Miguel Cane

 

JUVENILIA
(extracto)

 

 

INTRODUCCION

         Toutes ces premieres impressions... ne peuvent 
          nous  toucher qua mediocrement; il y a du vrai, de
          la sincerite; mais ces peintures de l'enfance,
          recommencees sans cesse,  n'ont de prix que lorsque
          elles ouvrent  la  vie  d'un  auteur  original,  d'un  poete


                                                                        SAINTE-BEUVE





Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las
páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro 
del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no
manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna 
por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad;
nunca pensé, al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa  que en 
matar largas horas de tristeza y soledad,  de las muchas  que he pasado en el 
alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas 
melancólicas,  sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con 
la luz lnterior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que 
los cuadros  serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo  bajo mi pluma, 
haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la 
mañana. Creo que me  falta  una  fuerza esencial en el arte literario,  la 
impersonalidad, entendiendo  por ella la  facultad de  dominar las simpatías íntimas 
y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano, que no hace vacilar, 
el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme de mi inclinación, 
escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar 
satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole   impone, porque es la única 
en que puede desenvolverse la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte 
y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y flúido; pero cada estrofa no será 
un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar
una idea tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al 
pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. 
Entre una herida  que chorrea  sangre y  una jaqueca hay la distancia... de Byron a
Tennyson.

 Nada he escrito con  mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar 
el estilo que  me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes
dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es
la vida y la verdad, y  nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. 
La palabra es rebelde,  la frase pierde la serenidad de su  marcha y todos los recursos 
de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarle 
la acción.
 No se conseguido por cierto ni aún acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi 
esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen
camino.

 J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris.

 Ahora,  por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de  mis
amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído me han  impulsado a hacerlo,
a llamarlos a la vida después de  dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo hay
esta  razón  suprema  que  los  hombres  de  letras comprenderán: los  publico  porque 
los he escrito.
 Mucho he suprimido,  poco  he  agregado. Ciertas páginas  íntimas  han  desaparecido 
porque para ser comprendidas era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y 
vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía pensaba en todos mis 
compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver
y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer 
biografías de fantasía  para  algunos  de  mis  condiscípulos, fundándome en las 
probabilidades del carácter y sin saber si aún existen. !Cuántos desaparecidos! !Cuánta
matemática, cuánta químìca y filosofía inútiles! 

No hace mucho  tiempo,  al entrar en  una  oficina secundaria  de  la administración
nacional,  vi a  un humilde  escribiente cuyo  cabello  empezaba a  encanecer, 
gravemente ocupado en trazar rayas  equidistantes  en un  pliego  de papel. 
Como  tuve  que  esperar,  pude  observarle. Cada  vez  que  concluía  una 
línea dejaba la regla a un lado,  sujetándola  para  que  no  rodara,   con un 
pan de goma; levantaba la pluma, e inclinando la cabeza como el pintor que 
después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. 
Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la 
pasaba por la manga de una  levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado 
ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena 
e igual, trazaba una nueva paralela  con  idéntico éxito. Ese hombre, allá  en los
años de colegio, me había un  día asombrado por la precisión de claridad con que 
expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su
explicación a los compañeros más débiles en matemáticas que al fin perdió su nombre 
para no responder sino al apodo de "Binomio". Le contemplé un momento, 
hasta que levantando e su vez le cabeza, naturalmente después de una paralela "réussie", 
me reconoció.  Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría
de mi parte. ;Yo había sido nombrado ministro, no sé dónde!,    !y él!...  Me 
enterneció y lancé un:  !!Binomio!!  abriendo los  brazos, que habría contentado a 
Orestes en labios  de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.

                -iY qué tal, "Binomio", cómo va la vida?
             
                 -Bien; estuve,cinco años empleado en la  aduana
                 del Rosario, tres en la policía, y como mi suegro, con
                 quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un
                 empleo y en él me encuentro desde que llegamos.

                 -Y las matemáticas?  Como no te hiciste ingeniero
                 o algo así?  Tú tenías disposiciones..,

                 -Sí, pero no sabía historia.

                 -Pero no veo, "Binomio", la necesidad de saber si
                  Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para
                  hacer un plano.

                 -Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino.
                  Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, 
                  cuantas veces,  desde  que  saliste del colegio, has 
                  resuelto  una ecuación o has pronunciado solamente la 
                  palabra "coseno"?

                 -Creo que muy pocas, "ßinomio".

                 -Y, en cambio ( !oh!  !yo te he seguido!), en artículos
                  de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo,
                  has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has
                  tenido con sueldo, no es así?

                  -Si, "Binomio".

                 - Con que  placer te oigo! ;Ya nadie me dice "Binomio"! 
                  Y, sabes quien tuvo la culpa de que yo no supiera historia? 
                  Cosson, tu amigo Cosson, quien tenía la ocurrencia de 
                  enseñarnos la historia en francés.

                  -No seas injusto, "Binomio": era para hacernos practicar.

                  -Convenido, pero no practica sino el que algo sabe,
                  y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera
                  vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo 
                  nombre sirvió mas tarde de apodo a un  correntino que 
                  para  decirlo  estiraba los labios una  vara. Era muy 
                  difícil.

                 -Ya me acuerdo: "Tulius Hostilius".

                 -Eso es:. quise pronunciarlo, la clase se rió,  creo
                  que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no
                  me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté 
                  nunca y por consiguiente no estudié historia. !Animal!
                  Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear
                  un Duruy. No hay como la historia, y sino, mira a todos 
                  los compañeros que han hecho carrera.

                 -Y qué puedo hacer por ti, "Binomio"
                 Se puso colorado, y al fin de mil circunloquios me pidió 
                 que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que 
                 iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y  aspiraba 
                 a cincuenta.  !Pobre "Binomio"!.


!Cuantos como él, perdidos en el vasto espacio  de nuestro país!

  Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado  un  batallón  cuyo jefe
era  mi  amigo. 
A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como 
a un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo, y el 
comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en  la Mayoría; pero !era tan vicioso! 
En ese momento pasaba  por el patio y  el  jefe  le  hizo  llamar;   al  entrar, su  marcha era 
insegura. Había bebido. Apenas la luz dió en  su rostro sentí mi sangre afluir al corazón y
oculté la cara para evitarle la verguenza de  reconocerme. 
Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me  había ligado en el colegio. 
Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba,   un 
nombre glorioso en  nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para  haber surgido en 
el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante  diez años 
no supe nada de él. !Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia  para  haber  
caído  tan bajo  a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Le  encontré, traté 
de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de 
nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.

  Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas 
del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto 
y un estilo elegante y armonioso?
 
 Recordar  ese hombre, que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que  
marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo  de una reputación indestructible ya? 
Era bueno y era leal, amaba la armonía  en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; 
pero  la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza 
le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener 
el precioso licor que chispeaba en sus venas. 
De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones
violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en 
ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un
esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, 
desenvolverse a nuestro lado. !Con qué júbilo le recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo 
regreso  ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, 
porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones, después de largos meses de atrofia,
resplandecía con igual brillo. ?De atrofia he dicho? No, y ésa fue su pérdida.
 
La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches 
como el hijo del siglo, entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que 
las fuentes puras le habían  negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un
grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se 
embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora,
el aliento revolucionario, que es le válvula intelectual de todos los que han  perdido el 
paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de  Murger, con más  delicadeza, 
con mas altura moral. El pelo largo y  descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara
fatigada por el perpetuo insomio, los ojos con  una desesperación infinita en el fondo de 
la pupila, tal le vi por última vez y tal quedó grabado en mi memoria.
Vive aún? Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral 
pasó, si la forma persiste.  !Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el 
problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!..(*). 

* ( Poco tiempo despues de escritas estas lineas,
Matias Behety encontro el reposo eterno).

 Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con  placer, haciendo 
oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje 
del Canto de la Sirena es una  simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo 
para trazar la figuras de  Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, 
extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás.
De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación 
incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil. 
En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos, y, por
lo tanto, sabía poco. La experiencia  me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que
jamás abren un libro  y dejan atontados a los circustantes en el examen.

 Hay dentro de los muros del colegio como en la  penumbra del "boudoir", coqueterías 
intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las  horas  de 
instrucción colectiva leen  asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y 
trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en 
su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la  firmaba y pasaba
a otra cosa.  Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía
las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los 
prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea 
primera del soñador, era su manera curlosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba,
como un maniático inventor combina. Hablaba con  facilidad, pero él  mismo reconocía que
cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros  ensayos, sino incoloro. 
Me sostenía que yo estaba  destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan
complacido y solemne como si me asegurara la fortuna o una corona, a la manera de los 
cuentos árabes.

 Para entonces  me proponía una colaboración; él  me daría el esqueleto y yo le pondría la 
carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de 
la vida de un  médico en plena Edad Media, creyente en la magia de todos los colores, 
asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo  de  escoba más ligero para 
llegar primero,  fabricante de "homúnculos" (no había por cierto leido a Goethe aún), 
discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su 
imaginación me persuado que había nacido para seguir con brlllo la tradición de Hoffman 
o Poe. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos 
que me  hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado a  escribirlos es en la 
seguridad de que les daría mi nota  personal, lo que no era mi objeto.
 
 Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ése, tengo la 
certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. !Sabe el 
cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la
anestesia moral, más obscura que la tumba!
 
 No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. 
 Si estas páginas caen bajo sus ojos, que  el  vínculo  del colegio, debilitado por los años, 
se reanime un momento y  encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al
ver pasar las horas felices de la infancia.

  Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con 
la mirada llena de inconsiente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A 
los diez años saben lo que  nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; -no
olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más 
profundos que  vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial haciendo felices a los nietos, 
encamiándoles en la vida.

 Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan 
intelectual,  desterremos  de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un 
Jaques que poner a su frente, elevemos  al puesto de honor un hombre de espfritu abierto
a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.



    Capítulo I

    Debía entrar en él Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales. El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia dol general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento, que quedaba bajo la dirección del doctor Aguero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escoláslica, y sólo fue más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebído el Congreso y el Poder Ejecutivo Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el "nuevo", la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte si hubiera conocido entonces el Tom Jones de Fielding. Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana. Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonia de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formar en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezabamos un Padrenuestro, para pasar en seguida al claustro de los lavatorios. !Cuántas conspiraciones, cuantas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la falalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la Cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que, en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno "préposé" a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando en todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme. Atrasar el reloj era inútil, por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato rigurosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro Dumas en sus Veinte años después, al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada vi una carreta de bueyes que entraba en el mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lampara de Galileo, la marmita de Papín, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollión, la hoja enroscada de Calimaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas, y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha esperé la mañana. Así que sonó la campana me sumergí en la profundidad, y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá que beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo con lástima que el que tal pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención. Mi invención cundió rápidamente, y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación se dirlgió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad. !Era la mía! Capítulo II El segundo obstáculo insuperable fue la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos en el refectorio un alumno trepaba a una especie de púlpito, y así que atacábamos la sopa comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Hlstórica Agentina siendo para nosotros obligatorio el silencio, y, por tanto; el fastidio. No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del "menú"; lo tengo fijo, grabado en el estómago y en el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacen a medianoche al pie de una horca con un racimo, para beberlos antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el doctor Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida. Luego, siempre elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación. En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y polígonos desconocidos en el texto geométrico huesosos, cubiertos de levísima capa triturable, y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido Iíquido, que ,para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos. Hacía el papel de pieza de resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba, el sábalo hebía tenido un éxito de respeto, debido a su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica del asado de tira! Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones. La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; por qué se llamaba equello "arroz con leche"? Era sólido, compacto, y las moléculas, estrechándose con violencia,le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer sólo la versátil capa de canela. En general, el color del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquí no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado. Luego al gimnasio, a correr, a hacer la digestión. Capítulo III He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras. La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del "menú" mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fuí con él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de Los tres mosqueteros, de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud; mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguía al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto, y cuando al caer la tarde concluí el libro sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, que me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo, también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo -cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto - y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres, y algunos de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. El espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual hay una especie de Calibán, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran artista y la gran señora, que después he sabido fue por un año la "coqueluche" de las damas de Buenos Aires. La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta, y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El Clavo, un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del "poor Yorick"; los Monjes de las Alpujarras y Men Rodrigo de Sanabria, dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernandez y Gonzalez, con una brutalidad de acción propia de la época; el Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos y aombríos, etc.; Dos cadáveres, un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell, y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado es la impresión causada por los Misterios del Castillo de Udolfo, de Ana Radcliffe, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos, con x en vez de j, y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la sobreexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mi desconocido, y metiéndome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica que debía iluminar mis trasnochadas de lectura. Por medio de canjes y "razzias" en mis salidas de los domingos, más o menos autorizada por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y Gonzalez (! un saludo al Cocinero de su Majestad, que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía La Hermosa Gabriela, de Marquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fue disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el "alea" de la vida favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le eceché sin reposo, y cuando le veía hablar, jugar o comer, en vez de leer aprisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decia esta frase que me estremecía de impaciencia: "!Chicot figura!"... Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?... Capítulo IV El Colegio, que más tarde había de ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organizacion interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había "des acommodements", no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año, y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y sobre todo en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vias de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno, que a veces quedaba abierta hasta la tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle Bollvar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa, para no estropear el único jaquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianas se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente. Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros, que no abría jamás, y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en el mundo ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la Union el día sombrío de Angamos en que murió Grau. Luego volví a verle en Lima. Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucratlvos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña. del Paraguay. He hablado de Benito Neto. !Era un misterio profundo. cómo Benito había conseguido, allá en época remota, y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave del portón de la calle Bolivar! Nadie sabía donde la guardaba y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y. migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éramos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "Dónde vamos?". Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuese cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, !estamos los tres invitados a un baile! -Me presentaran. -!Vamos a una comida a casa de Fulano! -Comeré. -!Una tía mía está muy enferma! -La velaré. -Tengo una cita y.. . -Ha de haber una chinita. sirviente". A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente con su eterno jaquet canela a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña. Capítulo V A más de las escapadas nocturnas había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los "grandes" que nos llenaban de admiración. El doctor Aguero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión. Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar. Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz, que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte. Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fue preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justemente enfurecido, se precipitó a llevar le queja al doctor Aguero. Un chico le previno, y presentándose llorando ante el anciano le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre le había defendido. Decir el furor del buen Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto, pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio. Capítulo VI Había la vieja costumbre, desde que el doctor Aguero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (!no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamoa que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con fastidio del asunto. !Cuan presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil. Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del Colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en ls página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus bijitos, como nos llamaba. Más de una noche me he recostado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "Duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decia: "Ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para ti". Era la recompensa, el premio de la velada, y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último. Jamás se nos pasó por la mente la idea de proteatar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo. Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado eomo un mono en las ricas parras del patio. El doctor Agüero fue un hombre.de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio, y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.

     

    
                        Capítulo XV
    
       El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina
    interna del Colegio.  Estaba reservada esa difícil tarea
    a don José M. Torres, que, con mano de hierro y
    cargando con la más franca y abierta odiosidad que es
    posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos
    domó a fuerza de castigos, transformando el encierro
    en la morada habitual de algunos de nosostros,
    privándonos de salida, levantando en  alto, en fin, el
    principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues
    a la primera contradicción se ponía fuera de sí,  dudo
    que haya tenido apetito un solo día durante su
    permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su
    voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante
    e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contiribuido
    no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildente
    perdón, porque sin su energía perseverante no
    habría concluido mis estudios, y sabe Dios si el ser
    inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no
    hubiera sido algo peor.
    
     Pero antes de su ingreso, el Colegio fue regido algún
    tiempo por un sacerdote, de quien tengo forzosamente
    que hablar tan mal que me limito a designarle
    sólo por iniciales. Don F.M. era extranjero e ignoro
    por qué circunstancias un hombre como él, sin moralidad,
    sin inteligencia y desprovisto de ilustración  había
    conseguido hacérse nombrar vicerrector del Colegio
    Nacional.
      Antes de su entrada, las pasiones politicas que habían
    agitado  a  la  República desde  1852  se reflejaban
    en las divisiones y odios entre los estudiantes.
    Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas
    diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.
      Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad
    del internado, y nosotros, los porteños,  ocupábamos
    modestamente el  último tercio; eran más  fuertes,
    pero nos vengábamos ridiculizándolos y remedándoles
    a cada instante. Habíamos pillado un trozo de diálogo
    entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana
    en  la mano: "Agora no más lo vo a derramar ", y el
    otro que contestaba en voz de tiple: "!No la derramis!"
    Lo convertimos en un estribillo que les ponía  fuera
    de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde
    de la aldea de Don Quijote.
    
      Eran mucho más graves, serios y estudiosos que
    nosotros.  Con igualdad de inteligencia y con menor
    esfuerzo de nuestra  parte obteníamos mejores
    clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía
    simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación,
    desparpajo natural y facilidad de elocución. Recuerdo que
    Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos
    Harvey,  dotado de una  inteligencia sólida y profunda,
    de una laboriosidad incomparable, repetía, las palabras
    de Sainte-Beuve,  aplicándoselas: "Le falta la arenilla
    dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra
    superioridad.  Dábamos una conferencia de historia,
    filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras
    ellos,  en general,  poseyendo la materia  tal  vez
    mejor que nosotros, se limitaban a una exposición
    sucinta, pálida y dificil. Había, por ejemplo, otro
    bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero
    de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven
    Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del  Pocito; yo
    me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos,
    y le había aplicado el misrno  apodo  de  "buey" que
    el suyo había recibido en la universidad. Goyena, que
    era nuestro profesor de filosofia, se habla empeñado
    en hacerle hablar,  porque en dos o tres contestaciones
    en clase le llamó la atención la claridad con que
    comprendía ciertos puntos oscuros. Al fin  hubo  de
    renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel
    carácter. El pobre Aberastain fue una de las primeras
    victimas del cólera en 1867.
    
      He nombrado a uno; nornbraré a otro, el primero de
    todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre
    arnarilla cuando era ya conocido por su inteligencia
    extraordinaria, unida, lo que no es común, a una
    laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo
    de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era
    espiriual, chispeante, y corno estudiaba enormemente, sus
    exámenes fueron siempre aclamados. Jacques le tenía
    gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no
    por manifestaciones externas sino por un  fenómeno
    negativo; jamás lo reprendió. Patricio se entretenía en
    decir négligentemente, delante de mi amigo Valentín
    Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior
    había estudiado hasta tal punto (y le  señalaba medio
    tomo de un enorme tratado de física o matemática).
    Valentín, animado de una emulación digna y de
    un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con
    ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto
    indicado, tragándose un centenar de páginas que
    Patricio no había aún recorrido.
      La muerte de Sorondo fue una pérdida real para el
    país; habríamos tenido en él un hombre de estado,
    liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y
    recto.
    
    
    
                        Capítulo  XVI
    
      Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo
    los tres meses que precedían a los exámenes, en los
    que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto
    bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras
    hundidas en el libro, pizarras llenas de fórrnulas
    algebraicas en los rincones, pequeños Sócrates
    ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de
    la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija.
    Los exámenes eran duros y sabíamos que serían
    tomados por profesores de la úniversidad.
    
      Ahora bien: entre el Colegio y la Universidad
    existía el mismo antagonismo, la misma lucha que
    los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de
    Abelardo, la misma emulación  que  entre  Oxford y
    Carnbridge. Despreciábamos esos petimetres que iban
    paquetes al aula una vez por mes a hacer barullo en
    las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el
    Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos
    alimentábamos de la médula del león del eclecticismo.
    A más, por donde la Universìdad  era capaz de presentar
    un cuadro de aventuras, de diabluras,  como las
    que ilustraban los anales del Colegio? De tiempo en
    tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido
    por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas
    de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse;
    la transformación de una galera profesional en
    acordeón silencioso; etc. Pero acogíamos esa materia
    con la benévola sonrisa de los magos del faraón
    ante los primeros milagros de Moisés. Una cosa
    nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de
    una manera completa y exclusiva. Habríamos dado
    algo por verle renunciar su cátedra da física en la
    Universidad.
    
       En los primeros tiempos quise reaccionar un  tanto
    contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar
    en el Colegio había pasado un año en la Universidad
    intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y
    sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos
    universitarios. Para ingresar en la clase de primer año
    de latín debí rendir un impalpable examen de gramática
    castellana; en el que fui ignominiosamente reprobado
    por la mesa, compuesta de Minos, Eaco y Radamanto,
    bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal.
    Me dieron un trozo de la Eneida, traducción de
    Larsen, para analizar gramaticalmente: era una
    invocación que empezaba por " !Diosa! "!Pronombre
    posesivo!" -dije, y bastó, pórque  con  voz de trueno
    Larsen me gritó: "!Retírate, animal!".
    
      Esto era en diciembre; en marzo arremetí de nuevo
    pasé regular, con recomendación de mayor estudio
    para el año venidero; e ingresé en la famosa clase de
    latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables
    apariciones. Nada más sobérbio que los diálogos que
    se entablaban entre él y Larsen.
      Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano
    sobre el  I, II, IV o VI libro de la Eneida, sobre el
    DeViris o el Epítorne; Pirovano sabía un solo verso
    de memoria, ordenado y traducido, qué amaba con pasión
    y qué lanzaba con voz eufónica cada vez que Larsen
    pulsaba su erudicción:  "!Amor insano Pasiphae!".
    
     De ahí no salía, sino a la calle. Es al doctor Larsen
    a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese
    médico que le honra. Harto de Pirovano y  para verse
    libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el
    exámen de primer año, en el que hubiera quedado
    eternamente; tal era su afición al Nebrija.
    
    
    
                        Capítulo XVII
    
      Conocíamos también en el Colegio la existencia de
    un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar
    Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry,
    a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa,
    sin faltar una sola a esta higiénica costumbre. Los
    combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos,
    ni las pindáricas escenas de la clase de griego,
    de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre
    correntino Fernández, muerto en plena juventud, se
    disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando
    con sin igual entusiasmo los versos de la illiada. En la
    Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo
    de la clase de griego se dividía entre Larsen y
    Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo
    en clase, conseguía armar unos barullos colosales,
    respondiendo imperturbablemente  a las imprecaciones
    de Larsen: "!No soy yo!" Recuerdo que  más tarde,
    cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo
    nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego,
    como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio
    sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen
    profesor que su pronunciación helénica era deplorable;
    que a lo sumo sólo podía compararse al dialecto
    de los porteros de Atenas en tiempos de Pericles.
    Fernández se indignaba, y encarándose con Patricio le
    dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni
    Larsen, ni nadie entendía. La escena concluía siempre
    poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose
    de nuevo con Fernández, qué a todo trance quería saber
    el griego.
    
    
    
                        Capítulo  XVIII
    
      La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar
    del antagonismo entre porteños y provincianos, y
    heme aquí bien lejos de mi objeto.
      El hecho es que el nuevo vicerrector, por una u otra
    razón, decidió gobernar con un partido, sistema como
    cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias
    deplorables.
    
      Creíamos entonces, exageradamente, que todos los
    castigos nos estaban reservados, mientras los
    provincianos (!nosotros éramos del "Estado"' de Buenos
    Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las
    conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los
    dos bandos se sucedían sin interrupcián, hasta que la
    conducta misma de don F. M. justificó la explosión de la
    cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el
    dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que
    aún existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo
    el doctor Aguero, se hacían lecturas morales una vez
    por semana. No fue por cierto el sentimiento religioso
    el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como
    en esos bailes había cena y se bebía no poco vino
    seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada,
    sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era
    no solamente un espectáculo repugnante, sino que
    autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta
    de don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero
    sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor
    duda. El simple hecho del  baile revelaba, por otra
    parte, en aquel hombre una condescendencia criminal,
    tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen
    abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a
    favor de una vigilancia de todos los momentos y de
    una disciplina militar.
    
      A la conspiración vaga sucedió una organización de
    carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era
    muy chico aún y pertenecía a los "abajeños", es decir,
    a los que vivíamos en el piso bajo del Colegio, mientras                    .  .
    el alto era ocupado por los mayores, los "arribeños".
    Nuestros prohombres lo habían organizado todo,
    sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un
    buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de
    ilustrarme ligeramente.
    
      Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza
    especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba,
    le llamaba "Del País", que  era  su  aborrecido
    apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le
    desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas,
    le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería
    mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirpe
    era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez
    levantó el brazo sobre mí, pero vencia su generosidad
    ingénita, y comprendiendo que de un golpe me habría
    suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como
    Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la
    cólera le cegó; me dio a mano abierta un  cogotazo
    que me tendió a lo largo, y antes que hubiera iniciado
    a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo,
    ya Eyzaguirre me habla levantado en sus robustos brazos
    y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la
    cabeza, preguntándome, con voz trémula por la emoción,
    si me había hecho daño.
    
      Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo
    o porque el primer cogotazo habia roto el cómodo
    prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos
    amigos para siempre. Aún hoy es uno de los hombres cuya
    mano estrecho con mayor placer.
    
    
    
                        Capítulo  XIX
                        
    Eyzagirre me había dicho que si sentía algun gran
    ruido de noche, en los claustros de arríba, acometiera
    valerosamente al provinciano que tuviera más próximo
    de mi cama y que lo pusiera fuera de combate.
    Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la
    rapidez en la acción. En fin, después de algunos días
    de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana,
    saltamos  todos  sobre  el lecho, al sacudimiento
    espantoso de una detonación que conmovió las paredes
    del Colegio.
    
     Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar
    bien si era un joven llamado Granillo, de La Rioja,
    o Cossio, de Corrientes, y di y recibí algunos moquetes;
    pero la curiosidad pudo más y todos  corrimos,  casi
    desnudos, a los claustros superiores. Aun había mucho
    humo; las puertas del cuarto del vicerrector habían
    sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas
    Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no
    fue otro que dar un susto de dos yemas  a don F. M.
    Este había hecho una barricada en la puerta.
    
      En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, vi
    a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un
    viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo,
    unida a una cuerda, en la derecha.
      De todos los dormitorios  afluían  estudiantes,
    muchos  de  ellos  armados.  Aquél  iba  a  ser  un
    campo de Agramante; el vicerrector, viéndose rodeado
    de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar,
    abriendo sus vestidos, mostró el pecho desnudo,
    desafiando a la muerte, etc. Los conocedores
    sostuvieron siempre que esa manifestación de valor
    había sido un poco tardía.
    
      Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su
    sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los
    provincianos se preparaban a caer sobre nuestra
    vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres
    compañeros,  cuando  vimos  aparecer  al  venerable
    doctor Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos
    blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron
    los ánimos. Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó
    consigo a don F. M., qus jamás volvió a pisar el suelo
    del Colegio.
    
      El sumario al día siguiente fue terrible; M. Jacques,
    pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales.
    El punto capital era éste: quién había prendido
    fuego a las bombas? La respuesta fue unánime y sincera:
    "no lo sé". Y  era verdad;  por largos años ha
    permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes,
    del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél,
    llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando
    hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio,
    uno de los "grandes" de entonces me hizo la confidencia,
    murmurando a mi oído un  nombre que callo hoy,  no
    porque a mi juicio  pueda  menoscabar  en lo más
    mínimo la relación de esta aventura al que le dio
    acabado fin, sino por un curiosísimo  resto  de aquel
    culto del estudiante de honor por la discreción , el
    secreto. Es pueril, pero lo siento asi.
    
    
    
                        Capítulo  XX
    
      Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los
    domingos a casi todos e interminables horas de encierro
    a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en
    su estado normal, afirmándose deffnitivamente la
    disciplina con el ingreso de don José M. Torres.
    
      El encierro es un recuerdo punzante que no me
    abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped
    frecuente, conocía una por una sus condiciones; sus
    escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel
    olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y
    me acompañaba una semana entera. La puerta daba
    a un descanso de la escalera que se abría frente al
    gimnasio. Era una pieza baja, de boveda: cuatro
    metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto,
    demasiado estrecho pára acostarse y que daba calambres
    en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una
    luz insignificante entraba por una claraboya lateral y
    muy alta, por donde los compañeros solían tirar con
    maestría algunos comestiles con que combatir el
    clásico régimen de pan y agua.
    
      !Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido
    en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo
    dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido
    embriagador de la partida de rescate, en la que yo era
    famoso por mi ligereza; la vela de sebo, mortecina y
    nauseabunda, pegada a la pared, debajo de uns caricatura
    de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo
    de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando
    de labios vírgenes y santos, en el arte cristiano
    primitivo, pero cargada aquí con un distico cojo y
    expresivo;  la enorme hoja de la  puerta, tallada,
    quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como
    un pantalón de marinero; la cerradura, claveteada y
    cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado
    desde la solemne declaración de Corrales sobre la
    ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre
    frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría,
    lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados
    tan pronto como el aire de la libertad entraba en los
    pulmones. 
    
      He conservado toda mi vida un terror instintivo a
    la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un
    secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las
    evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una
    simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y
    Jacques Casanova. No he podido comprender nunca
    el libro de Sergio Pellico, ni creo que el sentimiento
    de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto
    de la razó, basten para determinar esa placidez
    celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría,
    un espíritu contemplativo y una atrofia completa del
    sistema nervioso.
    
    
    
                        Capítulo  XXI
    
    Las autoridades del Colegio habían comenzado a
    preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los
    dormitorios destinados a enfermería, en vista del
    numero de estudiantes, siempre en aumento, que era
    necesario alojar en ella. Una epidemia vaga,
    indefinida, había hecho su  aparición en los claustros.
    Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza,
    acompañado de terribles dolores de estómago. "Vasy-
    voir".
    
      El hecho es que la emfermería era una morada
    deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin
    elevarse a las alturas del "consommé", tenía un cierto
    gustito a carne, absolutamente ausente del líquido
    homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos
    de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre
    todo... !no íbamos a clase!
      La enfermeria era, comó es natural, económicamente
    regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma
    para meditar y traer su nombre a la memoria sin
    conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo,
    su fisonomia, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos.
    Había sido primero sirviente de la despensa, luego
    segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones
    que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero, "Para
    esa plaza se necesitaba un calculador -dice Beaumarchais;
    la obtuvo un bailarín".
    
      Era italiano y su aspecto hacia imposible un cálculo
    aproximativo de su edad.  Podía tener treinta años,
    pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades
    más. Fue siempre para nosotros una grave cuestión
    decir si, era gordo o flaco.
    
      Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo
    que en Arica, duranto un bloqueo, pasamos con Roque
    Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos para
    basar una opinión racional al respecto, con motivo
    de la configuración física del general Buendía. Sáenz
    Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera
    sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco,
    extremadamente flaco. Le veíamos  todos los días,
    le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por
    conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero,
    lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha
    forzada que venía a su memoria, que había sufrido
    mucho a causa de su corpulencia. !Sáenz Peña me
    miraba triunfante! Pero al día siguiente, con motivo
    de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía
    presente que su caballo, con tan "poco peso" encima,
    le habia permitido preceder las primeras filas.
    
    A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que
    sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente.
    No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento
    emplear. Pesar a Buendía?  Medirle? No lo hubiera
    consentido. Consultar a su sastre? No le tenía en
    Arica. Aquello se convertla en una pesadilla
    constante; ambos veíamos en sueños al general. Roque,
    que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un
    hacha para ensanchar una puerta por la que no podía
    penetrar Buendía.  Yo veía floretes pasearse por  el
    cuarto, en las horas calladas de la noche, y observaba
    que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía.
    No encontrábamos compromiso ni "modus vivendi" aceptable.
    Reconocer que aquel hombre era "regular" habria
    sido una cobardía moral, una débil manera  de
    cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a
    mí, la humillación de mis pretensiones de hombre
    observador me hacía sufrir en extremo. Cómo podría
    escudriñar moralmente a un individuo, si no era capaz
    de clasificarle como volumen positivo? Al fin, un rayo
    de luz hirió mis ojos a la reminiscencia inconsiente
    del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria.
    Vi marchar de perfil a Buendía, y ahogando un
    grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz
    Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso
    y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema.
    Medio sofocado, grité desde la puerta: "!Roque!...
    !Encontré! -Qué? -Buendía...--!Acaba! -!Es flaco y
    barrigón!"
    
    No añadiré una palabra más; si algunos de los que
    estas líneas lean han observado un hombre de esas
    condiciones habrá sin duda sentido las mismas
    vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha
    encontrado la clave del secreto, que le abandono
    generosamente.
    
    
    
                        Capítulo  XXII
    
      Nuestro enfermero tenía era  peculiarísima condición.
    Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable
    que nos traía a la idea la confusa  entremezclada
    vegetación de los bosques primitivos del Paraguay,
    de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y
    deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos,
    como suele entreverse el vago fondo del mar cuando una
    ola violenta absorbe en un instante  un enorme caudal
    de agua para levantarlo en el espacio.
    
    Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con
    las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido
    afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un
    ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás
    conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una
    barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos traía a
    la memoria un ombú frondoso. El cuerpo, como he dicho,
    era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión
    hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir
    sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la
    previsión materna que le había dotado de dos andenes
    de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a
    no dudarlo, consumía un cuero de vaqueta entero.
    Un día nos confió, en un momento de abandono,
    que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que
    obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los
    precios corrientes.
    
      Debía haber servido en la legión italiana durante el
    sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con
    algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque
    en la época en que fue portero, cuando le tocaba
    despertar a domicilio, por algún corte inesperado de
    la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros
    cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de
    una diana militar, este verso ( ! ) que tengo grabado
    en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación
    especial:
    
                 Levátntasi, muchachi,
                 que la cuatro sun
                 e lo federali
                 sun vení o Cordún.
    
    Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto
    del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le
    puso a una pulgada de la puerta de la calle. Sin
    embargo, en la enfermerfa, cuando entraba por la mañana
    o al participar; en la comida, del vino que había
    comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre
    entre dientes: "Levántesi, machachi", etc. Cuando le
    retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio,
    le decía que era un animal, lo que ocurría con
    regularidad y justicia todos los días, su único consuelo
    era, así que la borrasca se aumentaba bajo la forma
    del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente
    estribillo.
    
      Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un
    espécimen más completo que nuestro enfermero. Su
    escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia
    del doctor, a quien había tomado un miedo feroz
    y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos
    de confidencia. Cuando el médico le indicaba un
    tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en
    silencio y se daba por enterado. Un dia había caido en
    el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de
    un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la
    rodilla. El doctor Quinche recetó un jarabe que debía
    tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla.
    Una hora después de su partida oímos un grito
    en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero
    había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz,
    después de haberle friccionado cuidadosamente
    la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la
    mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró
    al día siguiente que uno de los dos, el enfermero
    o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en
    la enfermería, y como el hilo se "curta" por lo más
    delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo
    confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino,
    aunque consolado un tanto de que sus funciones se
    limitaran siempre a suministrar drogas: fue sirviente
    de comedor.
    
      Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto
    una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El
    vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la
    epidemia vaga de que he hablado, celebró una Consulta
    médica con el doctor, y ambos de acuerdo establecieron
    como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de
    una vigilancia extrema para evitar el contrabando.
    A Ias veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados
    y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente extirpado
    que no volvimos a visitar la enfermeía en mucho tiempo.
    
    
    
    
                        Capítulo XXIII
        
       Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció
    que en breve empezaría a funcionar la clase de 
    literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre 
    de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían
    preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía 
    imposible que al año de curso no nos encontráramos en
    estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con
    muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas
    todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces
    había yo comenzado a borronear papel y a más de
    dos  cretinismos juveniles  que  mis  parientes de la
    Tribuna publicaron con sendas laudatorias, tenía 
    casi concluida una novela que pasaba en una estancla 
    durante las vacaciones y cuyo héroe principal era un
    gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después,
    bajo un seudónimo, como si temiera comprometer mi 
    gravedad en tales ligerezas.
    
      Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo 
    Lamarque, que me Ilevaba dos ventajas insuperables:
    hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados
    juntos en clase, nos dirigíamos frecuentes cartas, las
    mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente
    rimadas. Lamarque versificaba con suma facilidad.
    Recuerdo que una vez que debíamos bacer una composición 
    en clase sobre El sueño de Anibal, Lamarque,
    el único, presentó la suya en verso. Para mí fue una
    obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros
    versos. Empezaba así:
    
          Despierta, Anibal, del letargo horrendo,
          que aquí te tiene encadenado, y vuela
          a vengar a Duålio...
    
      Lamarque me enloquecía pintándome en verso, prosa
    y narraciones orales, los primores maravillosos del
    Orphée aux Enfers, que se daba entonces por primera
    vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje
    de la Opinion Publique tomaba siete octavas partes
    de la narración, destinadas a pintar precisamente lo
    que no cubria. Diana, Venus; la opulenta Juno, 
    completaban el cuadro: No tenía la menor noción de esas
    grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también
    de ese espectáculosoberano me impedía estudiar, apartar
    un instante mi pensamiento de todo ese Olimpo adorable. 
    Así un día que  Gigena nos dio por  tema de
    disertación escrita este cuadro de Suetonio: Nerón,
    desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas,
    la Lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas,
    contempla el incendio de Roma, no sé qué pasó por
    mí. Me olvidé que el objeto primordial retórico, obligado,
    era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en 
    nombre de la moral máa elemental y concluir por
    una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese
    ejemplo abominable a los reyes todos de la  tierra.
    
    "Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C. 
    Varela, y debuté por la pintura de un incendio 
    durante la noche. En vez de hablar de las madres, 
    niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar
    gravemente los capitales perdidos y las obras de
    arte destruidas, no veía sino las llamas colosales 
    jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado
    por el resplandor, el rugido da las hogueras, la
    muchedumbre humana en convulsión. !Y allá en la altura, 
    Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como
    un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras 
    mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza 
    con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos 
    y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca!...
    Insensiblemente pasé los limites verdosos de la 
    ilusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, 
    alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier
    habrían sido cartas de Chésterfield al lado de mi 
    composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la 
    lectura a la mitad a pesar de las protestas de los 
    compañeros, que viendo aquel "boccato"  qurian gozarlo
    integro.
    
      Por lo demás, forzoso me es declarar  que aquella
    clase de literatura tuvo efectos funestos sobre 
    nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya impresión
    nos tomaba noches enteras, en las que yo escribía
    articulos literarios donde hablaba del "festín de las 
    brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en 
    los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros 
    publicaban versos.  Esos diarios hicieron allí el  mismo
    efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la 
    armonia y la paz, agitaron y agriaron los ánimos, y más
    de un ojo debió el oscuro ribete con que  apareció
    adornada a las polémicas vehemente sostenidas por la
    "prensa". Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro
    hoy si mi adversario sufrió; pero si recuerdo que, 
    aunque  el honor quedó en salvo, salí de la arena  mal
    acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma
    nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su 
    posición normal.
    
      Un joven romano habría jurado no ocuparse más de
    prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y
    los instintos quedan. !Oh! ;Qué himnos cantara hoy al
    periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera 
    costado!...
    
    
    
                         Capítulo  XXIV
    
      Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo,
    Como considerábamos legítimamente el punto que hasta
    hace poco tiempo fue conocido con el nombre de
    "Chacarita de los Colegiales" y que mas tarde, al
    acceder el último término de su denominaclón, debía 
    adquirir tanta fama por los acontecimientos de junio de
    1880.
    
      Pocos puntos hay más agradables en los alrededores
    de Buenos Aires. Situado sobre una altura,  a igual
    distancia de Flores, Belgrano y la Capital, el viejo 
    edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero
    grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje 
    delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del 
    terreno dan un carácter no común en las campiñas 
    próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como 
    feudo señorial no sólo los terrenos que aún hoy 
    pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron 
    destinados al cementerio tan rápidamente  poblado. Asi,
    nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por
    cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones,
    organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad
    juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la 
    inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con
    todos los vecinos, sin contar al famoso proceso con la
    Municipalidad de Belgrano, especie de Jarndyce versus 
    Jorndyce (* Dickens, Black house" ) del que habiamos 
    oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se 
    perdfá en la noche de los tiempos, proceso cuyos 
    antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos 
    impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio 
    de Belgrano era representado por una compañia de ladrones, 
    neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía 
    para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.
    
      Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de 
    Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros
    de la partida de policía, viendo la traza arcaica de
    nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos,
    por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas 
    de leña o sacar agua), abandonaban el noble
    juego de la taba  en que estaban absorbidos, y 
    cabalgando a su vez emprendían animosos nuestra 
    persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo,
    lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones
    de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente
    por una metódica  y  razonada  división  del  trabajo,
    "avant-gout" de nuestros estudios económicos del 
    futuro. La diretción del cuadrúpedo estaba entera y 
    absolutamente confiada al que iba adelante. tarea grave
    y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas
    de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino
    por la preocupación incesante del jinete para evitar la
    probable operación de la talla, practicada inconscientemente
    por la cruz  pelada y  puntiaguda,  a  favor del
    convulsivo movimiento de una manquera tradicional.
    
    El ciudadano colegial que ocupaba el anca desempeñaba
    las funciones de foguista: él debía suministrar
    con medios a su arbitrio los elementos necesarios para
    producir el movimiento. Por  lo demás, se  procedía
    siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la
    estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque
    firme, apoyado por el talón incansable, producía el
    trote; si el compañero de adelante podía distraerse
    hasta el punto de menear el talón a su vez, se obtenía
    un simulacro de galopito expirante, y por fin el máximun,
    esto es, un galope normál, de tres cuadras exactas de 
    duración, se alcanzaba por la hábil combinación
    del rebenque, Cuatro talones y una pequeña picana,
    dirigida con frecuencia hacia aquellós puntos que el
    animal, en su inocencia, había dado muestras de 
    considerar como los más sensibles de su individuo.
    
      Se me dirá, tal vez, que, con semejantes elementos
    era una verdadera insensatez arrostrar las iras 
    policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando 
    se sepa que los medios de locomoción de nuestros 
    adversarios eran de una fuerza análoga a aquellos de que
    disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido
    confuso da latas y denuestos tras de nosotros; 
    silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego
    a mós de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones,
    aspirábamós a llegar, a los terrenos ya casi neutrales
    del otro lado del Circo; en general, según cálculo 
    hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes
    de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable
    miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía no
    conseguía poner en pie su cabalgadura sino después
    de de media hora de exhortaciones  expresivas.
     
    Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y 
    alambrados, habíamos vencido; porque, echando pie a 
    tierra, abandonábamos la bestia, que partía con 
    increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras 
    nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por 
    medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas 
    efímeras de la caballería enemiga. Cuandn una hora más 
    tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro 
    castillo y presentar sus quejas a las autoridades del 
    Colegio, ya éstas habian sido informadas por nosotros 
    de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se 
    habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. 
    El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un
    carácter feroz.
    
    
    
                        Capítulo  XXV
    
      Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo.
    Nos levantábamos al  alba; la mañana  inundada  de
    sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los 
    arboles frescos y contentos, el espacio abierto a todos
    los rumbos, nos hacían recordar con horror las negras
    madrugadas del Colegio, el frío mortal· de los claustros
    sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio.
    
    En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural;
    podíamos leer novelas libremente, dormir siesta, salir
    en busca de "camuatis" y, sobre todo, organizar con
    una estrategia científica las expediciones contra los
    "vascos".
    
      Los "vascos" eran nuestros vecinos hacia el norte,
    precisamente en la dirección en que los dominios 
    colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones
    respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua
    y de bordes cubiertos de una espesa  planta,  baja  y
    bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de
    media cuadra de ancho, pintorescamente manchado
    por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá,
    el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el
    Edén, !la tierra prometida! !Allí, en pasmosa  
    abundancia, crecian las sandías, robustas,  enormes,  
    cuyo solo aspecto apartaba la idea de la "caladura" 
    previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como
    el lacre, el "cucúrbita citrullus" famoso, cuya 
    reputación ha persistido en el tiempo y en el espacio; 
    allí doraba el sol esos melones de origen exótico, 
    redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, 
    los melones exquisitos, de suave pasta perfumada  de 
    exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! 
    
    No tenían rivales en la comarca, y es de esperar que 
    nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las 
    excursiones a otras chacras nos habían siempre producido
    desengaños; la nostalgia de la fruta de los "vascos" nos
    perseguía en todo momento y jamás vibró en oido 
    humano, en sentido menos figurado, el famoso verso 
    de Garcilaso de la Vega.
    
      Pero debo confesar que los "vascos" no eran lo que
    en lenguaje del mundo se llama personajes de trato
    agradable. Robustos los tres, ágiles y vigorosos y de
    una musculatura capaz de ablandar el coraje más 
    probado, eternamente armados con sus horquillas de 
    lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en
    cada movimiento  de  sus  brazos  ciclópeos,  aquellos
    hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad
    suprema: !amaban sus sandías, adoraban sus melones !
    Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido
    hacer con éxito una "razzia" en el cercado ajeno, cuando 
    un dia. . .
    
      Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía la
    tierra sedienta e inflamada, cuando saltando 
    subrepticiamente por una  ventana  del  dormitorio  donde
    más tarde debía alojarse el 14 de caballería de línea,
    nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia
    la región feliz de las frescas sandías. Llegados al
    foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido,
    allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente
    de campaña no descubierto aún por el enemigo.
    Lanzamos una mirada investigadora; !ni un vasco en
    el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se dirigía
    a la izquierda, donde florecía el "cantaloup", dos nos
    inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por
    el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos
    enormes sandías que en la pasada visita habíamos 
    resuelto dejar madurar algunos dias aún.  La mía era
    inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles
    delicias.
    
      Cargué con ella, y cuando bajé los ojos para buscar
    otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno...
    un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de 
    Telémaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó 
    mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la 
    izquierda, representada por el compañero  de  los  
    melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás 
    de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi
    dirección, mientras otro pone la proa sobre mi 
    compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo
    solo  aspecto  comunica la  ingrata  impresión de 
    encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre 
    dos puntas aceradas que penetran...
    
      !Cómo  corría, abrazado  tenazmente  a  mi sandía!
    !Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que
    me abandonó en el momento terrible, quedando como
    trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo, !cuán
    veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle
    de herrería creía sentir rozarme los cabellos! 
    Volábamos sobre la alfalfa; !qué larga es media cuadra!
     Un momento cruzó mi espíritu la idea de abandonar
    mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos
    Clásicos me autorizaban;  pensé en Medea, en Atalanta,
    pensé en los jefes de caballeria que regaban el 
    camino de la "retirada" con las prendas de su apero;
    pensé... !No! !Era una ignominia! Llegar al dormitorio
    y decir: "!Me ha corrido el vasco y me ha quitado
    la sandía!" !Jamás! Era mi escudo lacedemonio: !vuelve
    con él o sobre él!
    
      Instintivamente había tomado la dirección del vado;
    pero el vasco de mi compañero, por medio de una 
    diagonal habría llegado antes que yo, y debo declarar
    que, a pesar de la persecutción personal del mío, los
    tres vascos me eran igualmente antipáticos. !Marché
    de cara al sol!, como el Byron de Nuñez de Arce. Mi
    agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias
    del rescate,  había  brillado en  aquella  ocasión;  así,
    cincuenta pasos antes de llegar al foso mi partido estaba
    tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la libreza-
    y salté... Una desagradable impresión de espinas
    me reveló que había saltado  el  obstáculo;  pero !oh
    dolor!, en el trayecto se me había caido la sandía, que
    yacia entre las aguas cenagosas del foso.
    
      Me detuve y observé a mi vasco: daría el salto? Lo
    deseaba, en la seguridad que iría a hacer compañia
    a la sandía. Pero  aquel  hombre  terrible  meditó, y
    plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su
    tridente, empezó a injuriarme de una manera que 
    revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a
    mi memoria si mi actitud en aquellas  circunstancias
    fue digna; solo recuerdo que en el momento en que
    tomaba un cascote, sin duda para darle un destino
    contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a
    mis dos compañeros correr en dirección a "las casas"
    y al vasco de los melones despuntar por el vado y 
    dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero
    seguro ya del triunfo...
    
      Eran las tres y media de la tarde, y el sol de enero
    partía la tierra sedienta e inflamada cuando con la
    cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las 
    manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos
    por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama,
    y mientras el cuerpo reposaba con delicia reflexioné
    profundamente en la velocidad inicial que se adquiere
    cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, 
    armado de una horquilla.
    
    
    
                    Capítulo XXVI
    
      Viene   mi memoria, envuelto entre los recuerdos
    de la Chacarita, el  de uno de mis condiscípulos, tipo
    curiosísimo que en aquellos tiempos felices, ignorantes
    aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría
    el  mundo, clasificábamos  alternativamente con los
    nombres de "el loco Larrea" o "el loro Larrea". Queda
    entendido que he alterado su verdadero apellido, pues
    ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le sería
    grafo  figurar en estas páginas, a la manera de un
    coleóptero de  museo. Era  riojano; aunque de  gran
    estatura, su cuerpo, sea por falta do armonia ingéanita,
    sea por el corte de sus jaquets amplios, sin la menor
    curva en la espalda, presentaba una linea recta geométrica
    desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía
    un conjunto tan desgraciado como insípido. 
    
     La cara de Larrea era una obra maestra. En primer lugar,
    aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante
    lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero
    eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía
    de Larrea  sin  el  arco  verdoso  que  coronaba su
    frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del
    pelo y del cutis libre. Era un depilatorio espeso, de
    insoportable  olor, que Larrea se aplicaba con una
    constancia benedictina todas las noches, a fin de evitar
    los avances capilares de que he hecho mención. Pero
    Larrea sostenía  que  esa  pasta  era  completamete 
    ineficaz, a lo que alguno de los compañeros replicaba que
    era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de
    calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer
    el  ligerisimo  "duvet"  del  brazo  de  las  damas,
    según cantaba el prospecto. Se echa acaso abajo un
    bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los
    trigales?  La nariz de Larrea presentaba esa forma
    arquitectónica  que  la  envidia  humana ha clasificado
    de "ñata"; más abajo, de  Este  a  Oeste, abarcando
    los límites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea,
    siempre entreabierta, sin duda para dar ventilacián a
    sus dientes como teclas de piano viejo, en color y 
    dimensión.
    
      Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo
    motivo, lo que le había valido el ya mencionado 
    calificativo de "loro". Pero cuanão llegó a la Chacarita
    notamos alarmados, que  aquelIa facundia  inagotable
    había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los
    juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo
    el día tendido en su cama, en la que nos parecia oir
    durante la noche suspiros enormes como resoplidos de
    buey.
    
      !Larrea amaba! Una tarde me confió que había 
    entregado su corazón a una beldad cruel que no quería
    apercibirse del fuego que le consumía. Me pidió
    que no me burlara de él, porque era un asunto serio,
    que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado
    por mi cara de confidente de tragedia, de aquellos
    únicamente admitidos en la escena para dar la réplica
    corta y hábil que motiva una nueva tirada del
    héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. Por fin, 
    supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de
    una "modesta" familia que habitaba a veinte Cuadras
    de la Chacarita. !Ya lo creo! Era una Chinita deliciosa
    de dieciocho años, de carita fresca y  morena, de grandes
    ojos negros como  el pelo,  sin  más  defecto  que
    aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el
    rasgo distintivo de nuestra raza  indígena. Todos la
    conocíamos, y más de uno hacía  frecuentcs pasadas
    a pie y a caballo, por delante de aquel rancho, 
    alentado por locas esperanzas.
    
      Animé  a Larrea  cuanto pude, le  di mis  consejos
    (porque  los  porteños  éramos  "censés"  ser tenorios
    consumados), y, por fin me anunció un día que había
    hecho relación con la familia y que habí~n organizado,
    de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile
    al que debiamos concurrir siete u ocho de nosotros,
    siempre  que  nos  hiciéramos  preceder por algunas 
    libras de yerba y azucar, algunas botellas de cerveza
    y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de
    los convidados y me pedía los acompañara al sitio de
    la fiesta, donde él se encontraría desde la primera
    hora.
    
      Como se comprende, era necesario escaparse.
      Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato
    a una partida semejante, avisé también al cojo Videla,
    uno de los muchachos más buenos y traviesos que he
    conocido, y -como habíamos tenido tiempo de 
    prepararnos- el sábado, a las nueve de la noche, 
    dejando cada uno en la cama respeetiva (felizmente no 
    estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una
    peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha,
    a través de los potreros, llenos de un loco entsiasmo
    y forjando conquistas a millares.
    
    
      
                        Capítulo  XXVII
    
    Larrea estaba ya allí. Ebrio de gozo, radiante dentro 
    de su jaquet rectilineo, había tomado la dirección de 
    la fiesta y  servía de bastonero con toda gravedad.
    Fuimos introducidos, agasajados, y pronto, al compás
    de la orquesta, limitada a una guitarra y un acordeón
    (los esfuerzos  para obtener  un  órgano  habían  sido
    vanos), nos hundimos en un océano de valses, polkas
    y mazurkas, pues las damas se negaban a una segunda
    edición de la primera cuadrilla, que a la verdad 
    había permitido al cojo Videla desplegar cualidades 
    coreográficas desconocidas y que después supimos 
    habían sido inspiradas por una representación de Orfeo
    con que se había regalado en una noche de escapada.
    
      Después de cada pieza obsequiábamos naturalmente
    a las damas con un vaso de cerveza, acompañdndolas
    con una frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea
    irradiaba de contento; había recitado sus versos, 
    prometido otros y nos dejaba entrever que una cita 
    flotaba en lo posible. Un gaucho viejo (!lo veo aún!),
    con una larga barba canosa, el sombrero en una mano
    y  un  vaso  de cerveza en la otra, gozaba como un
    bienaventurado desde la puerta donde se apoyaba. De
    tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals o
    una polka y que, obedeciendo a las necesidades de
    la armonía, llevábamos oprimidas a las compañeras,
    oíamos la voz alegre del viejo que repetia varias 
    veces:
    
      -! Que sa vea luz, caballeros!
    
      La fiesta estaba en su apogeo y el italiano del 
    acordeón, despreciando profundamente a su acompañante
    de la guitarra, hacía maravillas  de ejecución,  bajo
    ritmos caprichosos y excéntricos que llegaban vagamente
    a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos
    al  compás de una música interior, cuando, después 
    de  haber  oído  el galope  de un caballo, vimos
    aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita
    en la puerta del rancho, con la fisonomía pálida que
    debía tener Daniel  al  entrar  de una manera tan 
    intempestiva en  la  sala  del  festín  de Baltasar.
      -!Muchachos, los han pillado! El celador me  ha
    dicho que los busque, y que si dentro de media hora
    no  están  en  el  dormitorio va a dar cuenta al 
    vicerrector.
    
      Todo esto, entrecortado por la fatigosa respiración.
    El buen compañero había robado uno de  los  caballos
    del quintero,  y por hacernos  un  servicio se  había
    puesto en camino por entre barriales espantosos, pues
    los últimos días había llovido copiosamente. No había
    tiempo que perder y era necesario ponernos en marcha
    sin demora. El viejo nos ofreció su caballo, cuyas
    formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis
    horas por lo menos, se lo aceptamos agradecidos y
    tratarnos de organizar la partida. Eramos siete en 
    todo; dos treparon en las ancas del compañero que nos
    había traído el aviso, después de darle tiempo a que
    absorbiera una botella de cerveza íntegra, y los otros
    cuatro  procuramos  arreglarnos sobre  el caballo  del
    viejo,  que a  todo  trance  pedía  luz, como Goethe 
    moribundo. Larrea, por darse tono delante de la chinita
    y sosteniendo que conocía  una  senda por donde  nos
    llevaría sin embarrarnos, tomó la direeción, colocándose
    gravemente en la cruz. Detrás de él, un condiscipulo  
    sumamente  grueso,  en seguida  Eyzaguirre,  y
    allá, al fondo, en el remoto extremo, precisamente en
    aquel plano inclinado que parece una invitación a 
    resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre como
    un mono a una reja.
    
      Cuando emprendimos la marcha, el dueño de casa,
    la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo,
    hasta  el  italiano  del  acordeón,  reían a carcajadas.
    Contestamos alegrérnente, y fue en este momento que
    hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me
    alarmaron: !aquel caballo no tenía anca, sino un 
    techo de media  agua por lomo,  de filoso mojinete, y
    Larrea poseía una "mona" gigantesca!
    
    
    
                        Capítulo XXVIII
    
    La noche era oscura y amenazaba llover; encandilados
    aún, no sabíamos  dónde estábamos ni qué dirección
    habíamos  tomado.  Si  nuestro  raciocinio  no  
    hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad
    impasible con que Larrea dirigía a la bestia nos 
    habría estremecido. Se me había  encargado  castigar,
    pues  según las tradiciones recibidas el foguista era
    siempre el del anca; hice presente que no habia 
    sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el
    aire, y propuse nos limitáramos, en las circunstancias,
    al sistema del talón,
    
      Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en
    las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin 
    descanso: aquel animal tenía en la punta de la cola algo
    que me atraía. En mi desesperación me aferraba a 
    Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía 
    limitarme a agarrarle de la ropa, no encontrando 
    plausible; como me lo declaró terminanteYnente, que mis
    dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la
    parte carnosa que la naturaleza había previsoramente
    superpuesto a sus costillas. El compañero gordo bufaba,
    oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y éste, sin cesar
    de hablar protestando que nadie conocía el camino
    como él, aventuraba una que otra queja sobre la 
    osteología de aquel animal.
    
      No veiamos a dos  dedos  de  distancia, y los 
    compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda
    por la sencilla razón de haber tomado el buen camino.
    Habíamos conseguido -!el cielo sabe a costa de qué
    esfuerzos y sufrimientos!- hacer tomar  el trote a
    nuestra montura, cuando de  pronto me sentí en  el
    suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un
    choque se había producido y jinetes y caballo habían
    venido por tierra. "!No es nada; es un alambrado!"
      Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos
    invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente al
    pobre conductor, que nos anunció estar "ahora" 
    seguro del camino y, un tanto mohinos y maltrechos
    emprendimos de nuevo la marcha.
    
      No habíamos andado media cuadra cuando un grito
    sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba
    literalmente  a "babucha"  de  Eyzaguirre,  quien
    a su vez aplastaba al gordo, que, entre gemidos, 
    estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se
    debatía en el barro y que un ligero examen posterior
    raveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos caído en una
    zanja; el caballo, perdiendo pie, se fue de boca. 
    Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del
    canal de una  "arbaléte",  el gordo  siguió la  ley de 
    la atracción y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso,
    me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos
    dos pies de barro; cuando salí y Eyzaguirre y el
    gordo se pusieron de pie, nos precipitamos todos a
    sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones
    de continuidad de su cara estaban revocadas por un
    lodo espero y negro. Fue necesario sacudirle, lavarle
    el rostro con la última botella da cervaza que el 
    gordo no había soltado en la catástrofe y sacarle el 
    jaquet rectilíneo, que pesaba dos arrobas.
    
      Entonces enprendimos a tanteo, a pie y en el horror
    de la profunda noche,  aquella  marcha  legendaria
    e inaudita, en la que las zanjas eran endriagos, las
    tunas vestiglos, y los ruidos de los insectos nocturnos,
    coros de Corríganos y Kobolds. Puk andaba por allí;
    nos parecía oir su risa silenciosa entre las brumas,
    eonfundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspié
    de la errante caravana...  El caballo habia quedado
    en la zanja  para  siempre. !Adios las largas y 
    melancólicas estadas en el palenque de la pulperia! 
    !Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño 
    oscilaba como un péndulo sobre el recado! Una ligera
    perturbación en la línea del pescuezo le había hecho
    encontrar el reposo eterno: !Sea leve su recuerdo a
    la conciencia de Larrea!
    
      Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto
    de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, 
    el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea, 
    penetramos en nuestros  cuartos  y  nos ayudamos 
    fraternamente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de
    Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió
    al empuje colectivo y es fama que diez horas máa tarde
    solamente soltó a su presa, vencida por la operación
    cesárea.
    

    
                       Capítulo XXIX
    
      Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos
    vienen, me detengo en uno que ha quedado presente
    en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero
    al  famoso 22  de abril de  1883, en que  "crudos"  y
    "cocidos" estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad;
    los cocidos por la causa que los crudos hicieron
    triunfar en 1880, y recíprocamente. Yo era crudo y crudo
    "enragé". Primero porque mis parientes, los Varela,
    uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano
    mayor, tenían esa opinión, según leía, de tiempo en
    tiempo, en la tribuna, y en segundo lugar porque la
    mayor parte de los provincianos eran cocidos. Queda
    entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de
    mi manera de pensar, pero como había que sostener
    mis opinionas a moquetes más de una vez, la convicción
    había concluido por arraigarse en mi espíritu.
    
      El dia citado había una exitación fabulosa en el
    Colegio; después de muchas tentativas infructuosas,
    conseguimos escaparnos dos o tres y nos instalamos
    en la calle Moreno. Fue allí donde presencié por 
    primera vez en mi vida un combate armado entre dos
    hombres, que me hizo el mismo efecto que más tarde
    sentí en una corrida de toros, de la que salió mal herido
    el primer espada. Los dos combatientes eran hombres
    del pueblo y  estaban  armados, uno  de  una daga
    formidable,  mientras  el otro manejaba con suma 
    habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos
    ver: tal era el movimiento vertiginoso que le imprimía.
    Mi  primera intención  fue  huir,  pero tuve  verguenza, 
    porque    uno   de    mis  compañeros   que  tenía
    fama de bravo en el Colegio se había acercado, por
    el contrario, para  presenciar  más  cómodamente la 
    lucha. Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de
    la fuerza y el hombre de la daga, dando un grito 
    desgarrador, cayó al suelo con el vientre abierto de un
    enorme tajo. El  heridor  huyó; yo debía estar muy 
    pálido porque recuerdo que durante un mes el grito del
    caído vibró en mi oído.
    
      Pronto nos mezclamos con unos hombres que traían
    un pañuelo al cuello y que habían  desalojado  a un
    pequeño grupo de "cocidos" que estaba cerca de la
    confitería del Gallo. Pero el rumor de lo que pasaba
    dentro nos hacía arder por penetrar en el recinto de
    la Legislatura. !Imposible!
    
      Entonces de común acuerdo y comprendiendo que
    era allí donde se desenvolvían las escenas más 
    interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar
    a la Legislatura por las azoteas. Lo hicimos, y a favor
    del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos
    el techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el
    patio de la Legislatura.
    
      Al primero que vi fue a Horacio Varela, tranquilo,
    sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me 
    conoció, me pidió que fuera inmediatamente a su casa 
    a avisar a la familia que no volvería hasta tarde, que
    no temieran, etcétera. "Pero no puedo salir, Horacio,
    no me dejan". La verdad era que había trabajado
    tanto por llegar a mi punto de observación y esperaba
    que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables, 
    que  lanzaba  ese  pretexto,  harto  plausible,  para 
    quedarme allí. "Un estudiante a quien no dejan
    salir, !pobrecito! ~Entonces ustedes ya no saben 
    escaparse?" Yo habría podido contestar que lo hacía con
    una frecuencia que me ponía a cubierto de semejante
    reproche, pero preferí la acción y desaparecí. Me 
    escapé con éxito, corri a casa de Horacio, tranquilicé a
    la familia, volví al Colegio y,  jadeante,  extenuado,
    ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde
    di cuenta a Horacio de mi comisión. En ese momento
    un gran número de diputados salieron al patio; muchos
    abrazaban a un hombre calvo, de muy buena
    cara, con una gran barba negra, el cual después supe
    habla sido miembro informante, desplegando una 
    serenidad de ánimo admirable. Era el doctor don 
    Manuel  Aráuz.
    
    Cúando leo en la historia la narración del entusiasmo 
    ardiente de los  estudiantes de la Politécnica y la
    Normal, en 1815 y 1830; el arranque impetuoso de los
    estudiantes españoles en la guerra de la Independencia,
    abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, 
    a don Juan Porlier, al cura Merino; el heroismo
    de los jóvenes alemanes en 1813 y 1814, brotando de
    los subterraneos de la "Tugendbund" para caer en
    los campos de Leipzig; de la muerte gloriosa de 
    Koerner; cuando leo esos rasgos, me los explico 
    perfectamente. Hay en los claustros un ansia de acción 
    indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la
    sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con 
    grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la 
    libertad.
    
      También nosotros formamos parte de las gloriosas
    filas del batallón Belgrano, que fue a ofrecer su 
    sangre y a pedir un puesto en la vanguardia del general
    Mitre, al estallar la guerra del Paraguay. Yo fui 
    soldado del doctor don Miguel Villegas; era cuanto 
    podía exigirse de mi patriotismo: servir a las órdenes
    de un profesor de la Universfdad, que enseñaba 
    filosofía por Balmes  y Gérusez.
    
    
    
                        capitulo XXX
    
    Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha
    hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida
    triste y monótona que llevo. Pero al concluir me 
    vienen al espíritu los últimos tiempos pasados en la 
    prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba
    a cantar en el alma y se abría para nosotros de una
    manera instintiva un mundo vago, desconocido, del
    que no nos dabamos cuenta exacta, pero que nos atraía
    secretamente. No nos lo  confesábamos  al  principio
    unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas 
    disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia, 
    de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes,
    nos inclinaba a un escepticismo amargo y sarcástico ante 
    el cual no  había  nada sagrado. Eramos  ateos
    en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las
    ideas de Hobbes. Las prácticas religiosas del Colegio
    no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia; 
    las aceptábamos con suprema indiferencia.
    
      En una confesión general,  sin  embargo,  tuve  la
    veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesionario,
    dije abiertamente al sacerdote que estaba tras la reja
    que no creia una sola palabra de esas cosas y que,
    por lo tanto, era su deber no obligarme a mentir. El
    confesor dio cuenta inmediatamente; fuí llamado, 
    insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia
    pasar en el encierro los tres días de comilonas y huelga 
    que sucedian a la comunión.
    
      Al año siguiente mis  ideas se habían hecho  más
    prácticas; nos reunimos unos cuantos y confecionamos
    una  lista  de  pecados  abominables, estupendos, en
    que figuraba todo el repertorio de un libro de examen
    de conciencia que nos habían dado para prepararnos.
    Nos dieron penitencias atroces, como ser levantarnos
    a medianoehe en invierno y salir desnudos al claustro,
    arrodillarnos  sobre  las losas y rezar  una hora;
    esto durante tres meses. A buen seguro que, en caso
    de obediencia, la pulmonía habrfa dado bien pronto
    cuenta de nosotros. Pero aquí quiero hacer una 
    declaración sincera que pinta bien esos escepticismos
    primaverales. Llegado el día de la comunión, que se
    hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado
    a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a 
    esperar mi turno.
    
      Un resto de altivez intelectual, una reacción violenta
    dentro de mi mismo me hizo considerar una repugnante 
    apostasía de mis ideas y una burla indigna de  la 
    religión hacer aquello. Así, cuando el sacerdote
    se inclinó sobre mi, le miré bien en los ojos y le dije
    quedo: "Paso, padre". Hizo un ligero movimiento de
    sorpresa; pero cuando se reincorporó, yo ya me había
    dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo
    en la boca, como si realmente hubiera recibido la
    hostia. No me delató.
    
    
    
                        Capítulo XXXI
    
      Pero la juventud venía y con ella todas las 
    aspiraciones indefinibles. La música me cautivaba 
    profundamente. Recuerdo las largas tardes pasadas mirando
    tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban
    a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro
    Quiroga tocar en la guitarra las vidalitas del interior,
    los  tristes y monótonos cantos de la campaña y las
    pocas piezas de música culta que conocía. Aún hoy me
    pasa algo curioso que en ciertos momentos me lleva
    irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde, 
    Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una 
    marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y
    cariñoso al oido, Yo  me había colocado en el borde de
    la ventana, aprovechando la última luz del día para
    continuar la lectura de la  Conquista de Granada, de
    Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese
    instante al momento en que Boabdil se despide con
    Ios ojos arrasados en láågrimas, desde lo alto de una
    colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles y las
    fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que
    la musica que llegaba a mis oídos era la voz misma
    del  infortunado monarca y di  a aquella  melodía 
    sollozante el nombre de  El adiós del rey moro, que 
    Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez
    que en un libro encuentro una referencfa al mísero
    fin de la dominación árabe en España, los acordes de
    la marcha pesarosa cantan en mi memoria. Así  se
    explica esa preferencia llena de misterio que algunos
    hombres sienten por ciertos trozos de música, 
    indiferentes para los demás. Los han oído por primera 
    vez en un momento especial, la impresión se ha confundido
    con  todas las que  entonces se grabaron en el alma
    y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra
    que se  estremezca  en  un rincón  de  la memoria
    despierta  a todas  aquellas  con que está ligada. Un
    hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él sólo,
    toda la historia de su vida moral, haciendo brotar
    del teclado una serie de melodias, escalonadas en sus
    recuerdos...
    
    
    
                        Capítulo  XXXII
    
     Sentíamos también necesidad de cariño: las mujeres
    entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos
    y fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle,
    desde  nuestras  altas  ventanas,  por  medio de una
    combinación de espejos, nos hacía soñar, nos hundían
    en los juegos infantiles del gimnasio, de las viejas y
    pesadas bromas de costumbre. Las amistades se habian  
    estrechado  y circunscripto;  solíamos  pasar  las
    horas  muertas  haciéndonos  confidencias  ideales,  
    fraguando planes para el porvenir, estremeciéndonos a
    la idea de ser queridos Como lo comprendíamos y por
    una mujer como la que soñabamos. Por primera vez
    en estas páginas nombro a César Paz, mi amigo querido, 
    aquel, que me confiaba sus esperanzas  y  oía las
    mias, aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como
    el acero, elegante y distinguido, aquel que más
    tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por
    uno de  sus  caprichos  absurdos  del  destino, que 
    arrancan del alma la blasfemia más profunda...
    
     !Qué vida de agitación! !Qué pesado era el libro en
    nuestras manos y que envidia se levantaba en el 
    corazón por el estudiante libre de la Universidad, tan
    despreciado antes y que hoy veíamos pasar, con el
    corazón sombrío, radiante en su elegancia, en su traje;
    en la incomparable soltura de sus maneras!
      Porque empezábamos tristemente a conocernos. La
    mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras
    madres hacían sacrificios de todo género por darnos
    educación. Muchas veces nuestras ropas eran cosidas
    por  sus  propias  manos  y  por  muchos años hemos 
    ostentado sacos como bolsas y el clásico jaquet 
    "crecedero", aquel que, despreciando el efímero presente,
    sólo tiene en vista el porvenir. Pero que nos inportaba?
    
    Eramos  filósofos descrildos y un tanto cínicos,
    nos revolcábamos en el gimnasio, y el eterno botín de
    doble suela, ancho y largo, nos permitia correr como
    gamos  en  el  rescate. Usábamos  el  pelo  largo y 
    descuidado; teníamos, en fin, esa figura desgraciada del
    muchachón de quince años que empieza a salir de la
    infancia, sin llegar a la virilidad. Eramos, con todo, 
    felices  y despreocupados.
    
    
    
                        Capítulo XXXIII
    
      Pero los dieciocho años se acercaban. Los días de
    salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo
    mejor posible, abandonando muchas veces  la  empresa
    con desaliento, vencido;  por la exiguidad del guardarropa.
    !Qué  amarguras, qué  sufrimientos aquellos domingos a 
    la noche, cúando al volver al colegio pasábamos 
    frente a los teatros y veíamos en el peristilo
    una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros,
    los externos felices, bien vestidos, con sus guantes 
    flamantes, y saludando con una gracia, para nosotros 
    insuperable, a las bellas damas que venían al espectáculo.
    
      En cuanto a mi, recordaba bien que de los ocho a
    los doce años no había faltado casi ni una noche a la
    Opera;  mi padre me llevaba  siempre  consigo.  Era,
    pues, un "dilettante" de raza y tradición. Tamberlik
    me había acariciado y la incoraparable Madame 
    Lagrange, aquella artista con un corazón a la Malibrán,
    se había entretenido en hacerme charlar durante los
    entreactos en su camarín, a donde solía llevarme mi
    hermano Jacinto. Y hoy, que era hombre, que podía
    apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado
    a mi padre  y  que  flotaban  en  mi  memoria como
    una nube, tenía que volverme triste y solo al Colegio,
    dando la espalda al mundo de la luz...
    
      Una noche no pude resistir al pasar frente al Colón;  
    vi entrar a un pariente amigo  con  su  familia;
    comprendí que tenía un palco donde meterme medio
    escondido y tomando mi entrada penetré bravamente,
    un poco  pálido,  con la convicción profunda de que
    todo el mundo me observaba.
    
      El pariente tenía felizmente un palco bajo y oscuro
    de la ochava; llamé, me resisti con energía a las sillas
    de adelante y acurrucándome en el fondo lancé una
    mirada investigaadora a la platea. Yo sabía que el 
    vicerrector era un melómano decidido; en efecto, a 
    poco le descubri en las tertulias. De un lado cierta 
    irritación por su presencia, mientras nos confinaba en el
    claustro tan cruelmente, y de otro el temor de que
    me descubriese, me agitaron un momento. Pero bien
    pronto todo eso desapareció  y la luz, la música, ese
    curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen
    tono, la proximidad de una criatura idealmente bella,
    que  estaba en el palco, sus ojos dulces como un pedazo 
    de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color
    diáfano transparente, sombreado a cada instante por un
    tenue velo de púrpura, esa emanación exquisita de la
    pureza, de la inocencia y de la gracia, que subyuga
    en todas las edades, todo en un encanto misterioso se
    apoderó de mi por completo. Quince años han pasado
    sobre mi cabeza desde aquella noche, quince años bien
    llenos y agitados; pasarán veinte más y no perderé
    ese recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma
    la impresión fresca de las primeras emociones puras
    de mi juventud. Sonrio a veces al recordar mi idilio
    adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado
    de sensibilidsd enfermiza, la necesidad imperiosa que
    sentía de hacer versos, mi desesperación por no poder
    medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas
    con  desaliento, las cartas ideales, que jamás debían
    llegar a su destino, en las que derramaba todos mis
    sueños y esperanzas. La veía en todas partes, en todas
    la buscaba. Me parecía inutil obtener su cariño; el mío
    me bastaba, me elevaba, me daba intensidad al espíritu,
    fuerza  a la  voluntad, brillo  a  la  imaginación,
    nobleza al corazón. Cambié de carácter; fui dulce,
    afable, perdí la ironia amarga con mis compañeros,
    dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me
    corregía, me mejoraba...
    
      De nuevo sonrio a través de los años, pero !quisiera
    volver a esas horas incomparables, a esa explosión de
    la savia, trepando al árbol al son de los cantos
    primaverales y desenvolviéndose en hojas, en flores, en
    perfumes! !Quisiera volver a amar como amé  entonces
    y como sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste
    el pensamiento!...
      !Todo pasó en el rápido correr del tiempo; pero la
    figura deliciosa, a la que los años han circundado de
    esa atmósfera vaporosa que da Murillo a sus vírgenes,
    queda fija allá, en el pasado, cerniéndose al principio
    de la ruta, como una luz ideal!...
    
    
    
                        Capítulo XXXIV
    
      Hay que caer a la tierra y  recordar  que, de una u
    otra manera, tenía que entrar en el Colegio.  Poco
    antes del último acto salí, corrí a la puerta que da
    sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletó,
    golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién
    era imité la voz del vicerrector, y una vez la puerta
    abierta abatí la vela que el cerbero traía en la mano
    con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla
    que dio con él en tierra, y antes que volviera de la
    sorpresa ya corria yo por esos claustros como una 
    exhalación.
    
      Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me
    irritaban, los consejos me ponían en un  estado de
    nervios insoportables: no podía continuar en el Colegio.
    Pasaba los días enteros ideando  medios para escaparme,
    a veces con riesgo  de  la  vida,  como  cuando  nos
    deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda
    flotante que los albañiles dejaban durante la noche en
    el edificio quo se construía entonces sobre la calle
    Moreno. Los exámenes estaban encima y no abría un
    libro. Había perdido la emulación por completo; las
    glorias de clase me parecían ridículas y no habría 
    dado un paso por recuperar el puesto de honor al que
    estaba habituado y que sentía escapárseme de entre
    las manos. Al fin triunfé, y una mañana radiante se
    me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos
    umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como
    el númida.
    
      Y, sin embargo, !cuántas cosas dejaba alli dentro!
    ! Dejaba  mi  infancia  entera, con  las  profundas 
    ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos
    de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas,
    el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan
    la felicidad, que más tarde se sueña en vano!
      Abandonaba el Colegio para siempre y, abriendo
    valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en
    medio de las tormentas de la vida.
    
    
    
                        Capítulo XXXV
    
      Muchos años más tarde volví a entrar  un  día  en  el 
    Colegio; a mi turno, iba a sentarme a la mesa temible
    de los examinadores.  Al cruzar los claustros, al ver
    mi  normbre  al  pie dee algunos dibujos que aún se 
    mantenian fijos en la pared, con sus modestos cuadros 
    negros; al pasar junto a mi antiguo dormitorio, teatro
    de tantas  y tan renombradas  aventuras,  al cruzar
    frente  a  la  puerta  sombría del encierro, que por 
    primera vez recibió una mirada cariñosa de mis ojos; al
    ver el grupo de estudiantes tímidos; callados, que en
    un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi
    cara sus futuras calificacioaes; al estrechar la  mano
    de mis compañeros de  hoy, mis  maestros  de  otro
    tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente
    que había sido mi atmósfera de cinco años, sentí una
    impresión extraña, grata y dulce, y una vaga melancolia
    me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.
    
      Me lancé a todos los viejos rincones conocidos y al
    pasar bajo las bóvedas del claustro se levantaban más
    recuerdos, obedientes a una evocación simpática. Aquí,
    me decía, el buen Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos
    leía las elegías de Gilbert con un entusiasmo sincero
    o nos recitaba la tirada de Thérame,ne, sin mirar el
    libro; aguí fue donde el profesor Rosetti, encantado
    de mi exposición, me predijo que sería un ingeniero
    distinguido si perseveraba en las matemáticas, para
    las que habia nacido; en aquel banco expuse a Puigari
    mi  deplorable  conferencia   sobre el yodo,  que
    destruyó todas sus esperanzas de verme convertido en
    un Lavoisier; en este sitio memorable fui sostenido por
    M. Jacques, cuando habiendo sido llamado a dar examen
    de francés, ante el doctor Costa, ministro de I. P.,
    me tocó en suerte traducir a primera vista el Incendio
    de Moscú, de M. Ségur, y me trabé  en  descomunal
    batalla con Larsen sobre el significado de la palabra
    "tole";'aqui Jacques me dijo que era un imbécil, pero
    que tenía razón, cuando sostuve ante él, en una discusión
    con  un  compañero,  que  este  título de un capítulo
    de La Bruyere, Les esprits forts, no debía traducirse
    por Los espíritus fuertes; en aquel rincón me batí una
    tarde con denuedo contra un muchacho Arriaza, quien,
    si bien sacó del combate la nariz demolida y con una
    forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en
    este escaño me sentaba mi madre, me tomaba las manos, 
    me  acariciaba con sus ojos llenos de lágrimas, me
    apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era
    necesario separarnos, me dejaba su alma en un beso. . .
    y diez pesos en la mano, que yo corría a convertir en
    cigarros en la portería; aquí fue donde el padre Aguero
    pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una
    escapada, y a la luz de la luna, que entraba por los
    cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el claustro
    helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con
    el mate  en la mano y tras  la puerta  entreabierta
    del  dormitorio  del  anciano,  contemplaba  el cuadro,
    poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto
    famoso donde fue introducido por engaño  la  sirvienta
    que traía  la  ropa  limpia  al "mono"   Latorre,
    sufriendo  las  expresivas   galanterías  de los 
    circunstantes, mientras el referido "mono", amarrado 
    al pie de un lecho, ofrecía.el espectáculo confuso de 
    un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...
     -Los exámenes van a comenzar. Sólo . usted se espera.
     -Voy al  momento.
    
    
    
                        Capítulo XXXVI
    
      !Ah!, he aquí lI cuarto de Eyzaguirre, aquel informe
    "maremágnum" del que éramos pilotos expertos.
      En esa ventana asamos una noche memorable  las
    aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas
    para nosotros y  que  jamás  figuraron  en  la mesa
    del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos,
    donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el
    enorme Ganot distribuido por capítulos en todo el
    cuerpo y conociendo la topografía del terreno como
    César los campos de Munda; la fuente me saluda, la
    fuente de pico recto, la fuente que era necesario 
    conquistar a puñetazos, parque el compañero que 
    esperaba interrumpía a menudo la absorción haciéndola
    intermitente, por medio de la broma llamada del 
    "ternero mamón"; aquí un condiscípulo querido de todos
    nosotros, que temíamos no pasara el examen escrito,
    nos dio  una  minuciosa  explicación de como había 
    repartido sus fuerzas para el combate: en la nuca, entre
    camisa y camiseta, los capítulos de  La Inteligencia,
    salvo La Razón, que muy bien doblada, se ocultaba
    bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler; 
    entre el elástico del botín derecho, La Sensibilidad; 
    formando "pendant", en el izquierdo, "La teoría de las
    facultades del alma"; en un falso bolsillo del pantlón, 
    La Voluntad, excepto el Libre Albedrio, que 
    ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y
    allí; sobre el estómago, a mano, como  un  puñal  de
    misericordia, como recurso extremo, el Discurso sobre
    el método, que, bien manejado, es un proteo multiforme,
    apto para satisfacer el programa entero...
    
     -Señor doctor, le están esperando. . .
     -Voy, voy al momento.
     !Cuánta sonrisa en aquellas caras juveniles si 
    hubieran leído las cosas que llenaban mi alma y dádose
    cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaba mi
    silla de examinador!
    Decian las cosas que en otro tiempo yo había dicho;
    usaban  las  mismas  estratagemas  que yo había 
    empleado y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes
    de la bolilla que les eran conocidas, evitando con una
    habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones
    no holladas por sus ojos infantiles. !Con qué elasticidad
    el  compañero  de  atrás hacía de mimbre su cuerpo,
    alargaba el pescuezo como  una  jirafa y, llamando
    en su auxilio la voz más susurrante,"soplaba" con 
    coraje? Yo nada veía; nada quería ver. Mis preguntas
    envolvían  clara  y  precisa la respuesta cuando el 
    discípulo era flojo, y con  una  sonrisa  animadora 
    impulsaba a desenvolver su charla graciosa y ligera al 
    que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. ; 
    Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un 
    adolescente griego, explicando a su manera infantil los 
    mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño
    en la región do la teoría, borrhándose al mes siguiente,
    porque  no  tiene la mordiente espera de la experiencia 
    propia!
    
      Y así pasaban ante mis ojos la filosofía y la historia,
    serena, olímpica, a la manera  de Hesíodo, saliendo
    de aquellos labios puros, como  el reflejo de leyendas
    de  otros tiempos,  en  mundos  distintos del que nos
    rodea. !Con  qué  placer,  entre  mis   examinandos, 
    encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador
    de Aníbal,  que  tal vez había llegado, como yo en las 
    horas pasadas, pesaroso y triste a las páginas de Zama!
    ! Como sonaba  en mi  alma el  entusiasmo  por  las
    cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo
    discurso de Pedro el Ermitaño, qne yo habia compuesto
    en la clase de retórica!. . . Los muchachos sonreían
    y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador
    insuperable.  !No sabían  que  les habría  abrazado
    a todos y que al mas imbécil hubiera dado el máximo
    con el alma contenta y la conciencia tranquila.
    
      Más tarde dictaba una cátedra de historia en la 
    Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, 
    notaba  en las caras de mis discípulos, siempre cultos
    y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio
    que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado
    por  el  trabajo;  a más de mi cátedra,  dirigía  el
    Correo, pasaba un par de horas diarias en el Consejo
    de Educación y,  sobre todo,  redactaba El Nacional,
    tarea ingráta, matadora, si las hay. Así, solía llegar
    a la clase fatigado, y cuando el tema no era interesante
    mi palabra salía  pálida y difícil.  Pero la campana
    del Colegio Nacional  estaba allí! Desde el aula la
    oía facilmente, y a sus primeros ecos recordaba  mis
    horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de 
    clase,  miraba  a  mis  alumnos  fatigados  y cortaba 
    familiarmente la conferencia. En otras ocasiones el eco de
    la campana me servía de excitante, y si  alguna  vez
    salíeron  mis discípulos contentos ignoraban que lo 
    debían  al vago   sonido que me traía los más dulces 
    recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante,
    mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria
    del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la
    ciencia.
    
      Si, amar el estudio; a esa impresión primera debemos
    todos los  que  en el  Colegio Nacional  nos  hemos
    educado la  preparación  que  nos ha hecho fácil el 
    acceso a  todas   las sendas intelectuales. Se pueden 
    emprender los estudios superiores en cualquier edad; los
    preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo
    se acepta en la infancia, la dedicación  absoluta  del
    tiempo, el vigor de la memoria, nunca más  poderoso
    que en los primeros años, la emulación constante y la
    ingenua curiosidad. Mucho  se  olvida más tarde, el 
    tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentrac:ón 
    intelectual los caracteres perdidos  en  el fondo de la 
    memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un
    palimpesto ante un reactivo que borra el último trazado.
    
    En  una  semana  un   hombre  regularmente   dotado
    puede estudiar a fondo una cuestión de derecho; pero
    si no tiene una preparación sólida, si no ha ejercitado
    su espíritu  en  los  largos años de bachillerato, la 
    expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto.
    Falta de ideas generales, mis amigos.
      Yo diría  al  joven que  tal  vez lea estas líneas 
    paseándose en los mismos claustros donde transcurrieron
    cinco años  de  mi  vida, que los éxitos todos de la
    tierro arrancan de las horas pasadas sobre los libros
    en los años primeros. Que esa química y física, esas
    proyecciones de planos, esos  millares  de  fórmulas
    áridas, ese Latín rebelde, y esa filosofla preñada de 
    jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su 
    seno  a cuerpo  perdido.
    
      Bendigo mis años  de  Colegio, y ya que he trazado
    estos recuerdos. que la última palabra sea de gratitud
    para mis maestros y de cariño para los compañeros
    que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.
    
                              FIN