiera a ese día, sin des No medita en ello. Yace anonadado bajo le escasa luz, sumido en su propia tristeza que lo colma y rebasa en una proporción mayor de la que nadie, sino en ese último instante, podría soportar.
-¡Dios..., Dios! -dice quedo y, sin transición, como si su propia voz quebrara su debilitada fortaleza, se ampara en el sueño.
Semejante a un enorme pájaro silencioso que descendiera a anidar, torva, la noche ya madura se posa sobre las islas y pliega sus alas.
En la estancia contigua, la mujer deja caer las frazadas encima del colchón que han traído y colocado cerca de la cocina. Son frazadas caseras de abrigadora lana tosca. Las acomoda, mira los grandes ramos de tonos anaranjados, verdes y rojos que ella bord -Aquí dormirán ellos con el niño. Él-señala al más joven de los Yancan-tendrá que dormir con el ancianito. No tenemos otra cama explica. La manera cordial y sencilla de exponerlo revela cortés e implícita excusa no exenta de llana hospitalidad.
El aludido titubea.
-¡Venga!, el ancianito ya estará durmiendo.
Por un instante la mujer contempla al viejo en su sueño a la luz incierta de la mariposa que arde en el velador-parece querer cerciorarse de que todavía vive-, la apaga, sale y susurra en la obscuridad:
-Buenas noches.
El muchacho no responde. Mucho después que ella se ha ido continúa indeciso, parado al borde del catre. "No pasará de esta noche. Morirá ahora, sin duda..., mientras yo esté aquí, durmiendo con él... Como si el surazo para eso, preconcebidamente, con el s Sin estrellas ni luna, la noche recoge furtiva sus redes largamente sumergidas. El reflujo se insinúa ya en la mar llena. Sólo la lluvia, ajena al tiempo, parece desgranarlo en su sordo murmurio. En algún rincón una gotera se obstina: toc... toc..
Hora de medrar. Pequeños hocicos, pasos apresurados, prosperan en esa hora neutra.
El mocetón duerme. Su sueño es profundo. Se hunde en él olvidado de sí mismo y del tiempo, de la gotera que golpea persistente llenando el silencio; de los pasos livianos, menudos, precipitados que recorren la habitación; del viejo, que despierta a su lad Las ratas corretean de un lado a otro. Roen, chillan. Sus pasos leves, misteriosamente activos, parecen apenas rozar el piso. Son rumores soterrados que repercuten en los nervios del anciano, que gradualmente recupera la conciencia. Todavía embotado, yace Comienzan una vez más la vigilia, el miedo.
La sombra es una masa compacta, opresora, envolvente. Tras ella, en un rincón, embozado, artero, acecha, se mueve aquello inexpresable, indefinible que él teme. Lo siente desplazarse sin ruido, mañosamente. Paso a paso. Leves, siniestros crujidos delatan Está sudando. La transpiración, fría y copiosa, empapa las cobijas. A su lado, algo se mueve. Lo siente rebullir, tocarlo. Percibe el jadeo, el hálito ardiente, nauseabundo, viscoso que le quema el rostro. Escucha su ronquido, su resuello de bestia.
Una mano pesada, caliente, hurga su pecho, lo aplasta.
"¡Ya..., yaaa! ..."
En alguna parte de la casa, el gato ahuyenta a la noche que desanida en silencio dejando tras ella el ribete raído, grisáceo y lloroso del alba.
El mocetón, sosegado, tranquilo, duerme.

 

 

 

Retornar a catalogo