La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Italo Calvino

De «El Caballero Inexistente»
II

La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de centinela, el oficial de guardia, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede su En el otro lado, en el campo de los Infieles, todo igual: los mismos pasos arriba y abajo de los centinelas, el jefe del piquete que ve pasar el último grano de arena en el reloj y va a despertar a los hombres del relevo, el oficial que aprovecha la noche Sólo Agilulfo no conocía este alivio. Dentro de la armadura impoluta, enjaezada de punta en blanco, bajo su tienda, una de las más ordenadas y cómodas del campamento cristiano, intentaba quedarse boca arriba, y continuaba pensando; no los pensamientos oci Oyó una voz:
-Seor oficial, pido disculpas, pero ¿cuándo va a llegar el relevo? ¡Ya llevo plantado aquí tres horas!-era un centinela que se apoyaba en la lanza como si tuviera retortijones.
Agilulfo ni siquiera se volvió, dijo:
-Te equivocas, no soy el oficial de guardia-y siguió adelante.
-Perdonadme, seor oficial. Viéndoos dar vueltas por aquí, me creía...
Al más pequeño fallo del servicio le entraba a Agilulfo la manía de comprobarlo todo, de encontrar otros errores y negligencias en el trabajo ajeno, un sufrimiento agudo por lo que está mal hecho, fuera de lugar... Pero al no entrar en sus deberes realiza Avanzaba por las lindes del campamento, por lugares solitarios, por una altura desnuda. La tranquila noche estaba recorrida sólo por el suave vuelo de pequeñas sombras informes de alas silenciosas, que se movían alrededor sin una dirección ni siquiera mom Se detuvo de pronto. Un joven había asomado tras un seto, allí en la altura, y lo miraba. Estaba armado sólo con una espada y llevaba el pecho ceñido por una leve coraza.
-¡Oh, caballero! -exclamó-. ¡No quería interrumpiros! ¿Os ejercitáis para la batalla? Porque habrá batalla con las primeras luces del alba, ¿verdad? ¿Permitís que haga ejercicios con vos?-y, tras un silencio: he llegado al campamento ayer... Será la prime Agilulfo estaba ahora al sesgo, la espada sujeta contra el pecho, cruzado de brazos, todo tapado tras el escudo.
-Las disposiciones para un posible encuentro armado, decididas por el mando, son comunicadas a los señores oficiales y a la tropa una hora antes del comienzo de las operaciones
El joven quedó algo confuso, como frenado en su impulso, pero, venciendo un ligero balbuceo, continuó, con el calor de antes:
-Es que yo, bueno, he llegado ahora... para vengar a mi padre... Y quisiera que me dijerais los veteranos, por favor, cómo debo hacer para encontrarme en batalla frente a ese perro pagano del argalif Isoarre, sí, él mismo, y quebrarle la lanza en las cost -Es sencillísimo, muchacho-dijo Agilulfo, e incluso en su voz había ahora cierto calor, el calor de quien conoce al dedillo los reglamentos y escalafones y disfruta demostrando su propia competencia, y también destacando la falta de preparación ajena-, ti El joven, que se esperaba al menos un signo de asombrada reverencia ante el nombre de su padre, quedó más mortificado por el tono que por el sentido del discurso. Después trató de reflexionar sobre las palabras que el caballero le había dicho, aunque toda -Pero, caballero, lo que me preocupa no son las superintendencias, vos ya comprendéis, es que me pregunto si en la batalla el valor que siento, el ensañamiento que me bastaría para destripar no a uno sino a cien infieles, y también mi pericia con las arma Agilulfo respondió, seco:
-Me atengo estrictamente a las disposiciones. Hazlo también así y no errarás.
-Perdonadme-dijo el muchacho, y se quedaba allí, como pasmado-, no quería importunaros. Me habría gustado hacer algunos ejercicios de espada con vos, ¡con un paladín! Porque, ¿sabéis?, soy bueno en esgrima, pero a veces, por la mañana temprano, los múscul -A mí no-dijo Agilulfo, y ya le volvía la espalda, se marchaba.
El joven echó a andar por el campamento. Era la hora incierta que precede al alba. Se notaba entre los pabellones un primer moverse de gente. Ya antes de diana los estados mayores estaban en pie. En las tiendas del mando y en los escritorios de las compañ Encontraba paladines ya encerrados en sus corazas bruñidas, en los esféricos yelmos empenachados, el rostro cubierto por la celada. El muchacho se volvía a mirarlos y le entraban ganas de imitar su porte, su fiero modo de girar por la cintura, como si cor -Soy Rambaldo de Rosellón, bachiller, ¡del difunto marqués Gerardo! ¡He venido a enrolarme para vengar a mi padre, muerto como un héroe bajo las murallas de Sevilla!
Los dos se llevan las manos al yelmo emplumado, lo levantan separando la barbera de la gola, y lo dejan en la mesa. Y bajo los yelmos aparecen dos cabezas calvas, amarillentas, dos caras de piel un poco blanda, toda bolsas, y entecos bigotes: dos caras de -Rosellón, Rosellón-dicen, recorriendo ciertos rollos con dedos humedecidos en saliva-. ¡Pero si ya te registramos ayer! ¿Qué quieres? ¿Por qué no estás con tu sección?
-Nada, no sé, esta noche no conseguí coger el sueño, el pensamiento de la batalla, yo debo vengar a mi padre, ¿sabéis?, debo matar al argalif Isoarre y también buscar... Eso es: la Superintendencia de Duelos, Venganzas y Manchas de Honor, ¿dónde se encuen -Recién llegado, éste, ¡y oyes con lo que sale! ¿Qué sabes tú de la Superintendencia?
-Me lo dijo ese caballero, cómo se llama, ése de la armadura toda blanca...
-¡Uff. ¡Lo que nos faltaba! ¡Fíjate si ése mete en todo la nariz que no tiene!
-¿Cómo? ¿No tiene nariz?
-En vista de que a él no le pica la sarna-dijo el otro de los dos desde detrás de la mesa-, no se le ocurre nada mejor que rascar la sarna de los otros.
-¿Por qué no le pica la sarna?
-¿Y en qué sitio quieres que le pique si no tiene ningún sitio? Ése es un caballero que no existe...
-¿Cómo que no existe? ¡Lo he visto yo! ¡Existía!
-¿Qué has visto? Chatarra... Es uno que es sin ser, ¿entiendes, pipiolo?
Nunca el joven Rambaldo hubiera imaginado que la apariencia pudiese revelarse tan engañadora; desde que había llegado al campamento descubría que todo era distinto de lo que parecía. . .
-¡De modo que en el ejército de Carlomagno se puede ser caballero con montones de nombres y títulos, y además combatiente de pro y celoso oficial, sin necesidad de existir!
-¡Despacito! Nadie ha dicho: en el ejército de Carlomagno se puede etcétera. Sólo hemos dicho: en nuestro regimiento hay un caballero así y asá. Eso es todo. Lo que puede ser o no ser en líneas generales, a nosotros no nos interesa. ¿Entendido?
Rambaldo se dirigió al pabellón de la Superintendencia de Duelos, Venganzas y Manchas de Honor. Ya no se dejaba engañar por las corazas y los yelmos emplumados; comprendía que tras aquellas mesas las armaduras ocultaban hombrecillos enjutos y polvorientos -Así que quieres vengar a tu padre, marqués de Rosellón, de grado general. Veamos: para vengar a un general, el mejor procedimiento es eliminar tres comandantes. Podríamos asignarte tres fáciles, y arreglado.
-No me he explicado bien: es a Isoarre el argalif a quien debo matar. ¡Fue él en persona quien derribó a mi glorioso padre!
-Sí, sí, lo hemos entendido, pero no vayas a creer que sacarse de la manga un argalif es algo tan sencillo... ¿Quieres cuatro capitanes? Te garantizamos cuatro capitanes infieles en la mañana. Mira que cuatro capitanes se dan por un general de división, y -¡Yo buscaré a Isoarre y lo destriparé! ¡A él, y solamente a él!
-Acabarás arrestado, y no en la batalla, ¡puedes estar seguro! ¡Piénsalo un poco antes de hablar! Si te ponemos dificultades en el caso de Isoarre habrá sus razones... Si nuestro emperador, por ejemplo, tuviese en curso alguna negociación con Isoarre. . . Pero uno de aquellos funcionarios, que hasta entonces había estado con la cabeza hundida en los papeles, se alzó alegre:
-¡Todo resuelto! ¡Todo resuelto! ¡No hay necesidad de hacer nada! ¿Para qué venganza? ¡No hace falta! Oliveros, el otro día, creyendo a sus dos tíos muertos en batalla, ¡los ha vengado! Y en cambio se habían quedado debajo de una mesa, borrachos. Nos enco -¡Ah, padre mío!-Rambaldo empezaba a desvariar.
-Pero ¿qué te pasa?
Habían tocado diana. El campamento, en la luz del alba, pululaba de hombres armados. Rambaldo habría querido mezclarse con aquella multitud que poco a poco adoptaba forma de pelotones y compañías encuadradas, pero le parecía que aquel chocar de hierros er Lo divisó bajo un pino, sentado en el suelo, disponiendo las pequeñas piñas caídas a tierra según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas de la madrugada, Agilulfo sentía siempre la necesidad de aplicarse a un ejercicio de exactitud: conta Así lo vio Rambaldo, mientras con movimientos absortos y rápidos disponía las piñas en triángulo, después en cuadrados sobre los lados del triángulo, y sumaba con obstinación las piñas de los cuadrados de los catetos comparándolas con las del cuadrado de Sintió algo posársele en los cabellos, una mano, una mano de hierro, pero ligera. Agilulfo estaba arrodillado junto a él.
-¿Qué tienes, muchacho? ¿Por qué lloras?
Los estados de desfallecimiento o de desesperación o de furor de los otros seres humanos le daban inmediatamente a Agilulfo una calma y una seguridad perfectas. El sentirse inmune a los sobresaltos y angustias a los que están expuestas las personas existe -Perdonadme-dijo Rambaldo-, quizá sea el cansancio. No he conseguido pegar ojo en toda la noche, y ahora me encuentro como perdido. Si pudiera amodorrarme al menos un momento... Pero ya es de día. Y vos, que también habéis velado, ¿cómo hacéis?
-Yo me encontraría perdido si me amodorrase aunque sólo fuera un instante dijo bajito Agilulfo-; más aún, no me volvería a encontrar, me perdería para siempre. Por eso paso muy despierto todo instante del día y de la noche.
-Debe de ser horrible...
-No-la voz había vuelto a ser seca, fuerte.
-¿Y nunca os quitáis de encima la armadura?
Volvió a murmurar.
-No hay un encima. Quitar o poner para mí no tiene sentido. Rambaldo había alzado un poco la cabeza y miraba por las fisuras de la celada, como buscando en aquella oscuridad la chispa de una mirada.
-¿Y cómo así?
-¿Y cómo de otra manera?
La mano de hierro de la armadura blanca estaba posada aún sobre los cabellos del joven. Rambaldo la sentía apenas pesar sobre su cabeza, como una cosa, sin que le comunicase ningún calor de proximidad humana, consoladora o fastidiosa, y sin embargo advert

 

 

 

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