La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

Armando Cassigoli

Pequeña historia de una pequeña dama

De sus antepasados.

Lorenzo Alvaroñez de Villafán, pastor de cabras primero, vagabundo luego y en seguida hombre malo, apenas
hubo cumplido su quinta condena (que le ató por largos años a cárceles, presidios y gendarmerías de Extremadura)
se hizo soldado y se embarcó rumbo a América, a las órdenes de un bravo y aguerrido capitán de apellido Jorquera,
extremeño como él.
Los agentes de su aldea, es decir en cierto modo sus enemigos, al saber que Lorenzo se les escapaba con muchas y
variadas cuentas pendientes, no supieron si agradecer a la Divinidad por haber alejado de la Península a tan
peligroso sujeto, o si envidiarlo profundamente por cuanto, de seguro, habría alguna vez de retornar con faltriqueras
y equipajes repletos de glorioso oro.
Pero ni él ni sus descendientes volvieron jamás a España, y su pista se perdió, para muchos, en los turbulentos
sucesos de la conquista española.
Prosiguiendo esta primera incursión por tronco y ramas del árbol genealógico de Elvira, reencontramos la pista más
tarde en México, donde las crónicas hablan de un tal Lorenzo Alvarez Oñez de Villalán, quien, después de un
frustrado intento de levantar en armas contra la corona a una aldea tlascalteca, deserta y huye hacia el sur,
desapareciendo.
Años más tarde, en la "Chronica de plebeyos" del abate Andueza, aparece un tal Alvaroñez Villalón de Extremadura,
apodado "El extremeño feliz", el que casado con una "noble moza indiana, riquísima e de mal vivir", se hace famoso
en Nueva Granada por sus latrocinios y traiciones contra el gobierno de sus Majestades.
Pero los rastros de la ascendencia de Elvira no se pierden. En Perú encontramos a un tal Michel Alvaroñez Villalón
o Alvaroñez de Michalla, mestizo audaz y sumamente astuto (aunque según él "hispaniol de cepa, por la gratia de
Dios"), que entra en conspiración contra Francisco Pizarro. Por venir los demás conjurados desde el sur, fueron
llamados "los de Chile". Entre éstos, el soldado raso Michel o Michalla, gracias a un acto heroico y temerario, pierde
su apelativo mestizo y vuelve a ser simplemente A1varoñez, agregándole un "de Toledo", para denunciar su rancia
prosapia peninsular. Sin embargo, aquel "de Toledo", según consta en una carta del obispo Gómez Gómez a un
joven penitente, le fue agregado por la destreza y maestría con que su poseedor manejara una espada de acero
toledano contra lomos y gargantas indígenas.
A la rápida y audaz conquista hispana siguen los largos días de organización colonial, el sol de España brillando muy
alto; a su luz y a la sombra de la cordillera de los Andes, la familia Alvaroñez crece, prospera, se enriquece
explotando el cuero, el sebo, el indio, el oro. Se radican definitivamente en Chile.
Siglo y medio más tarde, Alvaro Alvaroñez de Cepeda, descendiente del muy ilustre Alvaroñez de Toledo, riquísimo
comerciante en asnos compra el título de marqués de Melipilla. Sus vástagos se educan en Lima, en Londres, en
Madrid; uno de ellos llega a ser prior de un convento agustino.
La familia avanza próspera y feliz por el siglo dieciocho, y así llega a los albores del diecinueve. La situación,
debido a los impuestos aduaneros, se hace difícil. Por las calles se habla sigilosamente de gobierno autónomo.
Llegan muchos ingleses y franceses. España, señora madura y muy católica, es vejada por Napoleón. En las colonias
se lee a hurtadillas a Voltaire y a Rousseau, y hay hasta quienes tienen la osadía de tener en sus casas diabólicos
instrumentos de física.
Por aquel entonces nace una mujer: Edelmira Álvarez Mansilla. Se cría, crece, llega a la pubertad y luego, mediando
su adolescencia, se casa con un honrado comerciante que exporta maderas; hombre obeso como cuba, cara roja,
nariz afilada, muy amigo de tomar el "once" (la palabra aguardiente tiene once letras) y poseedor de cuanta
superstición pudo crear la necedad humana. Así, por ejemplo, si el día amanecía con sol, empezaba a beber después
del mediodía- si nublado, comenzaba desde temprano- si mientras saboreaba el licor ladraba un perro, decía "santo,
santo" y apuraba el vaso; si en cambio veía pasar a una viuda, musitaba "Dios nos guarde la salud" y bebía
lentamente. Su gama supersticiosa abarcaba también otros campos: un alguacil presagiaba visita; un rocín cojo,
buenos negocios, y si el caballejo cojo era blanco además, casamiento.
Edelmira, que en corto tiempo se transformó en una persona madura, convenció a su marido de que conspirase
contra el rey "en este tiempo, querido, todo el mundo lo hace". El marido, sudando, desplazándose con gran esfuerzo
y rogando a Dios que no lo obligaran a conspirar en día viernes, pues ello traía malos presagios, aceptó.
Como la esposa de un importante conspirador, Edelmira llega a ser una de las damas más importantes de la
revolución independentista. Aprende a leer en francés. Su confesor es un audaz franciscano. El prestigio de mujer
culta y progresista que la nimba trasciende los salones.
De Edelmira nace una hija, Ludmira.
De Ludmira Bustillos Acharán poco se sabe. Vivía sola, creía en los espíritus y bebía con exceso. De su marido un
alemán de apellido González, tuvo una sola hija: Elvira.

De su padre

En enero de 1859 desembarcó ilegalmente en Pichidangui un joven alemán: Wolfgang von Salz, apellidado así
porque desde sus más lejanos antepasados la familia trabajó mercando y elaborando sal. Llegado a Chile vióse
precisado a cambiar de nombre y, luego de un tremendo esfuerzo filológico, se tradujo al castellano. A Wolfgang lo
convirtió en Lupercio y a von Salz en lo más parecido: González.
Se cuenta que marchó a pie desde Pichidangui a Santiago, demorando en ello nueve días y trece horas, durante las
cuales se fingió sordomudo para que así no advirtiesen su procedencia extranjera y averiguasen sobre su desembarco
y pasaporte.
En Santiago, el negocio de la sal apenas daba lo suficiente para medio subsistir. Sin embargo, él, que era el más
inteligente de su familia, sabía hacer también otras cosas; cerveza, por ejemplo. "En América se agrandan las ideas",
se dijo, y en ese mismo instante decidió dedicarse a cervecero. Las pocas libras esterlinas que traía consigo le
sirvieron para instalarse. El mismo salía a vender su mercancía. Se echaba un pequeño tonel a la espalda e íbase por
las calles pregonando la bebida, que tuvo mucha aceptación entre las gentes, sobre todo en una mansión de la calle
Claras mansión elegante y solariega, en donde una agraciada joven compraba todos los días dos litros de cerveza
"para papá", contoneándose y saludando obsequiosa al rubio y respetuoso cervecero.
Vivía Lupercio en unas amplias piezas que una viuda le arrendaba en calle San Pablo, al comienzo del camino hacia
Valparaíso. El alquiler le daba derecho, además, a ocupar un patiecito interior en donde, burbujeando en altas
tinajas, fermentaba un caldo espeso que luego se transformaba en cerveza. Lupercio subarrendaba una de las piezas
(eran tres) a un carrocero italiano, hombre piadoso como pocos, lo cual no impedía que mientras Lupercio se
entregaba al sueño, le bebiese clandestinamente varios litros del tonel. El alemán se percataba de ello más nada
decía; el italiano era simpático, cantaba bien y a menudo narraba largas y románticas historias amorosas de su tierra
toscana.
A medida que pasaba el tiempo el capital del alemán se acrecentaba, a la par que la amistad (así había llegado a ser)
con la tímida y discreta damita de la calle Claras que en forma cotidiana compraba dos litros de cerveza "para papá".
Repentinamente estalló la guerra por una cuestión de abonos y minerales. El negocio de Lupercio tenía ya varios
obreros y un capataz italiano que había cambiado su oficio de carrocero por el de técnico en cervecería.
A la voz de guerra, muchos hombres se enrolaron para ir al frente y muchas mujeres salieron a recorrer las calles
enardecidas, portando vistosas insignias militares. En varias casas se bordaron banderas, colocando, bajo la estrella
solitaria, una pequeña cartulina con la imagen de la Virgen del Carmen.
La damita de calle Claras también nerviosa y preocupada por los asuntos bélicos, compraba ahora tres litros de
cerveza y para ello acudía diariamente al negocio de fabricación y expendio, "papá está muy intranquilo con esto de
la guerra". Y lanzaba encendidas miradas al patrón de la cervecería.
Fue en ese tiempo cuando se presentó la gran oportunidad de Lupercio. No sin pocos alardes donó a un regimiento,
"cooperación desinteresada a los esfuerzos de guerra", diez toneles de cerveza, que, en su mayoría, bebieron
oficiales y sargentos. Esto fue suficiente para que la fama del "filántropo avecindado en Chile" traspasara las
fronteras del cuartel y llegara al Estado Mayor. Los jefes militares probaron la cerveza con deleite. Un instructor
prusiano, retorciendo sus largos bigotes kaiserianos, propuso que el señor Wolfgang González proveyese al ejército,
ya que la cerveza que fabricaba era casi la misma que bebían los militares de su patria, "el valor del alemán está en la
buena cerveza que ingiere, es por eso que los ingleses..." Si el instructor así lo decía, era porque así debía hacerse; y
así se hizo. Lupercio González fue, desde ese momento, proveedor militar de ese precioso líquido opalino, incentivo
y fuerza del ejército germano.
Industria, número de obreros y capital fueron ampliados. En la sociedad anónima que se formó, fueron incluidos
varios parlamentarios de gobierno. Lupercio llegó a ser Don Lupercio, y su negocio, Consorcio Cervecero Nacional
"La Patria".
Un buen día don Lupercio sacó cuentas y se miró al espejo; en éste aparecía un hombre grueso, elegante, bien
parecido y de aspecto serio. De lejos podría haber sido tomado por un caballero; de cerca, por un hombre de fortuna.
Los negocios habían prosperado, pero algo faltaba para dar calor y complemento a su vida. Pensó en su corazón y
luego en una casa de la calle Claras. Sin mayores preámbulos llamó al italiano y, luego de pedirle que se vistiera en
forma conveniente, le rogó que fuese a allanarle el camino a sus intenciones nupciales. El italiano, dando voces,
accedió al pedido de su socio (había llegado a ser tal) y se puso en camino aquella misma tarde, pulcramente vestido.
El recibimiento en calle Claras fue expléndido; fruto de su visita fue una entrevista que debería realizarse una
semana después.
Lupercio, en su mejor traje y premunido de un hermoso ramo de rosas rojas (consejo de un galante coronel amigo
suyo), tomó asiento en su coche de dos caballos, junto a su itálico socio.
En cuanto llegaron los hicieron pasar con suma cortesía. En un pequeño saloncito de recibo estaba Ludmira, hermosa
y sonrosada. Con ronca voz conversó acerca de la guerra y la paz, la fabricación de cerveza y el romanticismo que
cada día iba desapareciendo más del corazón de los hombres. Don Lupercio no aceptó esta última opinión y estuvo
largo rato dando razones personales al respecto. Como en la tertulia había también un fraile y un notario, los que en
estas ocasiones actúan como ministros de fe, quedó sellado el compromiso.
Hubo mucha alegría en la velada y se bebió copiosamente cerveza "La Patria". Poco tiempo después celebróse el
casamiento, pudiendo así Ludmira levantar las hipotecas de sus casas.
El matrimonio era feliz: paseaban, conversaban, bebían, daban recepciones, salían en las páginas de la "Vida
Social"; hicieron un corto viaje a Franckfurt y a su regreso pasaron una temporada en París; a las sesiones de
espiritismo que realizaban cada viernes asistían prelados parlamentarios v señoras de alto copete; además, él
infaltable italiano, amigo predilecto de Ludmira.
Declaróse de pronto una guerra civil. La familia, que tenía muchos amigos ingleses (todos gente de bien), ayudó a
derrocar el gobierno.
Luego de un año, una mañana Ludmira se puso muy pálida.
—Va ser padre usted, don Lupercio—murmuró temerosa—; estoy totalmente encinta.
—¡Señora mía, qué alegría! —respondió el marido con paternal emoción—. Si es hombre le pondremos Godofredo,
y si es mujer, Elvira.
—Como usted diga—musitó ella con embarazo.
Y cuando nació el hijo, que fue niña, así fue bautizado.

De su amor

Eleuterio Sosa-Espina era un joven siniestro, bonachón a medias un tanto bruto no obstante pícaro, simpáticamente
cínico, remilgado y flaco, ojos de buitre y nariz prominente; pero, por sobre todo, Eleuterio era orgulloso. Apenas la
naturaleza le dotó de bozo, se las arregló para que éste, en el transcurrir de pocas semanas, se transformara en un
atrevido mostacho que, a cada momento, retorcía coqueto entre el pulgar y el índice. Con este inconfundible gesto,
bajo un sombrero pajizo y sin afirmarse en el bastón, llegó aquella tarde del año 99 (mediando ya diciembre) a las
puertas de la iglesia de San Francisco. Mucha gente se aglomeraba a la entrada. Las naves del templo estaban ya
colmadas por una masa compacta que a voz en cuello pregonaba sus miserias; varios lloraban agitando los brazos;
otros, los más resignados, dominaban su terror fijando la mirada en algo incorpóreo. Sólo las ancianas y los niños
oraban en silencio. Aquella muchedumbre temerosa esperaba un acontecimiento extraordinario: el fin del mundo.
Muchos aseguraban que estaba escrito además, varios temblores ocurridos en el último tiempo parecian anunciarlo.
Con sus ojos de buitre Eleuterio oteó a su alrededor. Allí en un rincón, junto al macizo bloque de la puerta, una
jovencita acompañada por su chaperona rezaba sumida en su rosario. Sin dejar de atusarse el bigote, Eleuterio se le
acercó sonriéndole provocativo. Ella bajó los párpados, pero al poco rato los volvió a alzar para mirarlo. Eleuterio
hizo una venia. "Señorita, ¿cree usted realmente en estas cosas?". Se encendió el rostro de ella. "Nunca está de más
ponerse bien con Dios. ¿Qué usted no cree?" La conversación se llevaba en voz muy baja. "En absoluto. Cuando
estuve en París, por ejemplo...." La jovencita enrojeció, bajó la vista. Así nació el romance.
Eleuterio, que previamente había estudiado el terreno, sabía con qué familia tenía que entendérselas, pero él era un
Sosa-Espina y eso lo tranquilizaba.
Pasó el tiempo y periódicos ramos de flores encendidas, premunidos de finas esquelas amorosas, fueron llegando a la
casa de Elvira. Don Lupercio y señora miraban tranquilos el desarrollo de los acontecimientos. Los encuentros
casuales de la parejita fueron haciéndose cada vez más frecuentes y finalizaron en la propia casa de Elvira. Eleuterio
había sido admitido en el hogar de los González. Allí le invitaban cerveza "La Patria" mientras enseñaba a su
prometida elegantes frases en francés.
Para sus amigos Eleuterio vivía de una herencia; para los González, de inversiones en las salitreras nortinas. En su
casi inexistente conciencia, Eleuterio se conformaba con ser un caballero.
Las conversaciones en casa de la novia versaban casi siempre sobre el amor, pero como cada vez que se trata este
tema se cae indefectiblemente en el asunto del dinero, era finalmente don Lupercio el que se quedaba con la palabra,
hablando de cifras e inversiones "El salitre está valiendo más que el oro", decía Eleuterio con los labios todavía
húmedos de espumosa cerveza "La Patria". "Sí, Eleuterio, hay que ver, no". Don Lupercio calculaba en silencio.
"Con poco dinero, don Lupercio, uno puede hacerse rico". Y don Lupercio traicionaba sus pensamientos. "Sí, mi
amigo, en eso estaba pensando". Con un "salud, salucita", Ludmira terciaba en la conversación. "En este tiempo,
hacer inversiones en las salitreras es ganarse el dinero casi en balde. La están dando. Es casi un robo". Sosa-Espina
insistía, convincente. "Evidentemente, evidenmente, Eleuterio. Fíjese que yo he pensado que usted como buen
conocedor, podría ayudarme a invertir algo de dinero". La roja cara de González brillaba de sudor. "¡perfecto!
Entonces manos a la obra Mais oui, mais oui". Este "mais oui" en correcta pronunciación francesa, refrendado por el
extraño brillo de esos ojos de buitre, decidió finalmente a don Lupercio, quien entregó a su inteligente futuro yerno
una gruesa cantidad para la operación. Esto de entrar en negocios con un muchacho tan encantador, todo un
orgulloso Sosa-Espina, llenaba de alegría a doña Ludmira, quien coronó la tarde con una magnífica y muy regada
cena. Eleuterio hizo gala de buen comportamiento: alabó la cerveza familiar; habló de París hasta por los codos, y
para finalizar luego de los postres, pasó a Elvira una naranja partida diciéndole "¿sería usted mi media naranja?"
Todos celebraron la audaz e ingeniosa ocurrencia. En realidad era Eleuterio un joven magnífico, elegante, fino,
talentoso. Sosa-Espina fue invitado para el día siguiente, pero desgraciadamente la familia González se quedó con la
invitación, ya que el galán desapareció hacia un punto cardinal desconocido.
Algún tiempo después, mientras almorzaban don Lupercio expresó filosófico: "En verdad, aquello de hacer
inversiones en las salitreras era ganarse el dinero en balde, realmente un robo". Elvira, que oía esto mientras pelaba
una naranja, enterró con fuerza el tenedor en la fruta. Ludmira apuró el vaso para olvidar el suceso.
En la primavera del año 1906, Elvira se paseaba por la Alameda, que es una especie de avenida sin álamos que aún
hoy existe en Santiago, con un grupo de amigas que, inquietas, esperaban a alguien. El aguardado era un héroe que
pronto se les juntaría y que, parece, pretendía a la más joven del grupo. Esta explicó en qué consistía el tal héroe.
Pocos meses atrás en las áridas pampas nortinas, había luchado él solo contra un grupo enorme de obreros
amotinados, venciéndolos. Era casi seguro que lo condecorasen, pero Juan Raquena, que así se llamaba el heroico
joven, pensaba rechazar todo reconocimiento oficial. ¡Qué hombre!
Su llegada no se hizo esperar. Calzaba botas altas; barba espesa le cubría la cara tostada, en la cual sobresalían dos
enormes ojos de buitre, medio ocultos por el ancho sombrero. Fue presentado. "Cuente, cuente", corearon las
muchachas. Él tomó aliento y empezó una narración que terminaba así: "...y si no llega antes el regimiento y
comienza a disparar en defensa propia, yo lo hubiera hecho con mis propias manos. Estaba decidido, armado,
frenético, dispuesto a todo. Había que salvar la República, la Constitución y la Ley a todo trance". "¿Y eran muchos
los... los enemigos?", preguntó una de las damitas. "Uff, miles; y todos juntos, así, en manada, parecían millones".
Elvira sintió un ardor dentro del pecho esa voz esos ojos. Un nombre salió de sus labios: "Eleuterio".
Juan Requena, que no era otro que Eleuterio Sosa-Espina, como no es difícil adivinar, entornó los párpados, se mesó
la barba y taconeando con sus botas preguntó cortésmente: "Su cara me es conocida. ¿No ha estado usted alguna vez
en París?" Elvira, lívida y conturbada, dio un pretexto y se alejó del grupo.
El tercero y definitivo encuentro con Eleuterio ocurrió dos años después, a escasos meses de la desgracia (Ludmira y
Lupercio habían muerto, con semanas de diferencia, debido a las agudas libaciones con cerveza "La Patria",
dejándola sola y heredera de una gorda fortuna).
Elvira, agobiada por la pena y la responsabilidad que significaba la mayor industria cervecera del país, mandó a
llamar a un abogado para que liquidase todos sus negocios. Pensaba retirarse a vivir de las rentas y a buscar, ¿por
qué no?, un compañero para el resto de su vida.
El abogado llegó una mañana, muy temprano. Era un hombre de aspecto bonachón, afeitado y pulcramente vestido;
usaba levita y traía un maletín de cuero negro. "Licenciado Concha, a sus órdenes", dijo a modo de saludo. Por sus
ojos de buitre Elvira reconoció a Eleuterio y con una gotita de voz le ofreció asiento. El licenciado se acomodó,
encendió un cigarro y expresó son soltura: "Tengo interés en preocuparme de sus asuntos, señorita". Se prodigó un
silencio dilatado. "¡Eleuterio, por Dios!", dijo de pronto Elvira, y prorrumpió en llanto. Así llegó la reconciliación y
con ella el noviazgo que trajo consigo el casamiento,
Nos saltamos el lapso transcurrido entre los años 1908 y 1918, incluida la Gran Guerra, en que el orgulloso Eleuterio
se dedica a gastar en forma mesurada el dinero de su mujer.
Del matrimonio no nacen hijos, pero como a quien Dios no le da hijos el Diablo le da sobrinos, unos huérfanos, hijos
de una hermana de Eleuterio, se van a vivir con la familia. Estos huerfanitos, ya bastante crecidos, se dedican por
entero al billar, deporte que financian con libros, cojines y jarrones que van sacando paulatinamente del hogar de sus
tíos.
Llega el año 20 y los sobrinos, tomando por primera vez los libros de estudio, van a la Federación de Estudiantes
dando voces de rebeldía. Los obreros también salen a la calle dando voces, cambia el gobierno, pero la situación
sigue para ellos exactamente igual. En el seno de la familia Sosa-Espina González nadie se decide todavía a trabajar.
Los huérfanos, poeta el uno y futbolista el otro, se dedican exclusivamente a sus faenas. Eleuterio, siempre orgulloso,
toma la manía de coleccionar estampillas y escribe largas cartas sin respuesta, sobre curiosidades filatélicas, al rey de
Inglaterra. Elvira, haciendo milagros con el presupuesto familiar, se empeña en seguir siendo la dama de mundo que
fuera hasta ese momento.
Pasan los años. Los sobrinos, aprovechando un corto veraneo de los dueños de casa, se marchan llevándose gran
parte del mobiliario. Diez años más tarde aparecen a la cabeza de un partido político de tendencias nacional-
socialistas.
Se van el tiempo y el dinero que aún resta a la familia. Eleuterio se torna cada vez más parco y orgulloso. Las raras
veces que el matrimonio conversa lo hace con monosílabos. La crisis del año 30 da un rudo golpe a las finanzas
familiares. En el país aparecen nuevos partidos políticos. Disminuye el respeto por los sacerdotes y los maestros se
vuelven positivistas. La República se transforma, avanza al compás de los nuevos ritmos de moda.
En casa de los Sosa-Espina González se guardan las apariencias en forma excepcional: al almuerzo una lujosa
entrada, en seguida un decorado postre y, finalmente, té, té que se repite al desayuno, a la cena, a toda hora, en todo
momento en que sea necesario calentar el estómago. Se enflaquece, pero con serenidad, pulcritud y decencia.
Llegan los malos momentos. En un amago de incendio se le quema a Eleuterio su hermosa colección de sellos
postales. Ante tan irreparable descalabro él permanece en silencio, con orgulloso estoicismo.
Elvira ha dejado ya de ser benefactora de su parroquia. Eleuterio se deja nuevamente crecer mostachos; sus ojos de
buitre relucen como nunca; deja de hablar.
Un mal día para la familia Eleuterio empieza a agonizar, pleno de orgullo, sentado en el salón, con una mano en la
punta de su bigote. Antes de morir llama a Elvira. "Ven a ver cómo muere un Sosa-Espina", dice. Y muere.

De su vida presente.

Un triste lunes de un más triste abril llegó Elvira, muy de mañana, a la Estación Central. Quería alcanzar los
primeros microbuses en los que parten tardíos veraneantes a la costa. Venía caminando con tranco ligero y decidido,
pero de pronto sintió un agudo dolor en la rodilla que le impidió caminar. Se detuvo y optó por sentarse en la cuneta.
Dejó la caja en el suelo y se palpó la pierna adolorida. Hacía calor, a pesar de la suave brisa que le soplaba la cara.
Una pequeñuela, astrosa y flacuchenta, vino a sentarse a su lado y la miró insistente. "¿Tomaste vino, abuelita?"
Elvira, por toda respuesta, se enjugó la cara con un pañuelo gris. "¿Tienes sueño?", volvió a interrogar la pequeñita.
Como Elvira no contestara dijo concluyente: "¡Te crees mucho vieja, ah!"
Elvira vio a la pequeña por primera vez. "¡Quítate, moledera!", le espetó con fastidio y se paró pesadamente,
acercándose a una señora de dulce aspecto.
—Las señoras debemos ayudarnos mutuamente —saludó mostrándole un encaje—. Tengo un hijo en el sur que me
envía una mesada—prosiguió Elvira—, pero este mes se ha retrasado. La vida está tan cara. Las cosas han cambiado
tanto. En este tiempo somos nosotros, la gente decente, los que más sufrimos. ¿Se interesaría usted por este encaje?
No me gustaría que una persona cualquiera que quedara con él.
La señora de dulce aspecto la miró, recorriéndola con la vista por sobre sus lentes de marco dorado, sin decir
palabra. Antes de retirarse siempre en silencio, sacó de su portamonedas un billete de medio escudo y se lo pasó,
estirando mucho el brazo. Elvira apretó maquinalmente el dinero en su mano y regresó a sentarse al mismo sitio.
Muchos posibles compradores desfilaron ante ella, pero el dolor, que iba en aumento, le impedía moverse. Decidió
volver a casa. Se irguió, permaneciendo un rato inmóvil, tomó aliento y empezó a caminar. A las dos cuadras notó
que había olvidado la caja con los encajes; sin embargo, siguió andando.
Apenas llegó a casa se tendió en el lecho, permaneciendo así dos días, durante los cuales la dueña de la pieza le llevó
varias veces tazas de té muy azucarado. A1 tercer día, siempre caluroso se levantó repuesta al parecer, y se miró al
espejo. Sacó de su cómoda un abrigo de piel, pelada a trechos, y un sombrero de fieltro con velo. Peinó sus canas y
se empolvó el rostro. Hurgó más en la cómoda y encontró unas nueces, que envolvió con prolijidad. Salió hacia un
día de sol esplendoroso.
Caminó cerca de una hora, al final de la cual llegó a la puerta de una casa elegante y de construcción muy antigua.
Vaciló antes de golpear.
—¿Están las señoritas?—indagó a una criada de uniforme que, asintiendo, la hizo pasar.
En una estrecha salita de recibo tejían dos ancianas. "¡Hm!", gimió la más encorvada al verla entrar. Elvira saludó
muy atenta, se acomodó en una silla y cruzó las manos. "¡Diga, qué ha sido de su vida!", prosiguió la anciana sin
despegar la vista del tejido. "Muy bien, gracias", respondió Elvira, pasándole el paquete con las nueces. "¿Y qué es
esto?", indagó la otra con frialdad. "Un engañito, nueces", explicó Elvira, sonriendo. "¿Y para qué queremos nueces
nosotras si ya no tenemos ni dientes ? ¡Lléveselas, lléveselas!" Se hizo un silencio largo y agresivo. La mujer que
había permanecido en silencio habló de repente. "¡Fíjese usted que ya no recibimos visitas!" Elvira alzó los ojos.
"¿Por qué?", preguntó. " ¡Por el tejido!", respondió cortante la otra. Elvira lanzó un "¡Ah!", pero luego recordó
dulcemente: "¡Cómo pasa el tiempo! Qué lindas fiestas se daban entonces ... Mi casa..., tantos jóvenes..., Eleuterio....
" La más encorvada levantó la cabeza " ¡Sí, muy lindas fiestas, muchos galanes, tanto así que nos quedamos solteras
! Pero creo que fue para bien. Los hombres son seres carentes de respeto y sensibilidad".
Otro largo silencio; las ancianas en su tejido. Elvira sonriendo al aire. De pronto, una de las tejedoras llamó con voz
estridente a la sirvienta de uniforme. "¡Sírvale té a ella!", ordenó señalando a la visita. "Se lo agradezco mucho, pero
yo pensaba", se disculpó Elvira. La criada vaciló. "Sírvale no más. Y usted, Elvira, aliméntese, que está muy flaca".
A los pocos instantes la mujer trajo té y galletas. Elvira se lo bebió muy lentamente, remojando una a una las galletas
que engulló en su totalidad. "Hm, no dejó ni una", dijo una de las viejas al descubrir el plato vacío, más sin querer
reprochar a Elvira su apetito. "Es que estaban muy ricas—replicó Elvira, obsequiosa— ¿Las hacen ustedes? Alguna
receta antigua, de seguro". La más encorvada alzó nuevamente la cabeza. "¡Ni lo piense, las compró la empleada en
el almacén de la esquina!" Ahí acabó la conversación. Sólo ruido de respiraciones y palillos. Había transcurrido una
hora desde la llegada de Elvira; así, en silencio, pasó otra más, al fin de la cual Elvira se puso silenciosamente de pie.
"Otro día volveré a visitarlas. Hay tan poca gente bien nacida con quienes conversar en estos tiempos..." Sin
despegar la vista del tejido, ambas ancianas respondieron casi a coro. "Hasta luego Elvira. Vuelva cuando guste.
¡Qué le vaya bien!" Elvira se marchó caminando lentamente, sin las nueces.
Durante el regreso se sintió decepcionada, pensando en que había tan poco gente ya con quien tratar; qué cambios se
notaban en todas partes y en todas las cosas; las damas se alejaban de la religión; las muchachas se besaban con sus
novios en cualquier sitio, fumaban, bailaban con estrépito; los artesanos no aceptaban que se les reprendiese por su
mal trabajo; las sirvientas abandonaban las casas de sus patronas para irse a trabajar a las fábricas; aparecían nuevos
pobres, nuevos ricos. La radio, el teléfono y los aeroplanos transformaban a las gentes, para mal. Todo el mundo se
creía con derecho a todo. La cuna, la educación, el señorío, nada importaban. Quizás recién ahora se estaba llegando
al fin del mundo. Se tendió a descansar sobre su lecho y se durmió.
Despertó en la oscuridad y, como sintiera mucho frío, se cubrió con las frazadas. El dolor a la rodilla apenas se
insinuaba. Volvió a dormirse.
Abrió los ojos frente al sol. Tenía la sensación de haber dormido mucho. Su apetito era inatajable tan inmenso que le
quitaba las fuerzas; a pesar de todo se irguió y, a duras penas, se levantó. Volvió a vestir su abrigo de pelaje escaso,
previa una empolvada del rostro, se caló el sombrero de fieltro con velo, quedándose un momento en suspenso,
mirando hacia todos lados. Caminó hacia un rincón y cogió un paraguas de fino mango. Salió a la calle. E1 sol le
hirió la vist

 

 

 

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