La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Marta Brunet
Soledad de la sangre

El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban en el vidrio del depósito y una pantalla blanca, esférica, rompía sus polos, para dejar pasar el tubo. Aquella lámpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo traslúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En e Ahora, en la claridad de la lámpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe. Extendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el solitario iba en camino de salir una especie de dulcedumbre le distendía las fac -Haga cuenta que no lo estoy mirando y haga su trampa no más.. . dijo la mujer con voz cantante.
-¿Será muy feo?-preguntó el hombre.
-Como feo, es feo.
-¡Qué siempre me ha de fallar! ¡Vaya por Dios! ¡Lo haré de nuevo!-y juntó las cartas para barajarlas.
A veces el solitario salía. Otras se ponía porfiado. Pero siempre, a las diez horas que resonaban en la galería caídas del viejo reloj, el hombre se alzaba, miraba a la mujer, se acercaba hasta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba el pelo, una y ot -Hasta mañana, hijita. No se quede mucho rato, apague bien la lámpara y no meta mucha bolina con su fonógrafo. Déjeme que agarre el sueño primero.. .
Salió cerrando la puerta. Oyó sus trancos por la galería. Luego lo sintió salir al patio, hablar algo al perro, volver, ir y venir por el dormitorio, crujir la cama, revolverse el hombre, aquietarse. La mujer había abandonado el tejido sobre el regazo. Re Se le aflojaron los músculos. Los sentidos se abrieron en su exacta estrella de cinco puntas, cada cual en su trabajo. Pero aún siguió inmóvil la mujer, con las pupilas desbordadas fijas en la lámpara.
¿Cuándo había comprado aquella lámpara? Una vez que fue al pueblo, que vendió la habitual docena de trajecitos para niños, tejidos entre quehacer y quehacer, entre quehaceres siempre iguales, metódicamente distribuidos a lo largo de días indiferenciados. Él dijo, apenas casados:
-Tiene que agenciarse para hacer su negocito y ganar para sus faltas. Críe pollos o venda huevos.
Ella contestó:
-Usted sabe que no soy entendida en esas cosas.
-Busque algo que sepa, entonces. Algo que le hayan enseñando en la profesional.
-Podría vender dulces.
-Pierda las esperanzas en estos andurriales. Debe ser algo que se pueda llevar por junto al pueblo una vez al mes.
-Podría tejer.
-No es mala idea. Pero hay que comprar la lana-agregó, súbitamente intranquilo-: ¿Cuánto necesitaría para empezar?
-No sé. Déjeme ver precios. Y hablar en la tienda, a ver si se interesan por tejidos .
-Si no sale muy caro...
Y no resultó caro y sí un buen negocio. La mujer del propio dueño de la tienda compró para su hijo la primera entrega, que era tan sólo una muestra. Un lindo trajecito, como nunca niño alguno lo tuvo por aquellos andurriales, en que la gente manejaba dine -Bueno es que me devuelva los diez pesos que le presté para empezar sus tejidos. Y que no se gaste toda la plata que gana en cosas para usted no más. Claro es que no voy a decirle que me dé esa plata a mí, es suya, sí, bien ganada por usted y no le voy a Compró la olla grande, hizo arreglar la puerta de la bodega. Y después, compró, compró... Porque significaba una alegría ir convirtiendo aquella destartalada casa de campo, comida por el abandono, en lo que ahora era, casa como la suya allá en el norte, e Cerró los párpados, como si también ella debiera dormirse al amparo de esa cautela. Pero los abrió en seguida, escuchó de nuevo, segura de oír el ritmo del que dormía. Entonces se alzó y con silenciosos movimientos abrió la alacena, y del más alto estante -Cómprelo no más, hijita. Lo suyo es suyo, claro, pero bueno sería que también se ocupara de ver si me puede comprar una manta a mí, que la de castilla está raleando. Porque yo la manta la necesito y como tengo que juntar para otra yunta, no es cosa de di Primero compró la manta e inmediatamente el fonógrafo. Nunca mayor su gozo que de regreso a su casa y el fonógrafo colocado en la mesa y ella transida, oyendo la cadencia del vals o la marcha que se interrumpía de pronto para dejar oír un repique de campa -Se está haciendo tarde. Mire cómo baja el sol. Hay que irse, sí; nos va a agarrar la noche si no. Lleve ese que tiene separado y éste. Uno porque le gusta y otro a la suerte...-y sacó al azar un disco del cajón.
Que resultó con canciones españolas llenas de quejumbres, que ni a él ni a ella les gustaron y que una vez intentó vanamente cambiar. Y cuando, tiempo adelante, insinuó tímida el propósito de comprar más discos, él, con la cara terrosa que solía poner en -No más bullanga en la casa. . . Basta con la que tiene y con que se la aguante.
Nunca insistió. Cuando estaba sola, en el campo trabajando él y sus peones, sacaba el fonógrafo y de pie, con el vago azoro de estar "perdiendo el tiempo" como él decía-, juntas las manos y rebulléndole en el pecho una espiral de gozo, se dejaba sumergir A él no le gustaba nada este "perder el tiempo". Ella lo sabía bien y no se dejaba arrastrar por el imperioso deseo de oír el vals o de oír la marcha. Pero con ese hábito de contarle cuánto hiciera en el día, con minucia a que la había acostumbrado desde -Molí la harina para los peones, cosí su chaqueta de abrigo, amasé para la casa...-hacía una pausa imperceptible y agregaba muy ligero : oí un ratito el fonógrafo y nada más.
-Ganas de perder el tiempo. .., el tiempo que sirve para tanta cosa que deja plata, sí, de perderlo. ..-lo decía en distintos tonos, a veces comprobando una debilidad en la mujer, ligeramente protector y condescendiente; a veces distraído, maquinal, echan Cuando ella, sin insinuación alguna, compró para él aquella chaqueta de cuero, lustrosa como si estuviera encerada, negra y larga, que el tendero decía que era de mecánico y en la cual la lluvia no podía filtrar, así cayera en los tozudos aguaceros de la -¡Buena la vieja! Trabajadora, como deben ser las mujeres, sí. Y oiga, hijita, esta noche que es sábado encienda la lámpara y así yo podré hacer mejor mi solitario. Y cuando me vaya a acostar, usted se queda otro ratito y toca su fonógrafo. Sí, lo toca, p Así nació la costumbre.
Bajó un poco la luz de la lámpara. De puntillas se fue hasta la ventana y la abrió, dejando entrar la noche y su silencio. Volvió a la mesa, dio la cuerda con precaución, juntó las manos y esperó.
Tará..., rará..., tarará...
La marcha. Y súbitamente todo en su contorno se abolió, desapareció sumergido en la estridencia de las trompetas y el redoble de los tambores, arrastrándola hacia atrás por el tiempo, hasta dejarla en la plaza del pueblo norteño, después de la misa de onc Era la hora en que se estrenaban los trajes. A veces eran rosas o celestes. O blancos con lazos rosas o celestes. A veces eran rojos o marinos, y esto quería decir que por el cielo de un desvanecido azul unas nubes desflecaban sus vellones y que el viento -Las manos se ponen en el manchón y ya no se sacan más. Claro que para saludar...-añadió tras una pausa reflexiva.
Iban y venían, tomadas del brazo. Cuchicheaban cosas incomprensibles, inauditas confidencias que acercaban sus cabezas, murmullos apenas articulados y que de pronto las sacudían en largas risas que dejaban perplejos a los árboles, porque no era época de n Claro era que las otras muchachas lo habían notado. Y muertas de risa con sus indumentarias, con los pantalones de golf o de montar, le llamaban el Calzonudo. Para su recóndita desesperación.
Seguía la marcha llenando la casa de acordes. Irrumpían las campanas. Como un repique. Igual que ciertos domingos, cuando había misa mayor; pero éstas eran campanas más sonoras, más armónicas, como si a la vez que tocaran el repique, se mezclaran a ellas Terminó la marcha. Cambió la aguja, le dio nueva cuerda, volvió el disco y ahora el vals comenzó a girar alrededor de la mesa, música como que bailara, compás que creaba lentas o rápidas pompas de jabón irisando sus colores.
Nunca supo cómo se llamaba, quién era, de dónde venía. Un domingo no apareció. Ni otro. Ningún otro. Una chiquilla apuntó:
-¿Qué será del calzonudo?
-Se lo habrá comido la Calchona contestó otra, y se echaron a reír.
A ella le dolía el pecho y por la garganta le hurgaba la uña fina del llanto. Se le atirantaban las comisuras de la boca y los ojos, como nunca, le llenaban la cara. Ya en la casa, buscó el rincón más recoleto, en la pieza de los trastos, entre la caja de La madre la miraba a veces azorada y solía murmurar:
-Qué mujerota de chiquilla...
El padre era más definitivo en sus conclusiones y decía a gritos:
-Mire, Maclovia, a ésta tenemos que casarla cuanto antes.
Por años lloró su pena entre la caja del piano y la ruma de colchones. Nunca nadie supo nada. Le levantaron las trenzas, que desde entonces, llevó como tiara alrededor de la cabeza; bajaron los dobladillos de todos sus vestidos. Nadie decía que era bonita El padre presentó un día al futuro marido. Era de tierras del sur, propietario de una hijuela, de vieja familia regional. Ya mayor, claro que no veterano; esto lo decía la madre. Como añadía también: "Buen partido".
Dejó, indiferente, que entre unos y otros interpretaran su aquiescencia y la casaran. Éste u otro era lo mismo. Que ninguno era el suyo, el que ella quería, mirada verde para dulzor de su sangre. ¿Éste? ¿Otro? ¡Qué importaba! Y había que casarse-según dec Recordaba lo incómodo del traje de novia, la corona que le oprimía las sienes y su terror a desgarrar el velo. El novio murmuraba:
-Costó tan caro..., cuídelo...
Terminaba el vals. Un momento el silencio llenó la casa, un tan completo silencio que hacía daño. Porque era tan completo que la mujer empezó a sentir su corazón, y el terror le abrió la boca y entonces oyó jadear su respiración. Pero también sintió el ro Se volvió al fonógrafo. Hubiera querido repetir el sortilegio. De nuevo tender el lienzo melódico para allí proyectar una vez más las imágenes. Pero no. El reloj dio una campanada. Las diez y media. No fuera a despertar...
Con la misma cautela del que maneja seres vivos y frágiles, guardó el fonógrafo, los discos, cerró la alacena, puso la llave en su bolsillo. Del aparado sacó una palmatoria, encendió la vela.
Entonces apagó la lámpara.
Y salió a la galería, detrás del fuego fatuo de la luz y seguida por entrechocadas sombras de pesadilla.
Cuando llevó el arroz con leche al comedor, creyó haber realizado el último viaje de la noche y que entonces podría sentarse a esperar que el huésped se fuera. Pero los dos hombres, lámpara por medio, cuchareaban alegremente como niños, y, una vez rebanad -Sírvanse otro poquito-dijo ella, arrimando la fuente.
-¡Cómo no, patrona; si está que es un gusto comerlo!-admitió el huésped.
-¡Es que la vieja tiene buena mano para estas cosas!-y agregó el hombre confidencialmente, porque el vino se le estaba desparramando por el cuerpo-: Cosas que le enseñaron en la profesional; vale la pena tener una mujer leída, amigo; sí, se lo digo yo, y Ella esperaba, incómoda en la silla, las manos modosamente sobre el mantel. Habían comido con abundancia de res muerta en el día y el vino terminándose en la damajuana. Sería cuestión de aguardar un rato la obligada sobremesa y entonces el huésped se iría La distrajo la voz del hombre:
-¿Y ese café? Apúrese, que el tren no espera...-y rió su frase, dando un puñado sobre la mesa que hizo vacilar la lámpara.
No habían terminado sus viajes a la cocina... Salió a la galería, pensando, afligida, que a lo mejor el fuego estaba ya apagado y encandilarlo era tarea para rato. Pero bajo las cenizas el punteado rojo del rescoldo la hizo sonreír y el agua estuvo pronto En el comedor los dos hombres discutían con parsimonia, en pie aún su cazurrería criolla, porque aquella comida estaba destinada a cerrar un negocio de compra de chanchos que el huésped viniera a ver desde el pueblo, y la tarde, que si yo pido y yo ofrezc -El lunes le mando un propio con la contestación-decía el huésped.
-Es que mañana, domingo, tengo que contestarle a uno de estos lados, que también se interesa y no puedo dilatarme más, usted comprende, sí; no es cosa de dejarlo esperando y que se eche para atrás y usted también y pierdo un buen comprador. . .
-Es que usted se pone en unos precios...
-Lo que valen los chanchos, amigo; mejores no los va a encontrar. Como esta cría no hay otra por estos lados, usted lo sabe bien, sí...
La mujer había sacado las tazas, el azúcar; ahora les servía el café. ¡Que arreglaran luego su negocio y el huésped se fuera! Y se sentó, de nuevo, en la misma postura de antes, tan idéntica, tan como recortada en un cartón y colocada allí tan erguida, in El huésped dijo:
-¡Tan callada la patrona!
Y el hombre, vagamente molesto sin saber por qué:
-Sirva aguardiente, pues...
Volvió a ponerse de pie, pero esta vez no para ir a la cocina. Abrió la alacena y se empinó para alcanzar arriba la botella, arrinconada tras el fonógrafo. El huésped, que la miraba hacer, preguntó solícito:
-¿Quiere que le ayude, patrona? Le queda alta la botella.
-Mírenla qué arisca la botella..., por algo había de ser mujer. Pero para eso estoy yo, sí...-exclamó el hombre, y se alzó a tomarla.
Le tropezaron las manos en el fonógrafo y añadió, gozoso de hallar otro homenaje que ofrecer al huésped:
-Vamos a decirle a la patrona que nos toque un poco el fonógrafo. Yo le llamo su bolina, porque hay que ver cómo es de gritón; pero a ella le gusta y yo la dejo que se saque el gusto. Así soy yo, sí. Toque algo para que oiga el amigo. Ponga lo más bonito. Colocó al borde de la mesa la botella y el fonógrafo. La mujer se había quedado quieta, oyendo lo que el hombre decía. Pero cuando las manazas se apoderaron del armarito, una especie de resentimiento le remusgó en el pecho, lento, iniciándose apenas. El f -¡Salud!
Y vaciaron de un sorbo el contenido.
-¡Esto es aguardiente!-dijo el hombre.
El huésped contestó con un silbido que pareció quedársele en la boca fruncida, gesto de estupor, porque algo empezaba a bailarle en los músculos sin intervención de su voluntad y esto lo dejaba así de perplejo y tan contento por dentro.
-Volvamos a hablar del negocio-propuso el hombre-. Ya está bueno que se decida, sí; mi precio es razonable, usted bien lo sabe y sabe que se lleva chanchos que en cualquier mercado se gana el doble, sí; criados a chiquero y media sangre el varraco, especi El otro sonrió vigorosamente y asintió a cabezadas.
-¿Trato hecho, entonces?-preguntó el hombre- ¿Trato hecho?
-Bueno el aguardiente, no se toma mejor por estos lados, ni en el hotel de los Piñeiro.
Era curioso lo que sentía: siempre esa especie de movimiento muscular que ahora se polarizaba en las rodillas y le lanzaba las piernas hacia todos lados, irreductiblemente, igual que a un payaso. ¡Y estaba tan contento!
-Bueno el aguardiente, claro, sí. . ., es regalo de mi suegro, que es del lado de las viñas y comercia en vinos. De lo mejor. ¿Trato hecho?
-¿Trato de qué?-preguntó estúpidamente, atento a su deseo de reír, a su imposibilidad de reír y al desconsuelo que empezaba a inundarlo. Y las piernas por debajo de la mesa bailándole, bailándole...
-Del negocio de los chanchos, sí...
-¡Ah! De veras... ¿Pero la patrona no iba a tocar la..., cómo le dijo..., la.... bueno..., el fonógrafo?
La mujer lo odió con una violencia que lo hubiera destruido al hacerse tangible. Todas las malas palabras que oyera en su existencia, y que jamás dijo, se le vinieron de pronto a la memoria y las sentía tan vivas que su asombro era que los dos hombres no -¿Trato hecho?
-Música..., música..., la vida es corta y hay que gozarla...
Pero en vez de alargar la mano al fonógrafo, la mujer la había extendido hacia la botella y de nuevo les servía, desbordando las copas. Y como cada cual absorto en su idea no viera que se la había puesto delante, fue ella quien dijo, repentinamente cordia -¡Sírvanse!-e hizo un inconcluso gesto de invitación, una especie de saludo que se quedó, en el aire, paralizado, mientras los miraba beber-¡Salud! -y le sorprendió el sonido ronco de su voz diciendo el buen augurio.
-¿Trato hecho?-insistió el hombre, enredada la lengua a las consonantes.
El otro no oía nada, sino que sentía crecer la marea de congoja, a la par que en sus oídos una chicharra se puso a mover su constante serrucho de siesta. ¿Y por qué le bailaban las piernas?
-Hermano, soy bueno..., yo no merezco esto...-y la congoja se le desbordó en un hipar- No quiero que me bailen las piernas, mis piernas son mías, mías... Música...-gritó súbitamente y medio se alzó, pero le falló el impulso y se fue de bruces sobre la mes La mujer los miraba, quieta, con los ojos tan abiertos e inexpresivos, tan claros, tan enormes en su grisura. Que no se acercaran de nuevo a su fonógrafo, que no fueran a tomarlo; era suyo, allí residía su vida interior, su evasión a los días incoloros. E Pero el huésped alargó una mano torpe y la posó en las portezuelas del fonógrafo, tratando de abrirlas. Que no las abrió, porque ella, violentamente en pie y dura sobre la mano de él, dijo también duramente:
-No. Es mío.
El huésped la miró, fruncida la boca y tratando de pensar algo que acababa de olvidársele. Recordó de pronto. Y volvió a estirar la mano que ella le quitara de la pequeña aldaba.
-¡Le digo que no!
-Mire cómo me agravia, hermano...
El hombre insistió codiciosamente.
-¿Trato hecho?
-Música...-contestó el huésped, empecinado.
-¿Por qué no toca algo? Meta bolina no más, hijita, sí; a su gusto. ¿No ve que vamos a cerrar el trato?
No pondrían las manos en el fonógrafo. Eso nunca. El huésped se había alzado y esta vez sí que le obedecieron los músculos. Pero la mujer previno el ataque y se interpuso defensiva. El otro trastabilló por el comedor, hasta dar con la pared, y se volvió e -Música..., música.
-¿Que se ha vuelto loca? ¿Qué le pasa?-preguntó el hombre.
El huésped estaba sobre ella y ella sobre el fonógrafo, con todo el cuerpo defendiéndolo. Luchaban. El hombre los miró un instante estupefacto, repitiendo:
-¿Que se ha vuelto loca? ¿Que se ha vuelto loca?
Pero cuando el huésped dio un grito agudo porque los dientes de la mujer le desgarraban una mano, se abalanzó a separarlos, a defender al amigo, a defender su negocio, su trato ya casi hecho.
Ella les daba patadas y dentelladas, animalizada, furiosa, como si en el monte una puma defendiera sus lechales. Los hombres no sabían por qué recibían puñadas, por qué rodaban por el suelo, por qué la mesa se tambaleaba y la lámpara oscilaba su luz en un Pero el huésped lo distrajo con sus enormes hipos.
-Hermano..., yo creía que estaba en casa de un hermano.. . Me han agraviado... a mí...-se lamentaba entrecortadamente.
-No llore más, hermano-y de súbito vuelto a su idea y lleno de solicitud y ternura-: ¿Trato hecho?
-Mugres, eso son, nada más: mugres...-gritó la mujer, y con su haldada de pedazos salió del comedor, cerrando la puerta con retumbó que asustó a las ratas en el entretecho e hizo que el perro la mirara sostenidamente con sus lentejuelas brillosas en la pe Afuera restallaban las crines del viento desatado en frenéticos galopes. Las nubes se habían apretujado, densas y negras, tiñendo los ámbitos y sin dejar ver perfil de cosa alguna. Como si aún los elementos no hubieran sido separados. Un grillo atestiguab Iba huidiza, apretados contra el pecho los destrozados discos, sintiendo el fluir de la sangre por la herida caliente y pegajosa en el cuello, adentrándose hasta la piel fina del pecho. Caminaba con la cabeza gacha, rompiendo la negrura y el viento. Camin Terminar con todo. Morir contra la tierra, destrozarse en la hondonada. No sentir más ese ardor corrosivo, hiel en la boca y adentro hurgándole. Terminar con todo. No esforzarse más por saber qué característica tuvo tal día, empecinada en sacar de la suma Le dolió como una larga punzada la herida que el aire enfriaba. La tocó y halló entre la sangre un punto duro. Pedazo de vidrio. Cacho de vaso roto que no supo cuándo en la lucha se le enterró allí. Con una especie de insensibilidad al dolor lo removió pa La sangre le corría por los dedos, por el cuello, por los senos. Toda manchada y pegajosa. Siguió andando. Desaparecer. Pero antes sollozar, gritar, aullar. El viento, con sus rachas, parecía metérsele por la carne abierta y hacer intolerable el dolor. Má Como si el agua de los claros ojos al fin pudiera ser agua. Sentía que la boca se le abría y los extraños ruidos que lanzaba su garganta y los párpados sollamados y la frente rugosa y la sal del llanto. Y una mano pegada a la herida, violentamente doloros El perro a ratos la olfateaba ruidoso, otros le lamía las manos, otros se sentaba y alzando la cabeza muy alto, con el hocico tendido hacia misteriosos presagios, daba su largo aullido lunero. Le lamía la cara cuando la mujer volvió en sí e instantáneamen Era como si no lo hubiera vivido. Tan extraño, tan ajeno a ella. Casi como la sensación de la pesadilla, que acaba de hundirse en lo subconsciente. ¿Huía de un sueño, volvía de una realidad? Un gesto, al querer acariciar al perro que la rondaba inquieto, Se podía morir desangrándose. Estarse así, quieta en la noche, en la proximidad cordial del perro hasta que la sangre se fuera escurriendo y con ella la vida, esa vida aborrecible que no quería conservar para provecho de otro. Eliminándola, vengaba su con No ser más. No pensar más. Sentir cómo la sangre se iba entre sus dedos, corriendo pegajosa por el pecho, apozándose en el regazo, humedeciendo sus muslos.
El perro gemía ahora bajito, cada vez más inquieto. La mujer, súbitamente, abrió los ojos, que ya no tenían sino la propia agua clara del iris, y enfrentó una verdad: morir era también nunca más sacar los recuerdos del pasado, arcón con sus imágenes de te De repente se puso de pie. Le vacilaban las piernas y ante los ojos le bailaron chiribitas. Los cerró fuertemente. Se obligó a erguirse. Y fuertemente también apretó el delantal a la cara, que no quería que la sangre corriera por la herida, que no quería Apretó aún más contra la mejilla el delantal. Oteó la noche. Llamó entonces al perro. Se tomó de su collar. Y dijo:
-A casa -y lo siguió en lo obscuro.

 

 

 

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