La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Alhué (14)

ISMAEL O EL RELOJ DE LA POBREZA
Alhué, debo reconocerlo, era un pueblo con individualidad. Pocas moscas, un solo fraile y ningún carabinero. Casi reunía las condiciones deseadas por Baroja para su república de Bidasoa.
Sus habitantes tuvieron el buen gusto de bautizar las calles con nombres útiles, precisos y locamente históricos. Nada de remontarse a la revolución francesa ni al descubrimiento de la imprenta, ni invocar nombres militares, gregorianos o políticos.
La calle donde expendían pan, hierros, verduras y drogas, en vez de llamarse San Pablo o San Diego, denominábase razonablemente Calle del Comercio.
Después, más allá de la plaza, seguía la calle en que se construyó la primera casa de dos pisos y se instaló el primer hotel. Fue, por ambos motivos, Calle del Progreso.
Y la que a mí me albergaba, linda calle con el cementerio al fondo, un alcalde filosófico y lector de Manrique, decidió que se llamase Calle de la Unión.
La del oriente, no había en ella más que una casa perdida, fue Calle de la Libertad. Quien por ella transitaba veía campo, anchura y lejanía. Y así...
Seguía luego la calle de las mujeres que cantan, de las que son alegres y dan su alegría, y con la alegría su cuerpo a todos los hombres; pero como también daban alcohol, los favorecidos con sus dones formaban con frecuencia trifulcas resonantes. Y varian Y otra que va y baja con decisión al río, porque en ella tenían su morada tres sujetos que vivían de la pesca, fue Calle de los Pescadores.
Los pescadores habitaban casuchas miserables, raídas como sus propios trajes. Desde la acera, empinándose un poco sobre las vallas, se les veía trabajar: remendaban los puntos débiles de sus redes.
El segundo y el tercero tenían la edad de los hombres sin esperanzas. Cuarenta o cincuenta anos. Se parecían demasiado para no ser parientes: sus cabezas estaban cubiertas de mucha cabellera y de un poco de barba. Eran de estatura corriente, de aspecto vu No se sabía, y nadie se preocupó nunca de saberlo, cómo y para qué el destino quiso reunirlos en este pueblo y en esa calle.
Eran víctimas del otoño lo mismo que las hojas. Nacieron para ser peones de la casualidad y resignarse a lo que viniera. Pertenecían al ejército, al gris ejército de los hombres que malean la atmósfera, achican la tierra y afean la vida sin propósito ni r Ahí estaban remendando las redes. Ahí estuvieron siempre moviendo sus manos en el mismo afán. Y ahí seguirán hasta que Aliste se ponga su delantal de ancha cartera.
¡Aliste, habla con Dios !
Del primero, la gente recordaba el nombre: Ismael.
Miraba desde el fondo de unos ojos grandes. Sus bigotes castaños cubríanle honestamente la boca. Su organismo, casi bien conservado, había dejado atrás más dé treinta años. No era enfermizo y cuando solía reír mostraba una dentadura sana, blanquísima, una Muy industrioso, pescaba, trenzaba el mimbre, pintaba casas, manejaba el serrucho. Siempre había pan en su casa.
¿Por qué trabajaba tanto? Algunos lo hacen para enriquecerse, otros para obsequiar a su mujer lindas cosas. Ismael, empero, no cambiaba de indumentaria, y su mujer se levantaba y se acostaba con el mismo atavío.
Tenía nombre con olor a campo: Clorinda. Era flaca, casi alta, de amarillentas mejillas, de mirada fría y muy habladora.
Si el pescador estaba en el patio remendando sus redes, ella remolineaba en torno con el indispensable pretexto de quehaceres domésticos. No creáis que rondara en silencio. Estaba su boca modelada para las recriminaciones y se consagraba a proferirlas cas Vivía agriada. Nunca se le escapaba una palabra alegre. Había suprimido de su existencia la cordialidad. Cuando no podía emprenderlas contra su marido, emprendíalas con su chico, el gato o las gallinas. El parrón mismo no era ajeno a sus invectivas. Según -¡Hasta cuándo sufriré, Dios mío!-así comenzaba su monólogo-. Una se embroma teniendo chiquillos y mortificándose en la casa. Y al sinvergüenza no se le da ni pizca... No deja pasar mujer... La tonta trabaja como bestia y el caballero no se preocupa sino Solía Ismael responder con una bofetada.
Ese monólogo bronco, cotidiano, podía considerarse fina y velada alusión a la viuda del bajo. El bajo era un rancho situado en el vértice de la calle con el río. Y lo habitaba la viuda, la más saludable viuda que hayan visto mis ojos. Si su casa hubiera t Ismael, a pesar de su actitud taciturna, guiado acaso por el sortilegio de su nombre, había logrado poseer ese tesoro. De tarde en tarde, desaparecía de su casa una semana entera.
Entonces Clorinda, lagrimeando, visitaba a Loreto. Esta le ponía en sus manos un paquetito de polvos. Apenas entraba la noche, Clorinda iba a esparcirlos junto a la casa de la viuda, sin olvidarse de rezar previamente y de encender velas a la Virgen que p Su marido regresaba un día cualquiera. Ella lo examinaba. Traía ropa más nueva y más limpia y su fisonomía reflejaba el buen humor.
La roía el despecho; pero, conteniéndose, iniciaba un monólogo no crepitante sino lacrimoso: la soledad, el niño, el sacrificio, su cariño desinteresado, eran la médula de sus abundantes palabras.
El pescador parecía no emocionarse.
-Si estás dispuesta a continuar hablando, me voy.
Clorinda secaba sus lágrimas con el delantal, cerraba la boca y, transformada en otra Clorinda, se iba a la cocina. La merienda de ese día era mejor. En el lecho había ropa limpia. Ismael dialogaba con el chico. Producíanse lapsos de silencio. Y durante a Venía la noche, y transcurría.
La mañana empujaba a Ismael hacia el río: a las doce llegaba con sartas de pescados. Se iniciaba en ese instante el crespúsculo de la amistad.
-¿Qué comeremos hoy?-indagaba.
-Papas con luche y... porotos con chuchoca.
-¡Ah!
Esa exclamación terminantísima equivalía también a: maldita sea, me recondenara o peor es morirse.
-Si no te gusta, ándate al bajo a comer manjares. Ya sé que no tengo suerte para nada, porque . . .
Ismael no respondía. Almorzaba la breve lista, se trasladaba al patio y ponía en trabajo sus manos. Las palabras que seguían al porque de su mujer, terribles, candentes y alusivas palabras, no cesaban. Lo perseguían, lo hacían transpirar, le provocaban un Estos lo recibían con una alegórica alusión:
-¿Y cómo va el baile?
-Así, así...-respondía haciendo un gesto de enfado.
No se volvía a tocar el asunto.
En cambio, el río entraba en la conversación, y la pieza se llenaba de peces legendarios.
El río de Alhué era modestísimo. A buen paso se venía desde la cordillera dando vueltas. Deteníase en cada curva para responder a los sauces que lo saludaban en nombre de los pueblos. Y seguía con su humilde caudal hasta donde se acaba la tierra.
Aunque su condición no era altiva, lo irritaba la descortesía de algunas aldeas que se retiraban a su paso. Bien se vengaba él, haciendo barrancos y pedregales.
Pero con Alhué era muy distinto. De su frontera corría jubilosamente entre una doble fila de sauces y de espinos. Estos, desde los cerros, le hacían señales con sus ramas desnudas.
Frente al pueblo, se dividía en varios anchurosos brazos.
Apenas comenzaba a quemar el sol, entraban en sus aguas los tres pescadores. Y ahí permanecían muy abiertos de piernas moviendo las redes.
Cuando una hora se iba sin dejar nada en ellas, exclamaban:
-Si a lo menos pescáramos un cuero...
Era un deseo valeroso y hereje.
Interiormente cada uno temblaba a su sola mención. En el último verano había desaparecido un niño bajo las miradas de varias personas. Una voluntad invisible lo asió de los pies y lo sumergió.
Se reunieron los vecinos, rastrearon el río y no hallaron el cadáver. Cuando la noche vino, volvieron a juntarse, y el más baqueano pegó sobre una tabla apropiada una gruesa vela, entró en las aguas y la soltó en el punto menos correntoso.
La tabla fue primero arrastrada al sur. Seguían los vecinos su avance. Después se desvió y entró en la órbita del remanso. Avanzó algunos metros y comenzó a girar sobre sí misma, y de pronto, hecho inverosímil, se hundió verticalmente.
Comprendió la gente, con pavor, que bajo el agua no había sólo cieno. Mas no se pudo rescatar el cadáver.
El pescador más viejo había visto un cuero en el atardecer de un distante verano. Se encontraba en la ribera tomando el fresco. Estaba tendido sobre el péril, y la oscuridad asomaba ya en la lejanía. No había ni un alma en los contornos, porque en Alhué s Su vista vagaba por la gris superficie del río, pero, al cabo de un instante, la línea del agua se rompió. Algo brillante, voluminoso, que tenía la vaga forma de una manta, estaba allí flotando.
Se frotó los ojos para comprobar que no dormía. El animal seguía casi inmóvil. Su anchísima cabeza era tremeluciente y su cuerpo daba la impresión de estar cubierto por una piel brillante y coloreada. Era un feo monstruo, pero resultaba imposible dejar de Clorinda despedía a su marido en las mañanas, con un:
-¡Ojalá te coman los cueros!
Él replicaba:
-No te daré ese gusto sino otro...
En el tren de dos, llegaba el pescadero provisto de grandes canastas.
Tenía, a pesar de su existencia ciudadana, el aspecto lento del campesino. Su rostro, de indio apenas vaciado en criollo, era terroso. En el labio superior crecíanle unas cuantas cerdas.
En su juventud trabajó la tierra; luego se vino al pueblo y, como todos los que tienen iniciativas, un día partió a la ciudad.
Ahora, transformado en don Manuel Jesús, estrujaba a los tres pescadores.
Estos pasaban media existencia sumidos en el agua pescando peces y posibilidades reumáticas.
Don Manuel Jesús poseía sus mañas. Sabia regatear como vieja. Cuando había menos pejerreyes que truchas, pagaba mal, porque aquéllos eran desabridos y de difícil venta. Si abundaban las truchas grandes, se quejaba también y alegaba que las pequeñas son la -Voy a comprarlos para dárselos de llapa a los buenos clientes.
Cuando Ismael respondía a su mujer que no le daría ese gusto sino otro, traducía a su manera el confuso estado de su ánimo.
Clorinda empezaba a inquietarse y rogaba a Dios que suprimiese los días festivos.
Pero un día era al fin domingo. A pesar del sereno sol, del aire liviano y de la perspectiva azul condiciones adecuadas para la alegría, la casa de Ismael estaba saturada de angustia.
Ismael desaparecía después de almorzar. Se iba en derechura al cementerio. Allí encontraba al viejo Aliste y, golpeándole la espalda, lo invitaba:
-¿Vamos a matar el gusano?
Y se iban.
Vaciaban muchas botellas en el almacén de don Nazario. Pasaba la tarde. Aliste peroraba sobre las ánimas. Decía también que cuando muriese el asno le enterraría en el cementerio sin avisar a nadie.
El vino enrojecía el alma de Ismael. La penumbra recordábale vagamente que algo le faltaba para completar el día. Salía a la calle.
Suena un golpe en la puerta. Clorinda se asusta y abre. El corazón da saltos bajo su pecho. Ismael entra como un garrote. ¡Qué instante ese!
Desde el patio ordena con voz ronca y absoluta:
-¡Trae tu pañuelo de rebozo!
La mujer no replica. Quiere vacilar. Pero obedece.
-¡Tu pollera azul! ¡La otra ropa! ¡El manto! ¡Las enaguas!
-Pero, Ismael... ¿Quieres verme desnuda?
-¡¡¡Las enaguas!!!
En el patio se van acumulando las más extrañas prendas femeninas. Acaso toda la reserva de la, en ese instante, pobre mujer.
Ismael, adusto y temible, aguarda con una botella en la mano.
Cuando todos los trapos de la casa están en la pila, impulsado por su alma roja, vacia la botella.
En seguida sube del montón un haz de humo y llamas. ¡Todo es implacablemente consumido!
Llora la mujer.
Grita el niño.
Ismael se duerme en un banco.
Desde arriba miran las frías estrellas.
Un día Ismael me hizo entrar en su cuarto. Estuvo quejándose de su suerte. Después, indicando la pared, me preguntó:
-¿No siente algo?
Escuché.
De la pared se desprendía un ruido leve, acompasado, comparable sólo al tic-tac del reloj.
-Pues bien-agregó-: es el reloj de la pobreza... Cuando se oye en una casa, los que en ella viven están como maldecidos. Van siempre para abajo...

 

 

 

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