La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

I

Una nube que pasó muy baja, veló la claridad brillante de aquella media tarde de octubre. El viento agitó su sombra, que tintó por encima de las matas de la huerta que rodeaba al pequeño galpón donde estaba la rueda y quedó como una temblorosa isla de tri La nube se alejó empujada por el viento de travesía y entonces la luz del sol inundó de nuevo el galpón, bajo cuyo alero se alineaban las jaulas en donde ahora los pollos de plumaje acerado y reluciente, cacareaban jactanciosos y desafiantes. A ratos asom Entretanto, iban llegando al local de la rueda los aficionados. Casi todos pasaban de largo, saludando al portero con una sonrisa o alguna chirigota. Eran éstos los conocidos, los viejos entusiastas y fanáticos de las "picas', aquellos que sabían por libr El juez de la rueda ya se hallaba instalado en su garita y había tomado la campanilla para dar comienzo al espectáculo, cuando apareció Vicho Soto, trayendo un gallo bajo el brazo. Los que estaban instalados al borde del redondel, lo saludaron con bromas -¡Qué hay, Vicho, de dónde vienes saliendo! ¡Cómo decían que te habías muerto!
-¿Es de la última "sacá" el pollo ése que traes?
Vicente Soto sonreía con aire esquivo, sin responder a las bromas que sus conocidos le dirigían. Era un hombre flaco y pálido, de mediana estatura. Sus ojos, de mirada penetrante y desconfiada, iban y venían de un lado a otro, como si estuviera sacando me -¿Tuavía no pía el pollito ése, Vicho?
Estalló una carcajada, que interrumpió un chusco, con acento de compasiva sorna:
-Déjenlo. Pa qué lo avergüenzan. Si se lo acaba de robar a la gallina.
Tenía fama Vicho de dar "golpes". Era uno de los más asiduos concurrentes al reñidero, aunque a veces se perdía por algún tiempo, para reaparecer después trayendo algún pollón que aún no había debutado en la arena trágica de la rueda. Lo decía con aire de -Casi no me atrevo a pelearlo al pollón. No tiene ni los cachos duros todavía. ¡Si no sabe ni largar las patas!
Y casi siempre daba una sorpresa, pues el pollito resultaba un terrible peleador. Vicho era carretelero de oficio, pero su verdadera devoción y obligación la constituían los gallos, de los cuales nunca le faltaba una historia que contar, cuando se ponía a -¿El Quitasol? ¡Ah! Ese era un bandido, un asesino. Pero apuesto a que usted no sabe quién fue el que lo crió... Fui yo, se lo digo pa que lo sepa. En mi poder ganó más de diez peleas de una hebra, y algunas sin que le volaran una pluma. Tenía que ser un Empero, aquella tarde, Vicho Soto estaba más huraño y reconcentrado que de costumbre. Alguien le observó:
-Qué te pasa, Vicho? Ni que vinieras de un entierro.
El hombre movió la cabeza con hosca taciturnidad. Y sólo después de un rato replicó, rascándose la cabeza:
-Andamos mal. Tengo a la chiquilla enferma.
-¡Hombre! ¿Y qué tiene?
Su voz fue breve y helada al contestar:
-Pulmonía.
Pero en ese momento habían lanzado una pareja de gallos al redondel y el otro le contestó, ya sin interés:
-Malo. Llama a un doctor, Vicho.
Toda la atención de la concurrencia se había concentrado ahora en los gallos, que por un instante se observaron con iracunda arrogancia: la pechuga recogida y las plumas del cuello esponjadas en un iris de colores. Y luego, casi instantáneamente, la embes La concurrencia, regocijada, comienza a lanzar chirigotas de uno a otro lado, alusivas al peleador en fuga, que huye enloquecido, buscando un hueco por donde salir, hasta que por último vuela hacia afuera de la rueda en medio de estrepitosos cacareos. El -¡Qué buena voz tiene su gallo, mire!
El otro se vuelve furioso a contestarle:
-No es tan buena como la suya, pues, gracioso.
El de la broma insiste:
-Lo que es bueno, es bueno, nadie lo puede negar.
Traen al prófugo y, por segunda y tercera vez, se escapa con gran alboroto. Vicho Soto estira el labio y dice sentencioso a su vecino:
-No quiere decir nada eso. A veces resultan fieras después. Es que no los saben trabajar. El pollo tiene hechuras de bueno, le diré -añade en seguida, alzando la voz hacia el dueño que ha vuelto a ocupar su asiento con aire enfurruñado.
Entretanto, en la garita del juez están pesando los gallos que han de pelear en seguida. Uno de ellos es pintado, alto y enjuto, y el otro un giro de ancho pecho, que se lanza inmediatamente sobre su rival. Este salta hacia arriba, esquivándolo, y le disp El entusiasmo hace presa de los espectadores que se agitan en sus asientos, con estridente vocerío:
-¡Voy al gallo pinto!
-¡Al gallo giro voy!
Es el grito de los entusiastas enardecidos por el espectáculo. Los apostadores, a su vez, vocean:
-¡A cómo topan pa dar!
-¡A cómo topan y a cómo dan!
Una pluma azuleja de la cola del giro relumbra en el listón del sol que cruza la arena. Se observan un instante, inmóviles, las patas en arco, temblando de coraje el cuerpo y el cuello con las plumas erizadas. Es el minuto de la belleza y de la gracia que Los galleros, apoyados en la baranda del redondel, no quieren perder detalle. Un viejo de barba amarillenta se vuelve hacia uno de los asistentes, que ha ido a sentarse a su lado, para decirle:
-¿Pita usted? Mire que este asiento lo tengo reservado para uno que no pite, porque soy enfermo del asma.
En ese momento, el hombretón moreno grita desde su rincón:
-¡A setenta topo!
El viejo de las barbas, olvidado de su asma, le replica prontamente:
-¡A ochenta doy, y tabla!
Entonces el hombretón moreno vuelve a insistir con voz estentórea:
-¡Topo a setenta!
-¡Bueno, pues, iñor, no es pa que grite tanto!
Apoyado en la baranda, hay un gordo de ojos capotudos y rostro abotagado. Tiene el dedo índice de su mano, enorme, monstruoso. Se vuelve lentamente como abrumado por la elefantiasis de su dedo para decir con voz estropajosa:
-¡Son los gallos los que están peliando, oiga!
-Bueno, pues, mano fina...
Una risotada conmueve el estrecho redondel, donde hay olor a sangre y a tierra húmeda. El aspecto de los gallos es ahora lamentable. Sus plumas están opacas por el polvo de la arena del redondel, que se pega en la sangre que les chorrea por todo el cuerpo Un resto de asombrosa vitalidad agita aún su cuerpo, con sacudidas histéricas. Diríase que de un momento a otro también se derrumbará junto a su enemigo. Mas, de pronto, su feroz instinto lo induce a emplear sus últimas energías en lo único para lo cual n Pero los espectadores no sienten la menor impaciencia. Sus nervios están acostumbrados a esta pequeña y brutal tragedia. Algunos han pedido una taza de té y otros una botella de cerveza que se sirven sobre la tabla del redondel. Mientras comen y beben, af Y, de pronto, los combatientes, como si se sintieran hostigados por el vocerío de los hombres, se rehacen. Lanzan ahora sus estacazos sin precisión, dominados por una mortal fatiga. Ya no hay en ellos ni el más leve vestigio de belleza, ni de gracia. Tamp El viejo de las barbas se vuelve a su vecino para observarle:
-Hay que ver los diablos duros para darse el bajo. Pero el giro tiene ya la pelea ganada. No hay caso.
Sin embargo, su vieja experiencia de gallero empedernido falla casi en seguida, vergonzosamente, pues el gallo pinto, con esfuerzo que asombra, lanza las dos patas a su enemigo que esta vez cae fulminado. Da un salto que es una especie de histérico sacudi Entonces el vencedor se acerca y, junto a su enemigo muerto, se yergue para lanzar su canto de triunfo. Pero es sólo un ronco grito, que es más bien el ruido del aire que se escapa por las heridas de su garganta rota.

II

-¡Tila, Tila!
El hombre se había acercado al lecho de la enferma, ansiosamente. En su rostro se podía advertir la cruel angustia que lo dominaba, rayana en desesperación. Un olor a remedios y a transpiración húmeda llenaba la estrecha estancia, en donde se apretujaban -¡Tila, Tilita! ¿Qué tiene mi chiquilla querida? Óyeme, mi negrita, ganamos la pelea, la ganamos fácil, muy fácil. El Cenizo salió una fiera; tu gallo, Tila...
Las sombras habían llenado la estancia y sólo en el vano de la puerta la oscuridad se desleía en el muriente resplandor del crepúsculo que declinaba rápidamente. El hombre se quedó ensimismado en sus pensamientos torturantes, sin atinar a soltar al Cenizo Vicho Soto no se dio cuenta de que había quedado a obscuras. Obsesionado por sus pensamientos, todo el mundo exterior desaparecía en ese instante para él. Volvía de nuevo a la rueda, para sentirse presa de una extraña angustia, desconocida en él. ¿Haría l Era la regalona de Vicho. Mientras los otros dos mayores se ocupaban en la venta de diarios y vivían fuera de la casa, sin importarles un ardite nada de lo que allí ocurría, Tila estaba con él, y a despecho de su madre, le acompañaba en sus ocupaciones y Jamás protestaba si Vicho la despertaba en las primeras horas de la madrugada. para ir a ayudarle a ensayar los gallos que a esa hora estaban livianos y ganosos de pelear. Tila era su hija y concentraba en su cariño cuanto de bello representaba el hogar, Entretanto, él tartajeaba sus frases de cariño, exagerado por la borrachera.
-Yo no tengo más que un hijo. Es esta chiquilla. Mía sólo. ¡Tila! A ver, dime: ¿quién es tu padre?
La chica feliz, le echaba los brazos al cuello, para contestarle muy cerca del oído:
-Mi taitita.
-A ver, Tila, dice: ¿quién es tu madre?
Entonces la muchachita, muerta de risa, seguía dándole en el gusto:
-Usté tamién, pues, taitita.
El borracho comenzaba a buscar en sus bolsillos; de pronto sacaba tortillas de rescoldo o un pequeño "pequén" todavía tibio. Otras veces una fruta o un cartucho de pastillas. En tanto mascullaba:
-Pa quién será esta tortilla... Oye, guachita mía, pa quién serán estos regalos que le trae su padre, ¿ah?
Después se dormía canturreando en voz baja. En todas sus canciones salía el nombre de la Tila, mientras ésta, por lo bajo, iba a convidarle a su madre una parte del regalo que Vicho le traía.
Y esa tarde, en la rueda, le había puesto unos tragos para darse ánimos y amansar la pena. Su cachaza habitual y su macuquería desaparecían ante el temor de perder esa pelea de la que, a su juicio, dependería en gran parte la mejoría de su hija. Tenía la Le había afilado los cachos, cuidadosamente, aceintándole la rabadilla y las patas a fin de que no se pusiera tieso cuando la sangre y el sudor de la batalla lo empapara. Ninguno de los recursos de su arte de viejo gallero escapó a su preocupación. Y, de Experimentó en el primer momento una angustia que le nublaba la vista. El Cenizo entró al combate con fiero empuje. Mas, en la tercera embestida, comenzó a huir alrededor del redondel, como asombrado de que aquel encuentro no fuera como los de prueba, a q El Tomate lo persiguió un momento, y, en seguida, se puso a cloquear muy ufano, escarbando la arena en medio de la rueda. El Cenizo, a su vez, picoteaba despaciosamente el suelo, sin perder de vista a su rival. Hasta que, de súbito, se lanzó a la lucha co El "Mano Fina" observó en ese momento:
-Es buen bailarín tu gallo, Vicho.
-Abre poco hueco observó el viejo de las barbas.
-Ya abrirá -repuso Vicho. El pollo no sabe pelear todavía.
En el fondo comenzaba Soto a sentir una grata satisfacción. Veía que el Cenizo no olvidaba las tretas que él le enseñara, de no entregarse inmediatamente a una pelea violenta. Su cresta sólo mostraba una pequeña salpicadura de sangre, mientras su rival te -¡Hace rato que están peliando y no se han untado ni el cacho!
Vicho, en cuyos ojos despuntaba ahora una lucecita maliciosa, contestó con desgano:
-¡Bah! Entonces quieren que lo mate al tiro y no los entretenga na...
Pero en ese momento el Cenizo, confiado ahora en sus fuerzas, acometió bravamente, lanzando tiros certeros que en dos ocasiones hicieron dar una voltereta al Tomate. El hombretón moreno, que no se movía de su rincón, grito:
-¡Tiene muchas patas tu gallo, Vicho!
-Tiene dos, no más...
Otro gritó recio:
-¡Voy al gallo colorado!
Retrocedía el Cenizo, lanzando sus patas como resortes, asediado por el otro que no le daba tregua un instante. De súbito, la sorpresa. En un jirón de sombra del redondel, el Cenizo había disparado en el aire sus puñales a su enemigo, que se clavó, como f Y entonces Vicho, después de coger su gallo, y guardar apresurado los billetes que apostara, había corrido hacia la casa. ¡Cómo estaría de feliz la Tila! Aquella alegría iba a contribuir a mejorarla de su terrible enfermedad.
En aquel breve instante de su adormecimiento, habían desfilado por su mente todas las incidencias de la pelea. Asimismo, las escenas familiares en compañía de su hija, de la Tila, que se aficionaba a través de su cariño por todo lo que a su padre le gusta Como hipnotizado, el hombre se quedó mirándola, con la boca torcida por su dolor obscuro y amargo. No sintió llegar a su mujer que, despeinada y llorosa, venía hablando entrecortadamente con el doctor que la acompañaba. Sólo vio que el temblor de la barbi -¡Tila! Mi chiquilla...

 

 

 

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