La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Inamible
RUPERTO Tapia, alias "El Guarén", guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importan De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artí Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de El Guarén" se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las call -¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese!
Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó:
-Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí.
Pero "El Guarén", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó.
-Vais a acompañarme al cuartel.
¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? -profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.
Y al aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra:
-Te llevo porque andas con animales-aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió-: Porque andas con animales inamibles en la vía pública.
Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación.
A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había asistido a una comida dada por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta de sueño y el efecto que aún pe Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó el busto y lanzando furiosas miradas a los inoportunos cogió la pluma y se dispuso a redactar la anotación correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar los datos concernientes al esta -¿Por qué le arrestó, guardián?
Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que está seguro de lo que dice, contestó:
-Por andar con animales inamibles en la vía pública, mi inspector.
Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma para preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oía por primera vez, significaba, cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia iba a restarle prestigio ante un -¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú?
-Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido.
Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que la palabra estaba bien empleada, terminó con la vacilación del oficial que, concluyendo de escribir, ordenó en seguida al guardián:
-Páselo al calabozo.
Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto de policía. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada por teléfono de la gobernación, estaba impaciente por marcharse.
-¿Está hecho el parte? -preguntó.
-Sí, señor-dijo el oficial, y alargó a su superior jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra.
El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término desconocido se detuvo para interrogar: ¿Qué significa esto? -Pero no formuló la pregunta. El temor de aparecer delante de sus subalternos ignorando le selló los labios. Ante todo había que mirar po -Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan?
-Sí, señor prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no sabía que estaba prohibido.
E1 jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entregó al oficial, ordenando:
-Que lo conduzcan al juzgado.
En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del titular, ejercía el cargo en calidad de suplente, después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al reo:
-¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:
-Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido.
El magistrado hizo un gesto que parecía significar: "Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo". Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa -Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa.
En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando "El Guarén" entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo:
-El reo pasó a la cárcel, mi inspector.
-¿Lo condenó el juez?
-Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero. El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial.
-Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito?
-El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector.
-No es posible, guardián; usted habló de animales...
-Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
-Inamibles, ¿por qué son inamibles?
El rostro astuto y socarrón de "El Guarén" expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era p -El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector.
Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que s Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de n Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se de. tuvo y murmuró entre dientes:
-Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado.
Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a "El Guarén", que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a la mesa para examinar el Libro de Novedades. La mancha de tinta que había hecho desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitación que lo poseía. Comprendió en el acto que su subor Al salir de la oficina del alcaide el rostro del prefecto estaba tranquilo y sonriente. Ya no había nada que temer; la mala racha había pasado. Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un grupo de penados.
Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y meditabundo. Todavía queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pensó. Y tal vez el remedio no estaba distante, porque murmuró a media voz:
"Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado."
Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el juzgado ese día un poco más temprano que de costumbre, encontró a "El Guarén" delante de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo designado para el primer turno de punto fijo en la casa del magistrad Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente al guardián para inquirir de un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó el saludo del guardián, y le dijo afable y sonriente:
-Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrestó usted esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados.
A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de "El Guarén" iba cambiando de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y despectivo. Luego, con un tono irónico bi E1 juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien había enviado a la cárcel por un delito imaginario, calmó sú -Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se puede hacer en este caso.
En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a presencia del alcaide de la cárcel, y este funcionario le mostró tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía:
Señor alcaide de la Cárcel de. . .-Para entregar a Martín Escobar. (Este era el nombre del detenido.)
Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un billete de veinte pesos. Ningún escrito acompañaba el misterioso envío. El alcaide señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente:
-Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.
E1 reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la mesa, profiriendo:
-Ese es para pagar la multa, señor alcaide.
Un instante después, Martín el carretelero se encontraba en la calle, y decía, mientras contemplaba amorosamente los dos billetes:
-Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con "El Guarén" y ¡zas! al otro día en el bolsillo tres papelitos iguales a éstos.

 

 

 

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