Miguel
Cane
JUVENILIA
(extracto)
INTRODUCCION
Toutes ces premieres impressions... ne peuvent
nous toucher qua mediocrement; il y a du vrai, de
la sincerite; mais ces peintures de l'enfance,
recommencees sans cesse, n'ont de prix que lorsque
elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poete
SAINTE-BEUVE
Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las
páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro
del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no
manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna
por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad;
nunca pensé, al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en
matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el
alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas
melancólicas, sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con
la luz lnterior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que
los cuadros serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo bajo mi pluma,
haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la
mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la
impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas
y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano, que no hace vacilar,
el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme de mi inclinación,
escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar
satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole impone, porque es la única
en que puede desenvolverse la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte
y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y flúido; pero cada estrofa no será
un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar
una idea tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al
pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca.
Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca hay la distancia... de Byron a
Tennyson.
Nada he escrito con mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar
el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes
dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es
la vida y la verdad, y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario.
La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos
de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarle
la acción.
No se conseguido por cierto ni aún acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi
esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen
camino.
J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris.
Ahora, por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis
amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído me han impulsado a hacerlo,
a llamarlos a la vida después de dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo hay
esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico porque
los he escrito.
Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido
porque para ser comprendidas era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y
vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía pensaba en todos mis
compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver
y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer
biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las
probabilidades del carácter y sin saber si aún existen. !Cuántos desaparecidos! !Cuánta
matemática, cuánta químìca y filosofía inútiles!
No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración
nacional, vi a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer,
gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel.
Como tuve que esperar, pude observarle. Cada vez que concluía una
línea dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un
pan de goma; levantaba la pluma, e inclinando la cabeza como el pintor que
después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción.
Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la
pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado
ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena
e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. Ese hombre, allá en los
años de colegio, me había un día asombrado por la precisión de claridad con que
expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su
explicación a los compañeros más débiles en matemáticas que al fin perdió su nombre
para no responder sino al apodo de "Binomio". Le contemplé un momento,
hasta que levantando e su vez le cabeza, naturalmente después de una paralela "réussie",
me reconoció. Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría
de mi parte. ;Yo había sido nombrado ministro, no sé dónde!, !y él!... Me
enterneció y lancé un: !!Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a
Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.
-iY qué tal, "Binomio", cómo va la vida?
-Bien; estuve,cinco años empleado en la aduana
del Rosario, tres en la policía, y como mi suegro, con
quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un
empleo y en él me encuentro desde que llegamos.
-Y las matemáticas? Como no te hiciste ingeniero
o algo así? Tú tenías disposiciones..,
-Sí, pero no sabía historia.
-Pero no veo, "Binomio", la necesidad de saber si
Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para
hacer un plano.
-Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino.
Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime,
cuantas veces, desde que saliste del colegio, has
resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la
palabra "coseno"?
-Creo que muy pocas, "ßinomio".
-Y, en cambio ( !oh! !yo te he seguido!), en artículos
de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo,
has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has
tenido con sueldo, no es así?
-Si, "Binomio".
- Con que placer te oigo! ;Ya nadie me dice "Binomio"!
Y, sabes quien tuvo la culpa de que yo no supiera historia?
Cosson, tu amigo Cosson, quien tenía la ocurrencia de
enseñarnos la historia en francés.
-No seas injusto, "Binomio": era para hacernos practicar.
-Convenido, pero no practica sino el que algo sabe,
y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera
vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo
nombre sirvió mas tarde de apodo a un correntino que
para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy
difícil.
-Ya me acuerdo: "Tulius Hostilius".
-Eso es:. quise pronunciarlo, la clase se rió, creo
que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no
me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté
nunca y por consiguiente no estudié historia. !Animal!
Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear
un Duruy. No hay como la historia, y sino, mira a todos
los compañeros que han hecho carrera.
-Y qué puedo hacer por ti, "Binomio"
Se puso colorado, y al fin de mil circunloquios me pidió
que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que
iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba
a cincuenta. !Pobre "Binomio"!.
!Cuantos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!
Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe
era mi amigo.
A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como
a un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo, y el
comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en la Mayoría; pero !era tan vicioso!
En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era
insegura. Había bebido. Apenas la luz dió en su rostro sentí mi sangre afluir al corazón y
oculté la cara para evitarle la verguenza de reconocerme.
Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio.
Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un
nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en
el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años
no supe nada de él. !Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia para haber
caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Le encontré, traté
de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de
nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.
Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas
del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto
y un estilo elegante y armonioso?
Recordar ese hombre, que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que
marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya?
Era bueno y era leal, amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal;
pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza
le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener
el precioso licor que chispeaba en sus venas.
De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones
violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en
ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un
esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente,
desenvolverse a nuestro lado. !Con qué júbilo le recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo
regreso ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero,
porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones, después de largos meses de atrofia,
resplandecía con igual brillo. ?De atrofia he dicho? No, y ésa fue su pérdida.
La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches
como el hijo del siglo, entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que
las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un
grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se
embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora,
el aliento revolucionario, que es le válvula intelectual de todos los que han perdido el
paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza,
con mas altura moral. El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara
fatigada por el perpetuo insomio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de
la pupila, tal le vi por última vez y tal quedó grabado en mi memoria.
Vive aún? Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral
pasó, si la forma persiste. !Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el
problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!..(*).
* ( Poco tiempo despues de escritas estas lineas,
Matias Behety encontro el reposo eterno).
Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo
oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje
del Canto de la Sirena es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo
para trazar la figuras de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros,
extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás.
De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación
incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil.
En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos, y, por
lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que
jamás abren un libro y dejan atontados a los circustantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio como en la penumbra del "boudoir", coqueterías
intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de
instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y
trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en
su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba
a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía
las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los
prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea
primera del soñador, era su manera curlosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba,
como un maniático inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que
cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro.
Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan
complacido y solemne como si me asegurara la fortuna o una corona, a la manera de los
cuentos árabes.
Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la
carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de
la vida de un médico en plena Edad Media, creyente en la magia de todos los colores,
asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para
llegar primero, fabricante de "homúnculos" (no había por cierto leido a Goethe aún),
discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su
imaginación me persuado que había nacido para seguir con brlllo la tradición de Hoffman
o Poe. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos
que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado a escribirlos es en la
seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ése, tengo la
certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. !Sabe el
cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la
anestesia moral, más obscura que la tumba!
No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria.
Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años,
se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al
ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con
la mirada llena de inconsiente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A
los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; -no
olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más
profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial haciendo felices a los nietos,
encamiándoles en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan
intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un
Jaques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espfritu abierto
a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.
Capítulo
I
Debía
entrar en él Colegio Nacional tres meses después de la
muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante
del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar
el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran
los funerales. El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo
Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que
el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública,
bajo la presidencia dol general Mitre, había tomado una parte
inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento, que quedaba bajo
la dirección del doctor Aguero, se resentía aún
de las trabas de la enseñanza escoláslica, y sólo
fue más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó
el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebído
el Congreso y el Poder Ejecutivo Me invade en este momento el recuerdo
fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros
y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie
y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión,
el sordo antagonismo contra el "nuevo", la observación constante
de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste
individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de
la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas,
pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan
a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios.
Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte si
hubiera conocido entonces el Tom Jones de Fielding. Silencioso
y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando
el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida
y el dulce sueño de la mañana. Durante los cinco años
que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho
allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonia de aquella
vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el
despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno,
infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba
a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi
siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formar en fila en
un claustro largo y glacial. Allí rezabamos un Padrenuestro,
para pasar en seguida al claustro de los lavatorios. !Cuántas
conspiraciones, cuantas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza
hicimos para luchar contra la falalidad, encarnada a nuestros ojos en
el portero, colgado de la Cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía
más nudos que la que, en el gimnasio empleábamos para
trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del
pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta
la campana con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de
un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en
la mañana antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos
una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia
por el brazo irritado del portero, eterno "préposé" a
las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando en todos los dormitorios
y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos
personales, entre los cuales tenía el honor de contarme. Atrasar
el reloj era inútil, por dos razones tristemente conocidas: la
primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia;
la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado,
velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno la desesperación
nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo
maniatado, sino un tanto rojiza la faz a causa de la dificultad para
respirar a través de un aparato rigurosamente aplicado sobre
su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia",
nos había enseñado Alejandro Dumas en sus Veinte años
después, al narrar la evasión del duque de Beaufort
del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil,
hasta que estuve a punto de inmortalizarme descubriendo un aparato sencillo,
pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas.
En una escapada vi una carreta de bueyes que entraba en el mercado;
debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de
las cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue para mí
un rayo de luz, la manzana de Newton, la lampara de Galileo, la marmita
de Papín, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollión,
la hoja enroscada de Calimaco. El problema estaba resuelto; esa misma
noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas
pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré
debajo de mi cama, de las cuatro puntas, y cubriendo el artificio con
los anchos pliegues de mi colcha esperé la mañana. Así
que sonó la campana me sumergí en la profundidad, y allí,
acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente
la visita del celador, que viendo mi lecho vacío, siguió
adelante. Me preguntaréis quizá que beneficio positivo
reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme.
Respondo con lástima que el que tal pregunta hiciera ignoraría
estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades:
el amodorramiento matinal y la contravención. Mi invención
cundió rápidamente, y al quinto día, al primer
toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró:
vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo
a la sien y después de cinco minutos de grave meditación
se dirlgió a una cama, alzó la colcha y sonrió
con ferocidad. !Era la mía! Capítulo II El segundo obstáculo
insuperable fue la comida, invariable, igual, constante. En los primeros
tiempos, apenas entrábamos en el refectorio un alumno trepaba
a una especie de púlpito, y así que atacábamos
la sopa comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una
biografía de la Galería Hlstórica Agentina siendo
para nosotros obligatorio el silencio, y, por tanto; el fastidio. No
puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del "menú"; lo
tengo fijo, grabado en el estómago y en el olfato. Dentro de
un líquido incoloro, vago, misterioso algo como aquellos caldos
precipitados que las brujas de la Edad Media hacen a medianoche al pie
de una horca con un racimo, para beberlos antes de ir al sabbat, navegaban
audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé
estadística: había atrapado tres en treinta días,
y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía,
médico y diputado hoy, el doctor Luis Eyzaguirre, uno de los
tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos
que he conocido en mi vida. Luego, siempre elemento, venía un
sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra
nuestro interés positivo, había muerto con dos días
de anticipación. En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero;
carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y polígonos
desconocidos en el texto geométrico huesosos, cubiertos de levísima
capa triturable, y reposando, por su peso específico, en el fondo
del consabido Iíquido, que ,para el caso se revestía de
un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel
mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos
el tácito y rápido cálculo sobre a quién
tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones
y júbilos manifiestos. Hacía el papel de pieza de resistencia
un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable
al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio,
éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper
la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba,
el sábalo hebía tenido un éxito de respeto, debido
a su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea defensa
paquidérmica del asado de tira! Cerraba la marcha, con una conmovedora
regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones.
La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; por qué
se llamaba equello "arroz con leche"? Era sólido, compacto, y
las moléculas, estrechándose con violencia,le daban una
dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la composición,
fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer
sólo la versátil capa de canela. En general, el color
del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido
que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquí
no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por
naturaleza, sonaba al ser triturado. Luego al gimnasio, a correr, a
hacer la digestión. Capítulo III He dicho ya que mis primeros
días de colegio fueron de desolación para mi alma. La
tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la
que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de
allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso,
sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún
mis amarguras. La reacción vino de un recurso inesperado. Una
noche que nos llamaban a la clase de estudio se me ocurrió abrir
uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas
con que combatir las consecuencias del "menú" mencionado. Maquinalmente
tomé un libro que allí había y me fuí con
él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció,
me puse a leerlo. Era una traducción española de Los
tres mosqueteros, de Dumas. Decir la impresión causada en
mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas,
amistades sagradas, brillo y juventud; mundo desconocido para mí;
decir la emoción palpitante con que seguía al hidalgo
gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría
del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de
éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas.
Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la
pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no
salí de mi cuarto, y cuando al caer la tarde concluí el
libro sólo me alentaba la esperanza de la continuación.
Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después,
El vizconde de Bragelonne, que me costó lágrimas a
raudales, un Luis XIV y su siglo, también de Dumas, crónica
hecha sobre las memorias del tiempo -cuyo único defecto era a
mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de
la época, en mi concepto - y multitud de novelas españolas,
cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres, y algunos
de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después
no los haya vuelto a ver. El espía del Gran Mundo, novela
francesa, en la cual hay una especie de Calibán, pero bueno y
fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La
gran artista y la gran señora, que después he sabido
fue por un año la "coqueluche" de las damas de Buenos Aires.
La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un sepulcro
a su amada, aletargada como Julieta, y le abre la mejilla de un feroz
tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El Clavo,
un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño,
con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después
aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico
medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del "poor
Yorick"; los Monjes de las Alpujarras y Men Rodrigo de Sanabria,
dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente
históricos de Fernandez y Gonzalez, con una brutalidad de acción
propia de la época; el Hijo del Diablo, cuya primera parte
me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con
mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos
alquimistas calvos y aombríos, etc.; Dos cadáveres,
un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el
efímero protectorado de Ricardo Cromwell, y cuyos dos personajes
principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con
sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas,
etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado
es la impresión causada por los Misterios del Castillo de
Udolfo, de Ana Radcliffe, que cayó en mis manos en una detestable
edición española, en tres tomos, con x en vez de j, y
j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la
sobreexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos
insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego
que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio,
durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mi desconocido,
y metiéndome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera
clásica que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.
Por medio de canjes y "razzias" en mis salidas de los domingos, más
o menos autorizada por los parientes que tenían bibliotecas,
todo Dumas pasó, Fernández y Gonzalez (! un saludo al
Cocinero de su Majestad, que cruza mi memoria!), Pérez
Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte
con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya.
Un día supe que un compañero tenía La Hermosa
Gabriela, de Marquet. Me precipité a pedírsela, reclamando
derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado
y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fue
disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después
de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no
igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro
y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo,
que como un anticipo sobre mi suerte constante en el "alea" de la vida
favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le eceché
sin reposo, y cuando le veía hablar, jugar o comer, en vez de
leer aprisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía
la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel
solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decia esta
frase que me estremecía de impaciencia: "!Chicot figura!"...
Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación
contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio
como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable
y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención.
A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más
tarde en el estudio de la historia? Quién no recuerda la perseverancia
necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas
luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?... Capítulo IV El Colegio,
que más tarde había de ser uno de los primeros establecimientos
de América, era por entonces un caos como organizacion interna.
Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras
las sombras ostensibles de la vida claustral había "des acommodements",
no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de
la tierra. Durante un año, y siendo ya mocitos, nos hemos escapado
casi todas las noches para hacer una vida de vagabundos por la ciudad,
en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción
de su Pericles, y sobre todo en los bailes de los suburbios, de los
que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían
siempre conocimiento Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria
podía reducirse a tres sistemas principales: la portería,
la despensa y el portón. La portería, que da sobre el
atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción
para el portero o vias de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían
una pequeña puerta a la calle Moreno, que a veces quedaba abierta
hasta la tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la
colonia, daba a la calle Bollvar, donde hoy se encuentra la entrada
principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban
en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y
el pavimento. Por allí había que pasar, pegado el cuerpo
a la tierra, en mangas de camisa, para no estropear el único
jaquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianas
se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la
evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más
generalmente elegido. Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades
de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener
presente. Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado
de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán
como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza
enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación
tropical, reñido con los libros, que no abría jamás,
y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones
colosales del sombrero que tenía la función obligatoria
y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más
tarde le he encontrado varias veces en el mundo ya en buena situación,
ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño
inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado
de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de
la Union el día sombrío de Angamos en que murió
Grau. Luego volví a verle en Lima. Piérola, cuya fortuna
política había seguido y que estaba entonces en el poder,
le ofreció empleos bastante lucratlvos; sólo quiso aceptar
un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. Esa conducta
honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la
campaña. del Paraguay. He hablado de Benito Neto. !Era un misterio
profundo. cómo Benito había conseguido, allá en
época remota, y sin duda a favor de algún sacudimiento,
de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave
del portón de la calle Bolivar! Nadie sabía donde la guardaba
y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre
un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y
tenía un aparato especial para extraer del caño todas
las pelusas y. migajas parásitas que iban allí a alojarse.
Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil
del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el
sustentáculo de su vida. Como con el rastreador Calíbar
todos los prisioneros que tentaban evadirse, éramos forzoso contar
con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía
en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "Dónde vamos?".
Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba,
no la vendía. El era siempre de la partida, fuese cual fuese
el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, !estamos los tres invitados
a un baile! -Me presentaran. -!Vamos a una comida a casa de Fulano!
-Comeré. -!Una tía mía está muy enferma!
-La velaré. -Tengo una cita y.. . -Ha de haber una chinita. sirviente".
A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente con
su eterno jaquet canela a entierros de lejanos parientes de algún
estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida
y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau,
pegado al joven homeópata como la ostra a la peña. Capítulo
V A más de las escapadas nocturnas había las cenas furtivas
y algunas calaveradas soberbias de los "grandes" que nos llenaban de
admiración. El doctor Aguero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso,
vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles
calumniados siempre, según su opinión. Recuerdo un carnaval
en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas
de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso
a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla,
y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos
poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás
del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor,
Julio Landívar. Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz, que sólo
levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc.
El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de
caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio,
no llevaba la mejor parte. Uno de ellos, un francés que tenía
una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía
por nuestro escaso consumo de sus artículos, fue preparado por
mí y ribeteado por Eyzaguirre; justemente enfurecido, se precipitó
a llevar le queja al doctor Aguero. Un chico le previno, y presentándose
llorando ante el anciano le dijo que aquel hombre le había pegado
y que Eyzaguirre le había defendido. Decir el furor del buen
Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza
quedó estupefacto, pero la denuncia surtió su efecto,
porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente)
nos hizo abandonar el atrio. Capítulo VI Había la vieja
costumbre, desde que el doctor Aguero se puso achacoso, de que un alumno
le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón
Voltaire (!no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba
por momentos, bajo la fatiga. Teníamoa que hacerle la lectura
durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía
de la voz y tal vez con fastidio del asunto. !Cuan presente tengo aquel
cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada
por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por
el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún
fugitivo que volvía al redil. Leíamos siempre la vida
de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento
uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente,
que todos los estudiantes del Colegio sabíamos haber sido colocado
allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana
se aseguraba ingenuamente de su presencia en ls página indicada
y quedaba encantado de la moralidad de sus bijitos, como nos llamaba.
Más de una noche me he recostado en el sofá al alcance
de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en
la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "Duerme,
niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la
mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos
fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos
mate hasta las siete. Luego nos decia: "Ve a tal armario, abre tal cajón
y toma un plato que hay allí. Es para ti". Era la recompensa,
el premio de la velada, y lo sabíamos de memoria: un damasco
y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente,
el damasco el último. Jamás se nos pasó por la
mente la idea de proteatar contra aquella servidumbre; tenía
esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos
como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo. Sólo
uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante
su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión
de uvas, trepado eomo un mono en las ricas parras del patio. El doctor
Agüero fue un hombre.de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió
muy pocos meses a su separación del Colegio, y hoy reposa en
paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
Capítulo XV
El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina
interna del Colegio. Estaba reservada esa difícil tarea
a don José M. Torres, que, con mano de hierro y
cargando con la más franca y abierta odiosidad que es
posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos
domó a fuerza de castigos, transformando el encierro
en la morada habitual de algunos de nosostros,
privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el
principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues
a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo
que haya tenido apetito un solo día durante su
permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su
voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante
e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contiribuido
no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildente
perdón, porque sin su energía perseverante no
habría concluido mis estudios, y sabe Dios si el ser
inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no
hubiera sido algo peor.
Pero antes de su ingreso, el Colegio fue regido algún
tiempo por un sacerdote, de quien tengo forzosamente
que hablar tan mal que me limito a designarle
sólo por iniciales. Don F.M. era extranjero e ignoro
por qué circunstancias un hombre como él, sin moralidad,
sin inteligencia y desprovisto de ilustración había
conseguido hacérse nombrar vicerrector del Colegio
Nacional.
Antes de su entrada, las pasiones politicas que habían
agitado a la República desde 1852 se reflejaban
en las divisiones y odios entre los estudiantes.
Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas
diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.
Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad
del internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos
modestamente el último tercio; eran más fuertes,
pero nos vengábamos ridiculizándolos y remedándoles
a cada instante. Habíamos pillado un trozo de diálogo
entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana
en la mano: "Agora no más lo vo a derramar ", y el
otro que contestaba en voz de tiple: "!No la derramis!"
Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera
de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde
de la aldea de Don Quijote.
Eran mucho más graves, serios y estudiosos que
nosotros. Con igualdad de inteligencia y con menor
esfuerzo de nuestra parte obteníamos mejores
clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía
simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación,
desparpajo natural y facilidad de elocución. Recuerdo que
Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos
Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda,
de una laboriosidad incomparable, repetía, las palabras
de Sainte-Beuve, aplicándoselas: "Le falta la arenilla
dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra
superioridad. Dábamos una conferencia de historia,
filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras
ellos, en general, poseyendo la materia tal vez
mejor que nosotros, se limitaban a una exposición
sucinta, pálida y dificil. Había, por ejemplo, otro
bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero
de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven
Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo
me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos,
y le había aplicado el misrno apodo de "buey" que
el suyo había recibido en la universidad. Goyena, que
era nuestro profesor de filosofia, se habla empeñado
en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones
en clase le llamó la atención la claridad con que
comprendía ciertos puntos oscuros. Al fin hubo de
renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel
carácter. El pobre Aberastain fue una de las primeras
victimas del cólera en 1867.
He nombrado a uno; nornbraré a otro, el primero de
todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre
arnarilla cuando era ya conocido por su inteligencia
extraordinaria, unida, lo que no es común, a una
laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo
de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era
espiriual, chispeante, y corno estudiaba enormemente, sus
exámenes fueron siempre aclamados. Jacques le tenía
gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no
por manifestaciones externas sino por un fenómeno
negativo; jamás lo reprendió. Patricio se entretenía en
decir négligentemente, delante de mi amigo Valentín
Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior
había estudiado hasta tal punto (y le señalaba medio
tomo de un enorme tratado de física o matemática).
Valentín, animado de una emulación digna y de
un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con
ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto
indicado, tragándose un centenar de páginas que
Patricio no había aún recorrido.
La muerte de Sorondo fue una pérdida real para el
país; habríamos tenido en él un hombre de estado,
liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y
recto.
Capítulo XVI
Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo
los tres meses que precedían a los exámenes, en los
que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto
bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras
hundidas en el libro, pizarras llenas de fórrnulas
algebraicas en los rincones, pequeños Sócrates
ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de
la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija.
Los exámenes eran duros y sabíamos que serían
tomados por profesores de la úniversidad.
Ahora bien: entre el Colegio y la Universidad
existía el mismo antagonismo, la misma lucha que
los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de
Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y
Carnbridge. Despreciábamos esos petimetres que iban
paquetes al aula una vez por mes a hacer barullo en
las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el
Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos
alimentábamos de la médula del león del eclecticismo.
A más, por donde la Universìdad era capaz de presentar
un cuadro de aventuras, de diabluras, como las
que ilustraban los anales del Colegio? De tiempo en
tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido
por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas
de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse;
la transformación de una galera profesional en
acordeón silencioso; etc. Pero acogíamos esa materia
con la benévola sonrisa de los magos del faraón
ante los primeros milagros de Moisés. Una cosa
nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de
una manera completa y exclusiva. Habríamos dado
algo por verle renunciar su cátedra da física en la
Universidad.
En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto
contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar
en el Colegio había pasado un año en la Universidad
intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y
sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos
universitarios. Para ingresar en la clase de primer año
de latín debí rendir un impalpable examen de gramática
castellana; en el que fui ignominiosamente reprobado
por la mesa, compuesta de Minos, Eaco y Radamanto,
bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal.
Me dieron un trozo de la Eneida, traducción de
Larsen, para analizar gramaticalmente: era una
invocación que empezaba por " !Diosa! "!Pronombre
posesivo!" -dije, y bastó, pórque con voz de trueno
Larsen me gritó: "!Retírate, animal!".
Esto era en diciembre; en marzo arremetí de nuevo
pasé regular, con recomendación de mayor estudio
para el año venidero; e ingresé en la famosa clase de
latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables
apariciones. Nada más sobérbio que los diálogos que
se entablaban entre él y Larsen.
Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano
sobre el I, II, IV o VI libro de la Eneida, sobre el
DeViris o el Epítorne; Pirovano sabía un solo verso
de memoria, ordenado y traducido, qué amaba con pasión
y qué lanzaba con voz eufónica cada vez que Larsen
pulsaba su erudicción: "!Amor insano Pasiphae!".
De ahí no salía, sino a la calle. Es al doctor Larsen
a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese
médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse
libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el
exámen de primer año, en el que hubiera quedado
eternamente; tal era su afición al Nebrija.
Capítulo XVII
Conocíamos también en el Colegio la existencia de
un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar
Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry,
a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa,
sin faltar una sola a esta higiénica costumbre. Los
combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos,
ni las pindáricas escenas de la clase de griego,
de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre
correntino Fernández, muerto en plena juventud, se
disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando
con sin igual entusiasmo los versos de la illiada. En la
Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo
de la clase de griego se dividía entre Larsen y
Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo
en clase, conseguía armar unos barullos colosales,
respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones
de Larsen: "!No soy yo!" Recuerdo que más tarde,
cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo
nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego,
como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio
sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen
profesor que su pronunciación helénica era deplorable;
que a lo sumo sólo podía compararse al dialecto
de los porteros de Atenas en tiempos de Pericles.
Fernández se indignaba, y encarándose con Patricio le
dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni
Larsen, ni nadie entendía. La escena concluía siempre
poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose
de nuevo con Fernández, qué a todo trance quería saber
el griego.
Capítulo XVIII
La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar
del antagonismo entre porteños y provincianos, y
heme aquí bien lejos de mi objeto.
El hecho es que el nuevo vicerrector, por una u otra
razón, decidió gobernar con un partido, sistema como
cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias
deplorables.
Creíamos entonces, exageradamente, que todos los
castigos nos estaban reservados, mientras los
provincianos (!nosotros éramos del "Estado"' de Buenos
Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las
conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los
dos bandos se sucedían sin interrupcián, hasta que la
conducta misma de don F. M. justificó la explosión de la
cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el
dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que
aún existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo
el doctor Aguero, se hacían lecturas morales una vez
por semana. No fue por cierto el sentimiento religioso
el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como
en esos bailes había cena y se bebía no poco vino
seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada,
sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era
no solamente un espectáculo repugnante, sino que
autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta
de don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero
sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor
duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra
parte, en aquel hombre una condescendencia criminal,
tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen
abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a
favor de una vigilancia de todos los momentos y de
una disciplina militar.
A la conspiración vaga sucedió una organización de
carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era
muy chico aún y pertenecía a los "abajeños", es decir,
a los que vivíamos en el piso bajo del Colegio, mientras . .
el alto era ocupado por los mayores, los "arribeños".
Nuestros prohombres lo habían organizado todo,
sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un
buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de
ilustrarme ligeramente.
Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza
especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba,
le llamaba "Del País", que era su aborrecido
apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le
desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas,
le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería
mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirpe
era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez
levantó el brazo sobre mí, pero vencia su generosidad
ingénita, y comprendiendo que de un golpe me habría
suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como
Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la
cólera le cegó; me dio a mano abierta un cogotazo
que me tendió a lo largo, y antes que hubiera iniciado
a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo,
ya Eyzaguirre me habla levantado en sus robustos brazos
y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la
cabeza, preguntándome, con voz trémula por la emoción,
si me había hecho daño.
Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo
o porque el primer cogotazo habia roto el cómodo
prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos
amigos para siempre. Aún hoy es uno de los hombres cuya
mano estrecho con mayor placer.
Capítulo XIX
Eyzagirre me había dicho que si sentía algun gran
ruido de noche, en los claustros de arríba, acometiera
valerosamente al provinciano que tuviera más próximo
de mi cama y que lo pusiera fuera de combate.
Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la
rapidez en la acción. En fin, después de algunos días
de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana,
saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento
espantoso de una detonación que conmovió las paredes
del Colegio.
Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar
bien si era un joven llamado Granillo, de La Rioja,
o Cossio, de Corrientes, y di y recibí algunos moquetes;
pero la curiosidad pudo más y todos corrimos, casi
desnudos, a los claustros superiores. Aun había mucho
humo; las puertas del cuarto del vicerrector habían
sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas
Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no
fue otro que dar un susto de dos yemas a don F. M.
Este había hecho una barricada en la puerta.
En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, vi
a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un
viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo,
unida a una cuerda, en la derecha.
De todos los dormitorios afluían estudiantes,
muchos de ellos armados. Aquél iba a ser un
campo de Agramante; el vicerrector, viéndose rodeado
de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar,
abriendo sus vestidos, mostró el pecho desnudo,
desafiando a la muerte, etc. Los conocedores
sostuvieron siempre que esa manifestación de valor
había sido un poco tardía.
Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su
sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los
provincianos se preparaban a caer sobre nuestra
vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres
compañeros, cuando vimos aparecer al venerable
doctor Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos
blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron
los ánimos. Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó
consigo a don F. M., qus jamás volvió a pisar el suelo
del Colegio.
El sumario al día siguiente fue terrible; M. Jacques,
pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales.
El punto capital era éste: quién había prendido
fuego a las bombas? La respuesta fue unánime y sincera:
"no lo sé". Y era verdad; por largos años ha
permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes,
del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél,
llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando
hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio,
uno de los "grandes" de entonces me hizo la confidencia,
murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no
porque a mi juicio pueda menoscabar en lo más
mínimo la relación de esta aventura al que le dio
acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel
culto del estudiante de honor por la discreción , el
secreto. Es pueril, pero lo siento asi.
Capítulo XX
Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los
domingos a casi todos e interminables horas de encierro
a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en
su estado normal, afirmándose deffnitivamente la
disciplina con el ingreso de don José M. Torres.
El encierro es un recuerdo punzante que no me
abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped
frecuente, conocía una por una sus condiciones; sus
escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel
olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y
me acompañaba una semana entera. La puerta daba
a un descanso de la escalera que se abría frente al
gimnasio. Era una pieza baja, de boveda: cuatro
metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto,
demasiado estrecho pára acostarse y que daba calambres
en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una
luz insignificante entraba por una claraboya lateral y
muy alta, por donde los compañeros solían tirar con
maestría algunos comestiles con que combatir el
clásico régimen de pan y agua.
!Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido
en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo
dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido
embriagador de la partida de rescate, en la que yo era
famoso por mi ligereza; la vela de sebo, mortecina y
nauseabunda, pegada a la pared, debajo de uns caricatura
de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo
de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando
de labios vírgenes y santos, en el arte cristiano
primitivo, pero cargada aquí con un distico cojo y
expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada,
quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como
un pantalón de marinero; la cerradura, claveteada y
cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado
desde la solemne declaración de Corrales sobre la
ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre
frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría,
lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados
tan pronto como el aire de la libertad entraba en los
pulmones.
He conservado toda mi vida un terror instintivo a
la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un
secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las
evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una
simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y
Jacques Casanova. No he podido comprender nunca
el libro de Sergio Pellico, ni creo que el sentimiento
de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto
de la razó, basten para determinar esa placidez
celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría,
un espíritu contemplativo y una atrofia completa del
sistema nervioso.
Capítulo XXI
Las autoridades del Colegio habían comenzado a
preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los
dormitorios destinados a enfermería, en vista del
numero de estudiantes, siempre en aumento, que era
necesario alojar en ella. Una epidemia vaga,
indefinida, había hecho su aparición en los claustros.
Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza,
acompañado de terribles dolores de estómago. "Vasy-
voir".
El hecho es que la emfermería era una morada
deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin
elevarse a las alturas del "consommé", tenía un cierto
gustito a carne, absolutamente ausente del líquido
homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos
de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre
todo... !no íbamos a clase!
La enfermeria era, comó es natural, económicamente
regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma
para meditar y traer su nombre a la memoria sin
conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo,
su fisonomia, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos.
Había sido primero sirviente de la despensa, luego
segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones
que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero, "Para
esa plaza se necesitaba un calculador -dice Beaumarchais;
la obtuvo un bailarín".
Era italiano y su aspecto hacia imposible un cálculo
aproximativo de su edad. Podía tener treinta años,
pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades
más. Fue siempre para nosotros una grave cuestión
decir si, era gordo o flaco.
Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo
que en Arica, duranto un bloqueo, pasamos con Roque
Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos para
basar una opinión racional al respecto, con motivo
de la configuración física del general Buendía. Sáenz
Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera
sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco,
extremadamente flaco. Le veíamos todos los días,
le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por
conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero,
lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha
forzada que venía a su memoria, que había sufrido
mucho a causa de su corpulencia. !Sáenz Peña me
miraba triunfante! Pero al día siguiente, con motivo
de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía
presente que su caballo, con tan "poco peso" encima,
le habia permitido preceder las primeras filas.
A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que
sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente.
No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento
emplear. Pesar a Buendía? Medirle? No lo hubiera
consentido. Consultar a su sastre? No le tenía en
Arica. Aquello se convertla en una pesadilla
constante; ambos veíamos en sueños al general. Roque,
que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un
hacha para ensanchar una puerta por la que no podía
penetrar Buendía. Yo veía floretes pasearse por el
cuarto, en las horas calladas de la noche, y observaba
que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía.
No encontrábamos compromiso ni "modus vivendi" aceptable.
Reconocer que aquel hombre era "regular" habria
sido una cobardía moral, una débil manera de
cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a
mí, la humillación de mis pretensiones de hombre
observador me hacía sufrir en extremo. Cómo podría
escudriñar moralmente a un individuo, si no era capaz
de clasificarle como volumen positivo? Al fin, un rayo
de luz hirió mis ojos a la reminiscencia inconsiente
del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria.
Vi marchar de perfil a Buendía, y ahogando un
grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz
Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso
y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema.
Medio sofocado, grité desde la puerta: "!Roque!...
!Encontré! -Qué? -Buendía...--!Acaba! -!Es flaco y
barrigón!"
No añadiré una palabra más; si algunos de los que
estas líneas lean han observado un hombre de esas
condiciones habrá sin duda sentido las mismas
vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha
encontrado la clave del secreto, que le abandono
generosamente.
Capítulo XXII
Nuestro enfermero tenía era peculiarísima condición.
Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable
que nos traía a la idea la confusa entremezclada
vegetación de los bosques primitivos del Paraguay,
de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y
deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos,
como suele entreverse el vago fondo del mar cuando una
ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal
de agua para levantarlo en el espacio.
Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con
las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido
afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un
ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás
conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una
barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos traía a
la memoria un ombú frondoso. El cuerpo, como he dicho,
era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión
hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir
sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la
previsión materna que le había dotado de dos andenes
de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a
no dudarlo, consumía un cuero de vaqueta entero.
Un día nos confió, en un momento de abandono,
que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que
obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los
precios corrientes.
Debía haber servido en la legión italiana durante el
sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con
algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque
en la época en que fue portero, cuando le tocaba
despertar a domicilio, por algún corte inesperado de
la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros
cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de
una diana militar, este verso ( ! ) que tengo grabado
en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación
especial:
Levátntasi, muchachi,
que la cuatro sun
e lo federali
sun vení o Cordún.
Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto
del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le
puso a una pulgada de la puerta de la calle. Sin
embargo, en la enfermerfa, cuando entraba por la mañana
o al participar; en la comida, del vino que había
comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre
entre dientes: "Levántesi, machachi", etc. Cuando le
retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio,
le decía que era un animal, lo que ocurría con
regularidad y justicia todos los días, su único consuelo
era, así que la borrasca se aumentaba bajo la forma
del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente
estribillo.
Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un
espécimen más completo que nuestro enfermero. Su
escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia
del doctor, a quien había tomado un miedo feroz
y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos
de confidencia. Cuando el médico le indicaba un
tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en
silencio y se daba por enterado. Un dia había caido en
el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de
un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la
rodilla. El doctor Quinche recetó un jarabe que debía
tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla.
Una hora después de su partida oímos un grito
en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero
había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz,
después de haberle friccionado cuidadosamente
la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la
mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró
al día siguiente que uno de los dos, el enfermero
o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en
la enfermería, y como el hilo se "curta" por lo más
delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo
confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino,
aunque consolado un tanto de que sus funciones se
limitaran siempre a suministrar drogas: fue sirviente
de comedor.
Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto
una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El
vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la
epidemia vaga de que he hablado, celebró una Consulta
médica con el doctor, y ambos de acuerdo establecieron
como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de
una vigilancia extrema para evitar el contrabando.
A Ias veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados
y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente extirpado
que no volvimos a visitar la enfermeía en mucho tiempo.
Capítulo XXIII
Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció
que en breve empezaría a funcionar la clase de
literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre
de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían
preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía
imposible que al año de curso no nos encontráramos en
estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con
muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas
todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces
había yo comenzado a borronear papel y a más de
dos cretinismos juveniles que mis parientes de la
Tribuna publicaron con sendas laudatorias, tenía
casi concluida una novela que pasaba en una estancla
durante las vacaciones y cuyo héroe principal era un
gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después,
bajo un seudónimo, como si temiera comprometer mi
gravedad en tales ligerezas.
Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo
Lamarque, que me Ilevaba dos ventajas insuperables:
hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados
juntos en clase, nos dirigíamos frecuentes cartas, las
mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente
rimadas. Lamarque versificaba con suma facilidad.
Recuerdo que una vez que debíamos bacer una composición
en clase sobre El sueño de Anibal, Lamarque,
el único, presentó la suya en verso. Para mí fue una
obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros
versos. Empezaba así:
Despierta, Anibal, del letargo horrendo,
que aquí te tiene encadenado, y vuela
a vengar a Duålio...
Lamarque me enloquecía pintándome en verso, prosa
y narraciones orales, los primores maravillosos del
Orphée aux Enfers, que se daba entonces por primera
vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje
de la Opinion Publique tomaba siete octavas partes
de la narración, destinadas a pintar precisamente lo
que no cubria. Diana, Venus; la opulenta Juno,
completaban el cuadro: No tenía la menor noción de esas
grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también
de ese espectáculosoberano me impedía estudiar, apartar
un instante mi pensamiento de todo ese Olimpo adorable.
Así un día que Gigena nos dio por tema de
disertación escrita este cuadro de Suetonio: Nerón,
desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas,
la Lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas,
contempla el incendio de Roma, no sé qué pasó por
mí. Me olvidé que el objeto primordial retórico, obligado,
era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en
nombre de la moral máa elemental y concluir por
una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese
ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra.
"Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C.
Varela, y debuté por la pintura de un incendio
durante la noche. En vez de hablar de las madres,
niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar
gravemente los capitales perdidos y las obras de
arte destruidas, no veía sino las llamas colosales
jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado
por el resplandor, el rugido da las hogueras, la
muchedumbre humana en convulsión. !Y allá en la altura,
Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como
un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras
mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza
con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos
y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca!...
Insensiblemente pasé los limites verdosos de la
ilusión discreta, llegué a las licencias de Petronius,
alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier
habrían sido cartas de Chésterfield al lado de mi
composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la
lectura a la mitad a pesar de las protestas de los
compañeros, que viendo aquel "boccato" qurian gozarlo
integro.
Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella
clase de literatura tuvo efectos funestos sobre
nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya impresión
nos tomaba noches enteras, en las que yo escribía
articulos literarios donde hablaba del "festín de las
brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en
los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros
publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo
efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la
armonia y la paz, agitaron y agriaron los ánimos, y más
de un ojo debió el oscuro ribete con que apareció
adornada a las polémicas vehemente sostenidas por la
"prensa". Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro
hoy si mi adversario sufrió; pero si recuerdo que,
aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal
acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma
nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su
posición normal.
Un joven romano habría jurado no ocuparse más de
prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y
los instintos quedan. !Oh! ;Qué himnos cantara hoy al
periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera
costado!...
Capítulo XXIV
Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo,
Como considerábamos legítimamente el punto que hasta
hace poco tiempo fue conocido con el nombre de
"Chacarita de los Colegiales" y que mas tarde, al
acceder el último término de su denominaclón, debía
adquirir tanta fama por los acontecimientos de junio de
1880.
Pocos puntos hay más agradables en los alrededores
de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual
distancia de Flores, Belgrano y la Capital, el viejo
edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero
grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje
delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del
terreno dan un carácter no común en las campiñas
próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como
feudo señorial no sólo los terrenos que aún hoy
pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron
destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Asi,
nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por
cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones,
organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad
juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la
inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con
todos los vecinos, sin contar al famoso proceso con la
Municipalidad de Belgrano, especie de Jarndyce versus
Jorndyce (* Dickens, Black house" ) del que habiamos
oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se
perdfá en la noche de los tiempos, proceso cuyos
antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos
impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio
de Belgrano era representado por una compañia de ladrones,
neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía
para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.
Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de
Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros
de la partida de policía, viendo la traza arcaica de
nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos,
por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas
de leña o sacar agua), abandonaban el noble
juego de la taba en que estaban absorbidos, y
cabalgando a su vez emprendían animosos nuestra
persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo,
lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones
de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente
por una metódica y razonada división del trabajo,
"avant-gout" de nuestros estudios económicos del
futuro. La diretción del cuadrúpedo estaba entera y
absolutamente confiada al que iba adelante. tarea grave
y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas
de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino
por la preocupación incesante del jinete para evitar la
probable operación de la talla, practicada inconscientemente
por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del
convulsivo movimiento de una manquera tradicional.
El ciudadano colegial que ocupaba el anca desempeñaba
las funciones de foguista: él debía suministrar
con medios a su arbitrio los elementos necesarios para
producir el movimiento. Por lo demás, se procedía
siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la
estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque
firme, apoyado por el talón incansable, producía el
trote; si el compañero de adelante podía distraerse
hasta el punto de menear el talón a su vez, se obtenía
un simulacro de galopito expirante, y por fin el máximun,
esto es, un galope normál, de tres cuadras exactas de
duración, se alcanzaba por la hábil combinación
del rebenque, Cuatro talones y una pequeña picana,
dirigida con frecuencia hacia aquellós puntos que el
animal, en su inocencia, había dado muestras de
considerar como los más sensibles de su individuo.
Se me dirá, tal vez, que, con semejantes elementos
era una verdadera insensatez arrostrar las iras
policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando
se sepa que los medios de locomoción de nuestros
adversarios eran de una fuerza análoga a aquellos de que
disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido
confuso da latas y denuestos tras de nosotros;
silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego
a mós de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones,
aspirábamós a llegar, a los terrenos ya casi neutrales
del otro lado del Circo; en general, según cálculo
hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes
de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable
miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía no
conseguía poner en pie su cabalgadura sino después
de de media hora de exhortaciones expresivas.
Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y
alambrados, habíamos vencido; porque, echando pie a
tierra, abandonábamos la bestia, que partía con
increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras
nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por
medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas
efímeras de la caballería enemiga. Cuandn una hora más
tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro
castillo y presentar sus quejas a las autoridades del
Colegio, ya éstas habian sido informadas por nosotros
de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se
habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano.
El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un
carácter feroz.
Capítulo XXV
Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo.
Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de
sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los
arboles frescos y contentos, el espacio abierto a todos
los rumbos, nos hacían recordar con horror las negras
madrugadas del Colegio, el frío mortal· de los claustros
sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio.
En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural;
podíamos leer novelas libremente, dormir siesta, salir
en busca de "camuatis" y, sobre todo, organizar con
una estrategia científica las expediciones contra los
"vascos".
Los "vascos" eran nuestros vecinos hacia el norte,
precisamente en la dirección en que los dominios
colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones
respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua
y de bordes cubiertos de una espesa planta, baja y
bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de
media cuadra de ancho, pintorescamente manchado
por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá,
el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el
Edén, !la tierra prometida! !Allí, en pasmosa
abundancia, crecian las sandías, robustas, enormes,
cuyo solo aspecto apartaba la idea de la "caladura"
previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como
el lacre, el "cucúrbita citrullus" famoso, cuya
reputación ha persistido en el tiempo y en el espacio;
allí doraba el sol esos melones de origen exótico,
redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas,
los melones exquisitos, de suave pasta perfumada de
exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio!
No tenían rivales en la comarca, y es de esperar que
nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las
excursiones a otras chacras nos habían siempre producido
desengaños; la nostalgia de la fruta de los "vascos" nos
perseguía en todo momento y jamás vibró en oido
humano, en sentido menos figurado, el famoso verso
de Garcilaso de la Vega.
Pero debo confesar que los "vascos" no eran lo que
en lenguaje del mundo se llama personajes de trato
agradable. Robustos los tres, ágiles y vigorosos y de
una musculatura capaz de ablandar el coraje más
probado, eternamente armados con sus horquillas de
lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en
cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos
hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad
suprema: !amaban sus sandías, adoraban sus melones !
Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido
hacer con éxito una "razzia" en el cercado ajeno, cuando
un dia. . .
Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía la
tierra sedienta e inflamada, cuando saltando
subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde
más tarde debía alojarse el 14 de caballería de línea,
nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia
la región feliz de las frescas sandías. Llegados al
foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido,
allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente
de campaña no descubierto aún por el enemigo.
Lanzamos una mirada investigadora; !ni un vasco en
el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se dirigía
a la izquierda, donde florecía el "cantaloup", dos nos
inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por
el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos
enormes sandías que en la pasada visita habíamos
resuelto dejar madurar algunos dias aún. La mía era
inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles
delicias.
Cargué con ella, y cuando bajé los ojos para buscar
otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno...
un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de
Telémaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó
mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la
izquierda, representada por el compañero de los
melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás
de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi
dirección, mientras otro pone la proa sobre mi
compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo
solo aspecto comunica la ingrata impresión de
encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre
dos puntas aceradas que penetran...
!Cómo corría, abrazado tenazmente a mi sandía!
!Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que
me abandonó en el momento terrible, quedando como
trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo, !cuán
veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle
de herrería creía sentir rozarme los cabellos!
Volábamos sobre la alfalfa; !qué larga es media cuadra!
Un momento cruzó mi espíritu la idea de abandonar
mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos
Clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta,
pensé en los jefes de caballeria que regaban el
camino de la "retirada" con las prendas de su apero;
pensé... !No! !Era una ignominia! Llegar al dormitorio
y decir: "!Me ha corrido el vasco y me ha quitado
la sandía!" !Jamás! Era mi escudo lacedemonio: !vuelve
con él o sobre él!
Instintivamente había tomado la dirección del vado;
pero el vasco de mi compañero, por medio de una
diagonal habría llegado antes que yo, y debo declarar
que, a pesar de la persecutción personal del mío, los
tres vascos me eran igualmente antipáticos. !Marché
de cara al sol!, como el Byron de Nuñez de Arce. Mi
agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias
del rescate, había brillado en aquella ocasión; así,
cincuenta pasos antes de llegar al foso mi partido estaba
tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la libreza-
y salté... Una desagradable impresión de espinas
me reveló que había saltado el obstáculo; pero !oh
dolor!, en el trayecto se me había caido la sandía, que
yacia entre las aguas cenagosas del foso.
Me detuve y observé a mi vasco: daría el salto? Lo
deseaba, en la seguridad que iría a hacer compañia
a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y
plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su
tridente, empezó a injuriarme de una manera que
revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a
mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias
fue digna; solo recuerdo que en el momento en que
tomaba un cascote, sin duda para darle un destino
contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a
mis dos compañeros correr en dirección a "las casas"
y al vasco de los melones despuntar por el vado y
dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero
seguro ya del triunfo...
Eran las tres y media de la tarde, y el sol de enero
partía la tierra sedienta e inflamada cuando con la
cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las
manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos
por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama,
y mientras el cuerpo reposaba con delicia reflexioné
profundamente en la velocidad inicial que se adquiere
cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia,
armado de una horquilla.
Capítulo XXVI
Viene mi memoria, envuelto entre los recuerdos
de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo
curiosísimo que en aquellos tiempos felices, ignorantes
aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría
el mundo, clasificábamos alternativamente con los
nombres de "el loco Larrea" o "el loro Larrea". Queda
entendido que he alterado su verdadero apellido, pues
ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le sería
grafo figurar en estas páginas, a la manera de un
coleóptero de museo. Era riojano; aunque de gran
estatura, su cuerpo, sea por falta do armonia ingéanita,
sea por el corte de sus jaquets amplios, sin la menor
curva en la espalda, presentaba una linea recta geométrica
desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía
un conjunto tan desgraciado como insípido.
La cara de Larrea era una obra maestra. En primer lugar,
aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante
lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero
eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía
de Larrea sin el arco verdoso que coronaba su
frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del
pelo y del cutis libre. Era un depilatorio espeso, de
insoportable olor, que Larrea se aplicaba con una
constancia benedictina todas las noches, a fin de evitar
los avances capilares de que he hecho mención. Pero
Larrea sostenía que esa pasta era completamete
ineficaz, a lo que alguno de los compañeros replicaba que
era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de
calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer
el ligerisimo "duvet" del brazo de las damas,
según cantaba el prospecto. Se echa acaso abajo un
bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los
trigales? La nariz de Larrea presentaba esa forma
arquitectónica que la envidia humana ha clasificado
de "ñata"; más abajo, de Este a Oeste, abarcando
los límites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea,
siempre entreabierta, sin duda para dar ventilacián a
sus dientes como teclas de piano viejo, en color y
dimensión.
Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo
motivo, lo que le había valido el ya mencionado
calificativo de "loro". Pero cuanão llegó a la Chacarita
notamos alarmados, que aquelIa facundia inagotable
había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los
juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo
el día tendido en su cama, en la que nos parecia oir
durante la noche suspiros enormes como resoplidos de
buey.
!Larrea amaba! Una tarde me confió que había
entregado su corazón a una beldad cruel que no quería
apercibirse del fuego que le consumía. Me pidió
que no me burlara de él, porque era un asunto serio,
que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado
por mi cara de confidente de tragedia, de aquellos
únicamente admitidos en la escena para dar la réplica
corta y hábil que motiva una nueva tirada del
héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. Por fin,
supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de
una "modesta" familia que habitaba a veinte Cuadras
de la Chacarita. !Ya lo creo! Era una Chinita deliciosa
de dieciocho años, de carita fresca y morena, de grandes
ojos negros como el pelo, sin más defecto que
aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el
rasgo distintivo de nuestra raza indígena. Todos la
conocíamos, y más de uno hacía frecuentcs pasadas
a pie y a caballo, por delante de aquel rancho,
alentado por locas esperanzas.
Animé a Larrea cuanto pude, le di mis consejos
(porque los porteños éramos "censés" ser tenorios
consumados), y, por fin me anunció un día que había
hecho relación con la familia y que habí~n organizado,
de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile
al que debiamos concurrir siete u ocho de nosotros,
siempre que nos hiciéramos preceder por algunas
libras de yerba y azucar, algunas botellas de cerveza
y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de
los convidados y me pedía los acompañara al sitio de
la fiesta, donde él se encontraría desde la primera
hora.
Como se comprende, era necesario escaparse.
Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato
a una partida semejante, avisé también al cojo Videla,
uno de los muchachos más buenos y traviesos que he
conocido, y -como habíamos tenido tiempo de
prepararnos- el sábado, a las nueve de la noche,
dejando cada uno en la cama respeetiva (felizmente no
estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una
peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha,
a través de los potreros, llenos de un loco entsiasmo
y forjando conquistas a millares.
Capítulo XXVII
Larrea estaba ya allí. Ebrio de gozo, radiante dentro
de su jaquet rectilineo, había tomado la dirección de
la fiesta y servía de bastonero con toda gravedad.
Fuimos introducidos, agasajados, y pronto, al compás
de la orquesta, limitada a una guitarra y un acordeón
(los esfuerzos para obtener un órgano habían sido
vanos), nos hundimos en un océano de valses, polkas
y mazurkas, pues las damas se negaban a una segunda
edición de la primera cuadrilla, que a la verdad
había permitido al cojo Videla desplegar cualidades
coreográficas desconocidas y que después supimos
habían sido inspiradas por una representación de Orfeo
con que se había regalado en una noche de escapada.
Después de cada pieza obsequiábamos naturalmente
a las damas con un vaso de cerveza, acompañdndolas
con una frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea
irradiaba de contento; había recitado sus versos,
prometido otros y nos dejaba entrever que una cita
flotaba en lo posible. Un gaucho viejo (!lo veo aún!),
con una larga barba canosa, el sombrero en una mano
y un vaso de cerveza en la otra, gozaba como un
bienaventurado desde la puerta donde se apoyaba. De
tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals o
una polka y que, obedeciendo a las necesidades de
la armonía, llevábamos oprimidas a las compañeras,
oíamos la voz alegre del viejo que repetia varias
veces:
-! Que sa vea luz, caballeros!
La fiesta estaba en su apogeo y el italiano del
acordeón, despreciando profundamente a su acompañante
de la guitarra, hacía maravillas de ejecución, bajo
ritmos caprichosos y excéntricos que llegaban vagamente
a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos
al compás de una música interior, cuando, después
de haber oído el galope de un caballo, vimos
aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita
en la puerta del rancho, con la fisonomía pálida que
debía tener Daniel al entrar de una manera tan
intempestiva en la sala del festín de Baltasar.
-!Muchachos, los han pillado! El celador me ha
dicho que los busque, y que si dentro de media hora
no están en el dormitorio va a dar cuenta al
vicerrector.
Todo esto, entrecortado por la fatigosa respiración.
El buen compañero había robado uno de los caballos
del quintero, y por hacernos un servicio se había
puesto en camino por entre barriales espantosos, pues
los últimos días había llovido copiosamente. No había
tiempo que perder y era necesario ponernos en marcha
sin demora. El viejo nos ofreció su caballo, cuyas
formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis
horas por lo menos, se lo aceptamos agradecidos y
tratarnos de organizar la partida. Eramos siete en
todo; dos treparon en las ancas del compañero que nos
había traído el aviso, después de darle tiempo a que
absorbiera una botella de cerveza íntegra, y los otros
cuatro procuramos arreglarnos sobre el caballo del
viejo, que a todo trance pedía luz, como Goethe
moribundo. Larrea, por darse tono delante de la chinita
y sosteniendo que conocía una senda por donde nos
llevaría sin embarrarnos, tomó la direeción, colocándose
gravemente en la cruz. Detrás de él, un condiscipulo
sumamente grueso, en seguida Eyzaguirre, y
allá, al fondo, en el remoto extremo, precisamente en
aquel plano inclinado que parece una invitación a
resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre como
un mono a una reja.
Cuando emprendimos la marcha, el dueño de casa,
la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo,
hasta el italiano del acordeón, reían a carcajadas.
Contestamos alegrérnente, y fue en este momento que
hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me
alarmaron: !aquel caballo no tenía anca, sino un
techo de media agua por lomo, de filoso mojinete, y
Larrea poseía una "mona" gigantesca!
Capítulo XXVIII
La noche era oscura y amenazaba llover; encandilados
aún, no sabíamos dónde estábamos ni qué dirección
habíamos tomado. Si nuestro raciocinio no
hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad
impasible con que Larrea dirigía a la bestia nos
habría estremecido. Se me había encargado castigar,
pues según las tradiciones recibidas el foguista era
siempre el del anca; hice presente que no habia
sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el
aire, y propuse nos limitáramos, en las circunstancias,
al sistema del talón,
Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en
las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin
descanso: aquel animal tenía en la punta de la cola algo
que me atraía. En mi desesperación me aferraba a
Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía
limitarme a agarrarle de la ropa, no encontrando
plausible; como me lo declaró terminanteYnente, que mis
dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la
parte carnosa que la naturaleza había previsoramente
superpuesto a sus costillas. El compañero gordo bufaba,
oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y éste, sin cesar
de hablar protestando que nadie conocía el camino
como él, aventuraba una que otra queja sobre la
osteología de aquel animal.
No veiamos a dos dedos de distancia, y los
compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda
por la sencilla razón de haber tomado el buen camino.
Habíamos conseguido -!el cielo sabe a costa de qué
esfuerzos y sufrimientos!- hacer tomar el trote a
nuestra montura, cuando de pronto me sentí en el
suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un
choque se había producido y jinetes y caballo habían
venido por tierra. "!No es nada; es un alambrado!"
Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos
invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente al
pobre conductor, que nos anunció estar "ahora"
seguro del camino y, un tanto mohinos y maltrechos
emprendimos de nuevo la marcha.
No habíamos andado media cuadra cuando un grito
sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba
literalmente a "babucha" de Eyzaguirre, quien
a su vez aplastaba al gordo, que, entre gemidos,
estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se
debatía en el barro y que un ligero examen posterior
raveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos caído en una
zanja; el caballo, perdiendo pie, se fue de boca.
Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del
canal de una "arbaléte", el gordo siguió la ley de
la atracción y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso,
me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos
dos pies de barro; cuando salí y Eyzaguirre y el
gordo se pusieron de pie, nos precipitamos todos a
sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones
de continuidad de su cara estaban revocadas por un
lodo espero y negro. Fue necesario sacudirle, lavarle
el rostro con la última botella da cervaza que el
gordo no había soltado en la catástrofe y sacarle el
jaquet rectilíneo, que pesaba dos arrobas.
Entonces enprendimos a tanteo, a pie y en el horror
de la profunda noche, aquella marcha legendaria
e inaudita, en la que las zanjas eran endriagos, las
tunas vestiglos, y los ruidos de los insectos nocturnos,
coros de Corríganos y Kobolds. Puk andaba por allí;
nos parecía oir su risa silenciosa entre las brumas,
eonfundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspié
de la errante caravana... El caballo habia quedado
en la zanja para siempre. !Adios las largas y
melancólicas estadas en el palenque de la pulperia!
!Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño
oscilaba como un péndulo sobre el recado! Una ligera
perturbación en la línea del pescuezo le había hecho
encontrar el reposo eterno: !Sea leve su recuerdo a
la conciencia de Larrea!
Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto
de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido,
el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea,
penetramos en nuestros cuartos y nos ayudamos
fraternamente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de
Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió
al empuje colectivo y es fama que diez horas máa tarde
solamente soltó a su presa, vencida por la operación
cesárea.
Capítulo XXIX
Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos
vienen, me detengo en uno que ha quedado presente
en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero
al famoso 22 de abril de 1883, en que "crudos" y
"cocidos" estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad;
los cocidos por la causa que los crudos hicieron
triunfar en 1880, y recíprocamente. Yo era crudo y crudo
"enragé". Primero porque mis parientes, los Varela,
uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano
mayor, tenían esa opinión, según leía, de tiempo en
tiempo, en la tribuna, y en segundo lugar porque la
mayor parte de los provincianos eran cocidos. Queda
entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de
mi manera de pensar, pero como había que sostener
mis opinionas a moquetes más de una vez, la convicción
había concluido por arraigarse en mi espíritu.
El dia citado había una exitación fabulosa en el
Colegio; después de muchas tentativas infructuosas,
conseguimos escaparnos dos o tres y nos instalamos
en la calle Moreno. Fue allí donde presencié por
primera vez en mi vida un combate armado entre dos
hombres, que me hizo el mismo efecto que más tarde
sentí en una corrida de toros, de la que salió mal herido
el primer espada. Los dos combatientes eran hombres
del pueblo y estaban armados, uno de una daga
formidable, mientras el otro manejaba con suma
habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos
ver: tal era el movimiento vertiginoso que le imprimía.
Mi primera intención fue huir, pero tuve verguenza,
porque uno de mis compañeros que tenía
fama de bravo en el Colegio se había acercado, por
el contrario, para presenciar más cómodamente la
lucha. Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de
la fuerza y el hombre de la daga, dando un grito
desgarrador, cayó al suelo con el vientre abierto de un
enorme tajo. El heridor huyó; yo debía estar muy
pálido porque recuerdo que durante un mes el grito del
caído vibró en mi oído.
Pronto nos mezclamos con unos hombres que traían
un pañuelo al cuello y que habían desalojado a un
pequeño grupo de "cocidos" que estaba cerca de la
confitería del Gallo. Pero el rumor de lo que pasaba
dentro nos hacía arder por penetrar en el recinto de
la Legislatura. !Imposible!
Entonces de común acuerdo y comprendiendo que
era allí donde se desenvolvían las escenas más
interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar
a la Legislatura por las azoteas. Lo hicimos, y a favor
del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos
el techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el
patio de la Legislatura.
Al primero que vi fue a Horacio Varela, tranquilo,
sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me
conoció, me pidió que fuera inmediatamente a su casa
a avisar a la familia que no volvería hasta tarde, que
no temieran, etcétera. "Pero no puedo salir, Horacio,
no me dejan". La verdad era que había trabajado
tanto por llegar a mi punto de observación y esperaba
que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables,
que lanzaba ese pretexto, harto plausible, para
quedarme allí. "Un estudiante a quien no dejan
salir, !pobrecito! ~Entonces ustedes ya no saben
escaparse?" Yo habría podido contestar que lo hacía con
una frecuencia que me ponía a cubierto de semejante
reproche, pero preferí la acción y desaparecí. Me
escapé con éxito, corri a casa de Horacio, tranquilicé a
la familia, volví al Colegio y, jadeante, extenuado,
ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde
di cuenta a Horacio de mi comisión. En ese momento
un gran número de diputados salieron al patio; muchos
abrazaban a un hombre calvo, de muy buena
cara, con una gran barba negra, el cual después supe
habla sido miembro informante, desplegando una
serenidad de ánimo admirable. Era el doctor don
Manuel Aráuz.
Cúando leo en la historia la narración del entusiasmo
ardiente de los estudiantes de la Politécnica y la
Normal, en 1815 y 1830; el arranque impetuoso de los
estudiantes españoles en la guerra de la Independencia,
abandonando Salamanca para unirse al Empecinado,
a don Juan Porlier, al cura Merino; el heroismo
de los jóvenes alemanes en 1813 y 1814, brotando de
los subterraneos de la "Tugendbund" para caer en
los campos de Leipzig; de la muerte gloriosa de
Koerner; cuando leo esos rasgos, me los explico
perfectamente. Hay en los claustros un ansia de acción
indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la
sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con
grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la
libertad.
También nosotros formamos parte de las gloriosas
filas del batallón Belgrano, que fue a ofrecer su
sangre y a pedir un puesto en la vanguardia del general
Mitre, al estallar la guerra del Paraguay. Yo fui
soldado del doctor don Miguel Villegas; era cuanto
podía exigirse de mi patriotismo: servir a las órdenes
de un profesor de la Universfdad, que enseñaba
filosofía por Balmes y Gérusez.
capitulo XXX
Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha
hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida
triste y monótona que llevo. Pero al concluir me
vienen al espíritu los últimos tiempos pasados en la
prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba
a cantar en el alma y se abría para nosotros de una
manera instintiva un mundo vago, desconocido, del
que no nos dabamos cuenta exacta, pero que nos atraía
secretamente. No nos lo confesábamos al principio
unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas
disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia,
de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes,
nos inclinaba a un escepticismo amargo y sarcástico ante
el cual no había nada sagrado. Eramos ateos
en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las
ideas de Hobbes. Las prácticas religiosas del Colegio
no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia;
las aceptábamos con suprema indiferencia.
En una confesión general, sin embargo, tuve la
veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesionario,
dije abiertamente al sacerdote que estaba tras la reja
que no creia una sola palabra de esas cosas y que,
por lo tanto, era su deber no obligarme a mentir. El
confesor dio cuenta inmediatamente; fuí llamado,
insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia
pasar en el encierro los tres días de comilonas y huelga
que sucedian a la comunión.
Al año siguiente mis ideas se habían hecho más
prácticas; nos reunimos unos cuantos y confecionamos
una lista de pecados abominables, estupendos, en
que figuraba todo el repertorio de un libro de examen
de conciencia que nos habían dado para prepararnos.
Nos dieron penitencias atroces, como ser levantarnos
a medianoehe en invierno y salir desnudos al claustro,
arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora;
esto durante tres meses. A buen seguro que, en caso
de obediencia, la pulmonía habrfa dado bien pronto
cuenta de nosotros. Pero aquí quiero hacer una
declaración sincera que pinta bien esos escepticismos
primaverales. Llegado el día de la comunión, que se
hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado
a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a
esperar mi turno.
Un resto de altivez intelectual, una reacción violenta
dentro de mi mismo me hizo considerar una repugnante
apostasía de mis ideas y una burla indigna de la
religión hacer aquello. Así, cuando el sacerdote
se inclinó sobre mi, le miré bien en los ojos y le dije
quedo: "Paso, padre". Hizo un ligero movimiento de
sorpresa; pero cuando se reincorporó, yo ya me había
dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo
en la boca, como si realmente hubiera recibido la
hostia. No me delató.
Capítulo XXXI
Pero la juventud venía y con ella todas las
aspiraciones indefinibles. La música me cautivaba
profundamente. Recuerdo las largas tardes pasadas mirando
tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban
a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro
Quiroga tocar en la guitarra las vidalitas del interior,
los tristes y monótonos cantos de la campaña y las
pocas piezas de música culta que conocía. Aún hoy me
pasa algo curioso que en ciertos momentos me lleva
irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde,
Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una
marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y
cariñoso al oido, Yo me había colocado en el borde de
la ventana, aprovechando la última luz del día para
continuar la lectura de la Conquista de Granada, de
Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese
instante al momento en que Boabdil se despide con
Ios ojos arrasados en láågrimas, desde lo alto de una
colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles y las
fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que
la musica que llegaba a mis oídos era la voz misma
del infortunado monarca y di a aquella melodía
sollozante el nombre de El adiós del rey moro, que
Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez
que en un libro encuentro una referencfa al mísero
fin de la dominación árabe en España, los acordes de
la marcha pesarosa cantan en mi memoria. Así se
explica esa preferencia llena de misterio que algunos
hombres sienten por ciertos trozos de música,
indiferentes para los demás. Los han oído por primera
vez en un momento especial, la impresión se ha confundido
con todas las que entonces se grabaron en el alma
y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra
que se estremezca en un rincón de la memoria
despierta a todas aquellas con que está ligada. Un
hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él sólo,
toda la historia de su vida moral, haciendo brotar
del teclado una serie de melodias, escalonadas en sus
recuerdos...
Capítulo XXXII
Sentíamos también necesidad de cariño: las mujeres
entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos
y fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle,
desde nuestras altas ventanas, por medio de una
combinación de espejos, nos hacía soñar, nos hundían
en los juegos infantiles del gimnasio, de las viejas y
pesadas bromas de costumbre. Las amistades se habian
estrechado y circunscripto; solíamos pasar las
horas muertas haciéndonos confidencias ideales,
fraguando planes para el porvenir, estremeciéndonos a
la idea de ser queridos Como lo comprendíamos y por
una mujer como la que soñabamos. Por primera vez
en estas páginas nombro a César Paz, mi amigo querido,
aquel, que me confiaba sus esperanzas y oía las
mias, aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como
el acero, elegante y distinguido, aquel que más
tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por
uno de sus caprichos absurdos del destino, que
arrancan del alma la blasfemia más profunda...
!Qué vida de agitación! !Qué pesado era el libro en
nuestras manos y que envidia se levantaba en el
corazón por el estudiante libre de la Universidad, tan
despreciado antes y que hoy veíamos pasar, con el
corazón sombrío, radiante en su elegancia, en su traje;
en la incomparable soltura de sus maneras!
Porque empezábamos tristemente a conocernos. La
mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras
madres hacían sacrificios de todo género por darnos
educación. Muchas veces nuestras ropas eran cosidas
por sus propias manos y por muchos años hemos
ostentado sacos como bolsas y el clásico jaquet
"crecedero", aquel que, despreciando el efímero presente,
sólo tiene en vista el porvenir. Pero que nos inportaba?
Eramos filósofos descrildos y un tanto cínicos,
nos revolcábamos en el gimnasio, y el eterno botín de
doble suela, ancho y largo, nos permitia correr como
gamos en el rescate. Usábamos el pelo largo y
descuidado; teníamos, en fin, esa figura desgraciada del
muchachón de quince años que empieza a salir de la
infancia, sin llegar a la virilidad. Eramos, con todo,
felices y despreocupados.
Capítulo XXXIII
Pero los dieciocho años se acercaban. Los días de
salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo
mejor posible, abandonando muchas veces la empresa
con desaliento, vencido; por la exiguidad del guardarropa.
!Qué amarguras, qué sufrimientos aquellos domingos a
la noche, cúando al volver al colegio pasábamos
frente a los teatros y veíamos en el peristilo
una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros,
los externos felices, bien vestidos, con sus guantes
flamantes, y saludando con una gracia, para nosotros
insuperable, a las bellas damas que venían al espectáculo.
En cuanto a mi, recordaba bien que de los ocho a
los doce años no había faltado casi ni una noche a la
Opera; mi padre me llevaba siempre consigo. Era,
pues, un "dilettante" de raza y tradición. Tamberlik
me había acariciado y la incoraparable Madame
Lagrange, aquella artista con un corazón a la Malibrán,
se había entretenido en hacerme charlar durante los
entreactos en su camarín, a donde solía llevarme mi
hermano Jacinto. Y hoy, que era hombre, que podía
apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado
a mi padre y que flotaban en mi memoria como
una nube, tenía que volverme triste y solo al Colegio,
dando la espalda al mundo de la luz...
Una noche no pude resistir al pasar frente al Colón;
vi entrar a un pariente amigo con su familia;
comprendí que tenía un palco donde meterme medio
escondido y tomando mi entrada penetré bravamente,
un poco pálido, con la convicción profunda de que
todo el mundo me observaba.
El pariente tenía felizmente un palco bajo y oscuro
de la ochava; llamé, me resisti con energía a las sillas
de adelante y acurrucándome en el fondo lancé una
mirada investigaadora a la platea. Yo sabía que el
vicerrector era un melómano decidido; en efecto, a
poco le descubri en las tertulias. De un lado cierta
irritación por su presencia, mientras nos confinaba en el
claustro tan cruelmente, y de otro el temor de que
me descubriese, me agitaron un momento. Pero bien
pronto todo eso desapareció y la luz, la música, ese
curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen
tono, la proximidad de una criatura idealmente bella,
que estaba en el palco, sus ojos dulces como un pedazo
de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color
diáfano transparente, sombreado a cada instante por un
tenue velo de púrpura, esa emanación exquisita de la
pureza, de la inocencia y de la gracia, que subyuga
en todas las edades, todo en un encanto misterioso se
apoderó de mi por completo. Quince años han pasado
sobre mi cabeza desde aquella noche, quince años bien
llenos y agitados; pasarán veinte más y no perderé
ese recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma
la impresión fresca de las primeras emociones puras
de mi juventud. Sonrio a veces al recordar mi idilio
adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado
de sensibilidsd enfermiza, la necesidad imperiosa que
sentía de hacer versos, mi desesperación por no poder
medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas
con desaliento, las cartas ideales, que jamás debían
llegar a su destino, en las que derramaba todos mis
sueños y esperanzas. La veía en todas partes, en todas
la buscaba. Me parecía inutil obtener su cariño; el mío
me bastaba, me elevaba, me daba intensidad al espíritu,
fuerza a la voluntad, brillo a la imaginación,
nobleza al corazón. Cambié de carácter; fui dulce,
afable, perdí la ironia amarga con mis compañeros,
dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me
corregía, me mejoraba...
De nuevo sonrio a través de los años, pero !quisiera
volver a esas horas incomparables, a esa explosión de
la savia, trepando al árbol al son de los cantos
primaverales y desenvolviéndose en hojas, en flores, en
perfumes! !Quisiera volver a amar como amé entonces
y como sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste
el pensamiento!...
!Todo pasó en el rápido correr del tiempo; pero la
figura deliciosa, a la que los años han circundado de
esa atmósfera vaporosa que da Murillo a sus vírgenes,
queda fija allá, en el pasado, cerniéndose al principio
de la ruta, como una luz ideal!...
Capítulo XXXIV
Hay que caer a la tierra y recordar que, de una u
otra manera, tenía que entrar en el Colegio. Poco
antes del último acto salí, corrí a la puerta que da
sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletó,
golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién
era imité la voz del vicerrector, y una vez la puerta
abierta abatí la vela que el cerbero traía en la mano
con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla
que dio con él en tierra, y antes que volviera de la
sorpresa ya corria yo por esos claustros como una
exhalación.
Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me
irritaban, los consejos me ponían en un estado de
nervios insoportables: no podía continuar en el Colegio.
Pasaba los días enteros ideando medios para escaparme,
a veces con riesgo de la vida, como cuando nos
deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda
flotante que los albañiles dejaban durante la noche en
el edificio quo se construía entonces sobre la calle
Moreno. Los exámenes estaban encima y no abría un
libro. Había perdido la emulación por completo; las
glorias de clase me parecían ridículas y no habría
dado un paso por recuperar el puesto de honor al que
estaba habituado y que sentía escapárseme de entre
las manos. Al fin triunfé, y una mañana radiante se
me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos
umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como
el númida.
Y, sin embargo, !cuántas cosas dejaba alli dentro!
! Dejaba mi infancia entera, con las profundas
ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos
de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas,
el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan
la felicidad, que más tarde se sueña en vano!
Abandonaba el Colegio para siempre y, abriendo
valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en
medio de las tormentas de la vida.
Capítulo XXXV
Muchos años más tarde volví a entrar un día en el
Colegio; a mi turno, iba a sentarme a la mesa temible
de los examinadores. Al cruzar los claustros, al ver
mi normbre al pie dee algunos dibujos que aún se
mantenian fijos en la pared, con sus modestos cuadros
negros; al pasar junto a mi antiguo dormitorio, teatro
de tantas y tan renombradas aventuras, al cruzar
frente a la puerta sombría del encierro, que por
primera vez recibió una mirada cariñosa de mis ojos; al
ver el grupo de estudiantes tímidos; callados, que en
un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi
cara sus futuras calificacioaes; al estrechar la mano
de mis compañeros de hoy, mis maestros de otro
tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente
que había sido mi atmósfera de cinco años, sentí una
impresión extraña, grata y dulce, y una vaga melancolia
me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.
Me lancé a todos los viejos rincones conocidos y al
pasar bajo las bóvedas del claustro se levantaban más
recuerdos, obedientes a una evocación simpática. Aquí,
me decía, el buen Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos
leía las elegías de Gilbert con un entusiasmo sincero
o nos recitaba la tirada de Thérame,ne, sin mirar el
libro; aguí fue donde el profesor Rosetti, encantado
de mi exposición, me predijo que sería un ingeniero
distinguido si perseveraba en las matemáticas, para
las que habia nacido; en aquel banco expuse a Puigari
mi deplorable conferencia sobre el yodo, que
destruyó todas sus esperanzas de verme convertido en
un Lavoisier; en este sitio memorable fui sostenido por
M. Jacques, cuando habiendo sido llamado a dar examen
de francés, ante el doctor Costa, ministro de I. P.,
me tocó en suerte traducir a primera vista el Incendio
de Moscú, de M. Ségur, y me trabé en descomunal
batalla con Larsen sobre el significado de la palabra
"tole";'aqui Jacques me dijo que era un imbécil, pero
que tenía razón, cuando sostuve ante él, en una discusión
con un compañero, que este título de un capítulo
de La Bruyere, Les esprits forts, no debía traducirse
por Los espíritus fuertes; en aquel rincón me batí una
tarde con denuedo contra un muchacho Arriaza, quien,
si bien sacó del combate la nariz demolida y con una
forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en
este escaño me sentaba mi madre, me tomaba las manos,
me acariciaba con sus ojos llenos de lágrimas, me
apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era
necesario separarnos, me dejaba su alma en un beso. . .
y diez pesos en la mano, que yo corría a convertir en
cigarros en la portería; aquí fue donde el padre Aguero
pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una
escapada, y a la luz de la luna, que entraba por los
cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el claustro
helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con
el mate en la mano y tras la puerta entreabierta
del dormitorio del anciano, contemplaba el cuadro,
poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto
famoso donde fue introducido por engaño la sirvienta
que traía la ropa limpia al "mono" Latorre,
sufriendo las expresivas galanterías de los
circunstantes, mientras el referido "mono", amarrado
al pie de un lecho, ofrecía.el espectáculo confuso de
un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...
-Los exámenes van a comenzar. Sólo . usted se espera.
-Voy al momento.
Capítulo XXXVI
!Ah!, he aquí lI cuarto de Eyzaguirre, aquel informe
"maremágnum" del que éramos pilotos expertos.
En esa ventana asamos una noche memorable las
aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas
para nosotros y que jamás figuraron en la mesa
del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos,
donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el
enorme Ganot distribuido por capítulos en todo el
cuerpo y conociendo la topografía del terreno como
César los campos de Munda; la fuente me saluda, la
fuente de pico recto, la fuente que era necesario
conquistar a puñetazos, parque el compañero que
esperaba interrumpía a menudo la absorción haciéndola
intermitente, por medio de la broma llamada del
"ternero mamón"; aquí un condiscípulo querido de todos
nosotros, que temíamos no pasara el examen escrito,
nos dio una minuciosa explicación de como había
repartido sus fuerzas para el combate: en la nuca, entre
camisa y camiseta, los capítulos de La Inteligencia,
salvo La Razón, que muy bien doblada, se ocultaba
bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler;
entre el elástico del botín derecho, La Sensibilidad;
formando "pendant", en el izquierdo, "La teoría de las
facultades del alma"; en un falso bolsillo del pantlón,
La Voluntad, excepto el Libre Albedrio, que
ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y
allí; sobre el estómago, a mano, como un puñal de
misericordia, como recurso extremo, el Discurso sobre
el método, que, bien manejado, es un proteo multiforme,
apto para satisfacer el programa entero...
-Señor doctor, le están esperando. . .
-Voy, voy al momento.
!Cuánta sonrisa en aquellas caras juveniles si
hubieran leído las cosas que llenaban mi alma y dádose
cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaba mi
silla de examinador!
Decian las cosas que en otro tiempo yo había dicho;
usaban las mismas estratagemas que yo había
empleado y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes
de la bolilla que les eran conocidas, evitando con una
habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones
no holladas por sus ojos infantiles. !Con qué elasticidad
el compañero de atrás hacía de mimbre su cuerpo,
alargaba el pescuezo como una jirafa y, llamando
en su auxilio la voz más susurrante,"soplaba" con
coraje? Yo nada veía; nada quería ver. Mis preguntas
envolvían clara y precisa la respuesta cuando el
discípulo era flojo, y con una sonrisa animadora
impulsaba a desenvolver su charla graciosa y ligera al
que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. ;
Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un
adolescente griego, explicando a su manera infantil los
mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño
en la región do la teoría, borrhándose al mes siguiente,
porque no tiene la mordiente espera de la experiencia
propia!
Y así pasaban ante mis ojos la filosofía y la historia,
serena, olímpica, a la manera de Hesíodo, saliendo
de aquellos labios puros, como el reflejo de leyendas
de otros tiempos, en mundos distintos del que nos
rodea. !Con qué placer, entre mis examinandos,
encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador
de Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las
horas pasadas, pesaroso y triste a las páginas de Zama!
! Como sonaba en mi alma el entusiasmo por las
cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo
discurso de Pedro el Ermitaño, qne yo habia compuesto
en la clase de retórica!. . . Los muchachos sonreían
y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador
insuperable. !No sabían que les habría abrazado
a todos y que al mas imbécil hubiera dado el máximo
con el alma contenta y la conciencia tranquila.
Más tarde dictaba una cátedra de historia en la
Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia,
notaba en las caras de mis discípulos, siempre cultos
y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio
que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado
por el trabajo; a más de mi cátedra, dirigía el
Correo, pasaba un par de horas diarias en el Consejo
de Educación y, sobre todo, redactaba El Nacional,
tarea ingráta, matadora, si las hay. Así, solía llegar
a la clase fatigado, y cuando el tema no era interesante
mi palabra salía pálida y difícil. Pero la campana
del Colegio Nacional estaba allí! Desde el aula la
oía facilmente, y a sus primeros ecos recordaba mis
horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de
clase, miraba a mis alumnos fatigados y cortaba
familiarmente la conferencia. En otras ocasiones el eco de
la campana me servía de excitante, y si alguna vez
salíeron mis discípulos contentos ignoraban que lo
debían al vago sonido que me traía los más dulces
recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante,
mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria
del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la
ciencia.
Si, amar el estudio; a esa impresión primera debemos
todos los que en el Colegio Nacional nos hemos
educado la preparación que nos ha hecho fácil el
acceso a todas las sendas intelectuales. Se pueden
emprender los estudios superiores en cualquier edad; los
preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo
se acepta en la infancia, la dedicación absoluta del
tiempo, el vigor de la memoria, nunca más poderoso
que en los primeros años, la emulación constante y la
ingenua curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el
tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentrac:ón
intelectual los caracteres perdidos en el fondo de la
memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un
palimpesto ante un reactivo que borra el último trazado.
En una semana un hombre regularmente dotado
puede estudiar a fondo una cuestión de derecho; pero
si no tiene una preparación sólida, si no ha ejercitado
su espíritu en los largos años de bachillerato, la
expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto.
Falta de ideas generales, mis amigos.
Yo diría al joven que tal vez lea estas líneas
paseándose en los mismos claustros donde transcurrieron
cinco años de mi vida, que los éxitos todos de la
tierro arrancan de las horas pasadas sobre los libros
en los años primeros. Que esa química y física, esas
proyecciones de planos, esos millares de fórmulas
áridas, ese Latín rebelde, y esa filosofla preñada de
jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su
seno a cuerpo perdido.
Bendigo mis años de Colegio, y ya que he trazado
estos recuerdos. que la última palabra sea de gratitud
para mis maestros y de cariño para los compañeros
que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.
FIN
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