La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Vivir para contarlo
Primer capítulo de las memorias de Gabriel García Márquez

Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia, y no tenía la menor idea de dónde encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara «Soy tu madre».
Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años, y no nos veíamos desde hacía cuatro. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta, y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Ha «Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa».
No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros sólo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte de nacer y de donde salí para no volver poco antes de cumplir los ocho años. Yo acababa de abandon Ni mi madre ni yo, por supuesto, hubiéramos podido imaginar siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo. Ahora, con más de setenta No iba a Aracataca desde hacía catorce años, cuando murió mi abuelo materno y me llevaron a vivir con mis padres en Barranquilla. Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaba La única manera de llegar a Aracataca desde Barranquilla era en una destartalada lancha de motor por un caño excavado a brazo de esclavo durante la Colonia, y luego a través de una vasta ciénaga de aguas turbias y desoladas, hasta la misteriosa población Los vientos alisios estaban tan bravos aquella noche, que en el puerto fluvial me costó trabajo convencer a mi madre de que se embarcara. No le faltaba razón. Las lanchas eran imitaciones rudimentarias de los buques de vapor de Nueva Orleans, pero con mot Tal como ella temía, la tormenta vapuleó la temeraria embarcación mientras atravesábamos el río Magdalena, que a tan corta distancia de su estuario tiene un temperamento oceánico. Yo había comprado en el puerto una buena provisión de cigarrillos de los má Había nacido en una casa modesta, pero creció en el esplendor efímero de la compañía bananera, del cual le quedó al menos una buena educación de niña rica en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Durante las vacaciones de N Viéndola sobrellevar sin inmutarse aquel viaje brutal, yo me preguntaba cómo había podido subordinar tan pronto y con tanto dominio las injusticias de la pobreza. Nada como aquella mala noche para ponerla a prueba. Los mosquitos carniceros, el calor denso Pobres muchachas», suspiró. «Lo que tienen que hacer para vivir es peor que trabajar».
Así se mantuvo hasta la medianoche, cuando me cansé de leer con el temblor insoportable y las luces mezquinas del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de las arenas movedizas del condado de Yoknapatawpha. Yo había desertado de Tratar de convencer a mis padres de semejante locura cuando habían fundado en mí tantas esperanzas y habían gastado tantos dineros que no tenían era tiempo perdido. Sobre todo a mi padre, que me habría perdonado lo que fuera, menos que no colgara en la pa

Casa del telegrafista, donde trabajó
el padre de García Márquez.
«Tu papá está muy triste», me dijo.
Ahí estaba, pues, el infierno tan temido. Empezaba como siempre, cuando menos se esperaba, y con una voz sedante que no había de alterarse ante nada. Sólo por cumplir con el ritual, pues conocía de sobra la respuesta, le pregunté:
«¿Y eso por qué?».
«Porque dejaste los estudios».
«No los dejé», le dije. «Sólo cambié de carrera».
La idea de una discusión a fondo le levantó el ánimo. «Tu papá dice que es lo mismo», dijo. A sabiendas de que era falso, le dije: «También él dejó de estudiar para tocar el violín». «No fue igual», replicó ella, con una gran vivacidad. «El violín lo toca «Yo también vivo de escribir en los periódicos», le mentí.
«Eso lo dices para no mortificarme», dijo ella. «Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí».
«Yo tampoco la reconocí a usted», le dije.
«Pero no por lo mismo», dijo ella. «Yo pensé que eras un limosnero». Me miró las sandalias gastadas, y agregó: «Y sin medias».
«Es más cómodo», le dije. «Dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?».
«Un poquito de dignidad», dijo ella. Pero debió decirlo sin pensarlo, pues enseguida lo suavizó en otro tono: «Te lo digo por lo mucho que te queremos».
«Ya lo sé», le dije. «Pero dígame una cosa: ¿usted en mi lugar no haría lo mismo?».
«No lo haría», dijo ella, «si con eso contrariara a mis padres».
Acordándome de la tenacidad con que logró forzar la oposición de sus padres para casarse, le dije riéndome: «Atrévase a mirarme». Pero ella me esquivó con seriedad, porque sabía demasiado lo que yo estaba pensando.
«No me casé mientras no tuve la bendición de mis padres», dijo. «A la fuerza, de acuerdo, pero la tuve».
Interrumpió la discusión, no porque mis argumentos la hubieran vencido, sino porque quería ir al retrete y desconfiaba de sus condiciones higiénicas. Hablé con el contramaestre por si había un lugar más saludable, pero éste me explicó que él mismo usaba e «Imagínate», me dijo. «¿Qué va a pensar tu papá si regreso con una enfermedad de la mala vida?».
Pasada la medianoche tuvimos un retraso de tres horas, pues los tapones de taruya del caño embotaron las hélices, el piloto perdió el control, la lancha encalló en un manglar y muchos pasajeros tuvieron que jalarla desde las orillas con las cabuyas de las «De todos modos», suspiró, «alguna respuesta tengo que llevarle a tu papá».
«Mejor no se preocupe», le dije con la misma inocencia. «En diciembre iré, y entonces le explicaré todo».
«Faltan diez meses», dijo ella.
«A fin de cuentas, este año ya no se puede arreglar nada en la universidad», le dije.
«¿Prometes en serio que irás?».
«Lo prometo».
Por primera vez vislumbré una cierta ansiedad en su voz:
«¿Puedo decirle a tu papá que vas a decirle que sí?».
«No», le repliqué de un tajo. «Eso no».
Era evidente que buscaba otra salida. Pero no se la di.
«Entonces es mejor que le diga de una vez toda la verdad», dijo ella. «Así no parecerá un engaño».
«Bueno», le dije. «Dígasela».
Quedamos en eso, y alguien que no la conociera bien habría pensado que ahí terminaba todo, pero yo sabía que era una tregua para cargar energías. Poco después se durmió a fondo. Una brisa tenue espantó los zancudos y saturó el aire nuevo con un olor de fl Estábamos en la Ciénaga Grande, otro de los mitos de mi infancia. La había navegado varias veces, cuando mi abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía me llevaba de Aracataca a Barranquilla para visitar a mis padres. «A la Ciénaga no hay que tenerle Aquella noche, por fortuna, era un remanso. Desde las ventanas de proa, donde salí a respirar poco antes del amanecer, las luces de los botes de pesca flotaban como estrellas en el agua. Eran incontables, y los pescadores invisibles conversaban como en un En otra madrugada como ésa, mientras atravesábamos la Ciénaga Grande, mi abuelo me había dejado dormido, y se fue a la cantina. No sé qué hora sería cuando me despertó una bullaranga de mucha gente a través del zumbido del ventilador oxidado y el traquete «No lo dude, coronel. Lo que querían con usted era echarlo al agua».
Mi abuelo sonrió sin dejar de afeitarse, y con una altivez muy suya, replicó:
«Más les valió no atreverse».
Sólo entonces entendí el escándalo de la noche anterior y me sentí muy impresionado con la idea de que alguien hubiera echado al abuelo en la ciénaga. Tanto, que ahora lo evoco con todos sus detalles visuales, y lo veo levantado en hombros de la muchedumb "No sé cómo has podido ser escritor con una memoria tan mala".
Pues bien: el recuerdo de ese episodio nunca esclarecido me sorprendió aquella madrugada en que iba con mi madre a vender la casa, mientras contemplaba las nieves de la sierra que amanecían azules con los primeros soles. De allí en adelante, hasta el día El retraso en los caños nos permitió ver a pleno día la barra de arenas luminosas que separa apenas el mar y la Ciénaga, donde había laderas de pescadores con las redes puestas a secar en la playa, y niños percudidos y escuálidos que jugaban al fútbol con Mientras desayunábamos despacio en las mesas del puerto, donde servían las sabrosas mojarras de la ciénaga con tajadas fritas de plátano verde, mi madre aprovechó la ocasión para una nueva ofensiva de su guerra personal. Sentada junto a mí, sin levantar l «Entonces dime de una vez: ¿qué le voy a decir a tu papá?».
Traté de ganar tiempo para pensar:
«¿Sobre qué?».
«Sobre lo único que le interesa», dijo ella un poco irritada. «Tus estudios».
Tuve la suerte de que un comensal impertinente, intrigado con la vehemencia del diálogo, quiso conocer mis razones. La respuesta inmediata de mi madre no sólo me intimidó un poco, sino que me sorprendió en ella, tan celosa de su vida privada.
«Es que quiere ser escritor», dijo.
«Un buen escritor puede ganar buen dinero», replicó el hombre con seriedad. «Sobre todo si trabaja con el Gobierno».
No sé si fue por discreción que mi madre le escamoteó el tema, o por temor a los argumentos del interlocutor imprevisto, pero ambos terminaron compadeciéndose de las incertidumbres de mi generación y repartiéndose las añoranzas. Al final, rastreando nombr Fuimos a la estación del ferrocarril en un coche victoria de un solo caballo, tal vez el último de una estirpe legendaria ya extinguida en el resto del mundo. Mi madre iba absorta, mirando la árida llanura calcinada por el salitre que empezaba en el lodaz «Es el mar», me dijo.
Desencantado, le pregunté qué había en la otra orilla, y él me contestó sin dudarlo: «Del otro lado no hay orilla». Hoy, después de tantos océanos vistos al derecho y al revés, sigo pensando que aquélla fue una más de sus grandes respuestas.
No recuerdo cuándo oí hablar del mar por primera vez, ni cuál era la imagen anticipada que me había formado de él a través de los relatos de los adultos. Mi abuelo había querido mostrármelo en el embrollo de su viejo diccionario descosido, y no pudo encon Mi madre debía pensar lo mismo del mar de Ciénaga, pues, tan pronto como lo vio aparecer en la ventanilla del coche, suspiró: «No hay mar como el de Riohacha». En esa ocasión le conté mi recuerdo de las gallinas ahogadas y, como a todos los adultos, le pa «Mira», me dijo. «Ahí fue donde se acabó el mundo».
Yo seguí la dirección de su índice, y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me preci La información me sorprendió, pues siempre creí que la matanza había sido en la estación de Aracataca. Muchas veces, cuando iba con mi abuelo a esperar el tren, volvía a vivir el horror del instante imaginario: el militar leyendo el decreto con el que los «¿Qué era lo que querías saber sobre las astromelias?».
Mi facultad de visualizar ciertos episodios como si en realidad los hubiera vivido, en especial durante la infancia, me ha causado muchas confusiones de la memoria. Pero ninguna como aquella de creer que la matanza había sido en la estación de Aracataca. La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas, y el escenario era tan pobre para un drama tan grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración. Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de Mi recuerdo falso fue tan persistente que en una de mis novelas referí la matanza con la precisión y el horror con que creía haberla visto en Aracataca, pues no lograba identificarla con ninguna versión distinta de la que había incubado durante años en mi El tren llegaba a Ciénaga a las ocho de la mañana, recogía los pasajeros de las lanchas y los que bajaban de la sierra, y proseguía hacia el interior de la zona bananera un cuarto de hora después. Mi madre y yo llegamos a la estación pasadas las nueve de «¡Qué lujo! ¡Todo el tren para nosotros solos!».
Siempre he pensado que fue un júbilo falso para disimular su decepción, pues los estragos del tiempo se veían a simple vista en el estado de los vagones. Eran los antiguos de segunda, ahora convertidos en clase única, pero sin asientos de mimbre ni crista Aquel día, por un motivo o por otro, partió con una hora y media de retraso. Cuando se puso en marcha, muy despacio y con un chirrido lúgubre, mi madre se persignó, pero enseguida volvió a la realidad.
«A este tren le falta aceite en los resortes», dijo.
Éramos los únicos pasajeros, tal vez en todo el tren, y hasta ese momento no había nada que me causara un verdadero interés. Me sumergí en el sopor de Luz de agosto, fumando sin tregua, con rápidas miradas ocasionales para reconocer los lugares que íbamos El mundo cambió. A lado y lado de la vía férrea se extendían las avenidas simétricas e interminables de las plantaciones, por donde andaban las carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. De pronto, en intempestivos espacios sin sembrar, había campamen En la población de Riofrío subieron varias familias de aruhacos cargados con mochilas repletas de aguacates de la sierra, los más apetitosos del país. Recorrieron el vagón a saltitos en ambos sentidos buscando dónde sentarse, pero cuando el tren reanudó l La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos. Nadie se salvaba de sus estragos. Desde la ventanilla del vagón se veían los hombres sentados en la puerta de sus casas, y bastaba con mirarles la cara para saber lo q Mi madre se creía curada de espantos, pues una vez muertos sus padres había cortado todo vínculo con Aracataca. Sin embargo, sus sueños la traicionaban. Al menos, cuando tenía alguno que le interesaba tanto como para contarlo al desayuno, estaba siempre r «Lástima que no podamos esperar un tiempecito más».
Mientras el cura hablaba, pasamos de largo por un lugar donde había una multitud en la plaza, y una banda tocaba una retreta alegre bajo el sol aplastante. Todos aquellos pueblos me parecieron siempre iguales. Cuando mi abuelo me llevaba al flamante cine Ya en mi niñez no era fácil distinguir unos pueblos de los otros. Veinte años después era todavía más difícil, porque en los pórticos de las estaciones se habían caído las tablillas con los nombres: Tucurinca, Guamachito, Neerlandi, Guacamayal. Y todos er El tren se detuvo en Sevilla como a las diez de la mañana para cambiar de locomotora y abastecerse de agua durante quince minutos interminables. Allí empezó el calor. Cuando reanudó la marcha, la nueva locomotora nos mandaba en cada vuelta, para colmo de «Entonces, ¿qué le digo a tu papá?».
Yo pensaba que no iba a rendirse jamás, en busca de un flanco por donde quebrantar mi decisión. Poco antes había sugerido algunas fórmulas de compromiso que descarté sin argumentos, pero sabía que su repliegue no sería muy largo. Aun así me tomó por sorpr «Dígale que lo único que quiero en la vida es ser escritor, y que lo voy a ser».
«Él no se opone a que seas lo que quieras, pero desea verte graduado», dijo ella.
Hablaba sin mirarme, fingiendo interesarse menos en nuestro diálogo que en la vida que pasaba por la ventanilla.
«No sé por qué insiste tanto, si usted sabe muy bien que no voy a ceder», le dije.
Al instante me miró a los ojos y me preguntó intrigada:
«¿Por qué crees que lo sé?».
«Porque usted y yo somos iguales», dije.
El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero El tren pasaba a las once por la finca Macondo, y diez minutos después se detenía en Aracataca. El día en que iba con mi madre a vender la casa pasó con dos horas y media de retraso. Yo estaba en el retrete cuando empezó a acelerar, y entró por la ventana Lo primero que me impresionó fue el silencio. Un silencio material que hubiera podido identificar con los ojos vendados entre los otros silencios del mundo. La reverberación del calor era tan intensa que todo se veía como a través de un vidrio ondulante. «¡Dios mío!».
Fue lo único que dijo.

(c) Gabriel García Márquez

 

 

 

Retornar a catalogo